Alejo Carpentier
(La Habana, 1904-París, 1980)
Viaje a la semilla (1944)
Originalmente publicado en una plaquette, con ilustraciones de Esteban Boloña,
una edición limitada a 100 ejemplares (1944);
incluído en Guerra del tiempo (1958)
Cuentos (1976)
Cuentos completos (1979)
I
—¿Qué quieres, viejo?...
Varias veces cayó la pregunta de lo
alto de los andamios. Pero el viejo no respondía. Andaba de un lugar a
otro, fisgoneando, sacándose de la garganta un largo monólogo de
frases incomprensibles. Ya habían descendido las tejas, cubriendo los
canteros muertos con su mosaico de barro cocido. Arriba, los picos
desprendían piedras de mampostería, haciéndolas rodar por canales de
madera, con gran revuelo de cales y de yesos. Y por las almenas
sucesivas que iban desdentando las murallas aparecían —despojados de
su secreto— cielos rasos ovales o cuadrados, cornisas, guirnaldas,
dentículos, astrágalos, y papeles encolados que colgaban de los
testeros como viejas pieles de serpiente en muda. Presenciando la
demolición, una Ceres con la nariz rota y el peplo desvaído, veteado
de negro el tocado de mieses, se erguía en el traspatio, sobre su
fuente de mascarones borrosos. Visitados por el sol en horas de sombra,
los peces grises del estanque bostezaban en agua musgosa y tibia,
mirando con el ojo redondo aquellos obreros, negros sobre claro de
cielo, que iban rebajando la altura secular de la casa. El viejo se
había sentado, con el cayado apuntalándole la barba, al pie de la
estatua. Miraba el subir y bajar de cubos en que viajaban restos
apreciables. Oíanse, en sordina, los rumores de la calle mientras,
arriba, las poleas concertaban, sobre ritmos de hierro con piedra, sus
gorjeos de aves desagradables y pechugonas.
Dieron las cinco. Las cornisas y
entablamentos se desploblaron. Sólo quedaron escaleras de mano,
preparando el salto del día siguiente. El aire se hizo más fresco,
aligerado de sudores, blasfemias, chirridos de cuerdas, ejes que pedían
alcuzas y palmadas en torsos pringosos. Para la casa mondada el
crepúsculo llegaba más pronto. Se vestía de sombras en horas en que
su ya caída balaustrada superior solía regalar a las fachadas algún
relumbre de sol. La Ceres apretaba los labios. Por primera vez las
habitaciones dormirían sin persianas, abiertas sobre un paisaje de
escombros.
Contrariando sus apetencias, varios
capiteles yacían entre las hierbas. Las hojas de acanto descubrían su
condición vegetal. Una enredadera aventuró sus tentáculos hacia la
voluta jónica, atraída por un aire de familia. Cuando cayó la noche,
la casa estaba más cerca de la tierra. Un marco de puerta se erguía
aún, en lo alto, con tablas de sombras suspendidas de sus bisagras
desorientadas.
II
Entonces
el negro viejo, que no se había movido, hizo gestos extraños,
volteando su cayado sobre un cementerio de baldosas.
Los cuadrados de mármol, blancos y
negros volaron a los pisos, vistiendo la tierra. Las piedras con saltos
certeros, fueron a cerrar los boquetes de las murallas. Hojas de nogal
claveteadas se encajaron en sus marcos, mientras los tornillos de las
charnelas volvían a hundirse en sus hoyos, con rápida rotación. En
los canteros muertos, levantadas por el esfuerzo de las flores, las
tejas juntaron sus fragmentos, alzando un sonoro torbellino de barro,
para caer en lluvia sobre la armadura del techo. La casa creció,
traída nuevamente a sus proporciones habituales, pudorosa y vestida. La
Ceres fue menos gris. Hubo más peces en la fuente. Y el murmullo del
agua llamó begonias olvidadas.
El viejo introdujo una llave en la
cerradura de la puerta principal, y comenzó a abrir ventanas. Sus
tacones sonaban a hueco. Cuando encendió los velones, un
estremecimiento amarillo corrió por el óleo de los retratos de
familia, y gentes vestidas de negro murmuraron en todas las galerías,
al compás de cucharas movidas en jícaras de chocolate.
Don Marcial, el Marqués de
Capellanías, yacía en su lecho de muerte, el pecho acorazado de
medallas, escoltado por cuatro cirios con largas barbas de cera
derretida.
III
Los
cirios crecieron lentamente, perdiendo sudores. Cuando recobraron su
tamaño, los apagó la monja apartando una lumbre. Las mechas
blanquearon, arrojando el pabilo. La casa se vació de visitantes y los
carruajes partieron en la noche. Don Marcial pulsó un teclado invisible
y abrió los ojos.
Confusas y revueltas, las vigas del
techo se iban colocando en su lugar. Los pomos de medicina, las borlas
de damasco, el escapulario de la cabecera, los daguerrotipos, las palmas
de la reja, salieron de sus nieblas. Cuando el médico movió la cabeza
con desconsuelo profesional, el enfermo se sintió mejor. Durmió
algunas horas y despertó bajo la mirada negra y cejuda del Padre
Anastasio. De franca, detallada, poblada de pecados, la confesión se
hizo reticente, penosa, llena de escondrijos. ¿Y qué derecho tenía,
en el fondo, aquel carmelita, a entrometerse en su vida? Don Marcial se
encontró, de pronto, tirado en medio del aposento. Aligerado de un peso
en las sienes, se levantó con sorprendente celeridad. La mujer desnuda
que se desperezaba sobre el brocado del lecho buscó enaguas y
corpiños, llevándose, poco después, sus rumores de seda estrujada y
su perfume. Abajo, en el coche cerrado, cubriendo tachuelas del asiento,
había un sobre con monedas de oro.
Don Marcial no se sentía bien. Al
arreglarse la corbata frente a la luna de la consola se vio
congestionado. Bajó al despacho donde lo esperaban hombres de justicia,
abogados y escribientes, para disponer la venta pública de la casa.
Todo había sido inútil. Sus pertenencias se irían a manos del mejor
postor, al compás de martillo golpeando una tabla. Saludó y le dejaron
solo. Pensaba en los misterios de la letra escrita, en esas hebras
negras que se enlazan y desenlazan sobre anchas hojas afiligranadas de
balanzas, enlazando y desenlazando compromisos, juramentos, alianzas,
testimonios, declaraciones, apellidos, títulos, fechas, tierras,
árboles y piedras; maraña de hilos, sacada del tintero, en que se
enredaban las piernas del hombre, vedándole caminos desestimados por la
Ley; cordón al cuello, que apretaban su sordina al percibir el sonido
temible de las palabras en libertad. Su firma lo había traicionado,
yendo a complicarse en nudo y enredos de legajos. Atado por ella, el
hombre de carne se hacía hombre de papel.
Era el amanecer. El reloj del
comedor acababa de dar la seis de la tarde.
IV
Transcurrieron
meses de luto, ensombrecidos por un remordimiento cada vez mayor. Al
principio, la idea de traer una mujer a aquel aposento se le hacía casi
razonable. Pero, poco a poco, las apetencias de un cuerpo nuevo fueron
desplazadas por escrúpulos crecientes, que llegaron al flagelo. Cierta
noche, Don Marcial se ensangrentó las carnes con una correa, sintiendo
luego un deseo mayor, pero de corta duración. Fue entonces cuando la
Marquesa volvió, una tarde, de su paseo a las orillas del Almendares.
Los caballos de la calesa no traían en las crines más humedad que la
del propio sudor. Pero, durante todo el resto del día, dispararon coces
a las tablas de la cuadra, irritados, al parecer, por la inmovilidad de
nubes bajas.
Al crepúsculo, una tinaja llena de
agua se rompió en el baño de la Marquesa. Luego, las lluvias de mayo
rebosaron el estanque. Y aquella negra vieja, con tacha de cimarrona y
palomas debajo de la cama, que andaba por el patio murmurando:
«¡Desconfía de los ríos, niña; desconfía de lo verde que corre!»
No había día en que el agua no revelara su presencia. Pero esa
presencia acabó por no ser más que una jícara derramada sobre el
vestido traído de París, al regreso del baile aniversario dado por el
Capitán General de la Colonia.
Reaparecieron muchos parientes.
Volvieron muchos amigos. Ya brillaban, muy claras, las arañas del gran
salón. Las grietas de la fachada se iban cerrando. El piano regresó al
clavicordio. Las palmas perdían anillos. Las enredaderas saltaban la
primera cornisa. Blanquearon las ojeras de la Ceres y los capiteles
parecieron recién tallados. Más fogoso Marcial solía pasarse tardes
enteras abrazando a la Marquesa. Borrábanse patas de gallina, ceños y
papadas, y las carnes tornaban a su dureza. Un día, un olor de pintura
fresca llenó la casa.
V
Los
rubores eran sinceros. Cada noche se abrían un poco más las hojas de
los biombos, las faldas caían en rincones menos alumbrados y eran
nuevas barreras de encajes. Al fin la Marquesa sopló las lámparas.
Sólo él habló en la obscuridad.
Partieron para el ingenio, en gran
tren de calesas—relumbrante de grupas alazanas, bocados de plata y
charoles al sol. Pero, a la sombra de las flores de Pascua que
enrojecían el soportal interior de la vivienda, advirtieron que se
conocían apenas. Marcial autorizó danzas y tambores de Nación, para
distraerse un poco en aquellos días olientes a perfumes de Colonia,
baños de benjuí, cabelleras esparcidas, y sábanas sacadas de armarios
que, al abrirse, dejaban caer sobre las lozas un mazo de vetiver. El
vaho del guarapo giraba en la brisa con el toque de oración. Volando
bajo, las auras anunciaban lluvias reticentes, cuyas primeras gotas,
anchas y sonoras, eran sorbidas por tejas tan secas que tenían
diapasón de cobre. Después de un amanecer alargado por un abrazo
deslucido, aliviados de desconciertos y cerrada la herida, ambos
regresaron a la ciudad. La Marquesa trocó su vestido de viaje por un
traje de novia, y, como era costumbre, los esposos fueron a la iglesia
para recobrar su libertad. Se devolvieron presentes a parientes y
amigos, y, con revuelo de bronces y alardes de jaeces, cada cual tomó
la calle de su morada. Marcial siguió visitando a María de las
Mercedes por algún tiempo, hasta el día en que los anillos fueron
llevados al taller del orfebre para ser desgrabados. Comenzaba, para
Marcial, una vida nueva. En la casa de altas rejas, la Ceres fue
sustituida por una Venus italiana, y los mascarones de la fuente
adelantaron casi imperceptiblemente el relieve al ver todavía
encendidas, pintada ya el alba, las luces de los velones.
VI
Una
noche, después de mucho beber y marearse con tufos de tabaco frío,
dejados por sus amigos, Marcial tuvo la sensación extraña de que los
relojes de la casa daban las cinco, luego las cuatro y media, luego las
cuatro, luego las tres y media... Era como la percepción remota de
otras posibilidades. Como cuando se piensa, en enervamiento de vigilia,
que puede andarse sobre el cielo raso con el piso por cielo raso, entre
muebles firmemente asentados entre las vigas del techo. Fue una
impresión fugaz, que no dejó la menor huella en su espíritu, poco
llevado, ahora, a la meditación.
Y hubo un gran sarao, en el salón
de música, el día en que alcanzó la minoría de edad. Estaba alegre,
al pensar que su firma había dejado de tener un valor legal, y que los
registros y escribanías, con sus polillas, se borraban de su mundo.
Llegaba al punto en que los tribunales dejan de ser temibles para
quienes tienen una carne desestimada por los códigos. Luego de
achisparse con vinos generosos, los jóvenes descolgaron de la pared una
guitarra incrustada de nácar, un salterio y un serpentón. Alguien dio
cuerda al reloj que tocaba la Tirolesa de las Vacas y la Balada de los
Lagos de Escocia. Otro embocó un cuerno de caza que dormía, enroscado
en su cobre, sobre los fieltros encarnados de la vitrina, al lado de la
flauta traversera traída de Aranjuez. Marcial, que estaba requebrando
atrevidamente a la de Campoflorido, su sumó al guirigay, buscando en el
teclado, sobre bajos falsos, la melodía del Trípili-Trápala. Y
subieron todos al desván, de pronto, recordando que allá, bajo vigas
que iban recobrando el repello, se guardaban los trajes y libreas de la
Casa de Capellanías. En entrepaños escarchados de alcanfor descansaban
los vestidos de corte, un espadín de Embajador, varias guerreras
emplastronadas, el manto de un Príncipe de la Iglesia, y largas
casacas, con botones de damasco y difuminos de humedad en los pliegues.
Matizáronse las penumbras con cintas de amaranto, miriñaques
amarillos, túnicas marchitas y flores de terciopelo. Un traje de
chispero con redecilla de borlas, nacido en una mascarada de carnaval,
levantó aplausos. La de Campoflorido redondeó los hombros empolvados
bajo un rebozo de color de carne criolla, que sirviera a cierta abuela,
en noche de grandes decisiones familiares, para avivar los amansados
fuegos de un rico Síndico de Clarisas.
Disfrazados regresaron los jóvenes
al salón de música. Tocado con un tricornio de regidor, Marcial pegó
tres bastonazos en el piso, y se dio comienzo a la danza de la valse,
que las madres hallaban terriblemente impropio de señoritas, con eso de
dejarse enlazar por la cintura, recibiendo manos de hombre sobre las
ballenas del corset que todas se habían hecho según el reciente
patrón de «El Jardín de las Moodas». Las puertas se obscurecieron de
fámulas, cuadrerizos, sirvientes, que venían de sus lejanas
dependencias y de los entresuelos sofocantes para admirarse ante fiesta
de tanto alboroto. Luego. se jugó a la gallina ciega y al escondite.
Marcial, oculto con la de Campoflorido detrás de un biombo chino, le
estampó un beso en la nuca, recibiendo en respuesta un pañuelo
perfumado, cuyos encajes de Bruselas guardaban suaves tibiezas de
escote. Y cuando las muchachas se alejaron en las luces del crepúsculo,
hacia las atalayas y torreones que se pintaban en grisnegro sobre el
mar, los mozos fueron a la Casa de Baile, donde tan sabrosamente se
contoneaban las mulatas de grandes ajorcas, sin perder nunca—así
fuera de movida una guaracha—sus zapatillas de alto tacón. Y como se
estaba en carnavales, los del Cabildo Arará Tres Ojos levantaban un
trueno de tambores tras de la pared medianera, en un patio sembrado de
granados. Subidos en mesas y taburetes, Marcial y sus amigos alabaron el
garbo de una negra de pasas entrecanas, que volvía a ser hermosa, casi
deseable, cuando miraba por sobre el hombro, bailando con altivo mohín
de reto.
VII
Las
visitas de Don Abundio, notario y albacea de la familia, eran más
frecuentes. Se sentaba gravemente a la cabecera de la cama de Marcial,
dejando caer al suelo su bastón de ácana para despertarlo antes de
tiempo. Al abrirse, los ojos tropezaban con una levita de alpaca,
cubierta de caspa, cuyas mangas lustrosas recogían títulos y rentas.
Al fin sólo quedó una pensión razonable, calculada para poner coto a
toda locura. Fue entonces cuando Marcial quiso ingresar en el Real
Seminario de San Carlos.
Después de mediocres exámenes,
frecuentó los claustros, comprendiendo cada vez menos las explicaciones
de los dómines. El mundo de las ideas se iba despoblando. Lo que había
sido, al principio, una ecuménica asamblea de peplos, jubones, golas y
pelucas, controversistas y ergotantes, cobraba la inmovilidad de un
museo de figuras de cera. Marcial se contentaba ahora con una
exposición escolástica de los sistemas, aceptando por bueno lo que se
dijera en cualquier texto. «León», «Avestruz», «Ballena»,
«Jaguar», leíase sobre los grabados en cobre de la Historia Natural.
Del mismo modo, «Aristóteles», «Santo Tomás», «Bacon»,
«Descartes», encabezaban páginas negras, en que se catalogaban
aburridamente las interpretaciones del universo, al margen de una
capitular espesa. Poco a poco, Marcial dejó de estudiarlas,
encontrándose librado de un gran peso. Su mente se hizo alegre y
ligera, admitiendo tan sólo un concepto instintivo de las cosas. ¿Para
qué pensar en el prisma, cuando la luz clara de invierno daba mayores
detalles a las fortalezas del puerto? Una manzana que cae del árbol
sólo es incitación para los dientes. Un pie en una bañadera no pasa
de ser un pie en una bañadera. El día que abandonó el Seminario,
olvidó los libros. El gnomon recobró su categorla de duende: el
espectro fue sinónimo de fantasma; el octandro era bicho acorazado, con
púas en el lomo.
Varias veces, andando pronto,
inquieto el corazón, había ido a visitar a las mujeres que
cuchicheaban, detrás de puertas azules, al pie de las murallas. El
recuerdo de la que llevaba zapatillas bordadas y hojas de albahaca en la
oreja lo perseguía, en tardes de calor, como un dolor de muelas. Pero,
un día, la cólera y las amenazas de un confesor le hicieron llorar de
espanto. Cayó por última vez en las sábanas del infiemo, renunciando
para siempre a sus rodeos por calles poco concurridas, a sus cobardías
de última hora que le hacían regresar con rabia a su casa, luego de
dejar a sus espaldas cierta acera rajada, señal, cuando andaba con la
vista baja, de la media vuelta que debía darse por hollar el umbral de
los perfumes.
Ahora vivía su crisis mística,
poblada de detentes, corderos pascuales, palomas de porcelana, Vírgenes
de manto azul celeste, estrellas de papel dorado, Reyes Magos, ángeles
con alas de cisne, el Asno, el Buey, y un terrible San Dionisio que se
le aparecía en sueños, con un gran vacío entre los hombros y el andar
vacilante de quien busca un objeto perdido. Tropezaba con la cama y
Marcial despertaba sobresaltado, echando mano al rosario de cuentas
sordas. Las mechas, en sus pocillos de aceite, daban luz triste a
imágenes que recobraban su color primero.
VIII
Los
muebles crecían. Se hacía más difícil sostener los antebrazos sobre
el borde de la mesa del comedor. Los armarios de cornisas labradas
ensanchaban el frontis. Alargando el torso, los moros de la escalera
acercaban sus antorchas a los balaustres del rellano. Las butacas eran
mas hondas y los sillones de mecedora tenían tendencia a irse para
atrás. No había ya que doblar las piernas al recostarse en el fondo de
la bañadera con anillas de mármol.
Una mañana en que leía un libro
licencioso, Marcial tuvo ganas, súbitamente, de jugar con los soldados
de plomo que dormían en sus cajas de madera. Volvió a ocultar el tomo
bajo la jofaina del lavabo, y abrió una gaveta sellada por las
telarañas. La mesa de estudio era demasiado exigua para dar cabida a
tanta gente. Por ello, Marcial se sentó en el piso. Dispuso los
granaderos por filas de ocho. Luego, los oficiales a caballo, rodeando
al abanderado. Detrás, los artilleros, con sus cañones, escobillones y
botafuegos. Cerrando la marcha, pífanos y timbales, con escolta de
redoblantes. Los morteros estaban dotados de un resorte que permitía
lanzar bolas de vidrio a más de un metro de distancia.
—¡Pum!... ¡Pum!... ¡Pum!...
Caían caballos, caían abanderados,
caían tambores. Hubo de ser llamado tres veces por el negro Eligio,
para decidirse a lavarse las manos y bajar al comedor.
Desde ese día, Marcial conservó el
hábito de sentarse en el enlosado. Cuando percibió las ventajas de esa
costumbre, se sorprendió por no haberlo pensando antes. Afectas al
terciopelo de los cojines, las personas mayores sudan demasiado. Algunas
huelen a notario—como Don Abundio—por no conocer, con el cuerpo
echado, la frialdad del mármol en todo tiempo. Sólo desde el suelo
pueden abarcarse totalmente los ángulos y perspectivas de una
habitación. Hay bellezas de la madera, misteriosos caminos de insectos,
rincones de sombra, que se ignoran a altura de hombre. Cuando llovía,
Marcial se ocultaba debajo del clavicordio. Cada trueno hacía temblar
la caja de resonancia, poniendo todas las notas a cantar. Del cielo
caían los rayos para construir aquella bóveda de calderones-órgano,
pinar al viento, mandolina de grillos.
IX
Aquella
mañana lo encerraron en su cuarto. Oyó murmullos en toda la casa y el
almuerzo que le sirvieron fue demasiado suculento para un día de
semana. Había seis pasteles de la confitería de la Alameda—cuando
sólo dos podían comerse, los domingos, despues de misa. Se entretuvo
mirando estampas de viaje, hasta que el abejeo creciente, entrando por
debajo de las puertas, le hizo mirar entre persianas. Llegaban hombres
vestidos de negro, portando una caja con agarraderas de bronce. Tuvo
ganas de llorar, pero en ese momento apareció el calesero Melchor,
luciendo sonrisa de dientes en lo alto de sus botas sonoras. Comenzaron
a jugar al ajedrez. Melchor era caballo. Él, era Rey. Tomando las losas
del piso por tablero, podía avanzar de una en una, mientras Melchor
debía saltar una de frente y dos de lado, o viceversa. El juego se
prolongó hasta más allá del crepúsculo, cuando pasaron los Bomberos
del Comercio.
Al levantarse, fue a besar la mano
de su padre que yacía en su cama de enfermo. El Marqués se sentía
mejor, y habló a su hijo con el empaque y los ejemplos usuales. Los
«Sí, padre» y los «No, padre», se encajaban entre cuenta y cuenta
del rosario de preguntas, como las respuestas del ayudante en una misa.
Marcial respetaba al Marqués, pero era por razones que nadie hubiera
acertado a suponer. Lo respetaba porque era de elevada estatura y salla,
en noches de baile, con el pecho rutilante de condecoraciones: porque le
envidiaba el sable y los entorchados de oficial de milicias; porque, en
Pascuas, había comido un pavo entero, relleno de almendras y pasas,
ganando una apuesta; porque, cierta vez, sin duda con el ánimo de
azotarla, agarró a una de las mulatas que barrían la rotonda,
llevándola en brazos a su habitación. Marcial, oculto detrás de una
cortina, la vio salir poco después, llorosa y desabrochada,
alegrándose del castigo, pues era la que siempre vaciaba las fuentes de
compota devueltas a la alacena.
El padre era un ser terrible y
magnánimo al que debla amarse después de Dios. Para Marcial era más
Dios que Dios, porque sus dones eran cotidianos y tangibles. Pero
prefería el Dios del cielo, porque fastidiaba menos.
X
Cuando
los muebles crecieron un poco más y Marcial supo como nadie lo que
había debajo de las camas, armarios y vargueños, ocultó a todos un
gran secreto: la vida no tenía encanto fuera de la presencia del
calesero Melchor. Ni Dios, ni su padre, ni el obispo dorado de las
procesiones del Corpus, eran tan importantes como Melchor.
Melchor venía de muy lejos. Era
nieto de príncipes vencidos. En su reino había elefantes,
hipopótamos, tigres y jirafas. Ahí los hombres no trabajaban, como Don
Abundio, en habitaciones obscuras, llenas de legajos. Vivían de ser
más astutos que los animales. Uno de ellos sacó el gran cocodrilo del
lago azul, ensartándolo con una pica oculta en los cuerpos apretados de
doce ocas asadas. Melchor sabía canciones fáciles de aprender, porque
las palabras no tenían significado y se repetían mucho. Robaba dulces
en las cocinas; se escapaba, de noche, por la puerta de los cuadrerizos,
y, cierta vez, había apedreado a los de la guardia civil,
desapareciendo luego en las sombras de la calle de la Amargura.
En días de lluvia, sus botas se
ponían a secar junto al fogón de la cocina. Marcial hubiese querido
tener pies que llenaran tales botas. La derecha se llamaba Calambín. La
izquierda, Calambán. Aquel hombre que dominaba los caballos cerreros
con sólo encajarles dos dedos en los belfos; aquel señor de
terciopelos y espuelas, que lucía chisteras tan altas, sabía también
lo fresco que era un suelo de mármol en verano, y ocultaba debajo de
los muebles una fruta o un pastel arrebatados a las bandejas destinadas
al Gran Salón. Marcial y Melchor tenían en común un depósito secreto
de grageas y almendras, que llamaban el «Urí, urí, urá», con
entendidas carcajadas. Ambos habían explorado la casa de arriba abajo,
siendo los únicos en saber que existía un pequeño sótano lleno de
frascos holandeses, debajo de las cuadras, y que en desván inútil,
encima de los cuartos de criadas, doce mariposas polvorientas acababan
de perder las alas en caja de cristales rotos.
XI
Cuando
Marcial adquirió el habito de romper cosas, olvidó a Melchor para
acercarse a los perros. Había varios en la casa. El atigrado grande; el
podenco que arrastraba las tetas; el galgo, demasiado viejo para jugar;
el lanudo que los demás perseguían en épocas determinadas, y que las
camareras tenían que encerrar.
Marcial prefería a Canelo porque
sacaba zapatos de las habitaciones y desenterraba los rosales del patio.
Siempre negro de carbón o cubierto de tierra roja, devoraba la comida
de los demás, chillaba sin motivo y ocultaba huesos robados al pie de
la fuente. De vez en cuando, también, vaciaba un huevo acabado de
poner, arrojando la gallina al aire con brusco palancazo del hocico.
Todos daban de patadas al Canelo. Pero Marcial se enfermaba cuando se lo
llevaban. Y el perro volvía triunfante, moviendo la cola, después de
haber sido abandonado más allá de la Casa de Beneficencia, recobrando
un puesto que los demás, con sus habilidades en la caza o desvelos en
la guardia, nunca ocuparían.
Canelo y Marcial orinaban juntos. A
veces escogían la alfombra persa del salón, para dibujar en su lana
formas de nubes pardas que se ensanchaban lentamente. Eso costaba
castigo de cintarazos.
Pero los cintarazos no dolían tanto
como creían las personas mayores. Resultaban, en cambio, pretexto
admirable para armar concertantes de aullidos, y provocar la compasión
de los vecinos. Cuando la bizca del tejadillo calificaba a su padre de
«bárbaro», Marcial miraba a Canelo, riendo con los ojos Lloraban un
poco más, para ganarse un bizcocho y todo quedaba olvidado. Ambos
comían tierra, se revolcaban al sol, bebían en la fuente de los peces,
buscaban sombra y perfume al pie de las albahacas. En horas de calor,
los canteros húmedos se llenaban de gente. Ahí estaba la gansa gris,
con bolsa colgante entre las patas zambas; el gallo viejo de culo
pelado; la lagartija que decía «urí, urá», sacándose del cuello
una corbata rosada; el triste jubo nacido en ciudad sin hembras; el
ratón que tapiaba su agujero con una semilla de carey. Un día
señalaron el perro a Marcial.
—¡Guau, guau! —dijo.
Hablaba su propio idioma. Había
logrado la suprema libertad. Ya quería alcanzar, con sus manos objetos
que estaban fuera del alcance de sus manos.
XII
Hambre,
sed, calor, dolor, frío. Apenas Marcial redujo su percepción a la de
estas realidades esenciales, renunció a la luz que ya le era
accesoiria. Ignoraba su nombre. Retirado el bautismo, con su sal
desagradable, no quiso ya el olfato, ni el oído, ni siquiera la vista.
Sus manos rozaban formas placenteras. Era un ser totalmente sensible y
táctil. El universo le entraba por todos los poros. Entonces cerró los
ojos que sólo divisaban gigantes nebulosos y penetró en un cuerpo
caliente, húmedo, lleno de tinieblas, que moría. El cuerpo, al
sentirlo arrebozado con su propia sustancia, resbaló hacia la vida.
Pero ahora el tiempo corrió más
pronto, adelgazando sus últimas horas. Los minutos sonaban a glissando
de naipes bajo el pulgar de un jugador.
Las aves volvieron al huevo en
torbellino de plumas. Los peces cuajaron la hueva, dejando una nevada de
escamas en el fondo del estanque. Las palmas doblaron las pencas,
desapareciendo en la tierra como abanicos cerrados. Los tallos sorbían
sus hojas y el suelo tiraba de todo lo que le perteneciera. El trueno
retumbaba en los corredores. Crecían pelos en la gamuza de los guantes.
Las mantas de lana se destejían, redondeando el vellón de carneros
distantes. Los armarios, los vargueños, las camas, los crucifijos, las
mesas, las persianas, salieron volando en la noche, buscando sus
antiguas raíces al pie de las selvas. Todo lo que tuviera clavos se
desmoronaba. Un bergantín, anclado no se sabía dónde, llevó
presurosamente a Italia los mármoles del piso y de la fuente. Las
panoplias, los herrajes, las llaves, las cazuelas de cobre, los bocados
de las cuadras, se derretían, engrosando un río de metal que galerías
sin techo canalizaban hacia la tierra. Todo se metamorfoseaba,
regresando a la condición primera. El barro, volvió al barro, dejando
un yermo en lugar de la casa.
XIII
Cuando
los obreros vinieron con el día para proseguir la demolición,
encontraron el trabajo acabado. Alguien se había llevado la estatua de
Ceres, vendida la víspera a un anticuario. Después de quejarse al
Sindicato, los hombres fueron a sentarse en los bancos de un parque
municipal. Uno recordó entonces la historia, muy difuminada, de una
Marquesa de Capellanías, ahogada, en tarde de mayo, entre las malangas
del Almendares. Pero nadie prestaba atención al relato, porque el sol
viajaba de oriente a occidente, y las horas que crecen a la derecha de
los relojes deben alargarse por la pereza, ya que son las que más
seguramente llevan a la muerte.
Literatura
.us
Mapa de la biblioteca | Aviso Legal | Quiénes Somos | Contactar