Reinaldo Arenas
(Aguas Claras, Cuba, 1943 - Nueva York, 1990)

El hijo y la madre
Termina el desfile (1981)


La madre caminaba dando salticos como un ratón mojado.
La madre estaba sentada en la sala y se balanceaba en el sillón.
La madre miraba por la ventana.
La madre tenía las manos llenas de pecas diminutas.
La madre dijo: Ah.
La madre se puso de pie y caminó hasta la cocina.
La madre estaba muerta.


      El hijo bajó del cuarto (el único cuarto que estaba en los altos semejando una pajarera gigante) con un libro en la mano. Se sentó. Pero no empezó a leer.
       —En seguida estará la comida —dijo la madre llegando desde la cocina. El hijo abrió el libro.
       La sala era grande y por las persianas de la ventana que ocupaba la parte superior de la pared se colaba un aire casi viento que sacudía los cristales tirando a veces las hojas de la ventana.
       —Deberías leer menos —dijo la madre. Cerró la ventana.—O no leer nada. Eso hace daño.
       El hijo llevó el libro hasta el estante donde sólo había revistas y lo colocó sobre ellas. La madre, en ese momento, se paseaba del comedor a la cocina. Él la veía entrar y salir en forma vertiginosa. Entrar, salir. Hasta que la velocidad fue tanta que la madre parecía estar fija frente a él. Entonces el hijo fue al sillón que estaba frente al otro, junto a la ventana y se sentó.
       Es posible que ya fueran las cinco; aunque podría ser más tarde. Quizás las seis, o las seis menos cinco. De modo que dentro de cinco minutos llegaría el visitante. Y él aún no le había dicho nada a la madre. Y en ese momento estaba al llegar. Se asomó por las altas persianas y vio la luz repercutiendo sobre las hojas del almendro. Pues el caso es que esperaba a un amigo, él, que nunca había esperado a nadie por no tener dónde.
       —¿Cómo es que no tienes dónde?
       —Vivo con mi madre.
       —A las seis estoy allí.
       Y él mismo le dio la dirección y le indicó los números de las guaguas que cruzaban por allí. Y ahora el estallido de los pájaros fue colocándose entre las hojas del árbol. Oyendo ese estallido dejó de escuchar la voz de la madre que, desde la cocina, lo llamaba a comer. Hasta que la repetición de la llamada lo obligó a atenderla.
       —La comida está servida en la mesa —dijo la madre ya en la sala, de pie junto a él. Y él pensó que no había necesidad de tanta palabrería; que hubiese bastado con decir ven a comer, o ya está la comida, o ya está, o ya.
       La mesa estaba servida para el hijo, y él comía despacio. La madre estaba sentada a la mesa. Pero no comía. Hablaba.
       —Ya tienes toda la ropa planchada. Solamente falta el pantalón azul. Tendré que ir a buscarlo.
       El hijo pensó: En estos momentos ya está frente a la puerta, y yo aún no le he dicho nada a ella. En estos momentos llega, y como estoy sentado a la mesa saldrá ella a abrir. En estos momentos llega. En estos momentos toca.
       La madre se puso de pie y fue hasta el fregadero a lavar los platos que el hijo había vaciado.
       Bien podrías haber esperado a que yo terminara de comer para lavar los platos, pensó el hijo. Pero no dijo nada. Y la vio caminar, dando salticos igual que un ratón mojado.
       Pero terminó la comida y todavía el visitante no había llegado, de modo que el tiempo de poner en conocimiento a la madre iba disminuyendo. Fue hasta la sala y prendió la radio, pero se negó a dar la hora y solamente soltaba música. Una música sin voces, que tanto molestaba a la madre porque “nada decía” y que a él, por eso, le agradaba. Apagó la radio y se acercó hasta la puerta sin mirar para la calle. La madre estaba sentada en la sala y se balanceaba en el sillón, casi cantaba. El hijo fue hasta el sillón que estaba frente a la madre, puso una mano sobre el brazo del asiento, y se sentó.
       El hijo y la madre estaban de frente. Sentados en dos sillones idénticos, junto a la ventana de cristales y persianas por donde se veían las hojas del almendro en la que los pájaros no cesaban de zambullirse. El sol brillaba sobre la madre y el hijo en forma de cenefa amarillenta. Desde la cocina llegaba el ruido de la gota de agua que se filtraba por la llave del fregadero. El hijo, presintiendo que en ese momento el visitante estaba cerca, fue recobrándose con una animación desconocida. Y trató de hablarle a la madre; pero en ese instante, ella levantaba el cuello sin moverse del asiento y miraba por la ventana... Vio el cuello de la madre estirarse; lo vio husmear la primera persiana; lo vio topar el techo con la cabeza y romperlo. El cuello seguía creciendo. Entonces una de las hojas de la ventana fue abierta con violencia por el viento y golpeó la nariz del hijo, reduciéndosela. La madre soltó la risa.
       La risa de la madre cerró la hoja de la ventana. La risa de la madre que retumbaba en la gran sala y extinguía el ruido de la gota en la cocina. La risa de la madre, que ahogaría cualquier toque dando en ese momento en la puerta. La risa de la madre ahuyentó todos los pájaros.
       La madre dejó de reírse.
       —¿Qué te pasa? —dijo.
       Él miró la ventana. Luego bajó la vista hasta los dedos de la madre, depositados sobre la rodilla. La madre tenía las manos llenas de pecas, aunque no era vieja.
       —Nada —dijo. Y vio la cenefa del sol disminuyendo.
       Por la calle no pasaba ningún motor. Ningún ruido. El hijo pensó que era el momento —otra vez el momento— y fue a hablar. Pero ahora la madre adquiría ademanes teatrales. Se ponía de pie sobre el asiento que se tambaleaba. Su cabeza cambiaba de colores, girando. Hasta que toda la sala no fue más que un torbellino luminoso que a él le parecía desolador.
       La madre volvió a sentarse y dijo: Ah.
       Y de pronto, se fue haciendo de noche, como sucede siempre en los lugares sin estaciones. El silencio fue cediendo a un nuevo acompasamiento de sonidos como un mar que de repente echase a andar. Y de haber hablado, las palabras se habrían transformado en extrañísimos símbolos, porque estaba oscureciendo. Pero aún no era de noche. Y los ruidos cedieron como si el intento del mar fuese fallido.
       Quedaba junto a la ventana una especie de aureola casi dorada que se desvanecía, y recortaba las siluetas del hijo y la madre, semejándolas.
       El hijo levantó la cabeza y miró otra vez para las persianas con un gesto de inevitable angustia.
       La madre se puso de pie.
       —Mamá—dijo el hijo, y quiso tocarla; pero sintió sus manos tan sudadas; tan sudadas, que ya frente a su asiento se formaba un charco de agua, y no lo hizo para no empaparla. Y pensó, al verse las manos corno manantiales, que un signo monstruoso, o tal vez maravilloso, lo diferenciaba del resto de los seres y hasta de las cosas.
       La madre caminaba ya por un costado de la sala. Algunas veces parecía que iba por los aires, o que caminaba en un solo pie. La vio al fin desaparecer por la cocina. Allí se puso a hablar sola.
       El cuchicheo de la madre llegaba hasta la sala, y al oírla, el hijo sintió miedo; más miedo del que hasta ahora había sentido. Y las manos soltaron un sudor casi final que cayó en el mismo sitio donde se había formado el charco. El cuchicheo de la madre fue subiendo hasta hacerse infernal.
       Entonces se oyó el primer toque en la puerta.
       Terminaba la espera. Ahí estaba. El hijo se puso de pie. Los escarceos de la madre en la cocina adquirían brotes lastimeros e insoportables.
       Sonó el segundo toque, más fuerte que el ruido infernal emitido por la bestia de la cocina.
       —¿Quién, dijo la bestia?
       Si, la bestia que ahora echaba espumas y se agrandaba al tú quedarte de pie, indeciso. La bestia plumada y grasosa (por el tizne y la manteca de las ollas) que resoplaba y crecía entre maullidos... Pero el hijo caminó hasta la puerta, y la gran bestia empezó a disminuir; saltaba, tocando el techo y luego descendía, suplicante y soltando chispas por los ojos, hasta los pies del hijo. Pero éste se acercó a la puerta y tomó el pomo.
       —¿Qué pomo? Esta puerta nunca ha tenido pomo.
       Tomaste el pomo y ya ibas a abrir.
       Pero entonces llegó la otra llamada; y el hijo miró a la madre, pequeña, ahogándose en el charco de sudor que habían formado sus manos. Y vaciló. Y tuvo miedo de romper el pacto.
       —¿Qué pacto? ¿Quién está hablando de pactos?
       El pacto que hiciste con tu madre, el pacto que siempre has sostenido y que ahora te hace dudar: “Mi hijo no tiene amigos” “mi hijo no recibe a nadie en la casa”, “mi hijo”... El pacto que por otra parte siempre estas traicionando aunque sea con el pensamiento.
       La madre volvió a emerger, enorme, al soltar el hijo el pomo de la puerta. Siguió creciendo hasta alcanzar proporciones bestiales. Y con un ala gigantesca atrajo al hijo hasta su pecho lleno de piojillos.
       —¡De piojillos!
       Entonces sonó un cuarto toque, y el hijo, despavorido,
       —¡Despavorido!
salió corriendo y se refugió en la pajarera de los altos. Entreabrió las persianas del cuarto y atisbó la puerta de la calle. Allí estaba el amigo, real, tocando incansable. Tocando y esperando. Golpeando con golpes seguros. Allí estaba el amigo, esperando. Y la madre dentro, piafando como un caballo; llenando con sus alas inmensas toda la casa... El visitante no cesaba de tocar. Desde lo alto lo viste insistir tanto tiempo que pensaste llamarlo.
       —¡No!
       Oh, llámalo. Simplemente basta una seña. Llama. Oh, llama. Llámalo.
       El visitante volvió a tocar. Insistió de nuevo.
       Aguardó.
       Luego cerró la reja de entrada y salió a la calle. El hijo lo vio alejarse. Después bajó de nuevo a la sala. En la casa todo era un gran silencio. Caminó a tientas por la sala vacía. Llegó hasta la cocina vacía, y, a tientas, vacío de un trago un litro de leche.
       —Mamá —dijo, como en otros tiempos, cuando todavía era joven y era hijo. —Mamá,—dijo; porque no había aprendido a decir otra cosa. Y recordó todo el día. Y la espera. Y la llegada del visitante. Y se paseó solo dentro de aquella casa enorme, que se agrandaba. Y tuvo de golpe una visión de su soledad pasada y una visión plena e iluminada de sus soledades venideras. Y hasta quiso explicaciones y consejos. Pero, como siempre, nadie le respondió... Hacía tanto tiempo que la madre lo regía sin acompañarlo, disminuyéndolo, acosándolo, eliminándolo. —Mamá —dijo, y la vio caminando por un costado del cielo, a grandes zancos, siempre como apurada; siempre tratando de aprisionar el tiempo para gastarlo en labores vulgares. Pero esta vez ella tampoco le respondió. Hacía mucho tiempo que la madre estaba muerta.
       En la oscuridad, el viejo caminó hasta una de las paredes de la sala.
       —Luces —dijo, prendiendo el enchufe, como un nuevo creador automatizado.




Literatura .us
Mapa de la biblioteca | Aviso Legal | Quiénes Somos | Contactar