Roberto
Arlt
(Buenos Aires, Argentina, 1900 – Buenos Aires, 1942)
La factoría de Farjalla Bill Alí
El criador de gorilas
(Santiago, Chile: Editorial Zig-Zag [Revista Aventura Nº 165], 1941, 112 págs.)
Los que me conocían, al enterarse
de que iba a trabajar en el criadero de gorilas de Farjalla Bill Alí se
encogieron compasivamente de hombros.
Yo ya no tenía
dónde elegir. Me habían expulsado de los más importantes comercios de
Stanley.
En unas partes me
acusaban de ratero y en otras de beodo. Mi último amo al tropezar conmigo
en la entrada del mercado, dijo, comentando irónicamente mi
determinación:
“No enderezarás
la cola de un galgo aunque la dejes veinte años metida en un cañón de
fusil.”
Yo me encogí de
hombros frente al pesimismo que trascendía del proverbio árabe. ¿Qué
podía hacer? En África uno se muere de hambre no solo en el desierto
sino también en la más compacta y vocinglera de las selvas. Allí donde
verdea el mango o ríe el chimpancé, casi siempre acecha la flecha
venenosa.
En la factoría de
Farjalla Bill trabajaba como tenedor de libros. El canalla de Farjalla no
solo explotaba un provechoso criadero de gorilas, sino también una
academia de elefantes jóvenes. Allí se les enseñaba a trabajar. El
mercader vendía con excelente ganancia los elefantes domesticados y
gorilas. Disponía de varias leguas de selva y de numerosos rebaños de
esclavos. Como éstos eran sumamente torpes para dedicarlos a la
educación del elefante, se les utilizaba en los trabajos penosos. Las
negras, generalmente, en la factoría se dedicaban a nodrizas de los
gorilas huérfanos, debido a que los monos adultos morían de tristeza al
verse privados de su libertad. Los gorilas recién nacidos y huérfanos
requerían atenciones extraordinarias para alimentarlos, porque con su
olfato delicado percibían la diferencia que había entre sus madres y las
negras. Además, las pequeñas bestias son terriblemente celosas y no
toleran que la esclava amamante a su propio hijo. Como Farjalla Bill Alí
no se mostraba en este particular sumamente cuidadoso, una negra llamada
Tula, que trajo su pequeño al criadero, sin poderlo impedir, vio cómo el
gorila a cuyo cuidado estaba estrangulaba al niño.
Aquello originó un
drama. El padre de la criatura, un negro que trabajaba en el embarcadero
de la ciudad, al enterarse de que su hijo había perecido entre las zarpas
de un gorila, se presentó en el criadero, tomó la bestia por una pata y
le cortó la cabeza. Gozoso de su hazaña, se presentó con la cabeza del
gorila en el puerto.
Rápidamente
Farjalla Bill Alí fue informado del perjuicio que había sufrido.
Farjalla acudió al embarcadero. Desde lejos era visible la cabeza del
mono, colocada sobre una pila de fardos de algodón. Farjalla apareció
“como la cólera del profeta”, según un testigo. No pronunció
palabra alguna, desenfundó su gruesa pistola y descerrajó en la cabeza
del marido de Tula todos los proyectiles que cargaba el disparador. En mi
calidad de capataz de descarga de otro comerciante, fui testigo del
crimen. Prácticamente el negro quedó sin cabeza. En el proceso que se le
siguió a Farjalla, éste salió absuelto. Los testigos depusieron
falsamente que el árabe tuvo que defenderse de una agresión del negro.
Entre los testigos inicuos figuraba yo. Mi patrón, que entonces estaba
interesado en la compra de colmillos de elefantes, había vinculado sus
capitales a la empresa de Farjalla, y me obligó a declarar que el negro
había intentado agredir al árabe con un gran cuchillo. Durante el
proceso, la cabeza del gorila decapitado figuró como importante pieza de
convicción.
De más está decir
que durante la sustanciación de la causa Farjalla Bill Alí no estuvo un
solo día detenido. Hora es, por lo tanto, que presente al principal
personaje de la historia.
Farjalla Bill Alí
era un canalla nato. Tenía antecedentes y no podía desmentirlos. El
abuelo de su madre había sido ahorcado en el mastelero de una fragata por
tratante de esclavos. El padre de Farjalla fue asesinado por un mercader.
La madre de Farjalla se dedicó durante bastante tiempo a la trata de
ébano vivo. Un elefante enfurecido durante una siesta, la mató a
colmilladas. Farjalla continuó en el oficio.
Era él un congolés
alto, flaco, de nariz ganchuda. Pertenecía al rito musulmán. Ornamentaba
su cabeza un turbante de muselina amarilla, y jamás nadie le vio
desprovisto de su recio látigo. Azotaba por igual a blancos y negros.
Cierto es que cuando un blanco llegaba a trabajar para Farjalla, había
alcanzado su degradación más completa. Después de la factoría estaba
el presidio.
Él conocía mis
antecedentes. Cuando me presenté a Farjalla para pedirle trabajo, ordenó
que me entregaran una botella de whisky y me despidió diciéndome:
—Ve y
emborráchate. Después hablaremos.
Estuve tres días
ebrio. Al cuarto, una lluvia de puntapiés que recibí sobre las costillas
me despertó. De pie junto a mí, frío y adusto, permanecía el tratante,
Me levanté dolorido mientras que el bellaco me preguntaba:
—¿Vas a dormir
hasta el día del juicio final? Ven al almacén. Es hora de que te ganes
tu pan.
Así me inicié en
su factoría. Pero nuestras relaciones no podían marchar bien. Un día
que salimos por el río cerca de los llamados “rápidos de Stanley” en
busca de un cargamento de marfil, después que hubimos adquirido la
mercadería y en momentos que los “cazadores” wauas, en sus piraguas,
efectuaban en torno de nosotros un simulacro de danza náutica, Farjalla
quiso apoderarse por la violencia de una esclava que yo había canjeado
por una pistola automática. Farjalla alegaba que yo no podía adquirir
mercadería de ninguna especie mientras trabajaba a sus órdenes. Alegó
que si los cazadores me vendieron la esclava era en razón del prestigio
de Farjalla. Evidentemente, el negro procedía de mala fe. Yo era un
blanco, y a mi compra de la negra no podía oponerse ningún derecho.
Entonces Farjalla,
irritado, me respondió que jamás toleraría que la negra viviera en la
factoría.
Yo le respondí que
de ningún modo pensaba llevar a mi esclava a su ladronera. Cuando
pronuncié esta última palabra la irritación de Farjalla subió tal que
inclinándose sobre mí, y antes que pudiera adivinar su intención, me
escupió a la cara.
Dios de los
dioses! Dispuesto a romperle los huesos me abalancé sobre él, pero
Farjalla me lanzó tal puntapié en la boca del estómago que caí
desvanecido en el fondo de la barca.
Cuando desperté de
los efectos del golpe, del aguardiente de banana y del cansancio, mi
esclava había desaparecido. Me encontraba cesante e ignominiosamente
vapuleado.
Los negros me
miraban irónicamente. Comprendí que estaba perdido si no me reconciliaba
con Farjalla Bill Alí.
Tragando mi odio,
labio sonriente y corazón traicionero, me dirigí a la factoría. El
árabe despotricaba entre sus cargueros. Apenas si se dignó contestar a
mi saludo. Yo entré en el escritorio del almacén como si nada hubiera
sucedido.
Desde entonces mis
relaciones con el mercader fueron odiosas. El me consideraba un esclavo
despreciable; yo un hombre a quien mi venganza algún día haría rechinar
los dientes.
Pero está escrito
que los caminos del perverso no van muy lejos.
Pocos días después
de los acontecimientos que dejo narrado murió en la factoría un gorila
adulto que debíamos remitir al jardín zoológico de Melbourne. Farjalla,
que por negligencia aplazaba el envío, se daba a todos los diablos,
resolvió enviar en su lugar un chimpancé que estaba al cuidado de Tula,
la mujer del negro que Farjalla había asesinado a tiros. Tula estaba
sumamente encariñada con el pequeño mono. El chimpancé la seguía como
un chicuelo travieso sigue a su madre. Cuando la viuda se enteró de que
el mono iba a ser remitido a un jardín de fieras, se echó a llorar
desconsoladamente. Era cosa de ver y no creer cómo la negra tomaba al
chimpancé y le atusaba el pelo y lo apretaba contra su pecho llorando,
mientras que el mono, con expresión compungida, miraba en rededor,
acariciando con sus largos dedos sonrosados y velludos las húmedas
mejillas de su madre adoptiva.
Farjalla Bill Alí
era un hombre a quien no enternecían las lágrimas ni de un millón de
negras.
Partiríamos al día
siguiente para la ciudad de Stanley. En el mismo camión llevaríamos al
gorila muerto, al chimpancé vivo y a la negra. El chimpancé lo
enviaríamos desde la ciudad de Melbourne. En cuanto al gorila muerto la
negra se quedaría con él junto a una termitera.
Camino a Stanley, y
poco menos que a dos leguas de la factoría se descubría un trozo de
selva diezmado por las termites u hormigas blancas. Allí, en el claro
terronero requemado por el sol levantábanse una especie de menhires de
barro de cinco a siete metros de altura. Estos monumentos huecos eran los
nidos de las termites. Farjalla tenía la costumbre, cuando se le moría
un animal exótico, de vender el esqueleto. En Stanley vivía un hombre
que compraba los esqueletos de gorilas para remitirlos a Londres.
Probablemente los esqueletos estaban destinados a establecimientos
educativos.
Con el fin de evitar
el proceso de descomposición natural, Farjalla, de acuerdo a las
costumbres del país, llevaba el cadáver hasta la termitera, y con un
mazo abría un agujero en el nido. Inmediatamente hileras compactas de
termites cubrían el muerto abandonado sobre el agujero. En pocas horas el
esqueleto quedaba perfectamente mondado.
Y no dejaré de
añadir que hasta hacía pocos años los traficantes de esclavos
castigaban a los negros muy rebeldes untándolos con miel y amarrándolos
a uno de estos hormigueros.
Cargamos el gorila
muerto en el viejo camión del mercader. Luego la negra y el chimpancé.
Yo iba junto al árabe que conducía el volante. Quiero hacer constar que
nosotros éramos las únicas personas que quedaban en la factoría. Todos
los servidores se habían concentrado en el Norte para dar caza a una
pareja de leones que la noche anterior devoraron un buey. Los hombres,
armados de largas lanzas para cazar elefantes, seguidos desus mujeres y
sus hijos, se habían internado en la selva.
Salimos con el sol
hacia la ciudad de Stanley. Torbellinos de mariposas multicolores se
desparramaban por el camino. Aunque el camión se deslizaba rápidamente,
nos sabíamos vigilados por todos los ojos del bosque. De pronto,
Farjalla, sin apartar los ojos del volante, me dijo:
—Búscate otro
amo. No me sirves.
—Bueno —respondí.
Tras nosotros se
oía el llanto de la negra abrazada a su chimpancé. Eran unos sollozos
sordos. Por entre unas tablas se distinguía a la mujer abrazando
tiernamente a la bestia, y el mono, con expresión compungida, miraba en
rededor, brillantes los ojos lastimeros. La negra acariciaba la cabeza del
chimpancé, que inspeccionaba el rostro de su madre adoptiva con perpleja
vivacidad. No sabía de qué peligro concreto defenderla.
Calla esa boca!
—rezongó el mercader dirigiéndose a la esclava sin mirarla, porque
cuando manejaba le concedía una importancia extraordinaria a esta
operación. Tratando de fingir sumisión, le dije:
—Siento no haberte
podido servir.
El árabe se limitó
a contestarme:
—No sirves ni para
cortar las babuchas de un vagabundo.
La negra, abrazada
al pequeño chimpancé, había comenzado otra vez a llorar. Súbitamente
salimos de la sombra verde. Arriba estaba el cielo. Frente al claro
requemado por el sol, las termites habían levantado sus rugosos bloques
pardos. En el remate de algunos de estos nidos gigantes brotaban matas de
hierba.
Con rechinamiento de
herrería se detuvo el camión. Cogí la maza y me dirigí a un hormiguero
tres veces más alto que yo. Parecía un tronco desgastado por la
tempestad. La negra cargó con el bolsón con el gorila muerto, y
trabajosamente, agobiada, se dirigió a la termitera. Tras ella, chueco,
mirándome resentido, caminaba el pequeño chimpancé.
Levanté la maza y
la descargué sobre la base del hormiguero. El hormigón del nido no
cedió. Farjalla se acercó, yo levanté la maza, y antes que él pudiera
evitarlo, le descargué un vigoroso puntapié en la boca del estómago. El
mismo puntapié que él me había dado en el bote, el día de la fiesta
negra en los “rápidos de Stanley”. Farjalla se desplomó. Le dije a
la esclava:
—Trae el gorila.
La mujer dejó caer
pesadamente la bestia muerta junto al tratante de esclavos. Sin perder
tiempo, le despojé de su turbante, y con la larga tira de muselina lo
amarré de pies y manos. Luego descargué otro mazazo en la termitera, y
un trozo de corteza se hundió definitivamente, dejando ver el interior
plutónico, sembrado de negros canales por los que se deslizaba
febrilmente una blancuzca humanidad de hormigas grises.
Ayúdame! —le
grité a la negra.
La esclava
comprendió. Levantando al gorila muerto amarrado al traficante, empujamos
los dos cuerpos sobre la termitera. La mujer lanzó algunos gritos
guturales, el pequeño chimpancé corrió hacia ella y se pegó a su
flanco tomándole la mano.
Ella, riéndose, con
los labios entreabiertos, se quedó contemplando la hervorosa grieta de la
termitera. Millares y millares de hormigas rabiosas cubrían de una
sábana gris los dos bultos. La chilaba de Farjalla y el velludo cuerpo
del gorila quedaron revestidos de una costra movediza y cenicienta que se
ajustaba constantemente a las crecientes desigualdades de aquellos
cuerpos.
La negra y su hijo
adoptivo miraban aquel final.
Yo tomé la botella
de whisky que había quedado debajo del cajón del asiento del camión y
le dije a la esclava:
—Es mejor que te
vayas y no vuelvas más.
La mujer, tomando
apresuradamente la mano del mono, se dirigió al bosque. Les vi por
última vez cuando entraban en el linde de la muralla vegetal.
El pequeño
chimpancé, tomado de su mano, volvía la cabeza hacia mí como un
chicuelo resentido. Y, oculto ahora tras unos cactos, aguardaba el momento
de subir al caballo que había escondido la noche anterior. Tula apartó
unas ramas y se hundió en lo verde. Yo monté a caballo y regresé a la
factoría para probar la coartada, mientras que allí, bajo el sol se
quedó Farjala Bill Alí. Las hormigas se lo comían vivo.
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