Roberto
Arlt
(Buenos Aires, Argentina, 1900 – Buenos Aires, 1942)
Los hombres fieras
El criador de gorilas
(Santiago, Chile: Editorial Zig-Zag [Revista Aventura Nº 165], 1941, 112 págs.)
El sacerdote negro apoyó los pies
en un travesaño de bambú del barandal de su bungalow, y mirando un
elefante que se dirigía hacia su establo cruzando las calles de Monrovia,
le dijo al joven juez Denis, un negro americano llegado hacía poco de
Harlem a la costa de Marfil:
—En mi carácter
de sacerdote católico de la Iglesia de Liberia debía aconsejarle a usted
que no hiciera ahorcar al niño Tul; pero antes de permitirme interceder
por el pequeño antropófago, le recordaré a usted lo que le sucedió a
un juez que tuvimos hace algunos años, el doctor Traitering.
“El doctor
Traitering era americano como usted. Fue un hombre recto, aunque no se
distinguió nunca por su asiduidad a la Sagrada Mesa. No. Sin embargo,
trató de eliminar muchas de las bestiales costumbres de nuestros hermanos
inferiores, y únicamente el señor presidente de la República y yo
conocemos el misterio de su muerte. Y ahora lo conocerá usted.”
El doctor Denis se
inclinó ceremonioso. Era un negro que estaba dispuesto a hacer carrera.
El sacerdote encendió su pipa, llenó el vaso del juez con un
transparente aguardiente de palma, y prosiguió:
—El señor
Traitering era nativo de Florida, y, como usted, vino aquí, a Liberia,
nombrado por la poderosa influencia de una gran compañía fabricante de
neumáticos. Nosotros hemos conceptuado siempre un error nombrar negros
nacidos en tierras extrañas para regir los destinos del país de una
manera u otra, pero la baja del caucho obliga a todo...
El doctor negro
sonrió obsequioso, y haciendo una mueca terrible ingirió el vasito de
aguardiente de palma. El sacerdote continuó:
—Yo he sentido
siempre que el hombre de color, extranjero en este país, está
desvinculado del clima de la selva y de la tierra. Y cuando menos lo
espera, se encuentra enganchado por el engranaje del misterio bestial que
en todos nosotros ha puesto el demonio, siempre en acecho del alma animal
de estos pobrecitos salvajes.
El doctor Denis
volvió a sonreír con obsequiosa máscara de chocolate, y el sacerdote,
sirviéndole otro vasito de aguardiente de palma, prosiguió su relato:
—Hace cosa de
siete años se produjeron numerosas desapariciones, que, con toda razón,
supusimos de origen criminal. Niños y doncellas, a veces hasta hombres
robustos, salían de sus chozas para no regresar. Las poblaciones de Krus
comenzaron a sentirse alarmadas; al caer la tarde, frente a las cabañas,
las mujeres miraban impacientes los desiertos caminos, temiendo por la
desaparición de los suyos. Se iniciaron investigaciones, se ofrecieron
premios, y finalmente un esclavo mandinga reveló que había sido invitado
a una fiesta en el bosque que está más allá del rápido de Manba. Se
destacó una compañía de gendarmes, y una noche pudo detenerse a una
banda compuesta de cuarenta hombres que danzaban en torno de una muchacha
de la tribu de De, listos ya para sacrificarla. Algunos de los criminales
estaban cubiertos de orejudas máscaras de madera; otros, embozados en
pieles de fieras. Había entre ellos hombres de la tribu de los gbalín,
para quienes la antropofagia es familiar, y también un niño de Kwesi, de
brazos largos y piernas cortas que parecía un pequeño gorila. Todos
confesaron sus delitos —habían devorado vivas a muchas personas—,
pero no había uno solo de ellos que no alegara que cometía estos
crímenes cuando se había metamorfoseado en una bestia...
—Sugestión
colectiva —murmuró el negro doctor.
El sacerdote volvió
su mirada hostil al pedantesco congénere, y el doctor Denis comprendió
que le convenía disimular su sabiduría materialista, y para hacerse
perdonar la indiscreción repuso:
—La declaración
del niño, ¿coincidió con la de los mayores?..
—Sí. El niño Gan
alegó que cuando bailaba con los otros hombres en el bosque a medida que
danzaba sentía que se iba metamorfoseando en una hiena, Traitering
condenó a esos cuarenta criminales a la horca; su sentencia se ejecutó,
y los cuarenta caníbales fueron colgados de las ramas de los árboles en
los caminos que conducían a Monrovia. El único que se libró de ser
ejecutado fue el niño Gan, debido a su corta edad: doce años.
“Cuando el juez
Traitering me expuso sus escrúpulos, yo me manifesté de acuerdo con él.
no era posible ahorcar a una criatura de doce años. Pero Traitering
estaba personalmente interesado en el caso. Pensaba escribir un libro
sobre costumbres de nuestros negros, de modo que condenó al niño a
prisión perpetua. Pronto olvidamos todos a los cuarenta ahorcados. En
este país hay demasiado trabajo para disponer de tiempo para pensar en
muertos, y dos meses después de aquel suceso, estando yo una tarde en
este barandal, mirando como mira usted al elefante de míster Marshall,
bruscamente apareció el doctor Traitering.
“Creo haberle
dicho a usted que el juez era un hombre alto y robusto, de ojos saltones y
miembros pesados. Pero ahora, su pie, como un traje excesivamente holgado,
colgaba sobre la agobiada percha de su osamenta. Me miró tristemente,
como un gorila cuando se siente enfermo del pecho, y me dijo:
—Padre, tengo algo
muy grave que conversar con usted.
“Quiero
advertirle, doctor Denis, que el juez Traitering no era un hombre
religioso ni mucho menos. Sin embargo, me di cuenta de que se trataba de
un caso importante, y dejando de ocuparme del elefante de míster
Marshall, hice sentar al juez donde está usted sentado, le ofrecí un
vaso de aguardiente y me quedé callado, esperando su confidencia.
“Traitering lanzó
un largo suspiro, pero permaneció en silencio. Yo no abrí la boca y
volví a ocuparme de los chicos de míster Marshall, que jugaban en torno
de las patas del elefante. Finalmente, el juez Traitering, después de
lanzar otro suspiro, me dijo:
“—¿Se acuerda,
padre, de los cuarenta ahorcados?
“Francamente, yo
ya no me acordaba. Por eso le respondí un poco aturdidamente:
“—¿Qué pasa?
¿Han resucitado?
“Traitering
sonrióse débilmente:
“—Ojalá
hubieran resucitado! ¿Recuerda usted, padre, que me aconsejó que
indultara al niño?
“Efectivamente, yo
no podía negar que le había aconsejado que indultara al pequeño Gan.
“—Sí, sí...
¿Qué es de ese huérfano?
“—Lo he
asesinado ayer, padre.
“Me quedé mirando
atónito al juez Traitering.
Había asesinado
al niño!
“—¿Por qué ha
hecho eso? —terminé por preguntarle—. ¿Por qué lo asesinó?
“Ah, padre...,
padre!... —Y el juez Traitering se echó a llorar como una criatura—.
No se imagina usted la calidad de monstruo que era ese niño. Si le
hubiera hecho ahorcar en compañía de los otros, no estaría yo aquí.
No.
“A mí se me
partía el ahna de ver llorar a un hombrón tan recio. Traté de
consolarlo, y le serví un vaso de aguardiente. (Aquí el padre aprovechó
para servirse otro y llenarle el vaso al doctor Denis.)
“¿Qué ha pasado?
—le dije.
“Finalmente, el
juez Traitering comenzó a relatarme su desgracia.
“Santo nombre de
Dios! Y después hay gente que duda de la existencia del demonio. He aquí
lo que contó el infortunado:
“—Un mes
después que hice ahorcar a los cuarenta antropófagos del rápido de
Manba recordé que en la cárcel permanecía encerrado el niño Gan, y
como disponía de tiempo resolví tomar apuntes respecto al proceso en que
el niño declaraba sentir que se metamorfoseaba en hiena. Una tarde le
hice traer a mi oficina. Un soldado me entregó al niño, y yo quedé solo
con él en mi despacho
“—¿Estarás
contento de haber salvado la piel? —le dije al chico en dialecto krus.
“El pequeño
caníbal no contestó palabra.
“—¿No quisieras
ahora un trozo de carne humana? —le pregunté.
“Gan continuó en
silencio. Yo insistí:
“—Si me cuentas
cómo hacías para convertirte en hiena te daré un trozo de carne de
mandinga (los mandingas son recios enemigos de los kwesi) y una botella de
aguardiente.
“Gan no abrió la
boca Continuaba mirándome fijamente, y cuanto más él me miraba más
simpatía experimentaba yo hacia él. Se iba formando un lazo de amistad
secreta entre nosotros. Quizá por mis venas también circulara sangre de
negro kwesi, pensé. Y entonces poniéndome de pie, me acerqué a Gan e
intenté pasarle la mano por la cabeza; pero Gan se retiró velozmente, y
encogiendo el labio superior se quedó mostrándome los dientes como una
fiera que quiere morder. Ah, padre! Yo no sé qué pasó en aquel
momento por mí; recuerdo perfectamente que no sentí ningún desagrado
por ese gesto bestial, sino que riéndome también yo fruncí los labios,
mostrándole los dientes al caníbal. Entonces Gan apoyó las manos en el
suelo y comenzó a andar ágilmente en cuatro pies rozándome las
pantorrillas con el flanco yo experimenté un sobresalto terrible, me
precipité a la puerta, la cerré con llave, y apoyando las manos en el
suelo, también me puse a caminar como una fiera. Y el niño lanzaba
gruñidos y yo le imitaba y ambos parecíamos dos fieras que no se
resuelven a reñir.
“—¿Es posible?
—interrumpí asombrado.
“Ah, padre!
Vaya, si es posible! Lo único que recuerdo es que en aquel momento
experimenté un placer vertiginoso en degradar mi dignidad humana.
Además, sentía un deseo tan violento de morder, que creo que hubiera
terminado por despedazar a Gan. El gruñía sordamente como una hiena
acorralada. En aquel momento alguien llamó a la puerta. Gan corriendo
siempre en cuatro pies, se ocultó detrás de mi escritorio; yo despaché
al soldado que había traído al muchacho. La verdad es que en aquellos
momentos solo me animaba un propósito. Después que el soldado se hubo
alejado, le dije a Gan:
“—Esta noche
iremos al bosque.
“Gan movió la
cabeza asintiendo.
“Entonces dejé al
niño encerrado, me eché la llave al bolsillo y salí. Estaba afiebrado
de impaciencia. Marché hacia el malecón, paseé por las orillas del
lago; esperaba que la vista del agua y de las embarcaciones me calmarían,
pero el cuadro de civilización del puerto me causó repulsión. Ansiaba
vehementemente volver a la selva, convertirme en una bestia. Cuando la
última luz de Krutown se hubo apagado, entré en el escritorio, tomé a
Gan de una mano y lo hice subir a mi automóvil. Rápidamente dejamos
atrás el cementerio de los krus, los cauchales. Finalmente llegué a un
claro del bosque, oculté el automóvil bajo una cortina de lianas y dije
a Gan:
“—Haz la hiena.
“Una luna llena
iluminaba el camino; Gan apoyó las manos en el suelo, y yo lo imité. A
poco de iniciado este juego comenzamos a gruñir, luego nos afilamos las
uñas en el tronco de los árboles, hasta que, cansados, nos echamos en el
polvo del camino. Juro, padre, que en aquel momento sentí que tenía
cola. No hablábamos. “Sabíamos” que esperábamos a alguien. Nada
más. Pero ese alguien no llegaba. La noche estaba muy avanzada, la selva
se había poblado de mil ruidos, y no llegaba nadie, cuando de pronto
escuchamos el silbido de un hombre, una sombra se movió en el camino, y
cuando el hombre estuvo cerca de nosotros, Gan saltó sobre él, le tiró
al suelo y le desgarró la garganta de un mordisco. Fue una escena
vertiginosa, casi incomprensible... Dispénseme, padre, de narrarle lo que
hicimos después. Yo me sentía tigre; al amanecer me sorprendí con mi
conciencia de hombre vuelta a un cuerpo completamente manchado de sangre.
Gan con la cara aplastada en la hojarasca, dormía su hartazgo espantoso.
“Desperté a Gan,
nos lavamos en un arroyo y volvimos a Monrovia. Devolví el caníbal a la
cárcel: yo estaba horrorizado de la experiencia, creía que sería la
última; pero pocos días después la tentación se presentó tan enorme y
dominante, que hice traer a Gan de la cárcel, aguardé la noche, y en su
compañía nuevamente volví al bosque.
“Desde entonces mi
vida ha sido un infierno. Remordimientos y crímenes. Finalmente me
resolví. Ayer en compañía de Gan, fui al bosque, y allí lo maté de un
tiro. Y ahora estoy aquí, padre, para pedirle la absolución de mis
pecados y el perdón, porque me mataré. Es necesario que aproveche este
intervalo de lucidez para exterminarme, antes que vuelva la horrible
tentación a lanzarme al bosque en busca de víctimas...”
El sacerdote negro
calló, y Denis se quedó mirándolo. Luego murmuró:
—¿Qué hizo usted
padre?
—Comprendí que el
juez Traitering tenía razón de querer matarse. El no quería destruir el
hombre que llevaba en sí, sino a la fiera despierta en él. Lo confesé,
le di la absolución y le dejé marcharse.
Algunas horas
después, un muchacho del puerto trajo la noticia de que el juez
Traitering se había ahogado.
Los dos hombres
callaron. Los niños de míster Marshall habían dejado de jugar en torno
de las patas del elefante. El sacerdote negro bebió su quinta copa de
aguardiente de palma, y le dijo al flamante juez:
—Yo no le aconsejo
que haga ejecutar al pequeño caníbal que usted tiene que juzgar, pero
que esta historia le sirva para ponerse en guardia, que jamás bebió vino
ni mordió carne.
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