Arturo Uslar Pietri
(Caracas, 1906 - Caracas, 2001)

El gallo (1949)
Treinta hombres y sus sombras
(Buenos Aires: Losada, 1949)



      —¡Guá! Ese como que es José Gabino —dijeron las gentes al mirarlo en el recodo.
       —Sí, es. Mírenle el sombrero. Mírenle el modo de andar.
       José Gabino, con su sombrero negro, polvoriento y deshecho, con su nariz roja, con el lío de trapos atado al palo sobre el hombro, oyó las voces que lo alcanzaban. No volvió la cabeza.
       Estaba esperando el grito de algún muchacho. Algún muchacho vendría con ellos y gritaría:
       —¡José Gabino, ladrón de camino!
       Estaba como encogido, esperando. Pero no se oyó el grito. Las voces y las gentes lo alcanzaron en el recodo.
       —Buen día, José Gabino.
       —Buen día.
       —Buen día, José Gabino.
       Era un viejo de bigotes con dos mozos. Llevaban alpargatas nuevas y mudas de ropa planchada que brillaban al sol. Ya lo pasaban. El viejo llevaba en el brazo un saco de tela abultado en el fondo. José Gabino lo vio y se le animaron los ojos.
       —¿Para dónde llevan ese gallo?
       Alejándose le contestaron:
       —Para la fiesta del Garabital. Tenemos una pelea casada con veinte pesos.
       José Gabino sonrió con sus dientes desportillados y oscuros. Los tres hombres adelantaban por el camino. El camino faldeaba unos cerros de yerba sin árboles. Allá detrás del cerro, junto a los cañaverales del río, estaba Garabital. No se veía. Se veían los cerros y el cañaveral del río que ondulaba por en medio de los potreros y de los tablones de caña de azúcar.
       —Algún pataruco llevan en la busaca. Gallo fino no será.
       En su soliloquio avanzaba lentamente por el camino.
       «Yo sí sé de gallos finos. Yo sí sé cómo se coge un pollo. Cómo se enraza. Cómo se cría. Cómo se tusa. Mi compadre Nicanor, con aquella mano que tenía para los gallos, me lo decía: compadre, mire, si usted se pusiera a criar gallos le quitaba el copete a todo el mundo. Es que usted, compadre, sabe coger un pollo. Eso se conoce hasta en el modo de ver. En el modo de meter la mano para agarrar un gallo. Ellos mismos saben. Cuando la mano se le acomoda bien por delante entre el buche y las patas, se aflojan tranquilos en la palma. Así los agarraba yo».
       Levantaba la mano vacía en el aire como soportando el peso de un gallo y miraba hacia ella con los ojos entornados. Por entre los dedos entreabiertos miraba el camino desnudo. Ya los hombres habían desaparecido tras el recodo.
       Bajó la mano con desgana. Cerca del camino se alzaba una casa de teja y de corredor. José Gabino, que se había detenido a contemplarla, se fue acercando.
       —Algo se puede conseguir aquí. Quién quita. Como que no hay nadie
       No se veía a nadie. La puerta que daba al corredor estaba cerrada. Un perro, echado junto a uno de los horcones del corredor, alzó la cabeza soñolienta y gruñó. José Gabino se detuvo. Bajó con disimulo el palo que llevaba terciado a la espalda. Tomó el lío de trapos en la mano izquierda y con la derecha empuñó el palo con fuerza. El perro lo miraba sin moverse.
       —Buen día —dijo con voz ronca.
       Esperó un rato, sin oír respuesta.
       —Buen día —volvió a clamar con voz más alta.
       Ningún ruido, ninguna voz, ninguna señal de movimiento venía de la casa. Los ojos de José Gabino se iluminaron, Miró al perro con cautela. Permanecía tranquilo viéndolo. Pensó un momento y luego, sin quitar la vista del perro, fue rodeando lentamente hacia la parte posterior de la casa. La lisa tapia desnuda terminaba atrás en una cerca de bambúes rota a trechos. Había árboles copudos, arbustos, yerbas, piedras. José Gabino miraba por sobre la cerca. Sobre unas piedras había ropa tendida. Cerca de las piedras había una estaca. Atado a la estaca por una cuerda estaba un gallo. Era negro con brillos dorados y manchas blancas. La roja y descrestada cabeza picoteaba en el suelo. Desplumados tenía el lomo y los muslos. Dos largas, finas y curvas espuelas oscuras le sobresalían de las patas amarillas.
       —Bonito el giro —dijo.
       Tragó saliva y miró a todos lados recelosamente.
       «Mírele el corte del pico y la manera de poner la cabeza. Seguro por el pico y ligero por la espuela. Se parece a aquel pollo del general Portañuelo que siempre ganaba con un golpe de zorro. A los primeros barajos se aseguraba y mandaba las espuelas para el gañote. Y ahí mismo estaba el otro gallo tendido en el suelo y con ese chillido».
       Se había ido acercando. El gallo, erguido, lo miraba inquieto. Movía la cabeza roja con rápidos movimientos cortos. Se había ido agachando junto a él. Chasqueando la lengua hacía un ruido monótono mientras extendía la mano. El gallo cloqueó asustado cuando lo alzó en la palma. Se incorporó con él y lo puso a la altura de su cabeza. El sol le brillaba en las plumas metálicas. Con su grueso pulgar sucio y cuarteado le fue tanteando las espuelas y el pico.
       —Así se coge un pollo. ¡Ah, buen gallero hubiera sido yo!
       Detrás del sombrero negro y la nariz roja, los ojos turbios sonreían.
       «Tú, lo que quieres, José Gabino, es comerte el gallo. Irlo a desplumar a la orilla del río. Ponerlo a asar en un palo sobre unas rajas de leña. Para ponerte ese hocico lustroso de comer fino. Y después acostarte en la arena, debajo de las cañas bravas, boca arriba a dormir. Eso es lo que tú quieres, José Gabino».
       Sonreía y miraba al gallo alzado en su palma y deslumbrante de color y de sol. Se pasó la lengua por los labios resecos y por los pelos ralos de la barba. Escupió. Volvió a ver con recelo a su alrededor. Nadie había. Todo estaba quieto.
       Metió el gallo con cuidado en el lío de trapos. Lo tomó con la mano izquierda. Salió cautelosamente por el boquete de la cerca. Con lentitud pasó junto al corredor. Llevaba el palo apretado en la mano. Allí estaba el perro echado junto al horcón. Gruñó de nuevo al verlo, pero sin moverse.
       Se apresuró a salir al camino. Dos hombres llegaban en ese momento.
       —¡Ah, malhaya! Ya me vieron. A lo mejor son de la casa. Estás de mala, José Gabino; no te van a dejar comerte el gallo con tranquilidad.
       Miró hacia los cercanos cañaverales del río con angustia. En la mano le pesaba sólidamente el lío.
       —Buen día.
       Eran dos campesinos. Sombreros de cogollo, blusas de liencillo rayado, uno con alpargatas y otro sin ellas.
       Ninguno lo nombró. Era un alivio. Él les miró con disimulo las caras desconocidas. Cobrizas, lampiñas, chatas.
       «Raro que no me conozcan. No son de aquí».
       —Buen día—contestó entonces con desgano.
       Uno de los hombres llevaba una abultada mochila de gallero. José Gabino la vio al momento.
       El hombre a su vez le miraba el lío de trapos con insistencia.
       —Vamos para la fiesta de Chiribital. Con este pollo para jugarlo, que no es ni malo.
       —Ajá. ¿Y no son de por aquí? —dijo José Gabino para salir del paso.
       Lo que quería era que se acabaran de ir.
       «Cuándo se acabarán de ir, ño entrépitos. Para yo bajarme a la costa del río a comerme mi almuerzo completo».
       —No. Somos del otro lado. Hemos venido para la fiesta. ¿Y usted, cómo que lleva también un gallo?
       El hombre señalaba con la mano el lío colgante.
       José Gabino tosió, escupió y tartamudeó un poco.
       —Este. No. Pues, sí. Es un pollito que está encañonando. No es como para pelearlo en la fiesta.
       Los hombres se habían detenido.
       —¿Ustedes sí deben tener un gallo fino?
       Sin hacerse rogar, el que llevaba la mochila la abrió y asomó por la boca un pollo rechoncho, de mala figura, aunque tusado como gallo de pelea.
       «¡Ah, gente cuando era mundo! —pensaba José Gabino mirándolo—. A cualquier cosa llaman un gallo. Eso lo que parece es un pato lagunero. Si yo les enseñara este gallo, ¡qué cara pondrían! ¡Cómo se les pondrían los ojos! Pero si les enseño se van a achantar a conversar y no me van a dejar irme para el río. Ya debería estar prendiendo la candela».
       —Está bueno el pollo. Se ve que es nuevo. Ojalá casen una buena pelea. Yo…
       «Mejor es que no se lo enseñes, José Gabino, porque te vas a enredar. Pero cómo pondrían la cara los pobrecitos si vieran ese gallo».
       —Yo, lo que pasa, es que… no voy hace tiempo a la gallera. Siempre crío mis pollos. Pero por no dejar. Este…
       «Ya lo vas a enseñar, José Gabino, ya no aguantas las ganas».
       —Este, por ejemplo.
       Había sacado en la mano el gallo al sol. Se encendieron sus colores en la luz.
       Los dos campesinos lo miraron arrobados.
       —Cosa linda, sí señor.
       —¿Y usted con ese gallo no va a la fiesta? Si nosotros con este triste pollo nos hemos echado esta caminata.
       José Gabino empezó a reír complacido. Con su rugosa mano peinaba las plumas del gallo. Se pavoneaba. Cogió tierra con los dedos y le limpió el pico con gestos precisos.
       —¿Quién sabe? Ya no tengo gusto en las peleas. Ya no se ven buenos gallos. Las buenas cuerdas se han ido acabando. Los buenos galleros ya no se encuentran. Una pila de lambucios, mejorando lo presente, que no saben distinguir una gallineta de un pollo fino es lo que van ahora a esas fiestas del pueblo. No es como antes. ¡Qué va!
       Se había ido animando y encendiendo. Los dos hombres le oían embobados.
       —Este gallo no es nada. Vieran ustedes lo que yo llamo un gallo. Este pollón lo recogí esta mañana para llevárselo a una comadre para sus gallinas. Yo no me extraño de que sirva para pelearlo en el pueblo. Con los patarucos que llevan ahora. Pero esto para mí no es gallo.
       Había vuelto a meter el ave dentro del lío. Había empezado a caminar con los dos campesinos. Ya no pensaba en otra cosa sino en lo que iba diciendo.
       —Y eso se los digo porque yo sí sé de gallos. ¿Ustedes saben quién soy yo?…
       Los hombres lo oían suspensos sin decir palabra.
       —¿Quién soy yo…?
       ¿Quién iba a decir que era? José Gabino le daba vueltas en la cabeza a los nombres de galleros que había oído nombrar o que había conocido. Nombres. Rostros de hombres de blusa. Gallos atados a estacas. Gallos bajo jaulas de madera. Olor de gallinero.
       —Yo soy… yo fui… el gallero del general Portañuelo. ¿No lo ha oído mentar? ¡Esa sí era una cuerda de gallos! Los pollos finos se los traían de todas partes. Y el general no cogía sino los mejores. Me parece estarlo viendo. «José —esa es mi gracia, me decía—: si a ti no te gusta este pollo, yo no lo cojo». Y yo lo miraba, le tanteaba las espuelas, le tanteaba el pico, le miraba las plumas, le echaba una careada. Y el general parado allí, viendo lo que yo iba a decir, hasta que decía, para adentro o para afuera.
       Seguían avanzando por el camino. José Gabino, cada vez más animado, gesticulaba y alzaba la voz. Los hombres lo miraban con extrañeza. Aquellas ropas tan sucias y tan rotas. Aquella cara de borracho o de enfermo. Y con aquel gallo tan fino.
       —Imagínese usted si a mí me van a hablar de gallos. Imagínese usted si yo tendré ilusión de coger un pollo para ir al pueblo y jugárselo a unos desgraciados, mejorando lo presente, que cuando apuestan veinte pesos se les sale el corazón por la boca. Yo, por eso, no he vuelto más. Siempre crío mis pollos, por no dejar. Se los regalo a los amigos. Esta mañana, como les digo, cogí este, para llevárselo a la comadre. Para que se lo eche a las gallinas.
       —Eso es lástima —aventuraba el campesino del gallo—. Con un animal tan bueno se podría ganar plata.
       Y cuando decía estas palabras le miraba el traje a José Gabino. José Gabino se miró a su vez aquella raída ropa que ya no tenía color.
       —Yo no necesito plata, sabe. Aquí donde me ve no me ahorcan por mil pesos. Lo que pasa es que cada uno tiene su manera. A mí no me gustan las echonerías. Eso de andar estrujándoles a los demás sus reales en la cara. Eso no es conmigo. Pero a la hora de afrontar la plata de verdad ahí estoy yo.
       Ya estaban llegando al recodo de la falda del cerro. Al doblar fue apareciendo el pueblo. Los techos amarillos de paja, los techos oscuros de teja, la blancuzca torre de la iglesia chorreada de negro por los aguaceros. Cerca, delante del pueblo, a la orilla del camino, se veían muchas gentes agolpadas alrededor de un cobertizo de paja.
       —Ahí está la gallera —dijo uno de los campesinos—. ¿Por qué no se llega hasta allá con nosotros un saltico, y puede que se anime a jugar el gallo?
       Fue entonces cuando José Gabino se dio cuenta de dónde estaba, y se acordó de lo que tenía pensado hacer. Iba para el río a comerse el gallo. Ya allí había mucha gente para poder hacerlo. Tendría que regresarse de nuevo para un lugar más solitario.
       —¡Ah, caramba! Mire usted adónde he venido por la habladera. Si yo para donde iba era para casa de mi comadre. Pero es que en lo que me hablan de gallos ya estoy perdido. Empiezo a hablar y no sé cuándo acabo.
       —No se vaya todavía. Acérquese con nosotros. Aunque no sea nada más que a ver…
       «Vete. José Gabino, ¿qué haces tú aquí? Con quién vas a jugar un gallo, si todo el mundo te conoce. En lo que te vean van a saber que te lo robaste. Ahorita sale por ahí un muchacho y pega el grito: José Gabino, ladrón de camino».
       —Entre con nosotros —insistía el hombre—. Se le puede presentar una buena proporción y jugar su gallo. Y se vuelve a acordar de sus buenos tiempos.
       —A eso es que le tengo miedo, ¿no ve? Yo me conozco. Empiezo a jugar y me entusiasmo y entonces ya no sé lo que hago. No. Mejor es que me vaya.
       Ya estaba envuelto en el vocerío de la gallera. Adentro la algazara de voces se agitaba y pasaba como humo por entre las cabezas apiñadas y los brazos alzados y gesticulantes. José Gabino se había ido acercando. Con su gallo dentro del lío, bajo el brazo. Junto a él había una boca abierta clamorosa:
       —¡Pica mi gallo! ¡De al partir doy! ¡Pica mi gallo! ¡De al partir doy! ¡Pica mi gallo! ¡De al partir doy!
       Otras bocas, otras voces, otros gritos, otros brazos flotaban en aquello espeso.
       —¡Diez cuentas de a cinco!
       —¡Pago!
       —¡Diez cuentas de a cinco!
       —¡Pago!
       Eran manos estiradas con dos dedos rígidos en el aire. Abajo como entre sombras de ramas dos gallos sangrientos crujían y palpitaban saltando en el aire.
       —¡Gana el talisayo!
       —Gana el talisayo —le dijo José Gabino también al hombre que estaba a su lado.
       Relampagueaban las patas pálidas sobre las pechugas oscuras y sangrientas. José Gabino miraba detrás de dos o tres filas de hombros.
       «Gana el talisayo. Baraja muy bien el pollo. Cada vez que suelta las espuelas hiere. Se parece. Se parece a aquel gallo… ¿A qué gallo se va a parecer, José Gabino? A alguno que te comiste asado en la orilla del río».
       Él también iba siguiendo con los hombros, con las manos, con la expresión del rostro cada instante de la pelea. A cada golpe hacía una contracción. Una contracción igual a la del hombre que estaba a su lado y a la del que estaba enfrente. Y un pujido que a veces se hacía grito. Y subía en el hervor de los otros gritos.
       —¡Pica mi gallo! ¡Pica mi gallo! ¡De al partir doy!
       —Va a ganar el talisayo… No puede perder. Está más entero que el otro. Mire cómo lo sacude cuando lo asegura con el pico. ¡Va a ganar el talisayo! ¡Gana mi gallo!
       José Gabino grita en un paroxismo. Su brazo rígido se sacude en el aire marcando los golpes. Ya aquel es su gallo. Ya no ve sino aquel gallo rojo de sangre, brillante de sangre entre el ruido de abanico cerrado de las alas. Aquel es su gallo.
       —¡Diez cuentas de a cinco al talisayo! —grita.
       Y repite el grito cada vez con más violencia.
       —¡Diez cuentas de a cinco!
       Su grito cae sobre los otros gritos y crece con ellos. Aquel es su gallo. Y a quien grita es a aquella cara roja y gritona que está enfrente.
       —¡Diez cuentas de a cinco al talisayo!
       A aquella cara que está enfrente y que lo mira sin oírlo.
       —¡Diez cuentas de a cinco!
       —¡Adiós corotos! José Gabino apostando a un gallo.
       Fue como si se hubieran apagado todas las voces. Como si lo hubieran puesto solo en medio del redondel.
       Ya no sabía lo que estaba haciendo allí, lo que estaba diciendo.
       «José Gabino, ¿dónde te has metido? Estas perdiendo los papeles. ¿Quién no te va a conocer? ¿Quién no va a saber quién eres? ¿Quién va a creer que eres gallero, ni que sabes de gallos, ni que tienes un centavo para apostarle a un gallo? Te paran de cabeza y no te sale un centavo».
       Empezó a mirar con recelo el gentío. Escondió los ojos debajo del sombrero y metió la cabeza en el pecho. Poco a poco se fue zafando de la masa y de la grita. Mirando hacia el suelo veía, por entre las piernas y las alpargatas, caminar a aquellos zapatos rotos por donde asomaban los dedos, que eran los suyos.
       El gallo se movió dentro del lío.
       Se iban retirando las voces.
       «Si me hubieran cogido la apuesta. Gana el talisayo. Te hubieras fondeado, José Gabino. Diez cuentas de a cinco».
       Se iba acercando al río. Las altas espigas de las cañas amargas se agitaban en fila.
       «Le hubieras puesto esa plata a este giro. Y hubieras casado una pelea, una pelea de flor».
       Había sacado el gallo del lío. Pero no parecía verlo. Se sentó cansadamente en una piedra junto a la orilla del agua.
       «La cara que hubieran puesto viendo a ese giro. Afirmado en el pico y largando esas patas».
       Distraídamente, con un gesto mecánico, tomó el gallo por la cabeza y lo hizo voltear rápidamente en el aire, quebrándole el pescuezo. Aleteó en una rápida convulsión.
       —Veinte cuentas de a cinco al giro.
       Y a cada una de aquellas palabras como adormecidas, arrancaba un puñado de plumas al gallo muerto y las iba lanzando al aire.
       —Se te va a poner el hocico lustroso, José Gabino —dijo sonriendo.
       Algunas plumas negras volaban lentas en el aire hasta caer sin peso en el río.



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