Arturo Uslar Pietri
(Caracas, 1906 - Caracas, 2001)

La segunda muerte de don Emilio (1978)
El prójimo y otros cuentos
(Barcelona: Bruguera, 1978)



      El juez y su secretario habían llegado por la mañana a practicar el embargo. Iban recorriendo la vasta casa de la hacienda, de habitación en habitación, tomando nota minuciosa de todo cuanto contenía:
       —Anote, bachiller —dictaba el Juez—: dos mecedoras de Viena, en buen estado. Un aparador con un cristal roto. Una mesa de mármol. —Se acercaba y la palpaba con delectación—. Cuatro sillas de Viena. —Las iba tomando en vilo una por una—. Una tiene una pata falseada.
       El secretario, con su áspera pluma, garrapateaba en el cuadernillo de papel florete, que apoyaba al azar de cualquier mueble. Era un mozo mofletudo y fofo con más aspecto de campesino que de curial. Con frecuencia se interrumpía para pasarse un pañuelo rojo por la nuca y las sienes para secarse el sudor.
       El Juez era seco y erguido como un gallo. Un ralo bigote hirsuto le brotaba debajo de la nariz tajante. Llevaba un traje blanco, sucio y arrugado, y le cubrían las piernas anchas y flojas polainas de cuero negro. Lleva­ba una sola espuela, que le tintineaba al caminar.
       Habían llegado temprano, se habían dado a cono­cer y habían comenzado de inmediato el acto del em­bargo.
       Al dueño de la casa le habían dicho respetuosamen­te «don José», lo que no había dejado de halagarlo.
       —Los estaba esperando ya desde hace días, en que me habían anunciado lo del embargo.
       Lo decía sin tristeza, con cierta indiferencia, como si aquella medida, en realidad, no le afectara. No pocas veces sonrió con una fugitiva y cínica sonrisa. Tenía unos vagos ojos grises turbios, y la cara rojiza y con­gestionada, donde se veían menudas las venas mora­duzcas, como un enredado nido de lombrices.
       —Todavía me queda un poco de buen brandy. ¿No gustan ustedes?
       Pasaron al oscuro comedor, en cuya penumbra brillaban maderas, platos y copas. Sirvió en tres menudos vasos, que vaciaron de un trago. El vaho de calor les corrió por el cuerpo junto con el aroma del perfumado alcohol que encendió el ambiente.
       Cuando pasaban por el comedor, el Juez y el secretario pudieron atisbar por una puerta entreabierta la alcoba de la señora. Junto a la gran cama de caoba os­cura, tendida de blancas colchas, estaba ella sentada en una poltrona de seda rosada. En un susurro el secreta­rio le dijo al Juez:
       —¿La vio? A misia Luisa. Allí en el cuarto.
       El Juez alcanzó a mirada de refilón. A la vuelta procuraron quedarse detrás de don José para veda mejor. Estaba vestida con una bata pálida y vaporosa de muselina y encajes. La hermosa cabellera negra la tenía recogida en un moño alto. Tenía entre las manos un rosario y parecía abstraída y distante. Un resplandor de rosa le envolvía las finas facciones.
       —Sigue siendo una mujer muy bella —pensó el Juez, y luego añadió, dirigiéndose al señor—: Mucho lamento tener que molestados con una cosa tan desagra­dable como ésta, don José. Especialmente por la señora. Créame que he retardado la medida lo más que po­día, pero los acreedores, usted sabe cómo son los acreedores.
       —Yo lo sé. Si lo sabré yo, señor Juez.
       Mientras seguía el inventario, el Juez reanudaba la conversación en fragmentos:
       —Esta madrugada, cuando veníamos a caballo para la hacienda, yo se lo decía al secretario. ¿Verdad, bachiller? Es muy desagradable el tener que proceder con personas de consideración. Aunque yo no he tenido el honor de conocer a misia Luisa, pero de todos modos.
       —Le agradezco su amabilidad.
       Pero luego volvía a insistir don José:
       —¿Hay que embargado todo?
       El Juez trataba de parecer magnánimo y conci­liador.
       —Todo no. Se embargará la hacienda, naturalmente. Es lo más valioso. Y los muebles.
       —¿Todos los muebles?
       —No todos. La cama, por ejemplo, no se embarga.
       El secretario quiso añadir algo:
       —Ni los instrumentos de trabajo tampoco.
       —¿Qué instrumentos de trabajo? —preguntó don José, con aire de curiosidad.
       —Eso se refiere a los artesanos —dijo el Juez—. A un albañil o a un carpintero no se le pueden quitar las cosas con las que trabaja. Pero éste no es el caso de don José.
       —No, ése no es mi caso.
       Volvieron al comedor para otro brandy. Volvieron a mirar de reojo a misia Luisa, sola en su sillón.
       —¿Cómo dejó usted perder una hacienda tan buena, don José? —se aventuró a decir el Juez.
       —Usted sabe. Las malas cosechas, las pocas lluvias. Hace años que la producción ha venido para abajo, y los gastos, en cambio, van para arriba.
       Sonrieron con una sonrisa de forzada cortesía.
       —Sin embargo, cuando ustedes...
       El Juez se interrumpió, como asustado de lo que había dicho, pero luego enmendó:
       —...Cuando usted adquirió esta finca era de lo mejor que había por aquí.
       Don José sorbió otro trago de brandy con rapidez y salió del comedor, dejándolos solos.
       —¿Cómo que no le gustó? —apuntó el secretario.
       —No debe gustarle.
       —Pero todo el mundo sabe que se la dieron a ella para que se casara con él.
       Un criado negro y corpulento apareció por una puerta y se puso a acompañar o a vigilar a los dos hom­bres.
       El Juez continuó dictando al secretario:
       —Un paisaje inglés con jinetes saltando una cerca, sin vidrio. Una Inmaculada Concepción, con marco y vidrio...
       Entretanto, don José dio una vuelta rápida por los corredores desiertos de la casa. La brisa agitaba los vastos ramajes sombríos de los árboles. Todo parecía haber cambiado de aspecto. Las cosas se habían vuelto distintas y ajenas. Recorrió algunas habitaciones solitarias. En cada mueble estaba la mancha blanca del marbete del Juez con su número. En la antesala estaba el retrato de Luisa, risueña y joven. Cerca de la mano ensortijada, que retenía coquetamente el abanico, estaba el marbete con el número, como si el color se hubiera roto y aso­mara una sustancia blanca del fondo.
       De pronto, inesperadamente, entró en la habitación de Luisa. Ella no pareció darse cuenta.
       —Ya no les falta mucho. Todo lo van a embargar.
       Con una voz lejana, la mujer preguntó:
       —¿No nos van a dejar nada?
       Él entonces respondió, recalcando las palabras:
       —No te van a dejar nada. Todo te lo van a quitar.
       Luisa volvió su hermosa cara fatigada hacia él.
       —No parece importarte mucho. Casi parece que te alegrara.
       —Nada de esto es mío.
       —Sin embargo, hemos vivido en esto por más de diez años.
       —Pero no es mío.
       Parecía querer herirla con las palabras. Ella se defendía.
       —Pero, por lo menos, es mío y debería importarte.
       —Tampoco es tuyo. Todo esto era como una cosa prestada que tenías tú y que usaba yo.
       Ella lo miró con asombro y desprecio:
       —Antes no te parecía así. Te pareció muy bueno casarte conmigo para disfrutar de todo lo que me dio don Emilio.
       El sonrió con un aire cínico:
       —Tal vez. Pero ya se acabó. Se acabaron los reales, se acabó la hacienda y se acabó don Emilio.
       —Tienes razón. Ya no te queda nada que hacer aquí. Se acabó el interés que te podía sostener pegado a mí.
       —Tú no puedes decir que te he engañado.
       —No, ciertamente. Ni yo tampoco te he engañado. Te casaste conmigo sabiendo quién era y yo me casé contigo sabiendo quién eras. El pobre don Emilio creía que casada y con dinero podría rehacer una vida y lograr que la gente olvidara el pasado, pero no fue así, ni tú ni nadie me lo han hecho olvidar ni un mo­mento.
       José no respondió de inmediato. Recorrió la habitación lentamente, se acercó a un aparador y tomó con descuido una estatuita de biscuit blanca que representaba un mofletudo Cupido con su carcaj y sus menudas alas. Le dio vueltas en la mano como para contemplarla mejor.
       —Ésta también te la dio don Emilio.
       Luisa no respondió.
       —Todo es recuerdo de don Emilio —prosiguió él—. El viejo rico se las arregló para que no lo olvida­ran. Ni en vida ni después de muerto. Lo malo es que tuvo que morirse un día. Ya era bastante escándalo que a su edad siguiera teniendo una querida demasiado joven y llamativa. Pero se acabó don Emilio y ahora les toca el turno de acabarse a las cosas que te dejó.
       Bruscamente, arrojó al suelo la estatuilla, que se hizo añicos, contra el pavimento.
       La mujer le gritó, con indignación:
       —¿Qué haces? ¿Estás loco?
       Él contestó con mucha calma:
       —Qué más te da que yo las rompa o que las embargue el Juez, de todos modos las vas a perder. Las has perdido.
       Ella lo miró con sorpresa y odio.
       —Pareces alegrarte de lo que pasa. Es como si coronaras una obra de venganza. Todo lo he perdido por tu culpa y no parece pesarte, sino que, por el contrario, estás contento. Te casaste conmigo sabiendo que era la querida de don Emilio y sabiendo que el dinero me lo había dado él para que pudiera casarme y hacerme una vida nueva. Pero en el fondo lo odiabas a él y me odia­bas a mí, y te molestaban todas estas cosas de las que has vivido. Tenías que buscar a alguien para hacerle pa­gar tu desvergüenza, y fui yo quien la pagó.
       De la habitación vecina vino el ruido de una silla que movían. Los dos callaron, temerosos de haber sido oídos. En el momento de silencio se acercó la voz del Juez, que continuaba dictando:
       —Dos briseras de cristal... Un espejo de Venecia redondo, con marco dorado...
       El hombre pareció reaccionar ante la voz que venía.
       —No creas que me haya importado tanto. ¿Quieres ver cómo no importa?
       Mientras ella lo miraba con asombro, él se asomó a la puerta con rápidos pasos, y con voz descompuesta llamó al Juez y al secretario:
       —Vengan ustedes un momento. Quiero que sean testigos de algo que quiero decir.
       Los dos hombres entraron con recelo. Luisa se puso de pie e increpó al marido:
       —¿Qué te propones?
       Él, sin hacerle caso, se dirigió a los otros.
       —¿No sabían ustedes que la señora era la querida de un hombre rico, antes de casarse conmigo?
       El Juez y el secretario se miraron con asombro y turbación. No se atrevían a mirar a la señora ni al hom­bre que interrogaba.
       —¿Tampoco sabían ustedes que me casé con ella para darle una posición honorable a cambio de su dinero? Digan la verdad. No teman nada.
       El Juez, sin hallar qué hacer, balbuceó:
       —Don José, por Dios, qué ocurrencias son éstas.
       El hombre se dirigió al secretario:
       —Usted también lo había oído, ¿verdad bachiller?
       El secretario enrojeció como si fuera a estallar, clavó los ojos en el suelo y emitió unos sonidos inarticu­lados.
       Con un violento arranque, la mujer salió de la habitación. Se oyeron sus firmes pasos alejarse por uno de los corredores. Los tres hombres permanecieron callados, sin hallar qué decir.
       Al rato el criado negro entró y se dirigió al Juez:
       —Le manda a decir la señora que si le está permitido tomar una de las bestias para bajar al pueblo.
       El Juez respondió, con voz meliflua:
       —Naturalmente. Dígale usted que sí. Y sus trajes y sus pertenencias personales. No faltaba más.
       Pero de inmediato advirtió que más que él era el marido el que debía resolver.
       —Salvo su mejor parecer, don José —añadió, azorado.
       El marido rezongó:
       —Que se vaya.
       Mientras el criado se alejaba a llevar la respuesta, el Juez, por hacer algo, se puso a dictar el inventario al secretario:
       —Un sofá de raso rosado...
       Pero el secretario estaba como alelado. Aquella cámara recatada y sombreada, aquellas sedas, aquel lecho de blancas colchas, aquella presencia de mujer que acababa de partir lo habían puesto a soñar. Se podía llegar a vivir en una casa así, con una mujer así y disfrutar de todas las voluptuosidades, sin necesidad de tener dinero. Allí. estaba ante él don José con su nariz roja, que había llegado a realizar ese sueño dichoso. Si él hubiera llegado unos años cantes habría podido ser el hombre de esa ocasión. Dinero, caballos, criados, plantaciones y esa otra cosa perturbadora que era recibir como mujer propia la querida de un rico de la ciudad, llena de refi­namientos...
       —Un sofá de raso dorado... ¿Usted como que no me oye? ¿Qué le pasa? —reclamó el Juez con aspereza.
       El secretario pareció despertar. Corrió a apoyar el cuaderno de florete sobre una mesa y comenzó a rasguear con la pluma.
       —Un cenicero de porcelana... —dictó el Juez.
       —No puede ser —pensó don José—. Luisa no permitía que nadie fumara en su alcoba. Era una de sus manías. —Miró sobre el aparador la red omita blanca ador­nado con flores azules, que el Juez acababa de señalar.
       —No, no es un cenicero. Es otra cosa. Mi mujer aborrecía que se fumara en esta habitación.
       —¿Qué más da? —dijo el Juez.
       El hombre comprendió que había dicho una tontería al insistir en aquel detalle insignificante. Cenicero o no cenicero, nada tenían ellos que ver con las manías de Luisa.
       —Vamos a tomarnos otro trago —dijo don José al Juez, con el deseo de salir del pesado ambiente.
       Pasaron de nuevo al comedor. El secretario los iba a seguir, pero el Juez lo detuvo.
       —Usted quédese aquí. Siga el inventario, que ya yo vuelvo.
       El secretario no respondió nada, pero se fue acercando a la puerta para tratar de oír lo que los dos hombres podían hablar.
       Después de vaciar rápidamente sus copas, cayeron en un silencio que no era fácil de romper. El Juez que­ría saber más, pero no se atrevía a preguntar, pero el otro hombre tenía necesidad de decir lo que tenía por dentro.
       Sin mirarlo a la cara, don José hablaba como si lo hiciera para sí solo.
       Era una entrecortada y confusa relación en la que alternaban frases proverbiales corrientes, como «nadie sabe lo que los demás llevan por dentro», «nunca se ter­mina de aprender a vivir», «las mejores intenciones se pueden volver crímenes» con relatos de distintos incidentes de su vida.
       —Yo no soy un hombre para casarme con una mujer por su dinero. Usted me ha venido a conocer ahora, pero yo he vivido bien siempre y he sabido producir plata.
       El Juez había oído decir que don José había sido un tahúr profesional y que había estado envuelto en ne­gocios poco limpios. En el pueblo no lo conocían sino desde la época en que había llegado a tomar posesión de la hacienda con su mujer.
       Era evidente que hacía rodeos para llegar al tema de su mujer. El secretario, desde la puerta, aguzaba el oído para no perder palabra. El Juez conocía la historia que todos tenían por cierta. Luisa, muy joven, había sido la querida de don Emilio, uno de los hombres más ricos de la ciudad. Hasta el pueblo llegaba el rumor de su nombre asociado a las más extravagantes formas de la riqueza y e! lujo. Cuando don Emilio, ya viejo y temeroso de sus herederos, quiso arreglar sus cosas antes de morir, le dio a Luisa suficiente dinero para que se ca­sara con un hombre trabajador y pudiera vivir sin pro­blemas.
       —La gente dice que yo me casé con Luisa para dis­frutar de la plata que le dio el viejo don Emilio. Ésa es la mentira más grande.
       Según su relato, confuso y reiterado en que volvía más de una vez sobre los mismos puntos, Luisa y él se habían amado antes de que apareciera don Emilio. En una larga ausencia suya, en sus viajes o en sus aventu­ras, Luisa se puso a vivir con el viejo rico. A su regreso reanudaron sus amores.
       —El viejo descubrió que ella lo iba a abandonar para irse conmigo, y fue entonces cuando resolvió dejada irse en paz y regalarle todo lo que le dio.
       Se habían casado. Habían comprado la hacienda. Se habían ido para aquel retirado lugar.
       Cuando iban por este asunto sintieron los chasquidos de los pasos de la mula que iba frente a los corredores. Por la puerta vieron pasar la figura de la señora, a caballo, cubierta de un ancho sombrero de paja. Le seguían dos peones.
       Don José se interrumpió. Se le vio como la inten­ción de salir a detenerla, pero luego, como vencido, se sentó sobre una silla.
       —Lo mejor es lo que sucede —dijo con rabia.
       Después llamó a voces al criado.
       —Salga ahora mismo, siga a la señora hasta el pue­blo y regrese inmediatamente a decirme dónde se quedó.        
       El secretario resolvió entrar en ese momento, y para dar algún pretexto dijo tontamente:
       —La señora se fue.
       Nadie le contestó y él se sumó al silencio del grupo.
       —Eso tenía que suceder y ya pasó. Desde que llegamos aquí supe que no iba a poder ser feliz con Luisa. En todo estaba don Emilio, en todo estaba lo que él le había dado, acusándome de disfrutar como un sinver­güenza.
       Don José contaba con muchos detalles, que los otros seguían ávidamente, cómo había sido aquel infierno de símbolos, de acuerdos, de situaciones equívo­cas. El solo problema de decir nuestro o mío se volvía a veces un juego de ironías. Si decía «tu casa» era como recordarle que en aquello él no tenía parte, y si decía «nuestra casa» era como aceptar que lo había comprado a él también el dinero de don Emilio. Llegaron casi a eliminar los posesivos en la conversación. Se hablaba de «la hacienda», de «la casa», de «los animales», sin decir ni «mío» ni «tuyo», ni menos «nuestro».
       El secretario se deleitaba imaginando lo que con aquella hacienda, aquel dinero y aquella mujer hubiera podido él hacer para vivir en un verdadero paraíso. Era disponer de todo lo deseable de la manera más abundante y deliciosa. Miraba con unos ojos lúbricos y sedientos el ancho lecho, la poltrona de seda rosa y las tenues cortinas que la brisa agitaba en las ventanas, imaginando escenas y situaciones en las que él desempeñaba el papel del hombre feliz.
       El Juez, por su parte, pensaba que todo aquello que don José estaba contando era contradictorio y falso. No había que ponerse a dar tantas vueltas para explicar cosas tan sencillas. Allí no había otra cosa sino una mujer que se había cansado de soportar a un sinvergüenza que la había botado todo y la había dejado en la ruina. Y ahora el sinvergüenza aquel, con su nariz roja, venía a contarle historias inverosímiles para tratar de ocultar una verdad que saltaba evidente a la vista de todos.
       «Estos hombres así tienen que terminar así», pensaba el Juez. «Todas estas sucias componendas no pueden durar. Casarse con la querida de otro para disfrutar de su dinero no es lo que se llama un matrimonio». El Juez sabía lo que era un matrimonio. El suyo, evidentemente. Una cosa sostenida por él, una mujer obediente y fiel, atenida solamente a él, y unos hijos que sabía de quién venía el dinero y a quién le correspondía la autoridad en la casa. Eso era un matrimonio. Una sucesión de días iguales, de quietas siestas, de quehaceres idénticos, de negativas administradas sabiamente y sin apela­ción. Ésos eran los matrimonios verdaderos y los que podían durar. Pero aquello de don José y doña Luisa. Dos sinvergüenzas que se asocian para hacer una nueva sinvergüenzura.
       La modesta gente del pueblo los había visto con cierta envidia disfrazada de escándalo. Comentaban y cuchicheaban sobre todo lo que ocurría en la hacienda. Sabían quiénes iban y quiénes no iban. Iban generalmen­te hombres solos, porque las señoras se negaban a hacerlo. «¿Quién va a tratar a una mujer así?», recordaba el Juez que decía su esposa. «¿Qué señora va a tener la indignidad de pisarle la casa a una mujer de esa clase?»
       Pero don José invitaba con frecuencia a los hombres distinguidos del pueblo y a algunos ricos hacendados vecinos. Mataban una ternera, jugaban a los dados, to­maban en abundancia y se iban al anochecer habiendo visto muy poco a la señora de la casa. Cuando volvían a sus familias trataban de hacerse los discretos o los olvidadizos para excitar más la curiosidad. Todas querían saber cómo estaba vestida, de qué les habló, por quién les preguntó, cómo se condujo. Ellos se daban aire de venir de un tentador jardín de pecados.
       Al Juez nunca lo habían invitado a esas fiestas. Lo recordaba con resentimiento. Otros que sí iban le con­taban detalles exagerados de todo lo que habían gozado. Don José continuaba en sus explicaciones:
       ¿Cómo iba yo a poder ocuparme de la hacienda de don Emilio? Eso no lo podía entender Luisa. Yo tenía que dejar que las cosas marcharan por su propio peso, sin meterme en nada. Yo tenía que vivir un poco como aparte de lo de don Emilio, sin meterme a manejar sus intereses. Pero eso no lo entendía Luisa. Decía que yo, por odio a don Emilio, lo que quería era verla arruinada a ella. Y no era verdad. Yo no tenía por qué odiar a don Emilio. ¿Por qué lo iba a odiar? ¿Dígame usted, por qué lo iba a odiar yo? Pero no era yo quien debía encargarme de esos intereses. Pero eso no lo entendía ella, y vivía a todo trance sacándome la historia de que yo quería que todo lo de don Emilio se acabara. A cada instante salía a relucir don Emilio y sus intereses. Un hombre no puede aguantar eso.
       El Juez dijo sentenciosamente:
       —Un hombre tiene que mandar en su casa.
       Luego creyó oportuno recalcar que nunca había sido invitado a las fiestas.
       —Yo no conocía esta casa, don José, es verdaderamente magnífica.
       —Ya le iba a decir que está a su orden —replicó el otro—. Mire usted las tonterías que uno dice por la costumbre. Si ya no se la puedo ofrecer a nadie porque no es mía. Y la verdad es que tampoco nunca fue mía. Pero no hay duda de que es una casa muy buena. Tiene todas las comodidades que se pueden desear.
       —Vivir así es lo que se llama vivir —dijo el secretario.
       —Vamos a seguir con el inventario, porque si no no terminaremos nunca —cortó el Juez.
       —Sigan ustedes —dijo don José que desde su silla se había servido otra copa de brandy.
       —Siga tomando nota, bachiller. Un juego de frascos de cristal con tapa de carey...
       —...con tapa de carey —repetía al final de su copia el secretario.
       —Una peinadora de caoba con cubierta de mármol veteado.
       —...veteado...
       —Un armario de caoba con tres lunas de espejo de cuerpo entero.
       —...de cuerpo entero...
       El secretario imaginaba que doña Luisa se peinaría ante la peinadora de mármol y se vestiría frente a los tres grandes espejos. Su imagen se multiplicaría sobre los fondos de las distintas paredes cubiertas de papel de tapicería, donde a intervalos regulares aparecían tres chi­nos pasando un puente corvo en colores azules claros.
       A cada cosa que enumeraban, los recuerdos de don José iban viniendo atropelladamente. Aquéllos eran los muebles que Luisa trajo de su casa de la ciudad. Eran finos muebles franceses tallados con guirnaldas y entrelazados rococó que don Emilio le había encargado especialmente a una famosa tienda de París. En aquellos espejos se había visto la imagen del viejo rico en la voluptuosa intimidad de la casa de su querida.
       Don José empinó de un trago la copa que se acababa de servir, se levantó y antes de salir de la habitación dijo, sin dirigirse a nadie y como concluyendo una frase no dicha:
       —Pero ahora esto se acabó de verdad.
       Empezó a recorrer lentamente. y sin rumbo los corredores, las habitaciones y el patio de la casa. Todo estaba vacío y como detenido. Pensaba que lo último que quedaba del ser de don Emilio desaparecería finalmente cuando se llevaran aquellos muebles y cuando otras presencias vinieran a sustituir en la casa su propia presencia y la de Luisa. Habían sido tres los que habían vivido en la casa, estorbándose y chocando. Él, Luisa y don Emilio. Dos presencias de carne y hueso y una pre­sencia de recuerdos. Había largos momentos en los que podía estar sin ver a Luisa, porque ella había salido o porque se había recogido en su alcoba o porque él se había quedado solo, soñoliento, tendido en la hamaca del corredor de atrás, oyendo distraídamente el canto de un Cristo fuera en lo más alto de .un árbol. Pero, en cambio, no podía estar en la casa ni un solo momento sin sentir a don Emilio. Don Emilio estaba en los mue­bles. Todos estaban asociados a su recuerdo. Las pol­tronas guardaban la huella de sus flacas posaderas. En el borde de una mesa había una quemadura de su cigarrillo. Una de las sillas del comedor era indudable­mente la suya y en ella estaba presente su sombra cada vez que se sentaba a la mesa. Había los grabados ingle­ses de las paredes, que Luisa nunca hubiera comprado y que debían de ser muy del gusto del viejo aficionado a caballos y deportes elegantes. Había una manera de ser­vir o de disponer la mesa que era ciertamente suya.
       —Cuando se le pida agua —decía Luisa a la cria­da— tráigala en una pequeña bandeja de plata con una servilleta de hilo.
       No era de ella eso. Él lo sabía. Era de don Emilio. Hasta en su manera de hablar aparecía de pronto don Emilio. Empleaba a veces algunos adjetivos que no po­dían ser de ella y que debían de haberle quedado evi­dentemente del trato con don Emilio.
       Todas las cosas que le parecían dignas de interés eran «excitantes». Era excitante el color de un árbol florecido, la luz de un atardecer, la noticia de algún suceso o el nacimiento de un animal en el establo. Las cosas desagradables o desprovistas de gracia eran simplemente «deprimentes». Cada vez que ella decía que la conversación de una persona, la vista de un paisaje o el color de una tela eran deprimentes, él sentía que era don Emilio quien hablaba por aquella boca.
       Había momentos en que la presencia del viejo amante casi se materializaba entre los muebles, las palabras y los usos que había dejado. Una cólera sorda se iba formando en él lentamente hasta estallar en bruscas rebeliones que lo hacían proferir improperios y salir disparado hacia fuera como si buscara aire porque se asfixiaba. Tardaba en reponerse de aquellos arrebatos y pasaba un día entero sin dirigirle la palabra a ella.
       A veces Luisa trató de llegar a una explicación final y definitiva.
       —¿Qué es lo que pasa, que no podemos vivir en paz?
       Él parecía no saber o no querer saber.
       —Nada. Que a veces tu modo de ser me exaspera. Muchas veces pensó en vender la hacienda y todas las pertenencias para irse con ella a vivir en otro sitio, pero ella estaba apegada a la casa y a la tierra y sentía como un temor instintivo de deshacerse de aquellas co­sas conocidas y seguras para aventurarse en algo nuevo.
       Cuando ella se negaba a aceptar aquellos planes de vida nueva y distinta que él le ofrecía, José trataba de buscar una explicación falsa:
       —Tú tienes miedo de que yo no sepa qué hacer con el dinero y lo pierda en malos negocios. Por eso prefieres quedarte en este hueco.
       Ella trataba de replicar.
       —No es verdad. Lo que pasa es que no me gusta cambiar. Me apego mucho a las cosas. Si tuviera desconfianza de ti, no estarías administrando todo lo mío como lo haces.
       Pero aquel «mío» restallaba como un latigazo, sin que ninguno de los dos pudiera evitado. Ahora había llegado aquella hora en que la casa se había desintegrado y en que ella había partido.
       Cada cosa que el Juez nombraba y que el secretario anotaba con su carrasposa pluma era como una cosa que desaparecía del cuadro que había condicionado aquellas vidas.
       —...una araña de cristal...
       —...dos candelabros de plata...
       Era para José como si en un juego infantil se fuera deshaciendo el pedazos la imagen de don Emilio, que estaba integrada a aquellas cosas y a aquellas presencias. Se irían por distintos rumbos los armarios, los cuadros, los sillones, las cortinas, se había ido ella, se iría él, a la casa entrarían otras gentes con otros muebles y otros nombres. Nada quedaría de don Emilio.
       —...un juego de aguamanil de loza con flores...
       Pedazo a pedazo iba desapareciendo don Emilio en sus cosas. José iba sintiendo como si la confianza y la alegría renacieran en él. Había salido al corredor trasero. Junto a un pilar estaba echado un viejo perro de lanas. Se llamaba Tutú y había sido un regalo de don Emilio a Luisa. Una sonrisa cruel pasó por el rostro de José.
       —Tutú... —llamó con voz melosa.
       El viejo perro alzó la cabeza.
       —Tutú —insistió.
       El animal se levantó con lentitud y se acercó moviendo el rabo. Cuando estuvo ante él, José le lanzó una rápida patada. El perro aulló con una expresión de dolor casi humana y se tendió cobarde y encogido. Lentas y entrecortadas quejumbres salían de su garganta y poblaban el vacío corredor mientras José, riendo entre dientes, regresaba al interior de la casa con un paso vigoroso y decidido.
       Era como un gesto desesperado de liberación. El perro viejo era la personificación final de don Emilio con sus viejas lanas, sus viejos ojos, su repugnante zalamería y su nombre ridículo. Aquel aullido de dolor anunciaba que se había ido al infierno del olvido don Emilio con sus cosas y sus tenaces recuerdos.
       Ya no le quedaba otra cosa que hacer y sentía que se había recobrado.
       De paso le ordenó al criado que le ensillaran la otra mula para marcharse enseguida.
       —Ensille la mula ligero y recoja todas mis cosas porque me voy ya.
       El secretario del Juez se extrañó de verle aquella cara risueña y resuelta.
       —Vea cómo viene don José —le dijo en voz baja al Juez—. Parece que estuviera muy contento de haberlo perdido todo.
       El magistrado lo observó con curiosidad.
       —Vengo a despedirme —dijo José—. Me voy aho­ra mismo. Ya no hago ninguna falta aquí. Si algo más hay que firmar pasaré mañana por el Juzgado.
       —No tiene usted para qué molestarse —dijo el Juez—. Si se necesita para algo yo le haré avisar.
       Y al rato añadió para hacer conversación:
       —Lamento mucho haber tenido que venir en estas condiciones y haberles causado tantas molestias, pero usted comprenderá que no es por mi gusto. Ojalá pue­dan ustedes rehacerse y recuperar sus cosas. Créame que se lo deseo sinceramente.
       —Gracias por su amabilidad —replicó José—, pero no crea que me preocupo mucho por lo que ha pasado. Era mejor así. Me he quitado mucho peso de encima con todas estas cosas viejas que otros se van a llevar. A veces hace falta quitarse cosas de encima. Se siente uno mejor, respira mejor. Ya yo no podía aguantar más vivir entre todos esto; cachivaches en esta casa que parece un museo. No quiero recuperar ninguna de estas cosas. Que se las lleven. Que venga otra gente. Yo voy a vivir una vida nueva.
       El Juez y el secretario se miraron de reojo con sorpresa.
       —Con todas estas cosas es como si me quitara años y me sintiera más joven. Más joven que cuando llegué aquí por primera vez.
       —Me contenta verlo con esa tónica —comentó el Juez—. No son muchos los hombres que tienen energía para enfrentarse a una mala situación de un modo tan resuelto.
       —Está usted equivocado. No es mala esta situación. Es muy buena. Ha sido la mejor que he tenido en mucho tiempo.
       Vinieron a avisarle que la bestia estaba lista para su partida.
       —Adiós, señores. Quedan en su casa. Espero tener el gusto de que nos encontremos de nuevo.
       Se caló el sombrero y, taconeando fuerte, se dirigió al corredor para montar la mula. De un salto ágil se colocó en la silla e hizo que el animal arrancara bruscamente. Al tiempo que el paso de la cabalgadura se sosegaba, comenzó a silbar alegremente.
       Mientras oían los pasos y el silbido alejarse el secretario observó:
       —Qué hombre tan raro. ¿Usted se explica todo lo que ha hecho?
       El Juez trató de explicar:
       —Todo eso es pura pretensión y apariencia. ¿Quién le va a creer eso? Ha vivido pegado a esa mujer y a su dinero, y ahora se va a contentar porque lo ha perdido. Cualquiera se lo va a creer.
       —Una casa como ésta... Una mujer como ésa... Imagínese —murmuraba el secretario.
       El viaje hasta el pueblo le pareció más rápido que de costumbre. Casi no se daba cuenta del camino pensando en otras cosas aparentemente inconexas y atropelladas. Se veía en una ciudad, en una gran oficina rodeado de gentes sumisas que venían a recibir sus órdenes. Era rico, verdaderamente rico, rico por su propio esfuerzo y capacidad. Estaba en una casa lujosa llena de criados y de muebles. De unas vastas habitaciones llenas de colgaduras salía su mujer a recibirlo, resplandeciente y cubierta de joyas. Era curioso, aquella mujer no era otra que Luisa.
       Ya entraba por la calle principal del pueblo. Ya el peón que lo acompañaba con la otra bestia de carga se había detenido a la puerta de la posada. ¿Por qué allí? Empezaba a oscurecer y tal vez no habría tiempo de ir a otra parte.
       Desmontó pesadamente. En el corredor se topó con el posadero.
       —Buenas noches, don José. La señora se hospedó en la galería.
       Sin titubear siguió adelante y penetró en la habita­ción. Luisa estaba tendida en la cama. Sus pasos resona­ron fuertemente en las tablas del piso. Sin decir palabra se sentó en un sillón junto a la cama.
       Al rato dijo:
       —¿Cómo te sientes?
       —Bien.
       Guardó silencio otro rato. Después dijo secamente:          
       —Mejor es no quedamos aquí mucho tiempo. Voy a preparar las cosas para que salgamos para la ciudad mañana mismo.
       Con una voz que le pareció casi nueva, casi de otra persona, le respondió:
       —Como tú quieras.
       Sacó un cigarrillo. Recordó que a Luisa nunca le había gustado que fumara en la alcoba. Tardó un ins­tante en encenderlo. Lo encendió, al fin, y se quedó es­perando el reproche que iba a venir de ella. Pero no dijo nada. Lo había visto y no había dicho nada. Absorbió entonces una enorme bocanada de humo hasta el fondo de los pulmones, lo guardó largo tiempo y la exhaló len­tamente. Sintió como un ligero desvanecimiento, como un frío sumergirse en agua oscura, que podía parecer una pequeña muerte o una pequeña resurrección.



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