Augusto Roa Bastos
(Asunción, Paraguay, 1917 - Asunción, 2005)

Moriencia (1969)
Moriencia
(Caracas: Monte Ávila Editores, 1969, 170 págs.)



      La oí nombrar hace un rato a Chepé Bolívar. ¿Lo conocía usted? —pregunté a la mujer en el mixto.
       —¿Al telegrafista de Manorá? ¡Ea!, cómo no, si hasta su ropa yo le hacía!
       Miente la vieja palabrera, dije entre mí acordándome que el telegrafista anduvo casi siempre en cueros por lo menos durante los últimos años de su vida, que fue cuando lo conocimos nosotros.
       —Alto, moreno lento, patas de pájaro. Siempre emponchado, en invierno y verano. De noche, cuando había luna, se encasquetaba un sombrerón y encima, para más seguridad, se cubría con una sombrilla de mujer. Salía a caminar por ahí, asustando a la gente. ¡Cómo no lo iba a conocer! —garganteó la revendedora. No; si ya apenas salía de su rancho, la contradije con el pensamiento. Desnudo, las ronchas untadas de sudor con lo flaco que era, se quedaba encerrado trabajando la madera de su caja, a la luz de una vela. Desde lejos se oían en la noche los golpes de la azuelita y del formón sobre el tronco de árbol. Ya está telegrafiando otra vez, Chepé, se acuerda que decíamos en el pueblo cuando escuchábamos ese picoteo enterrado de pájaro carpintero.
       Nuestra tía Emerenciana, que era reconocida por su ciencia de lo natural, me decía:
       —Vaya a llevarle el remedio. Y dígale que venga un momentito a arreglarme esto, que las vacas corsarias del vecino me están entrando en la huerta desde por la mañana.
       —Le hace decir mi madrina que vaya un rato a arreglarle el cercado.
       —No puedo. ¿No ve la luna? —Es de día.
       —Cuando ha salido de su cáscara, siempre lo esta mirando a uno. De día y de noche, aunque no se la vea.
       —Dice que no puede venir, madrina. Que usted sabe bien que el cuerpo se le llena de úlceras si sale cuando la luna esta brava. Que la semana que viene va a venir, si Dios quiere y la Virgen, y le va a dejar el cercado como nuevo y que le va a arreglar también el nicho del Señor de la Paciencia.
       La respiración de la mujer me enfría la oreja. Entre el roncar del mixto, el cuchicheo recomienza:
       —Chepé murió cuando llegaron las tropas el año de la creciente grande. Murió en el tiroteo.
       —No murió de bala —digo.
       —Hubo quien dijo que del susto por la balacera y hubo quien dijo que de una bala perdida. Pero eso no fue verdad; tiene razón usted. El telegrafista murió porque ya tenía que morir nomás. Había estado esperando su muerte demasiado tiempo. Él debía haber muerto en la sublevación del año 12. Pero de eso usted no debe acordarse. Ni habría nacido todavía.
       Ni usted ni yo, como quien dice, habíamos salido aun del huevo. A Chepé lo conocimos ya viejo. Igual que al maestro Cristaldo. Usted se fue del pueblo mucho antes que yo, pero se acordará todavía lo parecidos que eran, a pesar de sus diferencias, el maestro y Chepé. Lo veíamos al uno reflejado en el otro, como formando una sola persona. Uña y carne. Flaquito, inacabado, muy blanco, el uno. Alto el otro, desgalichado, muy oscuro. Cuando Chepé ya no se pudo mover, el maestro iba a su casa a darle una mano en el trabajo. Hacía mucho tiempo que la caja estaba terminada, pero entre los dos siempre encontraban algún detalle que retocar o afinar. Parecida a una canoa, la caja; a la canoa del maestro Cristaldo. Tal vez mejor; de más calidad, más resistente, mejor perfilada. De primera para remontar el río hasta sus nacientes, como quería el maestro, que únicamente podía bogar en la laguna; su viejo cachiveo hacía agua por todas partes.
       Las letras que había en los extremos de la caja de Chepé, las grabó el maestro, una por una, a punta de cuchillo. Trabajo de preso. Calcúlele otra hilera de años... No hay más que el principio y lo que está antes del principio... ¿Qué quería decir eso? ¿Un mensaje? ¿Una dedicatoria? Zalamerías de dos viejos caducos.
       La voz de la mujer va y viene en la oscuridad; no me deja agarrar al pensamiento del sueño:
       —Se decía que en la revolución del 12, los regulares que ocuparon el pueblo obligaron a Chepé a que transmitiera una noticia falsa. Un señuelo para demorar a los sublevados que se habían apoderado de un tren militar en Villa Encarnación, y atraerlos a una emboscada en Manorá.
       La única noticia falsa que Chepé transmitió mucho después, no ya como telegrafista, como mero correveidile, un rondín de la estación, fue la venida del reemplazante del maestro. Se acordará que todos los alumnos, el maestro a la cabeza de la fila, fuimos a recibirlo con banderines tricolores y el canto del himno bien ensayado. Pero no llegó ese día ni ningún otro.
       —Dicen que el telegrafista se negó. En Manorá no había ningún otro que supiera manipular el fierrito del telégrafo. Probaron a aceitarle la mano con dinero. Chepé se negó. Le prometieron su ascenso a jefe de estación. Se negó. Hicieron el simulacro de enfrentarlo a un pelotón de fusilamiento. Nada, ni un chiquito se le melló el coraje. Dicen que Chepé seguía moviendo la cabeza. ¿Se acuerda usted que el telegrafista tartamudeaba un poco? Los escueleros le hacíamos bromas. Un tartamudeo por falta de memoria, no por otro impedimento. Se le iba la memoria y se le iba la voz. De eso la revendedora no se acordaba. Estaba contando una historia que se la habían contado.
       —De nada valió su actitud. Lo que él se negó a hacer para evitar una mortandad terrible, lo hizo otro. Nunca falta un roto por un descosido. Los regulares pudieron tramar el engaño. Largaron a toda máquina una locomotora cargada de bombas contra el tren de los insurrectos, y lo hicieron volar a medio camino. ¡Para luego es que le voy a contar, la moriencia que hubo!
       La vieja palabrera lo mezclaba todo ahora, con el apuro de que se le fueran a enfriar los recuerdos; con el antojo de querer parar tal vez la vida que también a ella se le iba por la boca en contar la larga muerte de Chepé Bolívar. Debió morir aquella noche..., estertoró el cuchicheo.
       —¿Y quién le dice a usted que no murió aquella noche?
       —No pudo dormir más. No durmió un solo día desde entonces. La víspera de su muerte le duró veinte años.
       —No fueron veinte años. En todo caso, no se puede decir que fueron veinte años.
       —¿Qué?
       ¿No piensa usted, señora —estuve a punto de increparla—, que para contar eso con verdad su frase debió durar exactamente la misma cantidad de tiempo, y que aun así faltaría o sobraría algo? Para que iba a discutir; al fin y al cabo, lo que sucedió no se arregla con palabras.
       —Quién puede saber lo que duran esas cosas —dije.
       —La boca de cada uno es su medida —dijo—. Cuando Chepé murió...
       Cuando Chepé murió fue como si el maestro hubiera perdido su sombra.
       El sol empezó a golpearlo sin compasión por todos lados; cómo podría decírselo, se lo empezó a ver a plena luz, desamparado.
       Fue como si, a partir de ese momento, él solo hubiera quedado en el pueblo con todo el trabajo de destejer la hebra negra del no ser, que entre los dos habían tejido con santa paciencia, descansadamente, durante más de medio siglo. Eso lo pienso ahora.
       Puede que no sea así; que a mí también me esté traicionando la memoria.
       —Cuando Chepé murió —repitió la vieja que me vigilaba las ausencias—, los atacantes no habían hecho volar todavía la estación. —La estación no voló en Manorá sino en Sapucai, veinte años atrás.
       —No importa, pero hacía más de tres días que en Manorá las tropas estaban combatiendo por el puente.
       El pleito pudo durar otro tanto y el cuerpo del media sangre empezó a oler al ratito nomás de morirse.
       Los veinte años que llevó de no dormir se le corrompieron de golpe al tomar el primer sueño del que ya no iba a despertar. El primer trago de eternidad. La falta de costumbre, digo yo... —la voz, de la vieja salió por el hueco en una escupida. Cuando volvió.
       —Chepé Bolívar fue el único cristiano en el pueblo que tuvo en vida su caja —dijo mencionando lo que ya también creí que iba a omitir.
       Las veces que fui a llevarle remedios de yuyos contra las empolladuras del "fuego—frio" de la luna, metía la mano bajo la caja, donde guardaba el ataúd, que le sirvió primero de fiambrera. Sacaba una rapadura, trajinada de hormigas:
       —Tenga. Para estimarle el servicio.
       —¿Por que guarda eso ahí?
       —De puro desconfiado. Seguro murió de viejo. Desconfiado todavía vive.
       —¿Y entonces cómo fue que encontró tanto coraje para hacer lo que hizo aquella vez?
       —¿Cuándo, muchacho?
       —La vez que lo iban a matar.
       —No era coraje, era susto.
       —Usted se negó.
       —No, yo no podía hablar. No dije nada. Yo tenía una piedra en la garganta.
       —Les dijo no a ellos.
       —A ellos, no. A mi susto, a mi miedo. No quería morir...
       En esa caja lo enterramos, dijo la revendedora. Pero no en el cementerio. El acompañamiento no pudo atravesar la fusilería que cercaba al pueblo. Tuvimos que enterrarlo en un potrero. A pesar de las balas que silbaban por arriba, ninguno faltó al acompañamiento de ese muerto al que muchos, entre los más viejos, le debíamos la vida.



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