Augusto Roa Bastos
(Asunción, Paraguay, 1917 - Asunción, 2005)

El karuguá (1953)
El trueno entre las hojas
(Buenos Aires: Editorial Losada, 1953)



      Avanzábamos al paso de nuestras cabalgaduras. El matungo del colono renqueando de una pata. Tenía en la corva una postema purulenta alrededor de la cual giraba zumbando una mosca verde casi tan grande como un tábano.
       Hacía como tres horas que habíamos salido del pueblo. El colono polaco cabalgaba impasible. Hablaba a ratos, cuando yo le buscaba conversación, pero se veía que más le gustaba estar callado. Daba la impresión de hallarse totalmente fundido al contorno. Hacía mucho tiempo que había dejado de ser un extranjero. Si no hubiera sido por los mechones sedosos y platinados que asomaban por debajo del mugriento sombrero de caranday, y por sus ojillos azules y astutos, como dormidos sobre una visión interior, se lo habría podido tomar por un nativo. En todo lo demás, ya pertenecía a la tierra, al lugar. La pasividad del viejo se asemejaba mucho a una especie de dicha inconsciente y elemental: ese estado al mismo tiempo indiferente y estático que anula los recuerdos e impide al hombre trabajado por la tierra insistente confrontarse con ella.
       La atención del viejo en ese momento, por ejemplo, parecía concentrarse en el vuelo del mamangá en tomo a la corva de su caballejo. Pero esa preocupación era sólo una manera de expresarse su actitud contemplativa y vacía; un adorno momentáneo de la duración detenida que moraba en él.
       Una cigarra cantó inopinadamente a nuestras espaldas; una perdiz tataupá voló a nuestro paso con un agudo silbo metálico. Pero la estridulación y el canto cesaron en seguida dejando la sensación de que el silencio del mediodía se había hecho más tenso y elástica. Por librarme de su influjo le pregunté:
       —¿Falta mucho para llegar?
       Mi acompañante no parecía oírme. Seguía concentrado en la lucha del moscardón por introducirse en la postema. Blandió el sombrero pirí y se agachó para ahuyentarlo. El moscón verde describió una espiral tornasolada y siguió escoltándonos con un zumbido circular.
       Volví a inquirir maquinalmente:
       —¿Y… tardaremos en llegar, señor Miscowsky?
       —Si no no apuramos, ikatú —me respondió indicándome el remo enfermo del matungo—. Ya estamo bajando hacia el karuguá.
       La vegetación iba cambiando gradualmente de color. Se podía saber dónde comenzaban las ciénagas por el tono más vivo y oscuro del verde que se veía a lo lejos. Empecé a oler la emanación característica del pantano; un sabor áspero y agrio, como de miríadas de insectos machacados, que arañaba la nariz y la garganta y que al comienzo me produjo un ligero mareo con sabor a bascas.
       Allí reinaba implacable la humedad destructora y creadora, transformando continuamente la muerte en vida y la vida en muerte. Monstruosos torbellinos vegetales de helechos y macizos espinosos que se adensaban en la gelatina negra del barro, como en otra edad geológica; un reino caótico y vibrante de alimañas voraces, de víboras y pájaros de presa, donde no se sabía cómo podían durar unos cuantos seres humanos.
       El karuguá de Yvyrá-Kaigüé disfrutaba de un prestigio misterioso y maligno en toda la región. La sola mención de su nombre ladeaba el tono de las conversaciones. La voz de los puebleros cuando hablaban con algún recién llegado y rozaban el tema se volvía de pronto maliciosa. Y si el recién llegado quería oír, le contaban la historia de Sergio Miscowsky y su sobrina, cada cual a su manera desde luego, pero siempre con la misma entonación de pérfida ambigüedad con respecto a éstos y de supersticioso temor con respecto a aquél. Era lo corriente. Uno adivinaba, sin conocer el lugar, que estas dos historias, que en el fondo formaban una sola, tenían mucho del emponzoñado aliento del karuguá.
       En la posada de la estación yo me enteré de las dos.
       Y fue el relato de la posadera, confuso y entremezclado de su propio encono y perversidad, el que me indujo a pedirle a Sergio Miscowsky que me llevara a visitar su plantación.
       Sergio Miscowsky, último e ignorado descendiente de un técnico polaco que el mariscal López había contratado para el arsenal de Asunción, un poco antes de la guerra de la Triple Alianza, era ahora el único plantador de arroz del karuguá de Yvyrá-Kaigüé. No era mucho lo que tenía, pero su arroz era el mejor de la región. Ningún otro poblador se había aventurado a imitar su ejemplo en esos parajes desiertos e insalubres.

       Sergio Miscowsky ya había vivido allí con una hermana, antes de que se desarrollara el drama del karuguá. Nadie recordaba cómo ni cuándo habían llegado. Sólo recordaban la belleza de la campesina polaca. La posadera nada me dijo acerca de esto, pero sus maldicientes incriminaciones, su secreto rencor, eran la mejor prueba de que la hermana de Sergio Miscowsky se había hecho odiar de esta mujer precisamente por su belleza.
       —Todo ko jué cosa del diablo —me dijo mi gorda anfitriona escupiendo contra la pared su amasijo de tabaco negro—. La polaca se vino al pueblo con el hermano cuando la cosa se puso feo en Yvyrá-Kaigüé. Estaba embarazada y murió al dar a lu’ a la criatura, casi al mismo tiempo que pasaba todo el trenza en el etero. Al año depué, el gringo se jué otra ve’al bajo llevando a la criatura. Desde entonces siguió viviendo allí, el muy sinvergüenza, como si nada te pasase a él.
       Por eso era mal visto; porque era gringo y porque desafiaba con pacífica obstinación, desde hacía muchos años, el tabú trágico del lugar en la forma en que él lo hacía y con el pretexto que empleaba: la siembra del arroz.
       Había, además, otro poderoso motivo para que el colono de Yvyrá-Kaigüé fuese visto con malos ojos en el pueblo: su sobrina Isabel Miscowsky. Con ese nombre había sido anotada al nacer en el Registro Civil del pueblo.
       —Como güen hereje, el gringo no te bautizó a la sobrina. Nadie sabía quién era el padre. No te pudimos saberlo nunca no’jotro kuera…
       Las miasmas del pantano salían por la boca de la mujer. Esponjó su voz hasta el susurro después de hacer rodar el bulto del naco alrededor de las encías, de modo que sus palabras brotaban extrañamente sibilantes. Se inclinó insidiosa hacia mi oído:
       —¡Pero yo sé! —una sonrisa de triunfo, casi inocente por la costumbre, distendió sus fofas mejillas. Hundió el pulgar entre los senos protuberantes y concluyó con un corto pero rotundo movimiento de cabeza.
       —El padre de la mitaquñá ko e’ el tío. La’cosa siempre se sabe, che karaí. Y si eso juera todo. Pero no. Eso’hereje sigue ofendiendo a Dio en el karuguá. Eso lugar etá maldito. Aña ko oikó upepe. Paí Gonzále siempre dice luego eso en le ilesia.
       —¿Siguen ofendiendo a Dios? —pregunté más que por saber, por ver hasta dónde era capaz de llegar el rollizo basilisco. Me divertía amargamente esa maldad estereotipada, innocua a fuerza de haber ensayado cientos de veces su carga parlante. En la lengua de esa mujer se hallaba registrada un poco fonográficamente la conciencia del poblacho. Allí no se la oía ya. Sólo uno de afuera podía captar toda la oscura mezquindad de esa pobre gente vegetalizada en la vida muerta del lugar.
       —¡Jhee! —silbó la mujer. Su gesto se volvió grotesco. Veía las rojizas venillas imbricándose en el blanco de sus ojos repentinamente saltones. La bolita de tabaco rebotó contra la pared manchada de escupitajos.
       —No contento’ con acotarse ma’ante el hermano con la hermana, ahora te viven junto’ el padre y la hija. ¡No tiene luego ko perdón de Dio!
       —¡Aña membuy! —farfulló a mi lado Sergio Miscowsky. Me costó cierto trabajo sacudir de mi mente la imagen de la posadera, fija entre dos pitadas de un tren de carga. Vi caer sobre ella, como el rayo, el sombrero pajizo del polaco. Y la imagen se deshizo en la verberación plena del mediodía. No me hallaba en la posada, cerca de la estación del ferrocarril, sino en el bajo, rumbo a las ciénagas del karuguá. La mosca verde había conseguido meterse en la boca purulenta de la postema. Miscowsky levantó el sombrero y se lo volvió a poner. En el borde se le había untado un poco de pus.
       —Mbernäi tepotí —masculló suavemente, pero en seguida recobró su actitud impasible—. Me le hueveó en la herida al mancarrón. Ahora la potema va a tener keresa.
       El paisaje, las cosas, los hechos rozaban ya apenas el alma de Sergio Miscowsky. Los tenía medidos dentro de sí y él estaba volcado hacia afuera sin remedio. Bajo la piel tostada y llena de arrugas, había un mundo inalterado, como el mundo áspero y primordial que nos rodeaba. Ese mechón de platino estepario, esos ojillos azules deslavados, eran detalles adventicios, algo así como mariposas de un lejano país volando en el hedor del estero, después de una migración fabulosa.
       Y persistían allí también inalterablemente.
       Pensé en Isabel Miscowsky. ¿Cómo sería ella? La posadera no había sabido describírmela como no había sabido tampoco describirme a la madre. Su rostro enigmático y hermoso como el de la madre flotaba a mi encuentro como una inminente revelación, por encima de las mariposas extrañas, azules y platinadas, que habitaban los ojos y las sienes de Sergio Miscowsky.
       Nadie la conocía. No había ido nunca al pueblo. En los quince años no había abandonado una sola vez el rancho de tablas y adobe que Sergio Miscowsky había construido sobre una loma en una limpiada del bajo.
       Su presencia invisible estaba en el aire del karuguá igual que la historia y la esfumada presencia del extraño mesías de la que ella había surgido y era su viviente vestigio, una flor inmaculada sobre el vasto tembladeral que la rodeaba como un templo pero también como una tumba.
       Al fonógrafo de la posada se le habían escapado algunos datos simples y enternecedores. Sergio Miscowsky iba de tanto en tanto al pueblo a cerrar trato con el acopiador. En las tiendas adquiría los bastimentos que llevaba a su regreso en una bolsa atada a la grupa del mancarrón. A veces compraba también telas y hasta objetos de adorno para la muchacha. Las viejas espiaban ansiosas estas incomprensibles transacciones del colono. En la posada de la estación se sabía cuánto de zaraza, cuánto de bramante, cuánto de puntilla, cuánto de esto y lo otro había comprado el viejo durante todo el tiempo. Y eran estos datos del gordo fonógrafo los que más me acercaban a Isabel Miscowsky. Las zarazas, las puntillas, el bramante, los adornos, hacían tangible, en cierto modo, la misteriosa figura de la adolescente del estero.
       Recordé mi charla con el acopiador. Le había consultado antes de pedirle a Sergio Miscowsky que me llevara a ver su plantación.
       —¿Usted cree que aceptará?
       —No sé; me parece muy difícil. Algunos lo han intentado. Pero el viejo se ha negado siempre. Es muy desconfiado. Pídale, pero no le ofrezca dinero. Es un recurso que nunca dio resultado. A lo mejor, usted tiene más suerte que los otros. Pero le prevengo que a la muchacha no la verá. Si eso es lo que lo atrae en Yvyrá-Kaigüe, sáqueselo de la cabeza desde ahora. Nadie la ha visto nunca.
       —Pero ¿no trabaja en la plantación?
       —Ni por casualidad. Vive al parecer encerrada en el rancho, o sale a horas en que nadie la puede ver. Además en el plantío no están sino esos viejos sordomudos que el polaco utiliza como peones.
       —Pero ¿y los géneros y adornos que el viejo le lleva?
       El acopiador alzó lentamente los hombros hasta las orejas en un gesto de cómica ignorancia.
       —Vaya usted a saber, ch’amigo, las cosas que tienen estos gringos.

       A la mañana siguiente nos encontramos en el escritorio del acopiador. Entró arrastrando los pies y balanceando el cuerpo ligeramente al andar. Se sacó el sombrero y un mechón de platino, que al principio creí que era de cabello canoso, se le cayó sobre la frente. El viejo me atrajo desde el primer momento. El tufo mefítico de la posadera le rondaba sin empañarlo.
       Le dije casi de sopetón:
       —Como su carga todavía no está lista, voy a tener que esperar aquí algunos días. Creo que voy a aburrirme. ¿No querría llevarme de paseo a su chacra? Me interesa conocer Yvyrá-Kaigüé.
       Su rostro absorto y orgulloso se tendió hacia mí. La leyenda del karuguá lo oscurecía. Sentí que me estaba pulsando por dentro. Comprendí en seguida que nadie podría engañar fácilmente a esos ojillos que miraban a través de uno, inmovilizados un instante en su inquisitivo disparo azulenco. Después se volvió y dijo como al aire:
       —Bueno; agárrese un caballo y vamos.
       Así estábamos bajando ahora lentamente hacia el karuguá, al paso rengo del matungo del colono.
       Grupos de hacienda flaca manchaba a trechos el paisaje. Visionarios de sus carroñas, lentos taguatós volaban sobre ellos apoyados en el viento y en el tiempo. El pasto del campo estaba amarillo por la sequía del verano, reseco y achicharrado. Así que a los taguatós no les faltaban festines. Algunos guayabos canijos, restos de cultivos desaparecidos, se alzaban a los costados del camino de donde subía el polvo como el humo de un incendio subterráneo.
       Más abajo, en una curva, nos cruzamos con una carreta de bolsas de arroz. Era parte de la carga del colono que iba hacia el pueblo. Miscowsky saludó a los peones con un gesto. Daban la impresión de ser como había dicho el acopiador y como la misma posadera me lo confirmó:
       —El gringo se cuida muy bien. Nunca ha empleado en su arrozal sino a esos viejos sordomudos. Y los que van allí a trabajar, allí dejan el pellejo. Son fanáticos del gringo que le sirven con alma y vida.
       Una tolvanera nos cubrió de pronto y me llenó de tierra los ojos. Cuando los volví a abrir, Miscoswky apenas había arrugado un poco la nariz. El viejo se hacía respetar hasta por los elementos.
       Lo raro era que a medida que nos íbamos acercando al misterioso refugio del karuguá, el colono se estaba volviendo cada vez más invulnerable a mi reprobación o a mi crítica. Su única fe, oscura y desnuda pero impenetrable, formaba parte, en cierto modo, de la luz extraña de ese paisaje. Se me imponía desde afuera, provocaba en mí una tácita y anticipada aceptación de todo cuanto tuviese relación con él y la muchacha. Iba comprendiendo que cualquiera que fuese la causa o el resultado de lo que hacía Sergio Miscowsky, él servía a un designio que era aun más fuerte que su propia vida. Esto era lo que lo hacía respetable a mis ojos. Podía estar equivocado, pero su equivocación era para él la suprema verdad. Y lo había subordinado todo al culto de esta verdad. ¿Habría visto él también en mí esta disposición de espíritu y mediante ella, precisamente, me había elegido para brindarme lo que no había brindado a nadie y a nadie más brindaría? En ese momento no lo pensé. Como no pensé tampoco que el viejo, con una sutileza y un tino que después me resultaron asombrosos, me había complicado a su designio convirtiéndome en un testigo aparentemente casual y espontáneo de su secreto; pero no de todo el secreto, sino sólo de la parte que a él le interesaba mostrar. Sin embargo, al decir esto estoy traicionando mi propio pensamiento. No creo que el viejo hubiese calculado algo, especulado algo, con respecto a mí. Simplemente había tomado lo que se le ofrecía con astucia inconsciente. Porque él todo lo tomaba así y lo transformaba en su jugo, como la clorofila elige y toma inconscientemente los elementos de su verde substancia.

       Íbamos ya bordeando la extensa herradura del karuguá. Las ciénagas se meten profundamente en el monte, en las partes bajas del terreno, y acechan allí bajo su cobertura de ramas y hojas grandes como palios. Nadie conoce la profundidad de estos pantanos de lodo negro y hediondo.
       En esta tumba semilíquida de betún se habían arrojado quince años atrás unas veinte o treinta familias, más de un centenar de hombres, mujeres y críos, en pos del hombre que los había fascinado y enloquecido con el resplandor de su extraña locura En aquel tiempo, Yvyrá-Kaigüé era un pequeño villorrio, primitivo, subhumano. Procuré imaginar dónde habrían estado los ranchos; no era fácil decirlo. No quedaban rastros. La flora y la fauna lo habían tragado y digerido todo y las lluvias habían arrastrado los detritos. Yvyrá-Kaigüé había, pues, retrogradado naturalmente a lo originario. Los únicos sobrevivientes eran ahora Sergio e Isabel Miscowsky.
       A la vista del escenario del drama, la historia del mesías del karuguá se apoderó vivamente de mi imaginación. El despachurrado relato de la posadera se fue poniendo sobre sus propios pies, haciéndose más vivo y coherente. Era imposible no ver entre esos helechos arborescentes la figura macilenta pero magnética de Aparicio Ojeda como un vampiro loco chupando no solamente la sangre sino también el alma de los desgraciados lugareños, hasta arrastrarlos de sus pellejos vacíos a morir ahogados en el karuguá.
       —La locura le dio uno’ojo terrible tatá resaicha voí —me había dicho la posadera—. Podía hacer ñetingá-paró a la gente con su ojo de yablo. Era alto y flaco. Tenía la vo’ de un sebú pero sabía remedarte bien el chillido del suindá. Ante que se maleara del todo, golvió una o do vece al pueblo. Entonces paraba aquí y quería que yo mismo lo atienda. Desconfiaba luego de todo el mundo —la posadera se interrumpía para disparar la bolita de naco.
       —Había venido nikó a buscar ma gente —prosiguió partiendo con los dientes otro pedazo del torzal de tabaco negro—. Pero al único a quien consiguió llevar jué al hijo de Pánfila Núñe, un muchachito que no había hecho todavía la concrición. La última ve que golvió al pueblo jué para atacarlo a tiro’ con su’cuatrero y forajido, con su efército, como él decía. Una de la poca’ casa que respetó jué la mía. Odiaba luego a muerte al pueblo.
       —Pero ¿no era él de aquí?
       —Sí; Aparicio Ojeda nació en este pueblo. ¿Ve pa jhina uté aquella lomada? —a través de la ventana me indicó una altura en el campo, rodeada de árboles—. E’ San Miguel-Ila. Allí nikó nació Aparicio Ojeda. Pero cuando volvió loco de la guerra del Chaco con su’ endemoniada idea, el pueblo le jué golviendo la espalda, mbegüé-katú. Al principio, no; al principio ko lo’ ecuchábamo. Él venía a la plazoleta del mercado, se subía a una silla y empezaba a hablar. Decía que había muerto en el Chaco. Y eso ko hasta cierto punto era verdá, porque sólo depué de tre’ día de la terminación de un combate, lo sacate por casualidá de una pila de cadávere’ amontonado’ en una zanja. Un sortadito de la Sanidá oyó so’quejido y lo salvate. Por eso ko seguramente Aparicio Ojeda decía que había muerto. Decía que había subido durante tre día al cielo y que allí Dio le había encargado la misión de salvar al mundo. Para eso lo había resucitado de entre lo’muerto’ al tercer día, como a Jesucrito. Eplicaba con todo lo’ detalle cómo era el Paraíso. Según él, etaba en la punta de un cerro de oro y plata en la luna. Al principio lo ecuchábamo’embobado. Decía que el Padre Eterno no lleva barba como en la’ sigura’del Catecismo, sino que e’ un hombre casi tan joven como Jesucristo «que e’ un hombre idéntico a mí», decía cerrando lo’ojo y etendiendo lo’brazo con la cara al cielo. Suspiraba juerte do’ o tre vece. Así quedaba largo rato, mientra no’ poniamo’ a rezar. Decía también que la Virgen María le había regalado un pedazo de su manto y el Crucificado, una espina de su corona. Sacaba del bolsillo de su blusa el pedazo del manto yhovy y envolvido en él, la larga y negra epina de la corona. Lo’alzaba al aire con lo’brazo en cru. Pero nosotro casi ni queríamo mirar del miedo. Depué no’echaba insulto’ y amenaza, por nuetra maldá, por nuetra indiferencia hacia Dio. Mucho ko al oirte hablar a él, lloraba sin consuelo.
       —Usted también, ¿verdad? —pregunté con toda intención.
       —Sí —dijo la posadera sin tomarlo en cuenta—. Porque yo ko también creía, al principio. Aparicio Ojeda no’hubiera podido enloquecer a todo. Decía que Dio le había encargado arrelar alguna’ falla del plan original. «En la creación del mundo, decía Aparicio Ojeda, Dio sólo había pensado en la felicidá de lo’ hombre en el cielo. Ahora no quiere que lo’ hombre eperen tanto. Quiere que sean felí ya aquí mimo, en ete valle de lágrima. Me ha dado un sitema político completo para conseguir a ustede’ eto. Yo ko no soy solamente un salvador religioso sino también un salvador político. Tiene que escucharme todo’ ustede y seguirme, si no te queré que un terrible catigo caiga sobre ete pueblo y sobre toda la tierra. Yo traigo a utede la salvación pero también te traigo el catigo…». Aparicio Ojeda no’ quemaba con su ojo. Ya se hacía llamar Ñandeyara’í.
       —¡Caramba! ¿Y cómo entonces se animaron a desobedecerle?
       —Al final, el pueblo se jué acotumbrando. Pero lo hubiera seguido escuchando si no hubiera ocurrido algo que lo desacreditó mucho ité.
       —¿Qué pasó? ¿Se cayó de la silla en medio de uno de sus sermones?
       —No; algo peor que eso. Un muchachón zafado, un calesitero llamado Mano Cruel, que etaba de paso por ete pueblo, le puso bajo la silla, nunca te supimo cómo pa pudite, un nido de kavichú’í. En el momento en que n’etaba amenazando con terrible catigo, como siempre, sino le hacíamo caso, la’avipita lo empezate a atacar, se le pegaron al cuerpo como un baño negro de cera redetida que brotaba dede abajo como una lluvia al revé. El resucitado ecapó saltando como un mono, pidiendo socorro a grito pelado, arrugado, deformado por la picazón de la’avipita y por el enojo. No pudiamos ni reirno del miedo. Al principio no te entendíamo lo que etaba pasando.
       —¡Pobre, qué fin!
       —Desde entonce nadie lo quiso creer. Diparábamos o no’reíamos de él diretamente. Terminó acorralado en su i’la. Poco depué se jué a vivir al karuguá de Yvyrá-Kaigüé.
       La posadera se lanzó un cuesco que sonó debajo de ella sofocado entre sus ropas. Se removió incómoda en su asiento y arrastró los pies para escamotearlo. El olor llenó la pieza, como si la fetidez del estero hubiera caído de pronto allí como un elemento más de la evocación.
       A partir de ese momento, el relato se volvió más indeciso y confuso todavía. Traté de figurarme a mi modo la vida de Aparicio Ojeda en el karuguá.
       Evidentemente, su intenso misticismo no le había impedido ser un idealista práctico y expeditivo. Tenía un pie en el cielo y otro en la tierra, lo que daba a su desequilibrio una terrible virtud. Era un profeta y un estadista nato, sobre todo al modo en que lo entiende nuestra moderna concepción de la religión y de la política. Sus deficiencias teológicas eran apenas perceptibles. Sus fallas políticas tal vez no fueron otras que su exceso de sinceridad y su falta de flexibilidad. Ambas lo arruinaron pero en cambio le permitieron renovar, durante el corto tiempo de su actuación, ciertos métodos que estaban languideciendo injustamente en el arenal de las ideas políticas y religiosas de su tiempo.
       Lleno de furioso rencor hacia la gente que había escarnecido en él su esencia divina, Aparicio Ojeda se refugió con su fe en el templo lodoso del karuguá, y se preparó no solamente para la venganza, con la que iba a desagraviar a Dios, sino también para cumplir la misión práctica que le había encomendado.
       Organizó su milicia, a cuyos miembros inculcó una enérgica convicción de su causa. Empezaron a menudear los abigeatos y los asaltos a mano armada, las violaciones y los distintos atentados menores. El sello del profeta se hizo inconfundible. Él había prometido tremendos castigos. Estaba empezando a cumplir su promesa. La pequeña comisaría del pueblo al poco tiempo fue impotente para conjurar sus salvajes y fulminantes acometidas vindicativas. Su furia fue creciendo; en el último asalto al frente de sus adeptos, el rencoroso apóstol del karuguá baleó e incendió la comisaría, mató o hirió a todos los agentes, se apoderó de sus armas y siguió baleando e incendiando la mayor parte del pueblo hasta que se cansó.
       —Una de la’ única casa que repetó fue la mía —me había dicho la posadera.
       Pero no todo era violencia en la sede de la voluntariosa doctrina. Ciertas alusiones de la posadera me habían hecho comprender que, a pesar de su odio divino, el magro pero caudaloso propagador no desdeñaba el amor humano. Al contrario, su condición de profeta lo obligaba a los menesteres íntimos del sexo, pero lo ponía además por encima de sus limitaciones. Quiso que también los hombres, y no solamente las mujeres de su grey, participaran del «toque» de la gracia que sólo él podía impartir. Además de los coros de vírgenes (que eran reemplazadas paulatinamente a medida que su irremediable condición se perdía), formó también un selecto grupo de jóvenes apóstoles.
       —Uno por ve y tre vece por semana —me informó sibilinamente la posadera— subía con él al «abujero negro de la luna».
       Los que se negaban a esta «aproximación a la Divinidad» desaparecían en el pantano o sufrían una cura de reposo en la «cárcel» del karuguá. Aparicio Ojeda era en extremo exigente e implacable con sus prosélitos.
       Con dos de ellos, sobre todo, el profeta fue exigente e implacable: con el gringo Sergio Miscowsky y con el mulato Eusebio Zumé. Los halló convictos de herejía y rebelión y los trató sin misericordia para escarmiento de los demás. Los condenó a un largo encierro pacificador en la terrible jaula de adobe, parecido a un horno de olería, que hacía de cárcel. De allí sólo iban a salir para ser arrojados vivos a la tumba líquida del pantano.
       Sergio Miscowsky consiguió escapar del encierro con la complicidad de su hermana, y huyó con ella al pueblo. El mulato Zumé, que no quiso o no pudo escapar, quedó en ella hasta el fin.
       Y el fin comenzó cuando Aparicio Ojeda se encontró un buen día con que un regimiento del ejército (para mayor sarcasmo, su propio y antiguo regimiento del Chaco) había sitiado el karuguá con ametralladoras y morteros. El profeta comprendió en el acto, un poco tardíamente para él que era profeta, que su fugaz gloria terrena había llegado a su término. Mientras las tropas se disponían a atacar, reunió a sus fieles junto al karuguá. Les transmitió el último mensaje de Dios, les dijo que el lodo negro del karuguá era la puerta del cielo, negra sólo por fuera pero brillante por dentro, y desaparecieron todos por entre las grandes hojas tomados de las manos, Aparicio Ojeda el primero, como una gran serpiente que se desenrollaba y sumergía en la ciénaga.
       —La’primeras patrulla —dijo la posadera, terminando la historia— te entrate en el silencioso villorrio y encontraron vacío todo lo rancho. Grande burbuja reventaban de tanto en tanto en el barro espeso del etero. Sólo encontraron al mulato Zumé en la cárcel. Cuando ello le sacate su ataduras de ysyjó. Zumé empezó a reír con grande risotada —la posadera se detuvo para bombardear la pared con su bolita de tabaco y saliva.
       —Contento el pobre —dije acudiendo en su ayuda— de su imprevista liberación.
       —Lo soldado creíte al principio que etaba muy contento. Pero pronto ello se dite cuenta que también el pobre Zumé etaba loco de remate. Repetía la misma palabra de Ñandeyara-i, con su mima voz, con su mimo tono, y decía que él era el salvador del mundo. Parecía luego un milagro. El alma y la voz de Aparicio Ojeda se había metido en el cuerpo del mulato, puro’ hueso forrado’ en una piel perërí como lona sucia y rajada, y hablaba por su jeta babeante. ¡Parecía un milagro!

       El peso del paisaje siniestro revelaba para mí en toda su fuerza inhumana la historia del mesías del karuguá. Me parecía algo muy remoto e imposible como una pesadilla ante un paisaje de ciénagas en la luna. Y sin embargo, a mi lado, viviente e impasible, iba avanzando en su rengo matungo uno de los principales personajes de aquel drama que no había empezado allí, pero que tampoco había concluido. En la posada pude escuchar su relato con sonrisas irónicas. Pero ahora la situación era distinta.

       Estábamos llegando. Eché mano instintivamente a la gran caramañola de caña que llevaba en bandolera. La ofrecí con un gesto a mi acompañante. Me la rechazó con otro:
       —No tomo.
       —Yo sí —le dije—, en ciertos casos —y me eché al pescuezo dos o tres gruesos tragos.
       El matungo de Miscowsky renqueaba mucho.
       —Pobre, voy a tener que cuerearlo —la voz del viejo estaba exenta de emoción. Tomaba los asuntos de la vida y de la muerte, los grandes y pequeños problemas con pasión impersonal. Sólo así se podía comprender que tuviese prisionera en el rancho de tablas y adobe, casi desde su nacimiento, a una muchacha de diecisiete años. Para él no había sino un comienzo, el término no existía. El tiempo era para él ahora una prolongación indefinida; una sucesión inmóvil o, a lo sumo, girando alrededor de un punto, que no estaba marcada por ninguna de esas cosas que suceden y se deslizan hacia atrás vertiginosamente; un saludo, una música que concluye, la gente que se conoce y vuelve a partir; palabras como Polonia o Paraguay.
       Las vidas mismas de Sergio e Isabel Miscowsky no eran sino dos imágenes en el espejo negro de la ciénaga. De allí habían sacado su inmovilidad, su estancamiento misteriosamente dichoso, cuya profundidad era además insondable. En ese momento tuve la seguridad de que Isabel Miscowsky era feliz en su cautiverio y no deseaba o no podía cambiarlo por nada del mundo. Las zarazas, las puntillas, los abalorios eran precisamente los ácidos inocentes que el viejo empleaba para activar esa renuncia. No hubiera vendido un solo grano de arroz para una cosa superflua. Pero él vivía tan intensamente lo suyo, que la vida a su alrededor debía sin duda disminuir hasta lo inhumano, hasta lo espectral, hasta no ser solamente sino algo así como la sombra del sueño de ese viejo inclinado sobre el pantano.
       Al sobrepasar un bosque de espinillos y pakuríes, vi el rancho; mejor dicho, sólo vi el techo del rancho. Estaba enclavado del lado de allá de la loma. Me poseyó una extraña agitación. Estaba a punto de saber cómo era la extraña muchacha. El viejo captó al instante lo que me estaba pasando. Dije que la luz cruda y desnuda de ese paisaje era en cierto modo su pensamiento. Así que ninguna sombra extraña podía deslizarse en ella sin que el viejo al punto lo notara. Se bajó del matungo y se acercó a mí. Yo detuve el caballo. Su mano se posó en mi brazo. Sentí que esos dedos de acero me oprimían suavemente. Me dijo clavando en los míos sus ojillos azules que estaban más deslavados que nunca, casi inexpresivos:
       —Usté ha venido para averiguar, ¿no es verdad? —su mirada no era agresiva; al contrario, se había puesto tierna como el otro lado de un pétalo seco.
       —Sí… He venido para saber.
       —Güeno, pero tampoco usté la podrá ver. Ningún hombre la verá ni siquiera despué de muerta.
       Había en su entonación una seguridad implacable y, al mismo tiempo, dulce y comprensiva. El singular matiz de sus últimas palabras ni siquiera despué de muerta, me sugirió que ese viejo también a su modo debía conocer o por lo menos intuir el futuro. Su voz pareció de repente venir de muy lejos cuando agregó:
       —Ella está consagrada. No conocerá a ningún hombre. Ningún hombre la verá porque está consagrada.
       —¿Consagrada…? —pregunté tratando de detener sobre mi comprensión esa voz pendulante.
       El rostro de Sergio Miscowsky estaba serio y sin sombras. Habló pausadamente.
       —Sí; mi sobrina Isabel es hija de Aparicio Ojeda, el enviado de Dios. Mi hermana murió amándolo. Sólo para salvarme a mí ella lo dejó. Yo lo odiaba, pero depué que vine aquí con su hija de poco’ mese, supe quién era él, y yo también empecé a querer a Aparicio Ojeda y a venerarlo. ¿Comprende ahora? Yo soy solamente el guardián de su hija. ¿Reikua’á ma pa koänga?…
       Me dejé caer abrumado sobre un takurú. El techo del rancho desapareció de mi vista. La voz de Sergio Miscowsky volvió a llegar hasta mí, alucinada y distante. Pero ya no quise mirarlo.
       —La bauticé cuando era muy chica en el agua negra del karuguá por donde el padre regresó a Dios. Todas las noches de luna noj’acercamo’ allí. Él viene a conversar con su hija.
       Levanté los ojos hacia el cielo descolorido del verano. La imaginé a Isabel Miscowsky inclinada bajo la luna espiando en la ciénaga los ojos oscuros de su padre y confundiéndolos con cualquier estrella que llegara a reflejarse en el caldo negro y brillante. La imaginé envuelta en los vapores nauseabundos como una criatura espectral y cayéndose también ella una noche en esa tumba sin fondo. Pero no quise pensar más porque en ese momento tornó a runrunear en mí el malicioso fonógrafo de la posada y volví a ver ensayar a esa hora la terrible puntería de sus bolitas de naco sobre un blanco inalcanzable.

       Esa noche compartí con los fanáticos peones sordomudos su infecto chiquero al borde del tembladeral. Uno por vez hacían guardia en la puerta de la choza. Se turnaban aproximadamente cada dos horas. Veía al centinela fumar tranquilo e impasible, atravesado en la puerta. El humo del cigarrillo subía gris en el humo oscuro y zumbador de los mosquitos y mbarigüíes. La luna hacía brillar siniestramente la hoja del largo machete al alcance de su mano. Me hubieran destrozado sin piedad entre los cuatro al primer intento de fuga de la choza. De alguna manera incomprensible para mí, el viejo les habría transmitido esa consigna. Sabía que una desesperada curiosidad me atraería a la orilla del karuguá. Y él no podía interrumpir su rito porque a un extraño se le había metido en la cabeza la idea de saber la verdad. La puerta de la choza estaba en sentido opuesto al tembladeral. Sólo se veía a través de ella la noche vasta y profunda blanqueada por la luna.
       Sergio Miscowsky era astuto. Previó mi curiosidad. Se precavió contra ella. Me entregó a sus fieles perros humanos. Solamente no previó dos detalles: mi abultada caramañola llena de caña, la sed de mis guardianes.
       Me costó algún trabajo hacerles probar el primer trago. Pero muy pronto el recipiente quedó vacío y mis gendarmes sordomudos empezaron a sentir los efectos de la bebida fortísima «capaz de tumbar a un toro». La ronda de la guardia se interrumpió. El cigarro desvelado no volvió a humear en la puerta de la choza. El brillo del machete al lado del centinela dormido por la borrachera era ahora innocuo. Yo podía saltar sobre él como sobre un espejo inocente. Salté y me encaminé cautelosamente hacia el karuguá.
       Pero Sergio Miskowsky era mucho más astuto de lo que había imaginado. También había contemplado esta remota posibilidad de mi indiscreción: la de que yo pudiese eludir de todos modos a mis guardianes.
       Ella no estaba esa noche. Al borde del lodo negro sólo vi al viejo inclinado como la sombra de un orante, coronada por el blanco y luminoso cabello de platino.



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