Augusto Roa Bastos
(Asunción, Paraguay, 1917 - Asunción, 2005)

Yo el Supremo (1974)
(Buenos Aires: Siglo Veintiuno, 1974, 467 págs.)


Yo el Supremo Dictador

      ¿Dónde encontraron eso? Clavado en la puerta de la catedral, Excelencia. Una partida de granaderos lo descubrió esta madrugada y lo retiró llevándolo a la comandancia. Felizmente nadie alcanzó a leerlo. No te he preguntado eso ni es cosa que importe. Tiene razón Usía, la tinta de los pasquines se vuelve agria más pronto que la leche. Tampoco es hoja de Gaceta porteña ni arrancada de libros, señor. ¡Qué libros va a haber aquí fuera de los míos! Hace mucho tiempo que los aristócratas de las veinte familias han convertido los suyos en naipes. Allanar las casas de los antipatriotas. Los calabozos, ahí en los calabozos, vichea en los calabozos. Entre esas ratas uñudas greñudas puede hallarse el culpable. Apriétales los refalsos a esos falsarios. Sobre todo a Peña y a Molas. Tráeme las cartas en las que Molas me rinde pleitesía durante el Primer Consulado, luego durante la Primera Dictadura. Quiero releer el discurso que pronunció en la Asamblea del año 14 reclamando mi elección de Dictador. Muy distinta es su letra en la minuta del discurso, en las instrucciones a los diputados, en la denuncia en que años más tarde acusará a un hermano por robarle ganado de su estancia de Altos. Puedo repetir lo que dicen esos papeles, Excelencia. No te he pedido que me vengas a recitar los millares de expedientes, autos, providencias del archivo. Te he ordenado simplemente que me traigas el legajo de Mariano Antonio Molas. Tráeme también los panfletos de Manuel Pedro de Peña. ¡Sicofantes rencillosos! Se jactan de haber sido el verbo de la Independencia. ¡Ratas! Nunca la entendieron. Se creen dueños de sus palabras en los calabozos. No saben más que chillar. No han enmudecido todavía. Siempre encuentran nuevas formas de secretar su maldito veneno. Sacan panfletos, pasquines, libelos, caricaturas. Soy una figura indispensable para la maledicencia. Por mí, pueden fabricar su papel con trapos consagrados. Escribirlo, imprimirlo con letras consagradas sobre una prensa consagrada. ¡Impriman sus pasquines en el Monte Sinaí, si se les frunce la realísima gana, folicularios letrinarios!

       Hum. Ah. Oraciones fúnebres, panfletos condenándome a la hoguera. Bah. Ahora se atreven a parodiar mis Decretos Supremos. Remedan mi lenguaje, mi letra, buscando infiltrarse a través de él; llegar hasta mí desde sus madrigueras. Taparme la boca con la voz que los fulminó. Recubrirme en palabra, en figura. Viejo truco de los hechiceros de las tribus. Refuerza la vigilancia de los que se alucinan con poder suplantarme después de muerto. ¿Dónde está el legajo de los anónimos? Ahí lo tiene, Excelencia, bajo su mano.
       No es del todo improbable que los dos tunantes escri-vanos Molas y De la Peña hayan podido dictar esta mofa. La burla muestra el estilo de los dos infames faccionarios porteñistas. Si son ellos, inmolo a Molas, despeño a Peña. Pudo uno de sus infames secuaces aprenderla de memoria. Escribirla un segundo. Un tercero va y pega el escarnio con cuatro chinches en la puerta de la catedral. Los propios guardianes, los peores infieles. Razón que le sobra a Usía. Frente a lo que Vuecencia dice, hasta la verdad parece mentira. No te pido que me adules, Patiño. Te ordeno que busques y descubras al autor del pasquín. Debes ser capaz, la ley es un agujero sin fondo, de encontrar un pelo en ese agujero. Escúlcales el alma a Peña y a Molas. Señor, no pueden. Están encerrados en la más total obscuridad desde hace años. ¿Y eso qué? Después del último Clamor que se le interceptó a Molas, Excelencia, mandé tapiar a cal y canto las claraboyas, las rendijas de las puertas, las fallas de tapias y techos. Sabes que continuamente los presos amaestran ratones para sus comunicaciones clandestinas. Hasta para conseguir comida. Acuérdate que así estuvieron robando los santafesinos las raciones de mis cuervos durante meses. También mandé taponar todos los agujeros y corredores de las hormigas, las alcantarillas de los grillos, los suspiros de las grietas. Obscuridad más obscura imposible, Señor. No tienen con qué escribir. ¿Olvidas la memoria, tú, memorioso patán? Puede que no dispongan de un cabo de lápiz, de un trozo de carbonilla. Pueden no tener luz ni aire. Tienen memoria. Memoria igual a la tuya. Memoria de cucaracha de archivo, trescientos millones de años más vieja que el homo sapiens. Memoria del pez, de la rana, del loro limpiándose siempre el pico del mismo lado. Lo cual no quiere decir que sean inteligentes. Todo lo contrario. ¿Puedes certificar de memorioso al gato escaldado que huye hasta del agua fría? No, sino que es un gato miedoso. La escaldadura le ha entrado en la memoria. La memoria no recuerda el miedo. Se ha transformado en miedo ella misma.

       ¿Sabes tú qué es la memoria? Estómago del alma, dijo erróneamente alguien. Aunque en el nombrar las cosas nunca hay un primero. No hay más que infinidad de repetidores. Sólo se inventan nuevos errores. Memoria de uno solo no sirve para nada.
       Estómago del alma. ¡Vaya fineza! ¿Qué alma han de tener estos desalmados calumniadores? Estómagos cuádruples de bestias cuatropeas. Estómagos rumiantes. Es ahí donde fermenta la perfidia de esos sucesivos e incurables pícaros. Es ahí donde cocinan sus calderadas de infamia. ¿De qué memoria no han de necesitar para acordarse de tantas patrañas como han forjado con el único fin de difamarme, de calumniar al Gobierno? Memoria de masca-masca. Memoria de ingiero-digiero. Repetitiva. Desfigurativa. Mancillativa. Profetizaron convertir a este país en la nueva Atenas. Areópago de las ciencias, las letras, las artes de este Continente. Lo que buscaban en realidad bajo tales quimeras era entregar el Paraguay al mejor impostor. A punto de conseguirlo estuvieron los aeropagitas. Los fui sacando de en medio. Los derroqué uno a uno. Los puse donde debían estar. ¡Areópagos a mí! ¡A la cárcel, collones!
       Al reo Manuel Pedro de Peña, papagayo mayor del patriciado, lo desblasoné. Descolguélo de su heráldica percha. Lo enjaulé en un calabozo. Aprendió allí a recitar sin equivocarse desde la A a la Z los cien mil vocablos del diccionario de la Real Academia. De este modo ejercita su memoria en el cementerio de las palabras. No se le vayan a herrumbrar los esmaltes, los metales de su diapasón palabrero. El doctor Mariano Antonio Molas, el abogado Molas, vamos, el escriba Molas, recita sin descanso, hasta en sueños, trozos de una descripción de lo que él llama la Antigua Provincia del Paraguay. Para estos últimos areopagitas sobrevivientes, la Patria continúa siendo la antigua provincia. No mentan, aunque sea por decoro de sus lenguas colonizadas, a la Provincia Gigante de las Indias, al fin de cuentas, abuela, madre, tía, parienta pobre del virreinado del Río de la Plata enriquecido a su costa.
       Aquí usan y abusan de su rumiante memoria no solamente los patricios y areopagitas vernáculos. También los marsupiales extranjeros que robaron al país y embolsaron en el estómago de su alma el recuerdo de sus ladronicidios. Ahí está el francés Pedro Martell. Después de veinte años de calabozo y otros tantos de locura sigue temando con su capón de onzas de oro. Todas las noches saca furtivamente el cofre del hoyo que ha cavado con las uñas bajo su hamaca; recuenta una por una las relucientes monedas; las prueba con las desdentadas encías; las vuelve a meter en su caja fuerte y la entierra otra vez en el hoyo. Se tumba en la hamaca y duerme feliz sobre su imaginario tesoro. ¿Quién podría sentirse más protegido que él? Del mismo modo vivió en los sótanos por muchos años otro francés, Charles Andreu-Legard, ex prisionero de la Bastilla, rumiando sus recuerdos en mi bastilla republicana. ¿Puede decirse acaso que estos didelfos saben qué cosa es la memoria? Ni tú ni ellos lo saben. Los que lo saben no tienen memoria. Los memoriones son casi siempre antidotados imbéciles. A más de malvados embaucadores. O algo peor todavía. Emplean su memoria en el daño ajeno, mas no saben hacerlo ni siquiera en el propio bien. No pueden compararse con el gato escaldado. Memoria del loro, de la vaca, del burro. No la memoria-sentido, memoria-juicio, dueña de una robusta imaginación capaz de engendrar por sí misma los acontecimientos. Los hechos sucedidos cambian continuamente. El hombre de buena memoria no recuerda nada porque no olvida nada.

       A mi presunta hermana Petrona Regalada se le infestó de garrapatas la vaca que se le permite tener en el patio de su casa. Le mandé que la tratara del modo como se combaten ése y otros males en las estancias patrias: Perdiendo el ganado. Tengo una sola vaca, Señor, y no es mía sino de mi escuelita de catecismo. Da justo el vaso de leche para los veinte chicos que vienen a la doctrina. Se quedará, señora, sin la vaca y sus alumnos no podrán beber ni siquiera la leche del Espíritu Santo, que usted les ordeña mientras baña sus velas. Se quedará sin vaca, sin catecúmenos, sin catequesis. La garrapata no sólo se comerá la vaca. Los comerá a ustedes. Invadirá la ciudad, que ya tiene bastante con su plaga de mala gente y perros orejanos. ¿No oye usted cómo crece el rabioso ulular de los aullidos que sube por todas partes? Sacrifique la vaca, señora.
       Vi en sus ojos que no lo iba a hacer. Mandé a un soldado que matara el animal enfermo a bayonetazos, y lo enterrara. La ex viuda de Larios Galván, mi supuesta hermana, vino a presentar queja. Prevaricada del cerebro, la vieja aseguró que, aun después de muerta, la vaca seguía mugiendo sordamente bajo tierra. Mandé a los forenses suizos hacer la autopsia del animal. Le encontraron en la entraña una piedra bezoar del tamaño de una toronja. Ahora la vieja pretende que el cálculo cabellóso vale contra todo veneno. Cura enfermedades, Señor. Especialmente el tabardillo. Adivina sueños. Pronostica muertes, se entusiasma. Asegura, inclusive, que ha escuchado murmurar a la piedra voces inaudibles. Ah locura, memoria al revés que olvida su camino al par que lo recorre. Quién que tenga en su cerebro algún tinte puede sostener tales manías.
       Con perdón de Vuecencia, me permito decir que yo he escuchado esas voces. Lo mismo el granadero que ultimó la vaca. ¡Vamos, Patiño, no desvaríes tú también! Perdón, Señor, con su licencia debo decir que yo he oído esas palabras-mugidos, parecidas a palabras humanas. Voces muy lejanas, medio acatarradas, gargantean palabras. Restos de algún lenguaje desconocido que no quiere morir del todo, Excelencia. Tú eres demasiado tonto para volverte loco, secretario. La locura humana suele ser astuta. Camaleona del juicio. Cuando la crees curada, es porque está peor. No ha hecho sino transformarse en otra locura más sutil. Por eso, al igual que la vieja Petrona Regalada, tú oyes esas voces inexistentes en una carroña. ¿Qué lenguaje se te ocurre que puede recordar esa bola excremental, petrificada en el estómago de una vaca? Con su permiso, algo dice, Su Merced. Capaz que en latín o en otra lengua desconocida. ¿No cree Usía que podría existir un oído para el cual todos los hombres y animales hablaran un solo idioma? La última vez que la señora Petrona Regalada me permitió escuchar su piedra, la oí murmurar algo así como… rey del mundo… ¡Claro, bribón, debí habérmelo figurado! Qué otra cosa sino realista podía ser esa piedra que encalabrinó a la viuda. ¡Sólo eso falta! Que los chapetones, además de pasquines en la catedral, pongan una piedra de contagio en el buche de las vacas.
       Tanto o más que la memoria falsa, las malas costumbres enmudecen los fenómenos habituales. Forman una segunda naturaleza, así como la naturaleza es el primer hábito. Olvida, Patiño, la piedra-bezoar. Olvida tu chifladura de ese oído que podría comprender todos los idiomas en uno solo. ¡Insanias!

       He prohibido a la que consideran mi media hermana esas prácticas de brujería con que alucina a los ignorantes crédulos como ella. Ya hace bastante daño con prender en los muchachuelos que asisten a su escuelita la garrapata del catecismo. La dejo hacer. Manía inofensiva. El Catecismo Patrio Reformado y la militancia ciudadana les extirparán a esos chicos cuando sean grandes el quiste catequístico.
       La maldita bezoar no impidió que la vaca fuera invadida por la garrapata, le he dicho cuando vino a quejarse. No la curó a usted, señora, de su encalabrinamiento. No pudo sacar la ponzoña de la demencia al obispo Panes. Menos aún, aliviarme la gota cuando trajo aquí su piedra a restregármela sobre la pierna hinchada durante tres días seguidos. Si la piedra no sirve más que para repetir al bureo esas palabras provenientes de un mundo trasmundano, en un lenguaje contranatural que únicamente los orates y chiflados creen escuchar, ¡maldito para lo que sirve la piedra!
       Usted tiene también su piedra, me replicó señalándome el aerolito. No la utilizo en agüerías como usted la suya, señora Petrona Regalada. Acabará nublándole el cerebro igual lo tuvieron sus otros hermanos. Usted sabe que a los suyos les rondó siempre el fantasma de la demencia. Especie de cualidad familiar en los consangres. Entierre usted su piedra-bezoar. Entiérrela en su patio. Póngala al pie de una cruz-lengua. Arrójela al río. Desembargúese de esa zoncera. No vuelva a darme usted un disgusto como cuando después de diez años de separación supe que usted seguía viéndose a escondidas con su ex marido Larios Galvan. ¿Qué quiere de ese farsante? Ha pretendido burlarse de usted. Antes se burló de la Primera Junta Gubernativa. Después del Supremo Gobierno. ¿Qué quiere hacer usted en plena vejez con ese corrompido bragante? ¿Hijos güérfanos? ¿Hijarros bezoares? ¿Eh, qué? Entierre usted su piedra, como yo enterré a su ex marido en la cárcel. Bañe sus velas en paz y déjese de pamplinas.
       Se le mudó la vista. Peculiar astucia de la demencia cuando finge un firme sentido exterior. Empezó a mirar para adentro buscando esconderse de mi presencia en la malvada taciturnidad de los França. ¡Ah malditos!
       Vea, señora Petrona Regalada, de un tiempo a esta parte anda armándome los cigarros más gruesos que de costumbre. Tengo que desenrollarlos. Sacarles algo de tripa. De otro modo, imposible fumarlos. Fabríquelos del grueso de este dedo. Ármelos en una sola hoja de tabaco enserenado, bien seco. El que menos irrita los pulmones. Responda. No se quede callada. ¿Estoy dirigiéndome a una estaca? ¿Ha perdido usted el habla además del juicio? Míreme. Vea. Hable. Ha girado la cabeza. Me mira con la expresión de ciertos pájaros que no tienen otro rostro. El suyo, extraordinariamente parecido al mío. Da la impresión de que está aprendiendo a ver, viendo por primera vez a un desconocido por quien no sabe aún si sentir respeto, desprecio o indiferencia. Me veo en ella. Espejo-persona, la vieja Franja Velho me devuelve mi apariencia vestida de mujer. Por encima de las sangres. ¿Qué tengo yo que ver con ellos? Confabulaciones de la casualidad.
       Hay mucha gente. Hay más rostros aún, pues cada uno tiene varios. Hay gentes que llevan un rostro durante años. Gentes sencillas, económicas, ahorrativas. ¿Qué hacen con los otros? Los guardan. Sus hijos los llevarán. También sucede a veces que se lo ponen sus perros. ¿Por qué no? Un rostro es un rostro. El de Sultán se parecía mucho al mío en los últimos tiempos, sobre todo un poco antes de morir. Se parecía tanto la cara del perro a la mía como la de esta mujer que está parada ante mí, mirándome, parodiando mi figura. Ella ya no tendrá hijos. Yo ya no tendré perros. En este momento nuestros rostros coinciden. Por lo menos el mío es el último. Con levita y tricornio, la vieja Franca Velho sería mi réplica exacta. Habría que ver cómo se podría usar este casual parecido… (el resto de la frase, quemado, ilegible). ¡Fábula para mejor reír!
       Aquí la memoria no sirve. Ver es olvidar. Esa mujer está ahí, inmóvil, espejándome. El no-rostro, todo entero, caído hacia adelante. ¿Desea algo? No desea nada. No desea la más ínfima cosa de este mundo, salvo el no-deseo. Mas el no-deseo también se cumple si los no-deseantes son testarudos.
       ¿Entendió usted cómo debe fabricarme los cigarros en adelante? La mujer se arrancó violentamente de sí misma. La cara le quedó entre las manos. No sabe qué hacer con ella. Del grosor de este dedo ¡eh! Armados en una sola hoja de tabaco. Enserenado. Seco. Los que mejor pitan hasta que el fuego llega muy cerca de la boca. Cálido el aliento se escapa con el humo. ¿Me ha entendido usted, señora Petrona Regalada? Ella mueve los labios alforzados. Sé en qué está pensando, desollada viva por los recuerdos.
       Desmemoria.

       No se ha separado de su piedra-bezoar. La guarda escondida bajo el nicho del Señor de la Paciencia. Más poderosa que la imagen del Dios Ensangrentado. Talismán. Grada. Plataforma. Último peldaño. El más resistente. La sostiene en el lugar de la constancia. Lugar donde ya no se precisa ninguna clase de auxilio. La obsesión se fundamenta allí. La fe se apoya toda entera en sí misma. Qué es la fe sino creer en cosas de ninguna verosimilitud. Ver por espejo en obscuro.
       Tiene la piedra-rumiante su propia vela. Llegará a tener su propio nicho. Tal vez con el tiempo, su santuario.
       Frente a la piedra-bezoar de la que consideran mi hermana, el meteoro tiene aún ¿dejará de tenerlo alguna vez? el sabor de lo improbable. ¿Y si el mundo mismo no fuera sino una especie de bezoar? Materia excremental, cabellosa, petrificada en el intestino del cosmos.
       Mi opinión es… (quemado el borde del folio)… En materia de cosas opinables todas las opiniones son peores.

       Mas no es esto lo que quería decir. Nubes se amontonan sobre mi cabeza. Mucha tierra. Pájaro de largo pico, no saco pelotillas de la alcuza. Sombra, no saco sombras de los agujeros. Sigo dando rodeos de vagabundo como aquella noche atormentada que me tumbó en el lugar de la pérdida. Del desierto creía saber algo. De los perros, un poco más. De los hombres, todo. De lo demás, la sed, el frío, traiciones, enfermedades, no me faltó nada. Mas siempre supe qué hacer cuando debía obrar. Que yo recuerde, ésta es la peor ocasión. Si una quimera, bamboleándose en el vacío, puede comer segundas intenciones, según decía el compadre Rabelais, bien comido estoy. La quimera ha ocupado el lugar de mi persona. Tiendo a ser «lo quimérico». Broma famosa que llevará mi nombre. Busca la palabra «quimera» en el diccionario, Patiño. Idea falsa, desvarío, falsa imaginación dice, Excelencia. Eso voy siendo en la realidad y en el papel. También dice, Señor: Monstruo fabuloso que tenía cabeza de león, vientre de cabra y cola de dragón. Dicen que eso fui. Agrega el diccionario todavía, Excelencia: Nombre de un pez y de una mariposa. Pendencia. Riña. Todo eso fui, y nada de eso. El diccionario es un osario de palabras vacías. Si no, pregúntaselo a De la Peña.
       Las formas desaparecen, las palabras queman, para significar lo imposible. Ninguna historia puede ser contada. Ninguna historia que valga la pena ser contada. Mas el verdadero lenguaje no nació todavía. Los animales se comunican entre ellos, sin palabras, mejor que nosotros, ufanos de haberlas inventado con la materia prima de lo quimérico. Sin fundamento. Ninguna relación con la vida. ¿Sabes tú, Patiño, lo que es la vida, lo que es la muerte? No; no lo sabes. Nadie lo sabe. No se ha sabido nunca si la vida es lo que se vive o lo que se muere. No se sabrá jamás. Además, sería inútil saberlo, admitiendo que es inútil lo imposible. Tendría que haber en nuestro lenguaje palabras que tengan voz. Espacio libre. Su propia memoria. Palabras que subsistan solas, que lleven el lugar consigo. Un lugar. Su lugar. Su propia materia. Un espacio donde esa palabra suceda igual que un hecho. Como en el lenguaje de ciertos animales, de ciertas aves, de algunos insectos muy antiguos. Pero ¿existe lo que no hay?
       Tras aquella noche de tormenta, a la luz mortecina del alba me salió al encuentro un animal en forma de ciervo. Un cuerno en medio de su frente. Pelaje verde. Voz en que se mezclaban el aliento de la trompeta y el suspiro. Me dijo: Ya es hora de que el Señor vuelva a la tierra. Pegúele un bastonazo en el hocico, y seguí adelante. Me detuve ante el almacén «No hay que no hay» de nuestro espía Orrego, que abría las puertas del local a la luz de un candil. Ni él me reconoció en el mendigo embarrado que entraba en su establecimiento cuando empezaban a cantar los gallos. Le pedí que me sirviera un vaso de caña. ¡La pucha, compañero, qué temprano se le ha despertado la sed con tanta agua como cayó anoche! Arrojé sobre el mostrador una macuquina corrumbrosa que rebotó en el suelo. Mientras se agachaba el pulpero, salí. Me esfumé en la cerrazón.

       Excelencia, un chasque a matacaballo ha traído este oficio del comandante de Villa Franca:
       Suplico se me permita elevar un breve detalle del modo como hemos obrado en la celebración del acto de las exequias de nuestro Supremo Señor. El día de la víspera se hizo iluminación en la plaza y en todas las casas de esta Villa.
       El día 18 celebró el padre cura misa cantada solemne por la salud, acierto y felicidad de los individuos que componen el nuevo Gobierno de fatuo provisorio y único. Acabada la misa, se publicó el Acta y con vivas exclamaciones de regocijo fue recibida y obedecida. Yo, como cabeza de esta Villa, presté juramento. Se hizo una corta salva de tres fusiles en medio de los repiques, y se cantó un solemne Te-Demus.
       En esta noche se repitió la iluminación.
       El día 19 se celebraron las honras fúnebres. Se levantó un cúmulo de tres cuerpos revestidos de espejos. Ante él se colocó una mesa cubierta con los albos paños de los altares, que el padre cura cedió en préstamo por la señalada ocasión. Sobre una almohada de raso negro se cruzaban un bastón y una espada, distintivos del Poder Soberano. Estaba el cúmulo iluminado con 84 candelas, una por cada año de vida del Supremo Dictador. Muchos, por no decir todos, notaron su aparición entre los reflejos que se multiplicaban sin término a semejanza de su infinita protección paternal.
       El 20 se cantó una vigilia solemne, y en la misa el padre cura predicó la oración fúnebre exponiendo por tema: Que el Excelentísimo Supremo finado Dictador había desempeñado no sólo las obligaciones de un Fiel Ciudadano, sino también de un Fiel Padre y Soberano de la República. Pero la oración quedó incompleta a causa de no poder la multitud ni el padre contener el llanto que, silencioso al principio, reventó en desacompasada lamentación. El Predicador se apeó del púlpito bañado en lágrimas.
       Todo era en rededor gemidos, sollozos, lamentos desgarradores. Muchos se arrancaban los cabellos con gritos de profundo dolor. Almas paraguayas en su máxima intensidad. Lo mismo la apreciable cantidad de hasta más de veinte mil indios que llegaron de ambas márgenes a celebrar sus ceremonias funerarias delante del templo mezclados a la multitud. La agitación que se sintió sobrepasa toda descripción.
       Nuestras cortas facultades no nos han permitido consagrar más solemnidad a la memoria del finado Dictador. Por una parte la desolación nos ha asaltado. Por otra, nos sentimos inundados de consuelo; nos damos el parabién cuando se nos aparece o se nos representa en nuestras sesiones la presencia del Supremo Señor.
       Hasta aquí escribía mi pluma temblorosa el 20, hacia las seis de la tarde. Pero desde esta mañana muy temprano han comenzado a circular rumores de que El Supremo vive aún; esto es, que no ha muerto y que, por tanto, no existe todavía un Gobierno provisorio de fatuo.
       ¿Será posible que esta terrible conmoción haya alterado de raíz el sentido de lo cierto y de lo incierto?
       Suplicamos a V. S. nos saque de esta horrible duda que nos suspende el aliento.
       Contesta al comandante de Villa Franca que no he muerto aún, si estar muerto no significa yacer simplemente bajo una lápida donde algún idiota bribón escribirá un epitafio por el estilo de: Aquí yace el Supremo Dictador / para memoria y constancia / de la Patria vigilante defensor…, etcétera, etcétera.
       Lápida será mi ausencia sobre este pobre pueblo que tendrá que seguir respirando bajo ella sin haber muerto por no haber podido nacer. Cuando esto suceda, puesto que no soy eterno, yo mismo te mandaré comunicar la noticia, mi estimado Antonio Escobar.
       ¿De qué fecha es el oficio? Del 21 de octubre de 1840, Excelencia. Aprende, Patiño: He aquí un paraguayo que se adelanta a los acontecimientos. Mete su oficio por el ojo de la cerradura de un mes aún no llegado. Salta por encima de los embarullamientos del tiempo. Lo bueno es encontrar un tiempo para cada cosa. Algo que no se detenga. ¿Qué agua de río tiene antigüedad? ¿Es posible que gente como Antonio Escobar conozca con todo rigor algo que no sucedió todavía? Sí. Es posible. No hay cosa que no haya sucedido ya. Dudan pero están seguros. Adivinan con sus simples entendimientos que la ley es simbólica. No lo toman todo literalmente como los que hablan un lenguaje embrollado.
       Yo no afirmo: Esta generación no pasará hasta que todo esto se haga. Yo afirmo: Tras esta generación vendrá otra. Si no estoy Yo, estará Él, que tampoco tiene antigüedad.
       Ah con respecto al oficio de Escobar, exprésale mi agradecimiento por las lucidas exequias. Dile que las segundas no resulten tan llovidas; que las arrancadas de pelos no sean tan copiosas. No tienes necesidad, mi estimado Escobar, de levantar «cúmulos» iluminados, pues mi edad no se mide por candelas. Puedes ahorrar este gasto en mi homenaje. Tampoco revestirlos con espejos que dan una visión falsa de las cosas. Esos espejos deben ser los que se tomaron a los correntinos años ha, durante el sitio de su ciudad. Devuélvelos a sus dueños, que desde entonces no saben dónde tienen sus caras caídas en la vergüenza.
       Otra cosa, Escobar. Hazme saber de inmediato, antes de que se enfríen mis cenizas, quién firmó la circular que te notificó mi muerte y la instalación de eso que llamas gobierno provisorio «de fatuo». La expresión que corresponde es de facto que quiere decir «de hecho». Aunque de hecho lo que hay en este país es una tracalada de fatuos. Por lo que en tu oficio yerras y aciertas a la vez.
       Dime Patiño… Sí, Excelencia. ¿Sabes tú algo acerca de eso? ¡Ni media palabra, Señor! Averigúalo un poco. No nos vendría mal a los dos enterarnos de lo que pasa. Incómodo estar vivo/muerto al mismo tiempo. Pierda cuidado, Excelencia. Ya lo he perdido; por eso ocurren estas cosas. ¿Tienes alguna sospecha de alguien en particular? Ninguna, Señor. Nunca nadie se ha avanzado a tanto. No sé, Excelencia, quién será, quién puede ser el culpable. La verdad, Excelentísimo Señor, que dentro de lo que puedo saber no sé nada. Casualmente por un casual, esta vez ni siquiera puedo sospechar de nadie, particular, grupo o facción. Si una nueva conspiración está en marcha después de veinte años de paz pública, de respeto y acatamiento al Supremo Gobierno, le prometo que no escaparán los culpables aunque se escondan bajo tierra. Deja de deshollinarte las fosas nasales. ¡Perdón, Excelencia! ¡Ea! Basta ya de andar cuadrándote a cada momento. ¿Debo repetírtelo todos los días? Tus chapuzones en la palangana terminarán por convertir el piso en un estero. Nos ahogaremos los dos en este lodazal antes de que nuestros enemigos se den el gusto de incinerarnos en la plaza. ¡Dios nos guarde, Excelencia! No es Dios quien te librará de esas molestias. Cuando estamos trabajando, también te lo he ordenado infinidad de veces, no uses tanto Usía, Vuecencia, Vuesa Merced, Su Excelencia, todas esas paparruchas que ya no se estilan en un Estado moderno. Menos aún en este crónico estado de incomunicación que nos separa al tiempo que nos junta sin jerarquía visible. Más, si hemos de ser pronto compañeros en el cenizario de la plaza de Armas. Por ahora usa el Señor, si necesitas vocarme a toda costa. No te acercará eso más a mí aunque revientes. Mientras yo dicto tú escribes. Mientras yo leo lo que te dicto para luego leer otra vez lo que escribes. Desaparecemos los dos finalmente en lo leído/escrito. Sólo en presencia de terceros emplea el tratamiento adecuado. Pues, eso sí, hemos de guardar dignamente las formas mientras seamos figuras visibles. Palabras corrientes del lenguaje de lo general.
       Volvamos al panfleto encontrado esta mañana en la puerta de la catedral. ¿Dónde está? Aquí, Señor. Al pellizcarte los cornetes con la pluma lloviznas a cada rato sobre el anónimo. Ya estás a punto de borrar su hermosa letra. Alcánzamelo. Los gachupines o porteñistas que han parido este engendro no se han mofado de mí sino de ellos mismos. Cómense los comejenes. Más me río yo de la majadera seguridad de sus anónimos. Este papel no vale sus arejas. Quien se cubre debajo de una hoja dos veces se moja. Aunque se cubran bajo una selva entera de pasquines, igualmente se mojarían en sus propios orines. Miserable descendencia de aquellos usureros, comerciantes, acaparadores, tenderos, que desde sus mostradores vociferaban: ¡Nos cagamos en la patria y en todos los patriotas! ¡En la republiqueta de los paraguayos nos cagamos! Se cagaban en su miedo. En su mierda fueron enterrados. De aquellos estiércoles salieron estos miércoles. Anofeles tercianeros. Zumban por el trasero, que no por la trompa, como todo mosquito. En este caso, Señor, buscaré con fina voluntad hasta en los papeles usados de los excusados… ¡Muérdete la lengua, truhán! Te prohibo propasarte en sucios juegos de palabras. No trates de imitar las bufonadas letriarias de esos culícidos. ¡Pido humildemente perdón a Su Merced por mi grosera aunque involuntaria irreverencia! Nunca me he permitido ni me permitiré faltar en lo más mínimo al respeto debido a nuestro Supremo Señor.
       Déjate de seguir gimoteando. Empéñate más vale en cazar al pérfido escriba. Veamos, Patiño, ¿no se te ocurre que los curas, el propio provisor, podrían ser los autores? Con los curas nunca se sabe, Señor. Tejen muy delgado, muy tupido. La letra y hasta la firma del pasquín, tan iguales a las suyas, Señor. Aunque mal tiro sería para ellos meterse en estos negocios del peje-vigüela, ahora que están mejor que nunca. No les conviene un nuevo Gobierno de gente yente-viniente. Se les acabará su biguá salutis. ¡Bien dicho, Patiño! Te corono rey de las inteligencias. Te legaré mi vaso de noche. Durante el día, ahora que nos ha atacado de nuevo la época miserable, lo pondrás sobre tu frente. Símbolo de tu poder. Durante la noche devolverás la corona de alabastro a su lugar ordinario, de modo que te sirva dos veces en usos distintos y distantes. Lo cierto, Señor, es que la realidad se ha movido de lugar. Cuando leí el pasquín sentí que un pie pisaba el suelo, otro el aire. Exactamente es lo que te sucederá. Sólo sé, Excelencia, que removeré cielo y tierra en busca de los culpables. Le prometo que he de encontrar el pelo en un agujero sin fondo. No corras tras los peloshembras únicamente, según tu costumbre. No me salgas haciendo lo del otro que abrió de noche una alacena en lugar de una ventana. Venir luego a decirme que hace obscuro y güele a queso por oler donde no debes, por no buscar donde debes. En menos de tres días has de llevar al culpable bajo el naranjo. Darle su ración de cartucho a bala. Quienquiera que sea. Aunque sea El Supremo.
       Harás hablar hasta a los mudos del Tevegó que según los pasquines ya andan en cuatro patas. Paren hijos mudos con cabezas de perros-monos. Sin lengua. Sin orejas. Conjunto de patrañas, supersticiones, embustes, como los que escribieron los Robertson, los Rengger, esos resentidos, esos pillastres, esos ingratos. Lo que ha sucedido con el pueblo del Tevegó es cierto, Señor. Aunque mientan los pasquines, eso es cierto. ¡Cosa de no ver y no creer ni viendo con mis ojos! Yo tampoco quise creer hasta que por su orden Señor, fuimos a investigar el caso con el comisionado de Kuruguaty, don Francisco Alarcón, y un destacamento de los efectivos de línea de esa región.
       Después de tres días con sus noches, cortando camino, llegamos al penal del Tevegó a la salida del sol. Silencio demasiado. Ningún sitio de vida. ¡Allá está!, dijo el baqueano. Sólo después de un largo rato, forzando mucho los ojos, vimos la población sembrada en el campo. A obscuras todavía porque los rayos del sol no entraban en ese lugar que se había llevado su lugar a otro lugar, por decirlo con sus palabras, Señor. No hay otro modo de explicar esa cosa muy extraña que allí se ha formado, sin que se pueda saber lo que pasa. ¡Lástima no haber tenido en ese momento su anteojo de ver-lejos! Su aparato-estrellero. Aunque pensándolo bien, tal vez para ver eso no hubiera funcionado. Saqué el espejito que llevo siempre en el bolsillo para señear a los compañeros de viaje. Chispeó un momento y se apagó cuando chocó su reflejo contra ese aire parado dentro del abra. Al pueblo-penitenciario del Tevegó no se puede encontrar, Excelencia. ¿Cómo que no? Allá entraron sin muchas garambainas los criminales, ladrones, vagos, malentretenidos, prostitutas, los conspiradores que se salvaron del fusilamiento del año 21. Entraron los primeros correntinos que mandé capturar en sus invasiones al Apipé, a Yasyretá, a Santa Ana, a Candelaria. Entraron hasta mulatos y negros. Razón que le sobra, Excelencia. Digo nomás que no se puede entrar ahora. No porque no se pueda sino porque se tarda. Tratándose de ti, que estando en servicio caminas de espaldas, es natural. Entrar allí no es entrar, Señor. No hay alambrados, empalizadas, defensas de abatises ni zanjones. Nada más que la tierra ceniza y piedras. Piedras chatas, peladas, hasta de un jeme, marcando la línea donde se acaba el verde del espartillar y los pirizales. Del otro lado de esta marca, todo ceniza-tanimbú. Hasta la luz. Luz quemada que larga su ceniza en el aire y ahí se queda quieta, pesada-liviana, sin subir ni bajar. Si hay gente allá lejos no se sabe si es gente o piedra. Lúnico que si son gentes están ahí sin moverse. Negros, pardos, mulatos, hombres, mujeres, chicos, todos cenizos, cenizos-tanimbulos, cómo explicarle, Señor, no del color de su piedra-aerolito que es negra y no refleja la luz, sino más bien de esa piedra arenisca de las barrancas cuando hay mucha seca o de esos piedrones que ruedan por las faldas de los cerros. Ésos no pueden ser los destinados, dijo don Francisco Alarcón. ¿Dónde está entonces la custodia? Vea don Tikú, dijo el baqueano, si son piedras no precisan custodia. Los soldados se rieron sin ganas. Después vimos eso. Capaz nomás que creíamos que veíamos. Porque le digo, Señor, cosa es de ver y no creer.

(En el cuaderno privado)
       Mi amanuense medio miliunanochero ha puesto a calentar su azogue. Busca por todos los medios hacerme perder el tiempo, desvariar la atención que me ocupa en lo principal. Ahora sale con la gracia de una extraña historia de esa gente en castigo que ha migrado a alguna parte desconocida permaneciendo en el mismo sitio bajo otra forma. Transformada en gente desconocida que ha formado allí su ausencia. Animales. Cantos rodados. Figuras de piedra. Lo que llaman endriagos. Patiño todo lo imita. Me ha visto practicar a mí la transmutación del azogue. Materia la más pesada del mundo, se vuelve más liviana que el humo. Luego al topar la región fría al punto se cuaja y torna a caer en ese licor incorruptible que todo lo penetra y corrompe. Sudor eterno lo llamó Plinio, pues apenas hay cosa que lo pueda gastar. Peligrosa conversación con criatura tan atrevida y mortal. Bulle, se dispersa en mil botillas, y por menudas que sean no se pierde una sino que todas se vuelven a juntar. Siendo el azogue el elemento que aparta el oro del cobre es también el que dora los metales, medianero de esta junta. ¿No se parece a la imaginación, muestra del error y la falsedad? Tanto más embustera cuanto no lo es siempre. Porque sería regla infalible de verdad si fuera infalible de mentira.
       Acaso el fide-indigno sólo miente a medias. No alcanza a fundir el azogue de los espejos. Carece del olvido suficiente para formar una leyenda. El exceso de memoria le hace ignorar el sentido de los hechos. Memoria de verdugo, de traidor, de perjuro. Separados de su pueblo por accidente o por vocación, descubren que deben vivir en un mundo hecho de elementos ajenos a ellos mismos con los cuales creen confundirse. Se creen seres providenciales de un populacho imaginario. Ayudados por el azar, a veces se entronizan en la idiotez de ese populacho volviéndolo aún más imaginario. Migrantes secretos están y no están donde parecen estar. Le cuesta a Patiño subir la cuesta del contar y escribir a la vez; oír el sonido de lo que escribe; trazar el signo de lo que escucha. Acordar la palabra con el sonido del pensamiento que nunca es un murmullo solitario por más íntimo que sea; menos aún si es la palabra, el pensamiento del dictare. Si el hombre común nunca habla consigo mismo, el Supremo Dictador habla siempre a los demás. Dirige su voz delante de sí para ser oído, escuchado, obedecido. Aunque parezca callado, silencioso, mudo, su silencio es de mando. Lo que significa que en El Supremo por lo menos hay dos. El Yo puede desdoblarse en un tercero activo que juzgue adecuadamente nuestra responsabilidad en relación al acto sobre el cual debemos decidir. En mis tiempos era un buen ventrílocuo. Ahora ni siquiera puedo imitar mi voz. El fide-indigno, peor. No ha aprendido aún su oficio. Tendré que enseñarle a escribir.

       ¿De qué hablabas, Patiño? De la gente del pueblo del Tevegó, Señor. Cuesta mucho ver que los bultos no son piedra sino gente. Esos vagos, malentretenidos, conspiradores, prostitutas, migrantes, tránfugas de todo pelo y marca, que en otro tiempo Su Excelencia destinó a aquel lugar, ya no son más gente tampoco, si uno ha de desconfiar de lo que ve. Bultos nomás. No se mueven, Señor; al menos no se mueven con movimiento de gente, y si por un casual me equivoco, su movimiento ha de ser más lento que el de la tortuga. Un decir, Excelencia: De aquí donde yo estoy sentado hasta la mesa donde Su Señoría tiene la santa paciencia de escucharme, por ejemplo, un bulto de ese tortugal de gente tardaría la vejez de un hombre en llegar, si es que mucho se apura y llega. Porque esos bultos al fin y al cabo no viven como cristianos. Deben tener otra clase de vivimiento. Gatean parados en el mismo lugar. Se ve que no pueden levantar las manos, el espinazo, la cabeza. Han echado raíces en el suelo.
       Como le decía, Excelencia, toda esa gente sembrada así al barrer en el campo. Ningún ruido. Ni el viento se oye. No hay ruido ni viento. Grito de hombre o mujer, lloro de criatura, ladrido de perro, la menor seña. Para mí, esa gente no entiende nada de lo que le pasa, y en verdad que no le pasa nada. Nada más que estar ahí sin vivir ni morir, sin esperar nada, hundiéndose cada vez un poco más en la tierra pelada. Frente a nosotros un chircal que antes debió ser un montecito usado como excusado, lleno de marlos de maíz que usted sabe, Señor, para qué usan nuestros campesinos cuando van al común. Lúnico que las manchas en esos marlos brillaban con el brillo dorado de las chafalonías.
       Esta gente no está muerta; esta gente come, dijo el comisionado Tikú Alarcón. Eso era antes, dijo el baqueano. No vimos ningún maizal cerca. Desperdicios, eso sí, a montones. Trapos secos, muchas cruces entre los yuyales también secos. Ningún pájaro, ningún loro maicero, ninguna tortolita. Un taguató se largó desde arriba contra el aire duro que techaba el pueblo. Rebotó como contra una plancha y se alejó dando vueltas de borracho, hasta que al fin cayó cerca de nuestro grupo. Tenía la cabeza partida y los burujones de espuma salían hirviendo por el agujero.
       Vamos a vichear más, dijo Tikú Alarcón. Los soldados se largaron de los caballos a recoger los miérdalos dorados. Los cargaron en sus mochilas por si fueran nomás marlos de oro. Todo puede suceder, dijo uno. Pegamos la vuelta alrededor. Desde todas partes se veía lo mismo. Los bultos mirándonos lejos; nosotros los veíamos a ellos medio borrados por la humazón. Un decir, ellos desde un tiempo de antes; nosotros desde el tiempo de ahora sin saber si nos veían. Uno sabe cuándo su mirada se cruza con la de otro ¿no, Excelencia? Bueno, con esta gente, ni noticia, ni la menor seña para saber o no saber.
       Hacia el mediodía ya teníamos los ojos secos de tanto mirar; sancochados por la luz del sol rebotando contra la sombra que estaba detrás. Medio muertos de sed porque en varias leguas a la redonda todos los ríos y arroyos estaban sin agua desde hacía muchísimo tiempo. Eso también se notaba. El pueblo iba obscureciendo como si dentro ya estuviera creciendo la noche, y era solamente que la sombra se volvía más espesa.
       Hay que tener paciencia, dijo el baqueano. Sabiendo esperar, alguien ha visto allá hasta una función patronal de los negros el día de los Tres Reyes. También la vio mi abuelo Raymundo Alcaraz, pero él estuvo aquí vicheando como tres meses. Contaba que hasta alcanzó a ver un ataque de indios mbayás, cuando andaban maloqueando por estos lados con los portugueses. Para ver hay que tener paciencia. Hay que mirar y esperar meses, años, si no más. Hay que esperar para ver.
       Yo voy a vichear adentro, dijo el comisionado, bajando del caballo. Para mí que esos hijos-del-diablo no son, sino que se hacen. Escupió y entró. Al cruzar la línea entre el verde y lo seco no lo vimos más. Entró y salió. Para mí que entró y salió. Para los otros también. Un decir, yendo-viniendo. Ni el gargajo que escarró se había secado cuando volvió. Pero volvió hecho un anciano, agachado hacia el suelo, a punto de gatera él también. Buscando el habla perdida, dijo el baqueano.
       Tikú Alarcón, el comisionado Francisco Alarcón, hombre joven entró y salió hombre viejo de unos ochenta años por lo menos; sin pelo, sin ropa, mudo, enchiquecido más que un enano, doblado por la mitad, colgándole el cuero lleno de arrugas, piel escamosa, uñas de lagarto. ¿Qué le pasó, don Tikú? No contestó, no pudo hacer la menor seña. Lo envolvimos en un poncho y lo alzamos atravesado sobre el caballo. Mientras los soldados lo ataban a la montura, eché una mirada al pueblo. Me pareció que los bultos bailaban en cuatro patas el baile de los negros de Laurelty o de Campamento-Loma. Esto sí pudo ser un engaño de los ojos llenos de lágrimas. Regresamos como después de un entierro. El muerto venía vivo con nosotros.
       Cuando llegamos a Kuruguaty, el comisionado entró gateando en su casa. Vino todo el pueblo a ver el sucedido. Se mandó llamar al cura párroco de San Estanislao y excusador de los xexueños del Xexuí. Misa, procesión, rogativas, promesas. No hubo caso; nada podía remediar el daño. Probé el recurso de los guaykurúes: Pegué un tironazo a los cabellos de don Tikú. La cabellera me quedó en las manos más pesada que un pedazo de piedra. Un profundo olor a cosa enterrada.
       Se mandó llamar a Artigas, que dicen que sabe curar con yuyos. El general de los Orientales vino de su chacra trayendo una carretada de yuyos de todas clases. Escátulas de melecinas. Un pomo de Agua-de-ángeles de extremado olor, destilada de muchas flores diferentes como ser las de azar, jazmín y murta. Vio y trató al enfermo. Hizo por él todo lo que se sabe que sabe hacer el asilado oriental. No le pudo sacar una sola palabra, qué digo, Excelencia, un solo sonido de la boca. No le pudo meter una gota de melecina en la juntura de los labios hechos ya también piedra. Al comisionado lo subían a su catre. Sin saber cómo, ya estaba otra vez en el suelo en cuatro patas como los de allá. Se le friccionó con seis estadales de cera negra. Don José Gervasio Artigas midió el espacio que va de los dedos de una mano a la otra, que es la misma distancia que hay de pies a cabeza. Pero encontró que la hilada correspondía a dos hombres diferentes. El ex Protector de los Orientales movió la cabeza. Éste no es mi amigo don Francisco Alarcón, dijo. ¿Y entonces quién es?, preguntó el cura. No sé, dijo el general, y volvió a su chacra.
       ¡Cosa de malos espíritus!, se encocoró el cura xexueño. Hubo nuevas rogativas, procesiones. La cofradía sacó a la calle la imagen de san Isidro Labrador. Tikú Alarcón seguía envejeciendo en cuatro patas, cada vez más duro. Alguien quiso sangrarlo. La hoja del cuchillo se quebró al tocar la piel del viejo, que también se iba poniendo cada vez más caliente que piedra de horno.
       ¡Hay que ir a quemar el Tevegó!, corrió la voz por el pueblo. ¡Allí vive el Malo! ¡Eso es el infierno! Bueno, entonces, dijo mansamente Laureano Benítez, el Hermano Mayor de la cofradía, si este santo hombre pudo salir y volver del infierno, a mí me parece que hay que hacerle un nicho. Ya el comisionado no tenía ni el altor del Señor San Blas.
       Al día siguiente, Tikú Alarcón se murió en la misma posición, más viejo que un lagarto. Hubo que enterrarlo en un cajón de criatura. ¡Ea basta ya, deslenguado palabrero! Hablas como los pasquines. Perdón, Excelencia, yo fui testigo de esta historia; traje la instrucción sumaria levantada por el juez de la Villa del Kuruguaty y el oficio del comandante Fernando Acosta, de la Villa Real de la Concepción. Cuando Vuecencia regresó del Cuartel del Hospital rompió los papeles sin leerlos. Lo mismo sucedió, Señor, con el informe sobre la misteriosa piedra redonda encontrada en las excavaciones de los cerros de Yariguaá por el millar de presos políticos que Vuecencia envió bajo custodia a trabajar en esas canteras. ¿Sucedieron ambos hechos al mismo tiempo? No, Excelencia. La piedra del cerro de Yariguaá o Silla-del-viento fue encontrada hace cuatro años, después de la gran cosecha del 36. Lo del Tevegó no hace un mes, poco antes de que Vuecencia se desgraciara en el accidente. Yo ordené que se me remitiera copia fiel de todos los signos que están labrados en la piedra. Así se hizo, Excelencia, pero usted rompió la copia. ¡Porque estaba mal hecha, bribón! ¿O crees que no sé cómo son estas inscripciones rupestres? Envié instrucciones de cómo debía efectuarse la copia a escala del petroglifo. Medición de sus dimensiones. Orientación astronómica. Pedí muestra del material de la piedra. ¿Sabes lo que hubiera sido encontrar allí los vestigios de una civilización de miles de años? Envía de inmediato un oficio al comandante de la región de Yariguaá ordenándole me remita la piedra. No costará más trabajo que haber traído el aerolito ochenta leguas del interior del Chaco. Me parece, excelencia, que usaron la piedra de Silla-del-viento en la construcción del cuartel nuevo de la zona. ¡Que la saquen de allí! ¿Y si la quebraron en pedazos para armar los cimientos, Señor? ¡Que junten los pedazos! Voy a estudiarlos yo mismo al microscopio. Determinar la antigüedad, porque las piedras sí la tienen. Descifrar el jeroglífico. Soy el único que puede hacerlo en este país de cretinos sabihondos.
       Otro oficio al comandante de Villa Real. Ordenarle que con los efectivos de línea a su mando proceda a desmantelar la colonia penitenciaria del Tevegó. Si resta algún sobreviviente enviarlo engrillado con segura custodia. ¿Qué acabas de farfullar? Nada, Excelencia, de particular. Sólo pienso que me parece va a ser más fácil traer la piedra con sus miles de años y sus miles de arrobas, que a esa gente del Tevegó.

       Vamos a lo que nos importa por el momento. Recomencemos el ciclo. ¿Dónde está el pasquín? En su mano, Excelencia. No, secretante chupatintas. En el pórtico de la catedral. Clavado bajo cuatro chinches. Una partida de granaderos lo retira a punta de sable. Lo llevan a la comandancia. Te dan aviso. Cuando lo lees te quedas media res al aire viendo ya la hoguera encendida en la plaza, a punto de convertirnos a todos en tizones. Con ojos de carnero degollado me traes el papel. Aquí está. No dice nada. No importa lo que diga. Lo que importa es lo que está detrás. El sentido del sin-sentido.
       Vas a ponerte a rastrear la letra del pasquín en todos los expedientes. Legajos de acuerdos, desacuerdos, contraacuerdos. Comunicaciones internacionales. Tratados. Notas reversales. Letras remisorias. Todas las facturas de los comerciantes portugueses-brasileros, orientales. El papelaje de sisa, diezmo, alcabala. Contribución fructuaria. Estanco, vendaje, ramo de guerra. Registros de importación-exportación. Guías de embarques remitidos-recibidos. Correspondencia íntegra de los funcionarios, del más bajo al más alto rango. Cifrados de espías, vicheadores, agentes de los distintos servicios de inteligencias. Remitos de contrabandistas de armas. Todo. El más mísero pedazo de papel escrito.
       ¿Has entendido lo que te mando hacer? Sí, Excelencia: Debo buscar el molde de la letra del pasquín catedralicio, buscar su pelo y marca en todos los documentos del archivo. Al fin vas aprendiendo la manera de hablar sin andar bajo muchas nubes. No se te olvide tampoco revisar prolistamente los nombres de los enemigos de la Patria, del Gobierno, fieles amigos de nuestros enemigos. Agarra al crapuloso intempestivo de los muchos aturdidos que zumban por las calles del Paraguay, según clama en su Proclama mi patriotero tío el fraile Bel-Asco. Caza al culícido. Achichárralo en su vela definitiva. Entiérralo en su propia hez. Haz lo que te ordeno. ¿Me has entendido? Pues manos a la obra. Bájate de la luna. Lúnico, Excelencia… ¿Qué pasa ahora? Que el trabajo me va a llevar cierto tiempo nomás. Hay unos cuantos veinte mil legajos en el archivo. Otros tantos en las secretarías de los juzgados, comisarías, delegaciones, comandancias, puestos fronterizos y demás. Fuera de los que están a la mano en trámite de despacho. Unas quinientas mil fojas poco más o menos en total, Señor. Sin contar las que se te han perdido por tu incuria, maestro del desorden, de la dejadez, del abandono. No has perdido las manos, sólo porque te hacen falta para comer. Yo siendo que pueda, Excelencia, un decir con todo respeto, mi voluntad no se enfría en el servicio, y si Su Merced me ordena, encuentro el pelo en un agujero sin fondo, cuantimás a estos malhechores de la letra escrita del rumor. Siempre dices lo mismo pero no has acabado con ellos. Se pierden los expedientes; los pasquineros son cada vez más numerosos. De los expedientes, me permito recordar a Vuecencia, sólo falta el proceso del año 20, presuntamente robado por el reo José María Pilar, su paje a mano, quien por mandato de la inexorable justicia de Su Excelencia ya tuvo su merecido. Si no por ese delito que no se le pudo probar, por otros no menos graves que lo llevaron bajo el naranjo. Los demás legajos están todos. Yo diría a Vuecencia, con su venia, que hasta sobran de tantos que son. ¡Sólo tus patas en remojo pueden evaporar semejante idiotez! Esos documentos, aun los más insignificantes a tu desjuicio, tienen su importancia. Son sagrados, puesto que ellos registran circunstanciadamente el nacimiento de la Patria, la formación de la República. Sus muchas vicisitudes. Sus victorias. Sus fracasos. Sus hijos beneméritos. Sus traidores. Su invencible voluntad de sobrevivir. Sólo Yo sé las veces que para tapar sus necesidades tuve que añadir un trozo de pellejo de zorro cuando no bastó la piel del león parado en el escudo de la República. Revisa esos documentos uno por uno. Regístralos a lupa con ojos de lupus, con los tres ojos de las hormigas. A pesar de ser completamente ciegas ellas saben qué hoja cortan. Para no restar tu tiempo al servicio recluta a la caterva de escribientes de juzgados, escribanos, pendolistas que no hacen más que andar gorroneando todo el día por plazas y mercados. Haz la leva. Enciérralos en el archivo. Ponlos a rastrear la letra. Por algunos días se quedarán las placeras sin sus cartas; los escribientes sin su plato de locro. También nosotros vamos a descansar por un tiempo de tantos escritos de mil zoncerajes. ¡Cuánto más le habría valido al país que estos parásitos de la pluma hubieran sido buenos aradores, carpidores, peones, en las chacras, en las estancias patrias, no esta plaga de letricidas peores que las langostas!
       Excelencia, son más de ocho mil escribientes, y hay un solo pasquín. Tendría que ir turnándolos de a uno por vez, de tal forma que de aquí a unos veinticinco años podrán revisar los quinientos mil folios… ¡No, bribón, no! Mutila el papel en trozos muy pequeños hasta hacerle perder el sentido. Nadie debe enterarse de lo que contiene. Reparte el rompecabezas a esos millares de perdularios. Ve la manera de componértelas para que se espíen mutuamente. El caraña que ha tejido esta tela caerá por sí solo. Tropezará en una frase, en una coma. Lo negro de su conciencia lo engañará en el delirio de la semejanza. Cualquiera de ellos puede ser el malhechor; el más insignificante de entre esos pendolines. Su orden será cumplida, Excelencia. Aunque me animaría a decirle, Señor, que casi no hace falta. ¿Cómo que no hace falta, holgazán? En la punta del ojo, Excelencia, tengo la letra de cada uno de los escritos. Del más mínimo papel. Y si Vuecencia me apura, yo diría que hasta las formas de los puntos al final de los párrafos. Su Señoría sabe mejor que yo que los puntos nunca son del todo redondos, así como en las letras más parecidas siempre hay alguna diferencia. Un rasgo más grueso. Un rasgo más fino. Los bigotes de la t, más largos, más cortos, según el pulso de quien los marcó. La colita de chancho de la o, levantada o caída. Ni hablar del empeine, de las piernas retorcidas de las letras. Los fustes. Los florones. Los lances a dos aguas. Las cabezas de humo. Los techos de campanillas de las mayúsculas. Las enredaderas de las rúbricas dibujadas en una sola espiral sin un respiro de la pluma, como es la que Su Excelencia traza debajo de su Nombre Supremo trepado a veces por la tapia del escrito… ¡Acaba mentecato con tu floricultura escrituraria! Sólo quería recordar a Vuecencia que me acuerdo de todos y de cada uno de los legajos del archivo. Por lo menos desde que Su Señoría se dignó nombrarme su fiel de fechos y actuario del Supremo Gobierno, en la línea sucesoria de don Jacinto Ruiz, de don Bernardino Villamayor, de don Sebastián Martínez Sanz, de don Juan Abdón Bejarano. Don Mateo Fleitas, el último a quien reemplacé en el honor del cargo, disfruta ahora en Ka’asapá de un merecido retiro. Encerrado en su casa, como en un calabozo, en la más total obscuridad, vive don Mateo Fleitas. Nadie lo ve durante el día. Una lechuza, Señor. Más escondido que el urukuré’á en la espesura del monte. Únicamente por las noches cuando no sale la luna, su fuego-frío le saca en la piel una especie de sarna parecida a la lepra-blanca, en los ojos un flujo legañoso parecido a la pitaña, don Mateo sale a pasear por el pueblo. Cuando la luna no sale, sale don Mateo. Envuelto en la capa de forro colorado que Su Excelencia le regaló. Su sombrero-caranday coronado de velas encendidas. Ya el vecindario no se asusta cuando ve esas luces porque sabe que bajo ese sombrero iluminado va don Mateo. Lo encontrará por ahí, capaz que hacia el bajo del Pozo Bolaños, me dijeron cuando pregunté por él en la noche de mi llegada al pueblo por el asunto aquel de los abigeatos.
       Seyendo noche muy obscura lo vi subir la arribada de la fuente milagrosa. Vi el sombrero solo flotando en el aire, muy afarolado, lleno de lumbre, que al principio creí ver un mazacote de cocuyos alumbrando verdosamente los cardales. ¡Don Mateo!, grité llamándolo fuerte. El sombrero coronado de velas se me arrimó. Eh don Poli, ¿qué hace usté por estos lugares tan noche? He venido para investigar el robo de ganado de la estancia-patria. ¡Ah cuatreros!, dijo don Mateo Fleitas que ya estaba siendo un poco de sombra humana a mi lado. ¿Y a usted cómo le va?, dije por decir algo. Ya ve, colega, lo mismo de siempre. Sin novedad. Me pareció que tenía que bromearle un poco. ¿Qué, don Mateo, anda jugando al toro-candil o qué? Ya estoy un poco viejo para eso, dijo con su voz cascadita y chilladita. Con esas velas en el sombrero no va a perderse, compadre. No es que me vaya perder, más perdido de lo que ya estoy. Conozco bien estos yavorais. Si se me antoja puedo recorrer todo Ka’asapá con los ojos cerrados. ¿Una promesa entonces? Antes de dormir vengo siempre al Pozo Bolaños a tomar un trago de la surgente del Santo. Mejor remedio no hay. Opilativo. Cornal. Vamos a casa. Así conversamos un poco. Me puso la mano en el hombro. Sentí que sus uñas se engancharon en los flecos de mi poncho. Ni me di cuenta de que habíamos entrado al rancho. Se sacó el sombrero. Lo puso sobre un cántaro. Apagó todas las velas menos el cabo más gastadito con esas uñas de kagua-ré; las del pulgar y el índice sobre todo, Señor, ganchudas y filosas como una navaja. Con el líquido de una limeta roció el cuarto tres veces. Una fragancia sin segundo en un segundo borró el aire a cerrado, a orines de viejo, a carne descompuesta que olí al entrar. Ahora olía mismamente a jardín. Me fijé si había puesto algunas plantas aromáticas en los rincones. Sólo alcancé a ver unas sombras que revolaban casi pegadas al techo; otras, colgadas en racimos, de la paja misma.
       Trajo una manta que sacó de un baúl; parecía tejida en lana o pelo muy suave de un color tirando a pardo-oscuro; yo diría más bien un color sin color porque la luz desteñida del candil no entraba en esa espumilla que a más luz sería todavía menos visible; un suponer, el color de la nada si la nada tuviese color. Tóquela, Policarpo. Tiré retiré la mano. Tóquela sin miedo, colega. Tenté la mano. Más blanda que la seda, el terciopelo, el tafetán o la holanda era. ¿De qué está hecha esta tela, don Mateo? Parece plumilla de pichones recién nacidos, plumón de pájaros que no conozco, y eso que no hay pájaro que no conozca. Señaló hacia el techo: De esos que andan revoloteando sobre su cabeza. Hace diez años que estoy tejiendo la manta para regalar a Su Excelencia el día de su cumpleaños. Este 6 de enero, si el reumatismo me deja caminar las cincuenta leguas hasta Asunción, yo mismo voy a ir a llevarle mi regalo porque me han contado que nuestro Karaí anda medio sin ropa y medio enfermo. Esta manta lo va a abrigar y lo va a curar. ¡Pero hecha con ese pelo, don Mateo! ¿Le parece que Su Excelencia va a usar semejante cosa?, tartamudeé entre arcadas. Usted sabe muy bien que nuestro Karaí Guasú no acepta luego ningún regalo. ¡Ea, don Poli! Esto no es regalo. Es remedio. Va a ser una manta única en el mundo. Suave, ya la ha tocado usté mismo. La más liviana. Si la tiro al aire en este momento, usté y yo podemos envejecer esperando que vuelva a caer. La más abrigada. No hay frío que pueda atravesar el tejido. Contra la calor de afuera y la calentura de adentro también sirve. Esta manta es contra todo y por todo. Yo miraba el techo cerrando los ojos. Pero ¿cómo ha podido juntar tantos orejudos? Ya me conocen. Vienen. Se sienten como en su casa. Si acaso hacia el atardecer salen a ventilarse un rato. Después vuelven a entrar. Aquí están a gusto. ¿No le muerden, no le chupan la sangre? No son zonzos, Poli. Saben que en mis venas ya no hay sino sanguaza. Yo les traigo animalitos del monte; ésos que andan de noche son los más vivos y de sangre más caliente. Mis mbopís cebados y contentos crían un pelo tan fino que sólo manos acostumbradas a la pluma, como la suya o la mía, pueden hilar, manejar, tejer, dijo despabilando el candil con esas uñas larguísimas. Mientras duermen les arranco la plumita de seda con miradas de seda y tironcitos de seda. Somos muy compañeros. Pero dejando aparte la colcha que no es de discutir, yo malicio que uno de estos mis animalitos podría aliviar los males de Su Excelencia. Aquí, hará unos años, un fraile dominico se moría de una ardiente calentura. El sangrador no consiguió sacarle una gota de sangre con su lanceta. Los frailes estimando que el enfermo se moría, después de darle el último adiós se fueron a dormir y mandaron a los indios a cavar la sepultura para enterrarlo con la fresca. Por la ventana largué un murciélago que yo por esos días guardaba en arresto y sin comida por haberse desacatado. El mbopí se le prendió a un pie. Cuando se atracó echó a volar dejando rota la vena. A la salida del sol volvieron los frailes creyendo que el enfermo ya estaría muerto. Lo encontraron vivo, alegre, casi güeno, leyendo su Breviario en la cama. Gracias al mbopí-médico el fraile volvió muy pronto a su natural. Hoy por hoy es el más gordo y activo de la congregación; el que más hijos tiene con las indias-feligresas se dice; pero yo no me ocupo de esas calumnias ocupado día y noche en el trabajo de tejer la manta para nuestro Supremo.
       Quédese a dormir, amigo Policarpo. Le invito a hacer penitencia. Allí está su catre. Tenemos mucho que conversar de aquellos güenos tiempos de antes. Volvió a guardar la manta en el baúl. Contra las sombras del techo revolaban chillaban los ratones orejudos de don Mateo, cubiertas las caritas acalaveradas con puntillas de luto. Se sacó despacio la capa dejando al aire el esqueleto desnudo. ¿Qué he de hacer sino tomar el pelo de esos inocentes para hacer ropa a nuestro Padre? Acuéstese, Policarpo. Iba a soplar la vela. Me levanté. No, don Mateo, me voy a ir nomás. Ya hemos pasado un rato muy agradable. Me espera el comisionado. Creo que ya han agarrado a los cuatreros ladronicidas. Si es así habrá que fusilarlos al alba, y yo tengo que estar presente para firmar el acta. ¡Metan bala a esos bandidos!, dijo el viejo soplando la vela.
       Eres el charlatán más desaforado del mundo. Pajarraco que grazna todo el tiempo. Pajarraco para el cual la muerte ya vino; que va a morir de inmediato aunque poco a poco. No he conseguido hacer de ti un servidor decente. No encontrarás nunca materia suficiente para callarte. Con tal de no trabajar, inventas sucedidos que no han sucedido. ¿No crees que de mí se podría hacer una historia fabulosa? ¡Absolutamente seguro, Excelencia! ¡La más fabulosa, la más cierta, la más digna del altor majestativo de su Persona! No, Patiño, no. Del Poder Absoluto no pueden hacerse historias. Si se pudiera, El Supremo estaría de más: En la literatura o en la realidad. ¿Quién escribirá esos libros? Gente ignorante como tú. Escribas de profesión. Embusteros fariseos. Imbéciles compiladores de escritos no menos imbéciles. Las palabras de mando, de autoridad, palabras por encima de las palabras, serán transformadas en palabras de astucia, de mentira. Palabras por debajo de las palabras. Si a toda costa se quiere hablar de alguien no sólo tiene uno que ponerse en su lugar: Tiene que ser ese alguien. Únicamente el semejante puede escribir sobre el semejante… Únicamente los muertos podrían escribir sobre los muertos. Pero los muertos son muy débiles. ¿Crees tú que podrías relatar mi vida antes de tu muerte, zarrapastroso amanuense? Necesitarías por lo menos el oficio y la fuerza de dos Parcas. ¿En, eh, compilador de embustes y falsificaciones? Recogedor de humo, tú que en el fondo odias al Amo. ¡Contesta! ¿Eh, eh? ¡Ah! ¡Vamos! Aun suponiendo a tu favor que me engañas para preservarme, lo que haces es quitarme pelo a pelo el poder de nacer y morir por mí mismo. Impedir que yo sea mi propio comentario. Concentrarse en un solo pensamiento es tal vez la única manera de hacerlo real: Esa manta invisible que teje Mateo Fleitas; que no llegará a cubrir mis huesos. ¡Yo la he visto, Excelencia! No es suficiente. Tu ver no es todavía saber. Tu ver-de-vista borronea los contornos de tu rejuntativa memoria. Por ello se te hace imposible descubrir, entre otras cosas, a los pasquinistas. Supongamos que estás con uno de ellos. Suponte que yo mismo soy un autor de pasquines. Hablamos de cosas muy graciosas. Me cuentas cuentos. Hago mis cuentas. Cierras los ojos y caes en la irresistible tentación de creer que eres invisible. Al levantar los párpados te parece que todo sigue como antes. Estornudas. Todo ha cambiado entre dos estornudos. Ésta es la realidad que no ve tu memoria.
       Señor, con su licencia, yo digo, un decir, siento que sus palabras, por más pobremente copiadas que estén por estas manos que se va a comer la tierra, siento que copian lo que Vuecencia me dicta letra por letra, palabra por palabra. No me has entendido. Abre el ojo bueno, cierra el malo. Tiende tus orejas al sentido de lo que te digo: Por más que excedas a los animales en memoria bruta, en palabra bruta, nunca sabrás nada si no penetras en lo íntimo de las cosas. No te hace falta la lengua para esto; al contrario, te estorba. Por lo que, además de la palangana en que enfrías los pies para despejar el caletre, voy a mandar que te pongan una mordaza. Si no te ahorcan antes, según la amable promesa de nuestros enemigos, yo mismo te haré mirar fijamente el sol cuando llegue tu minuto de hora. En el momento en que sus rayos calcinen tus pupilas, recibirás la orden de estirar la lengua con los dedos. La colocarás entre los dientes. Te darás un puñetazo en la quijada. La lengua saltará al suelo, culebreando igual que la cola de una iguana trozada por la mitad. Entregará a la tierra tu saludo. Sentirás que te has librado de un peso inútil. Pensarás: Soy mudo. Lo cual es una silenciosa manera de decir: No soy. Sólo entonces habrás alcanzado un poco de sabiduría.
       Voy a dictarte una circular a mis fieles sátrapas. Quiero que también ellos se regalen con la promesa reservada a sus méritos.

       A los Delegados, Comandantes de Guarnición y de Urbanos,
       Jueces Comisionados, Administradores,
       Mayordomos, Receptores Fiscales, Alcabaleros
       y demás autoridades:


       La copia del infame pasquín que va adjunta es un nuevo testimonio de los crecientes desafueros que están cometiendo los agentes de la subversión. No es uno más en la multitud de panfletos, libelos y toda especie de ataques que vienen lanzando anónimamente casi todos los días desde hace algún tiempo, en la errónea creencia de que la edad, la mala salud, los achaques ganados en el servicio de la Patria me tienen postrado. No es una más de las escandalosas diatribas e invectivas de los convulsionarios.
       Reparen atentamente en un primer hecho: No sólo se han avanzado a amenazar de muerte infamante a todos los que conllevamos la pesada carga del Gobierno. Se han atrevido ahora a algo mucho más pérfido: Falsificar mi firma. Falsificar el tono de los Decretos Supremos. ¿Qué persiguen con ello? Aumentar en la gente ignorante los efectos de esta inicua burla.
       Segundo hecho: El anónimo fue encontrado hoy clavado en el pórtico de la catedral, sitio hasta ahora respetado por los agentes de la subversión.
       Tercer hecho: La amenaza de la mofa decretoria establece claramente la escala jerárquica del Gobierno; en consecuencia, la punitiva. A ustedes que son mis brazos, mis manos, mis extremidades, les ofrecen horca y fosa común en potreros de extramuros sin cruz ni marca que memore sus nombres. A mí, que soy la cabeza del Supremo Gobierno, me obsequian mi autocondena a decapitación. Exposición en la picota por tres días como centro de festejos populares en la Plaza. Por último, lanzamiento de mis cenizas al río como culminación de la gran función patronal.

       ¿De qué me acusan estos anónimos papelarios? ¿De haber dado a este pueblo una Patria libre, independiente, soberana? Lo que es más importante, ¿de haberle dado el sentimiento de Patria? ¿De haberla defendido desde su nacimiento contra los embates de sus enemigos de dentro y de fuera? ¿De esto me acusan?
       Les quema la sangre que haya asentado, de una vez para siempre, la causa de nuestra regeneración política en el sistema de la voluntad general. Les quema la sangre que haya restaurado el poder del Común en la ciudad, en las villas, en los pueblos; que haya continuado aquel movimiento, el primero verdaderamente revolucionario que estalló en estos Continentes, antes aún que en la inmensa patria de Washington, de Franklin, de Jefferson; inclusive antes que la Revolución francesa.
       Es preciso reflexionar sobre estos grandes hechos que ustedes seguramente ignoran, para valorar en todos sus alcances la importancia, la justeza, la perennidad de nuestra Causa.
       Casi todos ustedes son veteranos servidores. La mayoría sin embargo no ha tenido tiempo de instruirse a fondo sobre estas cuestiones de nuestra Historia, atados a las tareas del servicio. Los he preferido leales funcionarios, que no hombres cultos. Capaces de obrar lo que mando. A mí no me preocupa la clase de capacidad que posee un hombre. Únicamente exijo que sea capaz. Mis hombres más hombres no son más que hombres.
       Aquí en el Paraguay, antes de la Dictadura Perpetua, estábamos llenos de escribientes, de doctores, de hombres cultos, no de cultivadores, agricultores, hombres trabajadores, como debiera ser y ahora lo es. Aquellos cultos idiotas querían fundar el Areópago de las Letras, las Artes y las Ciencias. Les puse el pie encima. Se volvieron pasquineros, panfleteros. Los que pudieron salvar el pellejo, huyeron. Escaparon disfrazados de negros. Negros esclavos en las plantaciones de la calumnia. En el extranjero se hicieron peores aún. Renegados de su país, piensan en el Paraguay desde un punto de vista no paraguayo. Los que no lograron emigrar, viven migrando en la oscuridad de sus cubiles. Convulsionarios engreídos, viciosos, ineptos, no tienen cabida en nuestra sociedad campesina. ¿Qué pueden significar aquí sus hazañas intelectuales? Aquí es más útil plantar mandioca o maíz, que entintar papeluchos sediciosos; más oportuno desbichar animales atacados por la garrapata, que garrapatear panfletos contra el decoro de la Patria, la soberanía de la República, la dignidad del Gobierno. Cuanto más cultos quieren ser, menos quieren ser paraguayos. Después vendrán los que escribirán pasquines más voluminosos. Los llamarán Libros de Historia, novelas, relaciones de hechos imaginarios adobados al gusto del momento o de sus intereses. Profetas del pasado, contarán en ellos sus inventadas patrañas, la historia de lo que no ha pasado. Lo que no sería del todo malo si su imaginación fuese pasablemente buena. Historiadores y novelistas encuadernarán sus embustes y los venderán a muy buen precio. A ellos no les interesa contar los hechos sino contar que los cuentan.
       Por ahora la posteridad no nos interesa a nosotros. La posteridad no se regala a nadie. Algún día retrocederá a buscarnos. Yo sólo obro lo que mucho mando. Yo sólo mando lo que mucho puedo. Mas como Gobernante Supremo también soy vuestro padre natural. Vuestro amigo. Vuestro compañero. Como quien sabe todo lo que se ha de saber y más, les iré instruyendo sobre lo que deben hacer para seguir adelante. Con órdenes sí, mas también con los conocimientos que les faltan sobre el origen, sobre el destino de nuestra Nación.
       Siempre hay tiempo para tener más tiempo.

       Cuando nuestra Nación era aún parte de estas colonias o Reinos de Indias como se llamaban antes, un funcionario de la corte con cargo de fiscal oidor en la Audiencia de Charcas, José de Antequera y Castro, vio al llegar a Asunción la piedra de la desgracia pesando sobre el Paraguay hacía más de dos siglos. No se anduvo con muchas vueltas. La soberanía del Común es anterior a toda ley escrita, la autoridad del pueblo es superior a la del mismo rey, sentenció en el Cabildo de Asunción. Pasmo general. ¿Quién es este joven magistrado caído de la luna? ¿Es que ahora la Audiencia se ha convertido en una casa de orates? No le hemos oído bien, señor oidor.
       José de Antequera se puso a estampar a fuego en la letra, en los hechos, su sentencia de juez pesquisidor: Los pueblos no abdican su soberanía. El acto de delegarlo no implica en manera alguna el que renuncien a ejercerla cuando los gobiernos lesionan los preceptos de la razón natural, fuente de todas las leyes. Únicamente los pueblos que gustan de la opresión pueden ser oprimidos. Este pueblo no es de ésos. Su paciencia no es obediencia. Tampoco podéis esperar, señores opresores, que su paciencia sea eterna como la bienaventuranza que le prometéis para después de la muerte.
       El juez pesquisidor vino no con la fe del carbonero que se santigua. Llegó, vio, pesquisó todo muy a fondo. Le sublevó lo que vio. La corrupción absolutista había acabado por infestarlo todo. Los gobernadores traficaban con sus cargos. La corte hacía manga ancha con los que le hacían la corte, a trueque de seguir recibiendo sus doblones. ¿Les puedo yo vender a ustedes el cargo de Dictador Perpetuo? Los veo mover hipócritamente la cabeza gacha. Pues bien, Diego de los Reyes Balmaceda compró la gobernación del Paraguay por unos patacones. De un puntapié Antequera expulsó al crápula Reyes que fue a quejarse al virrey de Buenos Aires. Así estaban de corrompidos estos Reinos de Indias.

       Los paquetes oligarcones de las villas empaquetaban carne de indio en las encomiendas. Inmenso cuartel de sotana el de los jesuítas. Imperio dentro de otro imperio con más vasallos que el rey.
       En el califato fundado por Irala, cuatrocientos sobrevivientes de los que habían venido en busca de El Dorado, en lugar de la Ciudad-resplandeciente encontraron el sitio de los sitios. Aquí. Y levantaron un nuevo Paraíso de Mahoma en el maizal neolítico. Tacha esta palabra que todavía no se usa. Millares de mujeres cobrizas, huríes las más hermosas del mundo, a su completo servicio y placer. El Alcorán y la Biblia ayuntados en la media luna de la hamaca indígena.
       El somatén antequerino levantó a los comuneros contra realistas-absolutistas. Blasfemias. Lamentaciones. Rogativas. Cabildeos. Conjuras. Libelos, sátiras, panfletos, caricaturas, pasquines, repitieron entonces lo que está ocurriendo hoy. Los jesuitas acusaron a Antequera de la pretensión de hacerse rey del Paraguay bajo el título de José I. Poco antes habían querido monarquizar su imperio comunista coronando al indio Nicolás Yapuguay bajo el nombre de Nicolás I, rey del Paraguay y emperador de los mamelucos. Perdón, Señor, no he oído bien eso de los reyes del Paraguay. No es que no oyes. Por tiempos no entiendes lo que escuchas. Pídele al negro Pilar que te cuente la historia. Los reyes del Paraguay no eran otra cosa que fábulas como las de Esopo, Patiño. El negro Pilar te las contará. Señor, como usted sabe, el negro José María Pilar ya no está. Es decir está, pero bajo tierra. No importa; dile que te cuente esas fábulas. Son justamente para ser contadas bajo tierra, escuchadas a caballo sobre una sepultura. Ya la contó, Señor, aunque de otra manera en el Aposento de la Verdad bajo los azotes. A mí me pareció pura parada de su ex paje a mano y ex ayuda de cámara. Desafinancias que arranca el tormento. El propio juez instructor don Abdón Bejarano me dijo que no anotara aquella disconveniencia en el sumario. ¿Qué dijo el negro infame? Declaró, juró, perjuró, Señor, que a él se lo castigaba y se lo iba a ajusticiar nada más porque había querido ser rey del Paraguay con el nombre de José I. Eso dijo con cara de risa y corazón de diablo entre sus mocos y sus lágrimas. Agregó otras zafadurías que tampoco anoté en el sumario por orden de don Abdón. Malagüerías del disconfidente reo. Locura del juicio. ¿No has aprendido aún, actuario, que la locura dice más verdades que la confesión voluntaria? ¿No será que el falsario trató de sobornarte con el cargo de fiel de fechos en su negra monarquía? ¡Por Dios, Señor, no! ¿No será que prometió hacerte cónsul de su ínsula barataría? Señor, si es así debimos de ser dos los Cónfules de la Ínfula, Bejarano y yo. Dos cónfules, Pompeyo y César, como lo fueron Su Excelencia y el infame traidor bajo el naranjo, junto con los demás complotados en la conspiración.
       ¿No será que tú también fábulas hacerte algún día rey del Paraguay? ¡Ni por un queso, Señor! Usted mismo suele decir que eso sólo valdría la pena si el pueblo y el soberano fueran una misma persona; pero para eso no hace falta ser rey sino un buen Gobernante Supremo, como es Su Excelencia. Sin embargo tú ves que aquí como en el resto de América, desde la Independencia, ha quedado flotando en el aire el virus de la monarquía, tanto o más que el del garrotillo o la mancha que apesta al ganado. Los ayudas de cámara, los fiel-de-fechos, los doctores, los militares, los curas. Todos sufren de calentura por ser reyes.

       ¿Dónde habíamos quedado? En el común, Señor. Tú siempre andas por las ramas, te paseas por las tripas. Te pregunto dónde terminaba el último párrafo, bribón. Leo, Señor: Acusaron a Antequera de la pretensión de hacerse rey del Paraguay bajo el título de José I. ¡No, que no y no! No es eso de ninguna manera lo que dije. Has trabucado como siempre lo que dicto. Escribe despacio. No te apures. Haz cuenta de que dispones de ocho días más de vida. Si son ocho días pueden ser ochenta años. No hay como poner plazos largos a las dificultades. Mejor aún si no tienes más que una hora. Entonces esta hora tiene la ventaja de ser corta e interminable a la vez. Quien tiene una hora buena no las tiene todas malas. Se hace más en esa hora que en un siglo. Feliz del condenado a muerte, que por lo menos tiene la certeza de saber la hora exacta en que ha de morir. Cuando estés en tal situación lo sabrás. La pasión de tu apuro proviene de creer que siempre estás en presente. Malinformado aquel que se proclame su propio contemporáneo. ¿Vas entendiendo, Patiño? Para decirle toda la verdad, no mucho, Señor. Mientras escribo lo que me dicta no puedo agarrar el sentido de las palabras. Ocupado en formar con cuidado las letras de la manera más uniforme y clara posible, se me escapa lo que dicen. En cuanto quiero entender lo que escucho me sale torcido el renglón. Se me traspapelan las palabras, las frases. Escribo a reculones. Usted, Señor, va siempre avante. Yo, al menor descuido, me ataranto, me atoro. Caen gotas. Se forman lagunas sobre el papel. Luego con toda justicia Vuecencia se enoja. Hay que comenzar de nuevo. Ora que si leo el escrito una vez firmado por Su Excelencia, echada la arenilla a la tinta, me resulta siempre más claro que la misma claridad.

       Alcánzame el libro del teatino Lozano. Nada mejor que destacar la verdad de los hechos comparándola con las mentiras de la imaginación. Bien pérfida la de este otro majadero tonsurado. El más testarudo calumniador de José de Antequera. Su Historia de las Revoluciones del Paraguay, contraria al movimiento comunero, contraria a su jefe. Ése ya no podía defenderse de tales bellaquerías porque lo habían asesinado dos veces. El padre Pedro Lozano pretendió hacerlo por tercera vez recopilando los infundios, imposturas e infamias que se tejieron contra el jefe comunero. Lo mismo que obran y obrarán contra mí los anónimos panfletistas. Alguno de esos escritorzuelos emigrados se animará sin embargo, en la impunidad de la distancia, a estampar cínicamente su firma al pie de tales truhanerías. Tráeme el libro. No está aquí, Señor. Lo dejó usted guardado en el Cuartel del Hospital. Ténganlo pues a pan y agua; que le den una purga diariamente hasta que muera o arroje al sumidero todas sus mentiras. El Paí Lozano no está aquí, Señor; no estuvo nunca, que yo sepa. Te he pedido que me alcances las Revoluciones del Paraguay. Están en el Cuartel del Hospital, Señor. La Historia, bribón. La Historia está en el Hospital, Señor, guardada bajo llave en el almario. La dejó usted allá cuando su internación.

       Quedamos en la primera interrupción de la Colonia. Un siglo atrás José de Antequera llega, brega, no se entrega. El gobernador de Buenos Aires, el ínclito mariscal de campo Bruno Mauricio de Zabala invade el Paraguay con cien mil indios de las Misiones. Barbilla hundida, bucles enrulados, se pone a la cabeza de la expedición represora. Cinco años de batallas. Colosal carnicería. Desde los tiempos de Fernando III, el santo, y de Alfonso X, el sabio, no se ha visto lucha más cruenta. Con retardo de siglos la Edad Media entra a talar las selvas, los hombres, los derechos de la provincia del Paraguay.
       En la gran pelotera, cada uno sólo ve la rueda de hechura de sol de oro muy fino, tamaño de una rueda de carreta. Los sarracenos de Buenos Aires, los padres del imperio jesuítico, los encomenderos godo-criollos, descabezan, destripan la rebelión. Antequera es llevado a Lima. También Juan de Mena, su alguacil mayor en Asunción. Son arcabuceados en las mulas que los llevan al cadalso, antes de que el pueblo amotinado pueda libertarlos. Para mayor seguridad arrojan sus cadáveres sobre el tablado. El verdugo troncha las cabezas. Las dos primeras cabezas que ruedan por la independencia americana. Gorgorito de historiador. Lo que no impide que aquello haya ocurrido. Visto y oído lo cual aprendí a ser desconfiado. Cien años en un día. Un día antes del siglo rematé la vuelta de aquel levantamiento proclamando, yo a mi vez en estas colonias, que el poder español había caducado. No solamente los derechos realengos del borbón. También los usurpados por la cabeza del virreinato donde el despotismo monárquico había sido reemplazado por el despotismo criollo bajo disfraz revolucionario. Lo que resultaba dos veces peor.
       Igual aquí en el Paraguay. Asunción no era mejor que Buenos Aires en este sentido. Asunción ciudad-capital. Fundadora de pueblos. Amparo-reparo de la conquista, la estigmatizaron cédulas reales. Honor deshonorante.
       Los oligarcones querían seguir viviendo hasta el fin de los tiempos de la cría de su dinero y de sus vacas. Vivir haciendo el no hacer nada. Prole de los que traicionaron el levantamiento comunero. Aristócratas-iscariotes. Los que vendieron a Antequera por la maldición de los Treinta Dineros. Bando de los contrabandos. Bando de los escamoteadores de los derechos del Común. Bastardos de aquella región de encomenderos. Mancebos de la tierra y del garrote. Eupátridas que se autotitulaban patricios. Pon una nota al pie: Eupátrida significa propietario. Señor Feudal. Dueño de tierras, vidas y haciendas. No, mejor tacha la palabra eupátrida. No la entenderán. Empezarán a meterla en sus oficios sin ton ni son. Les alucina todo lo que no entienden. ¿Qué saben ellos de Atenas, de Solón? ¿Has oído tú algo de Atenas, de Solón? Lo que Vuecencia ha dicho de ellos, nomás. Continúa escribiendo: Por otra parte aquí en el Paraguay esta palabra nada significa. Si alguna vez hubo eupátridas, ya no los hay. Difuntados o emparedados están. Pese a que los genes de la gens testarudos tarados engendran: La gens godo-criolla reproduciéndose sin cesar en la cadena de los genes-iscariotes. Éstos han sido, continúan siendo los judis-cariotes que pretenden erigirse en judiscatarios del Gobierno. Desde hace un siglo han traicionado la causa de nuestra Nación. Los que traicionan una vez traicionan siempre. Han tratado, seguirán tratando de venderla a los porteños, a los brasileños, al mejor postor europeo o americano.
       No me perdonan que me haya intrusado en sus dominios. Desprecian el trato justo que doy a guacarnacos y espolones campesinos; así es como estos delicados espíritus designan al chusmerío. Han olvidado que la chusma de la gleba era la que amamantaba sus haciendas en servidumbre perpetua. Para estos mancebos de la tierra, para estos fierabrases del garrote, la chusma no era sino un apero de labranza más. Piezas laborativas/procreativas. Utensilios-animados. Trabajaban en los feudos con las rodillas rotas a una orden del sol hasta la caída de la noche. Sin día libre, sin hogar, sin ropa, sin nada más que su nada cansada.
       Hasta que recibí el Gobierno, el don dividía aquí a la gente en don-amo/siervo-sin-don. Gente-persona/gente-muchedumbre. De un lado la holganza califaria del mayorazgo godo-criollo. Del otro, el esclavo colgado del clavo. El muerto-ser-continuamente-vivo: Peones, chacareros, balseros, caminadores del agua, del monte, gente de remo y yerba, hacheros, vaqueros, artesanos, caravaneros, montañeses. Esclavos armados una parte de ellos, debían defender los feudos de los kaloikagathoí criollos. Si tuviera Vuecencia la bondad de repetirme el término que se me ha escapado. Escribe simplemente: Amos. ¿Pretendían aún los dones-amos que la chusma hambrienta además de servirlos los amara? La gente-muchedumbre; en otras palabras, la chusma laborativa-procreativa producía los bienes, padecía todos los males. Los ricos disfrutaban de todos los bienes. Dos estados en apariencia inseparables. Igualmente funestos al bien común: Del uno salen los causantes de la tiranía; del otro, los tiranos. ¿Cómo establecer la igualdad entre ricos y pordioseros? ¡No se fatigue usted con estas quimeras!, me decía el porteño Pedro Alcántara de Somellera en vísperas de la Revolución. Vea usted don Pedro, precisamente porque la fuerza de las cosas tiende sin cesar a destruir la igualdad, la fuerza de la Revolución debe siempre tender a mantenerla: Que ninguno sea lo bastante rico para comprar a otro, y ninguno lo bastante pobre para verse obligado a venderse. Ah ah, exclamó el porteño, ¿usted quiere distribuir las riquezas de unos pocos emparejando a todos en la pobreza? No, don Pedro, yo quiero reunir los extremos. Lo que usted quiere es suprimir la existencia de clases, señor José. La igualdad no se da sin la libertad, don Pedro Alcántara. Ésos son los dos extremos que debemos reunir.
       Entré a gobernar un país donde los infortunados no contaban para nada, donde los bribones lo eran todo. Cuando empuñé el Poder Supremo en 1814, a los que me aconsejaron con primeras o segundas intenciones que me apoyara en las clases altas, dije: Señores, por ahora pocas gracias. En la situación en que se encuentra el país, en que me encuentro yo mismo, mi única nobleza es la chusma. No sabía yo que en los días de aquella época el gran Napoleón había pronunciado iguales o parecidas palabras. Empequeñecido, derrotado después, por haber traicionado la causa revolucionaria de su país.


       (En el cuaderno privado. Letra desconocida.)
       ¿Qué otra cosa has hecho tú?… (quemado, ilegible el resto del párrafo).

       Me alentó coincidir con el Gran Hombre que en cada momento, bajo cualquier circunstancia, sabía qué tenía que hacer a continuación y lo hacía continuamente. Cosa que ustedes, funcionarios servidores del Estado no han aprendido todavía, ni parece que vayan a aprender ya, según me abruman en sus oficios con preguntas, consultas, zoncerajes sobre la menor nadería. Cuando por fin a las cansadas hacen algo, yo debo proveer también sobre el modo de deshacer lo malo que han hecho.
       En cuanto a los oligarcones ninguno de ellos ha leído una sola línea de Solón, Rousseau, Raynal, Montesquieu, Rollin, Voltaire, Condorcet, Diderot. Tacha estos nombres que no sabrás escribir correctamente. Ninguno de ellos ha leído una sola línea fuera del Paraguay Católico, del Año Cristiano, del Florilegio de los Santos, que a estas horas ya también estarán convertidos en naipes. Los oligarcones se quedan en éxtasis hojeando el Almanaque de las Personas Honradas de la Provincia, trepados a las ramas de sus genealogías. No quisieron comprender que hay ciertas situaciones desgraciadas en que no se puede conservar la libertad sino a costa de los más. Situaciones en las que el ciudadano no puede ser enteramente libre sin que el esclavo sea sumamente esclavo. Se negaron a aceptar que toda verdadera Revolución es un cambio de bienes. De leyes. Cambio a fondo de toda sociedad. No mera lechada de cal sobre el desconchado sepulcro. Procedí procediendo. Puse el pie al paso del amo, del traficante, de la dorada canalla. De bruces cayeron del gozo al pozo. Nadie les alcanzó un palito de consuelo.
       Redacté leyes iguales para el pobre, para el rico. Las hice contemplar sin contemplaciones. Para establecer leyes justas suspendí leyes injustas. Para crear el Derecho suspendí los derechos que en tres siglos han funcionado invariablemente torcidos en estas colonias. Liquidé la impropiedad de la propiedad individual tornándola en propiedad colectiva, que es lo propio. Acabé con la injusta dominación y explotación de los criollos sobre los naturales, cosa la más natural del mundo puesto que ellos como tales tenían derecho de primogenitura sobre los orgullosos y mezclatizos mancebos de la tierra. Celebré tratados con los pueblos indígenas. Les proveí de armas para que defendieran sus tierras contra las depredaciones de las tribus hostiles. Mas también los contuve en sus límites naturales impidiéndoles cometer los excesos que los propios blancos les habían enseñado.
       Hoy por hoy los indios son los mejores servidores del Estado; de entre ellos he cortado a los jueces más probos, a los funcionarios más capaces y leales, a mis soldados más valientes.
       Todo lo que se necesita es la igualdad dentro de la ley. Únicamente los picaros creen que el beneficio de un favor es el favor mismo. Entiéndanlo todos de una vez: El beneficio de la ley es la ley misma. No es beneficio ni es ley sino cuando lo es para todos.
       En cuanto a mí, en beneficio de todos no tengo parientes ni entenados ni amigos. Los libelistas me echan en cara que uso de más rigor con mis parientes, con mis viejos amigos. Rigurosamente cierto. Investido del Poder Absoluto, El Supremo Dictador no tiene viejos amigos. Sólo tiene nuevos enemigos. Su sangre no es agua de ciénaga ni reconoce descendencia dinástica. Ésta no existe sino como voluntad soberana del pueblo, fuente del Poder Absoluto, del absolutamente poder. La naturaleza no da esclavos: el hombre corruptor de la naturaleza es quien los produce. El mojón de la Dictadura Perpetua libertó la tierra arrancándoles del alma los mojones de su inmemorial sumisión. Aquí el único esclavo sigue siendo el Supremo Dictador puesto al servicio de lo que domina. Mas todavía hay quien me compara con Calígula y llega al extremo de inquietar a Incitato nombre del caballito hecho cónsul por ocurrencia peregrina del tonto emperador romano. ¿No hubiera valido más que mi peregrino difamante averiguara el significado de los hechos y no de los desechos de la historia? Hubo, sí, un caballo-cónsul en la Primera junta: Su propio presidente. Mas yo no lo elegí. El Dictador Perpetuo del Paraguay nada tiene que ver con el cónsul solípedo de Roma ni con el bípedo cónsul de Asunción que finó bajo el naranjo.
       Me acusan de haber planificado y construido en veinte años más obras públicas de las que los indolentes españoles desedificaron en dos siglos. Levanté en las desiertas soledades del Gran Chaco y de la Región Oriental casas, fortines, fuertes y fortalezas. Las más grandes y poderosas de la América del Sur: El primero de todos, el que antiguamente se decía Borbón. Borré este nombre. Borré esta mancha. Lo que antes no fue sino una estacada de palmas y troncos fue reconstruido desde los cimientos. Así mientras los portugueses fortificaban Coímbra para asaltarnos en el remoto Norte, erigí para contrarrestarlos la Fortaleza del Olimpo. La mandé amurallar de piedras. Bastión inexpugnable. Torreones de enceguedora blancura contra los piratas negros y negreros del Imperio. Luego fue la Fortaleza de San José, al Sur.
       El edificio del Cabildo, del Cuartel del Hospital, la reconstrucción de la Capital y de numerosos pueblos, villas y ciudades en el interior del país. Todo esto fue posible mediante la primera fábrica de cal que instauré, y no por milagro, en el Paraguay. De modo y manera que, según lo afirma el amigo José Antonio Vázquez, sobre un pasado de adobe y barro batido, yo introduje aquí la civilización de la cal. A las estancias de la patria, a las chacras de la patria, se sumaba así el resplandeciente impulso de la cal patria.
       Desde la Casa de Gobierno hasta en el más pequeño rancho del último confín, blanqueó el ampo de la cal patria. Mi panegirista dirá: La Casa de Gobierno se convirtió en receptáculo que recogía las vibraciones del Paraguay entero. Palingenesia de lo blanco en lo blanco. Los chivosis pasquineros murmurarán, por su parte, que se convirtió en el tímpano de los gemidos que exhalan día y noche los cautivos en el laberinto de las mazmorras subterráneas. Trompamandataria. Recipiente de los rumores de un pueblo en marcha. Cornucopia del fruto-múltiple de la abundancia, loan unos. Palacio del Terror que ha hecho del país una inmensa prisión, croan los batracios viajeros, los oligarcones expatriados. ¡Qué me importa lo que digan estos tránsfugas! Digan, que de Dios dijeron. Apología/Calumnia nada significan. Resbalan sobre los hechos. No manchan lo blanco. Blancas son las túnicas de los redimidos. Veinticuatro ancianos están vestidos de blanco ante el gran trono blanco. El ÚNICO que allí se sienta, blanco como la lana: El más blanco de todos en el tenebroso Apocalipsis.
       También aquí en el luminoso Paraguay lo blanco es el tributo de la redención. Sobre ese fondo de blancura cegadora, lo negro de que han revestido mi figura infunde mayor temor aún a nuestros enemigos. Lo negro es para ellos el atributo del Poder Supremo. Es una Gran Obscuridad, dicen de mí temblando en sus cubículos. Cegados por lo blanco, temen más, muchísimo más lo negro en lo cual huelen el ala del Arcángel Exterminador.
       Me acuerdo muy bien, Excelencia, como si lo estuviera viendo, cuando puso un problema al enviado del Imperio del Brasil. El sabiorondo Correa da Cámara no supo resolver la adivinanza. ¿De qué adivinanza estás hablando? Vuecencia dijo aquella noche al brasilero: ¿Por qué el león con su solo bramido y rugido aterroriza a todos los animales? ¿Por qué el llamado rey de la selva sólo teme y reverencia al gallo blanco? Voy a explicarle el asunto ya que usted no lo sabe, le dijo Vuecencia: La razón es porque el sol, órgano y prontuario de toda luz terrestre y sideral, más efecto produce, se simboliza mejor en el gallo blanco del alba por su propiedad y naturaleza, que en el león rey de los ladronicidios selváticos. El león anda de noche en busca de sus presas y depredaciones, bandeirante de gran melena y hambre grande. El gallo despierta con la luz y se mete al león en el buche. Correa tragó fuerte y revoleó los ojos. Vuecencia le dijo luego: De repente aparecen diablos emplumados en forma de león y desaparecen ante un gallo… ¡Vamos, Patiño, déjate de antiguas animaladas! No podemos pronosticar lo que provendrá. Puede ocurrir que de pronto se inviertan los papeles y que el rey de los ladronicidios selváticos cometa la salvajada de meterse al gallo en la panza. Sólo que esto no sucederá mientras dure la Dictadura Perpetua. Si es Perpetua, Señor, la Dictadura durará eternamente y por toda la eternidad. Amén. Con su licencia suelto un momento la pluma. Voy a santiguarme. Ya estoy, Señor. A su orden. ¡Listo Valois! Conozco tu grito de guerra. Hambre y calambre te atacan. Vete al poroto y santigúate sobre la olla.
       Basta por ahora. El resto continuará. Envía sucesivamente lo que vaya saliendo. Llévame a la cámara. ¿A la Cámara, Señor? A mi cama, a mi lecho, a mi agujero. Sí, patán, a mi propia Cámara de la Verdad.

       Ah lecho, odiado lecho. Buscas mi gravedad, quieres ser dueño de mi fin. ¿No es ya bastante que me hayas robado horas, días, meses, años? ¡Cuánto, cuánto tiempo mi persona ha recorrido tu inmensidad de trasudados jergones! Cálzame el espinazo, Patiño. El almohadón primero. Esos dos o tres libros después. Las Siete Partidas bajo una nalga. Las Leyes de Indias bajo la otra. Levántame la rabadilla con el Fuero Juzgo. Ay ah uy. No, así no. Todavía más, mete un poco más abajo el Fuero. Así, así está algo mejor. Necesitaría la palanca de Arquímedes. Ah si una ciencia desconocida pudiera sustentarme en el aire. Esas argollas de las que cuelgan ollas sobre el fuego. Aun inflado de gas caliente, no puedo levitar como mis caballos. Podría, Señor, mandar tejer una buena hamaca, como las que tienen los presos en los calabozos. Tan livianos se sienten en ellas, que hasta olvidan el peso de sus barras de grillos. Tal vez tengas razón. Es lo último que me falta. Gracias por el consejo. Vete a almorzar, que ya las tripas te lloran en la cara. Eh eh ¡aguarda un momento! Tráeme el pasquín. Quiero examinarlo otra vez. Alcánzame la lupa. ¿Entorno más el postigo, Señor? ¿Qué, piensas escaparte a lo pájaro por la ventana? No, Señor; sólo para que Vuecencia tenga más luz. No hace falta. Debajo de mi cama hay tanta claridad como al cielo raso del mediodía.

       >Me intriga este papelucho. Te habrás dado cuenta por lo menos de que este papel del anónimo ya no se usa desde hace años. Yo nunca lo vi, Excelencia. ¿Qué observas en él? Papel cubierto de moho, largamente guardado, Señor. Mirado a contraluz se nota la filigrana listada de la marca de agua: Un florón de extrañas iniciales que no se dejan entender, Excelencia. Pregunta al delegado de Villa del Pilar si esa contrabandista llamada La Andaluza ha traído más resmillas de esta marca. A Tomás Gill le alucina garrapatear sus oficios en papel verjurado. Si perjurado, mejor. Debo recordarle, Señor, que la viuda de Goyeneche no ha vuelto al Paraguay. ¿Quién es la viuda de Goyeneche? La capitana del barco que traía los contrabandos, la señora a quien llaman La Andaluza, Señor. Ah, creí que te referías a la viuda de Juan Manuel de Goyeneche, enviado confidencial del Buonaparte y de la Carlota Joaquina, el espía maturrango que jamás pisó el Paraguay. Después de la entrevista que Vuecencia le concedió, La Andaluza no ha hecho más viajes. ¡Mientes! Jamás la recibí. No trastornes las cosas. No pongas arriba lo de abajo. Averigua con los comisionados, administradores de fronteras, jefes de resguardos, cuándo y cómo han entrado más resmas de este papel vergueteado al país. Ahora retírate. ¿Almorzará, Señor? Dile a Santa que me traiga un jarro de limonada. ¿Ha de venir maese Alejandro a las cinco como de costumbre? ¿Por qué no ha de venir? Quién eres tú para alterar mis hábitos. Dile al rapabarbas que vaya poniendo las tuyas en remojo. Vete y buen provecho.

(En el cuaderno privado)
       Creo reconocer la letra, este papel. Antiguamente, en los años más atrás, representaron para mí la realidad de lo existente. Golpeando una piedra de chispa sobre la hoja se podía ver en la tinta aún húmeda un pulular de infusorios. Fibrillas parásitas. Corpúsculos anulares, semilunares del pasmodium. Acababan formando los rosetones afiligranados de la malaria. Tiembla el papelucho atacado de chucho. ¡Viva la terciana!, zumba la fiebre en mis oídos. Obra de los culícidos anopheles.
       Seguir el rastro de la letra en los laberintos de… (roto).
       … las filigranas de agua en el papel ver-jurado, las letras flageladas, marcan ahora la irrealidad de lo inexistente. En la selva de diferencias en que yacemos, también Yo debo cuidarme de ser engañado por el delirio de las semejanzas. Todos se calman pensando que son un solo individuo. Difícil ser constantemente el mismo hombre. Lo mismo no es siempre lo mismo. YO no soy siempre YO. El único que no cambia es ÉL. Se sostiene en lo invariable. Está ahí en el estado de los seres superlunares. Si cierro los ojos, continúo viéndolo repetido al infinito en los anillos del espejo cóncavo. (Tengo que buscar mis apuntes sobre este asunto de almastronomía.) No es una cuestión de párpados solamente. Si a veces ÉL me mira sucede entonces que mi cama se levanta y boga al capricho de los remolinos, y YO acostado en ella viéndolo todo desde muy alto o desde muy abajo, hasta que todo desaparece en el punto, en el lugar de la ausencia. Sólo ÉL permanece sin perder un ápice de su forma, de su dimensión; más vale creciendo-acreciéndose de sí propio.
       ¿Quién puede asegurarme que no esté yo en el instante en que vivir es errar solo? Ese instante en que efectivamente, como lo ha dicho mi amanuense, uno muere y todo continúa sin que nada al parecer haya sucedido o cambiado. Al principio no escribía; únicamente dictaba. Después olvidaba lo que había dictado. Ahora debo dictar/escribir; anotarlo en alguna parte. Es el único modo que tengo de comprobar que existo aún. Aunque estar enterrado en las letras ¿no es acaso la más completa manera de morir? ¿No? ¿Sí? ¿Y entonces? No. Rotundamente no. Demacrada voluntad de la chochez. La vieja vida burbujea pensamientos de viejo. Se escribe cuando ya no se puede obrar. Escribir fementiras verdades. Renunciar al beneficio del olvido. Cavar el pozo que uno mismo es. Arrancar del fondo lo que a fuerza de tanto tiempo allí está sepultado. Sí, pero ¿estoy seguro de arrancar lo que es o lo que no es? No sé, no sé. Hacer titánicamente lo insignificante es también una manera de obrar. Aunque sea al revés. De lo único que estoy seguro es que estos Apuntes no tienen destinatario. Nada de historias fingidas para diversión de lectores que se lanzan sobre ellas como mangas de acridios. Ni Confesiones (como las del compadre Juan Jacobo), ni Pensamientos (como los del compadre Blas), ni Memorias íntimas (como las rameras ilustres o los letrados sodomitas). Esto es un Balance de Cuentas. Tabla tendida sobre el borde del abismo. La pierna gotosa va arrastrándose hacia el extremo hasta ese punto del balanceo en que tabla, caminante, cuentas y cuentos, deudas y deudos son tragados por el abismo. ¡Salud, bienvenido talud!

       El idiota de Patiño acierta siempre las cosas por la mitad. No recibí a La Andaluza. Le concedí audiencia mas no la recibí. Recíbala, S. Md., me hace decir su socio Sarratea. La insigne comerciante es una encantadora persona, devota de Ud. a no pedir más. Lleva a S. E. la propuesta de un negocio que habrá de dejarlo satisfecho por mucho tiempo, pero que no puede menos que ser tratado a solas por los riesgos que implica. Falsas palabras de porteño, falso como todo porteño. Pretende alucinarme con la superchería de un gran contrabando de armas. Poco menos vendría en el cargamento todo al arsenal robado al Paraguay y en el bloqueo pirata del río, más las armas que dejaron las tropas paraguayas cuando fueron a defender Buenos Aires contra las invasiones inglesas. Hasta los cañones del Puerto, por no decir más.
       La chamusquina del complot se olía desde lejos antes de que brotara el humo. Yo a veces gusto de parecer ingenuo. Qué es mañana que no pueda venir hoy la insigne comerciante, si ayer sería ya un poco tarde, chasqueé al porteño. Al punto la garza verde alas blancas de veinte metros de eslora cubrió las setenta leguas desde la Villa del Pilar, donde la barca ha estado anclada durante dos meses esperando mi autorización. Planeando entre los cerros de Lambaré y Takumbú descendió suavemente en la bahía del puerto frente a la Casa de Gobierno.
       Primero entró en el estudio por la lente del catalejo la menuda silueta de la capitana al gobernalle. Está ahí de espaldas en el espejo. Cuerpo-junco. Cuerpo-tercerola. Espingarda-mujer. Los dedos crispados sobre el gatillo de la voluntad. Fue entonces cuando escribí, nihil in intellectu, este ejercicio retórico que ahora copio para castigarme dos veces con la vergüenza de aquella cursilería provocada por la visita fabularia de la real mujer. Deyanira me trae la túnica empapada en sangre del río-centauro Neso. Neso: Anagrama de seno. Criaturas anfibio-lógicas las mitológicas. ¿Saben cómo es la cosa? Pueden encontrarla en cualquier diccionario portátil sobre los mitos. Si para entonces el mío no está consumido por el fuego, acucioso compilador-acopiador de cenizas, acude a las pp. 70-7, donde hallarás marcada una cruz: Hércules se enamora de Deyanira destinada a Aqueloo. Lucha con éste que ha tomado la forma de serpiente, luego la de toro. Le arranca un cuerno y éste será celebrado después como el Cuerno-de-la-abundancia. Perder una mujer es siempre encontrar la abundancia. Hércules, en cambio, es llevado por su victoria a la perdición. Lleva a Deyanira al cerro del Takumbú, en realidad a Tirinto. Lo que no importa mucho, pues en tales fábulas unos nombres no son más reales que otros. Entra en escena el centauro Neso que conoce los sitios vadeables del río. Se ofrece a pasar sobre sus espaldas a Deyanira. Mas como todas estas deidades machihembradas son traicioneras, el río-centauro Neso huye con ella. Hércules dispara al raptor una flecha envenenada. Sintiéndose morir, da su túnica empapada en sangre y veneno a Deyanira, quien a su vez la entregará como presente a Hércules. Aquí hay todo un enredo. Detalles de celos, recelos, desconsuelos. ¿De qué se nutren las fábulas sino de menudas fatalidades? Hércules agoniza vestido con la túnica de Neso. Todavía le sobran fuerzas para derribar grandes árboles al pie del Cerro-León. Forma una pirámide; mide una pira a la medida de su rabia. Manda a Filoctetes, su Policarpo Patiño, que prenda fuego a los troncos sobre los cuales ha extendido su piel de león, acostándose sobre ella como en un lecho, la cabeza apoyada en su maza. El portátil dice que también Deyanira se mató por desesperación. No; las mujeres fabularias o reales no se matan. Matan por esperación. Entre dos lunas se desangran, pero no mueren.

       ¡Ah traidora, astuta, bella Deyanira-Andaluza! ¡Viuda del maturrango Goyeneche, emisaria de los necios porteños! ¡A buen puerto has llegado! ¿Piensas que voy a desvestirme de mi piel de león para que la tela fatal roce mi cuerpo con su hechicería de sangre monstrual-menstrual? Guárdate tu transporte presente. Con muy poco dinero han comprado tu hermosura, tu audacia, mi muerte por tu mano, Amazona-del-río. ¡Ah si pudiera poblar mi país de mujeres belicosas como tú, mas no traidoras, belicosas contra el enemigo, las fronteras del Paraguay llegarían hasta el Asia Menor donde moraban las amazonas que sólo pudieron ser vencidas por Hércules! Mas Hércules, mujeriego infiel, fue vencido por mujeres. Yo no me tenderé a yacer contigo.
       Desde muy niño amé a una deidad a quien llamé la Estrella-del-Norte. Más de una veleidad quiso ocupar su lugar tomando otras formas falsarias sin poder engañarme. Un día de mi juventud dirigí a un espíritu la pregunta: ¿Quién es la Estrella-del-Norte? Mas los espíritus son mudos. (Al margen): Salvo para Patiño, que cree conversar con ellos, sólo porque cometí el error de enseñarle algunos rudimentos de ocultismo y de astrología judiciaria. Le han bastado para creerse con el tiempo un mago. Imago. Mariposa-coleóptero. Gran-Sarcófaga, lleva pintados cráneos y tibias fosfóriles en las alas enlutadas… (roto el margen). Copié en latín la pregunta sobre un papel. Mi primer pasquín, no calumnioso ni amoral, sino amorado, enamorado, alucinado. Puse la esquela bajo una piedra, en lo alto del cerro Takumbú. ¡Que no hubiera existido entonces un farsante para responder a esa pregunta!

       De todos modos, falta me hacía esa fantasía, viniera o no a cuento el contrabando de armas. Inmóvil ante la mesa curiosea a ojo los papeles, el armerillo con cincuenta de los fusiles que ella me ha vendido en numerosas oportunidades, a más del vino carlón, harina, galletas, herrajes, contrabando-hormiga que atraviesa el bloqueo del río. Pasa la mano sobre el meteoro mientras observa por el rabillo del ojo. Suave caricia al azor del cosmos. Azar-piedra encadenado en un rincón del cuarto manando luz invisible, aviso de azares menores: Esa mujer de cuerpo prieto apenas trémulo. No oculta sus claras intenciones en lo más obscuro de su pensamiento. Primera-última Adelantada de atentados tentados a tientas. ¡Bienvenida seas, capitana de La Paloma del Plata! Deyanira-Andaluza traficante de armas, de especias, de amantes. Dicen las malas-lenguas que todos los tripulantes de tu barca elegidos por ti se acuestan contigo uno por vez a la hora en que el mahometano ora tocando el suelo con la frente. El meteoro te desnuda mientras lo acaricias. Costumbre de mando, de cópula. No traes armas para mi ejército. Nada más que tu rojo pañuelo. Señuelo para el trabucazo que piensas descerrajarme a quemarropa apenas veas mi aparición en la puerta. Retraes la mano hacia la cintura. Los botones peruvianos de tu blusa alumbran la rendija. Doy un paso atrás dejando pasar el centelleo. Vuelves el rostro hacia el espejo buscándome/buscándote. Te retocas el bucle azulino que escapa del turbante a lo pirata. Estás doblando el Cabo de las Oncemil Vírgenes. Te inclinas sobre el sextante. Buscas las coordenadas rectilíneas/esféricas; dónde, cómo fijar el punto que se ha volado de lugar dejándote sin lugar en el espacio de lo imposible; o peor aún abandonándote a la deriva en ese lugar inexistente donde coexistes con todas las especies posibles. Lugar común que borra el sentido común; anula el hecho mismo de que estés ahí inclinada sobre el sextante esperando que te reciba, espiando el rumbo, el momento oportuno para hacerme caer a tu vez en el lugar común de una frase. Cosa la más fácil del mundo; la más infalible manera de hacer desaparecer una cosa: Gente, animal, seres animados-inanimados. Permíteme un aparte entre corchetes: [En un drama de la antigüedad, no recuerdo cuál en este momento, hay un pasaje en que un conspirador-usurpador está hablando con los hombres que enviará para que maten al rey. Los mercenarios alegan ser hombres y él les dice que sólo son una especie de hombres.]. Tú tampoco eres una mujer; sólo una especie de mujer. Enviada-extraviada a contramarcha de lo posible. Ya no estás navegando el río Paraguay, ni surcando el Estrecho bajo las nubes de Magallanes. Navegas por detrás de las cosas sin poder salir de un espacio sin espació. En contraste con el brillo de las Nubeculae magallánicas las sombras de tus ojeras han crecido: Dos bolsas-de-carbón bajo el fuego de tus ojos derraman lluvia de tizne sobre tu impersonal-persona. Por momentos te invisibilizan. Uf. No. Sé que no estoy escribiendo lo que quiero. Probemos otro matiz. Te has metido en una caverna obscura hasta el mismísimo centro de la Tierra. Rebulles mudamente en mi silenciario. Tocas, husmeas, revisas todo. Registras acariciante/suspirante de tubos. ¡Eh, cuidado! No te ilusiones, Deyanira-Andaluza: Hércules ya se ha arrojado a las llamas envuelto en la túnica. No vas a medir mis bragas con mi teodolito. Ese aparato me sirvió para reedificar la Ciudad que en tres siglos cus antepasados dejaron más llena de inmundicias que el establo de Augías. Demarqué, desinfecté el país, mientras cortaba de un solo tajo las siete cabezas de los Lernos que aquí no pudieron rebrotar dobles. El único Doble es El Supremo. Mas tú no entiendes la expresión ser-dos. Te arrimas al telescopio. Desenfundas el escroto de guantílope. Observas a través del lente: Ves el Crucero invertido; a la vez y del revés el mete-oro. La brújula tiene clavada su aguja en el Norte magnético de la piedra. Levantas el tubo hasta el ángulo más alto. Si las bolsas-de-carbón no hubieran obscurecido el cielo, tal vez habrías podido divisar el espacio completamente vacío de estrellas entre Escorpio y Ofiuco: Verdadero agujero por el que nuestras miradas pueden penetrar los más apartados rincones del Universo. Sobre la mesa los siete relojes laten a un solo pulso que yo sincronizo todos los días al darle cuerda setenta veces siete. No puedes franquear esa línea latiente por más que empujes con el hombro, con tu sombra, el espacio sin espacio que te contiene junto con las otras miserables especies, fénix-hembra de la humedad. Memento homo. Nepento mulier. Se te hace tarde. Inútil que muevas el bastón de hierro del cuadrante solar; en el reloj de Acaz la sombra suele ir hacia atrás. Asida a la barra del timón, codo en bauprés avanzas hacia la mesa orzando contra el viento que llena los bordes de la puerta detrás de la cual te observo. Tu respiración agita los banderines, estremece rítmicamente tus senos, mueve las olas de papeles. Levantas la carta de Sarratea. La arrojas al canasto. Sacudes la cabeza liberándote de la distracción. Has traído orden de matarme y me estás divirtiendo: Escribiendo-describiendo lo que no puede suceder, obstinado changador, barquero de justicia. ¡Apúrate! Bueno, ah bueno. Te has decidido por fin a un fin que no tendrá comienzo. Garrapateas mas palabras al desgaire. Ah ah. Tú escribes primero, obras después. Primero juntas las cenizas para encender luego el fuego; y bien, cada uno tiene su modo y manera. Te incorporas. Enfrentas la puerta. Metes la mano entre los pliegues de la blusa. Lo haces con tal fuerza que salta el voto. Un botón. Rueda, cruza la juntura de la puerta, cae junto a mis zapatos. Lo recojo. Está tibio. Lo guardo en el bolsillo… (roto). Del seno sacas algo. Tiras. Algo rebota sobre el planisferio, entre las constelaciones del Altar y el Pavo Real. El aire se adensa en el gabinete. Ácido hedor a gata almizclera. El inconfundible, el inmemorial husmo a hembra. Tufo carnal a sexo. Lujurioso, sensual, lúbrico, libidinoso, salaz, volupuoso, deshonesto, impúdico, lascivo, fornicatorio. Sus vaharadas expanden, llenan el aposento. Penetran los menores intersticios. Remueven el balanceo de marea los objetos más pesados. Los muebles, las armas. Hasta el meteoro parece flotar y cabecear en la jedencia terrible. Debe de estar invadiendo la ciudad entera. La náusea me paraliza al borde de la arcada. Estoy a punto de vomitar. Me contengo en un esfuerzo supremo. No es que huela solamente ese olor a hembra; que lo haya recordado de pronto. Lo veo. Más feroz que un fantasma que nos ataca a plena luz saltando hacia atrás, hacia adelante, hasta el final de esos días primeros, quemados, olvidados en los prostíbulos del Bajo. El olor está ahí. Sansón-hembra se ha abrazado a las columnas de mi templado templo. Enrosca sus millares de brazos a los horcones de mi inexpugnable eremitorio-efectorio. Pretende desmoronarlo. Me mira ciegamente, me olfatea invisible. Pretende desmoronarme. Entra Sultán. Se acerca a La Andaluza. Comienza a olisquearla desde los calcañares. Las corvas, las entrepiernas lupanarias, las combas de las nalgas. El anciano perro sans-culotte también vacila. El que rompe los miembros, el Deseo, el viejo deseo relampaguea en sus ojos legañosos. Gime un poco al borde de la capitulación. Retira empero al instante el hocico de esos mórbidos valles. Belfos goteantes de espumosa baba. La insulta soezmente: ¡Hembra traidora! ¡Ojalá te mueras de hambre de hombre! Que no tengas otro techo que el firmamento. Otro lecho, que el puente de tu barco. Que vivas rodeada de alarmas aunque no nos traigas más armas. Que la cabeza de tu marido muerto se apriete contra tus muslos, barboquejo de castidad contra tu furor hembrino. ¡Fuera! ¡Adiós puta! Eh, eh, eh. ¿Qué es eso, Sultán? ¿Qué es ese lenguaje incivil de perro carbonario? ¡No debes tratar así a las señoras! ¡Qué se puede esperar de ti, viejo perro misógino y cascarrabias! Sultán agacha la cabeza y se aleja refunfuñando dicterios irreproducibles. No conviene recargar aquí la nota chocarrera. También en estos excesos me voy repitiendo. Un poco deliberadamente, quizás. Exagero las minucias. Las palabras son sucias por naturaleza. La suciedad, la excrementicidad, los pensamientos innobles y ruines están en la mente de los teratos, de los literatos; no en los voquibles. Aplico a estos apuntes la estrategia de la repetición. Ya me tengo dicho: Lo que prolijamente se repite es lo único que se anula. Además ¡qué mierda! yo hago y escribo lo que se me antoja y del modo que se me antoja, puesto que sólo escribo para mí. Por qué entonces tanto espejo, escrituras jeroglíficas, tiesas, engomadas. Literatología de antífonas y contraantífonas. Cópula de metáforas y metáforos. ¡Por la luna del carajo, Sultán estuvo muy bien en echar a la puta de La Andaluza!

       En realidad podría suprimir toda la noveleta. En todo caso, la revisaré y la corregiré de tornatrás. Lo cierto y lo real es que la andaluza Deyanira se ha marchado en un soplo. Soplo-mancha-mujer rápidamente saliendo, lentamente siendo otra vez la juncal Andaluza, seguida por los ojos del negro Pilar. El indiscreto rufíancillo de mi ayuda de cámara también ha estado espiando desde otra rendija. Más pálido que un muerto, si es que la mortal palidez de un negro puede notarse. Más turbado que nadie el paje a mano se ha hecho humo hacia la cocina. Vuelve al momento con el mate. Agua hervida de dos horas; lo noto al primer chupeteo de la bombilla. ¿Has visto salir a una mujer del estudio? No, mi Amo. No he visto salir ni entrar a nadie. He estado todo el tiempo en la cocina preparando el mate, aguardando su orden. Vete a preguntar a la guardia. Ya está de regreso. Esta escrófula puede recorrer varios lugares al mismo tiempo. Señor, ninguno de los guardianes ni centinelas ha visto entrar ni salir a ninguna mujer de la Casa de Gobierno mientras Su Merced estuvo trabajando hasta hace un momento.
       El borrador de la noveleta en la que quiero representarme aquel hecho continúa así: Rebusqué el botón en mis bolsillos; no encontré más que una macuquina de plata de a medio real. Pasé al estudio. Sobre la mesa me aguarda el papel escrito por la mujer. Letras grandes, la esquela solfea: ¡
SALUDOS DE LA ESTRELLA-DEL-NORTE! Me abalanzo con el catalejo a la ventana. Escudriño el puerto hasta en sus menores recovecos. Sobre la plancha de azogue de la bahía no hay rastros de la barca verde. Entre el Arca del Paraguay a medio construir desde hace más de veinte años, las garandumbas y demás embarcaciones pudriéndose al sol, sólo tiemblan los reflejos del agua. Sobre la mesa ha desaparecido también la esquela. Tal vez la estrujé con rabia y la arrojé al canasto. Tal vez, tal vez. Qué sé yo. Encuentro en su lugar entre los legajos y las constelaciones, una flor fósil de amaranto; y entonces se puede seguir escribiendo ya cualquier cosa, por ejemplo: Flor-símbolo de la inmortalidad. A semejanza de las piedras lanzadas al azar, las frases idiotas no vuelven hacia atrás. Salen del abismo de la no-expresión y no se dan paz hasta precipitarnos en él quedándose dueñas de una realidad cadavérica. Conozco esas frasecitas-guijarras por el estilo de: Nada es más real que la nada; o Memoria estómago del alma; o Desprecio este polvo que me compone y os habla. Parecen inofensivas. Una vez echadas a rodar por la ladera escrituraria pueden infestar toda una lengua. Enfermarla hasta la mudez absoluta. Deslenguar a los hablantes. Volverlos a poner en cuatro patas. Petrificarlos en el límite de la degradación más extrema, de donde ya no se puede volver. Monolitos de vaga forma humana. Sembrados en un carrascal. Jeroglíficos, ellos mismos. Las piedras del Tevegó ¡esas piedras!
       Cogí pues la flor. En el interior de la ramita cristalizada la lupa permitía ver imperceptibles veteaduras. En lo hondo de la cresta amaranta picos de montañas infinitamente pequeñas. ¿Substancia del aroma fosilizado? Hedor débil; un olor más que olor, rumor. Chisporroteo de corpúsculos que están ahí desde ANTES y que sólo se dejan percibir después que uno ha frotado largamente la flor-momia contra el dorso de la mano. Nebulosas. Constelaciones semejantes a las del cosmos. Un cosmos vuelto del revés hacia lo infinitesimal, contrayéndose sobre sí mismo. A un paso de la contramateria. ¡Diantres! Continúa la retórica haciendo estragos. Es que he perdido por completo la facultad de poner en palabras de todos los días lo que pienso o creo recordar. De conseguirlo, estaría curado. Viene una pelanduzca, una zorra-del-agua. Desparrama todo lo escrito. Aparece una archirramera navegante. Te manda recordar que olvides.

       Otro asunto.
       A propósito de la Historia de las Revoluciones de la Provincia del Paraguay mencioné esta mañana al jesuíta Lozano. Leí el manuscrito en el Cuartel del Hospital durante mi internación a raíz de la caída en el último paseo. Si he de dar razón al testimonio de mis sentidos debo escribir que esa tarde vi a Pedro Lozano en el cura que me cortó el paso, calle de la Encarnación abajo, en el momento en que se desencadenaba la tormenta. Con las primeras gotas cayó lo obscuro de repente. El sargento de descubierta, los batidores, el cornetero, el tambor, ya habían pasado. En un recodo apareció el cura de sobrepelliz y estilo. Dos o tres monaguillos lo acompañaban portando velones encendidos que la lluvia y el viento no lograban apagar. La charanga de la escolta se desvaneció en el rumor de la campanilla que uno de los acólitos agitaba empavorecido ante mí como ante la aparición de un espectro. El moro siguió avanzando al tranco, las orejas vibradoras hacia el campanilleo. Pensé en un nuevo complot tras ese simulacro del viático para un moribundo. Me admiró el ingenio de la treta. Han previsto todo: Atizarme el balazo, luego el viático. No; tal vez no, dijo otra voz en mí. ¿No es el jesuíta Pedro Lozano que viene a entregarte en propias manos su libelo contra José de Antequera? Detenido en mitad del callejón el séquito de la emboscada eucarística me enfrenta. No da muestras de apartarse. Me cierra el camino. ¡Arráncate de ahí, Pedro Lozano!, le grito. Ahora lo distingo claramente en el fulgurar de los refucilos. Se le ven hasta los poros de la piel. Lívida la cara. Ojos cerrados. Labios moviéndose en el balbuceo de la antífona. Se hinca en el barro. En ese momento recuerdo haber leído que el cronista de la orden murió un siglo antes, en la quebrada de Humahuaca, cuando viajaba rumbo al Alto Perú por el mismo camino que hizo Antequera rumbo a su decapitación. Vuelvo a escuchar el campanilleo asordinado por las rachas de lluvia y de viento cada vez más fuertes. El moro pega un bote espantoso. Los monaguillos huyen chillando ¡Xake Karaí! ¡Xake Karaí! Estoy casi encima del cura. Lo que de lejos parecía una tapa dorada de un libro es en realidad el copón de oro que guarda la forma consagrada. A punto de desbocarse contengo al moro con un tironazo de las riendas. Es entonces cuando el extremo del látigo viboreando entre las ráfagas se engancha al fuste del copón arrancándolo de las manos del clérigo. Lo veo arrastrarse en su busca por el fango. Lo extraño es que la sobrepelliz no pierde su blancura. La viejísima estola de luto, las guardas, las dos cruces desflecadas de los pectorales, se tornan de un reluciente blancor. El moro salta sobre el cura y se lanza en los remolinos de la tormenta. Resbala en un charco. Cae; me arroja lejos de sí. A mi turno me revuelco en el barro en busca de no sé qué cosa perdida. Perdido en dos por la concusión de la caída. Me encontré en el caso de quien ya no puede decir Yo porque no está solo, sintiéndose más solo que nunca en esas dos mitades, sin saber a cuál de ellas pertenece. Sensación de haber llegado hasta ahí empujado, engañado, arropado como un desecho, encadenado al charco. En ese momento, bajo el Diluvio, sólo atinaba a golpear el barro con manotazos de ciego. ¡Idiota idiota idiota! Un hueso roto, la columna quebrada, un golpe en la base del cráneo pueden provocarte esta alucinación. Tal vez no lo supe en ese momento. En las situaciones desalentadoras la verdad exige tanto apoyo como el error. En ese momento no tenía más apoyo que el barro; me chupaba hacia adentro. En medio de la lluvia y del viento el caballo esperaba.


       Dame la mano. ¿Va a levantarse, Señor? Venga la mano. Honor muy grande para este servidor es que Vuecencia me tienda la mano. No te tiendo la mano. Te ordeno que me tiendas la tuya. No te propongo una reconciliación; únicamente un simulacro de transitoria identificación.
       Esto es una clase. La última. Debió ser la primera. Ya que no puedo proponerte una Última Cena con la cáfila de judas que son mis apóstoles, te ofrezco una primera-última clase. ¿Clase de qué clase, Señor? Homenaje a tu supina ignorancia en beneficio del servicio. Desde hace más de veinte años eres el escribano mayor del Gobierno, el fiel de fechos, el supremo amanuense, y no conoces todavía los secretos de tu oficio. Tu don escriturario continúa siendo muy rudimental. Poco, mal y peor atado. Te precias de tener en la punta del ojo la facultad de distinguir las más ínfimas semejanzas y diferencias hasta en las formas de los puntos, mas no eres capaz de reconocer la letra de un infame pasquín. Razón que le sobra, Señor. Con su permiso quiero informar a Vuecencia que ya tengo acuartelados a siete mil doscientos treinta y cuatro escribientes en el archivo, para cotejar las letras del pasquín en los veinte mil legajos, sus quinientas mil fojas, más toda la papelería que Usía me ha ordenado reunir a este efecto. He traído en la leva hasta al Paí Mbatú. Con su cerebro medio atacado, es el más vivo y activo de todos los escribidores reclutados. ¡Soy loco forrado de ciencia y calzo botines de paciencia!, grita a cada rato el ex cura. ¡Vengan pues los expedientes, que para mí este asunto es pan comido! Los tengo a galleta cuartelera y agua para avivar su apuro y buena voluntad. ¿Se acuerda, Señor, de aquellos indios viejos de Jaguarón que se negaron a seguir trabajando en el beneficio del tabaco alegando estar cegatones? Se les mandó servir un buen locro con muchos marandovases adentro. Los indios se sentaron a comer. Se comieron hasta el último grano de maíz pero dejaron enteritos todos los gordos verdes gusanos del tabaco al borde del plato. Pienso hacer lo mismo con estos haraganes. Sólo aguardo que Su Excelencia me entregue el pasquín para empezar la investigación de la letra.
       Desde hace más de veinte años eres mi fideindigno secretario, No sabes secretar lo que dicto. Tuerces retuerces mis palabras. Te dicto una circular a fin de instruir a los funcionarios civiles y militares sobre los hechos cardinales de nuestra Nación. Ya les he enviado la primera parte, Señor. Cuando la lean, esos bestias iletrados creerán que les hablo de una Nación imaginaria. Te estás pareciendo a esos ampulosos escribas, los Molas y los Peñas, por ejemplo, que se creen unos Tales de Mileto y no son más que unos tales por cuales. Aun presos se pasan ratereando los escritos ajenos. No te empeñes en imitarlos. No emplees palabras impropias que no se mezclan con mi humor, que no se impregnan de mi pensamiento. Me disgusta esta capacidad relativa, mendigada. Tu estilo es además abominable. Laberíntico callejón empedrado de aliteraciones, anagramas, idiotismos, barbarismos, paronomasias de la especie pároli/párulis; imbéciles anástrofes para deslumbrar a invertidos imbéciles que experimentan erecciones bajo el efecto de las violentas inversiones de la oración, por el estilo de: Al suelo del árbol cáigome; o esta otra más violenta aún: Clavada la Revolución en mi cabeza la pica guíñame su ojo cómplice desde la Plaza. Viejos trucos de la retórica que ahora vuelven a usarse como si fueran nuevos. Lo que te reprocho principalmente es que seas incapaz de expresarte con la originalidad de un papagayo. No eres más que un biohumano parlante. Bicho híbrido engendrado por especies diferentes. Asno-mula tirando de la noria de la escribanía del Gobierno. En papagayo me habrías sido más útil que en fiel de fechos. No eres ni lo uno ni lo otro. En lugar de trasladar al estado de naturaleza lo que te dicto, llenas el papel de barrumbadas incomprensibles. Bribonadas ya escritas por otros. Te alimentas con la carroña de los libros. No has arruinado todavía la tradición oral sólo porque es el único lenguaje que no se puede saquear, robar, repetir, plagiar, copiar. Lo hablado vive sostenido por el tono, los gestos, los movimientos del rostro, las miradas, el acento, el aliento del que habla. En todas las lenguas las exclamaciones más vivas son inarticuladas. Los animales no hablan porque no articulan, pero se entienden mucho mejor y más rápidamente que nosotros. Salomón hablaba con los mamíferos, los pájaros, los peces y los reptiles. Yo también hablo por ellos. Él no había comprendido el lenguaje de las bestias que le eran más familiares. Su corazón se endureció con el mundo animal cuando perdió su anillo. Se dice que lo tiró bajo el efecto de la cólera cuando un ruiseñor le informó que su mujer novecientos noventa y nueve amaba a un hombre más joven que él.

       Cuando te dicto, las palabras tienen un sentido; otro, cuando las escribes. De modo que hablamos dos lenguas diferentes. Más a gusto se encuentra uno en compañía de perro conocido que en la de un hombre de lenguaje desconocido. El lenguaje falso es mucho menos sociable que el silencio. Hasta mi perro Sultán murió llevándose a la tumba el secreto de lo que decía. Lo que te pido, mi estimado Panzancho, es que cuando te dicto no trates de artificializar la naturaleza de los asuntos, sino de naturalizar lo artificioso de las palabras. Eres mi secretario ex-cretante. Escribes lo que te dicto como si tú mismo hablaras por mí en secreto al papel. Quiero que en las palabras que escribes haya algo que me pertenezca. No te estoy dictando un cuenticulario de nimiedades. Historias de entretén-y-miento. No estoy dictándote uno de esos novelones en que el escritor presume el carácter sagrado de la literatura. Falsos sacerdotes de la letra escrita hacen de sus obras ceremonias letradas. En ellas, los personajes fantasean con la realidad o fantasean con el lenguaje. Aparentemente celebran el oficio revestidos de suprema autoridad, mas turbándose ante las figuras salidas de sus manos que creen crear. De donde el oficio se torna vicio. Quien pretende relatar su vida se pierde en lo inmediato. Únicamente se puede hablar de otro. El Yo sólo se manifiesta a través del Él. Yo no me hablo a mí. Me escucho a través de Él. Estoy encerrado en un árbol. El árbol grita a su manera. ¿Quién puede saber que yo grito dentro de él? Te exijo pues el más absoluto silencio, el más absoluto secreto. Por lo mismo que no es posible comunicar nada a quien está fuera del árbol. Oirá el grito del árbol. No escuchará el otro grito. El mío. ¿Entiendes? ¿No? Mejor.
       Lo malo, Patiño, es que la situación empeora por el creciente ceceo de tu frenillo. Me cargas de zetas las fojas. La decreciente facultad de tu voz las va dejando cada vez más afónicas. Ah, Patiño, si tu memoria, ignorante de lo que no ha sucedido todavía, pudiera descubrir que los oídos funcionan como los ojos y los ojos como la lengua enviando a distancia las imágenes y las imagines, los sonidos y los silencios oíbles, ninguna necesidad tendríamos de la lentitud del habla. Menos todavía de la pesada escritura que ya nos ha atrasado millones de años.
       Con los mismos órganos los hombres hablan y los animales no hablan. ¿Te parece esto razonable? No es, pues, el lenguaje hablado el que diferencia al hombre del animal, sino la posibilidad de fabricarse un lenguaje a la medida de sus necesidades. ¿Podrías inventar un lenguaje en el que el signo sea idéntico al objeto? Inclusive los más abstractos e indeterminados. El infinito. Un perfume. Un sueño. Lo Absoluto. ¿Podrías lograr que todo esto se transmita a la velocidad de la luz? No; no puedes. No podemos. Razón por la cual tú sobras y faltas al mismo tiempo en este mundo en que los charlatanes y embaucadores sobran, mientras que los individuos honrados faltan con notable encarnizamiento. ¿Me has entendido? A decir verdad, no mucho, no del todo, Excelencia. Mejor dicho, absolutamente nada de todo, Señor, por lo que le pido me otorgue su excelentísimo perdón. No importa. Dejémonos por ahora de zonceras. Comencemos por el principio. Pon tus cascos en la palangana. Remójate los juanetes solípedos. Cálzate en la cabeza el balde del barbero Alejandro, el casco de Mambrino o de Minerva. Lo que quieras. Escucha. Atiende. Vamos a realizar juntos el escrutinio de la escritura. Te enseñaré el difícil arte de la ciencia escriptural que no es, como crees, el arte de la floración de los rasgos sino de la desfloración de los signos.
       Prueba tú primero solo. Enclavija la pluma. Levanta los ojos. Fíjate en el busto de escayola de Robespierre a la espera de una palabra. Escribe. El busto no me dice nada, Señor. Interroga al grabado de Napoleón. Tampoco, Excelencia, ¡qué me va a hablar a mí el señor Napoleón! Fíjate en el aerolito; a lo mejor te dice algo. Las piedras hablan. Lo que pasa, Señor, es que a esta hora de la media tarde ando siempre medio desatinado hasta para escuchar mi propia memoria. ¡Qué le digo si siento que hasta se me duerme la mano! Dámela. Voy a darle cuerda, ponerla tensa de nuevo. Medianoche. Las doce en punto y sereno. Bajo el cono blanco de la vela sólo se ven nuestras dos manos encabalgadas. Para que descanse tu menguada memoria mientras te instruyo con el mágico poder de los aparecidos guiaré tu mano como si escribiera yo. Cierra los ojos. Tienes en la mano la pluma. Cierra tu mente a todo otro pensamiento. ¿Sientes el peso? ¡Sí, Excelencia! ¡Pesa terriblemente! No es solamente la pluma, Excelencia; es también su mano… un bloque de hierro. No pienses en la mano. Piensa únicamente en la pluma. La pluma es metal puntiagudo-frío. El papel, una superficie pasiva-caliente. Aprieta. Aprieta más. Yo aprieto tu mano. Empujo. Prenso. Oprimo. Comprimo. Presiono. La presión funde nuestras manos. Una sola son en este momento. Apretamos con fuerza. Vaivén. Ritmo sin pausa. Cada vez más fuerte. Cada vez más hondo. No hay nada más que este movimiento. Nada fuera de él. El fierro de la punta rasga la hoja. Derecha/izquierda. Arriba/abajo. Estás escribiendo empezando a escribir hace cinco mil años. Los primeros signos. Dibujos. Cretinográficos palotes. Islas con árboles altos envueltos en humareda, en llovizna. El cuerno de un toro embistiendo en una caverna. Aprieta. Sigue. Descarga todo el peso de tu ser en la punta de la pluma. Toda tu fuerza en cada movimiento en cada rasgo. Móntala a horcajadillas, a la bastarda, a la estradiota. ¡No no! No hagas pie a tierra todavía. Siento, Señor, no veo pero siento que están saliendo letras muy extrañas. No te extrañes. Lo más extraño es lo que más naturalmente sucede. Escribes. Escribir es despegar la palabra de uno mismo. Cargar esa palabra que se va despegando de uno con todo lo de uno hasta ser lo de otro. Lo totalmente ajeno. Acabas de escribir soñoliento YO EL SUPREMO. ¡Señor… usted maneja mi mano! Te he ordenado que no pienses en nada

       nada

       olvida tu memoria. Escribir no significa convertir lo real en palabras sino hacer que la palabra sea real. Lo irreal sólo está en el mal uso de la palabra, en el mal uso de la escritura. No entiendo Señor… No te preocupes. La presión es enorme pero casi no la sientes no lo sientes eh qué es lo que sientes

       siento que no siento

       pero que se descarga de su peso. El vaivén de la pluma es cada vez más rápido. Penetra hasta el fondo. Siento, Señor… siento mi cuerpo yente-viniente en una hamaca… ¡Señor… el papel se ha escapado! ¡Ha girado media vuelta! Continúa entonces escribiendo de espaldas. Aferra la pluma. Apriétala tal si te fuera en ello la vida que todavía no tienes. Continúa escribiendo

       continúooo

       voluptuosamente el papel se deja penetrar en las menores hendiduras. Absorbe, chupa la tinta de cada rasgo que lo rasga. Proceso pasional. Conduce a una fusión completa de la tinta con el papel. La mulatez de la tinta se funde con la blancura de la hoja. Mutuamente se lubrican los lúbricos. Macho/hembra. Forman ambos la bestia de dos espaldas. He aquí el principio de mezcla. Eh ah no gimas tú, no jadees. No, Señor… no jodo. Sí jodes. Esto es representación. Esto es literatura. Representación de la escritura como representación. Escena primera.

       Escena segunda:

       Un aerolito cae del cielo de la escritura. El óvulo del punto se marca en el lugar donde ha caído, donde se ha enterrado. Embrión repentino. Brota bajo la costra. Pequeño, desborda de sí. Marca su nada al mismo tiempo que sale de ella. Materializa el agujero del cero. Del agujero del cero sale la sin-ceridad.

       Escena tercera:

       El punto. El pequeño punto está ahí. Sentado sobre el papel. A merced de sus fuerzas interiores. Grávido de cosas. Busca procrearse en la palpitación interior. Quiebra la cascara. Sale piando. Se sienta sobre la costa blanca del papel.

       Epílogo:

       He ahí el punto. Semilla de nuevos-huevos. La circunferencia de su círculo infinitesimal es un ángulo perpetuo. Las formas ascienden ordenadamente. De la más baja a la más alta. La forma más baja es angular, o sea la terrestre. La siguiente es la angular perpetua. Luego la espiral origen-medida de las formas circulares. En consecuencia se la llama la circular-perpetua: La Naturaleza enroscada en una espiral-perpetua. Ruedas que nunca se paran. Ejes que nunca se rompen. Así también la escritura. Negación simétrica de la naturaleza.
       Origen de la escritura: El Punto. Unidad pequeña. De igual modo que las unidades de la lengua escrita o hablada son a su vez pequeñas lenguas. Ya lo dijo el compadre Lucrecio mucho antes que todos sus ahijados: El principio de todas las cosas es que las entrañas se forman de entrañas más pequeñas. El hueso de huesos más pequeños. La sangre de gotitas sanguíneas reducidas a una sola. El oro de partículas de oro. La tierra de granitos de arena contraídos. El agua de gotas. El fuego de chispas encontradas. La naturaleza trabaja en lo mínimo. La escritura también.
       Del mismo modo el Poder Absoluto está hecho de pequeños poderes. Puedo hacer por medio de otros lo que esos otros no pueden hacer por sí mismos. Puedo decir a otros lo que no puedo decirme a mí. Los demás son lentes a través de los cuales leemos en nuestras propias mentes. El Supremo es aquel que lo es por su naturaleza. Nunca nos recuerda a otros salvo a la imagen del Estado, de la Nación, del pueblo de la Patria.
       Vamos, apéate de tu soñolencia. A partir de aquí escribe solo. ¿No has fanfarroneado muchas veces de acordarte de las letras y hasta de las formas de los puntos sentados sobre la papelada de los veinte o treinta mil legajos del archivo? No sé si tu ojo memorativo te engaña, si tu lengua lorificada miente. Lo cierto es que en las letras más parecidas, en los puntos aparentemente más redondos, existe siempre alguna diferencia que permite compararlos, comprobar esa cosa nueva que aparece en el follaje de las semejanzas. Treinta mil noches más otras treinta mil me llevaría enseñarte las distintas formas de puntos. Aun así sólo habríamos comenzado. Las comas, los guiones, las diéresis, los corchetes, las vírgulas, las comillas, los paréntesis más iguales son también diferentes bajo su apariencia de aparecidos. La letra de una misma persona es muy distinta escrita a medianoche o a mediodía. Jamás dice lo mismo aun formando la misma palabra.
       ¿Sabes qué es lo que distingue a la letra diurna de la letra nocturna? En la letra de noche hay obstinación con indulgencia. La proximidad del sueño lima los ángulos. Se distienden más las espirales. La resistencia de izquierda a derecha, más débil. El delirio, amigo íntimo de la letra nocturna. Las curvas cimbran menos. El esperma de la tinta seca con mayor lentitud. Los movimientos son divergentes. Los rasgos se inclinan más. Tienden a tenderse.
       Por el contrario la letra de día es firme. Rápida. Se ahorra poluciones inútiles. El movimiento es convergente. Los rasgos están en ascenso. Hay acompañamiento de curvas libremente onduladas. Sobre todo en la espiral de las rúbricas. Lucha encarnizada entre los polos del círculo-perpetuo. La presión positiva es un continuo aproximarse-al-límite. El trazo sale del cauce. Salta las orillas. Su obstinación es más rígida. La resistencia de derecha a izquierda más fuerte. Más duros los dobles, los arcos, los dobleces, la doblez. La soltura salta al aire. Mas en la letra diurna como en la nocturna la palabra sola sirve sólo para lo que no sirve. ¿Para qué sirven los pasquines? ¡Perversión la más vergonzante del uso de la escritura! ¿Para qué el trabajo de araña de los pasquinistas? Escriben. Copian. Garrapatean. Se amanceban con la palabra infame. Se lanzan por el talud de la infamia. De repente el punto. Sacudida mortal de la parrafada. Quietud súbita del alud parrafal, de la salud de los pasquinistas. No el punto de tinta; el punto producido por un cartucho a bala en el pecho de los enemigos de la Patria es lo que cuenta. No admite réplica. Suena. Cumple.
       Comprendes ahora por qué mi letra cambia según los ángulos del cuadrante. Según la disposición del ánimo. Según el curso de los vientos, de los acontecimientos. Sobre todo cuando debo descubrir, perseguir, penar la traición. ¡Sí, Excelencia! Con toda claridad comprendo ahora sus ínclitas palabras. Lo que quiero que comprendas con mayor claridad aún, ínclito amanuense, es tu obligación de descubrir al autor del anónimo. ¿Dónde está el pasquín? Ahí lo tiene bajo su mano, Señor. Tómalo. Estúdialo de acuerdo con la cosmografía letraria que te acabo de enseñar. Podrás saber exactamente a qué hora del día o de la noche fue emborronado ese papel. Coge la lupa. Rastrea los rastros. A su orden, Excelencia.

(En el cuaderno privado)
       Patiño estornuda pensando no en la ciencia de la escritura sino en las intemperies de su estómago.
       Ahora estoy seguro de reconocer la letra del anónimo. Escrito con la fuerza torcida de una mente afectada. ¡Demasiado recargado en su brevedad el pasquín catedralicio! Las mismas palabras expresan diferentes sentidos, según sea el ánimo de quien las pronuncia. Nadie ordena que su cadáver sea decapitado sino aquel que quiere que lo sea el de otro. Nadie firma YO EL SUPREMO una parodia falsificatoria como ésta, sino el que padece de absoluta insupremidad. ¿Impunidad? No sé, no sé… Sin embargo no hay que descartar ninguna posibilidad. Um. Ah. ¡Ea! Obsérvala bien. Letra nocturna, seguro. Las ondas se debilitan hacia abajo. Las curvas contrapónense en líneas angulares; buscan descargar su energía hacia tierra. La resistencia de derecha es más fuerte. Rasgos centrípetos, temblorosos, cerrados hacia la mudez.
       En otros tiempos yo hacía con los dos cuervos blancos un experimento de letromancia que siempre daba buenos resultados. Trazar en tierra un círculo del radio del pie de un hombre. Mismo radio del disco del sol al filo del Poniente. Dividirlo en veinticuatro sectores iguales. Sobre cada uno dibujar una letra del alfabeto. Sobre cada letra colocar un grano de maíz. Entonces mandaba traer a Tiberio y a Calígula. Rápidos picotazos de Tiberio comiéndose los maíces de las letras que arman el presagio. Calígula, tuerto, los maíces de las letras que vaticinan lo opuesto. Entre los dos aciertan siempre. El uno o el otro, alternativamente. A veces, los dos juntos. Acertaban. Mucho más preciso el instinto de mis buitres que la ciencia de los arúspices. Alimentados de maíz paraguayo, los buitres grafólogos escriben sus predicciones en un círculo de tierra. No precisan como los cuervos de César escribirlas en los cielos del imperio romano.

(Al margen, escrito en tinta roja)
       ¡OJO! Releer el Contra-Uno Parte primera: Prefaciones sobre la servidumbre voluntaria. El borrador se encuentra, probablemente, entre las páginas de El Espíritu de las Leyes o de El Príncipe. Tema: La capacidad de la inteligencia se limita a comprender lo que hay de sensible en los hechos. Cuando es preciso razonar, el pueblo no sabe más que andar a tientas en la obscuridad. Más todavía con estos aprendices de brujo. Riegan su malicia con la maldita saliva de sus estornudos. Mi empleado en el ramo de almas, el más peligroso. Capaz hasta de echar furtivamente arsénico o cualquier otra substancia tóxica en mis naranjadas y limonadas. Le otorgaré una nueva regalía. Prueba de confianza suma: Lo haré desde hoy el probador oficial de mis brebajes.

       Eh, Patiño, ¿te has dormido? ¡No, Excelencia! Estoy tratando de descubrir de quién es la letra. ¿Lo has descubierto? A la verdad, Señor, sospechas nomás. Veo que cuando más dudas más sudas. Observa el anónimo una vez menos. Delicada atención eh ah. ¿Qué nombre recoge tu memoria? ¿Qué figura tu ver-de-vista sabelotodo? ¿Qué rasgos escriturarios? Temblor de párpados ahilando en las protuberancias una rajita quimérica. Dime, Patiño… Toda la persona del fideindigno se adelanta en su pesado carapacho hacia lo que no sabe aún qué es lo que voy a decir. Desesperada esperanza de una conmutación. Espanto del borracho ante el culo de la botella vacía. Dime, ¿la letra del pasquín no es la mía? Sordo chasquido de la lupa cayendo sobre el papel. Tromba de agua levantándose de la palangana. ¡Imposible, Excelencia! ¡Ni con locura de juicio podría pensar semejante cosa de nuestro Karaí-Guasú! Hay que pensar siempre en todo, secretario-secretante. De lo imposible sale lo posible. Fíjese ahí, bajo la marca de agua, el florón de las iniciales ¿no son las mías? Son suyas, Señor; tiene razón. El papel, las iniciales verjuradas también. ¿Ves? Alguien entonces mete la mano en las propias arcas del Tesoro donde tengo guardado el taco exfoliador. Papel reservado a las comunicaciones privadas con personalidades extranjeras, que no uso desde hace más de veinte años. Acordes. Pero la letra. ¿Qué me dices de la letra? Parece la suya, Excelencia, pero no es la suya propiamente. ¿En qué te basas para afirmarlo? La tinta es distinta, Señor. Está perfectamente copiada la letra nomás. El espíritu es de otro. A más, Excelencia, nadie que no sea enemigo declarado va a amenazar de muerte al Supremo Gobierno y a sus servidores. Me has convencido sólo a medias, Patiño. Lo malo, lo muy malo, lo muy grave, es que alguien viole las Arcas, robe las resmillas de filigrana. Más imperdonable aún es que ese alguien cometa la temeraria fechoría de manosear mi Cuaderno Privado. Escribir en los folios. Corregir mis apuntes. Anotar al margen juicios desjuiciados. ¿Es que los pasquinistas han invadido ya mis dominios más secretos? Continúa buscando. Por ahora seguiremos con la circular-perpetua. Mientras tanto prepárate a esgrimir con ganas la pluma. Quiero oírla haciendo gemir el papel cuando me ponga a dictarte el Auto Supremo con el cual corregiré la mofa decretoria.
       Ah Patiño, ¿qué es de esa otra investigación que te ordené? ¿La del penal del Tevegó, Señor? Aquí está ya escrito el oficio al comandante de la Villa Real de la Concepción para que proceda al desmantelamiento del penal. Sólo falta su firma, Señor. ¡No, patán! No te hablo de ese pueblo de fantasmas de piedra. Te ordené investigar quién fue el cura que portando el viático me salió al paso la tarde del temporal en que caí del caballo. Sí, Señor; no hubo ningún cura que portara viático esa tarde. No hubo ningún moribundo. Lo he averiguado perfectamente. Sobre ese asunto o barrumbada a su decir, Señor, no hubo más que vagos díceres. Se dice decires, mal decidor. Exacto, Señor. Malignos rumores, chismes, habladurías que salieron de la casa de los Carísimos por su odio contra el Gobierno para probar que su caída fue un castigo de Dios. Hasta un barato pasquín anduvo viboreando por ahí con ese rumor entre los malaslenguas. Vuecencia tiene toda la información sumaria en ese legajo. Lo ha leído a su regreso del Cuartel del Hospital. ¿Quiere, Señor, que lo vuelva a leer? No. No vamos a perder más tiempo en menudencias que los murmuradores escribas repetirán prolijamente a través de los siglos.
       ¿Éstos son los que van a defender la verdad mediante poemas, novelas, fábulas, libelos, sátiras, diatribas? ¿Cuál es su mérito? Repetir lo que otros dijeron y escribieron. Príapo, aquel dios de madera de la antigüedad, llegó a retener algunas palabras griegas que escuchaba a su dueño mientras leía a su sombra. El gallo de Luciano, dos mil años atrás, a fuerza de frecuentar el trato de los hombres acabó por hablar. Fantaseaba tan bien como ellos. ¡Si tan siquiera supiesen los escritores imitar a los animales! Héroe, el perro del último gobernador español, pese a ser chapetón y realista, fue más sabio palabrero que el más pintado de los areopagitas. Mi ignorante y rústico Sultán después de muerto adquirió tanta o mayor sabiduría que la del rey Salomón. El papagayo que regalé a los Robertson, rezaba el Padre Nuestro con la misma voz del obispo Panes. Mejor, mucho mejor que el obispo, el lorogallo. Dicción más nítida, sin salpicaduras de saliva. Ventaja del pajarraco tener la lengua seca. Entonación más sincera que la hipócrita jerga de los clerigallos. Animal puro, el papagayo parlotea el lenguaje inventado por los hombres sin tener conciencia de ello. Sobre todo, sin interés utilitario. Desde el aro al aire libre, pese a su doméstico cautiverio, predicaba una lengua viva que la lengua muerta de los escritores encerrados en las jaulas-ataúdes de sus libros no puede imitar.

       Hubo épocas en la historia de la humanidad en que el escritor era una persona sagrada. Escribió los libros sacros. Libros universales. Los códigos. La épica. Los oráculos. Sentencias inscriptas en las paredes de las criptas; ejemplos, en los pórticos de los templos. No asquerosos pasquines. Pero en aquellos tiempos el escritor no era un individuo solo; era un pueblo. Transmitía sus misterios de edad en edad. Así fueron escritos los Libros Antiguos. Siempre nuevos. Siempre actuales. Siempre futuros.
       Tienen los libros un destino, pero el destino no tiene ningún libro. Los propios profetas, sin el pueblo del que habían sido cortados por señal y por fábula, no hubieran podido escribir la Biblia. El pueblo griego llamado Homero, compuso la Ilíada. Los egipcios y los chinos dictaron sus historias a escribientes que soñaban ser el pueblo, no a copistas que estornudaban como tú sobre lo escrito. El pueblo-homero hace una novela. Por tal la dio. Por tal fue recibida. Nadie duda que Troya y Agamenón hayan existido menos que el Vellocino de Oro, que el Candiré del Perú, que la Tierra-sin-Mal y la Ciudad-Resplandeciente de nuestras leyendas indígenas.
       Cervantes, manco, escribe su gran novela con la mano que le falta ¿Quién podría afirmar que el Flaco Caballero del Verde Gabán sea menos real que el autor mismo? ¿Quién podría negar que el gordo escudero-secretario sea menos real que tú; montado en su mula a la saga del rocín de su amo, más real que tú montado en la palangana embridando malamente la pluma?
       Doscientos años más tarde, los testigos de aquellas historias no viven. Doscientos años más jóvenes, los lectores no saben si se trata de fábulas, de historias verdaderas, de fingidas verdades. Igual cosa nos pasará a nosotros, que pasaremos a ser seres irreales-reales. Entonces ya no pasaremos. ¡Menos mal, Excelencia!
       Debiera haber leyes en todos los países que se consideran civilizados, como las que he establecido en el Paraguay, contra los plumíferos de toda laya. Corrompidos corruptores. Vagos. Malentretenidos. Truhanes, rufianes de la letra escrita. Arrancaríase así el peor veneno que padecen los pueblos.

       «El atrabiliario Dictador tiene un almacén de cuadernos con cláusulas y conceptos que ha sacado de los buenos libros. Cuando le urge redactar algún papel los repasa. Selecciona las sentencias y frases que a su juicio son las de más efecto, y las va derramando aquí y allá, vengan o no a cuento. Todo su estudio se cifra en el buen estilo. De los buenos panegíricos memoriza las cláusulas que más le impresionan. Pone a mano el diccionario para variar las voces. Sin él no trabaja cosa alguna. La Historia de los Romanos y las Cartas de Luis XIV son el diurno en que reza diariamente. Ahora se ha dedicado a aprender el inglés con su socio Robertson, para aprovechar los buenos libros que éste tiene y le ha acopiado en Londres y Buenos Aires por medio de sus socios.
       »Hay algo más, Rvdo. Padre, sobre la simulada fobia que el Gran Cancerbero manifiesta tener contra los escritores, producto, sin duda, de la envidia y los resentimientos de este hombre con pujos de César y de Fénix de los Ingenios, a quien la lipemanía que padece le anemizó el cerebro.
       »¡Vea Ud., fray Bel-Asco, si no es fábula para mejor reír! Ya sabrá S. Md. que nuestro Gran Hombre desaparece por tiempos en periódicas clausuras. Durante meses se encierra en sus habitaciones del Cuartel del Hospital, según lo hace saber con el método del rumor oficial, o sea del público secreto de Estado, para dedicarse al estudio de los proyectos y planes que su calenturienta imaginación pretende haber concebido para poner al Paraguay a la cabeza de los países americanos. Se ha filtrado sin embargo la especie de que estos retiros a su hortus conclusus responden al propósito de escribir una novela imitada del Quixote, por la que siente fascinada admiración. Para desdicha de nuestro Dictador novelista, le falta ser manco de un brazo como Cervantes, que lo perdió en la gloriosa batalla de Lepanto, y le sobra manquedad de cerebro y de ingenio.
       »Otras versiones dignas de crédito de estas temporales desapariciones permiten suponer que ellas se deben, más vale, a los furtivos viajes que el ínclito Misógino hace a las casas de las numerosas concubinas en la campaña, con las que tiene habidos más de quinientos hijos naturales habiendo sobrepujado ya en esto a don Domingo Martínez de Irala y a otros fundadores no menos prolíficos.
       »Mis informantes han mencionado inclusive a una de estas concubinas, una ex monja apóstata que sería su favorita. Dicen que esta barragana, doblemente impura y sacrilega, vive en una quinta entre los pueblos de Pirayú y Cerro-León. Nadie, empero, ha conseguido ver hasta hoy el invernáculo íntimo del Dictador, pues se halla protegido en toda su extensión por altos vallados y setos de amapola, además de sigilado por numerosos retenes de centinelas. El Gran Hombre ha echado a difundir la especie de que ha establecido allí el parque de su artillería.
       »Publique Ud. su Proclama a nuestros paysanos, Rvdo. Padre. Puede llegar a ser un verdadero Evangelio para la liberación de nuestros compatriotas del sombrío déspota de quien S. Md. tiene la desgracia de ser pariente muy cercano. Lo que pongo en este papel son verdades desnudas, que no las ha de desmentir. Es hombre de pelea de tejado, que tira con cuanto topa en sus accesos de furia. No le tema usted, que lejos de su alcance es como mejor podemos combatirle.» (Carta del Dr. V. Días de Ventura a fray Mariano Ignacio Bel-Asco.)

       La manía de escribir parece ser el síntoma de un siglo desbordado. Fuera del Paraguay, ¿cuándo se ha escrito tanto como desde que el mundo yace en perpetuo trastorno? Ni los romanos en la época de su decadencia. No hay mercadería más nefasta que los libros de estos convulsionarios. No hay peste peor que los escribones. Remendones de embustes, de falsedades. Alquilones de sus plurnas de pavos irreales. Cuando pienso en esta fauna perversa imagino un mundo donde los hombres nacen viejos. Decrecen, se van arrugando, hasta que los encierran en una botella. Adentro se van volviendo más pequeños aún, de modo que se podría comer diez Alejandros y veinte Césares untados a una rebanada de pan o a un trozo de mandioca. Mi ventaja es que ya no necesito comer y no me importa que me coman estos gusanos.



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