Mario Benedetti
(Paso de los Toros, Departamento de Tacuarembó,
Uruguay, 14 de septiembre del 1920 — Montevideo, 17 de mayo de 2009)


La colección
(Con y sin nostalgia, 1977)

      —Tranquilo, tranquilo —dijo el Flaco.
      Alberto no podía apartar los ojos del arma que lo apuntaba. Tampoco podía hablar. Estaba realmente asustado. Los otros tres [el Rubio, el Pecoso, la Negra] que habían entrado cuando él abrió la puerta, se distribuyeron rápidamente por el apartamento.
      —Si te quedás quietito no te va a pasar nada.
      El Flaco sonrió, pero Alberto no podía.
      —¿Quiénes están en la casa?
      Alberto dio un brevísimo resoplido.
      —Nosotros nomás, los chicos —pudo al fin articular.
      —¿Cuántos son?
      —Mi hermano Joaquín y yo.
      —¿Cómo? ¿No tenés una hermana vos?
      —Sí, Miriam.
      —¿Ella también está?
      —Sí.
      —¿Y por qué no la nombraste?
      Alberto se mordió el labio inferior.
      —Porque es paralítica.
      El Flaco optó por guardar el arma.
      —¿Cuántos años tenés?
      —Doce.
      —¿Y tu hermano?
      —¿Joaquín? El viernes cumplió nueve.
      —¿Y tu hermana lisiada?
      —Creo que diecisiete.
      —¿Cuándo vuelven tus viejos?
      —Mañana de tarde.
      —¿Y siempre los dejan solos?
      —No siempre. A veces quedan las sirvientas.
      —Y a ustedes ¿por qué no los llevan a Punta del Este?
      —Será que quieren pasarla tranquilos.
      —¿Sos muy travieso vos?
      —Un poco.
      —¿Te gusta el fútbol?
      —Claro. Soy golero. Y quiero jugar en Nacional.
      —Mirá vos.
      —¿Y usted?
      —¿Yo qué?
      —¿Es de Nacional?
      —Parece que se te pasó el cagazo.
      —Un poco sí.
      —Yo también soy de Nacional. Mejor dicho, era.
      —¿Ahora es de Peñarol?
      —No. Ahora ya no soy hincha.
      —Qué macana ¿no?
      El Flaco se rascó una oreja. El chico metió las manos en los bolsillos.
      —En los bolsillos no.
      —¿No puedo?
      El chico puso otra vez cara de asustado.
      —Bueno, ponelas si querés. Pero portate bien.
      Volvieron los otros, acompañados de Joaquín y Miriam. La Negra empujaba la silla de ruedas.
      —Dicen que no saben dónde guarda el padre la colección.
      —Ah, no saben.
      —Dicen que el padre tiene una colección, pero creen que no la guarda aquí.
      El Flaco miró a Miriam.
      —¿Vos tampoco sabés nada?
      —No.
      —Sin embargo, a mí me parece que tenés que saber algo.
      —No.
      Miriam parecía tranquila. A veces movía las manos sobre la frazada que le cubría las piernas inertes, nada más.
      —Claro, como estás así, pensás que te vamos a tener lástima.
      —¿Y no me tienen?
      —No sé si es lástima. Es jodido pasar la vida así.
      Pero por lo menos vivís en un apartamento bien confortable. Hay quienes pueden caminar y sin embargo la pasan mucho peor.
      —Mejor si no me tienen lástima. Estoy podrida de la lástima ¿sabés?
      —Me imagino. También me imagino que sabés dónde está la colección.
      —Te imaginás mal.
      Al principio, Joaquín lloriqueaba un poco, pero ahora parecía fascinado con los visitantes. Miriam tenía un gesto decidido.
      —¿Los niños pueden irse a dormir?
      —Si quieren. Pero no creo que tengan sueño.
      Miró a Joaquín.
      —¿Tenés sueño vos?
      —No.
      —Entonces quédense. A lo mejor terminan recor-dando dónde guarda el papi la colección.
      —Yo nunca la vi.
      —Pero sabés que tiene una.
      —Sí.
      —¿Sabés cuántas piezas tiene la colección?
      —Un montón —dijo Joaquín.
      —¿Cómo sabés que son un montón si nunca las viste?
      —Porque mami siempre le está diciendo a papi que ahora es peligroso tener ese montón de armas.
      —¿Y para vos cuánto es un montón?
      —Y yo qué sé. Como mil.
      —¿Y a vos te gustan?
      —Me gustan las de la televisión.
      El Flaco empezó a revisar la enorme biblioteca. Apartaba pilas de diez o veinte libros para ver si aparecía algún escondite, alguna llave, algún indicio. Miriam seguía en silencio sus movimientos. El Flaco se sintió vigilado.
      —¿Leyó tu viejo todos estos libros?
      —No creo.
      —¿Y para qué los tiene? ¿Como decoración?
      —Puede ser.
      El Flaco hizo señas al Rubio y al Pecoso, como encargándoles que hicieran otra revisación a fondo por todo el apartamento.
      —La Negra y yo alcanzamos para vigilar a este trío.Miriam se miró las manos. Le sonrió a Alberto.
      Ahora parecía tranquilo, pero le brillaban los ojos.
      —¿Tenés frío?
      —Un poquito.
      Con un gesto casi imperceptible, la muchacha llamó la atención del Flaco.
      —¿Le das permiso a mi hermano para que vaya a buscar un pullover?
      El Flaco estuvo un rato callado. Después miró a la Negra.
      —Acompañalo, ¿querés?
      Ella le puso al chico una mano en el hombro, y así salieron.
      —¿Puedo sentarme? —preguntó Joaquín.
      —Ufa. Sí, podés.
      El chico se acomodó en un sillón. El Flaco enfrentó de nuevo a Miriam.
      —Y a vos ¿te volvió la memoria?
      —No.
      —Digamos que si te vuelve, me vas a contar dón-de están las armas de tu viejo.
      —Tengo la impresión de que no me va a volver.
      El Flaco encendió un cigarrillo y le ofreció otro a Miriam.
      —Gracias, no puedo fumar. No sólo mis piernas son una porquería. Tampoco mis pulmones son de primera.
      Ahora el Flaco registraba las paredes. Les daba golpecitos con los nudillos, como buscando algún punto que sonara a hueco.
      —¿Vos estás de acuerdo con tu viejo?
      —¿En qué?
      —Por ejemplo, en política.
      —Generalmente no.
      —¿Por qué?
      —No voy a entrar en detalles acerca de mis diferencias con mi padre.
      —¿Sabés que tu viejo genera odios muy firmes?
      —Me lo imagino.
      —Y vos ¿lo odiás un poco?
      —No.
      —¿Lo querés entonces?
      —Ya te dije que no pienso entrar en detalles.
      —Sin embargo, a veces es bueno desahogarse con alguien. Tenemos toda la noche, si querés.
      —Decime ¿vos qué sos? ¿Guerrillero o analista?
      —¿No puedo ser las dos cosas?
      —Ah, caramba.
      —Tate tranqui. Casi no soy lo primero, pero mucho menos lo segundo.
      —¿Por qué casi no sos lo primero?
      —Porque no tengo vocación.
      —¿Y por qué lo hacés?
      —Digamos que lo considero un deber.
      —¿Sólo por eso?
      —Bueno, hay más cosas. Pero yo tampoco voy a entrar en detalles.
      —Touché.
      —Por lo menos decime una cosa: ¿para qué quiere las armas tu viejo?
      —Igual que con los libros.
      —¿Decoración?
      —Más o menos.
      El tono bajo de las dos voces ha terminado por adormecer a Joaquín. Miriam se pasa la mano por la frente.
      —¿Estás cansada?
      —Un poco. Pero tengo aguante, no te preocupes.
      —¿De veras no me vas a decir dónde está la colección?
      —Buscala. Siempre creí que cuando ustedes decidían llevar a cabo una de estas operaciones, ya venían con la información completa.
      —Eso es lo ideal. Pero no siempre es así. Tenemos que irnos con la colección, ¿entendés?
      —Claro que entiendo. ¿Me vas a pegar?
      —¿De veras pensás que podría pegarte?
      —¿Por qué no? A ustedes cuando los agarran les dan duro, ¿no?
      —No es lo mismo.
      —Ya sé que no es lo mismo.
      El Flaco parecía dispuesto a seguir aquel tableteo verbal. Pero volvió la Negra con Alberto.
      —Flaco, éste se está cayendo. ¿Puede dormir?
      —Si no lo autorizo, igual se va a dormir, ¿no?
      —Quise decir: si puede dormir en su cama.
      —Mejor que duerma aquí, en el sofá. Ya el otro claudicó. En todo caso, traéles frazadas.
      Volvieron el Rubio y el Pecoso. No estaban satisfechos.
      —¿Y?
      —Nada.
      —¿Revisaron bien? ¿Revisaron todo?
      —Milímetro por milímetro.
      —Sin embargo, es seguro que están aquí.
      —Quién sabe. ¿No te parece que mejor nos vamos?
      —No, no me parece. Tenemos tiempo y seguridad para buscar.
      —Mirá que aquí no hay nada. Ni colección ni un corno. Ni siquiera un revólver de fulminante. Nada.
      —Mirá que hay. Estoy seguro.
      Miriam se movió en su silla de ruedas. Maniobró hasta colocarse frente a la Negra.
      —Tendría que ir al baño. ¿Me llevás?
      —¿La llevo, Flaco?
      —Sí, claro.
      La Negra empujó la silla por un corredorcito. Abrió la puerta del baño e introdujo allí a Miriam. Iba a cerrar nuevamente la puerta desde afuera, cuando Miriam la llamó con un gesto, y también con un gesto le indicó que cerrara la puerta desde adentro.
      —¿Qué pasa? ¿Te sentís mal?
      —No.
      —Entonces te dejo sola. ¿O precisás ayuda?
      —No, no preciso ayuda, pero quedate.
      —¿Qué querés entonces?
      Miriam se agitó un poco en la silla. Se le colorea-ron las mejillas antes de responder.
      —Decile al Flaco que vaya a la cocina. A la derecha de la ventana. El tercer azulejo floreado.



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