Mario Benedetti
(Paso de los Toros, Departamento de Tacuarembó,
Uruguay, 14 de septiembre del 1920 — Montevideo, 17 de mayo de 2009)


Hermanito
(Despistes y franquezas, 1989)

      Estoy segura de que no figuraba en tus previsiones recibir una carta de tu hermana Rita. Pues aquí estoy, todavía viva, aunque en alguna ocasión no quise estarlo. Ya no sé cuánto hace que nos vimos la última vez, en algún recoveco del Mercado del Puerto. Recuerdo que te dije: «Estamos reventados», y verdaderamente lo sentía así. Hace tiempo que intento dar con vos, pero no encontraba a nadie que supiera tu paradero. Hasta que encontré, en una librería de viejo de la calle Corrientes (hace ya unos años que vivo en Buenos Aires), una novela de un tal Gary Winter, traducida nada menos que por vos, y fue entonces que decidí escribirte a las señas de la editorial. Ya sé que es como arrojar una botella al mar, pero ojalá te llegue.
      ¿Te cuento? Empiezo por decirte que ya no me siento reventada. Después de un par de años en Tucumán, estuve viviendo en Córdoba, en Mendoza, y finalmente me instalé en Buenos Aires. Te parecerá mentira: pude desprenderme de la droga, pero, mientras no pude, quiero decirte que aquello fue un infierno. Nada supe de la familia ni me interesaba saberlo. A vos siempre te tuve cariño, así que a veces aparecías en mis paréntesis de lucidez, pero de los demás no tengo un recuerdo que me llame, que me atraiga. Quizá a la vieja no pude perdonarle que agrediera tanto al viejo, y al viejo no pude perdonarle su flojera. Y con Isabel, bueno, con mi hermanita nunca tuvimos nada en común, salvo el apellido. Lo cierto es que, con razón o sin ella, uno puede hallar en sí mismo una cierta capacidad para ser cruel. Mi crueldad, por ejemplo, eligió el recurso de poner distancias, tal vez porque yo misma me sentía al margen de todo.
      Cuando por fin recuperé mi lugar en el mundo, cuando volví a ser Rita, decidí romper con mis socios dolientes, con aquel entorno de perturbación. Para ello era imprescindible alejarme físicamente, geográficamente. Me vine a Argentina. De a poco me fui enterando de la muerte de los viejos; de cómo mi hermana llegó a colaborar con los milicos; de tus años en cana, de la muerte del tío. Te confieso que entonces no fui a Montevideo, sencillamente porque tuve miedo. La droga me había dejado débil, deteriorada. Me costó mucho reponerme, liberarme. Mis pocas fuerzas las había gastado precisamente en desprenderme de ese lastre. Ahora podés estar tranquilo. Nunca más. Pero entonces no tenía el ánimo suficiente para correr riesgos, y sobre todo tenía pánico de que me detuvieran, no por motivos políticos sino con el pretexto de mi narcopasado. Tenía terror a que se ensañaran con mi cuerpo convaleciente. Y así me fui quedando.
      ¿Te cuento? Me hice fotógrafa y, aunque te asombres, no lo hago mal. Trabajo como free-lance, sobre todo en conexión con publicidad. Después de todo, me descubrí una vocación que ignoraba. Disfruto con lo que enfoco, con lo que va apareciendo en el visor, con las imágenes que elijo, ya sea al azar o con premeditación, y en definitiva con los resultados que consigo. Y parece que mi trabajo tiene cierta originalidad, porque me llaman de aquí y de allá. Siempre les pido que no me asignen un plan inamovible sino que me permitan cierta flexibilidad, así puedo inventar un poco, que es lo que me gusta. Comprendo que mirar siempre en el cuadradito del visor es también una forma de ignorar el resto del panorama. Pero la verdad es que ese panorama, con la insoportable soberbia castrense otra vez en alza, me deprime bastante. Con todo, te diré que logré unas tomas excelentes de las madres de Plaza de Mayo, con rostros individuales y colectivos que son toda una historia. Naturalmente, ésas no son fotos para vender, ya que las Madres incomodan a quienes cada día inventan nuevas concesiones, nuevas aflojadas. No, ésas son fotos para mí, ilustraciones que acompañarán mi historia personal. A veces pienso: si a mí me hubieran desaparecido, ¿habría salido mi vieja a la calle enarbolando mi foto? ¿Vos qué pensás? ¿Te hiciste alguna vez esa pregunta? Ahora no estoy sola. Creo que sola no habría podido recuperarme. Estoy con Marcos.
      ¿Te cuento? Le llevo dos años pero es mucho más maduro que yo. ¿Sabés de qué se ocupa? Rock. Te confieso que no soy una entusiasta, en todo caso cuando tocan algo que me gusta trato de estar lejos, ya que de cerca el volumen altísimo me marea. Una vez me desmayé y en otra ocasión me puse a vomitar. Prefiero escucharlo en casa, en el cassetero, porque ahí soy yo la que decide el volumen. Tengo la impresión de que hay que ser muy joven para no desmayarse con esos decibelios. Cuando nosotros vinimos al mundo, nos mandaron con orejas (o con oídos, bah) aptos para escuchar a Gardel, a Vivaldi, a Bessie Smith, a Smetana, a Gershwin, a lo sumo a los Beatles, y por eso no nos sirven para disfrutar de estos escandalosos. A veces voy a tirarles algunas fotos en pleno recital, voy porque Marcos me lo pide, pero me pongo tapones para evitar el vahído, y así y todo a veces me siento al borde del colapso. Sin embargo ya ves, nos entendemos bien Marcos y yo cuando no hay ruido, y no sólo en la cama, también en la vida cotidiana. Resumiendo: es un buen tipo, me ha hecho bien. No sabría decirte si estoy lo que se dice enamorada, pero tenemos una buena relación, y eso no es poco, ¿verdad?
      ¿Te sigo contando? Por una gente también rockera que vino de Montevideo supe que te habías ido a México y entonces sí me entró la ansiedad por reencontrarte. Creo que sos lo único que rescato del pasado. Los méritos restantes son para el presente y para el futuro. ¿Sabés que me he vuelto optimista? Increíble, ¿verdad? Pero es así. Si nos encontramos algún día (ojalá) verás que esta Rita tiene poco que ver con la que de alguna manera despediste en el Mercado del Puerto. El mes pasado cumplí años. Te imaginarás todas las cosas que tengo para reprocharme. Eso me angustiaba. Así que una noche me instalé frente a una hoja en blanco y empecé a anotar justamente eso: todo lo que me reprochaba. Te aseguro que la nómina fue sincera y nutrida: una autocrítica rigurosa, intransigente. La leí varias veces y, claro, acabé llorando. La pucha. Mis siete pecados capitales eran como veinticuatro. Entonces me levanté, fui al baño, me enfrenté al espejo y pregunté: «¿Sos recuperable?». Para mi sorpresa, vi que aquella cabeza mísera y desgreñada asentía. Y me convenció. Así que, ya ves, soy recuperable, ya tragué mis culpas. Por eso te escribo, para que lo sepas. Me atrevo a pensar que la noticia te caerá bien. Si es que no has cambiado demasiado. Si tenés los mismos ojos claros y confiables que yo recuerdo.
      ¿Y vos? Contame de vos. Sé que antes de caer en cana te habías casado, y también sé lo que pasó después. Todo. Pero hoy, en México, ¿qué hacés además de traducir novelas policíacas? ¿Estás solo? ¿Tenés mujer, hijos, amigos? ¿Pensás volver, ahora que los milicos reposan en sus cuarteles de invierno? ¿Qué pasará cuando lleguen los cuarteles de primavera? Contame de tus proyectos. Hermanito, tenemos que descubrirnos, que reencontrarnos. Después de todo, vos y yo somos la familia que nos queda, ¿no?



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