Adolfo Bioy Casares
(Buenos Aires, 1914-1999)

Dormir al sol (1973)
(Buenos Aires: Emecé Editores, 1973, 229 págs.)


PRIMERA PARTE
por
LUCIO BORDENAVE


1

      Con ésta van tres veces que le escribo. Por si no me dejan concluir, puse la primera esquelita en un sitio que yo sé. El día de mañana, si quiero, puedo recogerla. Es tan corta y la escribí con tanto apuro que ni yo mismo la entiendo. La segunda, que no es mucho mejor, se la mandé con una mensajera, de nombre Paula. Como usted no dio señales de vida, no voy a insistir con más cartas inútiles, que a lo mejor lo ponen en contra. Voy a contarle mi historia desde el principio y trataré de ser claro, porque necesito que usted me entienda y me crea. La falta de tranquilidad es la causa de las tachaduras. A cada rato me levanto y arrimo la oreja a la puerta.
       A lo mejor usted se pregunta: “¿Por qué Bordenave no manda su cartapacio a un abogado?”. Al doctor Rivaroli yo lo traté una sola vez, pero al gordo Picardo (¡a quién se lo digo!) lo conozco de siempre. No me parece de fiar un abogado que para levantar quinielas y redoblonas tiene de personero al Gordo. O a lo mejor usted se pregunta: “¿Por qué me manda a mí el cartapacio?” Si alega que no somos amigos le doy la razón, pero también le ruego que se ponga en mi lugar, por favor, y que me diga a quién podría mandarlo. Después de repasar mentalmente a los amigos, descartado Aldini, porque el reumatismo lo entumece elegí al que nunca lo fue. La vieja Ceferina pontifica: “Los que vivimos en un pasaje tenemos la casa en una casa más grande”. Con eso quiero decir que todos nos conocemos. A lo mejor ni se acuerda de cómo empezó el altercado.
       El pavimento, que llegó en el 51 o en el 52, haga de cuenta que volteó un cerco y que abrió nuestro pasaje a la gente de afuera. Es notable cómo tardamos en convencernos del cambio. Usted mismo, un domingo a la oración, con la mayor tranquilidad festejaba las monerías que hacía en bicicleta, como si estuviera en el patio de su casa, la hija del almacenero, y se enojó conmigo porque le grité a la criatura. No lo culpo si fue más rápido en enojarse y en insultar que en ver el automóvil que por poco la atropella. Yo me quedé mirándolo como un sonso, a la espera de una explicación. Quizás a usted le faltó ánimo para atajarme y explicar o quizá pensó que lo más razonable para nosotros fuera resig-narnos a una desavenencia tantas veces renovada que ya se confundía con el destino. Porque en realidad la cuestión por la hija del almacenero no fue la primera. Llovió sobre mojado.
       Desde chico, usted y toda la barra, cuando se acordaban, me perseguían. El Gordo Picardo, el mayor del grupo (si no lo incluimos al rengo Aldini, que oficiaba de bastonero y más de un domingo nos llevó a la tribuna de Atlanta) una tarde, cuando yo volvía del casa-miento de mi tío Miguel, me vio de corbata y para arreglarme el moño casi me asfixia. Otra vez usted me llamó engreído. Lo perdoné porque atiné a pensar que me ofendía tan sólo para conformar a los otros y a sabiendas de que estaba calumniando. Años después, un doctor que atendía a mi señora, me explicó que usted y la barra no me perdonaban el chalet con jardín de granza colorada ni la vieja Ceferina, que me cuidaba como una niñera y me defendía de Picardo. Explicaciones tan complicadas no convencen.
       Quizá la más rara consecuencia del altercado por la hija del almacenero fue la idea que me hice por entonces y de la que muy pronto me convencí, de que usted y yo habíamos alcanzado un acuerdo para mantener lo que llamé el distanciamiento entre nosotros.
       Estoy llegando ahora al día de mi casamiento con Diana. Me pregunto qué pensó usted al recibir la invitación. Tal vez creyó ver una maniobra para romper ese acuerdo de caballeros. Mi intención era, por el contrario, la de manifestar el mayor respeto y consideración por nuestro mal entendido. Hace tiempo, una tarde, en la puerta de casa, yo conversaba con Ceferina que baldeaba la vereda. Recuerdo perfectamente que usted pasó por el centro del pasaje y ni siquiera nos miró.
       —¿Van a seguir con la pelea hasta el día del juicio? —preguntó Ceferina, con esa voz que le retumba en el paladar.
       —Es el destino.
       —Es el pasaje —contestó y sus palabras no se han borrado de mi mente—. Un pasaje es un barrio dentro del barrio. En nuestra soledad el barrio nos acompaña, pero da ocasión a encontronazos que provocan, o reviven, odios.
       Me atreví a corregirle la plana.
       —No tanto como odios —le dije—. Desavenencias.
       Doña Ceferina es una parienta, por el lado de los Orellana, que bajó de las provincias en tiempos de mis padres; cuando mi madre faltó, ya no se apartó de nosotros, fue ama, niñera, el verdadero pilar de nuestra casa. En el barrio la apodan el Cacique. Lo que no saben es que esta señora, para no ser menos que muchos que la desprecian, leyó todos los libros del quiosco del Parque Saavedra y casi todos los de la escuelita Basilio del Parque Chas, que le queda más cerca.



2

      Sé que algunos dijeron que no tuve suerte en el matrimonio. Más vale que la gente de afuera no opine sobre asuntos reservados, porque en general se equivoca. Pero explíqueles al barrio y a la familia que son de afuera.
       El carácter de mi señora es más bien difícil. Diana no perdona ningún olvido, ni siquiera lo entiende, y si caigo a casa con un regalo extraordinario me pregunta: “¿Para hacerte perdonar qué?”. Es enteramente cavilosa y desconfiada. Cualquier buena noticia la entristece, porque da en suponer que para compensarla vendrá una mala. Tampoco le voy a negar que en más de una oportunidad nos disgustamos con mi señora y que una noche —me temo que todo el pasaje haya oído el alboroto— con intención de irme en serio me largué hasta los Incas, a esperar el colectivo, que por fortuna tardó y me dio tiempo de recapacitar. Probablemente muchos matrimonios conocen parejas aflicciones. Es la vida moderna, la velocidad. Sé decirle que a nosotros las amarguras y las diferencias no lograron separarnos.
       Me admira cómo la gente aborrece la compasión. Por la manera de hablar usted descuenta que son de fierro. Si la veo apenada por las cosas que hace cuando no es ella, siento verdadera compasión por mi señora y, a la vez, mi señora me tiene lástima cuando me amargo por su culpa. Créame, la gente se cree de fierro pero cuando le duele, afloja. En este punto Ceferina se parece a los demás. Para ella, en la compasión, hay únicamente blandura y desprecio.
       Ceferina, que me quiere como a un hijo, nunca aceptó enteramente a mi señora. En un esfuerzo para comprender ese encono, llegué a sospechar que Ceferina mostraría igual disposición con toda mujer que se me arrimara. Cuando le hice la reflexión, Diana contestó:
       —Yo pago con la misma moneda.
       A nadie quiere tanto la gente como a sus odios. Le confieso que en más de una oportunidad, entre esas dos mujeres de buen fondo, me sentí abandonado y solitario. Menos mal que a mí me quedaba siempre el refugio del taller de relojería.
       Le voy a dar una prueba de que la malquerencia de Ceferina por Diana era, dentro del cuadro familiar, un hecho público y notorio. Una mañana Ceferina apareció con el diario y nos indicó un sueltito que decía más o menos: Trágico baile de disfraz en Paso del Molino. No desconfió del dominó que tenía a su lado porque pensaba que era su esposa. Era la asesina. Estábamos tan quisquillosos que bastó esa lectura para que armáramos una pelea. Diana, usted no lo creerá, se dio por aludida, yo hice causa común con ella, y la vieja, es cosa de locos, asumió el aire de quien dice tomá, como si hubiera leído algo comprometedor para mi señora o por lo menos para el gremio de las esposas. Tardé más de catorce horas en comprender que al hombre del baile no lo había matado su cónyuge. No quise aclarar nada, por miedo de reanimar la discusión.
       Una cosa aprendí: es falso que uno se entienda hablando. Le doy como ejemplo una situación que se ha repetido la mar de veces. La veo a mi señora deprimida o alunada y, naturalmente, me entristezco. Al rato pregunta:
       —¿Por qué estás triste?
       —Porque me pareció que no estabas contenta.
       —Ya se me pasó.
       Ganas no me faltan de contestarle que a mí no, que no soy tan ágil, que yo no me mudo tan rápidamente de la tristeza a la alegría. A lo mejor, creyendo ser cariñoso, agrego:
       —Si no querés entristecerme, no estés nunca triste. Viera como se enoja.
       —Entonces no vengás con el cuento de que es por mí que te preocupás —me grita como si yo fuera sordo—. Lo que yo siento, a vos te tiene sin cuidado. El señor quiere que su mujer esté bien, para que lo deje tranquilo. Está muy interesado en lo suyo y no quiere que lo molesten. Es, además, vanidoso.
       —No te enojés que después te sale un herpes de labio —le digo, porque siempre fue propensa a estas llaguitas que la molestan y la irritan. Me contesta:
       —¿Tenés miedo que te contagie?
       No le refiero la escena para hablar mal de mi señora. Tal vez la cuento contra mí. Mientras la oigo a Diana, le doy la razón, aunque por momentos dude. Si por casualidad toma, entonces, la más característica de sus posturas —acurrucada en un sillón, abrazada a una pierna, con la cara apoyada en la rodilla, con la mirada perdida en el vacío —ya no dudo, me embeleso y pido perdón. Yo me muero por su forma y su tamaño, por su piel rosada, por su pelo rubio, por sus manos finas, por su olor, y sobre todo, por sus ojos incomparables. A lo mejor usted me llama esclavo; cada cual es como es.
       En el barrio no se muestran lerdos para alegar que una señora es holgazana, o de mal genio, o paseandera, pero no se paran a averiguar qué le sucede. Diana, está probado, sufre por no tener hijos. Me lo explicó un doctor y me lo confirmó una doctora de lo más vivaracha. Cuando Martincito, el hijo de mi cuñada, un chiquilín insoportable, viene a pasar unos días con nosotros, mi señora se desvive, usted no la reconoce, es una señora feliz.
       Como a tanta mujer sin hijos, los animales la atraen de manera notable. La ocasión de confirmar lo que digo se presentó hace un tiempo.



3

      Desde que perdí el empleo en el banco me defiendo con el taller de relojería. Por simple gusto aprendí el oficio, como algunos aprenden radio, fotografía u otro deporte. No puedo quejarme de falta de trabajo. Como dice don Martín, con tal de no viajar al centro, la gente se arriesga con el relojero del barrio.
       Le cuento las cosas como fueron. Durante la huelga de los empleados del banco, Diana se dejó dominar por los nervios y por su tendencia al descontento general. En los primeros días, delante de la familia y, también, de vecinos y extraños, me reprochaba una supuesta falta de coraje y de solidaridad, pero cuando me encerraron, un día y una noche que me parecieron un año, en la comisaría 1ª y sobre todo cuando me echaron del banco, se puso a decir que para sacar las castañas del fuego los cabecillas contaron siempre con los bobos. Pasó la pobre por un mal momento; no creo que hubiera entonces manera de calmarla. Cuando le anuncié que me defendería con los relojes, quiso que trabajara en un gran salón de venta de automóviles usados, en plena avenida Lacarra. Me acompañó a conversar con el gerente, un señor que parecía cansado, y con unos muchachitos, a ojos vistas los que mandaban ahí. Diana se enojó de veras porque me negué a trabajar con esas personas. En casa la discusión duró una semana, hasta que la policía allanó el local de Lacarra y en los diarios aparecieron las fotografías del gerente y de los muchachos, que resultaron una famosa banda.
       De todos modos mi señora mantuvo su firme oposición a la relojería. Vale más que yo no calce la lupa delante de ella, porque ese gesto inexplicablemente la irrita. Recuerdo que una tarde me dijo:
       —No puedo evitarlo. ¡Le tengo una idea a los relojes!
       —Decime por qué.
       —Porque son chicos y llenos de rueditas y de recovecos. Un día voy a darme el gusto y voy a hacer el desparramo del siglo, aunque tengamos que mudarnos a la otra punta de la ciudad.
       Le dije, para congraciarla:
       —Confesá que te gustan los relojes de cuco.
       Sonrió, porque seguramente imaginaba la casita y el pajarito, y contestó con mejor ánimo:
       —Casi nunca te traen un reloj de cuco. En cambio vienen siempre con esos mastodontes de péndulo. El carillón es una cosa que me da en los nervios.
       Como pontifica Ceferina, cada cual tiene su criterio y sus gustos. Aunque no siempre uno los entienda, debe aceptarlos.
       —Se corrió la voz de que tengo buena mano para el reloj de péndulo. Del propio Barrio Norte me los traen.
       —Mudémonos al Barrio Norte. Traté de desanimarla.
       —¿No sabés que es el foco de los péndulos? —le dije.
       —Sí, che, pero es el Barrio Norte —contestó pensativa.
       No puede negar que lleva la sangre Irala. En la “familia real”, como los llama Ceferina, se desviven todos por la figuración y por el roce.
       A mí la idea de mudarme, siempre me contrarió. Siento apego por la casa, por el pasaje, por el barrio. La vida ahora me enseñó que el amor por las cosas, como todo amor no correspondido, a la larga se paga. ¿Por qué no escuché el ruego de mi señora? Si me hubiera alejado a tiempo, ahora estaríamos libres. Con resentimiento y con desconfianza, imagino el barrio, como si estas hileras de casas que yo conozco de memoria se hubieran convertido en las tapias de una cárcel donde mi señora y yo estamos condenados a un destino peor que la muerte. Hasta hace poco vivíamos felices; yo porfié en quedarme y, ya lo ve, ahora es tarde para escapar.



4

      En agosto último conocimos a un señor Standle, que da lecciones en la escuela de perros de la calle Estomba. Apuesto que lo vio más de una vez por el barrio, siempre con un perro distinto, que va como pendiente de las órdenes y que ni chista de miedo a enojarlo. Haga memoria: un gigantón de gabardina, rubio, derecho como palo de escoba, medio cuadrado en razón de las espaldas anchas, de cara afeitada, de ojos chicos, grises, que no parpadean, le garantizo, aunque el prójimo se retuerza y clame. En el pasaje corren sobre ese individuo los más variados rumores: que llegó como domador del Sarrasani, que fue héroe en la última guerra, fabricante de jabones con grasa de no sé qué osamenta, e indiscutido as del espionaje que transmitió por radio, desde una quinta en Ramos, instrucciones a una flota de submarinos que preparaba la invasión del país. A todo esto agregue, por favor, la tarde en que Aldini se levantó como pudo del banquito donde tomaba fresco junto a su perro, que aparenta ser tan reumático y viejo como él, me agarró de un brazo, me llevó aparte como si hubiera gente, pero en la vereda sólo estábamos nosotros y el perro y me sopló en la oreja:
       —Es caballero teutón.



5

      Otra tarde, mientras mateábamos, Diana le comentó a Ceferina:
       —Apuesto que ni se acuerda.
       Movió la cabeza en mi dirección. Me quedé mirándola con la boca abierta, porque al principio no me acordaba que el domingo era mi cumpleaños.
       Diana observa puntualmente toda suerte de santos, aniversarios, días de la madre, del abuelo, y de lo que se le ocurra al almanaque o quien disponga en la materia, de modo que no tolera esos olvidos. Si la fecha olvidada hubiera sido su propio santo o el de don Martín Irala, mi suegro, o el aniversario de nuestro casamiento, mejor que yo me desterrara del pasaje, porque para mí no habría perdón.
       —No invités más que a la familia —le supliqué. En casa, la familia es la de mi señora.
       Como se trataba de mi cumpleaños por fin cedió y lo celebramos en la intimidad. Créame que me costó convencerla. Es muy amiga de las fiestas.
       La noche del cumpleaños vinieron, pues, don Martín, Adriana María, mi cuñada, su hijo Martincito y —¿a título de qué? me pregunto— el alemán Standle.
       A don Martín lo habrá visto por el jardín de casa con la azada y con la regadera. Es muy amigo de las flores y de toda clase de legumbres. Usted seguramente lo tomó por uno de esos jardineros a destajo. Si es así, mejor que mi suegro no se entere. A todos, en la familia, los aflige la soberbia de la sangre, desde que un especialista que atendía en un quiosco en la Rural, les contó que descienden en línea recta de un Irala que tuvo un problema con los indios. Don Martín es hombre morrudo, más bien bajito, calvo, de ojos celestes, notable por los arranques de su mal carácter. No bien llegó reclamó mis pantuflas de lana. No se las puedo negar, créame, porque se le volvieron una segunda naturaleza; pero cuando lo veo con las pantuflas le tomo rabia. Usted pensará que un individuo que se le apropia de las pantuflas, aunque sea por un rato, lo hace en prenda de algún sentimiento de amistad. Don Martín no comparte el criterio y, si me habla, es para ladrarme. Debo reconocer que en la noche de mi cumpleaños (como todo el mundo, salvo yo) se mostró alegre. Era la sidra. Amén, desde luego, de los ingredientes del menú: abundantes, frescos, de la mejor calidad, preparados como Dios manda. En casa habrá muchas fallas, pero no en lo que se come.
       Permítame que deje el punto debidamente aclarado: siempre Diana presumió de buena mano en la cocina. Un mérito de reconocido peso en el hogar. Sus pastelitos rellenos de choclo son justamente famosos en la intimidad y aun entre la parentela. Cuando terminó el Noticiario Deportivo, don Martín apagó la televisión. Martincito, que berrea como si imitara a un chico berreando, exigió que la encendiera de nuevo. Don Martín, con una calma que asombró, se descalzó la pantufla derecha y le aplicó un puntapié. Martincito chilló. Diana lo protegió, lo mimó: se desvive por él. Tronó don Martín:
       —A comer se ha dicho.
       —¿Adivinan la sorpresa? —preguntó Diana.
       En el acto manifestaron todos un alboroto inconfundible. Hasta Ceferina, que es tan peleadora e intransigente, participó en esa pequeña representación, nada fingida por lo demás. Diana pone en su trabajo no menos amor propio que buena voluntad, de modo que no va a admitir que los pastelitos le salgan mal o caigan pesados.
       En casa, a cada rato, se oye alguna campanada de los relojes de pared que están en observación. A nadie le irrita, que yo sepa, el alternarse de los carillones, frecuentes pero armoniosos; a nadie salvo a Diana o a don Martín. Cuando sonó un reloj de cuco, don Martín se encaró conmigo y gritó:
       —Que se calle ese pájaro porque le voy a torcer el pescuezo.
       Diana protestó:
       —Ay, papá. Yo tampoco aguanto los relojes, pero el de cuco es lo que se llama simpático. ¿No te gustaría vivir en su casita? A mí, sí.
       —A mí los relojes que más rabia me dan son los de cuco —dijo don Martín, ya un tanto calmado por Diana.
       Como yo, la quiere con locura.
       Martincito comió del modo más repugnante. Por toda la casa dejó rastros de sus manos pegajosas.
       —Los niños del prójimo son ángeles disfrazados de diablos —comentó Ceferina, con esa voz que le retumba—. Dios los manda para probar nuestra paciencia.
       Confieso que en ningún instante de la noche sentí alegría. Quiero decir verdadera alegría. Tal vez yo estaba mal preparado por un presentimiento, porque a los cumpleaños y a las fiestas de Navidad y de Año Nuevo, desde que tengo memoria, las miro con desconfianza. Procuro disimular, para no estropearle a mi señora celebraciones que ella aprecia tanto, pero seguramente me preocupo y estoy mal dispuesto. Justificación no me falta: las peores cosas me sucedieron en esas fechas.
       Aclaro que, hasta últimamente, las peores cosas habían sido peleas con Diana y ataques de celos por deslices que no existieron sino en mi imaginación.
       Usted le dará la razón a mi señora, dirá que estoy muy interesado en lo mío, que no me canso de explicar lo que siento.
       En la carta que le llevó la señorita Paula, no le detallaba nada. Después de leerla, ni yo mismo quedé convencido. Me pareció natural, pues, que usted no me respondiera. En esta relación, en cambio, le explico todo, hasta mis locuras, para que vea cómo soy y me conozca. Quiero creer que usted pensará, en definitiva, que se puede fiar en mí.




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