Adolfo Bioy Casares
(Buenos Aires, 1914-1999)

El camino de Indias (1986)
Historias desaforadas
(Buenos Aires: Emecé Editores, 1986, 231 págs.)



      Realmente yo estaba lejos de presentir que las notas reunidas para mi discurso en elogio del doctor Francisco Abreu y el diario que llevé durante mi último viaje, muy pronto me servirían para redactar un artículo en defensa de mi persona. Como introducción y excusa diré únicamente que una larga amistad me une al doctor Abreu y que me parece normal que un amigo defienda a otro. Sin más emprendo ahora mi justificación, que será de paso la cálida semblanza de un verdadero médico y la discreta, pero veraz, memoria de las aventuras que jalonaron uno de los descubrimientos más importantes para la felicidad del hombre. En este punto convengo con Abreu, que suele decir: «¡Cuánta razón tenía Freud, en lo del sexo!». Ya se sabe que no es devoto del psicoanálisis.
       Con relación a los médicos, Abreu los clasifica en dos grupos: los estudiosos y los que tienen, como los charlatanes, la virtud de curar. Él se incluye en el primer grupo. En cierta medida le doy la razón. Me consta que es un estudioso y que al hablar de cuestiones médicas despliega un deslumbrante acopio de conocimientos. No puedo, sin embargo, negar la evidencia: en la historia de la medicina, el sitio de Francisco Abreu es el de un terapeuta sobresaliente.
       Allá en los albores de su carrera abrió un consultorio en la calle Fitz Roy. Más de una vez me refirió: «Cuando había atendido a un enfermo y lo acompañaba hasta la puerta que daba a la sala de espera, pensaba: ¡Que haya alguien, esperando! Casi nunca había». A veces me pregunto si la expresión de la cara no tenía su parte en la auténtica gracia de Abreu.
       A la despareja lucha contra las enfermedades, mi amigo aportaba por aquel entonces dedicación laboriosa y trato cordial. El barrio no tardó en responder, y la situación cambió radicalmente. La pequeña sala de espera apenas daba cabida a los enfermos, que en ocasiones (los he visto yo mismo) se agolpaban junto a la puerta de calle, en el frío, bajo la lluvia o a pleno sol.
       Un viernes, a la hora de la siesta, Abreu recibió a un señor de aire saludable, que se quejaba de vagos malestares. Debía de ser un hombre aprensivo, porque las manos le temblaban un poco y le sudaban. Cuando el doctor (una ancha sonrisa animaba esa cara tan peculiar, agraciada para quienes lo conocen y lo quieren) se arrimó con la intención de examinar el fondo de ojos, el enfermo sufrió un profundo desmayo. Abreu recuerda claramente que se dijo: «No perdamos la calma». Con la mayor serenidad aplicó el oído y pudo comprobar que el corazón no funcionaba. Se dijo: «Esto no puede pasarme a mí», y de nuevo aplicó el oído. Debió admitir que a veces lo inaudito ocurre: el corazón no latía. Tan perturbado estaba sin comprender la trascendencia de sus actos, marcó en el teléfono un número y ordenó que le mandaran inmediatamente una ambulancia. Entonces advirtió el error, pero se consoló pensando que por lo menos había reprimido un primer impulso de asomarse a la sala de espera y gritar: «¡Un médico! ¡Un médico! ¿No hay un médico entre ustedes?». Aquellos minutos, de encierro con su muerto, a quien ya no podía reanimar, le parecieron interminables. Pensaba en la mala suerte, deseaba que la ambulancia no llegara y que no hubiera nadie en la sala de espera. Consternado oyó, todavía lejana, la clamorosa sirena, y segundos después irrumpieron, estruendosamente, los camilleros. Cargaron el muerto y se lo llevaron entre dos filas de enfermos, que miraban con excesiva curiosidad y temor. Abreu, cabizbajo, cerraba el breve cortejo. Se dominó en el momento de salir, para anunciar:
       —Un ratito y vuelvo. No ha pasado nada. Absolutamente nada.
       A la media hora, cuando regresó, quedaba una señorita, que seguramente no se fue por timidez o por falta de coraje. La atendió sin prisa, como si tuviera todo el tiempo del mundo. En algún momento notó que la señorita lo miraba de un modo extraño. Hombre casto, mal dispuesto a complicarse con cualquiera, dio por terminado el examen clínico, escribió una receta y, al entregarla, ordenó en tono impersonal.
       —Me toma una pastillita con el desayuno.
       Solo en el consultorio, no sabía cómo pasar el tiempo sin pensar en lo que había ocurrido. Aunque no quería cavilar, se preguntó si lo habrían abandonado para siempre sus fíeles enfermos.
       No, no lo habían abandonado. El lunes, desde las dos de la tarde, fueron llegando los que estaban el día del muerto, más algunos otros. Durante una semana y media Abreu trabajó bien, con el consultorio repleto, o poco menos. El miércoles de la segunda semana un enfermo, por demás delgado, inexplicablemente se le murió. Esta vez la gente se retiró para no volver.
       Tras una rápida reflexión se dijo que lo mejor era cortar por lo sano y cerrar el consultorio. De ninguna manera suponga el lector que las andanadas de la adversidad perturbaron o descaminaron a mi amigo. Lo ayudaron a dejar atrás una etapa intermedia y a encontrar su vocación.
       Abreu sostuvo muchas veces que ciertas aflicciones del hombre, conocidas de siempre, nunca solucionadas, proclamaban la impotencia de la medicina. ¡Qué no daríamos por no resfriarnos, por evitar el dolor de muelas, el dolor de cintura, por no perder gradualmente la vista, o el pelo, por no encanecer! Con relación a estos males, circunscriptos y concretos para el vulgo, el fracaso de la medicina es flagrante. Yo le explicaba:
       —En cambio tu optimismo es incurable.
       Ignoro si nuestras conversaciones lo alentaron en el nuevo capítulo de su vida, el triunfal y consagratorio. De algo no dudo: sin retaceos Abreu volcó su voluntad férrea y su inteligencia, a la solución de una de las desdichas que inmemorialmente había derrotado a la medicina y torturado a los hombres. Descubrió así, en un tiempo relativamente breve, su renombrada Fórmula Abreu contra la Calvicie. En los laboratorios Hermes, donde la presentó, recibió la mejor acogida de los expertos, que le ofrecieron un anticipo generoso. Resolvió gastarlo a lo grande, en un viaje por Europa con doña Salomé, su mujer. Abreu remató la frase que enumeraba estas buenas noticias, con un afectuoso pedido. Me dijo:
       —Anímate y vení con nosotros.
       Me animé. Para los argentinos de mi generación, el viaje a Europa era algo comparable a un verdadero premio, como el Nobel para los escritores o el cielo para los justos. Por lo demás, ¡qué gratísimos compañeros! Abreu, un amigo de toda la vida, con el que siempre me sentí cómodo y a cuyo lado aprendí tantas cosas; doña Salomé, toda una señora y, por si fuera poco, lo que se dice una buena moza de verdad.
       Empezamos la gira por Amsterdam. En el hotel afirmó alguien que un sismo había sacudido nuestro país. A la tarde nos largamos a la embajada, a pedir noticias. Nos recibió el embajador en persona, un señor o doctor Braulio Bermúdez, que según se aclaró entre palmaditas y risotadas, había sido condiscípulo de Abreu, en la Escuela Argentina Modelo. Era un criollo a la antigua, de lo más afable. El movimiento de tierra no produjo daños ni víctimas, así que lo tenía sin cuidado; lo que realmente lo preocupaba era una ceremonia, de fecha próxima, en la que se presentaría ante la reina, en La Haya. Intuimos que ese diplomático tan campechano y dado con nosotros, era tal vez corto de genio con los extranjeros.
       Mientras conversábamos se arrimó a un gran espejo. Se miró con detención y de pronto comentó:
       —Hay que embromarse. El aspecto físico tiene su importancia.
       —Yo te envidio el aspecto físico —dijo Abreu.
       —Salí de ahí —respondió el embajador, sacudiendo la cabeza—. ¡Todavía si fuera un poco menos pelado!
       Me pareció que había llegado el momento de darle una manito a mi compañero de viaje. Observé:
       —Querido embajador, ¿no sabe que nuestro amigo, el doctor Abreu, ha encontrado la solución para eso?
       Bastó que el embajador manifestara interés, para que Abreu emprendiera un desmedido elogio de su elixir, al que atribuyó eficacia fulminante. Yo me sentí avergonzado. «Poco falta», pensé, «para que diga que de un día para el otro le va a cubrir esa pelada con la melena de león». Confieso que la actitud de mi amigo me sorprendió y me entristeció. Demasiado pronto se había pasado al grupo de los médicos charlatanes.
       Don Braulio debía de estar de veras preocupado por la calvicie, ya que preguntó:
       —Y ahora, en Holanda, ¿qué puede hacer un hombre como yo para armarse de un frasquito de tu maravilloso elixir?
       Quedamos en mandárselo esa misma tarde. Cuando salimos lamenté no haber pedido en canje tarjetas para asistir a la ceremonia. Abreu volvió a sorprenderme, al declarar:
       —Yo ni loco iría.
       —Pero ¿no te das cuenta? ¡Una ceremonia en palacio! ¿Te has detenido a pensar que semejante ocasión no se presenta dos veces en la vida humana?
       Todo fue inútil. Mis intentos de conseguir como aliada a doña Salomé fracasaron. Para ella, como para Abreu, las ceremonias oficiales eran frívolas, y aburridas. Admito que tenían su personalidad, pero yo tenía la mía; sin entrar en explicaciones, pedí a Abreu un frasquito de su tónico.
       —Ahora se lo llevo personalmente —dije.
       Así lo hice, y esa noche volví al hotel con la preciosa tarjeta en mi poder.
       Los días que siguieron fueron agradables, aunque en repetidas ocasiones me sobresaltó la idea de que la esperada ceremonia pudiera resultar una fatal prueba de fuego para el buen nombre de Abreu. Parecía imposible que su tónico diera resultado apreciable en un plazo tan corto. La preocupación, a medida que nos aproximábamos a la fecha, aumentaba. Estuve a punto de llevar aparte a la bellísima Salomé y abrirle mi corazón. En momentos de angustia y desconcierto siempre buscamos refugio en el pecho de una mujer. Recapacité, sin embargo, que lo más leal era someter mis dudas al amigo. Comprobé, entonces, que su fe en el tónico era inconmovible.
       Cuando por fin llega lo que hemos deseado, advertimos que también eso, como todo en la vida, está erizado de incomodidades. La ceremonia empezaba a las once de la mañana, pero no se desarrollaría en Amsterdam, como me obstinaba en creer, olvidando lo que me habían dicho, sino en La Haya. El conserje del hotel, hombre muy seguro de sus informaciones, me aconsejó que estuviera en el palacio a las diez y media. Para tomar temprano el tren no había más remedio que abreviar los placeres del desayuno y del baño de inmersión.
       Por lo demás la tarjeta que me habían dado no era tan preciosa que digamos. Las que realmente valían la pena eran la blancas, de los invitados especiales. Las verdes, como la mía, le permitían a uno mezclarse con la turba que se agolpaba en los fondos del salón. Es claro que parado en puntas de pie podía ver a la reina y a los dignatarios que recibían el saludo del cuerpo diplomático; pero cansa estar en puntas de pie, de modo que me estiraba de vez en cuando, para echar una mirada y, al comprobar que todavía no le tocaba el turno a Bermúdez, volvía a mi nivel, inferior al de la gente que me rodeaba: holandeses de considerable estatura, por lo general. A causa de estas evoluciones, casi me pierdo el hecho, tan comentado después. Cuando calculé que el saludo del afgano habría concluido, intenté asomarme entre los hombros de dos holandeses, para descubrir que le había llegado el turno al representante de Albania; aunque no tardé en encaramarme de nuevo, ya nuestro Braulio Bermúdez avanzaba hacia la reina. Con el deseo de que un milagro me probara que mi amigo Abreu no había exagerado, como vulgar charlatán, los méritos de su tónico, fijé la mirada en el cráneo de Bermúdez. En un primer momento, lo confieso, me abatí. Si la imagen esperada había sido una cabeza cubierta de abundante cabellera, sólo cabía la desilusión. Sin embargo, bien mirado ese cráneo alentaba esperanzas, ya que parecía cubierto por la sombra de una pelusa; pero algo debí de vislumbrar en la cara de Bermúdez, que me distrajo de tales consideraciones. Una extraordinaria ansiedad y fijeza de expresión había en el rostro que lenta, contenidamente, avanzaba hacia la reina. Murmuré: «Un tímido, un verdadero tímido». No pasé por alto la espectacular disparidad entre los dos personajes que atraían mi atención: Bermúdez, como agarrotado por contracturas, y la reina, amplia, dorada, plácida. Según quienes vieron (porque yo no vi; para darme un resuello había bajado, por unos segundos, de la punta a la planta de los pies) como si fuera un resorte, aquella terrible contractura de pronto proyectó al embajador en un salto felino. A continuación presenciamos una escena desordenada y penosa. Por un lado, el patetismo de las solícitas atenciones para socorrer a la soberana, para consolarla y recuperar para ella y también para el gran acto solemne que nos había reunido, la compostura que por un instante pareció maltrecha. Por otro lado, el oprobio: nuestro embajador expulsado a empujones. Las consecuencias del extraño incidente fueron las de prever. Un sector de la prensa dio pie a imputaciones escandalosas, que ambos gobiernos trataron de acallar mediante comunicados tan circunspectos y vagos, que reavivaron la suspicacia. El saldo fue muy triste: uno de nuestros mejores diplomáticos dado de baja.
       Nosotros no lo acompañamos en la dura prueba que le tocó en suerte. Nos dejamos arrastrar por las perentorias exigencias de un viaje programado de antemano, con escalas donde asesores científicos y directores de sociedades vinculadas a los Laboratorios Hermes aguardaban a Abreu en fechas y horas prefijadas. La escala siguiente fue nada menos que París. Abreu había quedado satisfecho de sus interlocutores de no recuerdo qué empresa local, pero el día que visitamos la torre Eiffel, doña Salomé nos dio una mala sorpresa: pretextando vértigo, nos privó de su compañía. Mientras contemplábamos París desde lo alto, Abreu descargó la pregunta:
       —¿Notaste que de un tiempo a esta parte me trata con un dejo de impaciencia?
       Traté de pensar en cómo ayudarlos y me armé de coraje para decir:
       —Concentrado en el trabajo, a lo mejor descuidaste tu apariencia física. Una espléndida señora como doña Salomé no se presenta con un viejo a su lado. La verdad es que el inventor de la gran fórmula contra la calvicie está perdiendo el pelo. ¡Qué paradoja, qué locura!
       En la etapa siguiente comprobé que mi sugerencia no había caído en el vacío. Aquel fin de semana, junto al lago Leman, fue paradisíaco. ¿A qué misterioso hecho nuevo debíamos atribuir el buen ánimo de la señora? No, por cierto, a un cambio en el aspecto del cuero cabelludo de Abreu. Nadie calificaría de cambio para mejor la pelusa que ahora sombreaba aquella calvicie. Era una esperanza, eso sí, y era también una prueba de que Abreu estaba cuidando su aspecto físico. Doña Salomé debió de sentirse halagada y agradecida de que su marido se tomara tales cuidados.
       No sé cuándo reconoceremos como corresponde la ascendencia de la mujer sobre nuestro carácter. Ni siquiera la circunstancia de que los ginebrinos se mostraran menos dispuestos que los holandeses y los franceses a creer en las virtudes de su tónico, irritó al amigo Abreu. El bienestar es contagioso. Lo mismo, a pesar de mi soltería, me sentía contento. Doña Salomé, resplandeciente como si una primavera interior la colmara, afrontaba con divertida indulgencia los tropiezos y las molestias que nunca faltan en un viaje. Mi admiración por ella crecía. Por primera vez me hallaba ante una mujer auténticamente alegre y despreocupada.
       Los tres viajeros abordamos el Orient Express en idéntico estado de ánimo. Si esta afirmación no correspondía por igual a los sentimientos de cada uno de nosotros, yo no advertí la diferencia. Es posible que en el curso del largo viaje en tren, el matrimonio dejara entrever algún roce, al que francamente no tomé en serio. Por eso lo que sucedió después me dejó helado. Toda la noche me había revuelto en la cucheta, como si un mal presentimiento me atormentara. A cada rato encendía la luz y miraba el reloj. Llegó el momento en que no aguanté más: me levanté, me vestí y me dirigí al coche comedor, en la esperanza de encontrarlo abierto. Estaba cerrado. Eran las 6 y 45.
       Lo recuerdo como si fuera ahora. Cuando yo volvía tristemente por el pasillo, el tren se detuvo en una estación. Abrí una ventana, me asomé, leí un letrero: Zagreb. Deambulaban por el andén pintorescos campesinos y vendedores de baratijas. Entre ellos vislumbré una presencia increíble: doña Salomé en persona, valijita en mano y con el aspecto de quien se ha vestido de apuro. Si no la llamaba en el acto, la perdería de vista, porque se encaminaba hacia la salida de la estación. Con la esperanza de que no fuera ella, me puse a gritar:
       —¡Doña Salomé! ¡Doña Salomé!
       Giró sobre sí misma, se llevó un dedo a los labios y por toda explicación lanzó un grito ahogado y desgarrador:
       —¡No puedo más!
       Como si el cansancio la doblegara, retomó su camino. Pronto desapareció.
       Mi intención fue bajar y de un modo u otro recuperarla, pero vacilé. El tren se puso en marcha. Me sentí culpable, me pregunté qué le diría a Abreu y cómo sería su reacción.
       Se mostró más triste que sorprendido. Repetidamente murmuraba:
       —¿Qué voy a hacer sin ella?
       Los seres humanos somos inescrutables, o por lo menos Abreu resultó inescrutable para mí. Parecía ansioso, es verdad, pero demasiado dispuesto a mirar a otras mujeres. A pocas horas de la partida de doña Salomé, bastaba que una mujer pasara a su lado para que le brillaran los ojos y dejara oír comentarios salaces. Recuerdo que me dije: «Si no lo sujetan, no va a perdonar una pollera».
       Tras una breve etapa en Estambul, volamos a Bagdad, ciudad a la que llegué con favorable expectativa, porque su nombre siempre ejerció un poderoso encanto sobre mi imaginación. Paramos en el hotel Khayam. El conserje me dio un plano de la ciudad y algunos prospectos turísticos, amén del consejo de precaverme del sol. En nuestra primera salida, le dije a Abreu:
       —Con una temperatura como ésta no habría que salir del hotel hasta la caída de la tarde. Ante todo vamos a comprar sombreros.
       Tras consultar el reloj, contestó:
       —Si no tomo un taxi ahora mismo, no llego a tiempo a la entrevista con la filial de Hermes.
       Se fue. Seguí con la mirada el taxi, hasta que se perdió con Abreu en el desordenado y colorido mundo musulmán. Ese recuerdo ahora me parece patético. Siguiendo la estrecha franja de sombra contra las casas, como si fuera una cornisa al borde del abismo, llegué a un negocio en cuya vidriera había algún fez, unas gorras y un casco colonial. Compré el casco colonial. Era de corcho, livianísimo, pero tan duro que molestaba como si fuera de plomo.
       Recorrí el bazar. Me cansé. Por uno de los folletos que me dio el conserje me enteré de que al bazar lo llamaban calle carrozada y que fue construido por una famoso pashá. Reflexión hecha, descubro que estas informaciones corresponden al bazar de Damasco, ciudad que no visité.
       Cuando llegué al hotel, cansado y hambriento, me esperaba una novedad que al principio no me alarmó: Abreu no había vuelto. Sentado en el hall de entrada, con la mirada fija en la puerta giratoria, postergué el almuerzo hasta donde lo permitió mi languidez.
       Almorcé, dormí la siesta. Para matar el tiempo me dispuse a dar una vuelta por la ciudad. Antes de salir, eché una mirada al salón, por si el amigo hubiera llegado. Un viejo que servía café me dijo en voz baja:
       —El conserje le quiere hablar.
       El conserje me pidió que lo siguiera hasta un saloncito, donde el gerente me atendería en seguida. Mientras esperaba, empecé a cavilar. Se me ocurrieron hipótesis que tuve por descabelladas; muy pronto descubriría, sin embargo, que la imaginación no puede competir con la realidad. Lo que el gerente del hotel, hablando en tercera persona, en un tono cortés y muy triste, me comunicó, era increíble. Tras participar en un episodio callejero sin duda grave, Abreu se hallaba detenido en una dependencia policial, cuya dirección mi interlocutor ignoraba. Exclamé:
       —¿Sabe quién es el doctor Abreu? ¡Una personalidad internacional, un investigador famoso!
       El gerente movía la cabeza y como podía se excusaba.
       —Sinceramente, lo deploro —dijo.
       De mal talante pregunté:
       —¿Sabe, por lo menos, dónde está la embajada argentina?
       Después de interrogar a personal subalterno y de consultar guías de variado formato, escribió en un papel una dirección. Explicó:
       —Para mostrar al conductor del taxi.
       El viaje fue tan corto que me pregunté si no me habrían sugerido el taxi por el simple afán de esquilmar al forastero. Paramos frente a una casa que tenía un mástil y una chapa de bronce. Con disgusto leí la inscripción… Me habían mandado al consulado, no a la embajada. Ese atolondrado gerente, ya me iba a oír. Mi intención había sido que la más alta investidura de nuestra representación interviniera, para que las autoridades locales midiesen de una vez la barrabasada cometida. La intervención del cónsul privaría a mi protesta de toda espectacularidad. Sin embargo, para no perder un minuto, ya que se trataba de sacar al amigo de la pesadilla que estaba viviendo, resolví iniciar ahí mismo las gestiones.
       El cónsul, un doctor Laborde, me recibió en su despacho. No diré que me miró hostilmente, pero sí con desafecto y resignación.
       —¿Qué lo trae por acá? —preguntó, como si para hablar tuviera que sobreponerse al cansancio.
       ¡Lo que va de un hombre a otro! ¡Qué diferencia con Bermúdez, el ex embajador en Holanda! Después no entendemos por qué en nuestro país las cosas andan mal. El que recibe sin ganas al compatriota sigue en funciones y un diplomático de la talla de Bermúdez, dado de baja. Lo único que tenían en común esos dos funcionarios era la nacionalidad y la calvicie.
       Recapacité: «No es el momento de manifestar el desagrado que el individuo me provoca». Por el contrario, debía ganarlo para la causa, comprometerlo en la defensa de Abreu.
       —Mi compañero de viaje, nuestro famoso investigador Abreu, ha sido víctima de un incalificable atropello, por parte de las autoridades locales.
       Tras mirarme fijamente, Laborde habló en el tono de quien trata de sincerarse, de comunicar una verdad profunda.
       —Uno está acá, donde el diablo perdió el poncho, a la espera del criollo que le traiga, por así decirlo, un pedazo de patria, un poco de aire vivificador y, cuando llega alguno, viene con asuntos desagradables, para que un servidor saque la cara. ¡Es matarse!
       Temblando de rabia, repliqué:
       —Le agradezco la franqueza, que trataré de retribuir. Ese mismo hombre que usted no quiere socorrer dispone de lo que podría ser para usted la verdadera salvación.
       —Mire —contestó—, ¿no le parece qué hace demasiado calor para andar con acertijos?
       —Está bien. Se lo digo claramente: usted se está quedando calvo.
       Me miró sin pestañear.
       —¿Y por casa cómo andamos? —preguntó—. De acuerdo, le concedo, soy un pelado y además un ingenuo. ¿O el ingenuo es usted? Porque si no me equivoco está pidiendo que me malquiste con las autoridades locales, a las que tengo que ver a sol y a sombra, para defender a un charlatán que ha sacado el último específico contra la calvicie.
       No me di por vencido. Expliqué:
       —Usted lo ha dicho. Es el último específico, porque es el único eficaz. Entre nosotros, le confesaré que me sorprende que un representante de nuestro país confunda a Abreu con un charlatán.
       Siguió la polémica hasta que Laborde se resignó a llamar por teléfono a un conocido suyo, que era, según dijo, su punta de lanza en la Jefatura de Policía. La conversación con el conocido llevó su tiempo. Mientras esperaba el resultado, no pude menos que notar que la cara de Laborde progresivamente se ensombrecía. Cortó, giró hacia mí y sacudiendo lentamente la cabeza declaró:
       —Me lavo las manos.
       —¿Se puede saber por qué?
       —Están furiosos. Acometió en plena calle y, óigame bien, por la espalda, a un derviche.
       —¿A un derviche?
       —Aullador, para colmo. Aquí no andan con vueltas: le cortan la cabeza o le amputan un miembro.
       —Yo quiero hablar con el embajador en persona.
       Laborde me dio explicaciones vagas, pero alarmantes, y concluyó:
       —Si yo fuera usted, quiero decir si yo fuera el compañero de viaje del señor Abreu, me tomaría el primer avión, antes que pasaran a buscarme. ¿Entiende?
       Le dije que si estaba tan seguro de la inminencia del peligro, por favor me reservara un pasaje para el primer vuelo. Se hizo rogar, pero finalmente habló por teléfono con una agencia de viajes. Palmeándome y empujándome hacia la puerta, me previno:
       —No perdamos tiempo. Se va hoy en el vuelo de las 20 y 45, de la Austrian Lines. Dispone de cincuenta minutos para pasar por el hotel, buscar su equipaje y ponerse a salvo.
       Ya me iba de su despacho cuando me preguntó si el específico de Abreu era realmente bueno y si yo podría mandarle un frasquito.
       Recuperé en parte mi aplomo.
       —Si me queda alguno, se lo dejo en el hotel Khayam. Pídalo al conserje —contesté fríamente.
       Salí a la calle y me precipité en un taxi, de lo que me arrepentí en el acto, porque entre esa muchedumbre, a pie hubiera avanzado con mayor rapidez. Desde luego, me hubiera extraviado.
       En la recepción del Khayam ordené que prepararan la cuenta. Sin esperar el ascensor corrí escaleras arriba. A la disparada metí en mi valija la ropa y los dos últimos frascos del elixir. Un empleado del hotel, acaso en busca de propina, en un santiamén se encargó de llevarme las valijas.
       En la recepción me preguntaron:
       —¿El doctor Abreu también se va?
       —Sí… a lo mejor —vacilé.
       —¿Qué hacemos con el equipaje del doctor? ¿Lo guardamos en la reserve?
       No sabía qué era eso. Respondí:
       —Por favor, lo guardan en la reserve.
       Se me acercó el conserje para despedirse y, por acto de presencia, recordarme que le debía una propina. Cuando entregué el dinero, me dije que tal vez le dejaría nomás al cónsul el frasquito que me había pedido. Ni siquiera me pregunté por qué: estaba demasiado apurado, demasiado nervioso, para pensar claramente. Recuerdo que abrí una valija, escarbé en el desorden, sorprendí una fugaz mueca reprobatoria en la cara de alguno de los que miraban y encontré el frasco. Lo puse en manos del conserje, con la recomendación:
       —Cuando el cónsul argentino, un tal señor Laborde, venga a buscarlo, por favor se lo entrega.
       Llegué al aeropuerto casi a la hora de partida. Cargué las valijas y, bañado en transpiración, corrí tambaleando por el peso. Pasé tribulaciones. Había tantos inspectores y tanta policía que me pregunté si estarían ahí para detenerme. Cuando me desplomé en el asiento del avión, pensé con alivio: «¡Es un milagro!». Debí de perder la conciencia, porque desperté en pleno vuelo, en el momento en que la azafata colocaba las bandejas para la comida.
       Durante los tramos a Viena y a Frankfurt me acompañó un agradable sentimiento de hallarme a salvo; pero entre Frankfurt y Buenos Aires por primera vez me pregunté si antes de alejarme de Bagdad había hecho lo humanamente posible en favor de Abreu. Empecé por no estar seguro, para después caer en remordimientos, quizás infundados, pero bastante vivos. Me pregunté cómo me recibirían en Buenos Aires. Imaginé calumniosas campañas periodísticas, que me acusaban de traidor y cobarde.
       No recuerdo qué viajero dijo que la llegada al país obra siempre en nosotros como un despertar. Había periodistas en Ezeiza, pero no desconfiados, ni hostiles; gente para quien yo era el último amigo que había visto a nuestro gran hombre de ciencia antes de caer preso en una ciudad remota. Me acosaban a preguntas, para acercarse a mí y, de ese modo, acercarse un poco al ya famoso Abreu, qué estaba fuera de alcance. Creían cuanto les decía e insaciablemente pedían más información. Debía cuidarme. Aquello era una invitación a deformar o enriquecer la verdad, lo que en mi situación era peligroso; también se me ofrecía la oportunidad de hundir para siempre, con unas pocas palabras certeras, al cónsul Laborde. La tentación era grande, pero instintivamente supe que en esa conversación entre argentinos, a quienes unía un generoso dolor, no había que sacar a relucir malos sentimientos ni reyertas.
       Por mi estado de ánimo, aquellos primeros días en Buenos Aires, después del viaje, me recordaban épocas de exámenes. ¿Qué otra cosa eran las conversaciones con periodistas, diariamente repetidas, por la mañana, por la tarde o por la noche, siempre con la posibilidad de preguntas incómodas? Felizmente, al cabo de un tiempo, aunque se mantenía la preocupación nacional por la suerte de Abreu, los reportajes mermaron. Yo retomé el antiguo ritmo de vida, con la satisfacción de no haber dado un paso en falso. Todavía me congratulaba de mi buena estrella, cuando me encontré con el doctor Gaviatti, que está en la Academia Argentina de Medicina. Me explicó:
       —De Relaciones Exteriores nos mandaron decir que sería oportuno un acto de la Academia en honor de tu compinche Francisco Abreu. Después de un largo cambio de ideas, le arrancamos al doctor Osán la promesa de hablar y hemos pensado que sería simpático que vos pronunciaras unas palabras en nombre de los amigos:
       La propuesta me colmaba de satisfacción, pero argumenté:
       —¡Che, soy un Juan de afuera, que no pertenece a la Academia, que ni siquiera es médico!
       —Yo no me preocuparía —aseguró Gaviatti. Me miró un poco, me dio una palmada y formuló, no creo que en broma, un comentario del que no me repuse inmediatamente:
       —Con esa pelada tuya, en pleno avance, no vas a desentonar.
       Oí también que me decía: «El viernes próximo, a las diecinueve horas… Ya invitamos a la mujer de Abreu… Si quieres que vaya algún conocido tuyo, llámalo al secretario, para que te mande tarjetas».
       Lo vi partir mientras me ocupaba en contar los días que faltaban hasta el viernes. No más de cinco. Tiempo de sobra tal vez para estos caballeros, que sin dificultad preparan un discurso de la noche a la mañana. No para mí. «Lo mejor», me dije, «para evitar sobresaltos» (qué ingenuo ¿no es cierto?) «será que me vaya a casa y me ponga a trabajar». Aunque lo conocía a Abreu desde siempre, o tal vez por eso, ignoraba si tenía tema para muchas horas o para unos minutos.
       En cuanto llegué me examiné atentamente en el espejo del baño y recordé lo que una amiga me había dicho: «A cierta edad todas las mañanas uno se asoma con recelo al espejo, para ver qué novedades le trae el nuevo día». En mi caso la novedad revistió el carácter de una amarga revelación. Por dos entradas laterales la frente avanzaba profundamente en el cuero cabelludo. Éste, en algunas partes, raleaba.
       Me pareció que si yo procedía con lógica me probaría a mí mismo que me había sobrepuesto a la amargura. Sin demora empezaría a trabajar y también a tomar el tónico de Abreu. Menos mal que me quedaba un frasco.
       Entiendo que el discursito me salió bien. Si ahora lo releo con ánimo de encontrar defectos, quizá descubra que no me he demorado debidamente en las situaciones destinadas a conmover al lector; pero quiero creer que la falla está compensada por la virulencia de los párrafos en que denuncio la bárbara incomprensión de quienes encarcelaron a un sabio. En cuanto a mí, en un arrebato de soberbia (lo que parece casi incompatible con mi índole) llegué a pensar que nadie debía juzgar mi lealtad a Francisco Abreu por lo que yo hice, o no hice, en Bagdad, sino por la pieza oratoria que había escrito en su defensa. No cabe duda que trabajé expeditiva y vigorosamente. Quizá yo debiera algo de mi empuje al famoso tónico o elixir, que de manera regular tomaba con el desayuno, con el almuerzo y con el té de la tarde.
       El día del acto desperté rebosante de coraje y muy seguro de mí. No se me cruzó por la mente la posibilidad de que los nervios me jugaran una mala pasada. Si me distraía un poco, me veía a mí mismo como un pugilista que se dispone a la pelea, no como un pacífico individuo que va a pronunciar un discurso.
       Cuando entré en el anfiteatro, el público lo llenaba, o poco menos. En el estrado me incorporé a un corrillo en que un señor preguntaba si la impuntualidad no sería un grave defecto de los argentinos. Otro me dijo:
       —Estamos, fíjese usted, sobre la hora y el doctor Osán no llega.
       Me pareció que la frase continuaba, o se apagaba, en un murmullo. Olvidé a mi interlocutor, a los demás académicos, a la concurrencia. Una visión maravillosa me subyugaba. Doña Salomé, con una sonrisa tristísima y abriendo los brazos, venía a mi encuentro. Puedo asegurar que en un principio la aparición me trajo a la memoria una emotiva sucesión de imágenes de ese matrimonio tan querido. Un cambio físico se operó entonces en mí, una verdadera revulsión, en la que todo mi ser tendía hacia doña Salomé, con irresistible premura.
       No es necesario que me explaye sobre lo que pasó después. Al respecto la opinión pública no carece de información. Intuyo, sin embargo, que la descripción del suceso que ofrecieron los diarios menos inclinados a una cautelosa reserva reflejó pálidamente la realidad. Con pesadumbre, con vergüenza, admito los hechos. En cambio rechazo de plano la responsabilidad total, que algunos tratan de endosarme. Creo que mi culpa sólo consiste en no haber comprendido enseguida algo que hoy parece evidente. Como Colón, Abreu logró un descubrimiento extraordinario, pero no el que buscaba. Estas páginas mías refieren dos o tres episodios que respaldan el aserto. Si todavía alguien requiere mayor confirmación, la encontrará en una noticia que últimamente difundió la prensa. El cónsul en Bagdad, el mismo que se lavó las manos en el asunto de Abreu, fue detenido por atentar en plena calle contra una mujer no muy joven, que llevaba el ropaje tradicional, con velo y todo.




Literatura .us
Mapa de la biblioteca | Aviso Legal | Quiénes Somos | Contactar