Jorge
Luis Borges
(1899–1986)
Biografía de Tadeo Isidoro Cruz
(1829-1874)
(El Aleph (1949)
I'm
looking for the face I had
Before the world was made.
Yeats: The Winding Stair.
El seis de febrero de 1829, los
montoneros que, hostigados ya por Lavalle, marchaban desde el Sur para
incorporarse a las divisiones de López, hicieron alto en una estancia
cuyo nombre ignoraban, a tres o cuatro leguas del Pergamino; hacia el
alba, uno de los hombres tuvo una pesadilla tenaz: en la penumbra del
galpón, el confuso grito despertó a la mujer que dormía con él. Nadie
sabe lo que soñó, pues al otro día, a las cuatro, los montoneros fueron
desbaratados por la caballería de Suárez y la persecución duró nueve
leguas, hasta los pajonales ya lóbregos, y el hombre pereció en una
zanja, partido el cráneo por un sable de las guerras del Perú y del
Brasil. La mujer se llamaba Isidora Cruz; el hijo que tuvo recibió el
nombre de Tadeo Isidoro.
Mi propósito no es
repetir su historia. De los días y noches que la componen, sólo me
interesa una noche; del resto no referiré sino lo indispensable para que
esa noche se entienda. La aventura consta en un libro insigne; es decir,
en un libro cuya materia puede ser todo para todos (1 Corintios 9:22),
pues es capaz de casi inagotables repeticiones, versiones, perversiones.
Quienes han comentado, y son muchos, la historia de Tadeo Isidoro,
destacan el influjo de la llanura sobre su formación, pero gauchos
idénticos a él nacieron y murieron en las selváticas riberas del
Paraná y en las cuchillas orientales. Vivió, eso sí, en un mundo de
barbarie monótona. Cuando, en 1874, murió de una viruela negra, no
había visto jamás una montaña ni un pico de gas ni un molino. Tampoco
una ciudad. En 1849, fue a Buenos Aires con una tropa del establecimiento
de Francisco Xavier Acevedo; los troperos entraron en la ciudad para
vaciar el cinto: Cruz, receloso, no salió de una fonda en el vecindario
de los corrales. Pasó ahí muchos días, taciturno, durmiendo en la
tierra, mateando, levantándose al alba y recogiéndose a la oración.
Comprendió (más allá de las palabras y aun del entendimiento) que nada
tenía que ver con él la ciudad. Uno de los peones, borracho, se burló
de él. Cruz no le replicó, pero en las noches del regreso, junto al
fogón, el otro menudeaba las burlas, y entonces Cruz (que antes no había
demostrado rencor, ni siquiera disgusto) lo tendió de una puñalada
Prófugo, hubo de guarecerse en un fachinal: noches después, el grito de
un chajá le advirtió que lo había cercado la policía. Probó el
cuchillo en una mata: poro que no le estorbaran en la de a pie, se quitó
las espuelas. Prefirió pelear a entregarse. Fue herido en el antebrazo,
en el hombro, en la mano izquierda; malhirió a los más bravos de la
partida; cuando la sangre le corrió entre los dedos, peleó con más
coraje que nunca; hacia el alba, mareado por la pérdida de sangre, lo
desarmaron. El ejército, entonces, desempeñaba una función penal; Cruz
fue destinado a un fortín de la frontera Norte. Como soldado raso,
participó en las guerras civiles; a veces combatió por su provincia
natal, a veces en contra. El veintitrés de enero de 1856, en las Lagunas
de Cardoso, fue uno de los treinta cristianos que, al mando del sargento
mayor Eusebio Laprida, pelearon contra doscientos indios. En esa acción
recibió una herida de lanza.
En su oscura y
valerosa historia abundan los hiatos. Hacia 1868 lo sabemos de nuevo en el
Pergamino: casado o amancebado, padre de un hijo, dueño de una fracción
de campo. En 1869 fue nombrado sargento de la policía rural. Había
corregido el pasado; en aquel tiempo debió de considerarse feliz, aunque
profundamente no lo era. (Lo esperaba, secreta en el porvenir, una lúcida
noche fundamental: la noche en que por fin vio su propia cara, la noche
que por fin oyó su nombre. Bien entendida, esa noche agota su historia;
mejor dicho, un instante de esa noche, un acto de esa noche, porque los
actos son nuestro símbolo.) Cualquier destino, por largo y complicado que
sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en que el
hombre sabe para siempre quién es. Cuéntase que Alejandro de Macedonia
vio reflejado su futuro de hierro en la fabulosa historia de Aquiles;
Carlos XII de Suecia, en la de Alejandro. A Tadeo Isidoro Cruz, que no
sabía leer, ese conocimiento no le fue revelado en un libro; se vio a sí
mismo en un entrevero y un hombre. Los hechos ocurrieron así:
En los últimos
días del mes de junio de 1870, recibió la orden de apresar a un malevo,
que debía dos muertes a la justicia. Era éste un desertor de las fuerzas
que en la frontera Sur mandaba el coronel Benito Machado en una
borrachera, había asesinado a un moreno en un lupanar; en otra, a un
vecino del partido de Rojas; el informe agregaba que procedía de la
Laguna Colorada. En este lugar, hacía cuarenta años, habíanse
congregado los montoneros para la desventura que dio sus carne a los
pájaros y a los perros; de ahí salió Manuel Mesa, que fue ejecutado en
la plaza de la Victoria, mientras los tambores sonaban para que no se
oyera su ira; de ahí, el desconocido que engendró a Cruz y que pereció
en una zanja, partido el cráneo por un sable de las batallas del Perú y
del Brasil. Cruz había olvidado el nombre del lugar; con leve pero
inexplicable inquietud lo reconoció... El criminal, acosado por los
soldados, urdió a caballo un largo laberinto de idas y de venidas;
éstos, sin embargo lo acorralaron la noche del doce de julio. Se había
guarecido en un pajonal. La tiniebla era casi indescifrable; Cruz y ¡os
suyos, cautelosos y a pie, avanzaron hacia las matas en cuya hondura
trémula acechaba o dormía el hombre secreto. Gritó un chajá; Tadeo
Isidoro Cruz tuvo la impresión de haber vivido ya ese momento. El
criminal salió de la guarida para pelearlos. Cruz lo entrevió, terrible;
la crecida melena y la barba gris parecían comerle la cara. Un motivo
notorio me veda referir la pelea. Básteme recordar que el desertor
malhirió o mató a varios de los hombres de Cruz. Este, mientras
combatía en la oscuridad (mientras su cuerpo combatía en la oscuridad),
empezó a comprender. Comprendió que un destino no es mejor que otro,
pero que todo hombre debe acatar el que lleva adentro. Comprendió que las
jinetas y el uniforme ya lo estorbaban. Comprendió su íntimo destino de
lobo, no de perro gregario; comprendió que el otro era él. Amanecía en
la desaforada llanura; Cruz arrojó por tierra el quepis, gritó que no
iba a consentir el delito de que se matara a un valiente y se puso a
pelear contra los soldados junto al desertor Martín Fierro.
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