Jorge
Luis Borges
(1899–1986)
El fin
(Artificios, 1944;
Ficciones, 1944)
Recabarren, tendido, entreabrió
los ojos y vio el oblicuo cielo raso de junco. De la otra pieza le llegaba
un rasgueo de guitarra, una suerte de pobrísimo laberinto que se enredaba
y desataba infinitamente…
Recobró poco a poco
la realidad, las cosas cotidianas que ya no cambiaría nunca por otras.
Miró sin lástima su gran cuerpo inútil, el poncho de lana ordinaria que
le envolvía las piernas. Afuera, más allá de los barrotes de la
ventana, se dilataban la llanura y la tarde; había dormido, pero aun
quedaba mucha luz en el cielo. Con el brazo izquierdo tanteó dar con un
cencerro de bronce que había al pie del catre. Una o dos veces lo agitó;
del otro lado de la puerta seguían llegándole los modestos acordes. El
ejecutor era un negro que había aparecido una noche con pretensiones de
cantor y que había desafiado a otro forastero a una larga payada de
contrapunto. Vencido, seguía frecuentando la pulpería, como a la espera
de alguien. Se pasaba las horas con la guitarra, pero no había vuelto a
cantar; acaso la derrota lo había amargado. La gente ya se había
acostumbrado a ese hombre inofensivo. Recabarren, patrón de la pulpería,
no olvidaría ese contrapunto; al día siguiente, al acomodar unos tercio
de yerba, se le había muerto bruscamente el lado derecho y había perdido
el habla. A fuerza de apiadarnos de las desdichas de los héroes de la
novelas concluímos apiadándonos con exceso de las desdichas propias; no
así el sufrido Recabarren, que aceptó la parálisis como antes había
aceptado el rigor y las soledades de América. Habituado a vivir en el
presente, como los animales, ahora miraba el cielo y pensaba que el cerco
rojo de la luna era señal de lluvia.
Un chico de rasgos
aindiados (hijo suyo, tal vez) entreabrió la puerta. Recabarren le
preguntó con los ojos si había algún parroquiano. El chico, taciturno,
le dijo por señas que no; el negro no cantaba. El hombre postrado se
quedó solo; su mano izquierda jugó un rato con el cencerro, como si
ejerciera un poder.
La llanura, bajo el
último sol, era casi abstracta, como vista en un sueño. Un punto se
agitó en el horizonte y creció hasta ser un jinete, que venía, o
parecía venir, a la casa. Recabarren vio el chambergo, el largo poncho
oscuro, el caballo moro, pero no la cara del hombre, que, por fin, sujetó
el galope y vino acercándose al trotecito. A unas doscientas varas
dobló. Recabarren no lo vio más, pero lo oyó chistar, apearse, atar el
caballo al palenque y entrar con paso firme en la pulpería.
Sin alzar los ojos
del instrumento, donde parecía buscar algo, el negro dijo con dulzura:
—Ya sabía yo,
señor, que podía contar con usted.
El otro, con voz
áspera, replicó:
—Y yo con vos,
moreno. Una porción de días te hice esperar, pero aquí he venido.
Hubo un silencio. Al
fin, el negro respondió:
—Me estoy
acostumbrando a esperar. He esperado siete años.
El otro explicó sin
apuro:
—Más de siete
años pasé yo sin ver a mis hijos.
Los encontré ese
día y no quise mostrarme como un hombre que anda a las puñaladas.
—Ya me hice cargo
—dijo el negro—. Espero que los dejó con salud.
El forastero, que se
había sentado en el mostrador, se rió de buena gana. Pidió una caña y
la paladeó sin concluirla.
—Les di buenos
consejos —declaró—, que nunca están de más y no cuestan nada. Les
dije, entre otras cosas, que el hombre no debe derramar la sangre del
hombre.
Un lento acorde
precedió la respuesta de negro:
—Hizo bien. Así
no se parecerán a nosotros.
—Por lo menos a
mí —dijo el forastero y añadió como si pensara en voz alta—: Mi
destino ha querido que yo matara y ahora, otra vez, me pone el cuchillo en
la mano.
El negro, como si no
lo oyera, observó:
—Con el otoño se
van acortando los días.
—Con la luz que
queda me basta —replicó el otro, poniéndose de pie.
Se cuadró ante el
negro y le dijo como cansado:
—Dejá en paz la
guitarra, que hoy te espera otra clase de contrapunto.
Los dos se
encaminaron a la puerta. El negro, al salir, murmuró:
—Tal vez en éste
me vaya tan mal como en el primero.
El otro contestó
con seriedad:
—En el primero no
te fue mal. Lo que pasó es que andabas ganoso de llegar al segundo.
Se alejaron un
trecho de las casas, caminando a la par. Un lugar de la llanura era igual
a otro y la luna resplandecía. De pronto se miraron, se detuvieron y el
forastero se quitó las espuelas. Ya estaban con el poncho en el
antebrazo, cuando el negro dijo:
—Una cosa quiero
pedirle antes que nos trabemos. Que en este encuentro ponga todo su coraje
y toda su maña, como en aquel otro de hace siete años, cuando mató a mi
hermano.
Acaso por primera
vez en su diálogo, Martín Fierro oyó el odio. Su sangre lo sintió como
un acicate. Se entreveraron y el acero filoso rayó y marcó la cara del
negro.
Hay una hora de la
tarde en que la llanura está por decir algo; nunca lo dice o tal vez lo
dice infinitamente y no lo entendemos, o lo entendemos pero es
intraducible como una música… Desde su catre, Recabarren vio el fin.
Una embestida y el negro reculó, perdió pie, amagó un hachazo a la cara
y se tendió en una puñalada profunda, que penetró en el vientre.
Después vino otra que el pulpero no alcanzó a precisar y Fierro no se
levantó. Inmóvil, el negro parecía vigilar su agonía laboriosa.
Limpió el facón ensangrentado en el pasto y volvió a las casas con
lentitud, sin mirar para atrás. Cumplida su tarea de justiciero, ahora
era nadie. Mejor dicho era el otro: no tenía destino sobre la tierra y
había matado a un hombre.
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