Jorge
Luis Borges
(1899–1986)
Emma Zunz
(El Aleph (1949)
El catorce de enero de 1922, Emma
Zunz, al volver de la fábrica de tejidos Tarbuch y Loewenthal, halló en
el fondo del zaguánuna carta, fechada en el Brasil, por la que supo que
su padre había muerto. La engañaron, a primera vista, el sello y el
sobre; luego, la inquietó la letra desconocida. Nueve diez líneas
borroneadas querían colmar la hoja; Emma leyó que el señor Maier había
ingerido por error una fuerte dosis de veronal y había fallecido el tres
del corriente en el hospital de Bagé. Un compañero de pensión de su
padre firmaba la noticia, un tal Feino Fain, de Río Grande, que no podía
saber que se dirigía a la hija del muerto.
Emma dejó caer el
papel. Su primera impresión fue de malestar en el vientre y en las
rodillas; luego de ciega culpa, de irrealidad, de frío, de temor; luego,
quiso ya estar en el día siguiente. Acto contínuo comprendió que esa
voluntad era inútil porque la muerte de su padre era lo único que había
sucedido en el mundo, y seguiría sucediendo sin fin. Recogió el papel y
se fue asucuarto. Furtivamente lo guardó en un cajón, como si de algún
modo ya conociera los hechos ulteriores. Ya había empezado a
vislumbrarlos, tal vez; ya era la que sería.
En la creciente
oscuridad, Emma lloró hasta el fin de aquel día del suicidio de Manuel
Maier, que en los antiguos días felices fue Emanuel Zunz. Recordó
veraneos en una chacra, cerca de Gualeguay, recordó (trató de recordar)
a su madre, recordó la casita de Lanús que les remataron, recordó los
amarillos losanges de una ventana, recordó el auto de prisión, el
oprobio, recordó los anónimos con el suelto sobre «el desfalco del
cajero», recordó (pero eso jamás lo olvidaba) que su padre, la última
noche, le había jurado que el ladrón era Loewenthal. Loewenthal, Aarón
Loewenthal, antes gerente de la fábrica y ahora uno de los dueños. Emma,
desde 1916, guardaba el secreto. A nadie se lo había revelado, ni
siquiera a su mejor amiga, Elsa Urstein. Quizá rehuía la profana
incredulidad; quizá creía que el secreto era un vínculo entre ella y el
ausente. Loewenthal no sabía que ella sabía; Emma Zunz derivaba de ese
hecho ínfimo un sentimiento de poder.
No durmió aquella
noche, y cuando la primera luz definió el rectángulo de la ventana, ya
estaba perfecto su plan. Procuró que ese día, que le pareció
interminable, fuera como los otros. Había en la fábrica rumores de
huelga; Emma se declaró, como siempre, contra toda violencia. A las seis,
concluido el trabajo, fue con Elsa a un club de mujeres, que tiene
gimnasio y pileta. Se inscribieron; tuvo que repetir y deletrear su nombre
y su apellido, tuvo que festejar las bromas vulgares que comentan la
revisación. Con Elsa y con la menor de las Kronfuss discutió a qué
cinematógrafo irían el domingo a la tarde. Luego, se habló de novios y
nadie esperó que Emma hablara. En abril cumpliría diecinueve años, pero
los hombres le inspiraban, aún, un temor casi patológico... De vuelta,
preparó una sopa de tapioca y unas legumbres, comió temprano, se acostó
y se obligó a dormir. Así, laborioso y trivial, pasó el viernes quince,
la víspera.
El sábado, la
impaciencia la despertó. La impaciencia, no la inquietud, y el singular
alivio de estar en aquel día, por fin. Ya no tenía que tramar y que
imaginar; dentro de algunas horas alcanzaría la simplicidad de los
hechos. Leyó en La Prensa que el Nordstjärnan, de Malmö,
zarparía esa noche del dique 3; llamó por teléfono a Loewenthal,
insinuó que deseaba comunicar, sin que lo supieran las otras, algo sobre
la huelga y prometió pasar por el escritorio, al oscurecer. Le temblaba
la voz; el temblor convenía a una delatora. Ningún otro hecho memorable
ocurrió esa mañana. Emma trabajó hasta las doce y fijó con Elsa y con
Perla Kronfuss los pormenores del paseo del domingo. Se acostó después
de almorzar y recapituló, cerrados los ojos, el plan que había tramado.
Pensó que la etapa final sería menos horrible que la primera y que le
depararía, sin duda, el sabor de la victoria y de la justicia. De pronto,
alarmada, se levantó y corrió al cajón de la cómoda. Lo abrió; debajo
del retrato de Milton Sills, donde la había dejado la antenoche, estaba
la carta de Fain. Nadie podía haberla visto; la empezó a leer y la
rompió.
Referir con alguna
realidad los hechos de esa tarde sería difícil y quizá improcedente. Un
atributo de lo infernal es la irrealidad, un atributo que parece mitigar
sus terrores y que los agrava tal vez. ¿Cómo hacer verosímil una
acción en la que casi no creyó quien la ejecutaba, cómo recuperar ese
breve caos que hoy la memoria de Emma Zunz repudia y confunde? Emma vivía
por Almagro, en la calle Liniers; nos consta que esa tarde fue al puerto.
Acaso en el infame Paseo de Julio se vio multiplicada en espejos,
publicada por luces y desnudada por los ojos hambrientos, pero más
razonable es conjeturar que al principio erró, inadvertida, por la
indiferente recova... Entró en dos o tres bares, vio la rutina o los
manejos de otras mujeres. Dio al fin con hombres del Nordstjärnan.
De uno, muy joven, temió que le inspirara alguna ternura y optó por
otro, quizá más bajo que ella y grosero, para que la pureza del horror
no fuera mitigada. El hombre la condujo a una puerta y después a un
turbio zaguán y después a una escalera tortuosa y después a un
vestíbulo (en el que había una vidriera con losanges idénticos a los de
la casa en Lanús) y después a un pasillo y después a una puerta que se
cerró. Los hechos graves están fuera del tiempo, ya porque en ellos el
pasado inmediato queda como tronchado del porvenir, ya porque no parecen
consecutivas las partes que los forman.
¿En aquel tiempo
fuera del tiempo, en aquel desorden perplejo de sensaciones inconexas y
atroces, pensó Emma Zunz una sola vez en el muerto que motivaba el
sacrificio? Yo tengo para mí que pensó una vez y que en ese momento
peligró su desesperado propósito. Pensó (no pudo no pensar) que su
padre le había hecho a su madre la cosa horrible que a ella ahora le
hacían. Lo pensó con débil asombro y se refugió, en seguida, en el
vértigo. El hombre, sueco o finlandés, no hablaba español; fue una
herramienta para Emma como ésta lo fue para él, pero ella sirvió para
el goce y él para la justicia. Cuando se quedó sola, Emma no abrió en
seguida los ojos. En la mesa de luz estaba el dinero que había dejado el
hombre: Emma se incorporó y lo rompió como antes había roto la carta.
Romper dinero es una impiedad, como tirar el pan; Emma se arrepintió,
apenas lo hizo. Un acto de soberbia y en aquel día... El temor se perdió
en la tristeza de su cuerpo, en el asco. El asco y la tristeza la
encadenaban, pero Emma lentamente se levantó y procedió a vestirse. En
el cuarto no quedaban colores vivos; el último crepúsculo se agravaba.
Emma pudo salir sin que lo advirtieran; en la esquina subió a un Lacroze,
que iba al oeste. Eligió, conforme a su plan, el asiento más delantero,
para que no le vieran la cara. Quizá le confortó verificar, en el
insípido trajín de las calles, que lo acaecido no había contaminado las
cosas. Viajó por barrios decrecientes y opacos, viéndolos y
olvidándolos en el acto, y se apeó en una de las bocacalles de Warnes.
Pardójicamente su fatiga venía a ser una fuerza, pues la obligaba a
concentrarse en los pormenores de la aventura y le ocultaba el fondo y el
fin.
Aarón Loewenthal
era, para todos, un hombre serio; para sus pocos íntimos, un avaro.
Vivía en los altos de la fábrica, solo. Establecido en el desmantelado
arrabal, temía a los ladrones; en el patio de la fábrica había un gran
perro y en el cajón de su escritorio, nadie lo ignoraba, un revólver.
Había llorado con decoro, el año anterior, la inesperada muerte de su
mujer - ¡una Gauss, que le trajo una buena dote! -, pero el dinero era su
verdadera pasión. Con íntimo bochorno se sabía menos apto para ganarlo
que para conservarlo. Era muy religioso; creía tener con el Señor un
pacto secreto, que lo eximía de obrar bien, a trueque de oraciones y
devociones. Calvo, corpulento, enlutado, de quevedos ahumados y barba
rubia, esperaba de pie, junto a la ventana, el informe confidencial de la
obrera Zunz.
La vio empujar la
verja (que él había entornado a propósito) y cruzar el patio sombrío.
La vio hacer un pequeño rodeo cuando el perro atado ladró. Los labios de
Emma se atareaban como los de quien reza en voz baja; cansados, repetían
la sentencia que el señor Loewenthal oiría antes de morir.
Las cosas no
ocurrieron como había previsto Emma Zunz. Desde la madrugada anterior,
ella se había soñado muchas veces, dirigiendo el firme revólver,
forzando al miserable a confesar la miserable culpa y exponiendo la
intrépida estratagema que permitiría a la Justicia de Dios triunfar de
la justicia humana. (No por temor, sino por ser un instrumento de la
Justicia, ella no quería ser castigada.) Luego, un solo balazo en mitad
del pecho rubricaría la suerte de Loewenthal. Pero las cosas no
ocurrieron así.
Ante Aarón
Loeiventhal, más que la urgencia de vengar a su padre, Emma sintió la de
castigar el ultraje padecido por ello. No podía no matarlo, después de
esa minuciosa deshonra. Tampoco tenía tiempo que perder en teatralerías.
Sentada, tímida, pidió excusas a Loewenthal, invocó (a fuer de
delatora) las obligaciones de la lealtad, pronunció algunos nombres, dio
a entender otros y se cortó como si la venciera el temor. Logró que
Loewenthal saliera a buscar una copa de agua. Cuando éste, incrédulo de
tales aspavientos, pero indulgente, volvió del comedor, Emma ya había
sacado del cajón el pesado revólver. Apretó el gatillo dos veces. El
considerable cuerpo se desplomó como si los estampi-dos y el humo lo
hubieran roto, el vaso de agua se rompió, la cara la miró con asombro y
cólera, la boca de la cara la injurió en español y en ídisch. Las
malas palabras no cejaban; Emma tuvo que hacer fuego otra vez. En el
patio, el perro encadenado rompió a ladrar, y una efusión de brusca
sangre manó de los labios obscenos y manchó la barba y la ropa. Emma
inició la acusación que había preparado (“He vengado a mi padre y no
me podrán castigar...”), pero no la acabó, porque el señor Loewenthal
ya había muerto. No supo nunca si alcanzó a comprender.
Los ladridos
tirantes le recordaron que no podía, aún, descansar. Desordenó el
diván, desabrochó el saco del cadáver, le quitó los quevedos
salpicados y los dejó sobre el fichero. Luego tomó el teléfono y
repitió lo que tantas veces repetiría, con esas y con otras palabras: Ha
ocurrido una cosa que es increíble... El señor Loewenthal me hizo venir
con el pretexto de la huelga... Abusó de mí, lo maté...
La historia era
increíble, en efecto, pero se impuso a todos, porque sustancialmente era
cierta. Verdadero era el tono de Emma Zunz, verdadero el pudor, verdadero
el odio. Verdadero también era el ultraje que había padecido; sólo eran
falsas las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios.
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