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Jorge
Luis Borges
(1899–1986)
La escritura del dios
(El Aleph (1949)
La cárcel es profunda y de piedra;
su forma, la de un hemisferio casi perfecto, si bien el piso (que también
es de piedra) es algo menor que un círculo máximo, hecho que agrava de
algún modo los sentimientos de opresión y de vastedad. Un muro medianero
la corta; éste, aunque altísimo, no toca la parte superior de la
bóveda; de un lado estoy yo, Tzinacán, mago de la pirámide de Qaholom,
que Pedro de Alvarado incendió; del otro hay un jaguar, que mide con
secretos pasos iguales el tiempo y el espacio del cautiverio. A ras del
suelo, una larga ventana con barrotes corta el muro central. En la hora
sin sombra se abre una trampa en lo alto,, y un carcelero que han ido
borrando los años maniobra una roldana de hierro, y nos baja en la punta
de un cordel, cántaros con agua y trozos de carne. La luz entra en la
bóveda; en ese instante puedo ver al jaguar.
He perdido la cifra
de los años que yazgo en la tiniebla; yo, que alguna vez era joven y
podía caminar por esta prisión, no hago otra cosa que aguardar, en la
postura de mi muerte, el fin que me destinan los dioses. Con el hondo
cuchillo de pedernal he abierto el pecho de las víctimas, y ahora no
podría, sin magia, levantarme del polvo.
La víspera del
incendio de la pirámide, los hombres que bajaron de altos caballos me
castigaron con metales ardientes para que revelara el lugar de un tesoro
escondido. Abatieron, delante de mis ojos, el ídolo del dios; pero éste
no me abandonó y me mantuvo silencioso entre los tormentos. Me laceraron,
me rompieron, me deformaron, y luego desperté en esta cárcel, que ya no
dejaré en mi vida mortal.
Urgido por la
fatalidad de hacer algo, de poblar de algún modo el tiempo, quise
recordar, en mi sombra, todo lo que sabía. Noches enteras malgasté en
recordar el orden y el número de unas sierpes de piedra o la forma de un
árbol medicinal. Así fui revelando los años, así fui entrando en
posesión de lo que ya era mío. Una noche sentí que me acercaba a un
recuerdo preciso; antes de ver el mar, el viajero siente una agitación en
la sangre. Horas después empecé a avistar el recuerdo: era una de las
tradiciones del dios. Éste, previendo que en el fin de los tiempos
ocurrirían muchas desventuras y ruinas, escribió el primer día de la
Creación una sentencia mágica, apta para conjurar esos males. La
escribió de manera que llegara a las más apartadas generaciones y que no
la tocara el azar. Nadie sabe en qué punto la escribió, ni con qué
caracteres; pero nos consta que perdura, secreta, y que la leerá un
elegido. Consideré que estábamos, como siempre, en el fin de los tiempos
y que mi destino de último sacerdote del dios me daría acceso al
privilegio de intuir esa escritura. El hecho de que me rodeara una cárcel
no me vedaba esa esperanza; acaso yo había visto miles de veces la
inscripción de Qaholom y sólo me faltaba entenderla.
Esta reflexión me
animó, y luego me infundió una especie de vértigo. En el ámbito de la
tierra hay formas antiguas, formas incorruptibles y eternas; cualquiera de
ellas podía ser el símbolo buscado. Una montaña podía ser la palabra
del dios, o un río o el imperio o la configuración de los astros. Pero
en el curso de los siglos las montañas se allanan y el camino de un río
suele desviarse y los imperios conocen mutaciones y estragos y la figura
de los astros varía. En el firmamento hay mudanza. La montaña y la
estrella son individuos, y los individuos caducan. Busqué algo más
tenaz, más invulnerable. Pensé en las generaciones de los cereales, de
los pastos, de los pájaros, de los hombres. Quizá en mi cara estuviera
escrita la magia, quizá yo mismo fuera el fin de mi busca. En ese afán
estaba cuando recordé que el jaguar era uno de los atributos del dios.
Entonces mi alma se
llenó de piedad. Imaginé la primera mañana del tiempo, imaginé a mi
dios confiando el mensaje a la piel viva de los jaguares, que se amarían
y se engendrarían sin fin, en cavernas, en cañaverales, en islas, para
que los últimos hombres lo recibieran. Imaginé esa red de tigres, ese
caliente laberinto de tigres, dando horror a los prados y a los rebaños
para conservar un dibujo. En la otra celda había un jaguar; en su
vecindad percibí una confirmación de mi conjetura y un secreto favor.
Dediqué largos
años a aprender el orden y la configuración de las manchas. Cada ciega
jornada me concedía un instante de luz, y así pude fijar en la mente las
negras formas que tachaban el pelaje amarillo. Algunas incluían puntos;
otras formaban rayas trasversales en la cara interior de las piernas;
otras, anulares, se repetían. Acaso eran un mismo sonido o una misma
palabra. Muchas tenían bordes rojos.
No diré las
fatigas de mi labor. Más de una vez grité a la bóveda que era imposible
descifrar aquel testo. Gradualmente, el enigma concreto que me atareaba me
inquietó menos que el enigma genérico de una sentencia escrita por un
dios. ¿Qué tipo de sentencia (me pregunté) construirá una mente
absoluta? Consideré que aun en los lenguajes humanos no hay proposición
que no implique el universo entero; decir el tigre es decir los
tigres que lo engendraron, los ciervos y tortugas que devoró, el pasto de
que se alimentaron los ciervos, la tierra que fue madre del pasto, el
cielo que dio luz a la tierra. Consideré que en el lenguaje de un dios
toda palabra enunciaría esa infinita concatenación de los hechos, y no
de un modo implícito, sino explícito, y no de un modo progresivo, sino
inmediato. Con el tiempo, la noción de una sentencia divina parecióme
pueril o blasfematoria. Un dios, reflexioné, sólo debe decir una
palabra, y en esa palabra la plenitud. Ninguna voz articulada por él
puede ser inferior al universo o menos que la suma del tiempo. Sombras o
simulacros de esa voz que equivale a un lenguaje y a cuanto puede
comprender un lenguaje son las ambiciosas y pobres voces humanas, todo,
mundo, universo.
Un día o una noche
—entre mis días y mis noches ¿qué diferencia cabe?— soñé que en
el piso de la cárcel había un grano de arena. Volví a dormir; soñé
que los granos de arena eran tres. Fueron, así, multiplicándose hasta
colmar la cárdel, y yo moría bajo ese hemisferio de arena. Comprendí
que estaba soñando: con un vasto esfuerzo me desperté. El despertar fue
inútil: la innumerable arena me sofocaba. Alguien me dijo: No has
despertado a la vigilia, sino a un sueño anterior. Ese sueño está
dentro de otro, y así hasta lo infinito, que es el número de los granos
de arena. El camino que habrás de desandar es interminable, y morirás
antes de haber despertado realmente.
Me sentí perdido.
La arena me rompía la boca, pero grité: Ni una arena soñada puede
matarme, ni hay sueños que estén dentro de sueños. Un resplandor me
despertó. En la tiniebla superior se cernía un círculo de luz. Vi la
cara y las manos del carcelero, la roldana, el cordel, la carne y los
cántaros.
Un hombre se
confunde, gradualmente, con la forma de su destino; un hombre es, a la
larga, sus circunstancias. Más que un descifrador o un vengador, más que
un sacerdote del dios, yo era un encarcelado. Del incansable laberinto de
sueños yo regresé como a mi casa a la dura prisión. Bendije su humedad,
bendije su tigre, bendije el agujero de luz, bendije mi viejo cuerpo
doliente, bendije la tiniebla y la piedra.
Entonces ocurrió
lo que no puedo olvidar ni comunicar. Ocurrió la unión con la divinidad,
con el universo (no sé si estas palabras difieren). El éxtasis no repite
sus símbolos: hay quien ha visto a Dios en un resplandor, hay quien lo ha
percibido en una espada o en los círculos de una rosa. Yo vi una Rueda
altísima, que no estaba delante de mis ojos, ni detrás, ni a los lados,
sino en todas partes, a un tiempo. Esa Rueda estaba hecha de agua, pero
también de fuego, y era (aunque se veía el borde) infinita.
Entretejidas, la formaban todas las cosas que serán, que son y que
fueron, y yo era una de las hebras de esa trama total, y Pedro de
Alvarado, que me dio tormento, era otra. Ahí estaban las causas y los
efectos, y me bastaba ver esa Rueda para entenderlo todo, sin fin. ¡Oh
dicha de entender, mayor que la de imaginar o la de sentir! Vi el universo
y vi los íntimos designios del universo. Vi los orígenes que narra el
Libro del Común. Vi las montañas que surgieron del agua, vi los primeros
hombres de palo, vi las tinajas que se volvieron contra los hombres, vi
los perros que les destrozaron las caras. Vi el dios sin cara que hay
detrás de los dioses. Vi infinitos procesos que formaban una sola
felicidad, y, entendiéndolo todo, alcancé también a entender la
escriturad del tigre.
Es una fórmula de
catorce palabras casuales (que parecen casuales), y me bastaría decirla
en voz alta para ser todopoderoso. Me bastaría decirla para abolir esta
cárcel de piedra, para que el día entrara en mi noche, para ser joven,
para ser inmortal, para que el tigre destrozara a Alvarado, para sumir el
santo cuchillo en pechos españoles, para reconstruir la pirámide, para
reconstruir el imperio. Cuarenta sílabas, catorce palabras, y yo,
Tzinacán, regiría las tierras que rigió Moctezuma. Pero yo sé que
nunca diré esas palabras, porque ya no me acuerdo de Tzinacán.
Que muera conmigo
el misterio que está escrito en los tigres. Quien ha entrevisto el
universo, quien ha entrevisto los ardientes designios del universo, no
puede pensar en un hombre, en sus triviales dichas o desventuras, aunque
ese hombre sea él. Ese hombre ha sido él, y ahora no le importa. Qué le
importa la suerte de aquel otro, qué le importa la nación de aquel otro,
si él, ahora, es nadie. Por eso no pronuncio la fórmula, por eso dejo
que me olviden los días, acostado en la oscuridad.
A Emma Risso Platero
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