Jorge
Luis Borges
(1899–1986)
La muerte y la brújula
(Artificios, 1944;
Ficciones, 1944)
A
Mandie Molina Vedia
De los muchos problemas que
ejercitaron la temeraria perspicacia de Lönnrot, ninguno tan extraño —tan
rigurosamente extraño, diremos— como la periódica serie de hechos de
sangre que culminaron en la quinta de Triste-le-Roy, entre el interminable
olor de los eucaliptos. Es verdad que Erik Lönnrot no logró impedir el
último crimen, pero es indiscutible que lo previó. Tampoco adivinó la
identidad del infausto asesino de Yarmolinsky, pero sí la secreta
morfología de la malvada serie y la participación de Red Scharlach, cuyo
segundo apodo es Scharlach el Dandy. Ese criminal (como tantos) había
jurado por su honor la muerte de Lönnrot, pero éste nunca se dejó
intimidar. Lönnrot se creía un puro razonador, un Auguste Dupin, pero
algo de aventurero había en él y hasta de tahur.
El primer crimen
ocurrió en el Hôtel du Nord, ese alto prisma que domina el estuario
cuyas aguas tienen el color del desierto. A esa torre (que muy
notoriamente reúne la aborrecida blancura de un sanatorio, la numerada
divisibilidad de una cárcel y la apariencia general de una casa mala)
arribó el día tres de diciembre el delegado de Podólsk al Tercer
Congreso Talmúdico, doctor Marcelo Yarmolinsky, hombre de barba gris y
ojos grises. Nunca sabremos si el Hôtel du Nord le agradó: lo aceptó
con la antigua resignación que le había permitido tolerar tres años de
guerra en los Cárpatos y tres mil años de opresión y de pogroms. Le
dieron un dormitorio en el piso R, frente a la suite que no sin
esplendor ocupaba el Tetraca de Galilea. Yarmolinsky cenó, postergó para
el día siguiente el examen de la desconocida ciudad, ordenó en un placard
sus muchos libros y sus muy pocas prendas, y antes de medianoche apagó la
luz. (Así lo declaró el chauffeur del Tetrarca, que dormía en la
pieza contigua.) El cuatro, a las 11 y 3 minutos A.M., lo llamó por
teléfono un redactor de la Yidische Zaitung; el doctor Yarmolinsky
no respondió; lo hallaron en su pieza, ya levemente oscura la cara, casi
desnudo bajo una gran capa anacrónica. Yacía no lejos de la puerta que
daba al corredor; una puñalada profunda le había partido el pecho. Un
par de horas después, en el mismo cuarto, entre periodistas, fotógrafos
y gendarmes, el comisario Treviranus y Lönnrot debatían con serenidad el
problema.
—No hay que
buscarle tres pies al gato —decía Treviranus, blandiendo un imperioso
cigarro—. Todos sabemos que el Tetrarca de Galilea posee los mejores
zafiros del mundo. Alguien, para robarlos, habrá penetrado aquí por
error. Yarmolinsky se ha levantado; el ladrón ha tenido que matarlo.
¿Qué le parece?
—Posible, pero no
interesante —respondió Lönnrot—. Usted replicará que la realidad no
tiene la menor obligación de ser interesante. Yo le replicaré que la
realidad puede prescindir de esa obligación, pero no las hipótesis. En
la que usted ha improvisado interviene copiosamente el azar. He aquí un
rabino muerto; yo preferiría una explicación puramente rabínica, no los
imaginarios percances de un imaginario ladrón.
Treviranus repuso
con mal humor:
—No me interesan
las explicaciones rabínicas; me interesa la captura del hombre que
apuñaló a este desconocido.
—No tan
desconocido —corrigió Lönnrot —. Aquí están sus obras completas—.
Indicó en el placard una fila de altos volúmenes; una Vindicación
de la cábala; un Examen de la filosofía de Robert Fludd; una
traducción literal del Sepher Yezirah; una Biografía del Baal
Shem; una Historia de la secta de los Hasidim; una monografía
(en alemán) sobre el Tetragrámaton; otra, sobre la nomenclatura divina
del Pentateuco. El comisario los miró con temor, casi con repulsión.
Luego, se echó a reír.
—Soy un pobre
cristiano —repuso—. Llévese todos esos mamotretos, si quiere; no
tengo tiempo que perder en supersticiones judías.
—Quizás este
crimen pertenece a la historia de las supersticiones judías —murmuró
Lönnrot.
—Como el
cristanismo —se atrevió a completar el redactor de la Yidische
Zaitung. Era miope, ateo y muy tímido.
Nadie le contestó.
Uno de los agentes había encontrado en la pequeña máquina de escribir
una hoja de papel con esta sentencia inconclusa
La
primera letra del Nombre ha sido articulada.
Lönnrot se abstuvo
de sonreír. Bruscamente bibliófilo o hebraísta, ordenó que le hicieran
un paquete con los libros del muerto y los llevó a su departamento.
Indiferente a la investigación policial, se dedicó a estudiarlos. Un
libro en octavo mayor le reveló las enseñanzas de Israel Baal Shem Tobh,
fundador de la secta de los Piadosos; otro, las virtudes y terrores del
Tetragrámaton, que es el inefable Nombre de Dios; otro, la tesis de que
Dios tiene un nombre secreto, en el cual está compendiado (como en la
esfera de cristal que los persas atribuyen a Alejandro de Macedonia), su
noveno atributo, la eternidad, es decir, el conocimiento inmediato de
todas las cosas que serán, que son y que han sido en el universo. La
tradición enumera noventa y nueve nombres de Dios; los hebraístas
atribuyen ese imperfecto número al mágico temor de las cifras pares; los
Hasidim razonan que ese hiato señala un centésimo nombre. El Nombre
Absoluto.
De esa erudición lo
distrajo, a los pocos días, la aparición del redactor de la Yidische
Zaitung. Este quería hablar del asesinato; Lönnrot prefirió hablar
de los diversos nombres de Dios; el periodista declaró en tres columnas
que el investigador Erik Lönnrot se había dedicado a estudiar los
nombres de Dios para dar con el nombre del asesino. Lönnrot, habituado a
las simplificaciones del periodismo, no se indignó. Uno de esos tenderos
que han descubierto que cualquier hombre se resigna a comprar cualquier
libro, publicó una edición popular de la Historia de la secta de los
Hasidim.
El segundo crimen
ocurrió la noche del tres de enero, en el más desamparado y vacío de
los huecos suburbios occidentales de la capital. Hacia el amanecer, uno de
los gendarmes que vigilan a caballo esas soledades vio en el umbral de una
antigua pintorería un hombre emponchado, yacente. El duro rostro estaba
como enmascarado de sangre; una puñalada profunda le había rajado el
pecho. En la pared, sobre los rombos amarillos y rojos, había unas
palabras en tiza. El gendarme las deletreó... Esa tarde, Treviranus y
Lönnrot se dirigieron a la remota escena del crimen. A izquierda y
derecha del automóvil, la ciudad se desintegraba; crecía el firmamento y
ya importaban poco las casas y mucho un horno de ladrillos o un álamo.
Llegaron a su pobre destino: un callejón final de tapias rosadas que
parecían reflejar de algún modo la desaforada puesta de sol. El muerto
ya había sido identificado. Era Daniel Simó Azevedo, hombre de alguna
fama en los antiguos arrabales del Norte, que había ascendido de carrero
a guapo electoral, para degenerar después en ladrón y hasta en delator.
(El singular estilo de su muerte les pareció adecuado: Azevedo era el
último representante de una generación de bandidos que sabía el manejo
del puñal, pero no del revólver.) Las palabras en tiza eran las
siguientes:
La
segunda letra del Nombre ha sido articulada.
El tercer crimen
ocurrió la noche del tres de febrero. Poco antes de la una, el teléfono
resonó en la oficina del comisario Treviranus. Con ávido sigilo, habló
un hombre de voz gutural; dijo que se llamaba Ginzberg (o Ginsburg), y que
estaba dispuesto a comunicar, por una remuneración razonable, los hechos
de los dos sacrificios de Azevedo y Yarmolinsky. Una discordia de silbidos
y de cornetas ahogó la voz del delator. Después, la comunicación se
cortó. Sin rechazar la posibilidad de una broma (al fin, estaban en
carnaval), Treviranus indagó que le habían hablado desde el Liverpool
House, taberna de la Rue de Toulon —esa calle salobre en la que
conviven el cosmorama y la lechería, el burdel y los vendedores de
biblias. Treviranus habló con el patrón. Este (Black Finnegan, antiguo
criminal irlandés, abrumado y casi anulado por la decencia) le dijo que
la última persona que había empleado el teléfono de la casa era un
inquilino, un tal Gryphius, que acababa de salir con unos amigos.
Treviranus fue enseguida al Liverpool House. El patrón le
comunicó lo siguiente: Hace ocho días, Gryphius había tomado pieza en
los altos del bar. Era un hombre de rasgos afilados, de nebulosa barba
gris, trajeado pobremente de negro; Finnegan (que destinaba esa
habitación a un empleo que Treviranus adivinó) le pidió un alquiler sin
duda excesivo; Gryphius inmediatamente pagó la suma estipulada. No salía
casi nunca; cenaba y almorzaba en su cuarto; apenas si le conocían la
cara en el bar. Esa noche, bajó a telefonear al despacho de Finnegan. Un
cupé cerrado se detuvo ante la taberna. El cochero no se movió del
pescante; algunos parroquianos recordaron que tenía máscara de oso. Del
cupé bajaron dos arlequines; eran de reducida estatura y nadie pudo no
observar que estaban muy borrachos. Entre balidos de cornetas, irrumpieron
en el escritorio de Finnegan; abrazaron a Gryphius, que pareció
reconocerlos, pero que les respondió con frialdad; cambiaron unas
palabras en yiddish —él en voz baja, gutural, ellos con las voces
falsas, agudas— y subieron a la pieza del fondo. Al cuarto de hora
bajaron los tres, muy felices; Gryphius, tambaleante, parecía tan
borracho como los otros. Iba, alto y vertiginoso, en el medio, entre los
arlequines enmascarados. (Una de las mujeres del bar recordó los losanges
amarillos, rojos y verdes.) Dos veces tropezó; dos veces lo sujetaron los
arlequines. Rumbo a la dársena inmediata, de agua rectangular, los tres
subieron al cupé y desaparecieron. Ya en el estribo del cupé, el último
arlequín garabateó una figura obscena y una sentencia en una de las
pizarras de la recova.
Treviranus vio la
sentencia. Era casi previsible; decía:
La
última de las letras del Nombre ha sido articulada.
Examinó, después,
la piecita de Gryphius—Ginzberg. Había en el suelo una brusca estrella
de sangre; en los rincones, restos de cigarrillo de marca húngara; en un
armario, un libro en latín —el Philologus hebraeograecus(1739),
de Leusden— con varias notas manuscritas. Treviranus lo miró con
indignación e hizo buscar a Lönnrot. Este, sin sacarse el sombrero, se
puso a leer, mientras el comisario interrogaba a los contradictorios
testigos del secuestro posible. A las cuatro salieron. En la torcida Rue
de Toulon, cuando pisaban las serpentinas muertas del alba, Treviranus
dijo:
—¿Y si la
historia de esta noche fuera un simulacro?
Erik Lönnrot
sonrió y le leyó con toda gravedad un pasaje (que estaba subrayado) de
la disertación trigésima tercera del Philologus: Dies Judaeorum
incipit a solis occasu usque ad solis occasum diei sequentis. Esto
quiere decir —agregó—, El día hebreo empieza al anochecer y dura
hasta el siguiente anochecer.
El otro ensayó una
ironía.
—¿Ese dato es el
más valioso que usted ha recogido esta noche?
—No. Más valiosa
es una palabra que dijo Ginzberg.
Los diarios de la
tarde no descuidaron esas desapariciones periódicas. La Cruz de la
Espada las contrastó con la admirable disciplina y el orden del
último Congreso Eremítico; Erns Palast, en El Mártir, reprobó
“las demoras intolerables de un pogrom clandestino y frugal, que ha
necesitado tres meses para liquidar tres judíos”; la Yidische
Zaitung rechazó la hipótesis horrorosa de un complot antisemita, “aunque
muchos espíritus penetrantes no admiten otra solución del triple
misterio”; el más ilustre de los pistoleros del Sur, Dandy Red
Scharlach, juró que en su distrito nunca se producirían crímenes de
ésos y acusó de culpable negligencia al comisario Franz Treviranus.
Este recibió, la
noche del primero de marzo, un imponente sobre sellado. Lo abrió: el
sobre contenía una carta firmada Baruj Spinoza y un minucioso
plano de la ciudad, arrancado notoriamente de un Baedeker. La carta
profetizaba que el tres de marzo no habría un cuarto crimen, pues la
pinturería del Oeste, la taberna de la Rue de Toulon y el Hôtel du Nord
eran “los vértices perfectos de un triángulo equilátero y místico”;
el plano demostraba en tinta roja la regularidad de ese triángulo.
Treviranus leyó con resignación ese argumento more geometrico y
mandó la carta y el plano a casa de Lönnrot, indiscutible merecedor de
tales locuras.
Erik Lönnrot las
estudió. Los tres lugares, en efecto, eran equidistantes. Simetría en el
tiempo (3 de diciembre, 3 de enero, 3 de febrero); simetría en el espacio
también... Sintió, de pronto, que estaba por descifrar el misterio. Un
compás y una brújula completaron esa brusca intuición. Sonrió,
pronunció la palabra Tetragrámaton (de adquisición reciente) y
llamó por teléfono al comisario. Le dijo:
—Gracias por ese
triángulo equilátero que usted anoche me mandó. Me ha permitido
resolver el problema. Mañana viernes los criminales estarán en la
cárcel; podemos estar muy tranquilos.
—Entonces, ¿no
planean un cuarto crimen?
—Precisamente,
porque planean un cuarto crimen, podemos estar muy tranquilos.
—Lönnrot colgó
el tubo. Una hora después, viajaba en un tren de los Ferrocarriles
Australes, rumbo a la quinta abandonada de Triste-le-Roy. Al sur de la
ciudad de mi cuento fluye un ciego riachuelo de aguas barrosas, infamado
de curtiembres y de basuras. Del otro lado hay un suburbio donde, al
amparo de un caudillo barcelonés, medran los pistoleros. Lönnrot sonrió
al pensar que el más afamado —Red Scharlach— hubiera dado cualquier
cosa por conocer su clandestina visita. Azevedo fue compañero de
Scharlach; Lönnrot consideró la remota posibilidad de que la cuarta
víctima fuera Scharlach. Después, la desechó... Virtualmente, había
descifrado el problema; las meras circunstancias, la realidad (nombres,
arrestos, caras, trámites judiciales y carcelarios) apenas le interesaban
ahora. Quería pasear, quería descansar de tres meses de sedentaria
investigación. Reflexionó que la explicación de los crímenes estaba en
un triángulo anónimo y en una polvorienta palabra griega. El misterio
casi le pareció cristalino; se abochornó de haberle dedicado cien días.
El tren paró en una
silenciosa estación de cargas. Lönnrot bajó. El aire de la turbia
llanura era húmedo y frío. Lönnrot echó a andar por el campo. Vio
perros, vio un furgón en una vía muerta, vio el horizonte, vio un
caballo plateado que bebía del agua crapulosa de un charco. Oscurecía
cuando vio el mirador rectangular de la quinta de Triste-le-Roy, casi tan
alto como los negros eucaliptos que lo rodeaban. Pensó que apenas un
amanecer y un ocaso (un viejo resplandor en el oriente y otro en el
occidente) lo separaban de la hora anhelada por los buscadores del Nombre.
Una herrumbrada
verja definía el perímetro irregular de la quinta. El portón principal
estaba cerrado. Lönnrot, sin mucha esperanza de entrar, dio toda la
vuelta. De nuevo ante el porton infranqueable, metió la mano entre los
barrotes, casi maquinalmente, y dio con el pasador. El chirrido del hierro
lo sorprendió. Con una pasividad laboriosa, el portón entero cedió.
Lönnrot avanzó
entre los eucaliptos, pisando confundidas generaciones de rotas hojas
rígidas. Vista de cerca, la casa de la quinta de Triste-le-Roy abundaba
en inútiles simetrías y en repeticiones maniáticas: a una Diana glacial
en un nicho lóbrego correspondía en un segundo nicho otra Diana; un
balcón se reflejaba en otro balcón; dobles escalinatas se abrían en
doble balaustrada. Lönnrot rodeó la casa como había rodeado la quinta.
Todo lo examinó: bajo el nivel de la terraza vio una estrecha persiana.
La empujó: unos
pocos escalones de mármol descendían a un sotano. Lönnrot, que ya
intuía las preferencias del arquitecto, adivino que en el opuesto muro
del sótano había otros escalones. Los encontró, subió, alzó las manos
y abrió la trampa de salida.
Un resplandor lo
guió a una ventana. La abrió: una luna amarilla y circular definía en
el triste jardín dos fuentes cegadas. Lönnrot exploró la casa. Por ante
comedores y galerías salió a patios iguales y repetidas veces al mismo
patio. Subió por escaleras polvorientas a antecámaras circulares;
infinitamente se multiplicó en espejos opuestos; se cansó de abrir o
entreabrir ventanas que le revelaban, afuera, el mismo desolado jardín
desde varias alturas y varios ángulos; adentro, muebles con fundas
amarillas y arañas embaladas en tarlatán. un dormitorio lo detuvo; en
ese dormitorio, una sola flor en una copa de porcelana; al primer roce los
pétalos antiguos se deshicieron. En el segundo piso, en el último, la
casa le pareció infinita y creciente. La casa no es tan grande,
pensó. La agrandan la penumbra, la simetría, los espejos, los muchos
años, mi desconocimiento, la soledad.
Por una escalera
espiral llegó al mirador. La luna de esa tarde atravesaba los losanges de
las ventanas; eran amarillos, rojos y verdes. Lo detuvo un recuerdo
asombrado y vertiginoso. Dos hombres de pequeña estatura, feroces y
fornidos, se arrojaron sobre él y lo desarmaron; otro, muy alto, lo
saludó con gravedad y le dijo:
—Usted es muy
amable. Nos ha ahorrado una noche y un día.
Era Red Scharlach.
Los hombres maniataron a Lönnrot. Este, al fin, encontró su voz.
—Scharlach,
¿usted busca el Nombre Secreto?
Scharlach seguía de
pie, indiferente. No había participado en la breve lucha, apenas si
alargó la mano para recibir el revólver de Lönnrot. Habló; Lönnrot
oyó en su voz una fatigada victoria, un odio del tamaño del universo,
una tristeza no menor que aquel odio.
—No —dijo
Scharlach—. Busco algo más efímero y deleznable, busco a Erik
Lönnrot. Hace tres años, en un garito de la Rue de Toulon, usted mismo
arrestó e hizo encarcelar a mi hermano. En un cupé, mis hombres me
sacaron del tiroteo con una bala policial en el vientre. Nueve días y
nueve noches agonicé en esta desolada quinta simétrica; me arrasaba la
fiebre, el odioso Jano bifronte que mira los ocasos y las auroras daban
horror a mi ensueño y a mi vigilia. Llegué a abominar de mi cuerpo,
llegué a sentir que dos ojos, dos manos, dos pulmones, son tan mostruosos
como dos caras. Un irlandés trató de convertirme a la fe de Jesús; me
repetía la sentencia de los goim: Todos los caminos llevan a Roma.
De noche, mi delirio se alimentaba de esa metáfora: yo sentía que el
mundo es un laberinto, del cual era imposible huir, pues todos los
caminos, aunque fingieran ir al Norte o al Sur, iban realmente a Roma, que
era también la cárcel cuadrangular donde agonizaba mi hermano y la
quinta de Triste-le-Roy. En esas noches yo juré por el dios que ve con
dos caras y por todos los dioses de la fiebre y de los espejos tejer un
laberinto en torno del hombre que había encarcelado a mi hermano. Lo he
tejido y es firme: los materiales son un heresiólogo muerto, una
brújula, una secta del siglo XVIII, una palabra griega, un puñal, los
rombos de una pinturería.
El primer término
de la serie me fue dado por el azar. Yo había tramado con algunos colegas
—entre ellos, Daniel Azevedo— el robo de los zafiros del Tetrarca.
Azevedo nos traicionó: se emborrachó con el dinero que le habíamos
adelantado y acometió la empresa el día antes. En el enorme hotel se
perdió; hacia las dos de la madrugada irrumpió en el dormitorio de
Yarmolinsky. Este, acosado por el insomio, se había puesto a escribir.
Verosímilmente, redactaba unas notas o un artículo sobre el Nombre de
Dios; había escrito ya las palabras La primera letra del Nombre ha
sido articulada. Azevedo le intimó silencio; Yarmolinsky alargó la
mano hacia el timbre que despertaría todas las fuerzas del hotel; Azevedo
le dio una sola puñalada en el pecho.Fue casi un movimiento reflejo;
medio siglo de violencia le había enseñado que lo más fácil y seguro
es matar... A los diez días yo supe por la Yidische Zaitung que
usted buscaba en los escritos de Yarmolinsky la clave de la muerte de
Yarmolinsky. Leí la Historia de la secta de los Hasidim; supe que
el miedo reverente de pronunciar el Nombre de Dios había originado la
doctrina de que ese Nombre es todopoderoso y recóndito. Supe que algunos
Hasidim, en busca de ese Nombre secreto, habían llegado a cometer
sacrificios humanos... Comprendí que usted conjeturaba que los Hasidim
habían sacrificado al rabino; me dediqué a justificar esa conjetura.
Marcelo Yarmolinsky
murió la noche del tres de diciembre; para el segundo “sacrificio”
elegí la del tres de enero. Muró en el Norte; para el segundo “sacrificio”
nos convenía un lugar del Oeste. Daniel Azevedo fue la víctima
necesaria. Merecía la muerte: era un impulsivo, un traidor; su captura
podía aniquilar todo el plan. Uno de los nuestros lo apuñaló; para
vincular su cadáver al anterior, yo escribí encima de los rombos de la
pinturería La segunda letra del Nombre ha sido articulada.
El tercer “crimen”
se produjo el tres de febrero. Fue, como Treviranus adivinó, un mero
simulacro. Gryphius-Ginzberg-Ginsburg soy yo; una semana interminable
sobrellevé (suplementado por una tenua barba postiza) en ese perverso
cubículo de la Rue de Toulon, hasta que los amigos me secuestraron. Desde
el estribo del cupé, uno de ellos escribió en un pilar La última de
las letras del Nombre ha sido articulada. Esa escritura divulgó que
la serie de crímenes era triple. Así lo entendió el público; yo, sin
embargo, intercalé repetidos indicios para que usted, el razonador Erik
Lönnrot, comprendiera que es cuádruple. Un prodigio en el Norte,
otros en el Este y en el Oeste, reclaman un cuarto prodigio en el Sur; el
Tetragrámaton —el nombre de Dios, JHVH— consta de cuatroletras;
los arlequines y la muestra del pinturero sugieren cuatro
términos. Yo subrayé cierto pasaje en el manual de Leusden: ese pasaje
manifiesta que los hebreos computaban el día de ocaso a ocaso; ese pasaje
da a entender que las muertes ocurrieron el cuatro de cada mes. Yo
mandé el triángulo equilátero a Treviranus. Yo presentí que usted
agregaría el punto que falta. El punto que determina un rombo perfecto,
el punto que prefija el lugar donde una exacta muerte lo espera. Todo lo
he premeditado, Erik Lönnrot, para atraerlo a usted a las soledades de
Triste-le-Roy.
Lönnrot evitó los
ojos de Scharlach. Miró los árboles y el cielo subdivididos en rombos
turbiamente amarillos, verdes y rojos. Sintió un poco de frío y una
tristeza impersonal, casi anónima. Ya era de noche; desde el polvoriento
jardín subió el grito inútil de un pájaro. Lönnrot consideró por
última vez el problema de las muertes simétricas y periódicas.
—En su laberinto
sobran tres líneas —dijo por fin—. Yo sé de un laberinto griego que
es una línea única, recta. En esa línea se han perdido tantos
filósofos que bien puede perderse un mero detective. Scharlach,
cuando en otro avatar usted me dé caza, finja (o cometa) un crimen en A,
luego un segundo crimen en B, en 8 kilómetros de A, luego un tercer
crimen en C, a 4 kilómetros de A y de B, a mitad de camino entre los dos.
Aguárdeme después en D, a 2 kilómetros de A y de C, de nuevo a mitad de
camino. Máteme en D, como ahora va a matarme en Triste-le-Roy.
Para la otra vez que
lo mate —replicó Scharlach—, le prometo ese laberinto, que consta de
una sola línea recta y que es indivisible, incesante.
Retrocedió unos
pasos. Después, muy cuidadosamente, hizo fuego.
1942
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