Ernesto Cardenal
(Nicaragua, 1925— )


Vida Perdida (Memorias)

Vuelo

(Fragmento del primer capítulo)

       Cuando yo volé de Nicaragua a Estados Unidos para ingresar al monasterio trapense de Gethsemani, Kentucky, iba conmigo en el avión un tío mío; él bajó en El Salvador para cambiar de avión, y cuando yo me despedí de él me despedí de lo último que me ligaba con el mundo, y ya quedé a solas con Dios. Yo escribí pocos días después desde el monasterio a mis papás y hermanos: “¡No pueden imaginarse qué viaje más feliz! Hagan de cuenta exactamente un viaje de bodas.”
       Al bajarse mi tío Alejandro sentí que Dios me decía: “Bueno, ya estamos solos, viniste a buscarme y aquí me tienes.” Fue como si de pronto ya todo el universo se me llenara de Dios. El vuelo fue lindísimo. El Caribe estaba calmo como una laguna. A veces se veían bancos de corales sumergidos, misteriosísimos, de un verde claro muy diferenciados en medio del azul del mar.
       [...] Aterrizamos en Lousville, Kentucky, y allí tomé un bus de la Greyhound que salía después del mediodía hacia el pueblito vecino al monasterio. Debo confesar que en esta última etapa del viaje iba ligeramente nervioso. Me preguntaba si no estuviera haciendo una locura, pero también pensaba que yo ya estaba embarcado en esa aventura y que dichosamente ya era tarde para volver atrás. Me tranquilizaba la certeza de que Dios me llevaba de la mano y él sabía a dónde iba. Pero también me tranquilizaba el panorama que veía desde la ventanilla del bus. Era una tarde de primavera y todo lo veía muy alegre. En mi interior yo experimentaba la situación dramática de que ya dejaba el mundo y su civilización, pero la apariencia era de todo lo contrario; un viaje muy tranquilo como si yo fuera a un Country Club o un hotel de montaña: unos muchachos entrando a drug-stores con sus amigas, otro tirando con un rifle, otros llevando botes en trailers. Era como si Dios mudamente me estuviera diciendo con ese día de primavera: “No estés nervioso. ¿De qué te afliges? No te estás alejando de nada.” O como si yo hubiera preguntado cómo ascender al monte Calvario y un chofer de la Greyhound me hubiera dicho: “Móntese. Yo le aviso la parada.”
       Así fue exactamente: el chofer me hizo una seña en una parada que se llamaba New Haven. Una señora se acercó al bus a preguntar quiénes iban al monasterio. Ella era dueña de la farmacia que era al mismo tiempo la estación del bus, y me dijo que era la encargada de arreglar los viajes al monasterio. Allí esperé un poco. Entraron a la farmacia unas chavalas en shorts haciendo un gran alboroto, y cuando se fueron la señora me dijo: “Así son todo el tiempo. No saben más que rock and roll. Y no son ni siquiera inteligentes.”
       Llegó una señora joven que me llevó en auto al monasterio. La entrada era muy bella al fondo de una alameda de grandes árboles. La señora se despidió de mí en el portón cuando un hermano llegó a abrir, y entré a un jardín lleno de pájaros. Tras ese jardín había otro portón con un letrero grande que decía: God alone. Entré con cierto escalofrío. Era la casa de huéspedes, y me sorprendió la decoración que había: todo muy moderno, del mejor arte moderno, de gran simplicidad y elegancia; atractivos diseños en mesas, sillas, ceniceros y lámparas; y esculturas estilizadas algo semejantes a mis esculturas. Me pareció que esta vez Dios también se reía de mi miedo.
       Al poco rato llegó a hablarme Thomas Merton. Se me presentó con mucha humildad, y no me dijo su nombre sino tan solo: “Yo soy el maestro de novicios.”
       Igualmente el Abad se había referido antes a él sin mencionar su famoso nombre. Después que yo había llenado todos los requisitos exigidos junto con la solicitud de ingreso, me escribió informándome que había sido admitido, y agregaba: “Tendrá de maestro de novicios uno que también es poeta, en cierto sentido, y estudió como usted en la Universidad de Columbia.” Lo cual me había llenado de gozo doblemente: primero al saber que mi maestro de novicios sería Thomas Merton, a quien yo le había leído prácticamente todos sus libros, e incluso traducido; y segundo porque eso yo no lo había sabido antes al pedir mi admisión, y era una garantía de que yo no había escogido ese monasterio buscándolo a él sino a Dios. En su último libro él había escrito que seguramente lo enviarían a una nueva fundación. El que aún estuviera allí y además fuera el maestro de novicios era algo inesperado. Había sido nombrado maestro de novicios como un año antes que yo llegara. Y eso lo atribuí a una acción especial de Dios para mí. Más claramente lo sentiría así cuando dejó de ser maestro de novicios pocos años después de que yo me fuera.
       Lo primero que Merton me dijo fue que el P. Abad le había encargado que me dijera que una condición para que yo entrara al noviciado era que renunciara a escribir. Yo le dije tranquilamente que desde que había escogido entrar a esta orden ya había hecho esta renuncia.
       En realidad yo muy bien sabía por los libros de Merton que la Trapa es una orden antiliteraria. Esto que a mí me repugna era una de las razones por las que yo había escogido esta orden. Para entregarme totalmente a Dios yo debía renunciar a todo. Podría haber escogido la orden benedictina, que es de la familia de la Trapa, y que se dedican principalmente a las artes y las letras, pero entonces no habría renunciado a mi gran amor: la poesía. También podría haber entrado a un seminario y ser sacerdote en Nicaragua, pero entonces no habría renunciado a otro gran amor: mi tierra y mis lagos. Yo debía ir a Dios despojado de todo.
       [...]
       Ahora yo iba a pasar de la casa de huéspedes al noviciado.
       Mucho tiempo después me contaría Merton que cuando el Abad recibió mi solicitud de ingreso, se la dio a él para que me contestara rechazándola. Algunos latinoamericanos habían llegado antes y casi no habían durado nada. El Abad pensaba que las diferencias de clima, idiosincrasia, etc., hacían que este monasterio no fuera propio para los latinoamericanos, y en caso de que debieran regresarse sin tener con qué, los pasajes en avión serían una carga para el monasterio. Pero cuando Merton recibió mi solicitud, sintió —según me dijo— muy claramente en su interior una especie de voz que le decía: “Hay que recibirlo. Es muy importante que él venga aquí.” Eso hizo que él contraviniera la orden expresa del Abad, y así fue que a mí me llegara una aceptación de ingreso.
       Y yo ahora pues ya iba a entrar al noviciado.
       Pero para que se sepa por qué yo estaba entrando a un monasterio trapense debo retroceder en la historia de mi vida.





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