Julio
Cortázar
(1914-1984)
Todos los fuegos el fuego
(Todos los fuegos el
fuego, 1966)
Así será algún día su estatua,
piensa irónicamente el procónsul mientras alza el brazo, lo fija en el
gesto del saludo, se deja petrificar por la ovación de un público que
dos horas de circo y de calor no han fatigado. Es el momento de la
sorpresa prometida; el procónsul baja el brazo, mira a su mujer que le
devuelve la sonrisa inexpresiva de las fiestas. Irene no sabe lo que va a
seguir y a la vez es como si lo supiera, hasta lo inesperado acaba en
costumbre cuando se ha aprendido a soportar, con la indiferencia que
detesta el procónsul, los caprichos del amo. Sin volverse siquiera hacia
la arena prevé una suerte ya echada, una sucesión cruel y monótona.
Licas, el viñatero, y su mujer Urania son los primeros en gritar un
nombre que la muchedumbre recoge y repite: “Te reservaba esta sorpresa”,
dice el procónsul. “Me han asegurado que aprecias el estilo de ese
gladiador”. Centinela de su sonrisa, Irene inclina la cabeza para
agradecer. “Puesto que nos haces el honor de acompañarnos aunque te
hastían los juegos”, agrega el procónsul, “es justo que procure
ofrecerte lo que más te agrada”. “¡Eres la sal del mundo!”, grita
Licas. “¡Haces bajar la sombra misma de Marte a nuestra pobre arena de
provincia!” “No has visto más que la mitad”, dice el procónsul,
mojándose los labios en una copa de vino y ofreciéndola a su mujer.
Irene bebe un largo sorbo, que parece llevarse con su leve perfume el olor
espeso y persistente de la sangre y el estiércol. En un brusco silencio
de expectativa que lo recorta con una precisión implacable, Marco avanza
hacia el centro de la arena; su corta espada brilla al sol, allí donde el
viejo velario deja pasar un rayo oblicuo, y el escudo de bronce cuelga
negligente de la mano izquierda. “¿No irás a enfrentarlo con el
vencedor de Smirnio?”, pregunta excitadamente Licas. “Mejor que eso”,
dice el procónsul. “Quisiera que tu provincia me recuerde por estos
juegos, y que mi mujer deje por una vez de aburrirse”. Urania y Licas
aplauden esperando la respuesta de Irene, pero ella devuelve en silencio
la copa al esclavo, ajena al clamoreo que saluda la llegada del segundo
gladiador. Inmóvil, Marco parece también indiferente a la ovación que
recibe su adversario; con la punta de la espada toca ligeramente sus
grebas doradas.
“Hola”, dice
Roland Renoir, eligiendo un cigarrillo como una continuación ineludible
del gesto de descolgar el receptor. En la línea hay una crepitación de
comunicaciones mezcladas, alguien que dicta cifras, de golpe un silencio
todavía más oscuro en esa oscuridad que el teléfono vuelca en el ojo
del oído. “Hola”, repite Roland, apoyando el cigarrillo en el borde
del cenicero y buscando los fósforos en el bolsillo de la bata. “Soy yo”,
dice la voz de Jeanne. Roland entorna los ojos, fatigado, y se estira en
una posición más cómoda. “Soy yo”, repite inútilmente Jeanne. Como
Roland no contesta, agrega: “Sonia acaba de irse”.
Su obligación es
mirar el palco imperial, hacer e saludo de siempre. Sabe que debe hacerlo
y que verá a la mujer del procónsul y al procónsul, y que quizá la
mujer le sonreirá como en los últimos juegos. No necesita pensar, no
sabe casi pensar, pero el instinto le dice que esa arena es mala, el
enorme ojo de bronce donde los rastrillos y las hojas de palma han
dibujado los curvos senderos ensombrecidos por algún rastro de las luchas
precedentes. Esa noche ha soñado con un pez, ha soñado con un camino
solitario entre columnas rotas; mientras se armaba, alguien ha murmurado
que el procónsul no le pagará con monedas de oro. Marco no se ha
molestado en preguntar, y el otro se ha echado a reír malvadamente antes
de alejarse sin darle la espalda; un tercero, después, le ha dicho que es
un hermano del gladiador muerto por él en Massilia, pero ya lo empujaban
hacia la galería, hacia los clamores de fuera. El calor es insoportable,
le pesa el yelmo que devuelve los rayos del sol contra el velario y las
gradas. Un pez, columnas rotas; sueños sin un sentido claro, con pozos de
olvido en los momentos en que hubiera podido entender. Y el que lo armaba
ha dicho que el procónsul no le pagará con monedas de oro; quizá la
mujer del procónsul no le sonría esta tarde. Los clamores le dejan
indiferente porque ahora están aplaudiendo al otro, lo aplauden menos que
a él un momento antes, pero entre los aplausos se filtran gritos de
asombro, y Marco levanta la cabeza, mira hacia el palco donde Irene se ha
vuelto para hablar con Urania, donde el procónsul negligentemente hace
una seña, y todo su cuerpo se contrae y su mano se aprieta en el puño de
la espada. Le ha bastado volver los ojos hacia la galería opuesta; no es
por allí que asoma su rival, se han alzado crujiendo las rejas del oscuro
pasaje por donde se hace salir a las fieras, y Marco ve dibujarse la
gigantesca silueta del reciario nubio, hasta entonces invisible contra el
fondo de piedra mohosa; ahora sí, más acá de toda razón, sabe que el
procónsul no le pagará con monedas de oro, adivina el sentido del pez y
las columnas rotas. Y a la vez poco le importa lo que va a suceder entre
el reciario y él, eso es el oficio y los hados, pero su cuerpo sigue
contraído como si tuviera miedo, algo en su carne se pregunta por qué el
reciario ha salido por la galería de las fieras, y también se lo
pregunta entre ovaciones el público, y Licas lo pregunta al procónsul
que sonríe para apoyar sin palabras la sorpresa, y Licas protesta riendo
y se cree obligado a apostar a favor de Marco; antes de oír las palabras
que seguirán, Irene sabe que el procónsul doblará la apuesta a favor
del nubio, y que después la mirará amablemente y ordenará que le sirvan
vino helado. Y ella beberá el vino y comentará con Urania la estatura y
la ferocidad del reciario nubio; cada movimiento está previsto aunque se
lo ignore en sí mismo, aunque puedan faltar la copa de vino o el gesto de
la boca de Urania mientras admira el torso del gigante. Entonces Licas,
experto en incontables fastos de circo, les hará notar que el yelmo del
nubio ha rozado las púas de la reja de las fieras, alzadas a dos metros
del suelo, y alabará la soltura con que ordena sobre el brazo izquierdo
las escamas de la red. Como siempre, como desde una ya lejana noche
nupcial, Irene se repliega al límite más hondo de sí misma mientras por
fuera condesciende y sonríe y hasta goza; en esa profundidad libre y
estéril siente el signo de muerte que el procónsul ha disimulado en una
alegre sorpresa pública, el signo que sólo ella y quizá Marco pueden
comprender, pero Marco no comprenderá, torvo y silencioso y máquina, y
su cuerpo que ella ha deseado en otra tarde de circo (y eso lo ha
adivinado el procónsul, sin necesidad de sus magos lo ha adivinado como
siempre, desde el primer instante) va a pagar el precio de la mera
imaginación, de una doble mirada inútil sobre el cadáver, de un tracio
diestramente muerto de un tajo en la garganta.
Antes de marcar el
número de Roland, la mano de Jeanne ha andado por las páginas de una
revista de modas, un tubo de pastillas calmantes, el lomo del gato
ovillado en el sofá. Después la voz de Roland ha dicho: “Hola”, su
voz un poco adormilada y bruscamente Jeanne ha tenido una sensación de
ridículo, de que va a decirle a Roland eso que exactamente la
incorporará a la galería de las plañideras telefónicas con el único,
irónico espectador fumando en un silencio condescendiente: “Soy yo”,
dice Jeanne, pero se lo ha dicho más a ella misma que a ese silencio
opuesto en el que bailan, como en un telón de fondo, algunas chispas de
sonido. Mira su mano, que ha acariciado distraídamente al gato antes de
marcar las cifras (¿y no se oyen otras cifras en el teléfono, no hay una
voz distante que dicta números a alguien que no habla, que sólo está
allí para copiar obediente?), negándose a creer que la mano que ha
alzado y vuelto a dejar el tubo de pastillas es su mano, que la voz que
acaba de repetir: “Soy yo”, es su voz, al borde del límite. Por
dignidad, callar, lentamente devolver al receptor a su horquilla, quedarse
limpiamente sola. “Sonia acaba de irse”, dice Jeanne, y el límite
está franqueado, el ridículo empieza, el pequeño infierno confortable.
“Ah”, dice
Roland frotando un fósforo. Jeanne oye distintamente el frote, es como si
viera el rostro de Roland mientras aspira el humo, echándose un poco
atrás con los ojos entornados. Un río de escamas brillantes parece
saltar de las manos del gigante negro y Marco tiene el tiempo preciso para
hurtar el cuerpo a la red. Otras veces —el procónsul lo sabe, y vuelve
la cabeza para que solamente Irene lo vea sonreír— ha aprovechado de
ese mínimo instante que es el punto débil de todo reciario para bloquear
con el escudo la amenaza del largo tridente y tirarse a fondo, con un
movimiento fulgurante, hacia el pecho descubierto. Pero Marco se mantiene
fuera de distancia, encorvadas las piernas como a punto de saltar,
mientras el nubio recoge velozmente la red y prepara el nuevo ataque. “Está
perdido”, piensa Irene sin mirar al procónsul que elige unos dulces de
la baraja que le ofrece Urania. “No es el que era”, piensa Licas
lamentando su apuesta. Marco se ha encorvado un poco, siguiendo el
movimiento giratorio del nubio; es el único que aún no sabe lo que todos
presienten, es apenas algo que agazapado espera otra ocasión, con el vago
desconcierto de no haber hecho lo que la ciencia le mandaba. Necesitaría
más tiempo, las horas tabernarias que siguen a los triunfos, para
entender quizá la razón de que el procónsul no vaya a pagarle con
monedas de oro. Hosco, espera otro momento propicio; acaso al final, con
un pie sobre el cadáver del reciario, pueda encontrar otra vez la sonrisa
de la mujer del procónsul; pero eso no lo está pensando él, y quien lo
piensa no cree ya que el pie de Marco se hinque en el pecho de un nubio
degollado.
“Decídete”,
dice Roland, “a menos que quieras tenerme toda la tarde escuchando a ese
tipo que le dicta números a no sé quién. ¿Lo oyes?” “Sí”, dice
Jeanne, “se lo oye como desde muy lejos. Trescientos cincuenta y cuatro,
doscientos cuarenta y dos”. Por un momento no hay más que la voz
distante y monótona. “En todo caso”, dice Roland, “está utilizando
el teléfono para algo práctico”. La respuesta podría ser la
previsible, la primera queja, pero Jeanne calla todavía unos segundos y
repite: “Sonia acaba de irse”. Vacila antes de agregar: “Probablemente
estará llegando a tu casa”. A Roland le sorprendería eso, Sonia no
tiene por qué ir a su casa. “No mientas”, dice Jeanne, y el gato huye
de su mano, la mira ofendido. “No era una mentira”, dice Roland. “Me
refería a la hora, no al hecho de venir o no venir. Sonia sabe que me
molestan las visitas y las llamadas a esta hora”. Ochocientos cinco,
dicta desde lejos la voz, cuatrocientos dieciséis. Treinta y dos. Jeanne
ha cerrado los ojos, esperando la primera pausa en esa voz anónima para
decir lo único que queda por decir. Si Roland corta la comunicación le
restará todavía esa voz en el fondo de la línea, podrá conservar el
receptor en el oído, resbalando más y más en el sofá, acariciando el
gato que ha vuelto a tenderse contra ella, jugando con el tubo de
pastillas, escuchando las cifras, hasta que también la otra voz se canse
y ya no quede nada, absolutamente nada como no sea el receptor que
empezará a pesar espantosamente entre sus dedos, una cosa muerta que
habrá que rechazar sin mirarla. Ciento cuarenta y cinco, dice la voz. Y
todavía más lejos, como un diminuto dibujo a lápiz, alguien que podría
ser una mujer tímida pregunta entre dos chasquidos: “¿La estación del
Norte?”
Por segunda vez
alcanza a zafarse de la red, pero ha medido mal el salto hacia atrás y
resbala en una mancha húmeda de la arena. Con un esfuerzo que levanta en
vilo al público, Marco rechaza la red con un molinete de la espada
mientras tiende el brazo izquierdo y recibe en el escudo el golpe
resonante del tridente. El procónsul desdeña los excitados comentarios
de Licas y vuelve la cabeza hacia Irene que no se ha movido. “Ahora o
nunca”, dice el procónsul. “Nunca”, contesta Irene. “No es el que
era”, repite Licas, “y le va a costar caro, el nubio no le dará otra
oportunidad, basta mirarlo”. A distancia, casi inmóvil, Marco parece
haberse dado cuenta del error; con el escudo en alto mira fijamente la red
ya recogida, el tridente que oscila hipnóticamente a dos metros de sus
ojos. “Tienes razón, no es el mismo”, dice el procónsul. “¿Habías
apostado por él, Irene?” Agazapado, pronto a saltar, Marco siente en la
piel, en lo hondo del estómago, que la muchedumbre lo abandona. Si
tuviera un momento de calma podría romper el nudo que lo paraliza, la
cadena invisible que empieza muy atrás pero sin que él pueda saber
dónde, y que en algún momento es la solicitud del procónsul, la promesa
de una paga extraordinaria y también un sueño donde hay un pez y
sentirse ahora, cuando ya no hay tiempo para nada, la imagen misma del
sueño frente a la red que baila ante los ojos y parece atrapar cada rayo
de sol que se filtra por las desgarraduras del velario. Todo es cadena,
trampa; enderezándose con una violencia amenazante que el público
aplaude mientras el reciario retrocede un paso por primera vez, Marco
elige el único camino, la confusión y el sudor y el olor a sangre, la
muerte frente a él que hay que aplastar; alguien lo piensa por él
detrás de la máscara sonriente, alguien que lo ha deseado por sobre el
cuerpo de un tracio agonizante. “El veneno”, se dice Irene, “alguna
vez encontraré el veneno, pero ahora acéptale la copa de vino, sé la
más fuerte, espera tu hora”. La pausa parece prolongarse como se
prolonga la insidiosa galería negra donde vuelve intermitente la voz
lejana que repite cifras. Jeanne a creído siempre que los mensajes que
verdaderamente cuentan están en algún momento más acá de toda palabra;
quizá esas cifras digan más, sean más que cualquier discurso para el
que las está escuchando atentamente, como para ella el perfume de Sonia,
el roce de la palma de su mano en el hombro antes de marcharse han sido
tanto más que las palabras de Sonia. Pero era natural que Sonia no se
conformara con un mensaje cifrado, que quisiera decirlo con todas las
letras, saboreándolo hasta lo último. “Comprendo que para ti será muy
duro”, a repetido Sonia, “pero detesto el disimulo y prefiero decirte
la verdad”. Quinientos cuarenta y seis, seiscientos sesenta y dos,
doscientos ochenta y nueve. “No me importa si va a tu casa o no”, dice
Jeanne, “ahora ya no me importa nada”. En vez de otra cifra hay un
largo silencio. “¿Estás ahí?”, pregunta Jeanne. “Sí”, dice
Roland dejando la colilla en el cenicero y buscando sin apuro el vaso de
coñac. “Lo que no puedo entender...”, empieza Jeanne. “Por favor”,
dice Roland, “en estos casos nadie entiende gran cosa, querida, y
además no se gana nada con entender. Lamento que Sonia se haya
precipitado, no era ella a quien le tocaba decírtelo. Maldito sea, ¿no
va a terminar nunca con esos números?” La voz menuda, que hace pensar
en un mundo de hormigas, continúa su dictado minucioso por debajo de un
silencio más cercano y más espeso. “Pero tú”, dice absurdamente
Jeanne, “entonces, tú...”
Roland bebe un
trago de coñac. Siempre le ha gustado escoger sus palabras, evitar los
diálogos superfluos. Jeanne repetirá dos, tres veces cada frase,
acentuándolas de una manera diferente; que hable, que repita mientras él
prepara el mínimo de respuestas sensatas que pongan orden en ese arrebato
lamentable. Respirando con fuerza se endereza después de una finta y un
avance lateral; algo le dice que esta vez el nubio va a cambiar el orden
del ataque, que el tridente se adelantará al tiro de la red. “Fíjate
bien”, explica Licas a su mujer, “se lo he visto hacer en Apta Iulia,
siempre los desconcierta”. Mal defendido, desafiando el riesgo de entrar
en el campo de la red, Marco se tira hacia delante y sólo entonces alza
el escudo para protegerse del río brillante que escapa como un rayo de la
mano del nubio. Ataja el borde de la red pero el tridente golpea hacia
abajo y la sangre salta del muslo de Marco, mientras la espada demasiado
corta resuena inútilmente contra el asta. “Te lo había dicho”, grita
Licas. El procónsul mira atentamente el muslo lacerado, la sangre que se
pierde en la greba dorada; piensa casi con lástima que a Irene le hubiera
gustado acariciar ese muslo, buscar su presión y su calor, gimiendo como
sabe gemir cuando él la estrecha para hacerle daño. Se lo dirá esa
misma noche y será interesante estudiar el rostro de Irene buscando el
punto débil de su máscara perfecta, que fingirá indiferencia hasta el
final como ahora finge un interés civil en la lucha que hace aullar de
entusiasmo a una plebe bruscamente excitada por la inminencia del fin. “La
suerte lo ha abandonado”, dice el procónsul a Irene. “Casi me siento
culpable de haberlo traído a esta arena de provincia; algo de él se ha
quedado en Roma, bien se ve.” “Y el resto se quedará aquí, con el
dinero que le aposté”, ríe Licas. “Por favor, no te pongas así”,
dice Roland, “es absurdo seguir hablando por teléfono cuando podemos
vernos esta misma noche. Te lo repito, Sonia se ha precipitado, yo quería
evitarte ese golpe”. La hormiga ha cesado de dictar sus números y las
palabras de Jeanne se escuchan distintamente; no hay lágrimas en su voz y
eso sorprende a Roland, que ha preparado sus frases previendo una
avalancha de reproches. “¿Evitarme el golpe?”, dice Jeanne. “Mintiendo,
claro, engañándome una vez más”. Roland suspira, desecha las
respuestas que podrían alargar hasta el bostezo un diálogo tedioso. “Lo
siento, pero si sigues así prefiero cortar”, dice, y por primera vez
hay un tono de afabilidad en su voz. “Mejor será que vaya a verte
mañana, al fin y al cabo somos gente civilizada, qué diablos”. Desde
muy lejos la hormiga dicta: ochocientos ochenta y ocho. “No vengas”,
dice Jeanne, y es divertido oír las palabras mezclándose con las cifras,
no ochocientos vengas ochenta y ocho. “No vengas nunca más, Roland”.
El drama, las probables amenazas de suicidio, el aburrimiento como cuando
Marie Josée, como cuando todas las que lo toman a lo trágico. “No seas
tonta”, aconseja Roland, “mañana lo comprenderás mejor, es
preferible para los dos”. Jeanne calla, la hormiga dicta cifras
redondas: cien, cuatrocientos, mil. “Bueno, hasta mañana”, dice
Roland admirando el vestido de calle de Sonia, que acaba de abrir la
puerta y se ha detenido con un aire entre interrogativo y burlón. “No
perdió tiempo en llamarte”, dice Sonia dejando el bolso y una revista.
“Hasta mañana, Jeanne”, repite Roland. El silencio en la línea
parece tenderse como un arco, hasta que lo corta secamente una cifra
distante, novecientos cuatro. “¡Basta de dictar esos números idiotas!”,
grita Roland con todas sus fuerzas, y antes de alejar el receptor del
oído alcanza a escuchar el click en el otro extremo, el arco que suelta
su flecha inofensiva. Paralizado, sabiéndose incapaz de evitar la red que
no tardará en envolverlo, Marco hace frente al gigante nubio, la espada
demasiado corta inmóvil en el extremo del brazo tendido. El nubio afloja
la red una, dos veces, la recoge buscando la posición más favorable, la
hace girar todavía como si quisiera prolongar los alaridos del público
que lo incita a acabar con su rival, y baja el tridente mientras se echa
de lado para dar más impulso al tiro. Marco va al encuentro de la red con
el escudo en alto, y es una torre que se desmorona contra una masa negra,
la espada se hunde en algo que más arriba aúlla; la arena le entra en la
boca y en los ojos, la red cae inútilmente sobre el pez que se ahoga.
Acepta indiferente
las caricias, incapaz de sentir que la mano de Jeanne tiembla un poco y
empieza a enfriarse. Cuando los dedos resbalan por su piel y se detienen,
hincándose en una crispación instantánea, el gato se queja petulante;
después se tumba de espaldas y mueve las patas en la actitud de
expectativa que hace reír siempre a Jeanne, pero ahora no, su mano sigue
inmóvil junto al gato y apenas si un dedo busca todavía el calor de su
piel, la recorre brevemente antes de detenerse otra vez entre el flanco
tibio y el tubo de pastillas que ha rodado hasta ahí. Alcanzado en pleno
estómago el nubio aúlla, echándose hacia atrás, y en ese último
instante en el que el dolor es como una llama de odio, toda la fuerza que
huye de su cuerpo se agolpa en el brazo para hundir el tridente en la
espada de su rival boca abajo. Cae sobre el cuerpo de Marco, y las
convulsiones lo hacen rodar de lado; Marco mueve lentamente un brazo,
clavado en la arena como un enorme insecto brillante.
“No es frecuente”,
dice el procónsul volviéndose hacia Irene, “que dos gladiadores de ese
mérito se maten mutuamente. Podemos felicitarnos de haber visto un raro
espectáculo. Esta noche se lo escribiré a mi hermano para consolarlo de
su tedioso matrimonio”.
Irene ve moverse el
brazo de Marco, un lento movimiento inútil como si quisiera arrancarse el
tridente hundido en los riñones. Imagina al procónsul desnudo en la
arena, con el mismo tridente clavado hasta el asta. Pero el procónsul no
movería el brazo con esa dignidad última; chillaría pataleando como una
liebre, pediría perdón a un público indignado. Aceptando la mano que le
tiende su marido para ayudarle a levantarse, asiente una vez más; el
brazo ha dejado de moverse, lo único que queda por hacer es sonreír,
refugiarse en la inteligencia. Al gato no parece gustarle la inmovilidad
de Jeanne, sigue tumbado de espaldas esperando una caricia; después, como
si le molestara ese dedo contra la piel del flanco, maúlla
destempladamente y da media vuelta para alejarse, ya olvidado y
soñoliento.
“Perdóname por
venir a esta hora”, dice Sonia. “Vi tu auto en la puerta, era
demasiada tentación. Te llamó, ¿verdad?” Roland busca un cigarrillo.
“Hiciste mal”, dice. “Se supone que esa tarea les toca a los
hombres, al fin y al cabo he estado más de dos años con Jeanne y es una
buena muchacha”. “Ah, pero el placer”, dice Sonia sirviéndose
coñac. “Nunca le he podido perdonar que fuera tan inocente, no hay nada
que me exaspere más. Si te digo que empezó por reírse, convencida de
que le estaba haciendo una broma”. Roland mira el teléfono, piensa en
la hormiga. Ahora Jeanne llamará otra vez, y será incómodo porque Sonia
se ha sentado junto a él y le acaricia el pelo mientras hojea una revista
literaria como si buscara ilustraciones. “Hiciste mal”, repite Roland
atrayendo a Sonia. “¿En venir a esta hora?”, ríe Sonia cediendo a
las manos que buscan torpemente el primer cierre. El velo morado cubre los
hombros de Irene que da la espalda al público, a la espera de que el
procónsul salude por última vez. En las ovaciones se mezcla ya un rumor
de multitud en movimiento, la carrera precipitada de los que buscan
adelantarse a la salida y ganar las galerías inferiores, Irene sabe que
los esclavos estarán arrastrando los cadáveres, y no se vuelve; le
agrada pensar que el procónsul ha aceptado la invitación de Licas a
cenar en su villa a orillas del lago, donde el aire de la noche la
ayudará a olvidar el olor a la plebe, los últimos gritos, un brazo
moviéndose lentamente como si acariciara la tierra. No le es difícil
olvidar, aunque el procónsul la hostigue con una minuciosa evocación de
tanto pasado que la inquieta; un día Irene encontrará la manera de que
también él olvide para siempre, y que la gente lo crea simplemente
muerto. “Verás lo que ha inventado nuestro cocinero”, está diciendo
la mujer de Licas. “Le ha devuelto el apetito a mi marido, y de noche...”
Licas ríe y saluda a sus amigos, esperando que el procónsul abra la
marcha hacia las galerías después de un último saludo que se hace
esperar como si lo complaciera seguir mirando la arena donde enganchan y
arrastran los cadáveres. ”Soy tan feliz“, dice Sonia apoyando la
mejilla en el pecho de Roland adormilado. ”No lo digas“, murmura
Roland, ”uno siempre piensa que es una amabilidad“. ”¿No me crees?“,
ríe Sonia. ”Sí, pero no lo digas ahora. Fumemos“. Tantea en la mesa
baja hasta encontrar cigarrillos, pone uno en los labios de Sonia, acerca
el suyo, los enciende al mismo tiempo. Se miran apenas, soñolientos, y
Roland agita el fósforo y lo posa en la mesa donde en alguna parte hay un
cenicero. Sonia es la primera en adormecerse y él le quita muy despacio
el cigarrillo de la boca, lo junta con el suyo y los abandona en la mesa,
resbalando contra Sonia en un sueño pesado y sin imágenes. El pañuelo
de gasa arde sin llama al borde del cenicero, chamuscándose lentamente,
cae sobre la alfombra junto al montón de ropas y una copa de coñac.
Parte del público vocifera y se amontona en las gradas inferiores; el
procónsul ha saludado una vez más y hace una seña a su guardia para que
le abran paso. Licas, el primero en comprender, le muestra el lienzo más
distante del viejo velario que empieza a desgarrarse mientras una lluvia
de chispas cae sobre el público que busca confusamente la salida.
Gritando una orden, el procónsul empuja a Irene siempre de espaldas e
inmóvil. “Pronto, antes de que se amontonen en la galería baja”,
grita Licas precipitándose delante de su mujer. Irene es la primera que
huele el aceite hirviendo, el incendio de los depósitos subterráneos;
atrás, el velario cae cobre las espaldas de los que pugnan por abrirse
paso en una masa de cuerpos confundidos que obstruyen las galerías
demasiado estrechas. Los hay que saltan a la arena por centenares,
buscando otras salidas, pero el humo del aceite borra las imágenes, un
jirón de tela flota en el extremo de las llamas y cae sobre el procónsul
antes de que pueda guarecerse en el pasaje que lleva a la galería
imperial. Irene se vuelve al oír su grito, le arranca la tela chamuscada
tomándola con dos dedos, delicadamente. “No podremos salir”, dice,
“están amontonados ahí abajo como animales”. Entonces Sonia grita,
queriendo desatarse del brazo ardiente que la envuelve desde el sueño, y
su primer alarido se confunde con el de Roland que inútilmente quiere
enderezarse, ahogado por el humo negro. Todavía gritan, cada vez más
débilmente, cuando el carro de bomberos entra a toda máquina por la
calle atestada de curiosos. “Es en el décimo piso”, dice el teniente.
“Va a ser duro, hay viento del norte. Vamos”.
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