Julio Cortázar
(1914-1984)


Historias que me cuento
(Queremos tanto a Glenda, 1980)


         Me cuento historias cuando duermo solo, cuando la cama parece más grande de lo que es y más fría, pero también me las cuento cuando Niágara está ahí y se duerme entre murmullos complacientes, casi como si también ella se estuviera contando una historia. Más de una vez quisiera despertarla para saber cómo es su historia (solamente murmura ya dormida y eso no es de ninguna manera una historia), pero Niágara vuelve siempre tan cansada del trabajo que no sería justo ni hermoso despertarla cuando acaba de dormirse y parece colmada, perdida en su caracolito perfumado y murmurante, de modo que la dejo dormir y me cuento historias, lo mismo que en los días en que ella tiene horario nocturno y yo duermo solo en esa bruscamente enorme cama.
          Las historias que me cuento son cualquier cosa pero casi siempre conmigo en el papel central, una especie de Walter Mitty porteño que se imagina en situaciones anómalas o estúpidas o de un intenso dramatismo muy trabajado para que el que sigue la historia se divierta con el melodrama o la cursilería o el humor que deliberadamente le pone el que la cuenta. Porque Walter Mitty suele tener también su lado Jekyll y Hyde, desde luego la literatura anglosajona ha hecho estragos en su inconsciente y las historias le nacen casi siempre muy librescas y como armadas para una imprenta igualmente imaginaria. La sola idea de escribir las historias que me cuento antes de dormirme me parece inconcebible por la mañana, y además un hombre tiene que tener sus lujos secretos, sus callados despilfarros, cosas que otros aprovecharían hasta la última migaja. Y hay también la superstición, desde siempre me he dicho que si pusiera por escrito cualquiera de las historias que me cuento, esa historia sería la última por una razón que se me escapa pero que acaso tiene que ver con nociones de transgresión o de castigo; entonces no, imposible imaginarme esperando el sueño junto a Niágara o solo pero sin poder contarme una historia, teniendo que imbécilmente numerar corderitos o todavía peor recordar mis jornadas cotidianas poco recordables.
          Todo depende del humor del momento, porque nunca se me ocurriría elegir un cierto tipo de historia; apenas apago o apagamos la luz y entro en esa segunda y hermosa capa de negrura que me traen los párpados, la historia está ahí, un comienzo casi siempre incitante de historia, puede ser una calle vacía con un auto que avanza desde muy lejos, o la cara de Marcelo Macías al enterarse de que lo han ascendido, cosa hasta este momento inconcebible dada su incompetencia, o simplemente una palabra o un sonido que se repiten cinco o diez veces y de los cuales empieza a salir una primera imagen de la historia. A veces me asombra que después de un episodio que podría calificar de burocrático, la noche siguiente la historia sea erótica o deportiva; sin duda soy imaginativo, aunque eso se note solamente antes de dormirme, pero un repertorio tan imprevistamente variable y rico no termina de asombrarme. Dilia, por ejemplo, por qué tenía Dilia que aparecer en esa historia y precisamente en esa historia cuando Dilia no era una mujer que de alguna manera se prestara a una historia semejante; por qué Dilia.
          Pero hace mucho que he decidido no preguntarme por qué Dilia o el Transiberiano o Muhammed Alí o cualquiera de los escenarios donde se instalan las historias que me cuento. Si me acuerdo de Dilia en este momento ya fuera de la historia es por otras cosas que también estuvieron y están fuera, por algo que ya no es la historia y acaso por eso me obliga a hacer lo que no hubiera querido ni podido hacer con las historias que me cuento. En aquella historia (solo en la cama, Niágara volvería del hospital a las ocho de la mañana) corría un paisaje de montaña y una ruta que daban miedo, que obligaban a manejar con cuidado, los faros barriendo las siempre posibles trampas visuales de cada curva, solo y a medianoche en ese enorme camión de difícil manejo en un camino de cornisa. Ser camionero siempre me ha parecido un trabajo envidiable porque lo imagino como una de las más simples formas de la libertad, ir de un lado a otro en un camión que a la vez es una casa con su colchón para pasar la noche en una ruta arbolada, una lámpara para leer y latas de comida y cerveza, un transistor para escuchar jazz en un silencio perfecto, y además ese sentimiento de saberse ignorado por el resto del mundo, que nadie esté enterado de que hemos tomado esa ruta y no otra, tantas posibilidades y pueblos y aventuras de pasaje, incluso asaltos y accidentes en los que siempre se tiene la mejor parte como cabe a Walter Mitty.
          Alguna vez me he preguntado por qué camionero y no piloto de avión o capitán de transatlántico, sabiendo a la vez que responde a mi lado simple y a ras de tierra que más y más tengo que esconder de día; ser camionero es la gente que habla con los camioneros, es los lugares por donde se mueve un camionero, de manera que cuando me cuento una historia de libertad es frecuente que empiece en ese camión que recorre la pampa o un paisaje imaginario como el de ahora, los Andes o las Montañas Rocosas, en todo caso una ruta difícil en esa noche por la que yo iba subiendo cuando vi la frágil silueta de Dilia al pie de las rocas violentamente arrancadas de la nada por el haz de los faros, las paredes violáceas que volvían aún más pequeña y abandonada la imagen de Dilia haciéndome el gesto de los que piden ayuda después de haber andado tanto a pie con una mochila a la espalda.
          Si ser camionero es una historia que me he contado muchas veces, no era forzoso encontrar mujeres pidiéndome que las levantara como lo estaba haciendo Dilia, aunque desde luego también las había puesto que esas historias colmaban casi siempre una fantasía en la que la noche, el camión y la soledad eran los accesorios perfectos para una breve felicidad de fin de etapa. A veces no, a veces era solamente una avalancha de la que me escapaba vaya a saber cómo, o los frenos que fallaban en el descenso para que todo terminara en un torbellino de visiones cambiantes que me obligaban a abrir los ojos y negarme a seguir, buscar el sueño o la tibia cintura de Niágara con el alivio de haber escapado a lo peor. Cuando la historia ponía a una mujer al borde de la ruta, esa mujer era siempre una desconocida, los caprichos de las historias que optaban por una muchacha pelirroja o una mulata, vistas acaso en una película o una foto de revista y olvidadas en la superficie del día hasta que la historia me las traía sin que yo las reconociera. Ver a Dilia fue entonces más que una sorpresa, casi un escándalo porque Dilia no tenía nada que hacer en esa ruta y de alguna manera estaba estropeando la historia con su gesto entre implorante y conminatorio. Dilia y Alfonso son amigos que Niágara y yo vemos de tiempo en tiempo, viven en órbitas diferentes y sólo nos acerca una fidelidad de los tiempos de universitarios, la estima por temas y gustos comunes, cenar de cuando en cuando en casa de ellos o aquí, seguirlos de lejos en su vida de matrimonio con un bebé y bastante plata. Qué demonios tenía que hacer Dilia allí cuando la historia estaba sucediendo de una manera en la que cualquier muchacha imaginaria sí pero no Dilia, porque si algo estaba claro en la historia era que esa vez yo encontraría una muchacha en la ruta y de ahí sucederían algunas de las muchas cosas que pueden suceder cuando se llega a la llanura y se hace un alto después de la larga tensión del cruce; todo tan claro desde la primera imagen, la cena con otros camioneros en el bodegón del pueblo antes de la montaña, una historia ya nada original pero siempre grata por sus variantes y sus incógnitas, solamente que ahora la incógnita era diferente, era Dilia que de ninguna manera tenía sentido en esa curva de la ruta.
          Puede ser que si Niágara hubiera estado ahí murmurando y resoplando dulcemente en su sueño, yo hubiera preferido no levantar a Dilia, borrarla a ella y al camión y a la historia con solamente abrir los ojos y decirle a Niágara: «Es raro, estuve a punto de acostarme con una mujer y era Dilia», para que tal vez Niágara abriera a su vez los ojos y me besara en la mejilla tratándome de estúpido o metiendo a Freud en el baile o preguntándome si alguna vez había deseado a Dilia, para oírme decir la verdad o sea que en la perra vida, aunque entonces de nuevo Freud o algo así. Pero sintiéndome tan solo dentro de la historia, tan solo como lo que era, un camionero en pleno cruce de la sierra a medianoche, no fui capaz de pasar de largo: frené despacio, abrí la portezuela y dejé subir a Dilia que murmuró apenas un «gracias» de fatiga y somnolencia y se estiró en el asiento con su saco de viaje a los pies.
          Las reglas del juego se cumplen desde el primer momento en las historias que me cuento. Dilia era Dilia pero en la historia yo era un camionero y solamente eso para Dilia, jamás se me hubiera ocurrido preguntarle qué estaba haciendo allí en plena noche o llamarla por su nombre. Pienso que en la historia lo excepcional era que esa muchacha contuviera a la persona de Dilia, su lacio pelo rubio, los ojos claros y sus piernas casi convencionalmente evocando las de un potrillo, demasiado largas para su estatura; fuera de eso la historia la trataba como a cualquier otra, sin nombre ni relación anterior, perfecto encuentro del azar. Cambiamos dos o tres frases, le pasé un cigarrillo y encendí otro, empezamos a bajar la cuesta como tiene que bajarla un camión pesado, mientras Dilia se estiraba todavía más, fumando desde un abandono y un sopor que la lavaban de tantas horas de marcha y acaso miedo en la montaña.
          Pensé que iba a dormirse enseguida y que era agradable imaginarla así hasta la planicie allá abajo, pensé que acaso hubiera sido amable invitarla a irse al fondo del camión y tirarse en una verdadera cama, pero jamás en una historia las cosas me habían permitido hacer eso porque cualquiera de las muchachas me hubiera mirado con esa expresión entre amarga y desesperada de la que imagina las intenciones inmediatas y busca casi siempre la manija de la portezuela, la fuga necesaria. Tanto en las historias como en la presumible realidad de cualquier camionero las cosas no podían pasar así, había que hablar, fumar, hacerse amigos, obtener desde todo eso la aceptación casi siempre silenciosa de un alto en un bosque o un refugio, la aquiescencia para lo que vendría luego pero que ya no era amargura ni cólera, simplemente compartir lo que ya se estaba compartiendo desde la charla, los cigarrillos y la primera botella de cerveza bebida del gollete entre dos virajes.
          La dejé dormir, entonces, la historia tenía ese desarrollo que siempre me ha gustado en las historias que me cuento, la descripción minuciosa de cada cosa y de cada acto, una película lentísima para un goce que progresivamente va ascendiendo por el cuerpo y las palabras y los silencios. Todavía me pregunté por qué Dilia esa noche pero casi enseguida dejé de preguntármelo, ahora me parecía tan natural que Dilia estuviera allí entredormida a mi lado, aceptando de vez en cuando un nuevo cigarrillo o murmurando una explicación de por qué ahí en plena montaña, que la historia embrollaba hábilmente entre bostezos y frases rotas puesto que nada hubiera podido explicar que Dilia estuviera ahí en lo más perdido de esa ruta a medianoche. En algún momento dejó de hablar y me miró sonriendo, esa sonrisa de muchacha que Alfonso calificaba de compradora, y yo le di mi nombre de camionero, siempre Óscar en cualquiera de las historias, y ella dijo Dilia y agregó como agregaba siempre que era un nombre idiota por culpa de una tía lectora de novelas rosa, y casi increíblemente pensé que no me reconocía, que en la historia yo era Óscar y que ella no me reconocía.
          Después es todo eso que las historias me cuentan pero que yo no puedo contar como ellas, solamente fragmentos inciertos, hilaciones acaso falsas, el farol alumbrando la mesita plegadiza en el fondo del camión estacionado entre los árboles de un refugio, el chirrido de los huevos fritos, después del queso y el dulce Dilia mirándome como si fuera a decir algo y decidiendo que no diría nada, que no era necesario explicar nada para bajarse del camión y desaparecer bajo los árboles, yo facilitándole las cosas con el café ya casi listo y hasta una tacita de grapa, los ojos de Dilia que se iban cerrando entre trago y frase, mi descuidada manera de llevar la lámpara hasta el taburete al lado del colchón, agregar una cobija por si más tarde el frío, decirle que me iba adelante a cerrar bien las portezuelas por las dudas, nunca se sabía en esos tramos desiertos y ella bajando los ojos y diciendo sabes, no te vayas a quedar allí a dormir en los asientos, sería idiota, y yo dándole la espalda para que no me viera la cara donde a lo mejor había un vago asombro por lo que estaba diciendo Dilia aunque desde luego siempre sucedía así de una u otra manera, a veces la indiecita hablaba de dormir en el suelo o la gitana se refugiaba en la cabina y había que tomarla por la cintura y derivarla hacia adentro, llevarla a la cama aunque llorara o se debatiera, pero Dilia no, Dilia lentamente yendo de la mesa hacia la cama con una mano buscando ya el cierre de los jeans, esos gestos que yo podía ver en la historia aunque estuviera de espaldas y entrando en la cabina para darle tiempo, para decirme que sí, que todo sería como tenía que ser una vez más, una secuencia ininterrumpida y perfumada, el lentísimo traveling desde la silueta inmóvil bajo los faros en el viraje de la montaña hasta Dilia ahora casi invisible bajo las cobijas de lana, y entonces el corte de siempre, apagar la lámpara para que solamente quedara la vaga ceniza de la noche entrando por la mirilla trasera con una que otra queja de pájaro cercano.
          Esa vez la historia duró interminablemente porque ni Dilia ni yo queríamos que terminara, hay historias que yo quisiera prolongar pero la chica japonesa o la fría condescendiente turista noruega no la dejan seguir, y a pesar de que soy yo quien decide en la historia llega un momento en que ya no tengo fuerzas y ni siquiera ganas de hacer durar algo que después del placer empieza a resbalar a la insignificancia, ahí donde habría que inventar alternativas o inesperados incidentes para que la historia siguiera viva en vez de irme llevando al sueño con un último beso distraído o un resto de llanto casi inútil. Pero Dilia no quería que la historia terminara, desde su primer gesto cuando resbalé junto a ella y en vez de lo esperable la sentí buscándome, desde la primera doble caricia supe que la historia no había hecho más que empezar, que la noche de la historia sería tan larga como la noche en la que yo estaba contando la historia. Solamente que ahora no queda más que esto, palabras hablando de la historia, palabras como fósforos, gemidos, cigarrillos, risas, súplicas y demandas, café al amanecer y un sueño de aguas pesadas, de relentes y retornos y abandonos, con una primera lengua tímida de sol viniendo desde la mirilla a lamer la espalda de Dilia tirada sobre mí, a cegarme mientras la apretaba para sentirla abrirse una vez más entre gritos y caricias.
          La historia termina ahí, sin despedidas convencionales en el primer pueblo de la ruta como hubiera sido casi inevitable, de la historia pasé al sueño sin otra cosa que el peso del cuerpo de Dilia durmiéndose a su vez sobre mí después de un último murmullo, cuando desperté Niágara me hablaba de desayuno y de un compromiso que teníamos por la tarde. Sé que estuve a punto de contarle y que algo me tiró hacia atrás, algo que acaso era todavía la mano de Dilia volviéndome a la noche y prohibiéndome palabras que todo lo hubieran manchado. Sí, había dormido muy bien, claro, a las seis nos encontraríamos en la esquina de la plaza para ir a ver a los Marini.
          En esos días supimos por Alfonso que la madre de Dilia estaba muy enferma y que Dilia viajaba a Necochea para acompañarla, Alfonso tenía que ocuparse del bebé que le daba mucho trabajo, a ver si los visitábamos cuando volviera Dilia. La enferma murió unos días después y Dilia no quiso ver a nadie hasta dos meses más tarde, fuimos a cenar llevándoles coñac y un sonajero para el bebé y todo ya estaba bien, Dilia al término de un pato a la naranja y Alfonso con la mesa preparada para jugar canasta. La cena resbaló amablemente como debía ser porque Alfonso y Dilia son gente que sabe vivir y empezaron por hablar de lo más penoso, agotar rápido el tema de la madre de Dilia, después fue como tender suavemente un telón para volver al presente inmediato, nuestros juegos de siempre, las claves y los códigos del humor con los que se hacía tan agradable pasar la noche. Ya era tarde y coñac cuando Dilia aludió a un viaje a San Juan, la necesidad de olvidar los últimos días de su madre y los problemas con esos parientes que todo lo complican. Me pareció que hablaba para Alfonso, aunque Alfonso ya debía conocer la anécdota porque se sonreía amablemente mientras nos servía otro coñac, el desperfecto del auto en plena sierra, la noche vacía y una interminable espera al borde de la ruta en la que cada pájaro nocturno era una amenaza, retorno inevitable de tanto fantasma de infancia, luces de un camión, el miedo de que también el camionero tuviese miedo y pasara de largo, el enceguecimiento de los faros clavándola contra el acantilado, entonces el maravilloso chirrido de los frenos, la cabina tibia, el descenso entre diálogos apenas necesarios pero que ayudaban tanto a sentirse mejor.
          —Se ha quedado traumatizada —dijo Alfonso—. Ya me lo contaste, querida, cada vez conozco más detalles de ese rescate, de tu San Jorge de overol salvándote del malvado dragón de la noche.
          —No es fácil olvidarlo —dijo Dilia—, es algo que vuelve y vuelve, no sé por qué.
          Ella quizá no, Dilia quizá no sabía por qué pero yo sí, había tenido que beber el coñac de un sorbo y servirme de nuevo mientras Alfonso alzaba las cejas, sorprendido por una brusquedad que no me conocía. Sus bromas en cambio eran más que previsibles, decirle a Dilia que se decidiera alguna vez a terminar el cuento, conocía de sobra la primera parte pero seguro que había tenido una segunda, era tan de cajón, tan de camión en la noche, tan de todo lo que es tan en esta vida.
          Me fui al baño y me quedé un rato tratando de no mirarme en el espejo, de no encontrar también allí y horriblemente eso que yo había sido mientras me contaba la historia y que sentía ahora de nuevo pero aquí, ahora esta noche, eso que empezaba lentamente a ganar mi cuerpo, eso que jamás hubiera imaginado posible a lo largo de tantos años de Dilia y Alfonso, de nuestra doble pareja amiga de fiestas y cines y besos en las mejillas. Ahora era lo otro, era Dilia después, de nuevo el deseo pero de este lado, la voz de Dilia llegándome desde el salón, las risas de Dilia y de Niágara que debían estar tomándole el pelo a Alfonso por sus celos estereotipados. Ya era tarde, bebimos todavía coñac y nos hicimos un último café, desde arriba llegó el llanto del bebé y Dilia subió corriendo, lo trajo en brazos, se ha mojado todo el muy cochino, lo voy a cambiar en el baño, Alfonso encantado porque eso le daba media hora más para discutir con Niágara de las posibilidades de Vilas frente a Borg, otro coñac, piba, total ya estamos todos bien curados.
          Yo no, me fui al baño para acompañarla a Dilia que había puesto a su hijo sobre una mesita y buscaba cosas en un placard. Y era como si de algún modo ella supiera cuando le dije Dilia, yo conozco esa segunda parte, cuando le dije ya sé que no puede ser pero ya ves, la conozco, y Dilia me volvió la espalda para empezar a desvestir al bebé y la vi inclinarse no solamente para soltarle los alfileres de gancho y quitarle el pañal sino como si de golpe la agobiara un peso del que tenía que librarse, del que ya estaba librándose cuando se volvió mirándome en los ojos y me dijo sí, es cierto, es idiota y no tiene ninguna importancia pero es cierto, me acosté con el camionero, decíselo a Alfonso si querés, de todas maneras él está convencido a su manera, no lo cree pero está tan seguro.
          Era así, ni yo diría nada ni ella comprendería por qué me estaba diciendo eso, por qué a mí que no le había preguntado nada y en cambio le había dicho eso que ella no podía comprender de este lado de la historia. Sentí mis ojos como dedos bajando por su boca, su cuello, buscando los senos que la blusa negra dibujaba como mis manos los habían dibujado toda esa noche, toda esa historia. El deseo era un salto agazapado, un absoluto derecho a acercarme a buscarle los senos bajo la blusa y envolverla en el primer abrazo. La vi girar, inclinarse otra vez pero ahora liviana, liberada del silencio; ágilmente retiró los pañales, el olor de un bebé que se ha hecho pis y caca me llegó junto con los murmullos de Dilia calmándolo para que no llorara, vi sus manos que buscaban el algodón y lo metían entre las piernas levantadas del bebé, vi sus manos limpiando al bebé en vez de venir a mí como habían venido en la oscuridad de ese camión que tantas veces me ha servido en las historias que me cuento.



Literatura .us
Mapa de la biblioteca | Aviso Legal | Quiénes Somos | Contactar