José Donoso
(Santiago, Chile, 1924 - Santiago, Chile, 1996)

El hombrecito (1960)
El charleston (Santiago: Nascimento, 1960);
Los mejores cuentos de José Donoso (Santiago: Zig-Zag, 1966; selección de Luis Domínguez)



Para Inés Figueroa

       Desde mi primera infancia vi que en mi casa el asunto de los “hombrecitos” era problema serio. ¿Quién iba a encerar? ¿Quién se haría cargo de revisar las tejuelas de alerce y de darles una mano de aceite antes del invierno? ¿Quién lavaría los vidrios, limpiaría la chimenea, repararía el gallinero derribado a medias por el último ventarrón? La respuesta era invariable: el “hombrecito”.
       Pero resultaba que los “hombrecitos” pertenecían a una raza elusiva, escasa, terriblemente imperfecta, de manera que las crisis eran tan frecuentes como premiosas. Mi madre, desesperándose más y más a medida que iba viendo acumularse tanta cosa urgente que hacer, acudía a mi padre para que la ayudara a solucionar sus problemas de “hombrecitos”. Pero él, sin levantar la vista de su texto de medicina, murmuraba:
       —¿Por qué no le dices a la María Salinas o a la Fanny que te presten sus “hombrecitos”? A ellas nunca les faltan...
       —Tú vives en la Luna... —murmuraba mi madre.
       Amurrada con el reproche entrevisto, subía a encerrarse en su cuarto, mientras mi padre, que la oyera apenas, se enfrascaba de nuevo en su tomo. Para su mujer todo el que no sufriera de lleno la angustia de los problemas domésticos vivía fuera de lo que llamaba “la realidad”, es decir, en la Luna.
       Mi hermano menor y yo compartíamos la misma habitación. En la noche, apagadas todas las luces, abríamos de par en par las persianas para asomar la cabeza entre la yedra que las enmarcaba. En el silencio de la noche veraniega y despejada se oía el chorro de la manguera con que alguien refrescaba el césped. O divisábamos a la “China”, nuestra enorme perra carera, husmeando entre las flores desteñidas por la noche clara. Mi hermano decía distinguir en el rostro campechano de la luna llena color limón, encaramada allá encima del techo de la casa de enfrente, las facciones de nuestro padre. Yo, en cambio, aguardaba que hendiendo el aire del jardín se elevara como un brujo bonachón hacia el satélite benigno, donde, según mi madre, existía un hogar para todos los que no comprendieran cabalmente que la escasez de “hombrecitos” era una auténtica hecatombe doméstica.
       Los “hombrecitos” rara vez duraban mucho en casa. Algunos parecían perfectos al comienzo, pero al descubrirse sin tardanza que no eran precisamente ejemplos de honradez ni de actividad, se les anunciaba que sus servicios ya no eran necesarios. Otros, los menos avisados, cometían la torpeza de enemistarse con la María Vallejos, nuestra vieja dictadora de la cocina, que entonces les servía tan menguado puchero y de tan mal modo, que por resolución propia no regresaban. Pero el mayor número de “hombrecitos” se perdía porque sí, en busca qué sé yo de qué imprecisos horizontes o libertades, reapareciendo por casa muy de tarde en tarde en busca de trabajo.
       Muchísimos “hombrecitos” vinieron, trabajaron para nosotros intermitentemente y desaparecieron. Cucho, por ejemplo, con su ojo borroneado por una nube celeste. Y Ambrosio, que fuera sacristán y conservaba algo de untuoso y blanquecino. Y Juan el Tonto, apodado así para distinguirlo de otro del mismo nombre.
       Pero más que a todos recuerdo a Juan Vizcarra, príncipe y modelo entre “hombrecitos”, que tuvo el más largo aunque interrumpido reinado en nuestra casa.
       Una tarde mi madre llegó radiante de satisfacción. Lanzó su sombrero en cualquier sitio, y después de alisarse brevemente la melena frente al espejo grande de la entrada y de contemplar de reojo el volumen misterioso que su silueta iba tomando, besó a mi padre, que leía junto a la chimenea. Se sentó a su lado. Él la observó por el rabillo del ojo, adivinando que su mujer por fin había resuelto alguno de sus trágicos problemas domésticos. Dijo vagamente:
       —Vienes contenta...
       Yo tenía siete años. Pero como sabia que a mi madre le gustaba que le sonsacaran sus preocupaciones con ruegos v añuñúes. no me sorprendió oírle decir.
       —Mm, sí, más o menos...
       Mi padre siguió sumergido en la lectura, dejando pasar el tiempo hasta que su mujer ya no fuera capaz de contener su impaciencia por contarlo todo. Como de costumbre, la mirada de mi madre recorría la sala en busca de algo que corregir, de alguna cosa que poner en orden. De pronto se fijó en mí. Recostado junto a la "China", cuyo vientre, igual que el de mi madre, se inflara tan prodigiosamente en los últimos meses, me entretenía en cortar ilustraciones de revistas viejas. Mis calcetines y zapatos estaban manchados con barro porque, eludiendo toda vigilancia, me había pasado la tarde lluviosa jugando solo en el jardín.
       —¿Por qué estás tan sucio?
       Como si tal cosa, seguí recortando ilustraciones.
       —¿Por qué estás tan sucio? ¿No he dicho que no te dejen salir al jardín cuando está lloviendo? ¡Apenas salgo, la casa anda patas para arriba! ¡Yo no sé en qué piensan! ¡Todos viven en la Luna! Mira a tu papá, ¿crees que con la nariz metida en su libro se da cuenta de la realidad de las cosas?
       Parpadeaba lista para llorar. Mi padre se sacó los anteojos y poniéndolos en la página que leía cerró el libro sobre ellos. Pasó un brazo en torno a su mujer y la atrajo hacia si. Ella se resistio al comienzo, pero fue cediendo y quedaron muy próximos. hablando en voz baja. Mi padre escuchaba embelesado:
       —... y por fin conseguí que la Teresa Barriga me prestara un “hombrecitos” que tiene, pero vieras que me costó convencerla. Eso sí que es un chiquillo no más, pero de lo más bueno y trabajador dicen. Mañana va a venir a trabajar aquí...
       Siguieron conversando, ahora de cosas que no comprendí. Yo ya no existía para ellos. La “China” roncaba hecha un ovillo desmesurado frente a la chimenea. Sin que nadie la notara, reuní mis papeles y subí a mi cuarto en puntillas.
       Juan Vizcarra hizo su aparición al día siguiente. Por aquel tiempo era un muchachote lozano y muy moreno, de unos diecisiete años, diez más que yo. Tenía las piernas más bien cortas, el cuello grueso y el tronco potente y carnoso. Su rostro despejado se abría de pronto en una sonrisa tan amplia que parecía comprometer a su persona entera.
       Cuando llegué del kindergarten esa tarde, lo divisé parado en la canaleta del alero más elevado. Con admirable malicia y precisión iba silbando una tonadilla Daba grandes zancadas seguras, como quien camina por tierra firme.
       —Se va a caer —dije a la empleada que traía mi bolsón.
       Juan se volvió, equilibrado como por arte de magia.
       —¡Hola, chiquillo! —exclamó desde lo alto.
       Viendo que acompañaba sus palabras con un ademán de baile, me acerqué a la empleada y repetí en voz un poco más débil:
       —Se va a caer...
       Juan bajó la escala no como todos, sino colgado de las manos de tramo en tramo, como un acróbata. Al llegar a tierra se inclinó en una reverenda circense tan expresiva que me hizo reír. La empleada me tomó de la mano y me metió a la casa porque el té ya estaba listo. Ella y las otras empleadas comenzaron a cloquear en torno mío sirviéndomelo, pero yo no era hoy el centro de sus atenciones: por sus comentarios comprendí que Juan Vizcarra las tenía fascinadas. La María Vallejos, oscura como una cucaracha, odiaba a la gente morena. Como para ella la mayor virtud del mundo, fuera de ser devoto de San Antonio de Padua, era tener la tez clara y el cabello rubio, me extrañó oírle decir a sus compañeras:
       —Juan Vizcarra es negro, te diré, niña, pero simpático, de lo más simpático y trabajador...
       Este entusiasmo era insólito, porque las tres mujeres que nos servían miraban con bastante recelo a los “hombrecitos”. Tanto, que éstos rara vez almorzaban con ellas en la cocina: su ración les era servida en los confines de la casa, detrás del frambuesal, en una especie de mediagua que llamábamos el lavadero. Además, las empleadas mantenían estrictísima vigilancia sobre los “hombrecitos” para delatar la más mínima infracción a la honradez o al celo en el trabajo. Pero por el almuerzo de Juan Vizcarra no temí: sin duda comería con ellas, obteniendo las presas más suculentas de la cazuela y tal vez un vaso del buen vino de mi padre.
       Juan Vizcarra continuó viniendo a casa regularmente. Mi madre, a pesar de su parto inminente, tenía holgura para regocijarse de la existencia de tan perfecto “hombrecitos”.
       A nosotros nos contaron que el hermano que mi abuelita nos enviara de París se hallaba pronto a llegar. Pero a través de ciertas conversaciones adivinamos en la gordura superlativa de mi madre alguna misteriosa relación con la llegada del niño. Lo curioso era que otro tanto sucedía a la “China”, aunque jamás oímos decir que el envío de la abuela incluyera perritos. La relación era muy confusa.
       Por la noche, en el dormitorio, nuestras conjeturas se trizaban de incertidumbre. Apagada la luz, el silencio pesaba como nunca. Lentamente, la respiración acompasada de mi hermano se desprendía del silencio, y de la oscuridad, la ola blanca de su sábana y su almohada.
       —Oye —murmuró de pronto.
       —¿Qué?
       —Mañana nos van a mandar a la casa de la tía Teresa.
       —¿Y por qué?
       —Porque mañana llega el hermanito.
       Callamos. Pronto oí sollozos apagados.
       —¿Qué te pasa?
       —Nada...
       —Cállate entonces...
       —Es que la “China” se estaba quejando y la María Vallejos dijo que se iba a morir. Y está gorda de las mismas partes que mi mamá...
       —No seas tonto.
       Al otro dia nos enviaron temprano donde la tía Teresa Barriga, en la cuadra siguiente. Pero inmediatamente después del té, que esperarnos porque siempre había pan de huevo, papayas confitadas y queques, huimos a casa. Juan Vizcarra nos abrió la reja.
       —Se van a enojar con ustedes —nos advirtió—. El hermanito está naciendo.
       No sabíamos qué hacer, qué preguntar. Aguardábamos las palabras o los hechos con que Juan Vizcarra seguramente aclararía el misterio que los grandes nos velaban. Él era el único en que se podía confiar.
       —Vengan, los voy a esconder para que no los castiguen.
       Nos tomó de la mano y nos condujo al lavadero. En lo más oscuro, la “China” yacía en un jergón. No se levantó meneando la cola como de costumbre, sino que, apoyando la cabezota en las patas, nos miró.
       —¿Se va a morir? —preguntó mi hermano. Sus labios temblaban, todavía rodeados de migajas de queque.
       Juan replicó que no. A punto de llorar pregunté si mi mamá se iba a morir. Juan rió diciendo que claro que no, que estaba muy bien.
       —¿Y, entonces, por qué está enferma la “China”?
       —Acérquense —murmuró—. Miren...
       Los tres nos arrodillamos junto al jergón. Dos ovillos ciegos salpicados de blanco y negro se hallaban prendidos a las tetas de la perra. La “China” movió la cola débilmente. Después dejó de hacerlo y Juan. Vizcarra se puso serio.
       Conteniendo la respiración y sin parpadear, contemplamos las maniobras de nuestro “hombrecitos” para ayudar al nacimiento del último perro. Yo poseía unas vagas nociones maliciosas, de modo que casi reí al ver lo que Juan estaba haciendo, pero un quejido muy delgado de la “China” me forzó a clavar la atención sobresaltada en lo que sucedía. El perro nació empapado, envuelto en una substancia café. Después de limpiarlo, su madre lo empujó una y otra vez con la punta de la nariz, con una pata, pero el perro no se movió: estaba inerte, como un trapo. Mi hermano comenzó a lloriquear por lo bajo. Las lágrimas acudieron a mis ojos. Las contuve sólo porque yo era un año mayor. Juan contemplaba el perro con el ceño fruncido:
       —Chit..., no llores, si va a vivir... —murmuró sin levantar la vista.
       Y comenzó a pulsar las patas débiles, a presionar lentamente, rítmicamente el cuerpo del animalito entre sus grandes dedos colorados y sudas. Siguió haciéndolo durante lo que me pareció una eternidad, la cara transpirada, los ojos serios, la atención fija. El silencio había devorado la casa entera. El mundo se redujo al compás de las manos de Juan.
       De pronto, bajo una de las presiones, la vida brotó en el cuerpo inerte. El cachorro se movió presa de un estremecimiento. Juan continuó presionando hasta que el ritmo de la vida se estableció seguro, y entonces colocó el perro junto a una teta de la “China”.
       —Ya... --masculló Juan.
       Se relajó su tensión y al verlo sonreír se relajó también la nuestra. Sacó un pañuelo sucio y se enjugó la frente y las manos.
       —Éste es mío —dije, tocando apenas al recién nacido con un dedo.
       —Y éste es mío —dijo mi hermano.
       Luego todas nuestras preguntas reprimidas se desataron sobre Juan Vizcarra. Respondió con tan transparente sencillez que nos dejó satisfechos por completo. Más tarde nos condujeron donde mi madre, fresca en su lecho, con un crío colorado y gritón a su lado.
       —Miren —exclamó— el regalo que la abuelita les manda de París...
       —¿De París?
       Mi hermano iba a ofrecer lo recién descubierto para hacer frente al engaño, pero le di un codazo y calló. ¿Para qué decir nada? Los grandes nos escatimaban esa realidad tanto más mágica que las triviales leyendas urdidas por sus cortas imaginaciones. ¿Para qué hablar? Además, los grandes eran tan tontos que podían despedir a Juan...
       Pero no lo despidieron. Durante muchos años Juan Vizcarra continuó siendo el “hombrecitos” oficial de la casa. Todos lo adoraban y nosotros más que nadie: cuanto sus manazas romas tocaban adquiría vida, o se arreglaba como por ensalmo. No había cosa que no supiera hacer con admirable destreza, desde caponizar un pollo hasta arreglar de una vez y para siempre ese famoso despertador de la María Vallejos, su más preciada posesión y que hasta ahora pasara gran parte del tiempo donde el relojero. Juan Vizcarra a menudo venía a almorzar en casa los domingos y nos llevaba de excursión al cerro. Nos enseñó a hacer volantines y a encumbrarlos, nos enseñó a rastrear arañas y escarabajos y a tomarlos sin repugnacia, de manera que llegamos a poseer los insectarios más envidiados del colegio. Y Juan Vizcarra continuaba viniendo a casa por lo menos una vez a la semana para encerar, arreglar persianas, limpiar el gallinero, poner en orden los baúles del altillo.
       ignorábamos por completo cómo era la vida de nuestro “hombrecitos” fuera de la casa. A veces se lo preguntábamos, pero generalmente se escabullía con alguna broma.
       —Si este Juan no fuera tan orgulloso, se podría hacer algo por él —decía mi madre, porque ahora que éramos mayores, su pasatiempo favorito era hacer “algo” por la gente.
       —Este cochino debe tener una mujer y una pila de huachos por ahí —opinaba la María Vallejos.
       —Aué saben ustedes lo que le pasa a uno...! —murmuraba Juan, el rostro nublado un segundo. Pero pronto volvía a silbar su cancioncilla y a reír.
       Era como si no tuviera casa ni familia ni amigos, tal como si su existencia comenzara en el momento en que entraba silbando a nuestro jardín, sin tocar el timbre, anunciado por las carreras y ladridos jubilosos de los perros. Le regalamos toda nuestra ropa usada, trajes, camisas, zapatos, y hubo un tiempo en que Juan Vizcarra fue espejo de “hombrecitos” en punto a elegancia. Pero más tarde ya no se ponía la ropa que le regalábamos y andaba bastante desastrado.
       —Qué saben ustedes lo que le pasa a uno...!
       Fue por esa época en que Juan Vizcarra comenzó a ausentarse, al principio por períodos de dos o tres semanas. La primera vez dijo haber estado enfermo, y tras hurgarlo mucho y decirle que su salud era perfecta, mi padre le dio remedios porque en realidad no tenía buen semblante. Pero luego fue ofreciendo excusas más débiles. Más tarde ya no se le preguntaba y los nervios de mi madre —que estuviera tan segura de que las crisis de “hombrecitos” eran cosas del pasado— comenzaron a descomponerse de nuevo.
       A medida que mi hermano y yo fuimos creciendo, las desapariciones de Juan Vizcarra se hicieron más frecuentes y más y más largas. Ya no nos tuteaba: nos decía “don”. ¿Dónde diablos se metía? ¿Con quién se podía averiguar algo? Eran las preguntas que de continuo nos hacíamos, y que mi padre alguna vez planteó seriamente al propio Juan, encerrados los dos en su escritorio. Al salir, mi padre movió su cabeza, ya bastante calva: nada. Estaba preocupado porque, a pesar de tener poco contacto con Juan, también lo apreciaba. Debimos conformarnos con suplir las ausencias de Juan Vizcarra con las ineficiencias de otros “hombrecitos”.
       —¡Qué saben ustedes lo que le pasa a uno!
       En cierta época hacía casi diez meses que Juan Vizcarra no aparecía. Una tarde mi padre llegó desolado contándonos que nuestro “hombrecitos” se hallaba en su sala de hospital, la pierna derecha cortada por un tranvía. Quedamos consternados. Pero cuando mi padre continuó diciendo que el estado de Juan era especialmente grave debido a su prolongada ebriedad, se hizo la luz para nosotros.
       ¡Juan Vizcarra era borracho!
       ¿Quién hubiera creído que ésa era la causa de sus ausencias? Era tan niño en sus cosas, tan despabilado y fresco, que costaba aceptar la realidad. Pero ahí estaba. ¿Qué hizo con tanta cosa que se le regalara? Claro, venderlas para emborracharse, y desaparecía para que nadie advirtiera su secreto.
       Fui a visitarlo al hospital. Al ver esa cara hinchada que era sólo un remedo confuso de sus facciones de antes, y toda la alegría de sus ojos enrojecida, me costó borrar la máscara que mi imaginación guardaba de un Juan inmutable y siempre lozano, como aquella vez que lo vi bajando la escala colgado de los tramos. Sus brazos estaban débiles. sus manos gruesas inertes sobre la sábana. ¡Era casi un viejo v tenía apenas diez años más que yo! ¿Qué misteriosa falla en el mundo miserable que sin duda era el suyo lo había llevado a esto?
       —¡Qué saben ustedes lo que le pasa a uno!
       La Maria Vallejos lloró mucho. Se levantaba de mal humor, con parches de papa en las sienes culpándonos de todo a nosotros, los ricos, según era su costumbre cuando algo sucedía. Vestirse para ir a ver a Juan al hospital era una ceremonia tan larga y compleja para nuestra vieja cocinera, que ese día no podíamos contar con el almuerzo. Mi madre llevó ropa al enfermo, dinero y uva, mientras que mi padre lo atendía con especial interés. Se restableció relativamente pronto y entre las familias para quienes trabajaba se hizo una colecta con el fin de comprarle una pierna ortopédica. Pero Juan Vizcarra ya nunca seria el “hombrecito” de antes.
       Después de varias semanas, Juan Vizcarra volvió a nuestra casa, alegre, diestro, avencindado de firme en el lavadero, detrás del frambuesal. Pero su buen humor duró poco: al cabo de un tiempo se tomó gruñón y flojo. No salía de la casa ni siquiera los sábados y domingos. Yo solía verlo, muy bien aviado con la ropita dominguera que logró comprar con sus ahorros de esa época, sentado al sol, mudo, con las manos cruzadas y con la vista fija en el aire. Juan Vizcarra ya no silbaba cancioncilla alguna y casi no respondía cuando le hablábamos.
       —¡Qué saben ustedes lo que le pasa a uno!
       —¿Se han fijado lo bien que está Juan Vizcarra? —exclamaba mi madre—. Es porque ya no toma. ¿Vieron la ropa nueva que se compró? ¿Y lo poco que se le nota la cojera? Yo quiero que ahora se compre una radio a plazos. Con lo que gana tiene de sobra. Al fin y al cabo algún gusto se tiene que dar el pobre hombre...
       Pero Juan no compró radio. Un buen día, después de trabajar con menos entusiasmo que nunca, tomó su atado de ropa y partió sin despedirse de nadie. Desde la ventana de mi cuarto lo vi salir: iba con el ansia escrita en el rostro, pero después de tanto tiempo silbaba alegremente. Nadie llegó a comprender la causa de su descontento ni el porqué de su partida.
       La tierra pareció tragárselo. Juan —otro Juan, al que llamábamos el Tonto— era un "hombrecillo" de la casa ahora. Pero la María Vallejos no perdía ocasión para decirle:
       —¡Si hasta cojo y borracho Juan Vizcarra era mejor que tú!
       Al cabo de diez meses una anciana increíblemente andrajosa y decrépita, con un anacrónico manto sobre la cabeza, pidió con voz casi oculta por la humildad hablar con alguien de la familia. Era una tía de Juan Vizcarra. Explicó que su sobrino había ingresado tiempo atrás y por voluntad propia a un sanatorio que hacía tratamiento para alcohólicos. Pero un mes después que lo dieron de alta había vendido su pierna ortopédica para volver a emborracharse.
       Se le envió dinero para que comprara una pata de palo. Ésta, por lo menos, sería más difícil de vender. Y Juan, con su pata de palo, volvió a hacer su aparición por nuestra casa. Ya no estaba triste, sino muy alegre, casi como al principio, aunque ahora se le exigía poco trabajo.
       —¡Borracho asqueroso! —le gritaba la María Vallejos. Pero la comida de Juan Vizcarra era servida con especial abundancia y esmero.
       Dormía en casa. Junto a su colchón en el lavadero se veían por el suelo sus pertenencias: un cancionero viejo, algunos paquetes de los cigarrillos que fumaba, un cenicero de cobre que él mismo hiciera, quién sabe cómo. Nada más. Salía a trabajar donde las familias que aún lo solicitaban, y entregaba todo su dinero a la María Vallejos para que se lo guardara hasta el sábado. Ese día la vieja se lo entregaba y el bueno de Juan era despedido por las recomendaciones de la cocinera el sábado a las doce. Se quedaba afuera ese día, domingo y lunes. Regresaba el martes por la mañana, silbando, habitualmente algo contuso, pero sobrio y fresco.
       Hasta que volvió a perderse. Esta vez para siempre. Su tía volvió a visitarnos, diciendo que Juan había vendido la pata de palo. Se le mandó recado que volviera.
       Pero Juan Vizcarra no volvió nunca más.
       A veces, al ver un juguete destrozado en las manos de su primera nieta, mi madre suele exclamar:
       —¡Que Juan lo componga...!
       Y al oírse, el silencio cae sobre su cabeza encanecida.
       Las empleadas nunca han vuelto a soportar que un “hombrecitos” trabaje en casa más de un par de veces: sus defectos son descubiertos sin demora y se les despide. La crisis de “hombrecitos” es perpetua. Mi hermano y yo recordamos a Juan Vizcarra con cierta frecuencia, pero no, quizás no muy frecuentemente. Tenemos mucho que hacer y la casa con sus recuerdos ahora no es más que un puerto, un trozo bastante pequeño de nuestras vidas.
       Una tarde iba yo apresurado por una calle en un barrio miserable. Al pasar frente a la puerta de una cantina di limosna a un pordiosero increíblemente harapiento. Muchas cuadras más allá me di cuenta de que aquel mendigo que me mirara con insistencia, pero sin hablarme, era Juan Vizcarra. ¡Era un anciano, y Juan Vizcarra era sólo diez años mayor que yo! Volví de carrera a la cantina, pero el mendigo ya no estaba allí... ¡Juan era tan orgulloso! Pero después de todo quizás no fuera Juan, quizás fuera sólo imaginación mía creer que ese limosnero cojo tumbado en un charco de suciedad a la puerta de una cantina era Juan Vizcarra.
       A veces pienso que lo buscaré. No puedo olvidar la cancioncilla maliciosa que silbaba al entrar a casa en la mañana, ni la destreza con que esos dedos colorados y romos hicieron brotar la vida ante mis maravillados ojos de niño. Pienso buscarlo..., no sé para qué. Pero los años pasan. Ahora sólo muy de tarde en tarde llego a preguntarme:
       “¿Qué será de Juan Vizcarra?”



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