José Donoso
(Santiago, Chile, 1924 - Santiago, Chile, 1996)

José Donoso, mundo chileno en varios planos
Por
Mario Bendetti
Letras del continente mestizo
(Montevideo: Arca, 1967, pp. 153-158



      Ya en Veraneo y otros cuentos (1955), José Donoso había mostrado su preocupación por la realidad chilena. Con excepción de El güero, que transcurre en tierra mexicana, todos los relatos de ese primer libro echan mano a tipos nacionales. El cuento que da nombre al volumen es un áspero retrato de la burguesía en vacaciones, vista desde dos ángulos distintos: el de las mucamitas y el de los niños. Tocayos es una deliciosa viñeta de ingenuidad y sexo; Una señora, un breve cuento semifantástico, pero desplegado en calles muy reales, en barrios y tranvías muy tangibles; Fiesta en grande, una farsa burocrática que a cada vuelta de página parece que fuera a desembocar en la tragedia, pero que en definitiva se queda (deliberadamente, claro) en esa impotencia para el gran arranque y el salto de pasión, en que suele esterilizarse la vida ciudadana. Dos cartas relata un desencuentro entre un chileno y un inglés. En Dinamarquero, quizá el cuento más ambicioso y menos logrado del libro, se narra una vieja historia del Puesto Dinamarquero y de dos o tres buenos personajes que chapalean, con igual dosis de corrupción que de sentimiento, en un pasado cuyas salpicaduras pervierten el presente.
       En esos siete relatos, Donoso (nacido en Santiago, en 1925) se manejaba cómodamente en la dimensión y en la intención del cuento, a tal punto que no era en absoluto previsible su posterior acceso a la novela. Cada uno de ellos desarrolla un típico tema de cuento, con la imprescindible economía de recursos y la necesaria concentración de efectos. Ya allí Donoso se revelaba un estilista, en el buen sentido de esta calificación, ya que el esfuerzo de elaboración de su prosa no llegaba al lector; éste sólo se enfrentaba a imágenes directas, períodos y ritmos normales, moderada y certera adjetivación. Como todo cuentista eficaz, Donoso atendía más al proceso de las situaciones, al compás de la anécdota, que al lujo y a la ampulosidad de las palabras. Cada peripecia se halla inscripta en el clima que tácitamente reclama. El mayor mérito de estos cuentos es que todos parecen fáciles, sencillos, al alcance de cualquier narrador con un mediano oficio. No sería posible, sin embargo, quitarles ni una coma. Aun el más flojo de ellos representa una unidad, en la que ni siquíera los efectos son superfluos.
       Algunos de estos rasgos de Donoso como narrador se trasladan sin violencia a Coronación. Ni el estilo se recarga, ni la estructura narrativa se complica, ni el autor vuelve la espalda a su realidad. Cambia, eso sí, la intención del narrador, que ahora quiere retratar su mundo y recurre para ello a temas complementarios, a figuras anexas. Sus personajes no son ya islas psicológicas, sino que están rodeados de ese recurso tan novelístico que se llama prójimo.
       La protagonista de Coronación es una anciana de noventa y tantos años: doña Elisa Grey de Abalos, de a ratos sólo extravagante y por lo general francamente loca. Más que una protagonista, doña Elisa es quizá la sombra tutelar de la novela; bajo los amplios alones de esa sombra, los otros personajes aman, roban, rezongan y enloquecen. Cuando Rosario y Lourdes, las sirvientas, juegan a coronarla y ella muere después de echar un último vistazo a las estrellas, la novela se solidariza con ella y también se acaba.
       Misia Elísíta representa una época y un mundo irremisiblemente concluidos, con derechos y obligaciones absolutamente prescriptos, y un dialecto moral que precisa de intérpretes para conmover la atareada actualidad. Su desflecada supervivencia podría parecer un triunfo sobre la muerte, pero es lisa y llanamente un desastre. Otro! narradores (Tolstoy, Rilke) han construido una trágica, sobrecogedora atmósfera para algunas muertes en particular. Donoso reserva su sobreco gimiento para una supervivencia, para la desgracia que significa vivir de más.
       Toda la riqueza psicológica que generalmente atesora la edad, aquí ha dejado de tener vigencia; las palabras experiencia y tradición, en cuyo mítico poder suelen apoyar los viejos su tasación pericial de la existencia, aquí son moneda fuera de curso. Al quedarse sin razón, al verlo y oírlo todo a través de sus inagotables manías, Misiá Elisa es víctima de un sobrante de vida, algo mucho peor que la estatutaria amonestación de la muerte. Cuando ésta finalmente llega, la última llamita de conciencia que aún queda en la Señora le alcanza para vislumbrar que ésa es una ocasión de fiesla y que, aunque horriblemente atrasado, el trámite final de su liberación al fin se cumple.
       Pero antes de que Misiá Elisita se encuentre con su tantas veces postergada coronación, antes de que su violenta e inefable locura quede perimida, el autor Ianza sus cabos a dos o tres generaciones, y a otras tantas clases sociales, como buscando por anticipado el prototipo que habrá de reemplazar a ese monstruo senil y soberano que ha tenido la desgracia de sobrevivírse. El! una suerte de llamado a licitación en las diversas capas y categorías de personajes.
       Tal vez signifique una osadía tratar de reconocer un mensaje en una obra tan compacta, donde todo (diálogo, estilo, retratos psicológicos) parece estar al servício de la anécdota. Es sobre ésta que recae en definitiva el gravamen de este mundo actual y chileno que Donoso presenta y desarrolla. Pero lo cierto es que los personajes parecen agruparse en dos bandos: el de los ociosos y cultos rentistas de la clase alta, y el de los obsedidos y turbios representantes de la pobreza material.
       Andrés Abalos, nieto más que cincuentón de Misiá Elisa, abogado y coleccionista de bastones, propenso a la buena mesa y a la historia de Francia, reúne espontáneamente los atributos del primero de esos bandos; Mario, dependiente del Emporio Fornino, Don Juan too davía virgen, hermano de un ratero y él mismo harto vacilante en sus límites éticos, miserable y dinámico, optimista y vulgar, encarna la otra clase, la que en el cándido catálogo de sus esperanzas, asimila la plata a la felicidad.
       Por algo Andrés y Mario se disputan a Estela, la huasita linda y sin malicia, pero con suficiente olfato como para reconocer donde está su destino. Así como Estela debe decidirse entre el distinguido, rijoso cincuentón, y el muchacho poco escrupuloso pero buen besador, también el novelista debe elegir a cuál de ellos corresponderá recoger la posta que en la última página va a dejar Misiá Elisa.
       A pesar del final, la respuesta del autor parece ser que nadie está maduro. Quizá Andrés Abalos lo estuvo alguna vez, pero ya hace tiempo que sus deseos y sus sentimientos están simplemente revenidos. Quizá Mario llegue algún día a la madurez requerida, pero en el estricto presente todavía está verde, verde de conciencia y de principios, verde de años y de sensibilidad. Sin embargo, Estela y el autor se deciden en definitiva por él; la primera, porque es capaz de reconocer la vida donde quiera que ésta le brinde un indicio o le haga un guiño; y el segundo, porque lo inmaduro supera a lo podrido en un detalle insignificante y decisivo: la justificación de la esperanza.
       A. los vergonzantes desarrapados de la novela no les va ni les viene la muerte en vilo de la vieja insana y respetable; sólo poseen una oscura conciencia de la disponibilidad de vida que aún tienen en sus manos. En cambio, a Andrés le resulta insoportable la familiaridad con que su abuela suele hablar de la muerte. “Oírla hablar de la muerte le parecía aún más grosero que too das las obscenidades que tan a menudo ensuciaban los labios de la anciana, y lo asaltaba una profunda y oscura incomodidad. Pero sólo incomodidad, porque dejarse arrastrar por temores era morboso, propio de vidas devastadas por una sensibilidad a la que no ha sabido refrenar ni dar forma, de mentes desequilibradas en fin, y él, precisamente, se enorgullecía del magnífico equilibrio de la suya, de su sentir armónico y ordenado ( ... ) Oir a su abuela hablando de la muerte en la forma más natural del mundo, era como levantar la tapa hacia una siniestra pasibilidad de horror. No había que ceder a la tentación de asomarse por el resquicio, era necesario mirar a otra parte, huir, huir de esa voz que quería obligar brutalmente a Andrés a enfrentar algo que sabía que alguna vez iba a tener que enfrentar. Pero no aún”.
       No sería justo difundir la impresión de que la novela de Donoso sólo tiene vigencia en un nivel de simbolismo, de mensaje exclusivamente intelectual. En realidad, Coronación resulta tan válida en el plano simbólico como en el puramente narrativo. Algunos capítulos facilitan un disfrute especial: el relato de los temores de Andrés frente a las confesiones con el padre Damián (ese que preguntaba: “¿Cuántash veshesh, hiho?”), las reflexiones a propósito de Omsk, los diálogos cretinos en el cumpleaños de Misiá Elisa, el contrapunto de las dos posesiones (la de René por Dora, la de Estela por Mario), las conversaciones insultantes de la anciana con Estela, las confidencias y consejos de René destinados a Mario, y la locura final, casi consciente, de Andrés Abalos, son otros tantos alardes de pericia literaria, de habilísimos y estratégicos ardides para mantener en constante alza el interés narrativo. Sólo en algunas de las largas conversaciones de Andrés oon Carlos Gros, el narrador cede paso al filósofo, y es inevitable que el lector entre a comparar la seguridad profesional del novelista con la abrumadora novatería del ideólogo.
       A primera vista, Coronación no es exactamente una novela urbana, aunque su historia transcurra en las ciudades. Las calles, las plazas, las esquinas, los barrios, todo eso que constituye la presencia física de una ciudad, está virtualmente ausente de la novela o por lo menos constituye su más prescindible ingrediente. Para Donoso importan el hombre y la mujer, lo que ellos piensan, lo que se gritan, lo que susurran. En el diálogo hay una reproducción casi fanática del habla popular. Es curioso, sin embargo, que alrededor de todos esos personajes tan bien atendidos por el narrador, de todas esas palabras que reproducen con taquigráfica delectación el lenguaje de un pueblo, la imaginación del lector se baste y se sobre para ir levantando la ciudad física, la ciudad de espacios y de muros, de plazas y de puertas, de tranvías y de jardines, que el autor tuvo siempre en sus ojos. En ese raro, imprevisto sentido, Coronación llega a ser, además de un certero relato psi. cológico, una ingeniosa y elusiva novela de ciudad.



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