Elena Garro
(Puebla, México, 1916 - Cuernavaca, 1998)

El mentiroso
Andamos huyendo, Lola
(México, D.F.: Joaquín Mortiz, 1980, 264 págs.)


A Tomás Córdoba

      El camión Flecha Roja iba muy aprisa cruzando campos verdes. Cuando se detuvo junto a unos árboles le dije a mi mamá: «Voy a hacer de las aguas», y ella dijo: «Ve».
       Caminé el pasillo del camión y los pasajeros me vieron muy enojados, noté que se les torcía la boca. Por eso me fui lejos, no quería yo que vieran que iba a hacer mi necesidad. Busqué un árbol que me cubriera, pero ninguno me dio seguridad y me bajé a una hondonada desde la que ya no vi al Flecha Roja. Me quité mi sombrero nuevo y luego con mi pie puse tierra en el charquito. Yo, al igual que todos, uso huaraches, cuando me va bien y ya sé que nunca tendré el gozo de ponerme unos zapatos. En el camión sólo el chofer llevaba zapatos. ¡Bien que me fijé! Digo yo que ha de ser muy rico. Cuando busqué al Flecha Roja se había desaparecido. Si cosas más grandes como las ciudades se esfuman, ¡cuanto más un Flecha Roja! No quise asustarme, aunque algo me dijo que era peligroso estar solo en esa carretera y me quedé mirando la mañana fresquecita perdida en la mitad del campo y vi que la mañana era redonda. Si miraba de frente la veía curva y si daba la vuelta completa era redonda y encerrada entre montes. Fue entonces cuando me pareció que iba yo a espantarme, pero oí cantar a las chicharras y zumbar a las avispas y si no fuera por el pájaro ese, que cantó más alto, no me hubiera asustado. El pájaro me gritó:
       —¡Tontototototó!
       No me dio lugar a contestarle porque en seguida cantó:
       —¡Solitotototó!
       Y algo como la mano del muerto me agarró la garganta y el pájaro me avisó:
       —¡Correteteteté!
       Disimulé que escuché su aviso, me quedé quieto, luego di unos pasitos y de repente me eché a correr. Y corrí y corrí junto a campos verdes en donde no había ni señas de un Flecha Roja. Corriendo llegué a unas afueras de una ciudad de casas medio amarillas y medio anaranjadas y me dije: «Ando viendo el mundo». Pero me metí por una calle larga y me salí del mundo. «¡Ora sí, ya me salí del mundo!», y caminé con los ojos bajos por esa calle larga. Apenas me atrevía yo a ver las ventanas cerradas de sus casas. En seguida pasé junto a una iglesia con dos torres y como católico apostólico que siempre fui y que soy, me persigné, pero no salió nadie. Al ratito pasé junto a otra iglesia con una sola torre y me volví a persignar, pero no salió nadie. «Nadie vive aquí», me dije.
       Por una esquina se asomó un perrito amarillo muy alegre que se me quedó mirando. «Ni un cristiano», dije, y agradecí la presencia del perrito, que era muy buena gente porque se vino corriendo junto a mí moviendo el rabo y detrás de él vinieron muchos perros, todos ¡bien pobres! Unos eran amarillos, otros grises, otros con manchitas blancas y otros muy negros. Todos me rodearon y saltaron de gusto. «Se salieron del mundo para librarse de las pedrizas», me dije y caminé con ellos, que me hacían ruedo. Llegamos a una plaza grande con una iglesia muy grande, me gustó el atrio y sus rejas abiertas y me metí allí con los perritos. «Es la parroquia», me dijo el perro amarillo. Los espanté con mi sombrero porque sé que los perros sólo entran a la iglesia el día de la bendición. Les estaba yo diciendo eso, cuando las campanas se echaron a vuelo, vi sus torres y no había campanero, me espanté y los perros se quedaron quietos. Me santigüé, y salí del atrio atronado por los campanazos sin campanero.
       Llegué hasta otra plaza grande, amarilla, como de polvo de oro y con sus kioscos de encaje para los músicos. En la plaza hay prados marchitos y unos pilares de piedra o de azúcar quemada, no estoy seguro. Al fondo de la plaza hay otros dos atrios y otras dos iglesias con sus rejas despintadas. El muro de un atrio es de piedra, con pilares. «¡San Francisco!», me dijo el perrito amarillo. ¡Yo nunca he visto unos atrios tan grandes, en ellos caben todos los pueblos! Atrás del muro de pilares hay dos iglesias más, ¡caray, ya no puedo contarlas porque sólo sé contar hasta el cinco!, y avancé sigiloso. «En todo el mundo no hay un atrio tan grande como éste», pensé y me acordé de que no andaba yo en el mundo.
       Me puse frente a la misma puerta de San Francisco, y era tan grande que ningún hombre la abriría jamás y me fui a la iglesia de junto: «Es la Capilla Real», me dijo el perrito, y rodeamos el muro pegaditos a él y nos fuimos deteniendo en las tumbas que están en el muro. Alcé los ojos para ver el final de los contrafuertes, pero no tenían fin… ¡Qué bonitas son las tumbas de los santos! Allí están todas, pero los santos andan sueltos.
       La puerta de la Capilla Real estaba medio abierta, la empujé y dio un quejido, la empujé más y abrí una buena rendija y me metí. Había una algarabía de pájaros, remolinos de pájaros y muchas, muchas cúpulas amarillas y un boscaje espeso de columnas blancas. No es una iglesia cualquiera, tiene muchas naves, yo alcancé a contar cinco, pero tiene más. Estaba yo quieto, en medio de los remolinos de pájaros y las columnas blancas cuando oí el quejido de una puertecita y por allí salió una viejecita con sus trenzas y su rebozo. Me quise esconder, pero no hay altares y los pájaros anidan arriba de las columnas. La viejecita se me acercó:
       —¿En dónde ando, señora?…
       —En Cholula, en la Capilla Real que tiene cuarenta y nueve cúpulas —me dijo.
       —Ya vi muchas capillas —le dije.
       —Aquí hay trescientas sesenta y cinco iglesias, aquí Dios tiene una casa para cada día del año —me dijo en secreto.
       —¿Y tantísimo pájaro?… —le pregunté.
       —Aquí viven estos pajaritos.
       —Y usted… ¿quién es?
       —Rita… —me contestó.
       La vi que se iba caminando entre los remolinos de pájaros y yo me fui tras ella pensando que en su ciudad Dios es tan rico que les regaló una de sus casas a los pájaros. Todo eso me lo dijo santa Rita, que también vive allí y que me dio buen trato. Sólo hay un altarcito de madera, con una escalera muy chiquita y sus barandalitos de madera, está cerca de una pared y es tan chiquitito para que en él recen los pájaros. Santa Rita me llevó a la puerta por la que se apareció y supe que daba a la torre. «Sube para que veas desde arriba todas las casas de Dios», me dijo. Subimos a la azotea de la iglesia y vimos sus cuarenta y nueve cúpulas saliendo como huevos grandísimos en el techo y también el cielo muy azul, con unas plumitas de nubes, su aire fresco y muy azul y muchas, muchas torres y cúpulas de todas las iglesias que hay allí. Nos quedamos viendo esa mañana del otro mundo y luego santa Rita me acompañó a la puerta de la Capilla Real y volví a encontrarme en el atrio, donde hay una cruz tan grande como un árbol y echados a su sombra, los perritos que se pusieron contentos de volver a verme. Así fue como se me apareció y se me desapareció santa Rita, que vive sola en esa torre y sólo baja de ella para rezar con los pajaritos.
       Me fui al atrio de San Francisco, donde está el panteón, con sus losas de piedra, sus cruces, sus guirnaldas y sus escrituras, todas de piedra buena, pues son las tumbas de los reyes magos y de otros reyes también muy esplendorosos. Todo estaba quieto, no había ni un ruido y me senté en una tumba a esperar. A los dos lados había tapias y cada una tenía una puerta chiquita con rejas y las dos estaban entreabiertas. Las dos puertas dan al cielo y la iglesia queda atrás sobre una loma. Estaba yo mirándolas, ¿y qué vi? A un niño como yo que se asomó por la puerta de la izquierda y me miró. Era igual a mí pero no era yo y cuando se esfumó, me levanté y caminé de puntitas hasta la puerta de rejas y me asomé y vi que abajo había una callecita y un montón de paja y sobre la paja estaba echado el otro niño y nos volvimos a mirar sin decirnos nada. Me retiré con mucho sigilo, me fui al atrio y quise abrir la puerta de la iglesia.
       —Está quemada… —me dijo la voz del niño atrás de mí.
       Me di un tiempito antes de hacerle frente y nomás me di la vuelta y le pregunté:
       —¿Y tú quién eres? ¿Cómo te llamas?
       —Facundo Cielo —me contestó.
       Y se fue a la puerta principal de la iglesia y yo caminé detrás de él. Arriba de esa puerta hay un balcón con su barandal de piedra para que se asome Dios a vernos. Facundo Cielo empujó la puerta y se metió y yo hice lo mismo sólo para encontrarme en un cuarto de piedra ruinosa. De allí salimos a un patio chico de piedra y con bancas también de piedra. Ese patio está encerrado por muros muy altos y una escalera de piedra y abajo de la escalera hay montones de sillas viejas y de santos. Facundo agarró el brazo de un santo con la manga de su traje en grana y oro y con él apuntó para arriba. «Lo quemaron», me dijo.
       —¿Quién lo quemó? —pregunté muy asustado.
       —¡Quién sabe!… dicen que fue en los tiempos en los que Judas anduvo suelto en compañía de los judíos, pero ya se fue…
       Me dijo y comenzó a subir la escalera y llegamos al balcón y divisamos el patio. De allí, Facundo Cielo agarró otra escalera más tortuosa, me dio miedo, pero seguí subiendo la escalera de la torre hasta que salimos a la azotea, que también daba al cielo. Facundo se trepó por la cúpula y yo con él y nos agarramos a una ventanita para ver cómo estaba la iglesia por dentro: toda blanca, con andamios y trapos con cal, los altares eran blancos, yo digo que los estarían enyesando, pero no había nadie. Me preguntaba yo quién haría el trabajo, cuando sentí que me miraban y me decían: «¡Intruso!», y levanté mis ojos al techo de la cúpula y allí vi a una guirnalda de angelitos de oro que me miraban muy enojados con sus ojos negros. Me bajé de un resbalón y casi me mato.
       —Ya se enojaron los ángeles —le dije a Facundo.
       Y regresamos a la escalera de la torre, llegamos al balcón de Dios, cogimos la otra escalera y bajamos al patio donde se halla el brazo del santo que quemó Judas. «A lo mejor me confundieron con el Judas», pensé, mientras nos encaminamos al atrio, donde están las tumbas de los reyes magos. Facundo Cielo se sentó sobre los escalones.
       —¿No vienes conmigo? —le pregunté, consolado por su compañía.
       —No puedo cruzar la calle —me dijo y se quedó sentado.
       Yo me fui con los perritos que me estaban esperando y se pusieron muy contentos al verme. Caminamos sin gusto y nos topamos con otra iglesia cerrada. «Es Santa María Tonantzintla», me dijo el perrito amarillo, que es ¡bien bueno! Tan bueno, que hasta llegué a pensar que era mi ángel de la guarda. Entonces, me acordé de Facundo Cielo y de sus palabras: «Dios se enojó y dejó que Judas quemara esta casa suya, pero no le importa, al fin que le quedan muchas». Crucé el atrio y empujé la puerta y apenas entré en Santa María me quedé atarantado de tanto resplandor y de tantos colores como el arco iris. Miles de ángeles chiquitos me miraron desde las paredes cubiertas de columnitas con mujeres iguales a las flores, que también me miraron. Yo vi que unas iban a bailar y otras iban a volar, mientras que las otras se quedaron quietas. Todas llevaban guirnaldas de flores perfumadas y entre tanta flor menuda, tanta virgen vestida de rosa, de azul o de amarillo que comenzaron a reír al verme, perdí el miedo y supe que estaba en la gloria, en la casa de las once mil vírgenes, que dijeron contentas: «Mira a este indito»… «Mira qué chiquito», y revolotearon a mi alrededor y regresaron a sus columnitas. Los ángeles más chicos que ellas volaron como mariposas de oro y se quedaron quietos cuando oímos que echaban un cerrojo. «¡Ya estaría de Dios que me quedara yo entre las once mil vírgenes!», pensé. Pero una de ellas dio un volido y se puso a caminar frente a mí, ¡era muy chica!, apenas me alcanzaba a la mitad de la pantorrilla. La Virgen me llevó a otra puerta, le di las gracias y la crucé bien triste. Me hallé en un patio de piedra cerrado, atrás también había una escalera. En el centro del patio está una mesa de pino y a su alrededor y sentados en sillas de tule hay doce ancianitos. Sus sombreros de petate están en el suelo. Estaban pensativos y tristes y uno de ellos tenía el papel en la mano. Otro ancianito levantó un dedo y luego lo levantaron todos y el que tenía el papel apuntó algo: «¡Judas!». Yo no sé leer, ¿pero qué otra cosa podían apuntar los doce apóstoles que acababan de saber que entre ellos andaba Judas? No me gusta ver lo que no debo y me fui de puntitas y me hallé en una calle con cercas de nopales. En la esquina estaba Facundo Cielo, que al verme se escondió y yo enojado, me alejé de las Once Mil Vírgenes y de los Doce Apóstoles, que ahora ya son ancianitos o a lo mejor siempre lo fueron, eso no se lo he preguntado al señor cura.
       Los perritos me llevaron a una colina con escaleras que la van rodeando y comenzamos a subir al «Santuario» hasta que llegamos al atrio y a sus terrazas, desde donde vi el Valle de los Olivos, muy brillante, con mucha luz azul, muy redondo. Desde allí sólo se ven las cúpulas y las torres de las casas de Dios y el sol está justo en el centro del cielo para que todo resplandezca. Rodeamos a la iglesia y dimos con la sacristía en donde Marta y María planchaban los vestidos de Dios y de los santos. Casi no alcancé a ver sus ribetes de oro, porque una de las dos hermanas medio se enojó y me bajé corriendo por las escaleras que rodean a la colina. Los perritos me siguieron sin ladrar y en eso comenzó a sonar el teponaztle para avisar de mi presencia. Cada golpe llenaba el valle y, para más seguridad, abandoné las escaleras y corté derecho entre las matas de la colina. Pero los golpazos del teponaztle no paraban y me metí por una puerta abierta en la ladera. Esa puerta era distinta y allí hay una silla vacía. Me metí y me hallé dentro del monte. ¡Caray!, yo no sabía que adentro de los montes hay pasillos muy largos, muy oscuros, de piedra mojada. No podía correr en lo oscuro y sólo a veces hallaba un foquito encendido. ¡Adivinar quién los puso! Ese pasillo oscuro se abre en muchos pasillos y unos suben y otros bajan. Me perdí adentro de la montaña y de repente me quedé quieto, porque me seguían los pasos de un gigante: ¡Pam! ¡Pam! ¡Pam! Apreté el paso, y los pasos también. Me espanté y corrí a riesgo de matarme contra las paredes de piedra mojada y los pasos corrieron detrás de mí, entonces me detuve y tamaña manaza cayó sobre mí y una voz de campana me dijo:
       —¿Qué haces aquí?
       No me atrevía a dar la vuelta para ver la cara de aquel enemigo y sólo le pregunté:
       —¿Quién eres?
       —¿Yo?… soy Hombre, soy cholulteca —contestó con su voz campanuda.
       —¿Dónde ando? —le pregunté sin dejar de temblar.
       —Adentro de la pirámide de los Antiguos —me contestó la voz.
       —¿Los Antiguos?… ¿Y dónde andan los Antiguos? —le pregunté sin verlo.
       —Los Antiguos ya se murieron —me dijo la voz.
       —¿Y tú?… —le pregunté a la voz y a la mano que me tenía agarrado por el hombro.
       —Yo la cuido. ¿Quieres verla? ¡Ven!
       Me agarró de la mano y me llevó por unos pasillos oscuros que nunca terminan. Era el Hombre, y a ratitos sacaba una linterna y la alumbraba y a ratitos la escondía.
       —Pinturas de los Antiguos —me dijo echando su linterna sobre una pared medio mojada en la que sólo alcancé a ver unas manchas como de sangre y comencé a temblar de nuevo.
       —Están bonitas —dije, pero no vi nada, los ojos los tenía empañados.
       El Hombre me sacó a una terraza en donde había día. La terraza es de piedra y vi que el Hombre llevaba una carabina.
       —Mira las tumbas, las tumbas de los Antiguos —me dijo y se empinó sobre una tumba abierta llena de huesos y me los fue enseñando.
       —¡El rey!… ¡La reina!… y su perrito —me dijo.
       Y vi a los dos muertos sin carne, en puros huesos, acostados junto a un perrito también muerto, sin carne, en puros huesos. Me espanté y vi que los perritos me estaban esperando entre los matorrales, seguro que no deseaban que el Hombre los matara con su carabina. Yo pregunté:
       —¿Y el niño?…
       —¿Qué niño?… ¡Ah!, es verdad que falta —me dijo y me miró con sus ojos negros y se soltó una carcajada.
       Noté sus intenciones de meterme en la tumba de los Antiguos y comencé a temblar más fuerte y el Hombre comenzó a reír más fuerte también. Entonces, volvió a sonar el teponaztle: «¡Óilo!», me dijo el Hombre pero yo me eché a correr por la ladera, seguido de los perritos, que también iban huyendo. Llegamos abajo, atrás del «Santuario», íbamos muy asustados porque habíamos visto al Hombre, al único que vive allí escondido adentro de la montaña. Nos hallamos en una calle con un edificio enfrente que no parecía iglesia. Su puerta estaba abierta y los perritos y yo entramos, ellos se quedaron entre unos montones de ropa blanca y yo anduve husmeando. Pasé frente a una cocina en la que había ollas muy enormes, más bien peroles, que me recordaron aquello del infierno. «No vaya a ser que el Hombre me haya empujado al mero infierno», pensé y crucé un cancel de vidrios y me topé con un patio cuadrado con corredores de barandales de hierro. En el centro había prados secos y una fuente seca. Sentado en una banca de hierro estaba ¡él! Lleva unos pantalones grises con rayitas, un chaleco blanco con hilos de plata, una corbata negra, una chaqueta negra y una maleta negra llena de papeles. No me miró, estaba viendo el día, muy aburrido, con la boca triste y los ojos colorados. En la banca de enfrente estaba otro señor, vestido de gris y con el pelo muy largo. El señor marcaba números de teléfono y hablaba muy ocupado: «¿Bueno?… ¿bueno?… ¿bueno?… sí, aquí la Agencia Universal de Regalos… sí, Feria de Chicago… digo, Chi-ca-go», hablaba mucho por teléfono, sólo que no había teléfono, o a lo mejor era invisible, así suele suceder fuera del mundo. Estaba yo pensando en el teléfono invisible cuando ¡él! me vio, saltó, agarró su maleta y vino corriendo. Es muy grande. Se puso frente a mí y gritó:
       —¡Un niño pobre! —y abrió su maleta y sacó muchos papeles de colores y un lápiz. Se agachó y me preguntó con buena voz:
       —Niñito, ¿qué quieres que te regale? ¿Un circo? ¿Un león? ¿Una plaza de toros? ¿Un árbol?
       La verdad no supe qué escoger y nomás lo miré muy agradecido y ¡él! me dijo:
       —¿Cómo te llamas, pequeño amigo mío?
       —Carmelo… —le dije, porque así me llamo.
       Y ¡él! se puso a escribir sus papeles de colores muy aprisa, luego levantó la cabeza, se pasó la mano por el pelo, miró a una nube y dijo:
       —Carmelo… bonito nombre. ¡Carmelo, yo soy el Rey del Mundo! Mira, ése es mi secretario —y señaló al señor del teléfono. Yo dije: «¡Ah!». y entonces ¡él! me preguntó:
       —Mira ese árbol. ¿De qué color es?
       Yo vi al eucalipto que me señalaba, lleno de polvo y contesté:
       —Pues es verde, señor Rey del Mundo.
       —Por mi voluntad, por la voluntad del Rey del Mundo, es… ¡rosa! —ordenó.
       Y el eucalipto se volvió todo de color de rosa: su tronco, sus ramas y sus hojas.
       —Sí… es rosa —dije.
       Y el Rey del Mundo se puso a escribir en sus papeles y me dio muchas tiritas azules, verdes, amarillas, violetas, rosas. Yo agarraba las tiras de papel sin dejar de ver al árbol rosa, pues la verdad nunca he visto a ningún árbol de ese color. El Rey del Mundo a cada tirita de papel que me daba me decía:
       —Aquí tienes: un circo, un león, una carroza, un galgo, una plaza de toros, una bailarina, un cañón, un general, un arco iris, una estrella, una pelota, una lagartija mágica, un libro…
       Y mientras me iba regalando tantas cosas, en el árbol de color de rosa aparecía colgada una jaulita de oro muy preciosa y yo seguía recibiendo tiritas de regalos y el árbol se seguía cubriendo de jaulitas de oro.
       —Una guitarra, un patín del diablo, un mar, una bicicleta, una fábrica de dulces y un… ¡avión! Y ahora, Carmelo, huye, huye, no te vayan a robar tus tesoros —me dijo.
       Guardé mis papelitos entre mi camisa y mi pecho y seguí el rumbo que apuntaba el brazo del Rey del Mundo, que no se parecía al brazo del santo, y me fui corriendo. Aquí traigo todos sus regalos. Allí vive el Rey del Mundo en compañía de Dios, de las Once Mil Vírgenes, de los Apóstoles y de todos los Santos. Corrí y llegué al fondo del patio y me hallé con otra puerta y la crucé y entré en una huerta con su hortaliza. Había coles, zanahorias, perejil, lechugas y vi que ya no me acompañaban los perritos y que se estaba poniendo el sol y los surcos con las coles estaban oscuros, pero doraditos. En la huerta sólo había un curita recogiendo lechugas. Sintió mi presencia, se enderezó y con las lechugas en las manos vino adonde yo estaba. No era cura, porque iba vestido de santo, con su túnica y su cordón amarrado a la cintura y me quedé muy lleno de respeto al verlo. El sol le hacía más grande su aureola de rayos de oro que iluminaba la huerta. El santo me dijo:
       —Hijito, ¿qué haces en esta casa de orates?
       Aunque creo que dijo de «orantes». Yo le dije: «Estuve con el Rey del Mundo. ¿Y tú quién eres?». Le hablé de tú, porque un santo nunca da miedo.
       —El hermano José —me contestó.
       Y así supe que me hallaba yo en la presencia de san José, el mismo que amparó a la Virgen y a Nuestro Señor Jesucristo y a mí, Carmelo Calzada. San José me dijo: «Te llevaré al Flecha Roja para que regreses a tu casa». Me cogió de la mano, me sacó de la casa de los orantes, porque oran mucho, y me llevó por la misma calle larga por la que me salí del mundo, hasta que llegamos a una parada del Flecha Roja. Antes no había ningún Flecha Roja, pero san José lo puso para que yo llegara a mi casa y ahora que llego, usted papá, nomás me grita y me mira enojado. Veo su enojo a la luz de la vela y mi mamá ya me dijo perverso y no me permiten acostarme en el petate. «¡Mentiroso! ¡Mentiroso!», me gritó usted papá, porque me salí del mundo y luego ordenó:
       —¡Vete a ese rincón! ¡Híncate! Pon los brazos en cruz y pídele a Dios que te perdone tantísimas mentiras como has dicho esta triste noche en la que te esperamos sin esperanzas de volver a hallarte.
       Y aquí estoy en el rincón, viendo mi sombra sobre la pared de adobe, con las rodillas y los brazos muy cansados, con mis tiritas de regalos tiradas en el suelo, oyendo cómo roncan mis padres, mientras yo estoy crucificado sólo porque vi las trescientas sesenta y cinco casas de Dios, vi a Marta y a María planchándole sus vestidos, vi a Santa Rita, a los remolinos de pájaros, a su altarcito para que recen, vi a las Once Mil Vírgenes todas chiquititas, cubiertas de flores sonrosadas, vi al Rey del Mundo que tuvo la atención de hacerme tantos regalos, vi al Hombre, escondido en el cerro con su carabina y que sólo sale para ver los huesos de los muertos Antiguos, que ahora me parece que él mismo los mató, vi a los Apóstoles y si no vi a Judas es porque ya se había huido y vi a san José… ¡Y aunque les pese, los vi y los vi y los vi!… Papá, no apague la vela. ¡Ya la apagó! Papá, no me diga mentiroso, porque los vi, los vi y los vi… por eso ahora estoy crucificado en este rincón oscuro…




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