Emilio Díaz Valcárcel
(Trujillo Alto, Puerto Rico, 1929 - San Juan, 2015)


La muerte obligatoria
El asedio y otros cuentos
(Ciudad de México: Arrecife Impresores, 1958, 138 págs.)


      Esta mañana recibimos a tío Segundo. Lo esperamos cuatro horas, en medio de la gente que entraba y salía por montones, sentados en uno de los banquitos del aeropuerto. La gente nos miraba y decía cosas y yo pensaba cómo sería eso de montarse en un aeroplano y dejar detrás el barrio, los compañeros de escuela, mamá lamentándose de Ios malos tiempos y de los cafetines que no dejan dormir a nadie. Y después vivir hablando otras palabras, lejos del río donde uno se baña todas las tardes. Eso lo estaba pensando esta mañana, muerto de sueño porque nos habíamos levantado a las cinco. Llegaron unos aviones y tío Segundo no se veía por ningún sitio. Mamá decía que no había cambiado nada, que seguía siendo el mismo Segundo de siempre, llegando tarde a los sitios, a los trabajos, enredado a lo mejor con la Policía. Que a lo mejor había formado un lío allá en el Norte y lo habían arrestado, que no había pagado la tienda y estaba en corte. Eso lo decía mamá mirando a todos lados, preguntándole a la gente, maldiciendo cada vez que le pisaban las chancletas nuevas.
       Yo no había conocido nunca a tío Segundo. Decían que era mi misma cata y que de tener yo bigote hubiéramos sido como mandado a hacer. Eso lo discutían los grandes el domingo por la tarde cuando tía Altagracia venía de San Juan con su cartera llena de olores y bombones y nos hacía pedirle la bendición y después hablaba con mamá lo estirado que yo estaba y lo flaco y que si yo iba a la doctrina y si estudiaba, después de lo cual casi peleaban porque tía Altagracia decía que yo era Segundo puro y pinto. A mamá no le gustaba primero, pero después decía que sí, que efectivamente yo era el otro Segundo en carne y hueso, sólo que sin bigote. Pero una cosa, saltaba mi tía, que no saliera yo a él en lo del carácter endemoniado, que una vez le había rajado la espalda al que le gritó gacho y había capado al perro que le desgarró el pantalón de visitar a sus mujeres. Y mamá decía que sí, que yo no sería como su hermano en lo del genio volado y que más bien yo parecía una mosquita muerta por lo flaco y escondido que andaba siempre. Y después mamá me mandaba a buscar un vellón de cigarrillos o a ordeñar la cabra para que no oyera cuando empezaba a hablar de papá, de las noches en que no dormía esperándolo mientras él jugaba dominó en lo de Eufrasio, y mi tía se ponía colorada y decía que bien merecido se lo tenía y que bastante se lo advirtieron y le dijeron no seas loca ese hombre no sale de las cantinas no seas loca mira a ver lo que haces..
       Eso era todos los domingos, el único día que tia Altagracia venía de San Juan y se metía a este barrio que ella dice que odia porque la gente es impropia. Pero hoy es martes y ella vino a ver a abuela y a esperar a su hermano, porque a él le escribieron que abuela estaba en las últimas y él dijo está bien si es así voy pero para irme rápido. Y le estuvimos esperando cuatro horas sentados en el banquito del aeropuerto muertos de sueño entre la gente que nos miraba y hablaba cosas..
       Ni mamá ni tía Altagracia reconocieron al hombre que se acercó vestido de blanco y muy planchado y gordo, que les echó el brazo y casi las exprime a las dos al mismo tiempo. A mí me jaló las patillas y se me quedó mirando un rato, después me cargó y me dijo que yo era un macho hecho y derecho y que si tenía novia. Mamá dijo que yo les había salido un poco enfermo y que por lo que yo había demostrado a estas alturas sería andando el tiempo más bien una mosquita muerta, como quien dice, que otra cosa. Tía Altagracia dijo que se fijarán bien, que se fijaran, que de tener yo bigote sería el doble en miniatura de mi tío..
       En el camino tío Segundo habló de sus negocios en el Norte. Mi madre y mi tía estuvieron de acuerdo en ir alguna vez por allá, que aquí el sol pone viejo a uno, que el trabajo el calor las pocas oportunidades de mejorar la vida... Así llegamos a casa sin yo darme cuenta. Me despertó tío Segundo jalándome por una oreja y preguntándome si veía a Dios y diciéndome espabílate que de los amotetados no se ha escrito nada..
       Tío Segundo encontró a abuela un poco jincha pero no tan mal como le habían dicho. Le puso la mano en el pecho y le dijo que respirara, que avanzara y respirara, y no faltó nada para virar la cama y tirar a abuela al piso. Le dio una palmadita en la cara y después alegó que la vieja estaba bien y que él había venido desde tan lejos y que había dejado su negocio solo y que era la única, óiganlo bien, la única oportunidad ahora. Porque después de todo él vino a un entierro, y no a otra cosa. Mi madre y mi tía abrieron la boca a gritar y dijeron que era verdad que él no había cambiado nada. Pero mi tío decía que la vieja estaba bien, que la miraran, y que qué diría la gente si él no podía volver del Norte la próxima vez para el entierro. Y lo dijo bien claro: tenía que suceder en los tres días que el iba a pasar en el barrio o si no tenía que devolverle el dinero gastado en el pasaje. Mi mamá y mi tía tenían las manos en la cabeza gritando bárbaro tú no eres más que un bárbaro hereje. Tío Segundo tenía el cuello hinchado, se puso a hablar cosas que yo no entendía y le cogió las medidas a la abuela. La midió con las cuartas de arriba abajo y a lo ancho. Abuela sonreía y se veía que quería hablarle. Tío hizo una mueca y se fue donde Santo el carpintero y le encargó una caja de la mejor madera que tuviera, que su familia no era barata. Hablaron un rato del precio y después tío se fue donde sus cuatro mujeres del barrio, le dio seis reales a cada una y cargó con ellas para casa. Prendieron unas velas y metieron la abuela en la caja donde quedaba como bailando, de flaca que estaba. Mi tío protestó y dijo que aquella caja era muy ancha, que Santo la había hecho así para cobrarle más caro y que él no daría más de tres cincuenta. Abuela seguía riéndose allí, dentro de la caja, y movía los labios como queriendo decir algo. Las mujeres de tío no habían comenzado a llorar cuando dos de sus perros empezaron a pelear debajo de la caja. Tío Segundo estaba furioso y les dio patadas hasta que chorreaban, y se fueron con el rabo entre las patas, chillando. Tío movió entonces una mano hacia arriba y hacia abajo y las mujeres empezaron a llorar y dar gritos. Tío las pellizcaba para que hicieran más ruido. Mamá estaba tirada en el piso del cuarto. aullando como los mismos perros: tía Altagracia la abanicaba y le echaba alcoholado. Papá estaba allí, acostado a su lado, diciendo que esas cosas pasan y que la verdad era que la culpa la tenían ellas, que de no haberle dicho nada al cuñado nada hubiera sucedido.
       Con los gritos, la gente fue arrimándose al velorio. A papá no le gusto que fuera Eufrasio porque se pasaba cobrándole con la vista. Llegaron Serafín y Evaristo, los guares, y tiraron un vellón a cara o cruz a ver quién comenzaba a dirigir el rosario. Llegó Chali con sus ocho hijos y se puso a espulgarlos en el piso murmurando sus oraciones. Las hermanas Cané entraron por la cocina mirando la alacena y abanicándose con un periódico y diciéndose cosas en los oídos. Los perros peleaban en el patio. Cañón se acercó a mamá y le dijo que la felicitaba que esas cosas, pues, tienen que pasar y que Dios todopoderoso se las arreglaría para buscarle un rinconcito en su trono a la pobre vieja. Tía Altagracia decía que en San Juan el velorio hubiera sido más propio y no en este maldito barrio que por desgracia tiene que visitar. Tío Segundo le decía a abuela que cerrara la maldita boca, que no se riera, que aquello no eran ningún chiste sino un velorio donde ella, aunque no lo pareciera, era lo más importante.
       Mamá se levantó y sacó a la abuela de la caja. Cargaba con ella para el cuarto cuando mi tío, borracho y hablando cosas malas, agarró a abuela por la cabeza y empezó a jalarla hacia la caja. Mamá la jalaba por los tobillos y entonces entraron los perros y se pusieron a ladrar. Tío Segundo les tiró una patada. Los perros se fueron pero mi tío se fue de lado y cayó al suelo con mamá y la abuela. Papá se ñangotó y le dijo a mamá que parecía mentira, que a su hermano hay que complacerlo después de tantos años afuera. Pero mamá no cejaba y entonces tío empezó a patalear y tía Altagracia dijo lo ven, no ha cambiado nada este muchacho.
       Pero siempre mi tío se salió con la suya. Cañón estaba tirado en una esquina llorando. Las hermanas Cané se acercaron a mi abuela y dijeron qué bonita se ve la vieja todavía sonriendo como en vida, qué bonita, eh.
       Yo me sentía como encogido. Mi tío era un hombre alto y fuerte y yo, lo dijo mamá, según ando ahora, no seré más que una mosquita muerta para toda la vida. Yo quisiera ser fuerte, como mi tío, y pegarle al que se metiera en el medio. Me sentía chiquito cuando mi tío me miraba y se ponía a decir que yo no me le parecía aunque tuviera bigote, que ya le habían engañado tantas veces y qué era eso. Y terminó diciéndome que yo había salido a mi padre escupío y que no se podría esperar gran cosa de mi amontonamiento.
       Cañón se puso a hablar con Rosita Cané y al rato se metieron en la cocina como quien no quiera la cosa. La otra Cané se abanicaba con el periódico y miraba envidiosa a la cocina y también miraba a Eufrasio de quien se dice que compró a los padres de Melina con una nevera. Melina se había ido a parir a otro sitio y desde entonces Eufrasio no hace sino beber y pelear con los clientes. Pero ahora Eufrasio estaba calmadito y miraba también a la Cané y le hacía señas. Se le acercó con una botella y le ofreció un trago y ella dijo qué horror cómo se atreven pero después se escondió detrás de la cortina y si Eufrasio no le quita la botella no hubiera dejado una gota.
       El velorio estaba prendido y los guares seguían guiando el rosario, mirando el cuarto donde tía Altagracia estaba acostada.
       Yo estaba casi dormido cuando me despertó la paliza que tío Segundo le dio a Cañón. Mi tío salió gritando que qué desorden era ése que se largara sino quería coger cada uno su parte. Rosita Cané estaba llorando. Mi tío cogió la maleta y dijo que al fin de cuentas estaba satisfecho porque había venido al velorio de su madre y que ya no tenía que hacer por todo aquello. Salió diciendo que no le importaba haber gastado el pasaje ni en la caja ni en las lloronas, que miraran a ver si en todo el barrio había un hijo tan sacrificado. Ahí está la caja, dijo, para el que le toque el turno. Y salió casi corriendo.
       Cuando me acerqué a la caja y miré a la abuela, ya no estaba riendo. Pero noté un brillito que le salía de los ojos y mojaba sus labios apretados.




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