Gabriel García Márquez
(Aracataca, Colombia 1928 - México DF, 2014)


García Márquez: la violencia americana
Angel Rama

Originalmente publicado en el semanario Marcha (Montevideo), N.° 1201, (17 de abril de 1964), pp. 22—23.
Tomado de
9 asedios a García Márquez.
Santiago, Chile: Editorial Universitaria, 1969, pp. 106-120.
Publicado también en
García Márquez.
Edición de Peter Earle.
Madrid: Taurus, Serie El Escritor y la Crítica, 2ª edición, 1982, pp. 30-39



REALISMO Y VERDAD
         Cuando a comienzos de 1964 dimos a conocer en Marcha la obra del colombiano Gabriel García Márquez seña­lamos que se le debía considerar como uno de los prin­cipales renovadores de la narrativa americana a mediados del siglo que vivimos, uno de los inventores de la nueva expresión artística del continente, y, a pesar de sus cuen­tos fantasmagóricos, aquél en quien el realismo revivía con nueva vitalidad, revelándose como un eficaz instru­mento para penetrar en las circunstancias hondas de la vida del hombre americano actual.
         Este instrumento ancla, de un modo radical, en un en­tendimiento de las criaturas narrativas como partes obli­gadas del conglomerado social en un preciso estadio de su desarrollo histórico, y por lo mismo funciona —con un rigor que no se había visto en América— sobre un juego de directas implicancias políticas. El conocido juicio de Engels sobre Balzac podría aplicársele a esta obra, sean cuales fueren las opiniones políticas de Gar­cía Márquez —y es él un hombre de izquierda—, pues aquí nos encontramos con la auténtica y reconocida cró­nica de la historia contemporánea colombiana a través de las vicisitudes de un conjunto de seres típicos insta­lados en situaciones típicas. Nada que se parezca al telu­rismo y a la homologación intemporal de los personajes sobre la naturaleza que funcionó en Gallegos o en Rivera, antepasados que sería vano convocar porque, como en el caso de Vargas Llosa, sólo rozan la epidermis narra­tiva y nada nos demuestran de la originalidad de estos nuevos creadores.
         Ni tampoco nada que nos evoque las fórmulas este­reotipadas que desde Unamuno vienen aplicándose in­discriminadamente, como “sufre de Colombia” o “le duele su país”, pues tales generalidades ni siquiera aluden al problema central de esta obra narrativa: nada en ella que se parezca al alegato o al planteo por las desdichas ele un país americano. Como un implacable teorema men­tal, lo que García Márquez pretende es entender, a fondo, el porqué del destino de sus pequeños personajes pue­blerinos; encontrar la clave que explique sus vidas frus­tradas. Una y otra vez vuelve obsesivamente sobre el mis­mo pueblo, sobre los mismos personajes, rehace una y otra vez la misma situación, como si trabajara sobre un campo experimental forjado en un laboratorio propio, para desentrañar esta interrogación. Este rasgo lo aproxi­ma a Faulkner y lo separa, obviamente, de Balzac. No pretende competir con el registro civil en un sistema enumerativo y analítico propio del individualismo bur­gués del XIX, sino concentrarse sobre el reducido campo de una propia tipicidad para develar una verdad, con­siderando, como los escritores nacidos de la vanguardia del xx, que un fragmento de lo real, por reducido que sea, contiene, expresa o implica la totalidad humana. Así nacieron Yoknapatawpha, Santa María, Macondo.
         Le escuece no entender. Quizá, más aún, no poder so­lucionar la situación de las vidas reales a que se refiere, a través de su tarea sobre las vidas ficticias de sus persona­jes. Ha encontrado soluciones sociológicas y políticas, pero ellas no le bastan. Desde el comienzo de su produc­ción literaria, hace diez años largos, viene sospechando que pueda haber otras explicaciones que rozarían un ámbito metafísico, y por eso se desplaza del realismo a la fantasmagoría a la búsqueda de una verdad última. Por­que en definitiva hace que su obra se instale en un rea­lismo alucinado.
         Aunque tiene ya publicados varios volúmenes a lo largo de los cuales ha ido progresando en una dirección de cada vez más escueto y significante realismo, quizás sea en su primer cuento, «Un día después del sábado», donde se nos haga perceptible su particularísima inven­ción estilística, como quien dice las raíces de donde ha partido y que, con diferentes modulaciones, siguen pre­sentes en sus obras posteriores.
         En ese cuento está fijado el designio de su obra pos­terior. Bajo la influencia de una concepción faulkne­riana, emerge el pueblo y los habitantes que ha de rei­terar, ampliándolos, contrastándolos, en sus posteriores cuentos y novelas. Estamos en ese Macondo de apelma­zado calor y sensualidad, como varado a la fuerza en el camino vivo de la historia, donde los personajes se con­sumen en el lento trajín diario de vidas sin objeto, apenas sacudidos por el deseo, la codicia de la riqueza, el terco afán de resistencia en algunos. Un pueblecito que com­pendia todos los pueblecitos colombianos costeños bajo la dictadura, la violencia o el nuevo estancamiento, sobre el que se desplomará una caliente lluvia hasta que fermen­te con insoportable hedor la pudrición interna que lo co­rroe. Las características de ese medio —lugar, personajes, situaciones— revelan ya una ambivalencia permanente en G. G. M.: Si por un lado estamos ante una radiografía rigurosa, escueta y certera de una sociedad históricamente datada, cuyos rasgos generalizadores son manejados con precisión para no retacear nada a los destinos individuales que en ella se fraguan, por el otro encontramos una visión ahistórica, casi mítica, del universo, fuertemente invadida por las concepciones tradicionales del catolicismo popu­lar donde pervive la idea de la culpa y del castigo consiguiente, la noción del pecado original, la esperanza en la revelación, la acechanza mágica, la afirmación del des­tina como clave de la aventura humana. Pero si ya en­contramos en este primer cuento —que distinguió la Asociación de Escritores y Artistas Colombianos, proyec­tando el nombre de un periodista avezado al campo de las letras— los temas y personajes característicos que no abandonará, también encontramos el primer hallazgo es­tilístico que da realidad a su cosmovisión original.

Estatismo y fragmentación
         La primera virtud narrativa de García Márquez, que quizás pueda filiarse tanto en su ejercicio periodístico co­mo en las influencias de la vanguardia anglosajona que él reconoce, es la de su extremada concisión, que irá acre­centándose cada vez con mayor sequedad a medida que avance en su creación. Se trata de una lección que ya dieron los maestros del mejor realismo europeo —Che­jov—, pero que América no supo hacer suya, arrastrada por el regodeo de la verba insustancial. Radica en la rígida y austera selección del hecho, el gesto, la palabra, donde se concentre de modo definidor la cosa aludida, la cual queda presa —y revelada— en la pura enuncia­ción. Pero esa selección no apunta a lo trivial y repetido, sino justamente a lo insólito, que se vuelve definidor al emerger repentinamente del campo gastado de la cos­tumbre.
         La acuidad de la observación realista parece reconocer, en esta presteza, el consejo chejoviano, aunque más cerca­namente se podría evocar la rapidez y la exactitud de la acotación definidora de la escuela narrativa norteameri­cana, en particular Hemingway. El realismo de García Márquez trabaja sobre las condiciones de simplicidad, rigor, exactitud, que configuran la línea moderna de un estilo donde los adjetivos sólo son reclamados cuando definen categóricamente, y las opiniones sobre la acción novelesca resultan drásticamente erradicadas.
         Pero hay más que lo singulariza. Todo su arte se rige por el presentismo: las acciones, objetos, frases, están po­derosamente incrustados en el instante presente, al que ocupan por entero. Es el suyo un arte del momento, en que se apresa la vida, centrado poderosamente frente a la visión, con terca exclusión de sus ramificaciones o vinculaciones posibles en la superficie narrativa. Eso ex­plica que en García Márquez todo quede recortado con precisión; las escenas de sus novelas normalmente están desligadas entre sí y se van yuxtaponiendo; muchos frag­mentos narrativos ha podido publicarlos definiéndolos como cuentos; los diálogos, las situaciones, tienden a una existencia autónoma, a una validez literaria independien­te. Si a su acerado modo estilístico se agrega esta mecáni­ca de recortes precisos, se podrá entender mejor el aire estático, impasible, de sus narraciones. Y sospechar tam­bién que este sistema, que llegó a su perfección en Pa. vese, delata la vocación del escritor por apresar en vivo sus criaturas. No estamos ante la fisiología del XIX sino ante la antropología del XX.
         La sensación de tiempo detenido, de vidas encerradas en círculos rígidos de casi imposible transformación, no responde solamente a su temática preferida —los pue­blecitos colombianos abandonados por la historia, sepul­tados en una triturante eternidad que los torna imágenes del infierno— sino conjuntamente a los recursos litera­rios, al sistema formal que ha forjado para expresar ese mundo. La unidad de la cosmovisión de García Már­quez se hace patente en ese perfecto ajuste de su tema y de su expresión. Un análisis estilístico nos llevaría a las mismas comprobaciones que un análisis temático o sico­lógico. El infierno es el presente siempre repetido; es, como en el trillado verso dantesco, la pérdida de la espe­ranza, vale decir, de la posibilidad de cambio, de varia­ción. Un mismo gesto, una misma frase, se repite en distintas modulaciones, y no permite avizorar posible cam­bio. Quizás porque justamente cada tramo de la narración no s presenta como el elemento causal que acarrea for­zosamente un efecto, sino como segmentos separados de una realidad cuya concatenación en definitiva ha sido fracturada en pedazos autónomos, entre sí irreconocibles. Quiere decir que es el sentido de la vida el que ha sido quebrado, que es la opción de finalidad que establece el orden y el significado de las experiencias vitales, la que ha sido suprimida violentamente, dejando sus partes en libertad y en agonía.

Una explicación secreta
         Pero tanto el estatismo como la fragmentación, no ago­tan más que la apariencia del mundo narrativo de Gar­cía Márquez. Son meras formas expresivas para traducir con rigor una realidad apresada en su exacto nivel apa­rencial. García Márquez se esfuerza constantemente, des­de su primer cuento, para hallar, de un modo sutil y so­terrado, el centro animador de este universo fragmentario. Hallar la fuerza que lo pone en movimiento y lo mantie­ne en vilo, sin perecer y también sin transformarse. Hallar su razón de ser. Pero descubrir la explicación última, unitaria, centra­lizadora y dinámica de un universo literario —que a su vez es imagen de un universo real— no se resuelve in­sertando un ensayo dentro de una novela. No hay en García Márquez nada del novelista-ensayista que prac­ticó la vanguardia europea de los “twenties”, y él auste­ramente ha querido atenerse siempre a la más concreta —real o fantástica— enunciación literaria, limitándose a fatalizar sus criaturas en precisas situaciones para que apunten sobriamente al centro energético de donde fluye su razón de. ser en tales determinados modos de vida. El sistema fragmentario le ha servido para distribuir os diversos paneles de tal modo que, en el esfuerzo del lector por rearmar el cuadro estableciendo las vincula ones no dichas y sólo sugeridas, cobre existencia autónoma la obra y se nos haga patente el sentido último de la crea­ción. A pesar de que estamos ante un determinismo social muy acusado, esta obra convoca la libertad del lector, la hace posible al reclamar su participación creadora.
         Ese prístino sentido es difícil de alcanzar en aquellos cuentos ubicados en un plano meta-histórico, caso con­creto del cuento «Un día después del sábado» donde la justicia funciona mágicamente. Es Macondo, el prototipo de pueblecito atlántico colombiano; es el muy anciano sacerdote, el manso Antonio Isabel del Santísimo Sacra­mento del Altar Castañeda y Montero que ha llegado a un estado sonambúlico; es un suceso repentino que en el cuento no se explica y que por lo tanto adquiere si­niestra magnificencia, a saber que los pájaros comienzan a caer muertos sobre las casas, tal como si anunciaran el apocalipsis; es un muchachito enviado por su madre a una lejana ciudad para gestionar una pensión, quien pierde el ferrocarril y queda deambulando por el pueblo hasta parar en la última fila de la iglesia durante los ofi­cios; es el conjunto de seres inmóviles y repetidos que pueblan este Macondo; es la repentina visión, por parte del manso Antonio Isabel, de que ha vuelto el judío Errante; es su incoherente discurso en el púlpito, y por último su orden al sacristán para que entregue las li­mosnas recogidas al niño extranjero que estaba en la última fila durante la misa. Los elementos del relato han sido desgranados de tal modo que entre ellos huye el misterio bajo las especies de una amenaza sobrehuma­na. El pudor de García Márquez, que le veda entreme­terse para forzar la mecánica significante del cuento, se trasunta ya en este primer intento narrativo cuyas partes él ofrece débilmente vinculadas, entregándolas al lector: recomponga el cuadro, encuentre su secreto. Los pedales subterráneos son: el pecado, la expiación, el carisma, la inocencia, la recompensa —para usar la baraja católica—, manejados en un circuito abierto, con pluralidad de sujetos, casi como una implicación del concepto pagano de lo trágico.
         Pero también está visible en el primer cuento esa osci­lación del propio autor respecto a los planos donde debe ubicarse una explicación: si en el social o en el metafí­sico. Eso otorga curiosa indecisión al planteo general, donde se alternan las explicaciones realistas y las irrea­listas, aunque estas últimas como más precisas formas literarias de una sola cuestión enteramente real. Pues ya en este primer cuento García Márquez en definitiva está abordando su tema central: el de la violencia.

La violencia deformante
         Del mismo modo que durante un decenio largo el drama de Colombia radicó en el permanente estado de violen­cia, del mismo modo, y confesadamente, este es el tema central sobre el cual se edifica la obra de García Már­quez, y de la generación literaria a la cual pertenece, a partir de La hojarasca (1955), hasta su reciente La mala hora (1962), pasando por su más perfecta novela, El coronel no tiene quien le escriba, y manifestándose asi­mismo en su colección de cuentos Los funerales de la Mamá Grande (1962). Un país vive en estado de vio­lencia permanente, ya sea declarada, ya sea soterrada, amenazante, y es normal que sea el sustrato anímico que alimente su narrativa (bastaría recordar la obra de Alvaro Cepeda), imponiéndole sus coordenadas dramáticas.
         En un primer momento los escritores y los ideólogos pudieron dedicarse a la investigación de las causas: ¿Cuán­do empezó? ¿Quién fue el primero? ¿Por qué se originó? ¿Cuáles fueron sus episodios más llamativos? Pero a medida en que los años pasaron, esa violencia, al continuar invariable, se transformó en estado natural; la distorsión de realidad y vida se hizo norma, costumbre cotidiana. Ni siquiera parecen alarmar al resto del continente los cien mil muertos de una guerra civil no declarada. De 1918 es el “bogotazo”. En esa fecha García Márquez te­nía veinte años; siete años después dará a conocer La hojarasca, donde ya la violencia, menos contenida que en sus libros posteriores, será la condición básica de las vivencias de los personajes (“usted no sabe lo que es le­vantarse todas las mañanas con la seguridad de que le matarán a uno, y que pasan diez años sin que lo maten”) .
         La violencia puede admitir variadas explicaciones cau­sales. Pero en cambio, tiende a canalizarse de un solo modo en el plano de lo concreto: será a través de las manifestaciones políticas. Por eso en la obra de García Márquez la violencia es concomitante de la opresión política, aunque una y otra están como interiormente gastadas por la persistencia: no se expresan con la fuerza desmesurada de su irrupción primera, sino que se han revestido de un carácter —diríamos— institucional, has­ta componer el tejido diario de las vidas humanas. Los personajes se sorprenden cuando adquieren bruscamente la autoconciencia de esa situación en que existen.
         El coronel comienza con la escena de un entierro en el pueblo: “—Este entierro es un acontecimiento, dijo el coronel. —Es el primer muerto de muerte natural que tenemos en muchos años”. Y cuando el cortejo es detenido en el momento de pasar frente al cuartel de policía, obli­gándosele a un desvío, comentan: “—Entonces nada, res­pondió el coronel. Que el entierro no puede pasar frente al cuartel de policía —Se me había olvidado, exclamó clon Sabas—. Siempre se me olvida que estamos en es­tado de sitio”.
         No es exactamente que se olvide, porque la violencia y —la opresión están siempre pesando, sino que se han integrado a la vida como una condición natural, y desde allí operan una sutil transformación de los hombres. Creo que no hay novelista que haya visto tan aguda, tan ve­razmente, la relación íntima que existe entre la estruc­tura político—social de un determinado país y el compor­tamiento de sus personajes. En la mayoría de las “no­velas sociales” del continente se asiste a la acción de hombres que luchan contra medios políticos opresivos, sin que éstos hayan tenido ninguna previa acción distor­sionante sobre sus conciencias. Eso da soluciones prima­rias donde se enfrentan seres rigurosamente ideales con­tra seres perversos que son los condicionadores del medio y en los cuales, sin embargo, tampoco se percibe el fenó­meno determinista que está en la base de las filosofías a que apelan los autores. Lo contrario ocurre en las no­velas de García Márquez; aquí los hombres están condi­cionados por el medio social en que se han desarrollado, en una inextricable interacción que les permite reconocer su efecto perjudicial cuando se llega al extremo de la distorsión violenta —y por lo tanto reaccionar con la misma fuerza—, pero que por lo común les dirige en su comportamiento sin que tomen nítida conciencia de la significación oscura de sus actos. A partir de este hallazgo de la observación realista, la operación literaria dificul­tosa que aguarda al novelista, consiste en deslindar la zona del determinismo social de aquella personal del albedrío sin la cual no podrá crear individualidades y sólo nos proporcionaría los estereotipos de un falso, por mecánico, determinismo condicionante.
         Las dos últimas novelas: El coronel no tiene quien le escriba y La mala hora (pues los cuentos de Los funera­les de la Mamá Grande recogen materiales de muy dis­tintas fechas) explican dos tramos de este proceso de la violencia: el primero muestra la tenaz resistencia de un hombre viejo, el coronel, siempre a la espera de una pensión que viene tardando casi veinte años, en el estado de abandono, miseria y sufrimiento que le ha impuesto un régimen que le costó la vida a su único hijo; el se­gundo muestra una aparente desaparición del fenómeno de la violencia, pero su secreto mantenimiento en la zona de una corrupción moral —los anónimos— que la hace irrumpir con aspereza renovada.
         Los dos libros deben leerse seguidos, pues son, en definitiva, una sola novela, la única que parece poder escribir García Márquez, incapaz de liberarse de la ava­sallante fijación en esta realidad sin aparente salida. El marco físico de la acción es un pueblecito tropical donde el autor acumula, o inventa, las condiciones típicas (le la vida colombiana rural, bañando ese mundillo formado por el cura, el juez, el alcalde, el dentista, el gran propie­tario, el peluquero, el sirio enriquecido, y las diversas mujeres, en un clima opresivo ele calor y lluvias en que todo fermenta y se pudre: “Pero la mujer no se tomó el trabajo de mirar el paraguas”. “Todo está así”, murmuró. “Nos estamos pudriendo vivos”. “Y cerró los ojos para pensar más intensamente en el muerto”.
         El poder político que se ejerce desde el alcalde, está vinculado estrechamente a un sustrato económico, tal como se le ve en La mala hora, estableciendo esa habitual conexión de las tierras americanas: las persecuciones sir­ven para adquirir a bajísimo precio los bienes de los muertos o encarcelados, sirven para coaccionar a las viu­das y obligarlas a malvender enormes extensiones de cam­po, sirven para que un rico propietario pague su libera­ción en cinco mil terneros de un año. También sirven las aparentes generosidades en beneficio de un pueblo: cuan­do la inundación el alcalde entrega gratuitamente tierras a los perjudicados para que instalen nuevas casas, tierras que el municipio expropia y paga religiosamente a su propietario para concedérselas a los pobres. El propie­tario es el mismo alcalde.
         En el normal esquema social americano, son algunos hombres ilustrados, cuyo poder procede no de sus rique­zas sino de sus capacidades intelectuales (el médico, el dentista) quienes sostienen una resistencia decorosa: “Cuando la mujer anunció que estaba preparada, el médico entregó al coronel tres pliegos dentro de un sobre. Entró al cuarto diciendo: “Es lo que no decían los perió­dicos de ayer”. El coronel lo suponía. Era una síntesis de los últimos acontecimientos nacionales impresa en miméo­grafo para la circulación clandestina. Revelaciones sobre el estado de la resistencia armada en el interior del país. Se sintió demolido. Diez años de informaciones clandes­tinas no le habían enseñado que ninguna noticia era más sorprendente que la del mes entrante”. O, en La mala hora, donde el alcalde se ve forzado a emplear la violencia para obtener que el dentista lo atienda, este recuerdo: “Sabía, como todo el mundo, que el dentista había sido el único sentenciado a muerte que no abandonó su casa. Le habían perforado las paredes a tiros, le habían puesto un plazo de 24 horas para salir del pueblo, pero no consi­guieron quebrantarlo. Había trasladado el gabinete a una habitación interior y trabajó con el revólver al alcance de la mano, sin perder los estribos, hasta cuando pasaron los largos meses de terror”.

Descomposición y resistencia
         Dos cosas simultáneas va registrando García Márquez en el proceso creciente de la violencia sobre la vida del pueblo. Por una parte una corrupción interior que se extiende ele modo implacable: ya es la codicia con que todos tratan de sacar partido de la violencia (“el teniente se está hundiendo en el pueblo. Y cada día se hunde más, porque ha descubierto un placer del cual no se regresa: poco a poco, sin hacer ruido, se está volviendo rico”) ; ya es la corrupción moral que se extiende bajo la forma de los anónimos es que comienza a publicitarse lo que todos saben, lo que además es verdad, acerca de la vida pri­vada de las mejores familias (“es un sistema de descom­posición social —dijo el señor Benjamín. Es un sistema de que todo se sabe, tarde o temprano —dijo el dentista con indiferencia—”); ya es la trituración progresiva de los que sostienen resignadamente esta situación (“Es la his­toria de siempre” comenzó ella un momento después. “Nosotros ponemos el hambre para que coman los otros. Es la misma historia desde hace cuarenta años”).
         Pero por otra parte, García Márquez comprueba el tesón infatigable de la resistencia. Aun los seres más con­dicionados por el medio social terrorista, no dejan de percibir, por repentinas rachas, ese su clima enrarecido, que no permite vivir. Los papeles clandestinos circulan de mano en mano; las armas son almacenadas a la espera del momento oportuno; los más desvalidos esperan el momento. “Aquella tarde el padre Angel observó que también en la casa (le los pobres se hablaba de los pas­quines, pero (le un modo diferente y hasta con una salu­dable alegría”. Este clima resistente, se traduce de modo simbólico en El coronel no tiene quien le escriba, en la historia del gallo de riña, única cosa que le ha quedado de su hijo muerto, y que él, junto con los jóvenes ami­gos de su hijo, va preparando para la próxima pelea.
         “El coronel le quitó el gallo. “Buenas tardes” murmu­ró. Y no dijo nada más porque lo estremeció la caliente y profunda palpitación del animal. Pensó que nunca ha­bía tenido una cosa tan viva entre las manos”. Esa cosa tan viva, tan decidida, tan fuerte, es algo más que un gallo de pelea: es la soterrada decisión resistente de todo el pueblo, y cuando el propio coronel, que hace tiempo ya no tiene qué comer, encara la posibilidad de venderlo; son los compañeros de su hijo los que se aferran al ani­mal: “Dijeron que el gallo no era nuestro sino de todo el pueblo”. No se trata de un mero elemento simbólico manejado por el autor, aunque no se puede evitar la asociación entre el gallito de pelea y el pueblo joven de­cidido a luchar. García Márquez sitúa su relato en el nivel verosímil y auténtico de las experiencias concretas, y es la adhesión espontánea al gallo la que nos trasfunde la vivacidad profunda que sigue alentando en sus perso­najes, a pesar de la decrepitud, de la pobreza, del inmovi­lismo de sus situaciones.

Vitalidad y verdad
         Corresponde estrictamente a la concepción de los perso­najes. Una cosa es la estructura ahogante donde están situados y donde son deformados, y otra es la irrefrena­ble vitalidad que los recorre. Una vitalidad llena de inte­rior alegría, buena delatora del alma tensa, transida de ternura, sensible al prójimo viviente. La relación de los dos viejos cónyuges —el coronel con su flora intestinal podrida, y su mujer vencida por el asma, ambos obsesi­vamente centrados en la muerte violenta del hijo— está hecha de una delicada ternura que enmascara el humor, tal como la relación de dos jóvenes. Y del mismo modo la sensualidad que irrumpe en muchas situaciones con­yugales (legales o ilegales) tiene una jocundia conta­giosa, es una alegría de la piel, despliega una luminosi­dad feliz. Como en el verso de Rubén, “el bien eligió la mejor parte”, y todos los personajes, aun aquellos que se van destruyendo en el ejercicio de la violencia, proce­den de ese centro de irradiación.
         Quizás pudiera contrastarse el ritmo intenso de la dicción literaria, donde el autor no puede impedir la traducción de su espíritu joven y vital, con el esquema de una realidad envejecida, distorsionada, anormal. De ahí quizás la nueva fuerza con que ambos libros se cie­rran, el nuevo modo de expresarse la violencia; es el co­ronel que está dispuesto a comer mierda, con tal de aguantar, o es la noticia última que trae Mina al padre Angel, al finalizar La mala hora: “Parece que estuvie­ron locos buscando hojas clandestinas. Dicen que levan­taron el entablado de la peluquería, por casualidad, y encontraron armas. La cárcel está llena, pero dicen que los hombres se están echando al monte y que hay gue­rrillas por todas partes”.
         Es el mundo americano de hoy, en una austera, honda y veraz expresión de la literatura. La comprensión exacta de una realidad pareciera ser la que gobierna en este caso a un escritor, y hace de él, a los treinta y cinco años, uno de los narradores importantes del continente.



Literatura .us
Mapa de la biblioteca | Aviso Legal | Quiénes Somos | Contactar