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Gabriel
García Márquez La primera impresión que deja la
lectura de Cien años de soledad es la de que acabamos de abandonar
una región encantada, poblada por el constante estallido de los fuegos
artificiales. Cerramos el libro y estamos deslumbrados. Pero esta primera
impresión puede ser fatal en una obra literaria si no tiene otra
trascendencia que la del deslumbramiento momentáneo: al otro día pudiera
ser que sólo quedase en nuestra memoria la barahúnda de una fiesta
deliciosamente superficial, o el estallido de algún cohete que se va
dispersando en la noche. una
aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un
río de aguas diáfanas que se precipitan por un lecho de piedras pulidas,
blancas y enormes como huevos prehistóricos. (...]. A
esta visión hay que agregarle el interminable canto de los pájaros y de
los relojes musicales, y la frescura de los almendros milenarios, aún
distantes de convertirse en árboles polvorientos y espectrales. El
coronel Aureliano Buendía promovió treinta y dos levantamientos armados
y los perdió todos. Tuvo diecisiete hijos varones de diecisiete mujeres
distintas, que fueron exterminados unos tras otros en una sola noche,
antes de que el mayor cumpliera treinta y cinco años. Escapó a catorce
atentados, a setenta y tres emboscadas y a un pelotón de fusilamiento.
Sobrevivió a una carga de estricnina en el café que habría bastado para
matar un caballo. Rechazó la Orden del Mérito que le otorgó el
presidente de la repú - 152 - blica. Llegó a ser comandante general de
las fuerzas revolucionarias, con jurisdicción y mando de una frontera a
otra, y el hombre más temido por todo el gobierno, pero nunca permitió
que le tomaran una fotografía. Declinó la pensión vitalicia que le
ofrecieron después de la guerra y vivió hasta la vejez de los pescaditos
de oro que fabricaba en su taller de Macondo. Con
lo expuesto anteriormente hay material suficiente (siempre sobrante, desde
luego) para escribir varias novelas. Aunque sería injusto no pensar que
el autor ha hecho ese panegírico grandilocuente para establecer un
contraste. Y es precisamente el hecho de que el personaje no se haya
dejado tomar nunca una fotografía lo que nos dará su rasgo decisivo, su
máxima caracterización. Más que todas las guerras que hubo librado y
que todas las aventuras fabulosas en las que se vio envuelto. Pero donde
realmente la novela alcanza una dimensión formidable (y por lo tanto
perdurable) no es en las historias más o menos interesantes de sus
personajes, ni en la dimensión grandiosa de algunos hechos, sino en los
momentos de verdadera magia y de gran poesía que aparecen en el libro. La
levitación de Remedios, la bella, que una mañana alza el vuelo desde el
patio ante los sorprendidos ojos de sus familiares, que la ven perderse
entre las nubes mientras se despide sonriendo y saludando con una mano; el
constante rondar de los personajes muertos por todos los rincones de la
casa, creando una visión a veces alucinante, a veces nostálgica y
desgarradora; el revoloteo de miles de mariposas que anuncian al amante
muerto; el presagio de la madre que al levantar la tapa de la olla, donde
hierven los alimentos, la encuentra llena de gusanos, y es que su hijo
está en trance de muerte; y la constante lluvia de minúsculas flores
amarillas que caen del cielo durante toda una noche al morir José Arcadio
Buendía, tapizando las ventanas, llenando las calles en tal forma que al
otro día hay que despejarlas con palas y rastrillos para que pueda pasar
el entierro, con las imágenes y visiones poéticas más extraordinarias
del libro. García Márquez ha sabido distribuir taxi magistralmente estos
elementos de verdadera magia, aparecen con tanta justificación que los
aceptamos no como hechos sobrenaturales, sino como un complemento
fundamental en la vida de los personajes y en el paisaje de la novela. Tan
bien manejados están aquí el mito y la imaginación que encontramos
totalmente verosímil y más justificado que un personaje alce el vuelo,
creando una visión poética inolvidable, a que otro se coma de un golpe
una ternera, el jugo de cincuenta naranjas y ocho litros de café; pues
mientras la primera visión está enmarcada dentro de un contexto mítico
y poético, la otra no tiene más que una trascendencia superficial que no
va más allá de su propia recreación. Quizá sea esta marcada
preocupación de García Márquez por entretener constantemente lo que
hace que la obra deslumbre siempre, pero aterre muy pocas veces;
otra cosa lamentable en una novela de esta dimensión, pues hace que la
misma se convierta a veces en un magnífico divertimiento, en un cuento de
las Mil y una noches, pero pierde el tono trascendental, oscuro y
conmovedor que son exclusivos de la tragedia. La narración se convierte
entonces en la labor astuta de un pirotécnico, pero pierde el misterio,
don exclusivo del poeta. Se
extravió por desfiladeros de niebla, por tiempos reservados al olvido,
por laberintos de desilusión. Atravesó un páramo amarillo donde el eco
repetía los pensamientos y la ansiedad provocaba espejismos
premonitorios.
También algunas imágenes oníricas son indiscutiblemente borgianas: Soñó
que estaba en una casa vacía, de paredes blancas, y que lo inquietaba la
pesadumbre de ser el primer ser humano que entraba en ella. En el sueño
recordó que había soñado lo mismo la noche anterior y en muchas noches
de los últimos años, y supo que la imagen se habría borrado de su
memoria al despertar, porque aquel sueño recurrente tenía la virtud de
no ser recordado sino dentro del mismo sueño. Aunque,
desde luego, el autor de Ficciones jamás hubiera permitido que la
palabra ser se repitiese en un mismo renglón, aun cuando tuviese
diferente significado. Pero la influencia de Borges, como la de otros
narradores citados, no es determinante (ni necesaria) en esta obra.
García Márquez sigue senderos completamente distintos de los de Borges. Que
abran puertas y ventanas. Que hagan carne y pescado, que compren las
tortugas más grandes, que vengan los forasteros a tender sus petates en
los rincones y a orinarse en los rosales, que se sienten a la mesa a comer
cuantas veces quieran, y que eructen y despotriquen y lo embarren todo con
sus botas, y que hagan con nosotros lo que les dé la gana, porque ésa es
la única manera de espantar la ruina.
Es ella la que se fija una fecha exacta para morir y cumple su promesa, y
la que sirve de juguete a los niños que «una tarde la esconden en el
armario del granero donde hubieran podido comérsela las ratas». Úrsula
es, en fin, el único personaje optimista de esta novela, el que conserva
ese toque formidable de anciana recién nacida que le da una dimensión
legendaria. Entre los hombres, es el coronel Aureliano Buendía el que
más se destaca. También en él se mantiene esa línea de ascenso,
culminación, derrota y olvido, típica en casi todos los personajes
principales de esta obra. Con el coronel, que fue líder de la revolución
liberal y el comandante general de las fuerzas revolucionarias, convertido
luego en un simple fabricante de pescaditos de oro, en el encierro de su
taller polvoriento y caluroso, queda expresado el fracaso de todo un
movimiento progresista en contra de los gobernantes conservadores, pero
queda también expresado el desengaño en que se va postrando el hombre,
envuelto en los mecanismos implacables de la rutina cotidiana, de las
mezquindades convertidas en leyes, de las varias burlas hacia ese orgullo
imprescindible que es el motivo de toda rebeldía. En la descripción
final de este personaje, hecha con notable sencillez, García Márquez
alcanza un tono poético extraordinario, una desolación acorde con la
misma muerte del coronel. En
vez de ir al castaño, el coronel Aureliano Buendía fue también a la
puerta de la calle y se mezcló con los curiosos que contemplaban el
desfile. Vio una mujer vestida de oro en el cogote de un elefante. Vio un
dromedario triste. Vio un oso vestido de holandesa que marcaba el compás
de la música con un cucharón y una cacerola. Vio los payasos haciendo
maromas en la cola del desfile, y le vio otra vez la cara a su soledad
miserable cuando todo acabó de pasar, y no quedó sino el luminoso
espacio en la calle, y el aire lleno de hormigas voladoras, y tinos
cuantos curiosos asomados al precipicio de la incertidumbre. Entonces fue
al castaño, pensando en el circo, y mientras orinaba trató de seguir
pensando en el circo, pero ya no encontró el recuerdo. Metió la cabeza
entre los hombros, como un pollito, y se quedó inmóvil con la frente
apoyada en el tronco del castaño. La familia no se enteró hasta el día
siguiente, a las once de la mañana, cuando Santa Sofía de la Piedad fue
a tirar la basura en el traspatio y le llamó la atención que estuvieran
bajando los gallinazos. Todos
los personajes de García Márquez son unos solitarios. La soledad en que
se ven envueltos (o completamente desnudos) es lo único que llevan hasta
la muerte y aun después de ella. En casi ninguno de ellos existe el amor,
sino el deseo de posesión, la pasión que después de haberse
materializado se convierte en rutina o en una costumbre necesaria. Y es
como si cada personaje tuviese una dimensión tan grandiosa, con su mundo
y su infierno particular, que se hace inasible para el otro. pues
estaba previsto que la ciudad de los espejos (o los espejismos) sería
arrasada por el viento y desterrada de la memoria de los hombres en el
instante en que Aureliano Babilonia acabara de descifrar los pergaminos, y
que todo lo escrito en ellos era irrepetible desde siempre y para siempre,
porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una
segunda oportunidad sobre la tierra. Es
aquí donde se nos revela que los escritos en sánscrito de Melquíades,
el gitano hechicero, forman la novela que estamos leyendo, que está
leyendo también el último personaje de la trama, descifrando el instante
que está viviendo en el mismo momento en que lo vive, comprendiendo, al
saltar de un golpe varias páginas, la fecha y circunstancias de su muerte
que llegará en el mismo momento en que termine la lectura. Cuando
arribamos a esta formidable revelación, no nos queda más que admirar la
inteligencia creadora del novelista, al informarnos que ha sido
Melquíades el cronista de esta historia. Y así tenía que ser, porque un
mundo tan fabuloso, de tanta poesía e imaginación, sólo puede ser obra
de un mago, de una criatura oscura, extraordinaria, y maravillosamente
diabólica. Literatura
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