Gabriel García Márquez
(Aracataca, Colombia 1928 - México DF, 2014)


En la ciudad de los espejismos
Reinaldo Arenas

Casa de las Américas (La Habana),
núm. 48 (mayo-junio, 1968), pp. 134-138.



         La primera impresión que deja la lectura de Cien años de soledad es la de que acabamos de abandonar una región encantada, poblada por el constante estallido de los fuegos artificiales. Cerramos el libro y estamos deslumbrados. Pero esta primera impresión puede ser fatal en una obra literaria si no tiene otra trascendencia que la del deslumbramiento momentáneo: al otro día pudiera ser que sólo quedase en nuestra memoria la barahúnda de una fiesta deliciosamente superficial, o el estallido de algún cohete que se va dispersando en la noche.
         De modo que la novela, como toda obra de importancia, reclama una segunda lectura, la cual nos reflejará que estamos en presencia no solamente de un espectáculo espléndido, sino también ante una de las novelas más importantes de la nueva narrativa latinoamericana, sin que tengamos que llegar por eso al abstracto y gastado calificativo de genial, ni a las comparaciones delirantes con los clásicos de todos los tiempos.
         En gran medida, Cien años de soledad está enmarcada dentro de una concepción bíblica, comenzando, como es lógico, por el surgimiento del mundo (Macondo, el pueblo imaginario, escenario donde se han desarrollado todas las novelas y relatos de Gabriel García Márquez), pasando luego por el diluvio, los vientos proféticos, las plagas, las guerras y las variadas calamidades que azotan (y azotarán) al hombre, culminando, desde luego, con el Apocalipsis. Por eso la novela comienza con una visión paradisíaca del mundo, donde los hombres actúan como niños gigantes, dominados por las pasiones y las necesidades más primitivas y por lo tanto más sencillas. Pueden matar o lanzarse a aventuras inverosímiles, pero siempre han de estar dominados por la ingenuidad (sin que la misma excluya la brutalidad) que les hace ignorar el mal.
         Macondo es entonces, como escribe el mismo autor,

una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitan por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. (...].
          El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo.

         A esta visión hay que agregarle el interminable canto de los pájaros y de los relojes musicales, y la frescura de los almendros milenarios, aún distantes de convertirse en árboles polvorientos y espectrales.
         Gabriel García Márquez, a medida que narra la vida de todos los Buendía, nos va ofreciendo una dimensión totalizadora de un universo fascinante, y entonces nos vamos alejando cada vez más de esa hermosa y sencilla visión del mundo, para entrar en la otra, en la realidad alucinante; en la verdadera vida del hombre, con todas sus obsesiones, sus tormentos reales e imaginarios, sus combates sociales, sexuales y espirituales. La novela comienza con tal impulso, son tantas las cosas que se dicen de un golpe, ensartando un personaje con otro, una anécdota con una leyenda, una calamidad con otros acontecimientos, que al terminar de leer el primer capítulo dudamos que el autor pueda sostener el interés a lo largo de todo el libro. Sin embargo, la novela nos va envolviendo cada vez más, en un ritmo ascendente, hasta llegar a su máxima culminación en el capítulo final, que queda resonando en nuestra memoria como un golpe orquestal, sin que la obra posea, precisamente, ese aliento sinfónico, pues son tantos los personajes que aparecen en ella que el autor casi se ve obligado a cortar de pronto una historia para introducir una anécdota o contarnos las aventuras de un nuevo miembro de la familia Buendía. Quizá en la misma novela se encuentra la clave de su estructura cuando se lee que «la historia de la familia era un engranaje de repeticiones irreparables, una rueda giratoria que hubiera seguido dando vueltas hasta la eternidad, de no haber sido por el desgaste progresivo del eje». De aquí que la obra siga el camino de una irreparable destrucción en la cual será el tiempo quien desempeñe el papel fundamental y, desgraciadamente, insustituible.
         Persiste en Cien años de soledad una cierta tendencia hacia lo monumental, propia más bien del grand goat que del bon goût, pues no creo que sea lo más acertado en la obra, ya que por el camino de la exageración (extraliteraria) se llega más fácil al hastío que a la satisfacción. Algunas veces se dicen tantas cosas en un mismo párrafo, que resulta difícil apreciar la dimensión del mismo:

         El coronel Aureliano Buendía promovió treinta y dos levantamientos armados y los perdió todos. Tuvo diecisiete hijos varones de diecisiete mujeres distintas, que fueron exterminados unos tras otros en una sola noche, antes de que el mayor cumpliera treinta y cinco años. Escapó a catorce atentados, a setenta y tres emboscadas y a un pelotón de fusilamiento. Sobrevivió a una carga de estricnina en el café que habría bastado para matar un caballo. Rechazó la Orden del Mérito que le otorgó el presidente de la repú - 152 - blica. Llegó a ser comandante general de las fuerzas revolucionarias, con jurisdicción y mando de una frontera a otra, y el hombre más temido por todo el gobierno, pero nunca permitió que le tomaran una fotografía. Declinó la pensión vitalicia que le ofrecieron después de la guerra y vivió hasta la vejez de los pescaditos de oro que fabricaba en su taller de Macondo.

         Con lo expuesto anteriormente hay material suficiente (siempre sobrante, desde luego) para escribir varias novelas. Aunque sería injusto no pensar que el autor ha hecho ese panegírico grandilocuente para establecer un contraste. Y es precisamente el hecho de que el personaje no se haya dejado tomar nunca una fotografía lo que nos dará su rasgo decisivo, su máxima caracterización. Más que todas las guerras que hubo librado y que todas las aventuras fabulosas en las que se vio envuelto. Pero donde realmente la novela alcanza una dimensión formidable (y por lo tanto perdurable) no es en las historias más o menos interesantes de sus personajes, ni en la dimensión grandiosa de algunos hechos, sino en los momentos de verdadera magia y de gran poesía que aparecen en el libro. La levitación de Remedios, la bella, que una mañana alza el vuelo desde el patio ante los sorprendidos ojos de sus familiares, que la ven perderse entre las nubes mientras se despide sonriendo y saludando con una mano; el constante rondar de los personajes muertos por todos los rincones de la casa, creando una visión a veces alucinante, a veces nostálgica y desgarradora; el revoloteo de miles de mariposas que anuncian al amante muerto; el presagio de la madre que al levantar la tapa de la olla, donde hierven los alimentos, la encuentra llena de gusanos, y es que su hijo está en trance de muerte; y la constante lluvia de minúsculas flores amarillas que caen del cielo durante toda una noche al morir José Arcadio Buendía, tapizando las ventanas, llenando las calles en tal forma que al otro día hay que despejarlas con palas y rastrillos para que pueda pasar el entierro, con las imágenes y visiones poéticas más extraordinarias del libro. García Márquez ha sabido distribuir taxi magistralmente estos elementos de verdadera magia, aparecen con tanta justificación que los aceptamos no como hechos sobrenaturales, sino como un complemento fundamental en la vida de los personajes y en el paisaje de la novela. Tan bien manejados están aquí el mito y la imaginación que encontramos totalmente verosímil y más justificado que un personaje alce el vuelo, creando una visión poética inolvidable, a que otro se coma de un golpe una ternera, el jugo de cincuenta naranjas y ocho litros de café; pues mientras la primera visión está enmarcada dentro de un contexto mítico y poético, la otra no tiene más que una trascendencia superficial que no va más allá de su propia recreación. Quizá sea esta marcada preocupación de García Márquez por entretener constantemente lo que hace que la obra deslumbre siempre, pero aterre muy pocas veces; otra cosa lamentable en una novela de esta dimensión, pues hace que la misma se convierta a veces en un magnífico divertimiento, en un cuento de las Mil y una noches, pero pierde el tono trascendental, oscuro y conmovedor que son exclusivos de la tragedia. La narración se convierte entonces en la labor astuta de un pirotécnico, pero pierde el misterio, don exclusivo del poeta.
         Tal parece como si García Márquez al alejarse de la concepción faulkneriana del mundo (tan evidente en sus obras anteriores), se alease también de la insondable fatalidad y de la oscura y obsesionante lucha que persiste siempre en el subconsciente de los personajes del gran maestro norteamericano. Entonces la novela se vuelve hermosa, pero deja de ser profunda.
         La presencia de Alejo Carpentier y de Jorge Luis Borges se dejan entrever a veces. De Alejo Carpentier es ese galeón español, pudriéndose entre las orquídeas, rodeado de helechos y palmeras a más de mil quilómetros del mar, y esa armadura de caballero medieval sacada de las profundidades del río.
         De Carpentier son las diversas muestras de lo real maravilloso que aparece en este libro. Sin embargo, el camino seguido por García Márquez en la narración es totalmente distinto del de los monumentales estancamientos barrocos del autor de El siglo de las luces. Mientras Carpentier detiene la acción, inundándola de descripciones, detalles y adornos, García Márquez da un fuerte brochazo, encuentra el rasgo clasificador y definitivo, y continúa la historia creando una trama donde los acontecimientos se precipitan en forma constante e imprevista. Pero también este avance continuado de la acción puede provocar una paralización en lo que se refiere al panorama espiritual o interior de los personajes o, lo que es peor, puede ser la consecuencia de una monotonía delirante, donde cualquier cosa puede suceder, y, por lo tanto, nada sorprende. No obstante, García Márquez sabe mantener un equilibrio que hace que la narración culmine sin que se desborde.
         La presencia de Borges es evidente en algunos giros verbales, que son exclusivos del gran poeta argentino:

         Se extravió por desfiladeros de niebla, por tiempos reservados al olvido, por laberintos de desilusión. Atravesó un páramo amarillo donde el eco repetía los pensamientos y la ansiedad provocaba espejismos premonitorios.

          También algunas imágenes oníricas son indiscutiblemente borgianas:

         Soñó que estaba en una casa vacía, de paredes blancas, y que lo inquietaba la pesadumbre de ser el primer ser humano que entraba en ella. En el sueño recordó que había soñado lo mismo la noche anterior y en muchas noches de los últimos años, y supo que la imagen se habría borrado de su memoria al despertar, porque aquel sueño recurrente tenía la virtud de no ser recordado sino dentro del mismo sueño.

         Aunque, desde luego, el autor de Ficciones jamás hubiera permitido que la palabra ser se repitiese en un mismo renglón, aun cuando tuviese diferente significado. Pero la influencia de Borges, como la de otros narradores citados, no es determinante (ni necesaria) en esta obra. García Márquez sigue senderos completamente distintos de los de Borges.
         Mientras éste es extremadamente implícito, aquél es más explícito, su visión del mundo es mucho más amplia, y por lo tanto los adjetivos no desempeñan (ni deben hacerlo) un papel fundamental.
         Casi todos los personajes de esta novela tienen un rasgo característico que los define. Algunos solamente cuentan con ese rasgo para conservar su individualidad, otros encuentran una total definición, se van proyectando cada vez más; constituyen la ilación formidable por la cual leemos de un golpe toda la novela. Entre las mujeres son Ursula, Amaranta, Rebeca y Remedios, la bella, las que quedan magníficamente caracterizadas. Rebeca, con esa urgencia de vivir que la lleva al delirio; Amaranta, envuelta siempre en la inconformidad y en un cierto fatalismo, que le hace desear las cosas cuando no las tiene y despreciarlas cuando se las ofrecen; Remedios, la bella, con su formidable inocencia (su sabiduría), por lo que su creador la llama, desacertadamente, una criatura de otro mundo. Pero es Úrsula sobre todo, quien alcanza la máxima dimensión como personaje de novela (quizá porque García Márquez no la ha abandonado de pronto, sepultándola con una anécdota o con otro personaje de segunda categoría). Úrsula es la esposa llena de prejuicios y miedos en la primera noche nupcial; es la madre amorosa, preocupada, a veces insoportable, a veces heroica; es la viuda inconsolable que llora por las tardes debajo del castaño y recostada a las rodillas del esposo muerto; es la anciana centenaria que oculta su ceguera para evitar la compasión; es la bisabuela, ya casi delirante y caduca, que sabe que preparar un dulce en la cocina es una de las ceremonias imprescindibles para mantener el equilibrio invisible de la casa. Es ella la que grita, en plena decrepitud y en la culminación de su sabiduría:

         Que abran puertas y ventanas. Que hagan carne y pescado, que compren las tortugas más grandes, que vengan los forasteros a tender sus petates en los rincones y a orinarse en los rosales, que se sienten a la mesa a comer cuantas veces quieran, y que eructen y despotriquen y lo embarren todo con sus botas, y que hagan con nosotros lo que les dé la gana, porque ésa es la única manera de espantar la ruina.

          Es ella la que se fija una fecha exacta para morir y cumple su promesa, y la que sirve de juguete a los niños que «una tarde la esconden en el armario del granero donde hubieran podido comérsela las ratas». Úrsula es, en fin, el único personaje optimista de esta novela, el que conserva ese toque formidable de anciana recién nacida que le da una dimensión legendaria. Entre los hombres, es el coronel Aureliano Buendía el que más se destaca. También en él se mantiene esa línea de ascenso, culminación, derrota y olvido, típica en casi todos los personajes principales de esta obra. Con el coronel, que fue líder de la revolución liberal y el comandante general de las fuerzas revolucionarias, convertido luego en un simple fabricante de pescaditos de oro, en el encierro de su taller polvoriento y caluroso, queda expresado el fracaso de todo un movimiento progresista en contra de los gobernantes conservadores, pero queda también expresado el desengaño en que se va postrando el hombre, envuelto en los mecanismos implacables de la rutina cotidiana, de las mezquindades convertidas en leyes, de las varias burlas hacia ese orgullo imprescindible que es el motivo de toda rebeldía. En la descripción final de este personaje, hecha con notable sencillez, García Márquez alcanza un tono poético extraordinario, una desolación acorde con la misma muerte del coronel.

         En vez de ir al castaño, el coronel Aureliano Buendía fue también a la puerta de la calle y se mezcló con los curiosos que contemplaban el desfile. Vio una mujer vestida de oro en el cogote de un elefante. Vio un dromedario triste. Vio un oso vestido de holandesa que marcaba el compás de la música con un cucharón y una cacerola. Vio los payasos haciendo maromas en la cola del desfile, y le vio otra vez la cara a su soledad miserable cuando todo acabó de pasar, y no quedó sino el luminoso espacio en la calle, y el aire lleno de hormigas voladoras, y tinos cuantos curiosos asomados al precipicio de la incertidumbre. Entonces fue al castaño, pensando en el circo, y mientras orinaba trató de seguir pensando en el circo, pero ya no encontró el recuerdo. Metió la cabeza entre los hombros, como un pollito, y se quedó inmóvil con la frente apoyada en el tronco del castaño. La familia no se enteró hasta el día siguiente, a las once de la mañana, cuando Santa Sofía de la Piedad fue a tirar la basura en el traspatio y le llamó la atención que estuvieran bajando los gallinazos.

         Todos los personajes de García Márquez son unos solitarios. La soledad en que se ven envueltos (o completamente desnudos) es lo único que llevan hasta la muerte y aun después de ella. En casi ninguno de ellos existe el amor, sino el deseo de posesión, la pasión que después de haberse materializado se convierte en rutina o en una costumbre necesaria. Y es como si cada personaje tuviese una dimensión tan grandiosa, con su mundo y su infierno particular, que se hace inasible para el otro.
         Por eso cada miembro de la familia está condenado a girar (a enloquecer a veces) en un espacio sin límites que ellos mismos desconocen. Y sin embargo, lo más conmovedor es ese desgarrado intento que realizan por establecer una comunicación. El espectro de Prudencio Aguilar deambula durante años por páramos alucinantes y regiones desconocidas en busca de José Arcadio Buendía, quien le dio muerte, porque no puede soportar la soledad. Melquíades, el sabio hechicero, soportó y sobrevivió a la pelagra en Persia, al escorbuto en el Archipiélago de Malasia, a la lepra de Alejandría, al beriberi en el Japón, a la peste bubónica en Madagascar, al terremoto en Sicilia y a un naufragio multitudinario en el estrecho de Magallanes, pero no puede soportar la soledad ni después de muerto, y abandona la tumba aterrado por esa muerte que existe dentro de la misma muerte, y vuelve otra vez a la casa, y ronda por todas las habitaciones, tratando de conversar con alguien, haciendo desesperados intentos por eliminar una soledad ya inmortal. Las entregas sexuales se realizan por rabia o por deseo, y cuando verdaderamente parece llegar el amor, uno de los personajes muere.
         El mismo Macondo es también como un gran personaje solitario, en el cual se observan las características de ascenso, culminación, de rrumbe y olvido. Con el tiempo le va llegando el cine, el teléfono, el tren y, finalmente, Mr. Herbert y Mr. Brown, con los solemnes abogados vestidos de negro, que transforman al pueblo en una colonia de explotación bananera. Y aquí empieza el derrumbe.
         La nueva rebelión ha de ser más despiadada que la sostenida entre liberales y conservadores. En la primera se mantenía, a pesar de todo, un cierto carácter romántico que hacía que los líderes enemigos jugaran ajedrez en las horas de tregua; pero en ésta el enemigo será casi invisible, brutal, y actuará a través de los esbirros y asesinos a sueldo. La rebelión termina con la matanza de más de tres mil obreros, y el interminable tren cargado en la noche con todos los cuerpos ametrallados, que serán arrojados al mar como los racimos de plátano en tiempos de la huelga. Es aquí donde García Márquez alcanza esa visión épico-alucinante tan poco común, en toda la historia de la literatura hispanoamericana. En medio del desastre, los últimos descendientes de los Buendía encuentran al fin el amor. Pero ya es demasiado tarde: el Apocalipsis está en su apogeo, y a los amantes sólo les resta entregarse a una posesión desenfrenada mientras todas las alimañas del mundo van devorando al pueblo,

pues estaba previsto que la ciudad de los espejos (o los espejismos) sería arrasada por el viento y desterrada de la memoria de los hombres en el instante en que Aureliano Babilonia acabara de descifrar los pergaminos, y que todo lo escrito en ellos era irrepetible desde siempre y para siempre, porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra.

         Es aquí donde se nos revela que los escritos en sánscrito de Melquíades, el gitano hechicero, forman la novela que estamos leyendo, que está leyendo también el último personaje de la trama, descifrando el instante que está viviendo en el mismo momento en que lo vive, comprendiendo, al saltar de un golpe varias páginas, la fecha y circunstancias de su muerte que llegará en el mismo momento en que termine la lectura. Cuando arribamos a esta formidable revelación, no nos queda más que admirar la inteligencia creadora del novelista, al informarnos que ha sido Melquíades el cronista de esta historia. Y así tenía que ser, porque un mundo tan fabuloso, de tanta poesía e imaginación, sólo puede ser obra de un mago, de una criatura oscura, extraordinaria, y maravillosamente diabólica.





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