Gabriel
García Márquez
(Aracataca, Colombia 1928 - México DF, 2014)
El avión de la Bella Durmiente
Doce cuentos peregrinos (1992)
Era bella, elástica, con una piel
tierna del color del pan y los ojos de almendras verdes, y tenía el
cabello liso y negro y largo hasta la espalda, y una aura de antigüedad
que lo mismo podía ser de Indonesiá que de los Andes. Estaba vestida con
un gusto sutil: chaqueta de lince, blusa de seda natural con flores muy
tenues, pantalones de lino crudo, y unos zapatos lineales del color de las
bugambilias. “Esta es la mujer más bella que he visto en mi vida”,
pensé, cuando la vi pasar con sus sigilosos trancos de leona, mientras yo
hacía la cola para abordar el avión de Nueva York en el aeropuerto
Charles de Gaulle de París. Fue una aparición sobrenatural que existió
sólo un instante y, desapareció en la muchedumbre del vestíbulo.
Eran las nueve de la
mañana. Estaba nevando desde la noche anterior, y el tránsito era más
denso que de costumbre en las calles de la ciudad, y más lento aún en la
autopista, y había camiones de carga alineados a la orilla, y
automóviles humeantes en la nieve. En el vestíbulo del aeropuerto, en
cambio, la vida seguía en primavera.
Yo estaba en la fila
de registro detrás de una anciana holandesa que demoró casi una hora
discutiendo el peso de sus once maletas. Empezaba a aburrirme cuando vi la
aparición instantánea que me dejó sin aliento, así que no supe cómo
terminó el altercado, hasta que la empleada me bajó de las nubes con un
reproche por mi distracción. A modo de disculpa le pregunté si creía en
los amores a primera vista. “Claro que sí”, me dijo. “Los
imposibles son los otros”. Siguió con la vista fija en la pantalla,de
la computadora, y me preguntó qué asiento prefería: fumar o no fumar.
—Me da lo mismo
—le dije con toda intención—, siempre que no sea al lado de las once
maletas.
Ella lo agradeció
con una sonrisa comercial sin apartar la vista de la pantalla
fosforescente.
—Escoja un número
—me dijo—: tres, cuatro o siete.
—Cuatro.
Su sonrisa tuvo un
destello triunfal.
—En quince años
que llevo aquí —dijo—, es el primero que no escoge el siete.
Marcó en la tarjeta
de embarque el número del asiento y me la entregó con el resto de mis
papeles, mirándome por primera vez con unos ojos color de uva que me
sirvieron de consuelo mientras volvía a ver la bella. Sólo entonces me
advirtió que el aeropuerto acababa de cerrarse y todos los vuelos estaban
diferidos.
—¿Hasta cuándo?
—Hasta que Dios
quiera —dijo con su sonrisa. La radio anunció esta mañana que será la
nevada más grande del año.
Se equivocó: fue la
más grande del siglo. Pero en la sala de espera de la primera clase la
primavera era tan real que había rosas vivas en los floreros y hasta la
música enlatada parecía tan sublime y sedante como lo pretendían sus
creadores. De pronto se me ocurrió que aquel era un refugio adecuado para
la bella, y la busqué en los otros salones, estremecido por mi propia
audacia. Pero la mayoría eran hombres de la vida real que leían
periódicos en inglés mientras sus mujeres pensaban en otros,
contemplando los aviones muertos en la nieve a través de las vidrieras
panorámicas, contemplando las fábricas glaciales, los vastos sementeras
de Roissy devastados por los leones. Después del mediodía no había un
espacio disponible, y el calor se había vuelto tan insoportable que
escapé para respirar.
Afuera encontré un
espectáculo sobrecogedor. Gentes de toda ley habían desbordado las salas
de espera, y estaban acampadas en los corredores sofocantes, y aun en las
escaleras, tendidas por los suelos con sus animales y sus niños, y sus
enseres de viaje. Pues también la comunicación con la ciudad estaba
interrumpida, y el palacio de plástico, transparente parecía una inmensa
cápsula espacial varada en la tormenta. No pude evitar la idea de que
también la bella debía estar en algún lugar en medio de aquellas hordas
mansas, y esa fantasía me infundió nuevos ánimos para esperar.
A la hora del
almuerzo habíamos asumido nuestra conciencia de náufragos. Las colas se
hicieron interminables frente a los siete restaurantes, las cafeterías,
los bares atestados, y en menos de tres horas tuvieron que cerrarlos
porque no había nada qué comer ni beber. Los niños, que por un momento
parecían ser todos los del mundo, se pusieron a llorar al mismo tiempo, y
empezó a levantarse de la muchedumbre un olor de rebaño. Era el tiempo
de los instintos. Lo único que alcancé a comer en medio de la rebatiña
fueron los dos últimos vasos de helado de crema en una tienda infantil.
Me los tomé poco a poco en el mostrador, mientras los camareros ponían
las sillas sobre las mesas a medida que se desocupaban, y viéndome a mí
mismo en el espejo del fondo, con el último vasito de cartón y la
última cucharita de cartón, y pensando en la bella.
El vuelo de Nueva
York, previsto para las once de la mañana, salió a las ocho de la noche.
Cuando por fin logré embarcar, los pasajeros de la primera clase estaban
ya en su sitio, y una azafata me condujo al mío. Me quedé sin aliento.
En la poltrona vecina, junto a la ventanilla, la bella estaba tomando
posesión de su espacio con el dominio de los viajeros expertos. “Si
alguna vez escribiera esto, nadie me lo creería”, pensé. Y apenas si
intenté en mi media lengua un saludo indeciso que ella no percibió.
Se instaló como
para vivir muchos años, poniendo cada cosa en su sitio y en su orden,
hasta que el lugar quedó tan bien dispuesto como la casa ideal donde todo
estaba al alcance de la mano. Mientras lo hacía, el sobrecargo nos llevó
la champaña de bienvenida. Cogí una copa para ofrecérsela a ella, pero
me arrepentí a tiempo. Pues sólo quiso un vaso de agua, y le pidió al
sobrecargo, primero en un francés inaccesible y luego en un inglés
apenas más fácil, que no la despertara por ningún motivo durante el
vuelo. Su voz grave y tibia arrastraba una tristeza oriental.
Cuando le llevaron
el agua, abrió sobre las rodillas un cofre de tocador con esquinas de
cobre, como los baúles de las abuelas, y sacó dos pastillas doradas de
un estuche donde llevaba otras de colores diversos. Hacía todo de un modo
metódico y parsimonioso, como si no hubiera nada que no estuviera
previsto para ella desde su nacimiento. Por último bajó la cortina de la
ventana, extendió la poltrona al máximo, se cubrió con la manta hasta
la cintura sin quitarse los zapatos, se puso el antifaz de dormir, se
acostó de medio lado en la poltrona, de espaldas a mí, y durmió sin una
sola pausa, sin un suspiro, sin un cambio mínimo de posición, durante
las ocho horas eternas y los doce minutos de sobra que duró el vuelo a
Nueva York.
Fue un viaje
intenso. Siempre he creído que no hay nada más hermoso en la naturaleza
que una mujer hermosa, de modo que me fue imposible escapar ni un instante
al hechizo de aquella criatura de fábula que dormía a mi lado. El
sobrecargo había desaparecido tan pronto como despegamos, y fue
reemplazado por una azafata cartesiano que trató de despertar a la bella
para darle el estuche de tocador y los auriculares para la música. Le
repetí la advertencia que ella le había hecho al sobrecargo, pero la
azafata insistió para oír de ella misma que tampoco quería cenar. Tuvo
que confirmárselo el sobrecargo, v aun así me reprendió porque la bella
no se hubiera colgado en el cuello el cartoncito con la orden de no
despertarla.
Hice una cena
solitaria, diciéndome en silencio lo que le hubiera dicho a ella si
hubiera estado despierta. Su sueño era tan estable, que en cierto momento
tuve la inquietud de que las pastillas que se había tomado no fueran para
dormir sino para morir. Antes de cada trago, levantaba la copa y brindaba.
—A tu salud,
bella.
Terminada la cena
apagaron las luces, dieron la película para nadie, y los dos quedamos
solos en la penumbra del mundo. La tormenta más grande del siglo había
pasado, y la noche del Atlántico era inmensa y limpida, y el avión
parecía inmóvil entre las estrellas. Entonces la contemplé palmo a
palmo durante varias horas, y la única señal de vida que pude percibir
fueron las sombras de los sueños que pasaban por su frente como las nubes
en el agua. Tenía en el cuello una cadena tan fina que era casi invisible
sobre su piel de oro, las orejas perfectas sin puntadas para los aretes,
las uñas rosadas de la buena salud, y un anillo liso en la mano
izquierda. Como no parecía tener más de veinte años me consolé con la
idea de que no fuera un anillo de bodas sino el de un noviazgo efímero.
“Saber que duermes tú, cierta, segura, cauce fiel de abandono, línea
pura, tan cerca de mis brazos maniatados”, pensé, repitiendo en la
cresta de espúmas,de champaña el soneto magistral de Gerardo Diego.
Luego extendí la poltrona a la altura de la suya, y quedamos acostados
más cerca que en una cama matrimonial. El clima de su respiración era el
mismo de la voz, y su piel exhalaba un hálito tenue que sólo podía ser
el olor propio de su belleza. Me parecía increíble: en la primavera
anterior había leído una hermosa novela de Yasunarl Kawabata sobre los
ancianos burgueses de Kyoto que pagaban sumas enormes para pasar la noche
contemplando a las muchachas más bellas de la ciudad, desnudas y
narcotizadas, mientras ellos agonizaban de amor en la misma cama. No
podían despertarlas, ni tocarlas, y ni siquiera lo intentaban, porque la
esencia de¡ placer era verlas dormir. Aquella noche, velando el sueño de
la bella, no sólo entendí aquel refinamiento senil, sino que lo viví a
plenitud.
—Quién iba a
creerlo —me dije, con el amor propio exacerbado por la champaña—: Yo,
anciano japonés a estas alturas.
Creo que dormí
varias horas, vencido por la champaña y los fogonazos mudos de la
película, Y desperté con la cabeza agrietada. Fui al baño. Dos lugares
detrás del mío yacía la anciana de las once maletas despatarrada de
mala manera en la poltrona. Parecía un muerto olvidado en el campo de
batalla. En el suelo, a mitad del pasillo, estaban sus lentes de leer con
el collar de cuentas de colores, y por un instante disfruté de la dicha
mezquina de no recogerlos.
Después de
desahogarme de los excesos de champaña me sorprendí a mí mismo en el
espejo, indigno y feo, y me asombré de que fueran tan terribles los
estragos del amor. De pronto el avión se fue a pique, se enderezó como
pudo, y prosiguió volando al galope. La orden de volver al asiento se
encendió. Salí en estampida, con la ilusión de que sólo las
turbulencias de Dios despertaran a la bella, y que tuviera que refugiarse
en mis brazos huyendo del terror. En la prisa estuve a punto de pisar los
lentes de la holandesa, y me hubiera alegrado. Pero volví sobre mis
pasos, los recogí, y se los puse en el regazo, agradecido de pronto de
que no hubiera escogido antes que yo el asiento número cuatro.
El sueño de la
bella era invencible. Cuando el avión se estabilizó, tuve que resistir
la tentación de sacudirla con cualquier pretexto, porque lo único que
deseaba en aquella última hora de vuelo era verla despierta, aunque fuera
enfurecida, para que yo pudiera recobrar mi libertad, y tal vez mi
juventud. Pero no fui capaz. “Carajo”, me dije, con un gran desprecio.
“¡Por qué no nací Tauro!”.
Despertó sin ayuda
en el instante en que se encendieron los anuncios del aterrizaje, y estaba
tan bella y lozana como si hubiera dormido en un rosal. Sólo entonces
caí en la cuenta de que los vecinos de asiento en los aviones, igual que
los matrimonios viejos, no se dan los buenos días al despertar. Tampoco
ella. Se quitó el antifaz, abrió los ojos radiantes, enderezó la
poltrona, tiró a un lado la manta, se sacudió las crines que se peinaban
solas con su propio peso, volvió a ponerse el cofre en las rodillas, y se
hizo un maquillaje rápido y superfluo, que le alcanzó justo para no
mirarme hasta que la puerta se abrió. Entonces se puso la chaqueta de
lince, pasó casi por encima de mí con una disculpa convencional en
castellano puro de las Américas, y se fue sin despedirse siquiera, sin
agradecerme al menos lo mucho que hice por nuestra noche feliz, y
desapareció hasta el sol de hoy en la amazonia de Nueva York.
Junio 1982.
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