Gabriel
García Márquez
(Aracataca, Colombia 1928 - México DF, 2014)
Gabriel García Márquez o
el trópico desembrujado
Ernesto Volkening
Eco. Revista de la
Cultura de Occidente.
Bogotá, tomo vii/4, agosto,
1963, N° 40, pp. 273—293.
De Gabriel García Márquez se ha
dicho que sus modelos literarios son Joyce, Virginia Woolf, William
Faulkner, pero quién sabe si tales atribuciones no se inspiran en el
deseo de inventarle un venerable árbol genealógico, antes bien que en
una justa apreciación de los méritos del narrador.
Cuando uno lee sus
creaciones recientes, El coronel no tiene quien le escriba o el
tomo de cuentos publicados en México bajo el título de Los
funerales de la Mamá Grande, sin adoptar de antemano una actitud
preconcebida, o sea ateniéndose al texto en vez de buscar las
categorías que, a las buenas o a las malas, le fuesen aplicables, no se
ven por ningún lado las presuntas influencias de Joyce o de la Woolf.
Las analogías que haya entre la obra del autor colombiano y la de
Faulkner las encontramos, no tanto en las peculiaridades temperamentales
y en la forma, es decir, en lo que realmente justificaría semejante
comparación, cuanto en la temática.
Macondo o comoquiera
que se le llame a aquel pueblo a orilla del bajo Cauca en donde se
sitúa la mayor parte de los eventos relatados por García Márquez,
ciertamente nos recuerda en su tristeza, su abandono y las metafísicas
dimensiones de su tedio la célebre aldea de Yoknapatawpha escondida en
algún recoveco del deep South. Ambas poblaciones son, por decirlo
así, condensaciones de las imágenes superpuestas de infinidad de
villorios similares, reconstrucciones ideal-típicas de una realidad
compleja o, si se me permite acuñar un término paradójico,
abstracciones concretas. En García Márquez, como en Faulkner, resalta
ese rasgo, merced al eterno retorno de lo igual, hasta en las minucias
aparentemente intrascendentes del relato: en los almendros de la plaza,
cubiertos de una espesa capa de polvo grisáceo o en la semejanza de
ciertos personajes, por ejemplo, de la figura arquetípica del ricacho
de la aldea que en La prodigiosa tarde de Baltasar y en La viuda
de Montiel se llama José Montiel, pero se parece, como un huevo a
otro sacado de la misma canasta, al obeso, diabético, malhumorado e
inescrupuloso don Sabas en El coronel no tiene quien le escriba.
Asimismo anda
vagando por las páginas del narrador latino la sombra, medio
legendaria, medio fantasmal, del héroe de pretéritas guerras
intestinas y campeón de una causa perdida, sólo que sus señas son las
del coronel Aureliano Buendía en lugar de las de John Sartoris, su
faulkneriano alter ego en el Ejército confederado. Ni siquiera
falta la evocación de una mítica figura ancestral de la talla de
Lucius Quintus Carothers Mc Caslin, fundador de un inextricable embrollo
de linajes legítimos y espurios, si bien se le han substituido a su
semblante de monumental, concupiscente, tenebroso y despótico patriarca
del Antiguo Testamento los rasgos matriarcales de una protohembra, la “Mamá
grande”, cuya formidable humanidad tallada en carne y grasa descuella
cual roca errática entre los enclenques ejemplares de nuestra especie
contemporánea.
Por último,
Macondo, lo mismo que Yoknapatawpha para Faulkner, representa para García
Márquez algo así como el ombligo del mundo, no porque se sienta
inclinado a la sentimental idealización de usos y curiosidades
regionales —ese periodista viajero, trotamundos e inquieto explorador de
lejanos horizontes no es ningún provinciano, aun cuando haya nacido en
Aracataca— sino, sencillamente, porque, escuchando los consejos de su
sano y saludable instinto de narrador, se orienta hacia “el punto de
reposo en medio de la fuga perenne de los fenómenos”, el eje en torno
del cual van girando las constelaciones planetarias de su universo
narrativo.
El que desee trazar
otras analogías con no sé qué admirado modelo de las letras
anglosajonas, pues, que las busque; por lo que a mi se refiere, confieso
no haber logrado descubrirlas en las creaciones del cuentista, hasta donde
lleguen mis limitados conocimientos de su obra. Más aún, me abstengo,
tras maduras reflexiones, de emprender semejantes recherche de la
paternité. Por una parte, la costumbre, desgraciadamente muy
arraigada, de juzgar, clasificar y rotular los valores propios,
partiendo del parentesco, las más veces ilusorio, con los fenómenos y
movimientos literarios de Europa o de la América del Norte constituye una
injusticia manifiesta frente al autor criollo que tiene derecho a ser
juzgado, primero que todo, en su individualidad, luego a la luz de lo que
tenga en común con otros del mismo origen, y sólo en último lugar por
sus posibles afinidades selectivas con el resto del mundo. Por otra
parte, el curioso “delirio de relación” al que sucumben tantos
críticos y aficionados en este terreno, implica el peligro de que así se
vaya creando un clima artificial, un ambiente en extremo literario,
preñado de experiencias de segunda mano, desde el cual ya no lleva
ningún camino a la realidad, o sea al mundo propio del autor, tal como
lo representa su obra. En resumidas cuentas, mucha gente suele darse por
satisfecha con haber establecido la filiación —cuanto más exótica,
más preciada— de fulano, y en adelante se cree exonerada de la
obligación de leerlo o, a lo sumo, le da sepultura en el mausoleo de los
valores consagrados, a. no ser que lo entierre sin ceremonias en el
cementerio de pobres, cuando se haya quedado atrás en la emulación de
supuestos precursores. En el caso de García Márquez ni siquiera cabe
preguntar en qué medida se acerque a Faulkner, pues como se veía, sólo
puede ser comparado con él en lo temático que, desde luego, se sustrae
al juicio valorativo, no así en los aspectos, tan divergentes, del estilo
y de los medios de expresión.
En lugar de la
construcción esencialmente faulkneriana de frases laberínticas,
complicadas, interminables que van cercando su objetivo a modo de
espirales cada vez más estrechas y a las cuales podría aplicarse, mutatis
mutandis, la genial observación hecha por C. G. Jung en su ensayo
sobre Ulises respecto del estilo “intestinal” de Joyce, se usa
el giro breve, conciso, lapidar y cristalino que va derecho al grano,
dando la impresión de que son las cosas mismas en su “ser así —y no
de otra manera” las que hablan a través del narrador, según lo
enseñan, mejor que prolijas explicaciones, dos clásicos ejemplos de su
manera de escribir.
El relato de los
sinsabores del coronel que no tiene quien le escriba se inicia con las
siguientes palabras:“...destapó el tarro de café y comprobó que no
había. más de una cucharada. Retiró la olla del fogón, vertió la
mitad del agua en el piso de tierra, y con un cuchillo raspó el interior
del tarro sobre la olla hasta cuando se desprendieron las últimas
raspaduras del polvo de café revueltas con óxido de lata”. Y La
siesta del martes, a mi modesto parecer lo mejor que, hasta ahora, ha
escrito García Márquez, comienza así: “El tren salió del
trepidante corredor de rocas bermejas, penetró en las plantaciones de
banano, simétricas e interminables, y el aire se hizo húmedo y no se
volvió a sentir la brisa del mar. Una humareda sofocante entró por la
ventanilla del vagón. En el estrecho camino paralelo a la vía férrea
había carretas de bueyes cargadas de racimos verdes. Al otro lado del
camino, en intempestivos espacios sin sembrar, Babia oficinas con
ventiladores eléctricos, campamentos de ladrillos rojos y residencias con
sillas y mesitas blancas en las terrazas, entre palmeras y rosales
polvorientos. Eran las once de la mañana y aún no había empezado el
calor”.
La sobriedad
descriptiva que denotan esos dos ejemplares trozos de prosa escogidos
entre una plétora de otros igualmente característicos, la parsimonia y
sequedad del lenguaje, cuya limitación estricta al enfoque del
fenómeno en su prístina pureza no deja lugar a placenteras
asociaciones de ideas o imágenes, amén del agudo timbre de la voz
comparable a las vibraciones de una bien templada cuerda de acero, se nos
hacen tanto más notables cuanto más se alejan del concepto habitual que
uno se haya formado de la personalidad de un autor nacido en las cálidas
tierras del mediodía y de sus presuntas inclinaciones a la metáfora
exuberante o al lirismo efusivo. Sería difícil averiguar si acaso se
manifieste en tales ejemplos una pasión innata, heredada de quién sabe
qué tatarabuelo venido de allende el mar, por la mesura, la observación
exacta y la parquedad del léxico; antes bien, cabe suponer que ese
lenguaje desprovisto de ornamentos y divagaciones subjetivas
constituye un hábito adquirido, fruto de la autodisciplina, a la cual
se habría sometido el narrador consciente de ciertos peligros
inherentes al tropicalismo, hasta convertirla en una como “segunda
naturaleza” y parte integrante de su ser.
Sea como fuere, se
ha descubierto en el propio corazón del trópico y para asombro de
quienes creen tener que asimilar las nuevas tendencias de la novela
francesa, un objetivismo de pura cepa que, si bien salió de una raíz
distinta, resiste la comparación con el de un Robbe-Grillet.
Guardémonos, sin embargo, de recaer en la obsesión europeizante al
hablar del realismo de García Márquez (empleando el término en su
acepción cabal, derivado de res, la cosa) , o sea de un
fenómeno de raigambre autóctona, afín a la minuciosidad y exactitud del
relato, observables en las novelas, desgraciadamente poco leídas hoy
día, de su compatriota J. A. Osorio Lizarazo.
En efecto, no se me
ocurre, por lo que respecta a ciertos rasgos predominantes en la obra
dei cuentista calentano, nada más adecuado que una comparación con
aquel intrépido narrador de la tragedia del viejo oficial de imprenta
que perdió su empleo, del burócrata de ínfima categoría y numerosa
prole que vive de puro milagro, de la criada explotada que se mata
trabajando al servicio de una familia, igualmente explotada, de la clase
media, del frustrado agente viajero que, haciendo alarde de imaginarios
talentos, lleva durante algún tiempo una existencia ficticia hasta
sucumbir a la conspiración entre el medio hostil y su propia
incapacidad, de la gente del hampa y del lumpenproletariat de
extramuros, criado en la ladera del cerro, en fin de ese lado nocturno
de Bogotá de los años veinte y treinta, cuyas recónditas negruras por
un fugaz instante se tornaron rojas y candentes en la hoguera del nueve
de abril de 1948.
Mas aquí también
conviene hacer distinciones. Mientras en la prosa cruelmente desnuda y
penetrante de Osorio Lizarazo palpita un tremendo patetismo que se nutre
del encono tenaz, llevado a demoniacos extremos, falta en la de García
Márquez la nota patética y se subtituye al pesimismo abismal del
bogotano que en la evocación de la miseria humana y de todas las
ignominias de la existencia se eleva al plano creativo, una suerte de
estoica compostura, quizás no menos ejemplar, pero más inmune al
apasionamiento y, por ende, más al tono del atemperado clima emotivo que
caracteriza a las nuevas generaciones. Por añadidura, encarna García
Márquez, en contraste con Osorio Lizarazo, cuyos asuntos predilectos,
al igual que sus peculiarísimas estilísticas, revelan al hombre de
tierra fría, saturado de la melancolía brumosa del altiplano,
sumergido en el ambiente, medio conventual, medio burocrático de la
ciudad de su infancia, al narrador de tierra caliente en el sentido
específico que solemos atribuir a esa noción geográfica.
Las creaciones de
García Márquez —parece una redundancia insistir en ello— no se
conciben sin aquel fondo, y su perfil, más que su estilo que, como ya
quedó dicho, difícilmente se acomoda a tales cánones, es el de un
novelista nato del trópico. Lo es, no sólo en cuanto atañe al tema
fundamental y a la sensibilidad peculiar, sino también físicamente.
Si Balzac, cediendo a la pasión, tanto más entrañable cuanto menos
correspondida que sentía por las finanzas, se empeña en informarnos
meticulosamente sobre la situación económica de los protagonistas, el
monto de sus rentas y la herencia que esperan recibir, García Márquez
nos habla, primero que todo, del calor que hace dondequiera que se
muevan sus personajes. Tanto es así que el calor, ora húmedo y como
viscoso, ora sofocante y reseco, cual si fuera engendrado en un horno al
rojo vivo, ocupa en sus cuentos el sitio del elemento omnipresente,
inasible y siniestro que en las novelas de Faulkner —verbigracia en el
atroz pandemonio de Sanctuary— representa el miedo.
Archícaracterísticas son, por este respecto, las frases que a modo del leitmotiv
acompañan el relato e imperceptiblemente ejercen sobre el lector una
sugestión proporcional a su letal monotonía: “A las doce había
empezado el calor”, “El pueblo flotaba en el calor”, “en algunas
(casas) hacia tanto calor que sus habitantes almorzaban en el patio”,
“el lunes amaneció tibio y sin lluvia”, “el sol calentó tarde” o
“calentó temprano”: he aquí algunos ejemplos, recogidos al azar, de
un sistema de referencias que, poco a poco, va adquiriendo las
dimensiones de una patografía del hombre tropical y de sus distintos
estados de ánimo. Para comprender al “coronel que no tiene quién le
escriba”, tan importante resulta saber, en efecto, que en octubre, mes
de lluvia, experimenta la sensación desapacible de albergar en el vientre
un gusano que sigilosamente le roe las tripas, y sólo en diciembre,
cuando brilla otra vez el sol en las calles, retorna a una visión más
eufórica del mundo, como la circunstancia de que está esperando, desde
hace años, la carta que le anuncie el reconocimiento de su pensión por
servicios militares prestados en la guerra de los mil días. A todas
luces, el arte narrativo de García Márquez se alimenta de una
obsesión meteorológicobarométrica, manifiesta en la manera como aquel
elemento cálido, húmedo, lúbrico' o vaporoso penetra el tejido
permeable de la narración, llena el espacio vacío que se extiende entre
los personajes, los rodea de una especie e aura atmosférica y así se
convierte en el medio unitivo, propio para crear la densidad peculiar
del relato que nos tiene cautivos desde el principio hasta el fin. De esta
suerte logra el narrador, sin proponérselo ni recurrir a una fábula
trabajosamente elaborada o al suspenso artificial, uno de los principales
objetivos del cuentista: la fascinación del lector quien, viéndose a su
vez atraído y absorbido por ese medio envolvente, pasa al estado de
participación mágica en la substancia del cuento.
Con esto no quiero
decir que a sus cuentos, por muy poco que “suceda” en ellos, les falte
tensión; todo lo contrario, la palpamos hasta en una historia de la
índole de Rosas artificiales, cuya materia narrativa se reduce
a las tribulaciones de una niña que quiere ir a misa y no puede, porque,
a última hora, se le atraviesa algún impedimento baladí. La tensión no
está en los eventos, ni en los personajes, ni en el diálogo entre Mina
que trata de ocultar un desengaño de amores, y una anciana ciega que
con los ojos del espíritu lee en su alma perturbada, sino en una zona
intermedia, preñada de vaguedades y de los silencios aún más
asombrosos que el raro contraste entre la cruel insistencia de la vieja
que pacientemente tantea hasta tocar el punto neurálgico, y la
discreción en su manera sibilina de aludir al fruto de tan despiadado
escrutinio. Percatándose de la sutil malicia, la ambigüedad, la
naturaleza compleja y diferenciada de tales fenómenos que se esconden
en apariencias de cotidiana simplicidad, el lector cree adivinar lo que
realmente le importa al narrador y hasta dónde se apartan sus designos de
los derroteros tradicionales de la novelística sudamericana.
Excepción hecha del
singular y desconcertante Machado de Assis, cuyo Don Casmurro —rara
avis de la segunda mitad del siglo diecinueve— constituye un
hallazgo comparable a los más extraordinarios especímenes que en el
género de la novela sicológica haya producido Europa, descollaba en la
prosa narrativa de la América meridional, aun hace poco, el avasallador
predominio de la Naturaleza, del paisaje, de los espacios inmensos.
Lejos de quedar relegado al plano de una decoración de fondo o de un
escenario en que se desarrollan los acontecimientos concebidos a modo de
comédie humaine de trascendental y exclusiva importancia, se
caracteriza el paisaje específico de la novela criolla, verbigracia en La
vorágine de José Eustasio Rivera o en las obras de Rómulo Gallegos,
por las manifestaciones de una vida autónoma e independiente que, como el
Mar de Joseph Conrad, sigue su marcha sin inmutarse ni parar mientes en la
dicha o los padecimientos del hombre, y eso al extremo de que hasta la
crueldad, a veces aterradora, de los eventos recuerda la de los
elementos, cuya hostilidad inescrutable vive y sufre el protagonista
en carne propia, antes bien que los quintaesenciados tormentos de la nouvelle
noire. De ahí que nos sea dable encontrar en la descripción del
paisaje toda la polifacética e inagotable riqueza de matices que a menudo
echamos de menos en la caracterización, un tanto esquemática o próxima
al género heroico-sentimental, ele los personajes, a no ser que se
retraten unas hembras de talle monumental que descienden en línea recta
de la célebre doña Zoraida y, a su vez, parecen personificar acciones de
la Naturaleza fascinante, traicionera e impasible. Si hacemos caso omiso
de tales figuras, cuyos contornos trascienden las dimensiones humanas,
el hombre extraviado en la inmensidad de los llanos orientales o en la
verde penumbra de la selva da la impresión de ser apenas un epifenómeno,
un apéndice, una pieza decorativa en la escena dominada por el Paisaje.
La impresión no engaña, más aún, es particularmente significativa de
una fase sicológica, mejor dicho, e una situación vital, en la cual
todavía estaba inconcluso el proceso, iniciado' en la Conquista, de la
penetración de los espacios continentales, y una multitud de fenómenos
anímicos privativos del hombre se proyectaba sobre la Naturaleza. El
resultado es lo que la sicología de profundidades define coma “pérdida
del alma” o absorción de energías síquicas que parecen aprisionadas
en las cosas, y por ende, cierto apocamiento del ser humano que, a lo
sumo, se rebela contra el medio ajeno y hostil sin mayores esperanzas de
ganar la batalla.
A primera vista,
parece que García Márquez no sólo continúa esa tradición
novelística, sino que recurriendo a nuevos medios de expresión, incluso
la lleva al apogeo en su modo de evocar la presencia física y feroz
agresividad del calor, mas por alucinantes y corpóreamente tangibles se
nos hagan las influencias climáticas en el relato, asistimos, al mismo
tiempo, a un proceso de desencantamiento consciente del trópico. Ya no es
la selva sumida en un misterioso claroscuro, es una miseria de nombre
Macondo, la que constituye el marco de sus cuentos y, con su alcaldía, su
iglesia parroquial, el altoparlante instalado en la torre del templo, un
salón de billares, una pista de baile y una aglomeración de tejados de
cinc, no se distingue en absoluto de otros Macondos, igualmente
abandonados, fastidiosos y deprimentes, de la zona tórrida. Privado de
sus exuberancias vegetales y riquezas cromáticas, el mundo tropical de
García Márquez revela una aridez, una pobreza, una trivialidad incolora,
manoseada, polvorienta e insoportable, pero con tal nitidez se dibuja el
perfil del pueblo que su misma desnuda indigencia, vista por un ojo avizor
comparable al objetivo de una cámara fotográfica, produce una
sensación de extrañeza, a la vez cautivadora e inquietante. Y por
señalar el aspecto más importante: en la medida en que el frondoso
paisaje de la novela americana se reduce, como si lo hubieran podado con
unas enormes cizallas de jardinero, a dimensiones más modestas y
banales, va desplazándose la efigie humana del fondo al primer plano. En
otras palabras, el narrador reconquista el terreno que había perdido el
hombre en su secular lucha fronteriza con la Naturaleza y al espacio
exterior, en cuyas inmensidades se disuelven los firmes contornos, se
substituye una nueva dimensión, el plano por excelencia humano, propicio
para el desarrollo de bien perfiladas individualidades. Presenciamos,
pues, en los cuentos de García Márquez lo que podríamos interpretar
como un proceso de humanización, guardándonos, claro está, de usar el
término en el sentido un tanto vago y sentimental que a veces se le
atribuye.
No es “el hombre”
de los humanistas, son los hombres quienes importan y se le presentan a
García Márquez en su realidad concreta e íntegra de seres
caracterizados por una multitud de peculiaridades de orden histórico,
social y sociológico, si bien conservan en un recóndito baluarte de su
personalidad algo inefable, intimo, enteramente suyo que no entra en esa
compleja urdimbre de relaciones existenciales. Por lo pronto, es cierto,
sólo distinguimos la silueta de Macondo, el pueblo de mala muerte, tal
como lo traza el autor a grandes y escuetos rasgos de pluma, cuya audaz
abreviatura contrasta con la abundancia de figuras y la descripción
exacta e un microcosmos humano que revela estupendos conocimientos de
hombres, cosas, condiciones. El rico de la comarca, dueño de una fortuna
que se debe a oscuros compromisos con las fuerzas imperantes, el
representante del poder político—militar, personificado por un sargento
que ejerce facultades de dictador en miniatura, el cura que desde su silla
colocada delante de la casa parroquial vigila a sus feligreses y toma nota
de quiénes concurren a ver una película calificada de inmoral, el
tendero turco, el médico, el abogado, los oficiales de sastrería que
clandestinamente reparten hojas volantes, arriesgando que la policía los
acribille a balazos, una atrabiliaria y acaudalada solterona, las
prostitutas, los culebreros, los yerbateros, el ladrón, cada cual
representa un tipo social determinado sin dejar de exhibir algún rasgo
inconfundible que lo define como individuo, ser de carne y hueso,
singular criatura y habitante de su propio mundo ajeno a las
abstracciones sociológicas. Para García Márquez, la individualidad es
lo que por ella se entiende, partiendo de la acepción literal del
término: el hombre tal cual, algo indiviso e irreductible, una totalidad,
quizá modesta, pero no por eso menos invulnerable, y el hombre que en
medio del ajetreo de la vida cotidiana, de las multitudes aglomeradas en
la plaza de mercado, de la familiar e insípida palabrería de comadres y
compadres de golpe descubre que está solo, solo con su destino, su
enfermedad, su infortunio y su muerte.
Luego de haberse
librado de la supremacía del paisaje, el narrador arriesgaba que la
recién conquistada libertad se convirtiera en una nueva servidumbre y
el hombre que antes había quedado a merced de la Naturaleza y de las
influencias del espacio, acabara identificándose con su función
social, más exactamente con el estado en que se encontraba la sociedad en
esa misma época. Tendríamos entonces, puesto que las condiciones
sociales en que viven sus personajes predilectos dejan mucho que desear,
una como segunda edición de la “novela de pobres”, lo que, al fin y
al cabo, no sería en absoluto criticable, pero tampoco constituiría un
hallazgo. Ahora bien, lo nuevo en la obra de García Márquez es
atribuible a su manera de evocar, sin retoques ni ambages, una miseria
cuyas raíces llegan hasta profundidades inaccesibles a los habituales
procedimientos de sondeo. Ahí está, por ejemplo, el caso del “coronel
que no tiene quién le escriba”. Basta haberlo visto raspar
cuidadosamente la costra del tarro de café, para saber que se trata de un
viejo tan pobre como aquellos fabulosos ancianos balzaquianos que
vegetan en buhardillas y hediondas pensiones, o como el protagonista de La
casa de vecindad de Osorio Lizarazo después de haber quedado cesante.
No importa desde qué ángulo se enfoque la condición del coronel y de
su asmática cónyuge, siempre tropezaremos con un estado de pobreza que
va pegado a su existencia como el caracol a su concha. Mas aun cuando
hayamos comprobado que, desde la primera hasta la última página, el
viejo sigue atando cabos y saltando matones, anclamos lejos de conocerlo,
y poco sabemos de la situación abismal del sufrido personaje, mientras
ignoremos que su suerte pende de un hilo, o sea de la probabilidad
infinitesimal de que en la capital, a setecientos kilómetros de
distancia, un pequeño empleado del Ministerio de Guerra por casualidad
encuentre, entre miles de asuntos pendientes, el memorial en que el
coronel reivindicó, años ha, su pensión de veterano, y luego lo pase a
sus superiores en donde quedará el legajo como en la mano de Dios
Padre. Lo curioso es que el viejo, por muy terco que fuese en el fondo
del corazón sabe a qué atenerse o, si no lo supiera, debiera saberlo, ya
que su cara mitad no se cansa de demostrarle, con argumentos de peso, la
vanidad de su esperanza. Sin embargo, mi coronel va todos los días a la
oficina de correos a reclamar la carta que nunca llega... Desde el
instante en que el administrador, alzándose de hombros, le contesta que
no hay nada, hasta el olía siguiente, cuando se repite la escena, pasa un
largo rato que debe ser aprovechado e algún modo. El protagonista lo
aprovecha, criando un gallo de riña que, si gana —¡y cómo no ha de
ganar!— lo sacará de sus apuros.
Resalta en este
detalle un aspecto de la visión del inundo de García Márquez que va
más allá de la sequedad realista del relato condimentado con uno que
otro grano de feroz humorismo: la propensión a lo grotesco, en la cual se
esconde su modo, nada pretencioso, si bien personalísimo, de acercarse al
lado trágico ele la existencia humana. El gallo, cuya imagen va
arrimándose, poco a poco, al sitio que ocupaba en la conciencia de su
dueño la carta vanamente esperada, parece un animal corno cualquier otro,
pero en realidad es una quimera, un monstruo insaciable, la emplumada
encarnación del anhelo que, compitiendo con el gusano en las entrañas
del coronel, le devora el alma.
En el fondo, los
protagonistas de casi todos los cuentos de García Márquez se parecen
al coronel. Lo que, para él, es el fantasmagórico gallo de pelea, lo
significan para el ebanista Baltazar la jaula de turpiales, “la jaula
más bella ele¡ mundo”, culminación de las añoranzas de toda una vida
y presunta fuente de fabulosas ganancias, o para Dámaso el contenido de
la caja en el salón ele billares de don Roque. Los representantes del
sexo masculino se caracterizan, con muy pocas excepciones, por su
ilimitada capacidad de forjarse ilusiones que les permite construir, a
espaldas de la desapacible realidad de Macondo, un mundo quimérico, en
donde, escabulléndose a sus cónyuges, buscan refugio, ansiosos de quemar
incienso ante un ídolo fabricado con la delicadísima ma, terna del
ensueño. Hay algo fugaz, escurridizo, caprichoso e inasible en ese
mundo de los varones gobernado por la gama, si bien contrasta la falta de
perseverancia con el tenaz empeño en agarrarse, sin hacer caso de los
comentarios críticos de la conciencia diurna, a las faldas de la
voluble diosa Fortuna. He aquí un desplazamiento del centro de gravedad
de la esfera masculina a la femenina, suerte de trastruque de papeles en
que se complace el narrador.
La inconstancia, el
capricho, la fantasía, la debilidad, el desconocimiento de las férreas
leyes que rigen el mundo y el hábito de prestar oído a las efímeras
sugerencias del instante, en fin, todas las virtudes y flaquezas que,
desde tiempos inmemoriales, suelen atribuirse en la sociedad de cuño
patriarcal a la mujer, ahí se proyectan sobre el hombre. En cambio, las
mujeres de García Márquez son portavoces de la cordura, almas de buen
temple, cuya fuerza reside, precisamente, en la circunstancia de que,
privadas del don de deslizarse a fantásticas regiones, sólo conocen un
mundo —su Macondo— y se muestran capaces de desarrollar, incluso en
las situaciones más precarias en que las meten las locuras de sus
maridos, amantes e hijos, aquella notabilísima inventiva y presencia de
ánimo, preciadas por el conde Hermann Keyserling en su Viaje a través
del Tiempo: “...las mujeres refugiadas en su naturaleza no pierden
la confianza en el porvenir ni siquiera durante las catástrofes más
atroces; que para decirlo con palabras de Alfred Weber, 'parlamentan' con
el destino más espantoso, con lo cual logran realmente aplacarlo”,
dice el ilustre filósofo amateur, cual si hubiera conocido a las
macondanas.
De esta suerte, el
hombre atraído a la órbita de una fuerza superior, más concordante con
las adversidades de la vida, se encuentra en un estado de dependencia
emocional del otro sexo, cuyas representantes, parecidas a las soberanas
de un matriarcado venido a menos, le imprimen al medio trivial de Macondo
cierto sello de arcaica grandeza. Tal es el caso de la esposa del
coronel que, físicamente, parece una osamenta revestida de piel, mas en
su complexión reseca como un haz de leña conserva la brasa de un
temperamento irascible, sale invicta de los espasmos del asma, no llora
ni cuando le matan al hijo, y haciendo ocasionales despliegues de
macabro buen humor, se defiende de las infamias del destino. A veces
siente unas ganas casi irresistibles de matar al monstruo de gallo, pero
en el último momento sabe frenar su impulso, sea por estar convencida de
que su marido lo tiene por algo que no se come, una especie de ente
mitológico o animal sagrado, cuya suerte se halla misteriosamente
enlazada con la suya, sea porque ama al coronel con el amor profundo,
secreto e indulgente que a los mayores les inspira un niño absorto en sus
juegos.
Del mismo talante es
la modesta heroína de La siesta del martes. De muy lejos llega al
pueblo ahogado en el calor de mediodía como en un crisol de plomo
derretido, a visitar la tumba de su hijo que cayó fulminado de un
balazo, cuando trataba de forzar la puerta de doña Rebeca. En la
monosilábica conversación con el cura a quien pide las llaves del
cementerio, va surgiendo paulatinamente de la anonimidad la silueta de
una mujer del pueblo rodeada de un aura de dignidad invulnerable e
imbuida de la convicción de que su hijo, no importa lo que piense y
diga el mundo, “era un hombre bueno”. La historia termina en el
instante en que la mujer, luego de haber llenado los requisitos y recibido
las llaves, sale con su hijita de la penumbra protectora del despacha
parroquial a la calle. Entretanto, se ha divulgado en la aldea la
sensacional noticia de su llegada, las comadres, ávidas de ver pasar a
la madre del ladrón, se asoman a las ventanas, y el camino al
camposanto será una viacrucis, mas aun así, no hay arma capaz de
atravesar esa coraza de silencio, resignación y secular estoicismo.
Habrá quien
encuentre un tanto abrupto el final, e incluso se sentirá defraudado en
su candorosa esperanza cíe presenciar quién sabe qué evento propio para
cerrar el relato, conforme a inveterados moldes, “con broche de oro”.
En efecto, los cuentos de García Márquez habrán de parecer
extrañamente fragmentarios y dejarán perplejos a muchos lectores que,
confiando en pisar tierra firme por dondequiera que vayan, dan un paso
tras otro hasta quedar, de repente, con un pie en el aire. Allende la zona
habitada de Macondo bosteza el vacío. La honradez del autor no le permite
disimular su metafísica incertidumbre, recurriendo a fáciles
consuelos, ni llenar la laguna con los habituales sucedáneos de la
perdida integridad del ser. Lo “fragmentario”, lejos de ser imputable
como, pongamos por caso, en El hombre sin cualidades de Musil, a la
trágica discrepancia entre la magnitud del proyecto y las posibilidades
de llevarlo a cabo, en Gabriel García Márquez forma parte de su visión
de un mundo inconcluso.
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