Guillermo Cabrera Infante
(Gibara, Cuba, 1929 - Londres, 2005)

Un nido de gorriones en un toldo
Así en la paz como en la guerra
(La Habana: Ediciones R, 1960)



      Al lado de casa viven dos viejitos y tienen un toldo verde pendiendo sobre la terraza. El toldo está recogido. Nunca lo bajan. Sólo una o dos veces los he visto salir al balcón. Son dos ancianos pequeños, encogidos y sobre todo, callados. No se les ve salir más que a coger el sol. Eso, los dos o tres días al año en que hace verdadero frío como para sentir necesidad de calentarse. Si no me equivoco, son americanos, aunque jamás les oí hablar.
       Un día mi mujer me advirtió que dos gorriones habían hecho nido en el toldo.
       —Mira —me dijo—. Uno siempre se queda cuidando el nido cuando el otro va a buscar pajitas.
       —Esa es la hembra.
       —¿Cómo lo sabes?
       —Porque es la más fea.
       —¿De veras? —dijo y me miró suspicazmente.
       En una bolsa formada por el toldo mal recogido, un gorrión pequeño y gordo miraba con curiosidad cómo su compañero trataba de entrar en el hueco con su boca llena de yerbas secas.
       —Debíamos decírselo a la gente de al lado —propuse—. No sea que bajen el toldo y se caigan los huevos y se rompan.
       Mi mujer me miró como se mira a un animai raro: el hombre más tierno del mundo.
       —Podrían hasta tener los pichoncitos —dijo ella con un franco sentido maternal humano— y caerse cuando todavía no puedan volar.
       Y agregó tan coactiva como todas las mujeres:
       —¿Por qué no vas y se lo dices?
       —Deja ver.
       Igualmente podría haber dicho «El próximo siglo», porque cambió radicalmente su cara y me conminó.
       —Debes ir ahora.
       —Ahora no puedo, mi amor. Quiero terminar de leer este libro.
       La antigua admiración se extinguió totalmente.
       —¿De manera que terminar un libro es más urgente que salvar la vida de unos pobres pajaritos?
       —Pero mi vida, ¡si no han acabado el nido siquiera! —su tono era cada vez más perentorio.
       —¿Qué quieres entonces, esperar a que estén los huevos en el aire para correr a decírselo?
       Ella había ganado.
       —Bueno, tan pronto termine la página voy.
       Pero cuando me levanté para ir, ya había cambiado de idea.
       —Mira, creo que mejor lo dejas para mañana. Ya es un poco tarde y de todas maneras ellos no han bajado nunca el toldo.
       —Está bien, viejita. Mañana cuando venga del trabajo llegaré a decírselo.
       —Bueno, pero no lo dejes para pasado.
       Al otro día por la tarde, cuando regresaba del trabajo decidí llegarme a decirles a los viejos lo del nido. Eran poco más de las cinco y la tarde estaba agradable. El edificio donde vivo es una amplia casa de apartamientos con un patio central, en medio del que hay una areca alta y exuberante. Todo aparecía rosàceo por el sol poniente y soplaba un aire fresco y ligero, que suavizaba la tarde de inicios del verano.
       Después de tocar el timbre dos veces, salió a la puerta una muchachita pecosa y rubianca. ¿Qué edad tendría? Estaba vestida con una holgada bata a rayas amarillas y rojas y atada a la cintura por un cordón amarillo vivo, y llevaba sandalias. El pelo le caía en una onda extendida, acortando la frente ancha y un poco abombada. No era bella, pero tenía un atrayente aspecto de ingenua americana. No me pareció una criada.
       —¿Están los de la casa?
       —Sorry. No Spanish.
       Ella no hablaba español y mi inglés era demasiado nervioso e inseguro para explicarle con claridad. Comprendí que sería muy difícil entendernos.
       —The oíd ones, are they at home?
       —Ouh, usted quiere decir Abuela y Abuelo —me dijo en inglés—. No, salieron. No vendrán hasta la cena.
       Tenía una voz que no parecía salir de ella. Hablaba rápido y apagaba las palabras finales, por lo que apenas la entendía.
       —Well, ít’s about the sparrows.
       Se rió brevemente y me contestó:
       —Ésas son noticias para mí. No sabía que mis abuelos se dedicaran a criar gorriones.
       No la creí capaz de burlas. Me di cuenta que estaba completamente amoscado y decidí contarle lo del nido y lo del toldo para salir del apuro. Le hablé de mi interés en que no fueran a destruirlo por no saberlo. Sin advertirlo, me encontré con que había dejado a mi mujer fuera del cuento y que ni siquiera mencioné que estaba casado y vivía al lado.
       —¿No quiere pasar? Se lo diré a Abuelo y Abuela cuando lleguen. Ahora quiero que usted me enseñe dónde está el nido.
       Entré. El apartamiento estaba arreglado con menos lujo del que imaginé, pero se veía cómodo. La cocina estaba dispuesta de manera diferente a la nuestra y la sala era más espaciosa. Cuando salimos a la terraza el sol enrojecía la fachada de los edificios vecinos. Las persianas que dan a mi balcón estaban cerradas. En el toldo, los gorriones parecían afanarse en terminar el nido antes de la puesta de sol. Uno de ellos regresaba con una paja larga y curvada que no podía hacer entrar por el bolsón. Aleteaba un poco, trataba de sostenerse en el orillo del toldo con las páticas y empujaba la pajuela que se doblaba aún más, pero no entraba por la boca del nido. Algo no funcionaba y el gorrión estaba perplejo. En ese momento la gorriona asomó su cabeza por la boca del nido y trató de salir. Finalmente, el macho se cansó y dejó caer la espiga. Luego entró en el nido y volvió a salir —¿o fue la hembra?—, volando hasta perderse tras los edificios del fondo.
       —That’s cute —dijo la muchacha y rió. Tenía una risa directa y vehemente. Sin embargo, apenas si movía el cuerpo al reírse.
       En el balcón comenzaba a hacer fresco. El mediodía había estado caluroso, pero ahora el insistente aire que venía del parque refrescaba la pequeña terraza. El sol sólo alcanzaba a alumbrar los pisos altos de las casas de enfrente. Entramos.
       —¿No quiere sentarse?
       Acepté la invitación demasiado rápidamente y me senté en una pequeña banqueta recostada contra el marco del ventanal. Ella iba a dirigirse hacia la sala, pero al verme se sonrió, dio media vuelta, ya bajo el dintel de la puerta que daba a la sala, y vino a sentarse en el borde de la cama. Fue entonces que me di cuenta de mi error. No me atreví a reparar la equivocación.
       —¿Cuál es su nombre? —hice la pregunta como si hubiera dicho Tom is a boy.
       —Jill. ¿Y el tuyo?
       —Silvestre.
       —Es un nombre gracioso. Quiero decir, que me gusta mucho. Creo que nunca podré pronunciarlo, pero me gusta como lo dices tú.
       —Claro que puedes.
       —No, no puedo.
       —Prueba. No tienes más que poner todas las «es» como en better, todas parejas.
       —Nunca podré.
       —Prueba aunque sea una vez.
       Ella trató de pronunciar mi nombre y dijo algo irreconocible, que se parecía lejanamente a la frase «fuente de plata» en inglés.
       —No, not silver-tray. Ni soy fuente ni soy de plata.
       Nos reímos los dos.
       —¿Ves? Nunca lograré hacerlo bien. Pero me gusta como lo dices. Dilo de nuevo.
       —Silvestre.
       —Dilo.
       —Silvestre.
       —Dilo. Dilo. Dilo.
       Se arrojó hacia atrás en la cama, riendo. Podía ver sus dientes torcidos y blancos y protegidos por un alambre corrector. No me gustaba su risa. Pensé que necesitaba un alambre corrector en la risa también. Cuando terminó de reírse, quedó acostada boca arriba. El vestido se había subido un poco por encima de la rodilla y podía verle el nacimiento de los muslos. Durante unos minutos no dijimos nada.
       —Jill, tu nombre también es gracioso —dije para romper el silencio y mi voz sonó hueca. Me callé de nuevo.
       Al cabo de un rato dijo:
       —No hay nada gracioso en mí. Ni siquiera el nombre. Es tonto, incongruente, pero no gracioso.
       El nuevo silencio duró más que ninguno. Sabíamos que cualquiera que dijese otra palabra diría la más inapropiada de las palabras. Volvió a sentarse. Estaba seria. Estaba muy seria. Se mantuvo quieta, pero su mantenida seriedad tenía algo muy dinámico por debajo: su silencio era como una presa conteniendo un río crecido. Por un momento creí que la próxima palabra la iba a decir ella y que sería una mala palabra. ¿La entendería? Yo sé casi todas las malas palabras que dicen los hombres en inglés, pero no las que dicen las mujeres. Sin embargo, se limitó a mirarme fijamente. Noté que sus ojos no estaban molestos. Era su boca torcida la enfadada. Pero aunque sus ojos no estaban furiosos en el fondo tenían también algo torcido. Se puso en pie y se desató el trenzado cordón de tela que le servía de cinturón. El vestido se hizo más amplio y me di cuenta que era uno de esos sayones convertibles que un cinturón hace cambiar de forma. Ahora era una mujer. Estaba de pie, descalza y las piernas se veían fuertes, plantadas con decisión sobre los mosaicos jaspeados. Por primera vez dejé de pensar en su edad.
       —Me gusta tu pelo —dijo—-. Siempre me ha gustado el pelo muy negro. Me gustan las cosas negras.
       Se acercó a mí y me pasó una mano por el pelo. Súbitamente, se agachó y me besó. Besaba rudamente y sentía el alambre apretarse contra mis labios, después contra mis dientes y mi lengua.
       La sujeté firmemente por la cintura con un brazo y traté de acariciarle los senos, pero ella me apartó la mano.
       —Don’t! Oh, don’t!
       Había hablado a través de mis labios y en su voz no había enojo, sólo firmeza. Finalmente, dejó de besarme y se quedó frente a mí, de pie. Antes de que yo comprobara con mi mano si tenía los labios pintados, sentí un golpe chasqueante en mi cara y un calor me sofocó la cabeza. Cuando me di cuenta que me abofeteaba, ya lo había hecho dos o tres veces. Tenía ambas mejillas ardiendo y una lágrima saltó de mi ojo derecho.
       —¿De manera que es eso? —gritó.
       Y salió furiosa del cuarto. Lo último que vi de ella fueron sus piernas. «Tiene piernas de pelotero», pensé.
       Me quedé allí sentado sin saber si levantarme o quedarme sentado o desaparecer.
       Al poco tiempo oí unos sollozos y traté de escuchar de dónde venían. Alguien lloraba en la otra habitación. Me levanté y fui hasta la sala y hallé a Jill sentada, con los brazos sobre la mesa y la cabeza entre ellos. Sus hombros se movían temblorosamente. Sentí pena por ella y olvidé las bofetadas. ¿O las olvidé porque pensaba continuar los besos? Toqué uno de sus hombros temblorosos.
       —Déjame sola —me dijo y no sé por qué recordé a Greta Garbo.
       —No llores, por favor.
       De la mesa vino un sonido entre sollozo contenido y carcajada.
       —¿De manera que tú creías que yo lloraba?
       Alzó la cabeza y se rió con una risa gutural malsana.
       —¿Creías que estaba llorando? ¡Es la cosa más cómica que he oído en un día cargado de cosas cómicas!
       Se levantó y acercó su cara a la mía para que viera que no lloraba.
       —¿Llorando yo? ¿Por ti?
       Y se rió todavía más fuerte.
       —¡Idiota!
       Se movió hacia la puerta y agarró el pomo entre sus manos, pero en vez de abrirla recostó la cabeza contra la hoja. Ahora sí estaba llorando de veras. Lloraba calladamente y sin embargo temí que al otro lado de la puerta pudiera oírla todo el vecindario.
       —You fool. Fool, fool.
       Fui hasta ella y le puse una mano en la cabeza. Su pelo era vigoroso pero suave. Dejó de llorar y no volvió a mirarme. Al cabo de un rato, hizo girar el pomo y abrió la puerta. Yo traté de cerrarla de nuevo, pero ella insistió con un tirón a la vez leve y decidido.
       —¿Nos volveremos a ver?
       Fue entonces que me miró por última vez.
       —No, me voy mañana. Temprano en la mañana.
       Abrió la puerta toda y yo salí. La miré detenidamente y comprendí que lloraría otro rato más.
       —Hasta luego.
       —Good-bye, Silver-tray.
       Dos o tres días después yo estaba leyendo un nuevo libro en el balcón. Había tratado de olvidarlo todo y me di cuenta que me era más fácil que tratar de recordar. Cuando se cerró la puerta, permanecí frente a ella durante un rato. La puerta tenía una tarjeta que decía Mr. & Mrs. Salinger. En ese tiempo traté de tocar, no porque quisiera volver a verla, sino porque quería convencerme de que aquello no había pasado, de que lo había imaginado totalmente antes de llamar y que nadie vendría a abrir la puerta, porque no había nadie. La casa estaba vacía. Nada había sucedido. No podía recordar ni su cara ni su voz. Jill no existía. Yo no me llamaba Silvestre. Todo era mentira.
       —Silvestre.
       Era la voz de mi mujer hablando por detrás de mí, las manos apoyadas en el balcón.
       —¡Qué gente ésta!
       —¿Cómo?
       —¡Que mira que esta gente es!
       —¿Qué gente?
       —La de ahí al lado. Los viejos de al lado.
       Levanté la vista del libro y miré hacia la terraza vecina. Uno de los viejos —la vieja— bajaba el toldo y los gorriones revoloteaban alrededor de la tela verde.
       —Están bajando el toldo.
       —Ya lo veo, amor.
       Los huevitos habían caído al suelo. Uno de ellos reventó contra el borde del muro de la terraza y quedó allí la mancha acuosa y amarilla. La viejita pareció tan asombrada como los gorriones y entró corriendo, temblando, llamando quedamente. «¡Ernest, Ernest!» El par de gorriones continuaba piando y revoloteando en derredor de los huevos rotos. La gorriona se posó junto a la yema derramada, la picoteó y comió un poco. Luego levantó una pajita húmeda de entre la clara y voló hasta donde estaba antes el nido. Trató de encontrar el hueco anterior y pegaba contra la tela desvaída del toldo verde. Pareció más confundida todavía y la paja cayó de su boca.
       Mi mujer estaba realmente furiosa. Eue hasta el límite del balcón y miró hacia la terraza de al lado. Luego vino a donde estaba yo y descargó su furia en una sola pregunta:
       —¿Pero y tú no les dijiste nada?
       La miré y me quedé callado. ¿Cómo explicarle?



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