Antón Chéjov
(Ucrania, 1860 - Alemania, 1904)


En deportación (1892)
(“В ссылке”)
Originalmente publicado, con el subtítulo “Un ensayo de Ant. P. Chéjov”,
en La ilustración Universal, Núm. 20, tomo XLVII (9 de mayo de 1892);
Relatos y cuentos [Повести и рассказы] (1894), aún con el subtítulo);
Obras completas (edición de A. Marx, vol. IV; sin el subtítulo)


      El viejo Semión, apodado el Juicioso, y un joven tártaro, cuyo nombre nadie conocía, estaban sentados en la orilla, cerca de la hoguera; los tres barqueros restantes estaban en la isba. Simeón, anciano de unos sesenta años, enjuto y desdentado, pero ancho de hombros y de aspecto aún robusto, estaba borracho; podía haberse ido a dormir hace tiempo, pero tenía en el bolsillo media botella de vodka y temía que los jóvenes le pidieran un trago. El tártaro estaba enfermo, languidecía y, arrebujándose en sus harapos, hablaba de lo bien que se vivía en la provincia de Simbirsk y de la hermosa e inteligente mujer que había dejado allí. Tenía unos veinticinco años a lo sumo, pero ahora, a la luz de la hoguera, con su tez pálida y su aspecto triste y enfermizo, parecía un muchacho.
       —Claro que esto no es el paraíso —dijo el Juicioso—. Lo ves tú mismo: agua, orillas desnudas, arcilla por todas partes y nada más… Hace tiempo que pasó la Semana Santa, pero el río sigue arrastrando témpanos de hielo y esta mañana nevó.
       —¡Malo! ¡Malo! —exclamó el tártaro, mirando con espanto a su alrededor.
       A unos diez pasos fluía el río frío y oscuro; el agua bramaba, se estrellaba con estrépito en las orillas arcillosas, derribándolas, y se marchaba deprisa en dirección al lejano mar. Junto a la misma orilla destacaba la figura grande y oscura de una barcaza, a la que los barqueros daban el nombre de “gabarra”. Lejos, en la otra orilla, serpenteaban fuegos que tan pronto se apagaban como despedían destellos tornasolados: estaban quemando las hierbas del año pasado. Más allá de esas serpientes de luz, se extendía de nuevo la tiniebla. Se oía cómo pequeños fragmentos de hielo chocaban contra la barcaza. El tiempo era húmedo y frío…
       El tártaro alzó los ojos al cielo. Había tantas estrellas como en su tierra y en tomo reinaba la misma oscuridad, pero faltaba algo. Allí, en la provincia de Simbirsk, las estrellas eran distintas y también el cielo…
       —¡Malo! ¡Malo! —repitió.
       —¡Ya te acostumbrarás! —dijo el Juicioso y se echó a reír— Aún eres joven e inmaduro, la leche no se ha secado en tus labios y en tu necedad te figuras que no hay criatura más desdichada que tú, pero llegará un tiempo en que tú mismo dirás: que Dios conceda a todo el mundo la misma vida que a mí. Mírame. Dentro de una semana habrá acabado el deshielo, la barcaza reanudará su servicio y todos vosotros iniciaréis vuestro vagabundeo por Siberia, mientras yo me quedaré aquí, pasando de una orilla a otra. Llevo veintidós años ocupado en este ir y venir. Día y noche. El salmón y el lucio van por el agua y yo por encima. Pero doy gracias a Dios. No necesito nada. Que Dios conceda a todo el mundo la misma vida que a mí.
       El tártaro arrojó unas ramas en la hoguera, se tumbó más cerca del fuego y dijo:
       —Mi padre está enfermo. Cuando muera, mi madre y mi mujer vendrán aquí. Me lo han prometido.
       —¿Y para qué necesitas a tu madre y a tu mujer? —preguntó el Juicioso—. Es una estupidez, amigo. Es el diablo el que te confunde, maldito sea. No escuches a ese canalla. No dejes que te gobierne. Si te habla de mujeres, hazle rabiar y dile: ¡no quiero! Si te habla de la libertad, mantente firme y contesta: ¡no quiero! ¡No tiene uno necesidad de nada! ¡Ni de padre, ni de madre, ni de mujer, ni de libertad, ni de casa, ni de hogar! ¡Que se vaya todo al diablo! —el Juicioso tomó un trago y continuó—. Yo, amigo, no soy un simple campesino ni un palurdo. Soy hijo de diácono. Cuando era un hombre libre vivía en Kursk y llevaba chaqueta, pero ahora he llegado al extremo de poder dormir desnudo sobre la tierra y comer hierba. Que Dios conceda a todo el mundo la misma vida. No necesito nada ni temo a nadie y considero que no hay nadie más rico ni más libre que yo. Cuando me enviaron aquí desde Rusia, ya el primer día me dije con obstinación: “¡No quiero nada!”. El diablo me tentó con mi mujer, con mi familia, con la libertad, pero yo le contestaba: “¡No necesito nada!”. He seguido en mis trece y, como ves, vivo tranquilo y no me quejo. Pero el que se deja tentar por el demonio y le escucha, aunque sea una sola vez, está perdido y no tiene salvación posible: se hunde en el fango hasta las orejas y ya no sale. No solo se pierden campesinos necios como vosotros, sino también nobles y personas instruidas. Hace unos quince años enviaron aquí a un señor. No había compartido algo con sus hermanos y había falsificado un testamento. Se decía que era un príncipe o un barón, pero es posible que no fuera más que un funcionario, ¡vaya usted a saber! Bueno, lo trajeron aquí y lo primero que hizo fue comprarse una casa y un terreno en Mujortinsk. “Quiero vivir de mi trabajo, ganarme el pan con el sudor de mi frente —decía—, porque ahora no soy un señor, sino un desterrado”. “Bueno —le dije—, que Dios te ayude, es una buena idea”. En esa época era un hombre joven, activo, diligente; él mismo segaba, iba de pesca y cubría distancias de sesenta verstas a caballo. Solo había un inconveniente: desde el primer año empezó a ir a la estafeta de correos de Guirino. A veces, de pie en mi barcaza, suspiraba: “¡Ay, Semión, hace tiempo que no me envían dinero de casa!”. “No necesita usted dinero, Vasili Sergueich —le decía yo—. ¿Para qué lo quiere? Rompa con el pasado, olvídese de él como si nunca hubiese existido, como si solo hubiese sido un sueño, y empiece una nueva vida. No escuche al demonio —le decía—; no le traerá ningún bien, le pondrá la soga al cuello. Ahora es dinero lo que ansía, pero dentro de algún tiempo se le antojará otra cosa y luego una tercera y una cuarta. Si quiere ser feliz, lo primero que debe hacer es no desear nada. Así es… Si la suerte se ha mostrado esquiva con nosotros, no hay razón para pedirle clemencia y ponerse de rodillas ante ella; lo que hay que hacer es despreciarla y burlarse de ella. De otro modo será ella la que se burle de usted”. Eso es lo que le dije… Al cabo de unos dos años lo pasé a esta orilla; se frotaba las manos y se reía. “Voy a Guirino a recoger a mi esposa. Se ha compadecido y ha venido a vivir conmigo. Es una mujer bondadosa, de gran corazón”. Y hasta se sofocaba de alegría. Dos días más tarde llegó con ella. Era una dama joven, hermosa, con sombrero; llevaba en brazos una niña pequeña. Traía consigo gran cantidad de maletas. Vasili Sergueich, lleno de satisfacción, daba vueltas a su alrededor y no dejaba de mirarla. “Ya ves, amigo Semión, también en Siberia la gente puede vivir”. “Bueno —pensaba yo—, no hay que echar las campanas al vuelo”. A partir de entonces empezó a ir todas las semanas a Guirino para ver si le habían enviado dinero de Rusia. Necesitaba cantidades ingentes. “Por compartir mi amarga suerte, pierde su juventud y su belleza en Siberia —decía—, por eso debo procurarle toda clase de placeres…”. Para que la señora estuviera contenta, estableció vínculos con funcionarios y gentuza de todo jaez. Y cuando se trata a esa clase de personas, ya se sabe, hay que darles de comer y de beber, comprar un piano y tener un perro peludo en el sofá, ¡ojalá reviente…! En una palabra, se requieren lujos y comodidades. La señora no se quedó mucho tiempo con él. ¿Qué podía esperarse? La arcilla, el agua, el frío… Ni legumbres ni fruta… Gentes incultas y borrachas a su alrededor, ausencia de buenas maneras… y ella era una señora mimada, una dama de la capital… Naturalmente, empezó a aburrirse. Además, su marido ya no era un señor, sino un desterrado sin ningún honor. Tres años más tarde, lo recuerdo muy bien, la noche antes de la Ascensión, me llamaron desde la otra orilla. Crucé el río en la barcaza y vi a la señora, toda arrebujada, en compañía de un joven señor, un funcionario. Llevaban una troika… Cuando los pasé al otro lado, se montaron en el carruaje y al punto desaparecieron. Fue visto y no visto. Por la mañana Vasili Sergueich llegó al galope en un coche de dos caballos. “Semión, ¿no habrán pasado por aquí mi mujer y un señor con gafas?”. “Sí —le dije—. No hay manera de alcanzarlos”. Se lanzó tras ellos y durante cuatro o cinco días estuvo persiguiéndolos. Cuando más tarde le pasé a la otra orilla, se desplomó en la barcaza y empezó a darse cabezadas contra las tablas y a proferir alaridos. “Ya lo ves —le dije, riéndome y recordándole sus propias palabras—: También en Siberia se puede vivir”. Pero él se golpeaba con más fuerza… Luego le entró el gusto de la libertad. Su mujer se había marchado a Rusia y, en consecuencia, él quería regresar allí para volver a verla y separarla de su amante. De modo, amigo, que casi todos los días se dirigía a caballo a la estafeta de correos o a la ciudad para ver a las autoridades. No hacía otra cosa que enviar súplicas para que le concedieran el indulto y le dejaran regresar, y decía que solo en telegramas se había gastado unos doscientos rublos. Vendió las tierras, hipotecó la casa a unos judíos. Encaneció, su espalda se dobló y su rostro se volvió amarillento como el de un tísico. Cuando te hablaba, no paraba de toser y tenía lágrimas en los ojos. Siguió atormentándose con las súplicas durante siete u ocho años, pero al cabo de ese tiempo volvió a la vida, recuperó la alegría. Le había entrado un nuevo capricho. Su hija había crecido. No le quitaba los ojos de encima. A decir verdad, no estaba nada mal: bonita, con cejas negras, vivaracha. Cada domingo la llevaba a la iglesia de Guirino. En la barcaza iban los dos muy juntos, ella riéndose y él sin dejar de mirarla. “Sí, Semión —me decía—, también en Siberia se puede vivir. También en Siberia existe la felicidad. ¡Mira qué hija tengo! Seguro que no encuentras otra igual en mil verstas a la redonda”. “La verdad es que es muy guapa”, le respondía yo… pero para mis adentros pensaba: “Espera un poco… La muchacha es joven, la sangre le hierve en las venas, quiere vivir y ¿qué clase de vida es esta?”. Y no tardó en languidecer, hermano… Se marchitó, perdió el color, enfermó y ahora no se puede mover. Tiene tisis. A ver qué dices ahora de la felicidad de Siberia, que Dios la maldiga; a ver si sigues repitiendo: “En Siberia también se puede vivir”… El hombre empezó a visitar a todos los médicos y a llevarlos a su casa. En cuanto oía que había un médico o un curandero a doscientas o trescientas verstas, allá que se iba. No se puede ni contar el dinero que se ha gastado en médicos; en mi opinión, más valdría que se lo gastara en vodka… De todos modos la hija se va a morir. Se morirá sin falta y él entonces lo habrá perdido todo. Se ahorcará de dolor o huirá a Rusia: es cosa hecha. Se fugará, lo cogerán, luego lo juzgarán, lo condenarán a trabajos forzados, le harán probar el látigo…
       —Bueno, bueno —balbució el tártaro, encogiéndose de frío.
       —¿Qué te parece bueno? —preguntó el Juicioso.
       —Su mujer, su hija… Cuando uno ha visto a su mujer y a su hija, poco importan el presidio y el dolor… Tú dices que no se necesita nada. Pero eso es malo. Su mujer pasó con él tres años: fue un regalo de Dios. Nada es malo; tres años, bueno. ¿Es que no lo entiendes?
       Sin dejar de temblar, tartamudeando y haciendo un esfuerzo por ensamblar los pocos vocablos rusos que conocía, el tártaro explicó que lo peor era enfermar en un país extraño, morir y ser enterrado en una tierra fría y herrumbrosa; que si su mujer viniera a verle, aunque solo fuera un día o incluso una sola hora, por tamaña felicidad estaría dispuesto a arrostrar los más penosos sufrimientos y dar gracias a Dios. Más vale un día de felicidad que nada.
       Luego volvió a contar que había dejado en casa a una mujer bella e inteligente; a continuación, cogiéndose la cabeza con ambas manos, se echó a llorar y le aseguró a Semión que no era culpable y que lo habían acusado injustamente. Sus dos hermanos y su tío le habían robado el caballo a un viejo campesino y lo habían dejado medio muerto, pero el tribunal no se había mostrado ecuánime y había condenado a los tres hermanos a Siberia, mientras el tío, hombre adinerado, había quedado en libertad.
       —¡Ya te acostumbrarás! —dijo Semión.
       El tártaro guardó silencio y se quedó mirando el fuego con ojos llenos de lágrimas; su rostro expresaba sorpresa y temor, como si siguiera sin comprender por qué estaba allí, en ese lugar húmedo y oscuro, rodeado de personas extrañas, y no en la provincia de Simbirsk. El Juicioso se tumbó cerca del fuego, sonrió por alguna razón y se puso a cantar en voz baja.
       —¿Qué felicidad le procura su padre? —continuó al poco rato—. Cierto que la consuela y la quiere, pero con él hay que andarse con cuidado: es un viejo rígido e intransigente. Y a las muchachas jóvenes no les gusta la severidad. Lo que quieren son caricias, risas, perfumes y cremas. Sí… ¡Ah, lo que hay que ver! —suspiró, levantándose con dificultad—. Se ha acabado el vodka, es hora de irse a dormir. Me voy, amigo…
       Al quedarse solo, el tártaro echó unas ramas en la hoguera, se tumbó y, mirando las llamas, se puso a pensar en su aldea natal y en su mujer; que viniera un mes, o incluso un día, y luego, si quería, que se fuera. Es mejor un mes o incluso un día que nada. Pero, si cumplía su promesa e iba a verlo, ¿con qué la alimentaría? ¿Dónde la alojaría?
       —Si no hay nada para comer, ¿cómo vas a vivir? —se preguntaba en voz alta el tártaro.
       Ahora se pasaba la noche y el día remando y no le pagaban más que diez kopeks por jomada; cierto que los viajeros daban propinas, pero los compañeros se lo repartían todo entre ellos y, en lugar de darle su parte, se burlaban de él. Y cuando se carece de todo, se pasa hambre, frío y miedo… En ese mismo instante, con todo el cuerpo dolorido y tembloroso, sería agradable entrar en la cabaña y tumbarse, pero en el interior no había nada para cubrirse y hacía más frío que en la orilla; aquí tampoco tenía con qué taparse, pero al menos podía encender fuego…
       Al cabo de una semana, cuando el nivel de las aguas disminuyera y la barcaza no necesitara tantos brazos para pasar, todos los remeros, salvo Semión, serían innecesarios y el tártaro empezaría a ir de aldea en aldea pidiendo limosna y trabajo. Su mujer solo tenía diecisiete años; era hermosa, delicada, tímida… ¿acaso podía ir mendigando por las aldeas a cara descubierta? No, solo pensarlo le aterrorizaba…
       Empezaba a amanecer; se distinguían con nitidez la gabarra, las mimbrearas de la orilla, las ondulaciones del agua y, mirando hacia atrás, un barranco arcilloso en cuyo fondo había una pequeña isba con techo de paja pardusca, por encima de la cual se apiñaban las casas de la aldea. Se oía ya el canto de los gallos.
       El barranco de arcilla rojiza, la barcaza, el río, las personas extrañas y taimadas, el hambre, el frío, las enfermedades: quizá nada de eso existiera. Probablemente todo aquello no era más que un sueño, pensaba el tártaro. Sentía que dormía y oía su propio ronquido… Sin duda estaba en su casa, en la provincia de Simbirsk y bastaba con que llamara a su mujer por su nombre para que ella le respondiera; en la habitación contigua estaba su madre… ¡Qué terribles son a veces lo sueños! ¿Cuál es su razón? El tártaro sonrió y abrió los ojos. ¿Qué río era ese? ¿El Volga?
       Estaba nevando.
       —¡Barquero! —gritó alguien desde la otra orilla— ¡La gabarra!
       El tártaro volvió en sí y fue a despertar a sus compañeros para pasar al otro lado. Poniéndose sobre la marcha sus desgarradas zamarras, blasfemando con voces roncas por el sueño y temblando de frío, los barqueros aparecieron en la orilla. Después del lecho, el río, de donde soplaba un frío penetrante, les parecía sin duda repugnante y terrible. Sin darse mucha prisa, saltaron a la barcaza… El tártaro y los otros tres cogieron los largos remos de anchas palas, semejantes en medio de la penumbra a patas de cangrejo. Semión se apoyaba con el vientre en el largo timón. Pero en el otro lado alguien seguía gritando y hasta llegó a disparar dos veces un revólver, pensando, probablemente, que los remeros dormían o se habían ido a la taberna de la aldea.
       —¡Ya vamos! ¡Llegarás a tiempo! —exclamó el Juicioso con el tono de un hombre convencido de que en este mundo no hay ningún motivo para apresurarse, pues de todos modos, no resultará nada bueno.
       La pesada y desgarbada barcaza se alejó de la orilla y se deslizó entre las matas de mimbre; solo ellas, al quedar lentamente atrás, revelaban que la almadía no estaba parada, que avanzaba. Los barqueros levantaban los remos con movimiento acompasado y regular. El Juicioso estaba echado sobre el timón y, describiendo un arco en el aire, basculaba de una borda a otra. En medio de las sombras parecía que esos hombres estuvieran sentados sobre una criatura antediluviana con largas patas, navegando sobre su lomo hacia esa región fría y desolada que a veces se ve en las pesadillas.
       Las mimbreras desaparecieron y la barcaza entró en aguas abiertas. En la otra orilla se oía ya el ruido y el chapoteo cadencioso de los remos, pero los gritos no cesaban: “¡Deprisa! ¡Deprisa!”. Pasaron aún unos diez minutos antes de que la barcaza chocara con ruido sordo contra el muelle.
       —¡Y sigue cayendo! ¡Y sigue cayendo! —farfullaba Semión, secándose la nieve de la cara— ¡Solo Dios sabe de dónde saldrá tanta nieve!
       En la otra orilla esperaba un anciano enjuto y pequeño, vestido con una pelliza de piel de zorro y un gorro de astracán. Estaba inmóvil a cierta distancia de los caballos; tenía una expresión sombría y concentrada, como si tratara de recordar algo y se enfadara con su desobediente memoria. Cuando Semión se acercó a él y, sonriendo, se quitó la gorra, el hombre le dijo:
       —Tengo que llegar a Anastásievka cuanto antes. Mi hija está otra vez peor, pero dicen que allí hay un médico nuevo.
       Metieron el carruaje en la gabarra y empezaron a remar en sentido contrario. El hombre, al que Semión llamaba Vasili Sergueich, no se movió durante toda la travesía; tenía los gruesos labios apretados con fuerza y la mirada fija en un punto; cuando el cochero le pidió permiso para fumar en su presencia, no le contestó, como si no le hubiera oído. Semión, apoyado con el vientre en el timón, lo miraba con aire burlón y decía:
       —¡También se puede vivir en Siberia! ¡Vivir!
       El Juicioso lucía una expresión triunfante, como si hubiera demostrado algo y se alegrara de que el resultado se ajustara a sus previsiones. El aire de desdicha y desamparo del hombre de la pelliza de piel de zorro le procuraba, al parecer, una enorme satisfacción.
       —En esta época el camino está embarrado, Vasili Sergueich —dijo, mientras enganchaban los caballos en la orilla—. Debería esperar un par de semanas a que la tierra esté más seca. En realidad, no debería ir. ¡Si valiera para algo! Pero, como usted mismo sabe, la gente no para de viajar, de día y de noche, y no les sirve de nada. ¡Así es!
       Vasili Sergueich le entregó la propina en silencio, se sentó en el carruaje y siguió su camino.
       —¡Va en busca del médico! —exclamó Semión, temblando de frío—. Sí, busca un médico de verdad, corre detrás del viento, quiere atrapar al diablo por la cola, maldito sea. ¡Qué chiflados! ¡Señor, perdóname mis pecados!
       El tártaro se acercó al Juicioso y, mirándole con odio y repugnancia, temblando y mezclando palabras tártaras en su habla trabucada, exclamó:
       —¡Él bueno… bueno, tú malo! ¡Tú malo! El señor tiene un alma noble y generosa y tú eres una fiera. ¡Tú malo! El señor está vivo y tú muerto… Dios ha creado al hombre para que viva, para que disfrute alegrías y también para que padezca penas y amarguras, pero tú no quieres nada, así que no estás vivo; ¡eres una piedra, un pedazo de arcilla! Una piedra no necesita nada y tú tampoco… Eres una piedra y Dios no te quiere, quiere al señor.
       Los otros se echaron a reír; el tártaro esbozó una mueca de disgusto, sacudió la mano con desaliento y, arrebujándose en sus harapos, se acercó a la hoguera. Los barqueros y Semión se encaminaron hacia la cabaña.
       —¡Hace frío! —dijo uno de ellos con voz ronca, tendiéndose en la paja que recubría el húmedo suelo de arcilla.
       —¡Sí, no hace calor! —convino otro—. ¡Una vida de presidiario…!
       Todos se tumbaron. Una ráfaga de viento abrió la puerta y en la isba entraron algunos copos de nieve. Ninguno quería levantarse a cerrarla: tenían frío y les dominaba la pereza.
       —¡Yo me encuentro bien! —dijo Semión, quedándose dormido—. ¡Que Dios conceda a todos la misma vida!
       —Tú eres un presidiario redomado, ya se sabe. Contigo no puede ni el diablo.
       Del patio llegaban unos sonidos semejantes al aullido de un perro.
       —¿Qué es eso? ¿Quién está allí?
       —Es el tártaro que llora.
       —Lo que hay que ver… ¡Está chiflado!
       —¡Se acostumbrará! —dijo Semión y al punto se quedó dormido.
       Pronto los otros se durmieron también. Y la puerta quedó sin cerrar.



Literatura .us
Mapa de la biblioteca | Aviso Legal | Quiénes Somos | Contactar