Antón Chéjov
(Ucrania, 1860 - Alemania, 1904)
Un escándalo (1886)
[Otro título en español: “La joya robada”]
(“Переполох”)
Originalmente publicado, con el subtítulo “Extracto de una novela”, en
la Gaceta de San Petersburgo, Núm. 33 (3 de febrero de 1886, p. 3)
Relatos. Humorísticos, 1885-1886, pp 331-337
Macha Pavletskaya, una
muchachita que acababa de terminar sus estudios en el Instituto y
ejercía el cargo de institutriz en casa del señor Kuchkin, se dijo,
al volver del paseo con los niños: “¿Qué habrá pasado aquí?” El
criado que le abrió la puerta estaba colorado como un cangrejo y
visiblemente alterado. Se oía en las habitaciones interiores
insólito trajín. “Acaso la señora —siguió pensando la muchacha—
esté con uno de sus ataques o le haya armado un escándalo a su
marido.”
En el pasillo se cruzó con dos
doncellas, una de las cuales iba llorando. Ya cerca de su habitación
vio salir de ella, presuroso, al señor Kuchkin, un hombrecillo calvo
y marchito, aunque no muy viejo.
—¡Es terrible! ¡Qué falta de
tacto! ¡Esto es estúpido, abominable, salvaje! —iba diciendo, con
la cara como la grana y los brazos en alto.
Y pasó, sin verla, por delante de
Macha, que entró en su habitación.
Por primera vez en su vida la
joven sintió ese bochorno que conocen tanto las gentes dedicadas a
servir a los ricos. Se estaba efectuando un registro en su cuarto. El
ama de la casa, Teodosia Vasilievna, una señora gruesa, de hombros
anchos, cejas negras y espesas, manos rojas y boca un tanto bigotuda
—una señora, en fin, con aspecto de cocinera—, colocaba
apresuradamente dentro del cajón de la mesa carretes, retales,
papeles...
Sorprendida por la aparición
inesperada de la institutriz, se turbó, y balbuceó:
—Perdón..., he tropezado..., se
ha caído todo esto... y estaba poniéndolo en su sitio.
Al ver la cara pálida, asombrada
de la muchacha, balbuceó algunas excusas más y se alejó, con un
sonoro frufrú de sayas ricas.
Macha contemplaba el aposento,
presa el alma de un terror vago y de una angustia dolorosa. ¿Qué
buscaba el ama en su cajón? ¿Por qué el señor Kuchkin salía de
allí tan alterado? ¿Por qué su mesa, sus libros, sus papeles, sus
ropas estaban en desorden?... Allí acababa, a todas luces, de
efectuarse un registro en regla. Pero ¿con qué motivo?, ¿en busca
de qué?...
La visible turbación del criado,
el trajín que reinaba en la casa, el llanto de la doncella, se
relacionaban, sin duda, con el registro. ¿Se le suponía, quizás,
autora de algún delito?
Macha se puso aún más pálida de
lo que estaba, las piernas le flaquearon y se sentó en un cesto de
ropa blanca.
Entró una doncella.
—Lisa, ¿podría usted decirme
por qué se ha hecho en mi habitación... un registro? —preguntó la
institutriz.
—Se ha perdido un broche de la
señora..., un broche que vale dos mil rublos...
—Bien; pero ¿por qué se ha
registrado mi habitación?
—¡Se ha registrado todo,
señorita! A mí me han registrado de pies a cabeza, aunque, se lo
juro a usted, no he tocado en mi vida ese maldito broche. Incluso he
procurado siempre acercarme lo menos posible al tocador de la señora.
—Sí, sí, bien...; pero no
comprendo...
—Ya le digo a usted que han
robado el broche. La señora nos ha registrado, con sus propias manos,
a todos, hasta a Mijailc, el portero... ¡Es terrible! El señor
parece muy disgustado; pero la deja hacer mangas y capirotes... Usted,
señorita, no debe ponerse así. Como no han encontrado nada en su
habitación, no tiene nada que temer. Usted no ha cogido la alhaja, ¿verdad?,
pues no sea tonta y no se apure...
—Pero ¡es que clama al cielo
—dijo Macha, ahogándose de cólera— lo humillante, lo ofensivo,
lo bajo, lo vil del proceder de la señora! ¿Que derecho tiene ella a
sospechar de mí y a registrar mi cuarto?
—Usted, señorita —suspiró
Lisa—, depende de ella... Aunque es usted la institutriz, la
considera al fin y al cabo —perdóneme usted— una criada... Usted
come su pan, y ella se cree con derecho a todo y no se para en barras.
Macha se dejó caer en la cama y
rompió a llorar amargamente. Nunca había sido humillada, insultada,
ultrajada de tal manera. ¡Ella, una muchacha bien educada,
sentimental, hija de un profesor, considerada autora posible de un
robo y registrada como una vagabunda!
Al pensar en el sesgo que podía
tomar el asunto, la institutriz se horrorizó. Si se le había podido
suponer autora del robo, ¿quién le garantizaba que no se podía
incluso detenerla?... Quizás la desnudaran, delante de todos, para
ver si ocultaba la alhaja, y la llevaran a la cárcel, a través de
las calles llenas de gente. ¿Quién iba a defenderla? Nadie. Sus
padres vivían en un apartado rincón de provincias y su situación
económica no les permitía emprender un viaje a la capital, donde
ella no tenía parientes ni amigos y estaba como en un desierto.
Podían, por lo tanto, hacer de ella lo que quisieran.
“Iré a ver a los jueces, a los
abogados —se dijo, llorando— y lo explicaré todo; les juraré que
soy inocente. Acabarán por convencerse de que no soy una ladrona.”
De pronto recordó que guardaba en
el cesto de la ropa blanca algunas golosinas: fiel a sus costumbres de
colegiala, solía meterse en el bolsillo, cuando estaba comiendo,
algún pastelillo, algún melocotón, y llevárselos a su cuarto.
La idea de que el ama lo habría
descubierto la hizo ponerse colorada y sentir como una ola cálida por
todo el cuerpo. ¡Qué vergüenza! ¡Qué horror!
El corazón empezó a latirle con
violencia y las fuerzas la abandonaron.
—¡La comida está servida! —le
anunció la doncella—. La esperan a usted.
¿Debía ir a comer?... Se alisó
el pelo, se pasó por la cara una toalla mojada y se dirigió al
comedor.
Habían ya empezado a comer. A un
extremo de la mesa sentábase la señora Kuchkin, grave y reservada;
al otro extremo su marido; a ambos lados los niños y algunos
convidados. Servían dos criados, de frac y guante blanco. Reinaba el
silencio. La desgracia de la señora ataba todas las lenguas. Sólo se
oía el ruido de los platos.
El silencio fue interrumpido por
el ama de la casa.
—¿Qué hay de tercer plato? —le
preguntó con voz de mártir a un criado.
—Esturión a la rusa —contestó
el sirviente.
—Lo he pedido yo, querida —se
apresuró a decir el señor Kuchkin—. Hace mucho tiempo que no hemos
comido pescado. Pero si no te gusta, diré que no lo sirvan... Yo
creía...
A la señora no le gustaban los
platos que no había ella pedido, y se sintió tan ofendida, que sus
ojos se llenaron de lágrimas.
—¡Vamos, querida señora,
cálmese! —le dijo el doctor Mamikov, que se sentaba junto a ella.
Su voz era suave, acariciadora, y
su sonrisa, al dar su mano unos golpecitos sedativos en la de la dama,
era no menos dulce.
—Vamos, querida señora! Tiene
usted que cuidar esos nervios. ¡Olvide ese maldito broche! La salud
vale más de dos mil rublos...
—No se trata de los dos mil
rublos —dijo la dama con voz casi moribunda, secándose una lágrima—
Es el hecho lo que me subleva. ¡No puedo tolerar ladrones en mi casa!
¡No soy avara; pero no puedo permitir que me roben! ¡Qué ingratitud!
¡Así pagan mi bondad!
Todos los comensales tenían la
cabeza baja y miraban al plato; pero a Macha le pareció que habían
levantado la cabeza y la miraban a ella. Se le hizo un nudo en la
garganta. Apresurándose a cubrirse la faz con el pañuelo, balbuceó:
—¡Perdón! No puedo más...
Tengo una jaqueca horrorosa...
Se levantó con tanta
precipitación que por poco tira la silla, y, en extremo confusa,
salió del comedor.
—¡Qué enojoso es todo esto,
Dios mío! —murmuró el señor Kuchkir— No se ha debido registrar
su cuarto... Ha sido un abuso...
—Yo no afirmo —replicó la
señora— que sea ella quien ha robado el broche; pero ¿pondrías
tú la mano en el fuego?... Yo confieso que estas... institutrices...
me inspiran muy poca confianza.
—Sí, pero —contestó el amo
de la casa con cierta timidez— ese registro..., ese registro...,
perdóname, querida..., no creo que tuvieras, con arreglo a la ley,
derecho a efectuarlo.
—Yo no sé de leyes. Lo que sé
es que me han robado el broche, ¡y lo he de encontrar!
La dama dio un enérgico
cuchillazo en el plato, y sus ojos lanzaron temerosos rayos de cólera.
—¡Y le ruego a usted —añadió
dirigiéndose a su marido— que no se mezcle en mis asuntos!
El señor Kuchkin bajó los ojos y
exhaló un suspiro.
Macha, cuando llegó a su cuarto,
se dejó caer de nuevo en la cama. No sentía ya temor ni vergüenza;
lo único que sentía era un deseo violento de volver al comedor y
darle un par de bofetadas a aquella señora grosera, malévola, altiva,
pagada de sí. ¡Oh, si ella pudiera comprar un broche costosísimo y
tirárselo a la cara a la innoble mujer!
¡Oh, si la señora Kuchkin se
arruinase y llegara a conocer todas las miserias y todas las
humillaciones y se viera un día forzada a pedirle limosna! ¡Con qué
placer se la daría ella, Macha Pavletskaya!
¡Oh, si ella heredase una gran
fortuna! ¡Qué delicia pasar en un hermoso coche, con insolente
estrépito, por delante de las ventanas de la señora Kuchkin!
Pero todo aquello era pura
fantasía, sueños. Había que pensar en las cosas reales. Ella no
podía continuar allí ni una hora. Era triste, en verdad, el perder
la colocación y tener que volver a la casa paterna, tan pobre; pero
era preciso. No podía ver a la señora, y el cuarto se le caía
encima. Se ahogaba entre aquellas paredes. La señora Kuchkin, con sus
enfermedades imaginarias y sus pujos de dama prócer, le inspiraba
profunda repulsión. Sólo el oír su voz le crispaba los nervios. ¡Sí,
había que marcharse en seguida de aquella casa!
Macha saltó del lecho y se puso a
hacer el equipaje.
—¿Se puede? —preguntó
detrás de la puerta la voz del señor Kuchkir.
—¡Adelante!
El amo entró y se detuvo a pocos
pasos del umbral. Su mirada era turbia y brillaba su nariz roja. Se
tambaleaban un poco. Tenía la costumbre de beber cerveza en
abundancia después de comer.
—¿Qué hace usted? —preguntó,
mirando las maletas abiertas.
—El equipaje para irme. No puedo
continuar aquí. Ese registro ha sido para mí un insulto intolerable.
—Comprendo su indignación de
usted...; pero hace usted mal en tomarlo tan por la tremenda. La cosa,
al cabo, no es tan grave...
La muchacha no contestó y siguió
entregada a sus preparativos.
El señor Kuchkin se retorció el
bigote, la miró en silencio unos instantes y añadió:
—Comprendo su indignación,
señorita; pero... hay que ser indulgente. Ya sabe usted que mi mujer
es muy nerviosa y está un poco tocada... No se le debe juzgar
demasiado severamente.
Macha siguió callada.
—Si usted se considera ofendida
hasta tal punto, yo estoy dispuesto a pedirle perdón. ¡Perdón,
señorita!
La institutriz no despegó los
labios. Sabía que aquel hombre, casi siempre borracho, sin voluntad,
sin energía, era un cero a la izquierda en la casa. Hasta la
servidumbre lo trataba con muy poco respeto. Sus excusas no tenían
valor alguno.
—¿No contesta usted? ¿No le
basta que yo le pida perdón? Se lo pediré entonces en nombre de mi
mujer... Como caballero, debo reconocer su falta de tacto...
El señor Kuchkin dio algunos
pasos por el cuarto, suspiró y prosiguió:
—¿Quiere usted, pues, que la
conciencia me remuerda toda la vida, señorita? ¿Quiere usted que yo
sea el más desgraciado de los hombres?...
—Ya sé yo, Nicolás
Sergueyevich —le contestó Macha, volviendo hacia él sus grandes
ojos arrasados en lágrimas—, ya sé yo que no tiene usted la culpa.
Puede usted tener la conciencia tranquila.
—Sí, pero... ¡Se lo ruego, no
se vaya usted!
Macha movió negativamente la
cabeza.
Nicolás Sergueyevich se detuvo
junto a la ventana y se puso a tamborilear con los dedos en los
cristales.
—¡Si supiera usted —dijo—
lo bochornoso que es todo esto para mí! ¿Qué quiere usted? ¿Que le
pida perdón de rodillas? Usted ha sido herida en su orgullo, en su
amor propio; pero yo también tengo amor propio, y usted lo pisotea...
¿Me obligará usted a decirle una cosa que ni al confesor se la
diría a la hora de mi muerte?
Macha no contestó.
—Bueno; ya que se empeña usted,
se lo diré todo. ¡Soy yo quien ha robado el broche de mi mujer!...
¿Está usted contenta?... Yo he sido, yo... Naturalmente, cuento con
su discreción de usted, y espero que no se lo dirá a nadie... Ni una
palabra, ni la menor alusión, ¿eh?
Macha, estupefacta, aterrada,
seguía haciendo el equipaje. Con mano nerviosa echaba a la maleta su
ropa blanca, sus vestidos. La pasmosa confesión del señor Kuchkin
aumentaba su prisa de irse. ¿Cómo había podido vivir tanto tiempo
entre aquella gente?
—¿Está usted asombrada? —preguntó,
tras un corto silencio, Nicolás Sergueyevich. ¡Es una historia muy
sencilla, una historia vulgar! Yo necesito dinero y mi mujer no me lo
da. Esta casa y cuanto hay en ella eran de mi padre. Todo esto es mío.
Mío es también el broche. Lo heredé de mi madre. Y, sin embargo, ya
ve usted, mi mujer lo ha acaparado todo, se ha apoderado de todo...
Comprenderá usted que no voy a llevar el asunto a los tribunales...
Le ruego, señorita, que no me juzgue con demasiada severidad.
Perdóneme y quédese. Comprender es perdonar... ¿Se queda usted?
—¡No! —contestó con voz
firme y resuelta la muchacha, llena de indignación—. ¡Le ruego que
me deje en paz!
—¡Qué vamos a hacerle! —suspiró
el beodo, sentándose junto a la maleta—. Me place que haya aún
quien se indigne, quien se ofenda, quien defienda su honor... No me
cansaría nunca de admirar ese gesto de indignación... ¿No quiere
usted, pues, seguir aquí?... Lo comprendo... ¡Quién estuviera en su
lugar!... Usted se irá, y yo..., ¡yo no podré nunca dejar esta
casa! Hubiera podido retirarme al campo, a alguna de las fincas que
heredé de mi padre; pero mi mujer ha colocado en ellas de
administradores, de agrónomos y de capataces a una taifa de bribones,
¡el diablo se los lleve!, que me hubieran hecho la vida imposible...
—¡Nicolás Sergueyevich! —gritó
por el pasillo la señora Kuchkin—. ¿Dónde se ha metido?
—¿Conque no quiere usted
quedarse? —preguntó el amo, levantándose y dirigiéndose a la
puerta—. Lo mejor sería que se quedase... Yo vendría todas las
noches a charlar un rato con usted... Si se va usted seré aún más
desgraciado. Usted es en la casa la única persona que tiene cara
humana. ¡Es terrible!
Y miraba a la institutriz con ojos
suplicantes; pero ella movió negativamente la cabeza. El señor
Kuchkin salió del aposento, pintada en el rostro la desesperación.
Media hora después Macha
Pavletskaya disponíase a tomar el tren.
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