Antón Chéjov
(Ucrania, 1860 - Alemania, 1904)
Una pequeñez (1886)
[Otros títulos en español: “Pequeñeces”, “Pequeñeces de la vida”, “Asuntos cotidianos”]
(“Житейская мелочь”)
Originalmente publicado en La Gaceta de San Petersburgo, 267 (29 de septiembre de 1886);
Obras completas, con algunas modificaciones (1899, tomo II)
Nicolás Ilich Beliayev, rico
propietario de Pertersburgo, aficionado a las carreras de caballos,
joven aún —treinta y dos años—, grueso, de mejillas sonrosadas,
contento de sí mismo, se encaminó, ya anochecido, a casa de Olga
Ivanovna Irnina, con la que vivía, o, como decía él, arrastraba una
larga y tediosa novela. En efecto: las primeras páginas, llenas de
vida e interés, habían sido saboreadas, hacía mucho tiempo, y las
que las seguían sucedíanse sin interrupción, monótonas y grises.
Olga Ivanovna no estaba en casa, y
Beliayev pasó al salón y se tendió en el canapé.
—¡Buenas noches, Nicolás Ilich!
—le dijo una voz infantil—. Mamá vendrá en seguida. Ha ido con
Sonia a casa de la modista.
Al oír aquella voz, advirtió
Beliayev que en un ángulo de la estancia estaba tendido en un sofá
el hijo de su querida, Alecha, un chiquillo de ocho años, esbelto,
muy elegantito con su traje de terciopelo y sus medias negras. Roca
arriba, sobre un almohadón de tafetán, levantaba alternativamente
las piernas, sin duda imitando al acróbata que acababa de ver en el
circo. Cuando se le cansaban las piernas realizaba ejercicios
análogos con los brazos. De cuando en cuando se incorporaba de un
modo brusco y se ponía en cuatro patas. Todo esto lo hacía con una
cara muy seria, casi dramática, jadeando, como si considerase una
desgracia el que le hubiera dado Dios un cuerpo tan inquieto.
—¡Buenas noches, amigo! —contestó
Beliayev—. No te había visto. ¿Mamá está bien?
Alecha, que ejecutaba en aquel
momento un ejercicio sumamente difícil, se volvió hacia él.
—Le diré a usted... Mamá no
está bien nunca. Es mujer, y las mujeres siempre se quejan de algo...
Beliayev, para matar el tiempo, se
puso a observar la faz del niño. Hasta entonces, en todo el tiempo
que llevaba en relaciones íntimas con Olga Ivanovna, casi no se
había fijado en él, no dándole más importancia que a cualquier
mueble insignificante.
Ahora, en las tinieblas del anochecer, la frente pálida de Alecha y
sus ojos negros recordábanle a la Olga Ivanovna del principio de la
novela. Y quiso mostrarle un poco de afecto al chiquillo.
—¡Ven aquí, bicho! —le dijo—
Déjame verte más de cerca.
El chiquillo saltó del sofá y
corrió al canapé.
—Bueno —comenzó Beliayev,
poniéndole una mano en el hombro.— ¿Cómo te va?
—Le diré a usted... Antes me
iba mejor.
—¿Y eso?
—Es muy sencillo. Antes, mi
hermana y yo leíamos y tocábamos el piano, y ahora nos obligan a
aprendernos de memoria poesías francesas... ¿Se ha cortado usted el
pelo hace poco?
—Sí, hace unos días.
—¡Ya lo veo! Tiene usted la
perilla más corta. ¿Me deja usted tocársela?... ¿No le hago daño?...
—¿Por qué cuando se tira de un
solo pelo duele y cuando se tira de todos a la vez casi no se siente?
El chiquillo empezó a jugar con
la cadena del reloj de su interlocutor y prosiguió:
—Cuando yo sea colegial, mamá
me comprará un reloj. Y le diré que también me compre una cadena
como esta. ¡Queé dije más bonito! Como el de papá... Papá lleva
en el dije un retratito de mamá... La cadena es mucho más larga que
la de usted...
—¿Y tú cómo lo sabes? ¿Ves a
tu papá?
—¿Yo?... No... Yo...
Alecha se puso colorado y se
turbó mucho, como un hombre cogido en una mentira.
Beliayev lo miró fijamente, y le
preguntó:
—Ves a papá..., ¿verdad?
—No, no... Yo...
—Dímelo francamente, con la
mano sobre el corazón. Se te conoce en la cara que ocultas la verdad.
No seas taimado. Le ves, no lo niegues... Háblame como a un amigo.
Alecha reflexiona un poco.
—¿Y usted no se lo dirá a
mamá?
—¡Claro que no! No tengas
cuidado.
—¿Palabra de honor?
—¡Palabra de honor!
—¡Júramelo!
—¡Dios mío, qué pesado eres!
¿Por quién me tomas?
Alecha miró a su alrededor,
abrió mucho los ojos y susurró:
—Pero, ¡por Dios, no le diga
usted nada a mamá! Ni a nadie, porque es un secreto. Si mamá se
entera, yo, Sonia y Pelagueya, la criada, nos la ganaremos. Pues bien,
oiga usted: yo y Sonia nos vemos con papá los martes y los viernes.
Cuando Pelagueya nos lleva de paseo vamos a la confitería Aspel,
donde nos espera papá en un cuartito aparte. En el cuartito que hay
una mesa de mármol y encima un cenicero que representa una oca.
—¿Y qué hacéis allí?
—Nada. Primero nos saludamos,
luego nos sentamos todos a la mesa y papá nos convida a café y a
pasteles. A Sonia le gustan los pastelillos de carne, pero yo dos
detesto. Prefiero los de col y los de huevo. Como comemos mucho,
cuando volvemos a casa no tenemos gana. Sin embargo, cenamos, para que
mamá no sospeche, nada.
—¿De qué habláis con papá?
—De todo. Nos acaricia, nos besa,
nos cuenta cuentos. ¿Sabe usted? Y dice que cuando seamos mayores nos
llevará a vivir con él. Sonia no quiere; pero yo sí. Claro que me
aburriré sin mamá; pero podré escribirle cartas. Y hasta podré
venir a verla los días de fiesta, ¿verdad? Papá me ha prometido
comprarme un caballo. ¡Es más bueno! No comprendo cómo mamá no le
dice que se venga a casa y no quiere ni que le veamos. Siempre nos
pregunta cómo está y qué hace. Cuando estuvo enferma y se lo
dijimos, se cogió la cabeza con las dos manos..., así..., y empezó
a ir y venir por la habitación como un loco... Siempre nos aconseja
que obedezcamos y respetemos a mamá... Diga usted: ¿es verdad que
somos desgraciados?
—¿Por qué?
—No sé; papá lo dice: «Sois
unos desgraciadas —nos dice—, y mamá, la pobre, también, y yo;
todos nosotros.» Y nos suplica que recemos para que Dios nos ampare.
Alecha calló y se quedó
meditabundo. Reinó un corto silencio.
—¿Conque sí? —dijo, al cabo,
Beliayev—. ¿Conque celebráis mítines en las confiterías? ¡Tiene
gracia! ¿Y mamá no sabe nada?
—¿Cómo lo va a saber?
Pelagueya no dirá nada... ¡Ayer nos dio papá unas peras!... Estaban
dulces como la miel. Yo me comí dos...
—Y dime... ¿Papá no habla de
mí?
—¿De usted? Le aseguro...
El chiquillo miró fijamente a
Beliayev, y concluyó:
—Le aseguro que no habla nada de
particular.
—Pero, ¿por qué no me lo
cuentas?
—¿No se ofenderá usted?
—¡No, tonto! ¿Habla mal?
—No; pero... está enfadado con
usted. Dice que mamá es desgraciada por culpa de usted; que usted ha
sido su perdición. ¡Qué cosas tiene papá! Yo le aseguro que usted
es bueno y muy amable con mamá; pero no me cree, y, al oírme,
balancea la cabeza.
—¿Conque afirma que yo he sido
la perdición...?
—Sí. ¡Pero no se enfade usted,
Nicolás Ilich!
Beliayev se levantó y empezó a
pasearse por el salón.
—¡Es absurdo y ridículo! —balbuceaba,
encogiéndose de hombros y con una sonrisa amarga—. Él es el
principal culpable y afirma que yo he sido la perdición de Olga. ¡Es
irritante!
Y, dirigiéndose al chiquillo,
volvió a preguntar:
—¿Conque te ha dicho que yo he
sido la perdición de tu madre?
—Sí; pero... usted me ha
prometido no enfadarse.
—¡Déjame en paz!... ¡Vaya una
situación lucida!
Se oyó la campanilla. El
chiquillo corrió a la puerta. Momentos después entró en el salón
con su madre y su hermanita.
Beliayev saludó con la cabeza y
siguió paseándose.
—¡Claro! —murmuraba— ¡El
culpable soy yo! ¡Él es el marido y le asisten todos los derechos!
—¿Qué hablas? —preguntó
Olga Ivanovna.
—¿No sabes lo que predica tu
marido a tus hijos? Según él, soy un infame, un criminal; he sido la
perdición tuya y de los niños. ¡Todos sois unos desgraciados y el
único feliz soy yo! ¡Ah, qué feliz soy!
—No te entiendo, Nicolás. ¿Qué
sucede?
—Pregúntale a este caballerito
—dijo Beliayev, señalando a Alecha.
El chiquillo se puso colorado como
un tomate; luego palideció. Se pintó en su faz un gran espanto.
—¡Nicolás Ilich!—balbuceó—,
le suplico...
Olga Ivanovna miraba
alternativamente, con ojos de asombro, a su hijo y a Beliayev.
—¡Pregúntale!—prosiguió
este— La imbécil de Pelagueya lleva a tus hijas a las confiterías,
donde les arregla entrevistas con su padre. ¡Pero eso es lo de menos!
Lo gracioso es que su padre, según les dice él, es un mártir y yo
soy un canalla, un criminal, que ha deshecho vuestra felicidad...
—¡Nicolás Ilich! —gimió
Alecha—, usted me había dado su palabra de honor...
—¡Déjame en paz! ¡Se trata de
cosas más importantes que todas las palabras de honor! ¡Me indignan,
me sacan de quicio tanta doblez, tanta mentira!
—Pero dime —preguntó Olga,
con las lágrimas en los ojos, dirigiéndose a su hijo—: ¿te vas
con papá? No comprendo...
Alecha parecía no haber oído la
pregunta, y miraba con horror a Beliayev.
—¡No es posible! —exclama su
madre—. Voy a preguntarle a Pelagueya.
Y salió.
—¡Usted me había dado su
palabra de honor...! —dijo el chiquillo, todo trémulo, clavando en
Beliayev los ojos, llenos de horror y de reproches.
Pero Beliayev no le hizo caso y
siguió paseándose por el salón, excitadísimo, sin mas
preocupación que la de su amor propio herido.
Alecha se llevó a su hermana a un
rincón y le contó, con voz que hacía temblar la cólera, cómo le
habían engañado. Lloraba a lágrima viva y fuertes estremecimientos
sacudían todo su cuerpo. Era la primera vez, en su vida, que chocaba
con la mentira de un modo tan brutal.
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