Antón Chéjov
(Ucrania, 1860 - Alemania, 1904)
Vanka (1886)
(“Ванька”)
Originalmente publicado en la Gaceta de San Petersburgo, 354,
sección “Cuentos de Navidad” (25 de diciembre de 1886);
Cuentos (1888);
Los niños (1898);
Obras completas (1899, tomo IV)
Vanka Chukov, un muchacho de
nueve años, a quien habían colocado hacía tres meses en casa del
zapatero Alojin para que aprendiese el oficio, no se acostó la noche
de Navidad.
Cuando los amos y los oficiales se
fueron, cerca de las doce, a la iglesia para asistir a la misa del
Gallo, cogió del armario un frasco de tinta y un portaplumas con una
pluma enrobinada, y, colocando ante él una hoja muy arrugada de papel,
se dispuso a escribir.
Antes de empezar dirigió a la
puerta una mirada, en la que se pintaba el temor de ser sorprendido,
miró al icono obscuro del rincón y exhaló un largo suspiro.
El papel se hallaba sobre un banco,
ante el cual estaba él de rodillas.
«Querido abuelo Constantino,
Makarich —escribió—: Soy yo quien te escribe. Te felicito con
motivo de las Navidades y le pido a Dios que te colme de venturas. No
tengo papá ni mamá; sólo te tengo a ti...
Vanka miró a la obscura ventana,
en cuyos cristales se reflejaba da bujía, y se imaginó a su abuelo
Constantino Makarich, empleado a la sazón como guardia nocturno en
casa de los señores Chivarev. Era un viejecillo enjuto y vivo,
siempre risueño y con ojos de bebedor. Tenía sesenta y cinco años.
Durante el día dormía en la cocina o bromeaba con los cocineros, y
por la noche se paseaba, envuelto en una amplia pelliza, en torno de
la finca, y golpeaba de vez en cuando con un bastoncillo una pequeña,
plancha cuadrada, para dar fe de que no dormía y atemorizar a los
ladrones. Acompañábanle dos perros: Canelo y Serpiente. Este último
se merecía su nombre: era largo de cuerpo y muy astuto, y siempre
parecía ocultar malas intenciones; aunque miraba a todo el mundo con
ojos acariciadores, no le inspiraba a nadie confianza. Se adivinaba,
bajo aquella máscara de cariño, una perfidia jesuítica.
Le gustaba acercarse a la gente
con suavidad, sin ser notado, y morderla en las pantorrillas. Con
frecuencia robaba pollos de casa de los campesinos. Le pegaban grandes
palizas; dos veces había estado a punto de morir ahorcado; pero
siempre salía con vida de los más apurados trances y resucitaba
cuando le tenían ya por muerto.
En aquel momento, el abuelo de
Vanka estaría, de fijo, a la puerta, y mirando las ventanas
iluminadas de la iglesia, embromaría a los cocineros y a las criadas,
frotándose las manos para calentarse. Riendo con risita senil les
daría vaya a las mujeres.
—¿Quiere usted un polvito? —es
preguntaría, acercándoles la tabaquera a la nariz.
Las mujeres estornudarían. El
viejo, regocijadísimo, prorrumpiría en carcajadas y se apretaría
con ambas manos los ijares.
Luego les ofrecería un polvito a
los perros. El Canelo estornudaría, sacudiría la cabeza, y, con el
gesto huraño de un señor ofendido en su dignidad, se marcharía. El
Serpiente, hipócrita, ocultando siempre sus verdaderos sentimientos,
no estornudaría y menearía el rabo.
El tiempo sería soberbio. Habría
una gran calma en la atmósfera, límpida y fresca. A pesar de la
obscuridad de la noche, se vería toda la aldea con sus tejados
blancos, el humo de las chimeneas, los árboles plateados por la
escarcha, los montones de nieve. En el cielo, miles de estrellas
parecerían hacerle alegres guiños a la Tierra. La Vía Láctea se
distinguiría muy bien, como si, con motivo de la fiesta, la hubieran
lavado y frotado con nieve...
Vanka, imaginándose todo esto,
suspiraba.
Tomó de nuevo la pluma y
continuó escribiendo:
«Ayer me pegaron. El maestro me
cogió por los pelos y me dio unos cuantos correazos por haberme
dormido arrullando a su nene. El otro día la maestra me mandó
destripar una sardina, y yo, en vez de empezar por la cabeza, empecé
por la cola; entonces la maestra cogió la sardina y me dio en la cara
con ella. Los otros aprendices, como son mayores que yo, me mortifican,
me mandan por vodka a la taberna y me hacen robarle pepinos a la
maestra, que, cuando se entera, me sacude el polvo. Casi siempre tengo
hambre. Por la mañana me dan un mendrugo de pan; para comer, unas
gachas de alforfón; para cenar, otro mendrugo de pan. Nunca me dan
otra cosa, ni siquiera una taza de té. Duermo en el portal y paso
mucho frío; además, tengo que arrullar al nene, que no me deja
dormir con sus gritos... Abuelito: sé bueno, sácame de aquí, que no
puedo soportar esta vida. Te saludo con mucho respeto y te prometo
pedirle siempre a Dios por ti. Si no me sacas de aquí me moriré.»
Vanka hizo un puchero, se frotó
los ojos con el puño y no pudo reprimir un sollozo.
«Te seré todo lo útil que pueda
—continuó momentos después—. Rogaré por ti, y si no estás
contento conmigo puedes pegarme todo lo que quieras. Buscaré trabajo,
guardaré el rebaño. Abuelito: te ruego que me saques de aquí si no
quieres que me muera. Yo escaparía y me iría a la aldea contigo;
pero no tengo botas, y hace demasiado frío para ir descalzo. Cuando
sea mayor te mantendré con mi trabajo y no permitiré que nadie te
ofenda. Y cuando te mueras, le rogaré a Dios por el descanso de tu
alma, como le ruego ahora por el alma de mi madre.
«Moscú es una ciudad muy grande.
Hay muchos palacios, muchos caballos, pero ni una oveja. También hay
perros, pero no son como los de la aldea: no muerden y casi no ladran.
He visto en una tienda una caña de pescar con un anzuelo tan hermoso,
que se podrían pescar con ella los peces más grandes. Se venden
también en las tiendas escopetas de primer orden, como la de tu
señor. Deben costar muy caras, lo menos cien rublos cada una. En las
carnicerías venden perdices, liebres, conejos, y no se sabe dónde
los cazan.
«Abuelito: cuando enciendan en
casa de los señores el árbol de Navidad, coge para mí una nuez
dorada y escóndela bien. Luego, cuando yo vaya, me la darás.
Pídesela a la señorita Olga Ignatievna; dile que es para Vanka.
Verás cómo te la da.»
Vanka suspira otra vez y se queda
mirando a la ventana. Recuerda que todos los años, en vísperas de la
fiesta, cuando había que buscar un árbol de Navidad para los
señores, iba él al bosque con su abuelo. ¡Dios mío, qué encanto!
El frío le ponía rojas las mejillas; pero a él no le importaba. El
abuelo, antes de derribar el árbol escogido, encendía la pipa y
decía algunas chirigotas acerca de la nariz helada de Vanka. Jóvenes
abetos, cubiertos de escarcha, parecían, en su inmovilidad, esperar
el hachazo que sobre uno de ellos debía descargar la mano del abuelo.
De pronto, saltando por encima de los montones de nieve, aparecía una
liebre en precipitada carrera. El abuelo, al verla, daba muestras de
gran agitación y, agachándose, gritaba:
—¡Cógela, cógela! ¡Ah,
diablo!
Luego el abuelo derribaba un abeto,
y entre los dos le trasladaban a la casa señorial. Allí, el árbol
era preparado para la fiesta. La señorita Olga Ignatievna ponía
mayor entusiasmo que nadie en este trabajo. Vanka la quería mucho.
Cuando aún vivía su madre y servía en casa de los señores, Olga
Ignatievna le daba bombones y le enseñaba a leer, a escribir, a
contar de uno a ciento y hasta a bailar. Pero, muerta su madre, el
huérfano Vanka pasó a formar parte de la servidumbre culinaria, con
su abuelo, y luego fue enviado a Moscú, a casa del zapatero Alajin,
para que aprendiese el oficio...
«¡Ven, abuelito, ven! —continuó
escribiendo, tras una corta reflexión, el muchacho—. En nombre de
Nuestro Señor te suplico que me saques de aquí. Ten piedad del
pobrecito huérfano. Todo el mundo me pega, se burla de mí, me
insulta. Y, además, siempre tengo hambre. Y, además, me aburro
atrozmente y no hago más que llorar. Anteayer, el ama me dio un
pescozón tan fuerte, que me caí y estuve un rato sin poder
levantarme. Esto no es vivir; los perros viven mejor que yo...
Recuerdos a la cocinera Alena, al cochero Egorka y a todos nuestros
amigos de la aldea. Mi acordeón guárdale bien y no se lo dejes a
nadie. Sin más, sabes te quiere tu nieto
VANKA CHUKOV.
Ven en seguida, abuelito.»
Vanka plegó en cuatro dobleces la
hoja de papel y la metió en un sobre que había comprado el día
anterior. Luego, meditó un poco y escribió en el sobre la siguiente
dirección:
«En la aldea, a mi abuelo.»
Tras una nueva meditación,
añadió:
«Constantino Makarich.»
Congratulándose de haber escrito
la carta sin que nadie se lo estorbase se puso la gorra, y, sin otro
abrigo, corrió a la calle.
El dependiente de la carnicería,
a quien aquella tarde le había preguntado, le había dicho que las
cartas debían echarse a los buzones, de donde las recogían para
llevarlas en troika a través del mundo entero.
Vanka echó su preciosa epístola
en el buzón más próximo...
Una hora después dormía, mecido
por dulces esperanzas.
Vio en sueños la cálida estufa
aldeana. Sentado en ella, su abuelo les leía a las cocineras la carta
de Vanka. El perro Serpiente paseábase en torno de la estufa y
meneaba el rabo...
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