Arthur Conan Doyle
(Edinburgh, Inglaterra, 1859 - Crowborough, Inglaterra, 1930)


La aventura de la diadema de Berilos (1892)
(“The Adventure of the Beryl Coronet”)
Originalmente publicado en The Indianapolis News (16 & 23 de abril de 1892);
re-impreso en The Strand Magazine (mayo 1892);
The Adventures of Sherlock Holmes
(Londres: George Newnes Ltd, 1892, 307 págs.)



      —Holmes —dije una mañana, mientras contemplaba la calle desde nuestra ventana—, por ahí viene un loco. Es lamentable que su familia le deje salir solo de casa.
       Mi amigo se levantó perezosamente de su sillón y, con las manos en los bolsillos del batín, atisbó por encima de mi hombro. Era una mañana fresca y luminosa de febrero, y la nieve del día anterior seguía todavía acumulada en el suelo, en una espesa capa que resplandecía bajo el sol invernal. En el centro de la calzada de Baker Street, el tráfico la había reducido a una franja terrosa y parda, pero a ambos lados de la calzada y en los bordes de las aceras seguía tan blanca como cuando cayó. Habían limpiado y barrido el pavimento, pero aún resultaba peligrosamente resbaladizo, por lo que se veían menos peatones que de costumbre. De hecho, desde la estación de metro no venía nadie, excepto el solitario caballero cuya excéntrica conducta me había llamado la atención.
       Se trataba de un hombre de unos cincuenta años, alto, corpulento, de aspecto imponente y con un rostro de rasgos muy marcados. El atuendo era serio pero lujoso: levita negra, sombrero reluciente, impolutas polainas de color pardo y pantalones gris perla de muy buen corte. Sin embargo, su forma de comportarse ofrecía un absurdo contraste con la dignidad de su atuendo y de su aspecto, porque avanzaba a todo correr, dando de vez en cuando un saltito, como lo hace un hombre fatigado y que está poco habituado a exigir a sus piernas ningún esfuerzo. Y mientras corría alzaba y bajaba las manos, movía de un lado a otro la cabeza y deformaba su rostro con muecas extravagantes.
       —¿Qué demonios le puede pasar? —pregunté—. Está mirando los números de las casas.
       —Me parece que viene aquí —dijo Holmes, frotándose las manos.
       —¿Aquí?
       —Sí, y yo diría que viene a hacer una consulta profesional. Creo reconocer los síntomas. ¡Ajá! ¿No se lo he dicho?
       Mientras Holmes hablaba, el hombre había llegado, jadeando y resoplando, a nuestra puerta. Dio tal tirón a la campanilla que la llamada retumbó en toda la casa.
       Un instante después estaba en nuestra habitación, todavía resoplando y gesticulando, pero con una expresión tan intensa de desesperación y sufrimiento en los ojos que nuestras sonrisas se trocaron al instante en espanto y compasión. Durante un rato fue incapaz de articular palabra. Siguió balanceando su cuerpo de un lado a otro y tirándose de los cabellos como una persona arrastrada más allá de los límites de la razón. De pronto se puso en pie de un salto y empezó a golpearse la cabeza contra la pared, con tal fuerza que Holmes y yo nos precipitamos sobre él y lo devolvimos al centro de la habitación. Holmes lo hizo sentar en la butaca y, acomodándose a su lado, le dio unas palmaditas en la mano e intentó tranquilizarlo con el tono de voz suave y acariciador que tan bien sabía utilizar.
       —Ha venido usted a contarme su historia, ¿verdad? —le dijo—. Está fatigado a causa de la carrera que se ha dado. Aguarde, por favor, hasta que se haya recuperado, y entonces tendré mucho gusto en examinar cualquier problemilla que tenga a bien plantearme.
       El hombre permaneció más de un minuto jadeando y esforzándose en controlar sus emociones. Por fin se pasó un pañuelo por la frente, apretó los labios y volvió el rostro hacia nosotros.
       —Me han tomado por un loco, ¿verdad? —dijo.
       —Veo que está usted en un grave apuro —respondió Holmes.
       —¡No lo sabe usted bien! ¡Un apuro tan inesperado y tan terrible que me ha trastornado! Podría haber soportado la deshonra pública, aunque mi reputación ha sido siempre intachable. Y una desgracia privada puede ocurrirle a cualquiera. Pero las dos cosas juntas, y de una manera tan espantosa, me han destrozado el alma. Y además no se trata solo de mí. Esto afectará a los más encumbrados personajes de nuestro país, a menos que encontremos una salida.
       —Tranquilícese, por favor —dijo Holmes—, y expóngame con claridad quién es usted y qué le ha ocurrido.
       —Es posible que mi nombre les resulte familiar —respondió nuestro visitante—. Soy Alexander Holder, de la firma bancaria Holder and Stevenson, de Threadneedle Street.
       En efecto, conocíamos bien aquel nombre, pues pertenecía al socio más antiguo del segundo banco privado de la City de Londres. ¿Qué podía haber ocurrido para que uno de los ciudadanos más destacados de la ciudad se viera reducido a una condición tan lastimosa? Aguardamos, llenos de curiosidad, hasta que, con un nuevo esfuerzo, reunió energías suficientes para contar su historia.
       —Estoy convencido de que el tiempo tiene un gran valor —dijo—, y por eso me he apresurado a venir en cuanto el inspector me ha sugerido que intentara conseguir su cooperación. He venido en metro hasta Baker Street, y luego corriendo a pie, porque con esta nevada los coches van muy despacio. Por esa razón he llegado sin aliento, ya que no estoy acostumbrado a hacer ejercicio. Ahora me siento mejor y les expondré lo ocurrido del modo más conciso y al mismo tiempo más claro que me sea posible.
       »Naturalmente, ustedes ya saben que, para la buena marcha de una empresa bancaria, tan importante es saber encontrar inversiones rentables para nuestros fondos como ampliar nuestra clientela y el número de depositarios. Uno de los sistemas más lucrativos de invertir dinero son los préstamos, siempre que la garantía no ofrezca lugar a dudas. Los últimos años hemos realizado muchas operaciones de este tipo, y son muchas las familias de la aristocracia a las que hemos adelantado grandes sumas con la garantía de sus cuadros, bibliotecas u objetos de plata.
       »Ayer por la mañana, estaba yo en mi despacho del banco, cuando uno de los empleados me trajo una tarjeta. Di un respingo al leer el nombre. Era nada menos que… Bueno, quizá sea mejor que, incluso a ustedes, les diga solo que se trata de un nombre conocido en todo el mundo, uno de los más importantes, más nobles, más ilustres de Inglaterra. Me sentí abrumado por el honor e intenté decírselo cuando entró, pero él fue directamente al grano, con el aire de alguien que quiere despachar cuanto antes una tarea desagradable.
       »—Señor Holder —dijo—, me han informado de que usted suele prestar dinero.
       »—La firma lo hace, cuando las garantías son buenas —respondí.
       »—Me es absolutamente imprescindible —dijo él— disponer en el acto de cincuenta mil libras. Por supuesto, podría conseguir una suma diez veces mayor a esa insignificancia de cualquiera de mis amigos, pero prefiero que sea una operación comercial y llevarla personalmente. Ya comprenderá que en mi posición es poco conveniente contraer ciertas obligaciones.
       »—¿Puedo preguntar durante cuánto tiempo necesitará usted esta suma? —pregunté.
       »—El próximo lunes cobraré una cantidad importante, y podré, con toda seguridad, devolverle lo que usted me adelante, más los intereses que estime oportunos. Pero es imprescindible que disponga del dinero ahora mismo.
       »—Tendría mucho gusto en prestárselo sin más trámites de mi propio bolsillo, pero la cantidad excede bastante mis posibilidades. Por otra parte, si lo hago en nombre de la firma, tendré que insistir, por consideración a mi socio, en que, incluso tratándose de usted, se exijan todas las garantías pertinentes.
       »—Lo prefiero así mil veces —dijo él, mientras cogía un estuche de tafilete negro que había dejado a su lado—. Supongo que habrá oído hablar de la diadema de berilos.
       »—Una de las posesiones públicas más valiosas del Imperio —respondí yo.
       »—En efecto.
       »Abrió el estuche, y allí, enmarcada en suave terciopelo color carne, apareció la magnífica joya que acababa de nombrar.
       »—Son treinta y nueve berilos enormes —dijo él—, y el valor de la montura de oro es incalculable. La tasación más baja fijaría el precio de la diadema en más del doble de la suma que le pido. Estoy dispuesto a dejársela como garantía.
       »Cogí en mis manos el precioso estuche y miré con cierta perplejidad a mi ilustre visitante.
       »—¿Duda usted de su valor? —preguntó.
       »—En absoluto. Solo dudo…
       »—… que yo obre correctamente al dejarla aquí. Puede usted estar tranquilo. Ni en sueños se me ocurriría hacer algo así si no estuviese absolutamente seguro de poder recuperar la diadema dentro de cuatro días. Se trata de una mera formalidad. ¿Es garantía suficiente?
       »—Más que suficiente.
       »—Comprenderá, señor Holder, que con esto le doy una enorme prueba de la confianza que tengo en usted, basada en las referencias que me han dado. Confío en que no solo será discreto y se abstendrá de todo comentario sobre el asunto, sino que además, y por encima de todo, guardará la diadema con toda clase de precauciones, pues no hace falta decir que se organizaría un escándalo tremendo si sufriera el menor daño. Cualquier desperfecto podría ser tan grave como perderla por completo, ya que no existen en el mundo berilos como estos, y sería imposible sustituirlos por otros. No obstante, se la dejo con absoluta confianza y vendré a buscarla personalmente el lunes por la mañana.
       »Viendo que mi cliente estaba ansioso por marcharse, no dije nada más. Llamé al cajero y le di orden de que le pagara cincuenta mil libras en billetes. Sin embargo, cuando me quedé solo con el precioso estuche encima de la mesa, delante de mí, no pude evitar pensar con cierta inquietud en la enorme responsabilidad que había contraído. No cabía duda de que, al tratarse de una propiedad de la nación, el escándalo iba a ser terrible si le ocurría el menor percance. Empecé a lamentar haber aceptado quedarme con ella. Pero, dado que era demasiado tarde para cambiar las cosas, la guardé en mi caja fuerte privada y regresé a mi trabajo.
       »Al terminar la jornada, me pareció imprudente dejar un objeto tan valioso en la oficina. No sería la primera vez que se forzara la caja de un banquero. ¿Por qué no habría de pasarle a la mía? Decidí, por tanto, que durante los días siguientes llevaría siempre la diadema conmigo, para que nunca estuviera fuera de mi control. Con esta intención, llamé un coche y me hice llevar a mi casa de Streatham, portando conmigo la joya. Y no respiré tranquilo hasta haberla subido al piso de arriba y haberla encerrado en el escritorio de mi gabinete.
       »Y ahora unas palabras acerca de la gente que vive en mi casa, señor Holmes, porque quiero que comprenda perfectamente cuál es la situación. Mi mayordomo y mi lacayo duermen fuera, y se les puede descartar por completo. Tengo tres criadas que llevan años conmigo y cuya honradez está fuera de toda sospecha. La cuarta, Lucy Parr, segunda doncella, lleva solo unos meses a mi servicio. Sin embargo, trajo excelentes referencias y ha cumplido siempre a la perfección. Es una muchacha muy bonita, y de vez en cuando merodean admiradores alrededor de la casa. Es el único inconveniente que le hemos encontrado, pero, por lo demás, la consideramos una chica excelente en todos los sentidos.
       »Esto en cuanto al servicio. Mi familia es tan reducida que no me llevará mucho tiempo describirla. Soy viudo y tengo un solo hijo, Arthur, que ha constituido una decepción para mí, señor Holmes, una decepción terrible. Seguramente la culpa es mía. Todos dicen que le he mimado demasiado. Probablemente sea así. Cuando falleció mi querida esposa, sentí que Arthur era el único objeto de mi amor. No podía soportar que la sonrisa desapareciera de su rostro un solo instante. Nunca le negué un capricho. Tal vez hubiera sido mejor para los dos que yo me mostrara más severo, pero actué con la mejor intención del mundo.
       »Naturalmente yo hubiera deseado que me sucediera en el negocio, pero él no tenía la menor inclinación por las finanzas. Era atolondrado, díscolo y, para ser sinceros, no se le podían confiar sumas importantes de dinero. De joven, se hizo miembro de un club aristocrático, y allí, gracias a su simpatía, no tardó en trabar amistad con gente de bolsa bien provista y de costumbres caras. Se aficionó a jugar fuerte a las cartas y a apostar en las carreras, y acudía a mí constantemente para suplicarme que le diese un adelanto sobre su asignación para poder saldar las deudas de honor. En más de una ocasión intentó romper con aquellas peligrosas compañías, pero la influencia de su amigo, sir George Burnwell, le hizo volver siempre a las andadas.
       »A decir verdad, a mí no me extrañaba que un hombre como sir George Burnwell tuviera tamaña influencia sobre mi hijo, porque lo trajo con frecuencia a casa e incluso a mí me resultaba difícil resistirme a la seducción de su trato. Es mayor que Arthur, un hombre de mundo de la cabeza a los pies, que ha estado en todas partes y lo ha visto todo, conversador brillante y dotado de gran atractivo personal. Sin embargo, cuando pienso en él con frialdad, libre del hechizo de su presencia, me convenzo, por su manera cínica de expresarse y por la mirada que he descubierto en sus ojos, de que es una persona de la que se debe desconfiar profundamente. Eso pienso yo y eso piensa también mi pequeña Mary, que posee una gran intuición femenina en cuestiones de carácter.
       »Y ya solo queda ella por describir. Mary es mi sobrina, pero, cuando falleció mi hermano hace cinco años y la dejó sola en el mundo, yo la adopté y la he considerado desde entonces como mi propia hija. Es la alegría de la casa: dulce, cariñosa, guapa, excelente administradora y ama de hogar, y, al mismo tiempo, todo lo tierna, discreta y gentil que puede ser una mujer. Es mi mano derecha. No sé qué haría sin ella. Solo en un punto se ha opuesto a mis deseos. Mi hijo le ha pedido dos veces que se case con él, porque la ama apasionadamente, pero ella le ha rechazado ambas. Creo que si alguien podía devolverlo al buen camino era ella, y tal vez este matrimonio hubiera cambiado por entero la vida de mi hijo. Pero ahora ya es demasiado tarde. ¡Demasiado tarde sin remedio!
       »Ahora que ya conoce usted a la gente que vive bajo mi techo, señor Holmes, proseguiré mi doloroso relato.
       »Ayer noche, mientras tomábamos café en la sala después de la cena, les conté a Arthur y a Mary lo sucedido y les hablé del precioso tesoro que teníamos en casa, callando únicamente el nombre del cliente. Estoy seguro de que Lucy Parr, que nos había servido el café, había salido ya de la estancia, pero no puedo jurar que la puerta estuviera cerrada. Mary y Arthur se mostraron muy interesados y quisieron ver la famosa diadema, pero a mí me pareció mejor no tocarla.
       »—¿Dónde la ha guardado? —preguntó Arthur.
       »—En mi propio escritorio.
       »—Dios quiera que no entren ladrones en la casa esta noche —me dijo.
       »—Está cerrado con llave —repliqué.
       »—Bah, cualquier llave vieja sirve para abrir ese escritorio. Cuando yo era pequeño lo abría con la del armario del trastero.
       »Utilizaba con frecuencia ese modo insolente de hablar y no presté mucha atención a lo que decía. Pero ayer noche me siguió a mi habitación con una expresión muy seria.
       »—Escuche, papá —dijo, sin levantar la mirada—, ¿puede prestarme doscientas libras?
       »—¡No, no puedo! —respondí con enfado—. ¡He sido demasiado generoso contigo en cuestión de dinero!
       »—Ha sido muy amable —me dijo—, pero ahora necesito este dinero o no podré volver a pisar jamás el club.
       »—¡Pues me parecerá estupendo! —exclamé yo.
       »—De acuerdo, papá, pero no querrá que salga de allí deshonrado —dijo—. No podría soportar la vergüenza. Tengo que reunir como sea ese dinero, y, si usted no me lo da, me veré forzado a recurrir a otros medios.
       »Yo estaba muy enojado, porque era la tercera vez que me pedía dinero en un mes.
       »—¡No sacarás de mí ni un centavo! —le dije.
       »Y él me miró, me hizo una reverencia y salió de la habitación sin añadir palabra.
       »Cuando se hubo ido, abrí mi escritorio, comprobé que la joya seguía a salvo y la volví a encerrar bajo llave. Después hice una ronda por la casa para verificar que todo estaba en orden, tarea que suelo delegar en Mary, pero que anoche me pareció mejor realizar por mí mismo. Al bajar la escalera encontré a Mary junto a la ventana del vestíbulo, que cerró y aseguró mientras yo me acercaba.
       »—Dígame, papá —dijo algo preocupada, o eso me pareció a mí—, ¿le ha dado permiso a Lucy, la doncella, para que saliera esta noche?
       »—Desde luego que no.
       »—Pues acaba de entrar por la puerta de atrás. Estoy segura de que solo ha ido a verse con alguien, pero no me parece ni pizca prudente y habría que prohibírselo.
       »—Tendrás que hablar con ella por la mañana. O, si lo prefieres, le hablaré yo. ¿Estás segura de que todo está cerrado?
       »—Segurísima, papá.
       »—Entonces, buenas noches.
       »Le di un beso y volví a mi habitación, donde no tardé en dormirme.
       »Señor Holmes, estoy esforzándome por contarle cuanto pueda guardar alguna relación con el caso, pero le ruego que no vacile en preguntar si hay algún detalle que no queda claro.
       —Al contrario, su exposición está siendo sorprendentemente lúcida.
       —Llego ahora a una parte de mi historia que quiero que lo sea de modo especial. No tengo el sueño muy profundo y, sin duda, la ansiedad que sentía hizo que anoche fuera aún más ligero que de costumbre. A eso de las dos de la madrugada me despertó un ruido que sonaba dentro de la casa. Cuando estuve completamente despierto ya no se oía nada, pero había tenido la impresión de que una ventana se cerraba con sigilo. Escuché con toda el alma. De pronto, para mi inmenso espanto, oí el sonido inconfundible de unos pasos sigilosos en la habitación contigua. Me deslicé fuera de la cama, temblando de espanto, y miré por la rendija de la puerta de mi gabinete.
       »—¡Arthur! —grité—. ¡Miserable! ¡Ladrón! ¿Cómo te atreves a tocar la diadema?
       »La lámpara de gas ardía a medio volumen, tal como yo la había dejado, y mi desdichado hijo, vestido solo con camisa y pantalones, estaba de pie junto a ella, sosteniendo la diadema entre las manos. Parecía estar torciéndola o aplastándola con todas sus fuerzas. Al oír mi grito la dejó caer y se puso pálido como un muerto. Yo la recogí y la examiné. Faltaba uno de los extremos de oro, con tres de los berilos.
       »—¡Canalla! —grité, enloquecido de furia—. ¡La has roto! ¡Me has deshonrado para siempre! ¿Dónde están las gemas que has robado?
       »—¿Robado? —exclamó.
       »—¡Sí, ladrón! —rugí yo sacudiéndolo por los hombros.
       »—No falta ninguna. No puede faltar ninguna.
       »—¡Faltan tres! Y tú sabes dónde están. ¿Tendré que llamarte embustero además de ladrón? ¿Acaso no acabo de verte intentando arrancar otro pedazo?
       »—Ya he recibido suficientes insultos. No pienso seguir soportándolo. Puesto que usted prefiere insultarme, yo no diré una palabra más. Abandonaré esta casa por la mañana y me abriré camino por mis propios medios.
       »—¡Abandonarás la casa en manos de la policía! —grité yo, medio loco de dolor y de ira—. ¡Haré que el asunto se investigue hasta el final!
       »—Pues por mi parte no averiguará nada —dijo él, con un apasionamiento del que no le había creído capaz—. Si decide recurrir a la policía, que averigüen ellos lo que puedan.
       »Para aquel entonces toda la casa estaba ya revuelta, porque yo, llevado por la cólera, había alzado mucho la voz. Mary fue la primera en acudir corriendo a la habitación y, al ver la diadema y la cara de Arthur, comprendió lo que había sucedido. Dio un grito y cayó desmayada al suelo. Hice que la doncella avisara a la policía y puse inmediatamente la investigación en sus manos. Cuando el inspector y un agente de uniforme entraron en la casa, Arthur, que había permanecido todo el tiempo taciturno y con los brazos cruzados, me preguntó si albergaba la intención de acusarle de robo. Le respondí que no se trataba ya de un asunto privado sino público, puesto que la corona destrozada era propiedad de la nación. Yo estaba decidido a que la ley se cumpliera hasta sus últimas consecuencias.
       »—Al menos —dijo—, no me haga detener ahora mismo. Le conviene tanto como a mí dejarme salir de casa cinco minutos.
       »—Sí, para que puedas escapar, o tal vez esconder lo que has robado —repliqué.
       »Y entonces, al darme cuenta de la terrible situación en que me encontraba, le supliqué que recordara que no estaba únicamente en juego mi honor sino también el de alguien mucho más importante, y que su conducta podía provocar un escándalo que conmocionara a la nación entera. Podía evitarlo con solo decirme qué había hecho con las tres piedras que faltaban.
       »—Será mejor que afrontes la situación —le dije—. Has sido cogido con las manos en la masa, y confesar no agravará tu culpa. Si procuras repararla hasta donde te sea posible, diciendo dónde están los berilos, todo quedará perdonado y olvidado.
       »—Guarde su perdón para quien se lo pida —respondió apartándose de mí.
       »Comprendí que estaba demasiado maleado para que mis palabras tuvieran influencia sobre él. Solo restaba hacer una cosa. Llamé al inspector y se lo entregué. Llevaron a cabo un registro inmediato, no solo de su persona, sino también de su habitación y de todo rincón de la casa donde hubiera podido esconder las piedras preciosas. Pero no se encontró ni rastro de ellas. Y el miserable de mi hijo, pese a todas nuestras súplicas y amenazas, se negó a abrir la boca. Esta mañana lo han encerrado en una celda, y yo, tras cumplir todas las formalidades de la policía, he corrido a verle a usted para rogarle que aplique todo su talento a resolver el problema. La policía ha confesado sin reparos que por ahora no puede hacer nada. Incurra usted en cuantos gastos le parezcan necesarios. Ya he ofrecido una recompensa de mil libras. Dios mío, ¿qué voy a hacer? He perdido mi honor, mis piedras preciosas y a mi hijo en una sola noche. ¡Oh, qué puedo hacer!
       Se llevó las manos a la cabeza y empezó a balancearse hacia delante y hacia atrás, murmurando para sí, como un niño que no encuentra palabras para expresar su dolor.
       Sherlock Holmes permaneció callado unos minutos, con el ceño fruncido y los ojos clavados en el fuego de la chimenea.
       —¿Recibe usted muchas visitas? —preguntó por fin.
       —Ninguna, salvo mi socio con su familia y, de vez en cuando, algún amigo de Arthur. Sir George Burnwell ha estado varias veces en casa últimamente. Y me parece que nadie más.
       —¿Lleva usted una vida social ajetreada?
       —Arthur sí. Mary y yo nos quedamos en casa. A ninguno de los dos nos gustan las reuniones sociales.
       —Eso es poco frecuente en una muchacha joven.
       —Mary es muy tranquila. Además, ya no es tan joven. Tiene veinticuatro años.
       —Por lo que usted ha dicho, ese suceso la ha afectado mucho.
       —¡La ha afectado de un modo terrible! ¡Incluso más que a mí!
       —¿Ninguno de los dos ha dudado de la culpabilidad de su hijo?
       —¿Cómo podríamos dudar, si le he visto con mis propios ojos con la diadema en las manos?
       —Esto dista mucho de ser una prueba concluyente. ¿Estaba estropeado también el resto de la diadema?
       —Sí, toda ella estaba retorcida.
       —¿Y no cree posible que su hijo estuviera intentando enderezarla?
       —¡Dios le bendiga! ¡Está haciendo usted todo lo posible por él y por mí! Pero es una tarea que rebasa sus fuerzas. ¿Qué hacía él allí? Y, si sus intenciones eran inocentes, ¿por qué no lo dijo?
       —Precisamente. Y, si era culpable, ¿por qué no inventó una mentira? Su silencio puede tener dos significados distintos. El caso presenta varios puntos muy extraños. ¿Qué opinó la policía del ruido que le despertó a usted?
       —Opinan que pudo haberlo provocado Arthur al cerrar la puerta de su dormitorio.
       —¡Bonita explicación! ¡Como si un hombre que se propone cometer un robo fuera dando portazos para despertar a toda la casa! ¿Y qué han dicho de la desaparición de las piedras preciosas?
       —Todavía siguen agujereando el entarimado y escudriñando los muebles con la esperanza de encontrarlas.
       —¿No se les ha ocurrido buscar fuera de la casa?
       —Oh, sí, se han mostrado extraordinariamente activos. Han registrado el jardín palmo a palmo.
       —Dígame, querido señor —preguntó Holmes—, ¿no le parece ahora evidente que este asunto es mucho más complejo de lo que usted o la policía se inclinaron a creer en un principio? A usted le pareció un caso muy sencillo, y a mí me parece extremadamente complejo. Considere lo que implica su teoría. Implica que su hijo se levantó de la cama, se arriesgó a ir a su gabinete, forzó el escritorio, sacó la diadema, rompió un pedazo de la misma, fue a algún otro lugar, escondió tres de las treinta y nueve gemas tan hábilmente que nadie ha sido capaz de encontrarlas, y luego regresó con las treinta y seis restantes al gabinete, donde se exponía con total certeza a ser descubierto. Yo le pregunto: ¿se sostiene en pie esa teoría?
       —Pero ¿qué otra puede haber? —exclamó el banquero con un gesto desesperanzado—. Si sus motivos eran honrados, ¿por qué no los expone?
       —Esto es lo que nos corresponde a nosotros averiguar —replicó Holmes—. Así pues, señor Holder, si le parece bien, iremos juntos a Streatham y dedicaremos una hora a examinar más de cerca los detalles.
       Mi amigo insistió en que yo los acompañara en la expedición, a lo cual accedí de buena gana, porque la historia que acababa de escuchar había despertado mi curiosidad y mi simpatía. Confieso que la culpabilidad del hijo del banquero era para mí tan evidente como lo era para su infeliz padre, pero, aun así, mi fe en el buen criterio de Holmes era tan grande que me parecía que, mientras él no se mostrara satisfecho con la explicación comúnmente aceptada, existía aún base para concebir esperanzas. Durante todo el trayecto hasta el suburbio del sur, Holmes apenas pronunció palabra; permaneció con la barbilla sobre el pecho y el sombrero calado hasta las cejas, sumido en profundas reflexiones. Nuestro cliente parecía haber cobrado nuevos ánimos con el leve destello de esperanza que se le había ofrecido, y se enfrascó incluso en una voluble charla conmigo acerca de sus negocios. Un breve trayecto en ferrocarril y un todavía más breve paseo nos llevaron a Fairbank, la modesta residencia del gran financiero.
       Fairbank era una mansión cuadrada de buenas dimensiones, construida en piedra blanca y un poco alejada de la carretera. Un camino para carruajes atravesaba un césped cubierto de nieve y conducía a dos grandes puertas de hierro que cerraban la entrada. A mano derecha, había un bosquecillo del que partía un estrecho sendero que llevaba, flanqueado por dos setos bien cuidados, desde la carretera hasta la puerta de la cocina, y que venía a ser la entrada de servicio que utilizaban los proveedores. A mano izquierda, otro sendero conducía a los establos; no formaba parte de la finca, sino que se trataba de una vía pública, aunque poco transitada. Holmes nos abandonó ante la puerta y caminó muy despacio alrededor de la casa, a lo largo de la fachada, del sendero que utilizaban los proveedores y, rebasando el jardín trasero, del que conducía a los establos. Le llevó tanto tiempo que el señor Holder y yo entramos en el comedor y aguardamos junto a la chimenea su regreso. Nos encontrábamos allí, sentados en silencio, cuando se abrió la puerta y entró una joven. Era de estatura superior a la media, esbelta, de cabello y ojos oscuros, que lo parecían aún más por el contraste con la absoluta palidez de su cutis. No creo haber visto nunca una palidez tan mortal en el rostro de una mujer. También sus labios parecían desprovistos de sangre, y tenía los ojos enrojecidos de tanto llorar. Al avanzar en silencio por la habitación, transmitía una sensación de sufrimiento que me impresionó mucho más que la del banquero por la mañana, y que resultaba especialmente sorprendente en ella, pues se veía a las claras que era una mujer de carácter firme y con gran capacidad para dominarse. Ignorando mi presencia, se dirigió directamente a su tío y le pasó la mano por la cabeza en una dulce caricia femenina.
       —Habrá dado usted orden de que liberen a Arthur, ¿verdad, papá? —preguntó.
       —No, hija mía, no. Este asunto tiene que investigarse a fondo.
       —Pero yo estoy segura de que es inocente. Ya sabe lo que es la intuición femenina. Y yo tengo la certeza de que él no ha hecho nada malo y de que usted se arrepentirá de haber actuado con tanta precipitación.
       —¿Y por qué calla si es inocente?
       —¿Quién sabe? Tal vez porque le ofendió que usted sospechara de él.
       —¿Cómo no iba a sospechar, si vi con mis propios ojos que tenía la diadema entre las manos?
       —¡Pero solo la había cogido para mirarla! ¡Oh, papá, crea, por favor, en mi palabra de que es inocente! Dé por terminado este asunto y que no se hable más de él. ¡Es terrible pensar que nuestro querido Arthur está en la cárcel!
       —No daré por terminado el asunto hasta que aparezcan los berilos. ¡No lo haré, Mary! Tu cariño por Arthur te ciega y no te deja ver las terribles consecuencias que esto tendrá para mí. Lejos de abandonar el asunto, he traído de Londres a un caballero para que lo investigue más a fondo.
       —¿Este caballero? —preguntó ella volviéndose hacia mí.
       —No, su amigo. Ha querido que le dejáramos solo. En este momento recorre el sendero del establo.
       —¿El sendero del establo? —dijo la muchacha enarcando las cejas—. ¿Qué espera encontrar allí? ¡Ah, supongo que es este señor! Confío, caballero, en que logre usted demostrar lo que yo tengo por cierto: que mi primo Arthur es inocente de este robo.
       —Comparto plenamente su opinión, y, lo mismo que usted, también confío en que logremos demostrarlo —respondió Holmes, mientras retrocedía hasta el felpudo para quitarse la nieve de los zapatos—. Creo tener el honor de dirigirme a la señorita Mary Holder. ¿Puedo hacerle un par de preguntas?
       —Hágalas, por favor, si pueden ayudar a aclarar este horrible asunto.
       —¿No oyó usted nada anoche?
       —Nada, hasta que mi tío comenzó a hablar a gritos. Al oírlo acudí a toda prisa.
       —Usted se había encargado de cerrar las puertas y las ventanas. ¿Aseguró todas las ventanas?
       —Sí.
       —¿Seguían todas bien cerradas esta mañana?
       —Sí.
       —Una de sus doncellas tiene novio, ¿verdad? Creo que usted le comentó anoche a su tío que había salido para verse con él.
       —Sí, y es la misma chica que nos sirvió en la sala y que pudo oír los comentarios de mi tío acerca de la diadema.
       —Ya veo. Usted sugiere que esa muchacha pudo salir para contárselo a su novio y que pudieron planear entre los dos el robo.
       —Pero ¿de qué sirven todas estas vagas teorías? —les interrumpió impaciente el banquero—. ¿No le he dicho que vi a Arthur con la diadema en las manos?
       —Espere un poco, señor Holder. Ya volveremos sobre este punto. En cuanto a esta muchacha, señorita Holder, imagino que usted la vio regresar por la puerta de la cocina.
       —Sí. Cuando fui a comprobar si estaba cerrada, me tropecé con ella que entraba. También vi al hombre, en la oscuridad.
       —¿Le conoce usted?
       —¡Oh, sí! Es el tendero que nos trae las verduras. Se llama Francis Prosper.
       —¿Estaba a la izquierda de la puerta…, es decir, en un punto del sendero algo alejado de la puerta?
       —En efecto.
       —¿Y tiene ese hombre una pata de palo? Algo muy parecido al miedo apareció en los negros y expresivos ojos de la muchacha.
       —¡Ni que fuera usted mago! —dijo—. ¿Cómo sabe eso?
       La joven sonreía, pero en el rostro enjuto y preocupado de Holmes no asomó ninguna sonrisa.
       —Ahora me gustaría subir al piso de arriba —dijo—. Probablemente después tendré que volver a examinar la casa desde fuera. Pero quizá sea mejor que, antes de subir, eche un vistazo a las ventanas de la planta baja.
       Caminó rápidamente de una ventana a otra, deteniéndose solo ante la de mayor tamaño, la del vestíbulo, que daba al sendero de los establos. La abrió, y examinó atentamente el alféizar con su potente lupa.
       —Ahora vayamos arriba —dijo por fin.
       El gabinete del banquero era un cuartito amueblado con sencillez, con una alfombra gris, un gran escritorio y un espejo alargado. Holmes se dirigió en primer lugar al escritorio y observó la cerradura.
       —¿Qué llave se utilizó para abrirlo? —preguntó.
       —La misma que indicó mi hijo, la del armario del trastero.
       —¿La tiene usted aquí?
       —Es la que está encima de la mesita.
       Sherlock Holmes cogió la llave y abrió el escritorio.
       —Es una cerradura silenciosa —dijo—. No me extraña que usted no se despertara. Supongo que este estuche contiene la diadema. Tendremos que echarle un vistazo.
       Abrió el estuche, sacó la diadema y la depositó sobre la mesa. Era un magnífico ejemplar del arte de la joyería, y sus treinta y seis piedras eran las más hermosas que yo había visto nunca. Uno de los extremos de la diadema estaba torcido y roto, y le habían arrancado un pedazo con tres berilos.
       —Ahora, señor Holder —dijo Holmes—, aquí tiene el extremo de la diadema opuesto al que tan lamentablemente ha desaparecido Haga el favor de arrancarlo.
       El banquero retrocedió horrorizado.
       —Ni en sueños me atrevería a intentarlo —dijo.
       —Entonces lo haré yo.
       Con un gesto repentino, Holmes tiró del extremo de la joya con todas sus fuerzas, pero sin éxito.
       —Creo que ha cedido un poquito —dijo—, pero, aunque poseo una fuerza extraordinaria en los dedos, tardaría muchísimo tiempo en romperla. ¿Y qué cree usted que sucedería si la rompiera, señor Holder? Haría un ruido tan fuerte como un pistoletazo. ¿Quiere hacerme creer que todo esto sucedió a pocos metros de su cama y que usted no oyó nada?
       —No sé qué pensar. Estoy absolutamente a oscuras.
       —Tal vez lo vea usted más claro a medida que avancemos. ¿Qué opina usted, señorita Holder?
       —Confieso que comparto la perplejidad de mi tío.
       —Cuando vio usted a su hijo, señor Holder, ¿llevaba él zapatos o zapatillas?
       —Solo llevaba los pantalones y la camisa.
       —Gracias. No cabe duda de que hemos tenido una suerte extraordinaria en esta investigación, y, si no logramos esclarecer la incógnita, será exclusivamente por nuestra culpa. Con su permiso, señor Holder, ahora proseguiré mis investigaciones en el exterior.
       Insistió en salir solo, explicando que toda huella innecesaria haría más difícil su trabajo. Estuvo ocupado durante más de una hora, y, cuando por fin regresó, tenía los pies cubiertos de nieve y la expresión tan inescrutable como siempre.
       —Creo que ya he visto cuanto había que ver, señor Holder —dijo—. Le resultaré más útil si regreso a mi casa.
       —Pero ¿dónde están las piedras, señor Holmes?
       —No puedo decirlo.
       El banquero se retorció las manos.
       —¡No las volveré a ver! —gimió—. ¿Y mi hijo? ¿Me da usted esperanzas?
       —Mi opinión no se ha modificado en lo más mínimo.
       —Entonces, por el amor de Dios, ¿qué siniestro asunto tuvo lugar en mi casa la noche pasada?
       —Si pasa usted por mi apartamento de Baker Street mañana por la mañana entre las nueve y las diez, tendré sumo gusto en hacer lo posible por aclararlo. Doy por sentado que me concede usted carta blanca para actuar en su nombre, con tal de que recupere las piedras, y que no pone límites a los gastos que esto pueda acarrear.
       —Daría toda mi fortuna por recuperarlas.
       —Bien. Seguiré estudiando la cuestión. Adiós. Es posible que tenga que regresar aquí antes del anochecer.
       Para mí era evidente que Holmes se había formado ya una opinión sobre el caso, aunque ni remotamente conseguía imaginar a qué conclusiones había llegado. Durante nuestro viaje de regreso, intenté varias veces sondearle al respecto, pero él desvió siempre la conversación hacia otros temas, hasta que finalmente me di por vencido. Todavía no eran las tres cuando estábamos de nuevo en nuestras habitaciones. Holmes se metió apresuradamente en la suya y salió a los pocos minutos, vestido de vagabundo. Con el cuello levantado, la chaqueta astrosa y llena de brillos, una corbata roja y unas botas muy gastadas, era el ejemplar perfecto de ese tipo de individuos.
       —Creo que funcionará —dijo, mirándose en el espejo que había sobre la chimenea—. Me gustaría que viniera usted conmigo, Watson, pero me temo que no es posible. Tal vez esté en la buena pista o tal vez persiga un espejismo. Pronto saldremos de dudas. Espero volver dentro de pocas horas.
       Cortó una loncha del pedazo de carne asada que había sobre el aparador, la insertó entre dos rebanadas de pan y, guardándose el improvisado almuerzo en el bolsillo, emprendió su expedición.
       Acababa yo de tomar el té, cuando él regresó. Venía de excelente humor y balanceaba en la mano una vieja bota de elástico. La tiró a un rincón y se sirvió una taza de té.
       —Solo estoy de paso —dijo—. Tengo que marcharme enseguida.
       —¿Adónde?
       —Al otro lado del West End. Tal vez tarde algo en regresar. En tal caso, no me espere.
       —¿Qué tal van las cosas?
       —Vaya, no puedo quejarme. He vuelto a estar en Streatham, aunque no dentro de la casa. Es un problemilla precioso, Watson, y no me lo habría perdido por nada del mundo. Pero no puedo quedarme aquí charlando; tengo que quitarme estos andrajos y recuperar mi muy respetable personalidad.
       Por su modo de comportarse, advertí que tenía más motivos de satisfacción de lo que daban a entender sus palabras. Le brillaban los ojos e incluso había un toque de color en sus pálidas mejillas. Subió corriendo al piso de arriba, y pocos minutos después oí un portazo en el vestíbulo, que me indicó que había reanudado su apasionada cacería.
       Esperé hasta medianoche, pero, como no había dado señales de vida, me retiré a mi habitación. No era raro que, cuando andaba tras una pista, se ausentara días enteros, y su tardanza no me extrañó. No sé a qué hora regresó, pero, cuando bajé por la mañana a desayunar, allí estaba Holmes, con una taza de café en una mano y el periódico en la otra, todo lo flamante y acicalado posible.
       —Perdone que haya empezado sin usted, Watson, pero recordará que tenemos a primera hora de esta mañana una cita con nuestro cliente.
       —Pues ya son más de las nueve —respondí—. No me extrañaría que el que llega fuera él. Acabo de oír la campanilla.
       Era, en efecto, nuestro amigo el financiero. Me impresionó el cambio que había experimentado, porque su rostro, habitualmente ancho y macizo, estaba ahora mustio y fláccido, y su cabello me pareció un poco más blanco. Entró con un aire fatigado y lánguido, que resultaba aún más penoso que la violenta irrupción del día anterior, y se dejó caer pesadamente en la butaca que acerqué para él.
       —No sé qué habré hecho yo para merecer este castigo —dijo—. Hace solo dos días era un hombre próspero y feliz, sin ninguna preocupación en el mundo. Ahora me aguarda una vejez solitaria y deshonrosa. Las desgracias nunca vienen solas. Mi sobrina Mary me ha abandonado.
       —¿Le ha abandonado?
       —Sí. Esta noche no había dormido en su cama, la habitación estaba vacía y en la mesita del vestíbulo había una carta para mí. Anoche, movido por la tristeza y no por el enfado, le dije que, de haberse casado ella con mi hijo, las cosas habrían ido mejor para él. Posiblemente fue una insensatez por mi parte. A esta observación mía se refiere en su carta —dijo, y leyó en voz alta—: «Queridísimo tío: Tengo conciencia de que he sido la causa de que sufra este disgusto y de que, si yo hubiera obrado de manera diferente, podría no haber ocurrido una desgracia tan terrible. Con esta idea en la cabeza, ya no podré ser nunca feliz bajo su techo, y estoy convencida de que debo dejarle para siempre. No se preocupe por mi futuro, porque ya está resuelto, y, sobre todo, no trate de dar conmigo, pues sería un esfuerzo inútil y me prestaría un flaco servicio. En la vida o en la muerte, le quiere siempre, su Mary». ¿Qué querrá decir con esa nota, señor Holmes? ¿Cree que se propone suicidarse?
       —No, no, nada de eso. Quizá sea esta la mejor solución posible. Me parece, señor Holder, que sus dificultades tocan a su fin.
       —¿Qué me dice, señor Holmes? ¡Usted ha averiguado algo! ¡Usted sabe algo! ¿Dónde están las gemas?
       —¿Le parecería excesivo pagar mil libras por cada una?
       —Pagaría diez mil.
       —No será necesario. Bastará con tres mil. Y supongo que habrá que añadir una pequeña recompensa. ¿Lleva usted su talonario? Aquí tiene una pluma. Lo mejor será que extienda un cheque por cuatro mil libras.
       Con expresión atónita, el banquero extendió el cheque requerido. Holmes se acercó a su escritorio, sacó un pedazo triangular de oro con tres piedras engarzadas y lo arrojó sobre la mesa.
       Nuestro cliente se abalanzó sobre él con un alarido de júbilo.
       —¡Lo tiene! —jadeó—. ¡Estoy salvado! ¡Estoy salvado!
       La reacción de alegría era tan apasionada como lo había sido su desconsuelo anterior, y oprimía contra el pecho las piedras recuperadas.
       —Todavía tiene usted otra deuda pendiente, señor Holder —dijo Sherlock Holmes con cierta severidad.
       —¿Otra deuda? —cogió la pluma—. Diga la cantidad y la pagaré.
       —No, la deuda no es conmigo. Le debe usted humildes disculpas a ese noble muchacho, su hijo, que se ha comportado en este asunto de un modo que a mí me enorgullecería en mi propio hijo, caso de que alguna vez llegue a tenerlo.
       —Entonces, ¿no fue Arthur quien los robó?
       —Le dije ayer, y le repito hoy, que no fue él.
       —¡Con qué seguridad lo dice! En tal caso, correré ahora mismo a decirle que se ha descubierto la verdad.
       —Él ya lo sabe. Después de aclararlo todo, celebramos una entrevista y, al comprobar que no iba a explicarme lo sucedido, se lo expliqué yo a él, y no tuvo otro remedio que reconocer que yo estaba en lo cierto y añadir los poquísimos detalles que aún no estaban muy claros para mí. Al verle a usted esta mañana, quizá rompa definitivamente su silencio.
       —¡Por el amor de Dios, explíqueme este extraordinario misterio!
       —Voy a hacerlo, y le mostraré los pasos por los que he llegado a la solución. Y permítame empezar por aquello que a mí me es más duro decirle y será para usted más duro escuchar: sir George Burnwell y su sobrina Mary se entendían. Han huido juntos.
       —¿Mi Mary? ¡Imposible!
       —Por desgracia es más que posible; es cierto. Ni usted ni su hijo conocían la verdadera personalidad de este hombre cuando lo admitieron en su círculo familiar. Es uno de los individuos más peligrosos de Inglaterra… un jugador arruinado, un canalla sin escrúpulos, un hombre que no tiene corazón ni conciencia. Su sobrina no conocía ese tipo de hombre. Cuando él le susurró al oído sus promesas de amor, como había hecho antes con otras mil, se sintió halagada al pensar que había sido la única en llegar a su corazón. El diablo sabe qué le diría, pero acabó convirtiéndola en su instrumento, y se veían casi todas las noches.
       —¡No puedo, y no quiero, creerlo! —gritó el banquero con rostro ceniciento.
       —Le explicaré, pues, lo que sucedió en su casa aquella noche. Cuando pensó que usted se había retirado a su dormitorio, su sobrina bajó a hurtadillas y habló con su amante a través de la ventana que da al sendero de los establos. Él estuvo tanto tiempo allí que sus huellas atraviesan toda la capa de nieve. Mary le habló de la diadema. El maligno afán de oro del canalla se encendió al oír la noticia y logró que la muchacha se sometiera a su voluntad. Estoy seguro de que ella le quería a usted, pero en algunas mujeres el amor por un amante apaga todos los amores restantes, y me parece que su sobrina pertenece a esta clase. Apenas acababa de oír las instrucciones de sir George, cuando vio que usted bajaba la escalera y cerró apresuradamente la ventana. A continuación, le habló de la escapada de una de las doncellas con el novio de la pata de palo, que era absolutamente cierta.
       »Su hijo, Arthur, se acostó después de hablar con usted, pero no pudo dormirse a causa de la inquietud que le ocasionaban sus deudas en el club. En mitad de la noche, oyó unos pasos furtivos junto a su puerta. Se levantó y, al asomarse, quedó sorprendido al ver a su prima avanzar con gran sigilo por el pasillo y deslizarse en el gabinete. Petrificado de asombro, el muchacho se puso algo de ropa y la acechó en la oscuridad, para ver en qué paraba aquel extraño asunto. Al poco rato, Mary salió de la habitación y, a la luz de la lámpara del pasillo, su hijo vio que llevaba en las manos la preciosa diadema. La muchacha bajó a la planta baja, y su hijo, estremecido de horror, corrió a esconderse tras la cortina que hay junto al dormitorio de usted, desde donde podía atisbar lo que ocurría en el vestíbulo. Así vio cómo ella abría sigilosamente la ventana, le entregaba la diadema a alguien que aguardaba en la oscuridad y, tras volver a cerrar la ventana, regresaba a toda prisa a su habitación, pasando muy cerca de donde él estaba escondido.
       »Mientras ella estuvo a la vista, su hijo no se atrevió a hacer nada, para no comprometer de un modo terrible a la mujer que amaba. Pero, en el preciso instante en que ella desapareció, comprendió la tremenda desgracia que aquello representaba para usted y la importancia de remediarlo a toda costa. Descalzo como iba, corrió escalera abajo, abrió la ventana, saltó a la nieve y corrió por el sendero, donde pudo distinguir una figura oscura a luz de la luna. Sir George Burnwell pretendió escapar, pero Arthur le dio alcance, y se entabló un forcejeo entre ellos, su hijo tirando de un extremo de la diadema y su oponente del otro. En el curso de la escaramuza, su hijo golpeó a sir George y le hizo una herida encima del ojo. De repente se oyó un fuerte chasquido, y su hijo, viendo que tenía la diadema entre las manos, volvió corriendo a la casa, cerró la ventana, subió al gabinete, advirtió allí que la corona se había torcido durante la pelea, y estaba intentando enderezarla cuando usted apareció en escena.
       —¿Es posible? —dijo el banquero sin aliento.
       —Entonces usted le ofendió con sus insultos, precisamente en el momento en que él creía merecer su más encendida gratitud. No podía explicar la verdad de lo ocurrido sin delatar a una persona, que, desde luego, no merecía tanta consideración por su parte. A pesar de todo, adoptó la postura más caballerosa y guardó el secreto.
       —¡Y por eso ella dio un grito y se desmayó al ver la diadema! —exclamó el señor Holder—. ¡Oh, Dios mío! ¡Qué ciego y estúpido he sido! ¡Y él pidiéndome que le dejara salir cinco minutos! El pobre muchacho quería ver si el pedazo que faltaba había quedado en el lugar de la pelea. ¡De qué modo tan cruel y equivocado le juzgué!
       —Cuando yo llegué a la casa —prosiguió Holmes—, lo primero que hice fue examinar atentamente los alrededores, por si había huellas en la nieve que pudieran ayudarme. Sabía que no había nevado desde la noche anterior y que la fuerte helada habría preservado las huellas. Recorrí el sendero de servicio, pero lo encontré pisoteado e inservible para mí. Sin embargo, un poco más allá, al otro lado de la puerta de la cocina, una mujer había estado hablando con un hombre, y las redondas huellas que había a uno de los lados indicaban que él tenía una pata de palo. Se notaba incluso que los habían interrumpido, pues la mujer había vuelto corriendo a la puerta, como demostraban las pisadas con la punta del pie muy marcada y el talón muy poco, mientras Patapalo había esperado un poco antes de marcharse. Pensé que podía tratarse de la doncella de la que usted me había hablado y de su novio, y un par de preguntas me lo confirmaron. Recorrí el jardín sin encontrar más que huellas dispersas, que debían ser de la policía, pero, cuando llegué al sendero de los establos, me encontré escrita en la nieve una larga y compleja historia.
       »Había una doble línea de huellas de un hombre con botas, y una segunda doble línea, comprobé con satisfacción, de huellas que correspondían a un hombre con los pies descalzos. Por lo que usted me había contado, quedé convencido de que estas últimas eran de su hijo. El primer hombre había recorrido el camino en ambas direcciones, y el segundo lo había hecho a toda prisa, y sus huellas, superpuestas a las de las botas, demostraban que iba detrás del otro. Las seguí en una dirección y comprobé que llegaban hasta la ventana del vestíbulo, donde el de las botas había permanecido tanto tiempo que había dejado la nieve completamente pisoteada. Después las seguí en la otra dirección, a lo largo de unas cien yardas. Allí el de las botas había dado media vuelta, y las huellas que había en la nieve parecían indicar que se había producido una pelea. Habían caído incluso unas gotas de sangre, que confirmaban mi teoría. Después el de las botas había seguido corriendo por el sendero, y otra pequeña mancha de sangre indicaba que era él quien había resultado herido. Su pista se perdía al llegar a la carretera, porque allí habían limpiado la nieve del pavimento.
       »Sin embargo, recordará que al entrar en la casa examiné con lupa el alféizar y el marco de la ventana del vestíbulo, y pude advertir al instante que alguien había pasado por ella. Se distinguía la huella, dirigida hacia el interior, que el pie mojado había dejado al entrar. Ya podía empezar a formarme una idea de lo ocurrido. Un hombre había esperado fuera de la casa, junto a la ventana; alguien le había entregado la joya; su hijo había sido testigo del delito, había salido en persecución del ladrón y había luchado con él; ambos habían tirado de la diadema y la suma de sus esfuerzos había provocado unos daños que ninguno habría podido causar por sí solo. Su hijo había regresado con la joya, pero dejando un pedazo en manos de su adversario. Hasta aquí todo estaba claro. Ahora la cuestión era: ¿quién era el hombre y quién le había entregado la diadema?
       »Tengo desde hace tiempo como máxima que, una vez has eliminado lo imposible, aquello que queda, por improbable que sea, tiene que ser la verdad. Ahora bien, yo sabía que no había sido usted quien entregó la diadema. Solo quedaban su sobrina y las sirvientas. Pero, de haber sido una de las sirvientas, ¿por qué iba a permitir su hijo que le acusaran a él en su lugar? No existía razón alguna. Sin embargo, sabíamos que amaba a su prima, y ahí teníamos una excelente explicación de por qué guardaba silencio, sobre todo si tenemos en cuenta que se trataba de un secreto deshonroso. Cuando recordé que usted la había visto junto a aquella ventana, y que ella se había desmayado al ver la diadema, mis conjeturas se convirtieron en certezas.
       »¿Y quién podía ser su cómplice? Evidentemente, un amante, pues ¿quién sino un amante podría hacerle traicionar el amor y gratitud que sentía por usted? Yo estaba enterado de que ustedes salían poco y de que su círculo de amistades era reducido, pero entre estas amistades figuraba sir George Burnwell. Ya había oído hablar de él, como hombre de mala reputación con las mujeres. Tenía que haber sido él quien calzaba aquellas botas y quien se había quedado con las piedras preciosas. Aun sabiendo que Arthur le había descubierto, se consideraba a salvo, ya que el muchacho no podía decir una sola palabra sin comprometer a su propia familia.
       »Ya imaginará usted las medidas que adopté a continuación. Me encaminé, disfrazado de vagabundo, a casa de sir George, me las arreglé para establecer conversación con su lacayo, me enteré de que su señor se había hecho una herida en la cabeza la noche anterior y, finalmente, mediante el pago de seis chelines, conseguí la prueba definitiva comprándole una par de zapatos viejos de su amo. Me fui con ellos a Streatham y comprobé que coincidían exactamente con las huellas.
       —Ayer tarde vi a un vagabundo harapiento por el sendero —dijo el señor Holder.
       —Exactamente. Ese era yo. Ya tenía a mi hombre, de modo que vine a casa y cambié de ropa. Tenía que actuar con mucha delicadeza, porque estaba claro que, para evitar el escándalo, había que prescindir de denuncias, y sabía que un canalla tan astuto como aquel se daría cuenta de que teníamos las manos atadas. Fui a verle. Al principio, tal como era de esperar, lo negó todo. Luego, cuando le di todos los detalles de lo ocurrido, se puso fanfarrón y cogió una cachiporra de la pared. Pero yo conocía a mi hombre y le apliqué una pistola a la sien antes de que pudiera golpearme. Entonces se puso un poco más razonable. Le dije que le pagaríamos mil libras por cada uno de los berilos que tenía en su poder. Aquello provocó en él las primeras señales de pesar. «¡Maldita sea!», exclamó. «¡Yo los he vendido los tres por seiscientas!». No tardé en arrancarle la dirección del comprador, tras prometerle que no presentaríamos ninguna denuncia. Fui en su busca, hubo un largo regateo, y le saqué las piedras a mil libras cada una. Después visité a su hijo y le expliqué que todo había quedado aclarado. Y me acosté por fin hacia las dos de la madrugada, concluyendo lo que bien puedo calificar de dura jornada.
       —Jornada que ha salvado a Inglaterra de un gran escándalo público —dijo el banquero, mientras se ponía en pie—. Caballero, no encuentro palabras para darle las gracias, pero ya comprobará usted que no soy desagradecido. Su habilidad ha superado con creces cuanto me habían contado. Y ahora debo correr al lado de mi querido hijo, para pedirle perdón por lo mal que le he tratado. En cuanto a mi pobre Mary, se me hace muy duro de soportar. Ni siquiera usted, con todo su talento, puede informarme de dónde se encuentra ahora.
       —Creo que podemos afirmar sin temor a equivocarnos —replicó Holmes— que está allí donde se encuentre sir George Burnwell. Y es igualmente seguro que, por graves que sean sus pecados, pronto recibirán un castigo más que suficiente.



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