Arthur Conan Doyle
(Edinburgh, Inglaterra, 1859 - Crowborough, Inglaterra, 1930)


La aventura del hombre que caminaba a cuatro patas (1923)
(“The Adventure of the Creeping Man”)
Originalmente publicado, simultáneamente, en las revistas The Strand Magazine, Inglaterra
y Hearst’s International, Estados Unidos (marzo de 1923);
The Case-Book of Sherlock Holmes
(Londres: John Murray, 1927, 320 págs.)



      El señor Sherlock Holmes siempre fue de la opinión de que debía publicar los peculiares hechos relacionados con el profesor Presbury, aunque solo fuera para acallar de una vez por todas los desagradables rumores que hará veinte años alborotaron la universidad y obtuvieron eco en las academias científicas de Londres. Sin embargo, existían ciertos obstáculos para ello y la verdadera historia de este curioso caso quedó sepultada en la caja de hojalata que tantos expedientes contiene de las aventuras de mi amigo. Hoy, por fin, hemos logrado que nos permitan airear los hechos; estos constituyen uno de los ultimísimos casos que asumió Holmes antes de retirarse de la profesión. Incluso ahora, debemos proceder con discreción y reservas al presentar el asunto ante el público.

       Era un domingo por la tarde, a comienzos de septiembre del año 1903, cuando recibí uno de los lacónicos mensajes de Holmes:

     Venga enseguida si no tiene inconveniente… y, si lo tiene, venga de todas formas.

S. H.

       Las relaciones entre nosotros en aquellos últimos tiempos eran algo pintorescas. Hombre de costumbres, de rígidas y acendradas costumbres, me había convertido en una de ellas. Como hábito arraigado, estaba en la misma categoría que el violín, el tabaco de picadura, la pipa negra de siempre, los álbumes de recortes, y otros quizá menos excusables. Cuando trabajaba en un caso movido y necesitaba a un camarada en cuyo temple pudiese confiar en alguna medida, tenía un clarísimo papel. Pero, aparte de esto, tenía más usos. Yo era una piedra de afilar para su intelecto. Le servía de estímulo. Le gustaba pensar en voz alta en mi presencia. Difícilmente podría decirse que sus comentarios me los dirigiese a mí —muchos de ellos se los podría haber hecho, en rigor, al cabecero de su cama—, pero, a pesar de todo, como tenía ya esa costumbre asentada, de alguna manera se había vuelto útil que tomase notas y le interrumpiese. Y si bien le irritaba la inevitable y esmerada lentitud de mi mente, esa irritación le valía para que sus brillantes intuiciones e impresiones brillaran de manera más viva y más centelleante. Ese era mi humilde papel en nuestra alianza.
       Cuando llegué a Baker Street, me lo encontré acurrucado en su sillón con las rodillas en el mentón, la pipa en la boca y el ceño fruncido con algún pensamiento entre ceja y ceja. Parecía claro que estaba inmerso en algún problema penoso. Con un ademán me invitó a mi viejo sillón, pero, aparte de eso, no dio señal alguna de mi presencia durante media hora. Entonces, de un respingo, pareció despertar de su ensimismamiento y, con su enigmática sonrisa de costumbre, me dio la bienvenida a la que una vez fuera mi casa.
       —Disculpe que haya estado algo absorto, mi querido Watson —comenzó—. Me han comunicado algunos hechos curiosos en las últimas veinticuatro horas y estos, a su vez, me han dado pie a algunas especulaciones de carácter más general. Estoy pensando seriamente en escribir un breve tratado sobre la utilidad de los perros en el trabajo de detective.
       —Pero, Holmes, eso seguramente ya haya sido estudiado —le dije—. Los sabuesos, los perros policía…
       —No, no, Watson, ese aspecto del tema resulta evidente, por supuesto. Pero hay otro mucho más sutil. Quizá recuerde que en el caso que usted, con ese sensacionalismo suyo, relacionó con la finca de Copper Beeches, logré llegar a una conclusión sobre las prácticas criminales del muy engreído y respetable padre, observando el carácter del niño.
       —Sí, me acuerdo bien de aquello.
       —Mi perspectiva sobre los perros es análoga. Un perro es un reflejo de la vida familiar. ¿Quién sabe de un perro juguetón en una familia melancólica o de un perro triste en una feliz? Los gruñones tienen perros gruñones, la gente peligrosa los tiene peligrosos. Y los estados de ánimo pasajeros de unos reflejan los estados de ánimo pasajeros de los otros.
       Negué con la cabeza.
       —La verdad, Holmes, eso es un poco rebuscado —repliqué.
       Holmes había rellenado su pipa y se había vuelto a sentar, sin prestar atención a mi comentario.
       —La aplicación práctica de lo que le digo está muy relacionada con el problema que estoy investigando. ¿Sabe? Es un asunto enmarañado y estoy buscando algún cabo suelto. Uno de los posibles cabos sueltos reside en la pregunta: ¿por qué Roy, el lebrel irlandés del profesor Presbury, ha intentado morderle?
       Me arrellané en mi sillón un poco decepcionado. ¿Para esa cuestión tan anodina me había hecho marcharme del trabajo? Holmes me clavó una mirada.
       —¡El mismo Watson de siempre! —exclamó—. Nunca aprenderá que los asuntos más graves pueden depender de las cosas más insignificantes. Pero ¿no le parece extraño a primera vista que a un pensador serio, entrado en años —porque habrá oído hablar de Presbury, el célebre fisiólogo de Camford, ¿verdad?—, que a un hombre así, cuyo mejor amigo ha sido su fiel lebrel, lo haya atacado dos veces su propio perro? ¿Qué opina usted?
       —Que el perro está enfermo.
       —Bueno, cabe esa posibilidad. Pero no ataca a nadie más y, por lo que parece, no molesta a su amo excepto en contadas ocasiones. Es curioso, Watson, muy curioso. Si es el que ha tocado el timbre, el joven señor Bennett llega con antelación. Tenía la esperanza de poder charlar más rato con usted antes de que estuviera aquí.
       Se oyó cómo alguien subía rápidamente por la escalera, un fuerte golpe en la puerta y, un momento después, hizo su aparición el nuevo cliente. Era un joven alto y atractivo de unos treinta años, elegante y bien vestido, pero algo en sus modales evocaba la timidez del estudiante más que el aplomo de un hombre de mundo. Le estrechó la mano a Holmes y luego me miró algo sorprendido.
       —Este tema es muy delicado, señor Holmes —comentó—, teniendo en cuenta la relación que mantengo con el profesor Presbury tanto en lo personal como en lo profesional. Lo cierto es que difícilmente podría perdonarme el hablar delante de terceros.
       —Hágalo sin miedo, señor Bennett. El doctor Watson es la discreción personificada y le aseguro que este es un tema en el que es muy probable que necesite un ayudante.
       —Como quiera, señor Holmes. Desde luego, comprenderá que tenga ciertas reservas con esto.
       —Lo entenderá mejor, Watson, cuando le explique que este caballero, el señor Trevor Bennett, es el secretario personal del gran científico, vive bajo su techo, y es el prometido de su única hija. Desde luego, debemos aceptar que el profesor tiene todo el derecho a su lealtad y a su dedicación. Pero quizá la mejor manera de demostrárselas sea tomar las medidas necesarias para esclarecer este extraño misterio.
       —Así lo espero, señor Holmes. Ese es mi único propósito. ¿El doctor Watson está al tanto de la situación?
       —No he tenido tiempo de explicársela.
       —Entonces, quizá lo mejor sea que repasemos los hechos de nuevo antes de explicar las novedades recientes.
       —Yo mismo lo haré —dijo Holmes—, con el fin de cerciorarnos de que sé situar los hechos en su debido orden. El profesor, Watson, es un hombre de gran reputación en Europa. Su vida ha sido la investigación. Nunca ha sido protagonista de ningún escándalo. Es viudo y tiene una hija, Edith. Según deduzco, es un hombre de un temperamento varonil y confiado, uno casi diría que belicoso. Y así siguió siendo todo hasta hace muy pocos meses.
       »Entonces, el curso de su vida se torció. Tiene sesenta y un años, pero se comprometió con la hija del profesor Morphy, su colega de la cátedra de anatomía comparada. No fue, según creo, la atracción razonada de un hombre mayor, sino más bien la pasión entusiasta de la juventud, porque nunca se ha visto un pretendiente más entregado. La señorita, Alice Morphy, era una chica sin tacha ni física ni intelectual, de modo que el profesor tenía todos los motivos para estar enamorado. Sin embargo, no contó con toda la aprobación de su propia familia.
       —Pensábamos que la diferencia era más que excesiva —intervino nuestro visitante.
       —Eso es. Excesiva y un poco violenta y antinatural. Sin embargo, el profesor Presbury era rico y el padre de ella no puso ninguna objeción. Pero la hija opinaba de otra manera sobre el asunto y había ya varios candidatos en perspectiva quienes, si bien eran menos preferibles desde el punto de vista de los bienes materiales, al menos lo eran más desde el de la edad. A la chica parecía gustarle el profesor a pesar de sus rarezas. Lo único que se interponía entre ellos era la edad.
       »Por la misma época, un pequeño misterio ensombreció la rutina habitual de la vida del profesor. Hizo lo que nunca había hecho antes de ese momento. Se marchó de casa y no comentó absolutamente nada de dónde iba. Estuvo ausente dos semanas y, cuando regresó, parecía bastante agotado del viaje. No hizo ninguna alusión a dónde había estado, aunque solía ser el hombre más sincero del mundo. Sin embargo, dio la casualidad de que nuestro cliente, aquí presente, el señor Bennett, recibió con remite de Praga la carta de un condiscípulo, quien le comentaba que se alegraba de haber visto al profesor Presbury allí, aunque no había tenido oportunidad de hablar con él. Solo mediante esta carta logró su familia enterarse de dónde había estado.
       »Llegamos ahora a lo más importante. A partir de ese momento, se produjo un extraño cambio en el profesor. Se volvió reservado y evasivo. Aquellos que le rodeaban siempre habían tenido la impresión de que no era el hombre que habían conocido, sino que se encontraba bajo la influencia de algo que empañaba sus elevadas cualidades. Su intelecto no se vio afectado. Sus clases eran tan brillantes como siempre. Pero seguía habiendo en él algo nuevo, algo siniestro e inesperado. Su hija, que lo adoraba, intentó una y otra vez retomar el trato de siempre y traspasar la máscara que su padre parecía haber adoptado. Usted, caballero, según creo, hizo lo mismo, pero todo fue en vano. Y ahora, señor Bennett, cuéntenos con sus propias palabras el incidente de las cartas.
       —Debe saber, doctor Watson, que el profesor no tenía secretos para mí. Si hubiese sido su hijo o su hermano menor, no habría gozado de mayor confianza por su parte. Como secretario suyo, manejaba cada documento que le llegaba y abría y clasificaba sus cartas. Poco después de que regresara, todo eso había cambiado. Me advirtió de que recibiría ciertas cartas de Londres que estarían marcadas con una cruz bajo el sello. Esas había que dejarlas aparte para que solo él las revisara. Yo diría que pasaron por mis manos varias de estas, que estaban marcadas con las iniciales «E. C.» y estaban escritas con mala caligrafía y plagadas de faltas. Si las respondió, las respuestas no pasaron por mis manos en absoluto ni por la cesta de cartas donde acumulaba nuestra correspondencia.
       —Y la caja —dijo Holmes.
       —Ah, sí, la caja. El profesor se trajo de su viaje una pequeña caja de madera. Era la única cosa que sugería un viaje por el Continente, ya que era uno de esos objetos tallados tan pintorescos que uno relaciona con Alemania. La metió en su armario del instrumental. Un día, buscando una cánula, levanté la caja. Para mi sorpresa, se enfadó mucho y me recriminó mi curiosidad de manera bastante violenta. Era la primera vez que pasaba algo así y me hirió profundamente. Traté de explicarle que había tocado la caja por mero accidente, pero fui consciente durante toda la tarde de que me estuvo mirando con severidad y que aquel incidente todavía le causaba un gran malestar.
       El señor Bennett se sacó un pequeño diario del bolsillo.
       —Eso ocurrió el 2 de julio —dijo.
       —Desde luego, es usted un excelente testigo —admitió Holmes—. Es posible que necesite alguna de esas fechas que ha anotado.
       —Aprendí a ser metódico, entre otras cosas, gracias a mi gran maestro. Desde el mismo momento en que advertí que su comportamiento no era normal, consideré mi deber estudiar su caso. Así, tengo aquí escrito que fue ese mismo día, el 2 de julio, cuando Roy atacó al profesor cuando iba de su despacho a la entrada de la casa. El 11 de julio tuvimos una escena de la misma clase y, luego, tomé nota de otro más el 20 de julio. Después de eso, mandamos a Roy al establo. Era un animal simpático y cariñoso… pero me temo que les estoy aburriendo.
       El señor Bennett hablaba en tono de reproche, puesto que era muy evidente que Holmes no estaba escuchándole. Tenía el rostro tenso y la mirada perdida en el techo. Volvió a la realidad con esfuerzo.
       —¡Curioso! ¡Muy curioso! —murmuró—. Para mí estos detalles eran nuevos, señor Bennett. Creo que nos hemos alejado bastante del terreno conocido, ¿no es así? Pero ha dicho algo de novedades recientes.
       Se ensombreció el rostro agradable y sincero de nuestro visitante, entristecido por algún recuerdo penoso.
       —Me refiero a lo sucedido la noche de anteayer —dijo—. Permanecí despierto alrededor de las dos de la mañana, momento en el cual me percaté de un ruido sordo y confuso que venía del pasillo. Abrí la puerta y me asomé afuera. Tengo que aclarar que el profesor duerme al final del pasillo…
       —¿Qué día era? —preguntó Holmes.
       Resultó evidente que a nuestro visitante le molestó una interrupción tan irrelevante.
       —Ya he dicho que sucedió la noche de anteayer, es decir, el 4 de septiembre.
       Holmes asintió y sonrió.
       —Le ruego que continúe —dijo.
       —Dormía al final del pasillo y tendría que pasar por mi puerta para llegar a la escalera. Si le soy sincero, fue una experiencia sobrecogedora, señor Holmes. Creo tener tanta sangre fría como cualquier hijo de vecino, pero me eché a temblar con lo que vi. El pasillo se encontraba a oscuras salvo por una ventana a mitad de este que arrojaba un haz de luz. Pude distinguir que se acercaba algo por el pasillo, algo oscuro que avanzaba agachado. Entonces, de repente, apareció a la luz y vi que era él. Iba a cuatro patas, señor Holmes, ¡a cuatro patas! No como si gateara, sino más bien sobre pies y manos, con el rostro hundido entre las manos. Y, sin embargo, parecía moverse con facilidad. Esa visión me dejó tan petrificado que hasta que no llegó a mi puerta no fui capaz de dar un paso y preguntarle si podía ayudarlo. Su respuesta fue digna de mención. Se puso de pie de un salto, me espetó cierta palabra detestable, y pasó a mi lado corriendo y bajó la escalera. Estuve esperando alrededor de una hora, pero no regresó. Debía de ser ya de día cuando volvió a su habitación.
       —Y bien, Watson, ¿qué le parece? —preguntó Holmes con el aire de un patólogo que presenta un raro espécimen.
       —Probablemente sea lumbago. Sé de un ataque agudo que tuvo a un hombre caminando de esa manera y no hay nada que amargue más el carácter.
       —¡Muy bien, Watson! Siempre con los pies en el suelo. Pero difícilmente podemos admitir que sea lumbago, dado que pudo erguirse en un momento.
       —Nunca ha estado mejor de salud —intervino Bennett—. A decir verdad, tiene más fuerzas de las que le he visto en años. Pero, en cualquier caso, estos son los hechos, señor Holmes. No se trata de un caso que podamos consultarle a la policía, y, sin embargo, estamos absolutamente desesperados, no sabemos qué hacer, y, de alguna extraña manera, sentimos que nos encaminamos al desastre. Edith —la señorita Presbury— y yo consideramos que no podemos quedarnos más tiempo sin hacer nada.
       —Sin duda nos encontramos ante un caso curioso y sugerente. ¿Usted qué piensa, Watson?
       —Como médico —respondí—, le diría que estamos ante un caso para un alienista. El envejecimiento cerebral del caballero se vio alterado por la aventura amorosa. Realizó un viaje al extranjero con la esperanza de acabar con esa pasión. Puede que sus cartas y la caja estén relacionadas con alguna otra transacción confidencial: un préstamo, unas acciones, algo que guarda en la caja.
       —Claro, y el lebrel desaprueba los negocios financieros. No, hombre, no, Watson, en todo esto hay algo más. Ahora mismo, no puedo hacer otra cosa que sugerirle…
       Lo que Sherlock Holmes estuviera a punto de sugerir nunca lo sabremos, porque en ese mismo momento se abrió la puerta e hicieron pasar a una joven dama al salón. Cuando entró, el señor Bennett se levantó de un salto con una exclamación y corrió con las manos extendidas hacia ella, quien también las tendía hacia él.
       —¡Edith, cariño! No habrá pasado nada, ¿verdad?
       —Creí que debía venir contigo. Ay, Jack, ¡me he sentido terriblemente asustada! Es horrible quedarse allí sola.
       —Señor Holmes, esta es la joven de la que le hablaba. Mi prometida.
       —Estábamos a punto de llegar a esa conclusión, ¿verdad, Watson? —respondió Holmes con una sonrisa—. Deduzco, señorita Presbury, que se ha producido alguna novedad en el caso y que debíamos estar informados.
       Nuestra nueva visitante, una chica risueña y atractiva, típicamente inglesa, le devolvió la sonrisa a Holmes mientras se sentaba al lado del señor Bennett.
       —Cuando me enteré de que el señor Bennett se había marchado de su hotel, se me ocurrió que era probable que le encontrara aquí. Por supuesto, me había dicho que quería consultarlo con usted. Sea como sea, ay, señor Holmes, ¿no puede hacer nada por mi pobre padre?
       —Así lo espero, señorita Presbury, pero el caso todavía resulta confuso. Tal vez las novedades que nos pueda comentar nos lo aclaren un poco.
       —Ha sucedido esta noche, señor Holmes. Había estado muy raro todo el día. Estoy segura de que hay veces en que no se acuerda de nada de lo que ha hecho. Se comporta como si estuviera en algún extraño sueño. Ayer fue uno de esos días. La persona con la que compartía techo no era mi padre. Tenía su apariencia, pero no era él realmente.
       —Dígame lo que ha ocurrido.
       —Me desperté por la noche porque el perro ladraba y ladraba hecho una furia. Pobre Roy, ahora lo tenemos encadenado cerca del establo. He de decirle que yo siempre duermo con la puerta cerrada, porque como Jack, como el señor Bennett, puede decirle, todos tenemos la sensación de que nos acecha algún peligro. Mi habitación está en la segunda planta. Pues dio la casualidad de que tenía la persiana de la ventana levantada y de que, afuera, brillaba la luna. Tenía los ojos puestos en aquel cuadrado de luz y escuchaba los ladridos frenéticos del perro, cuando, de repente, apareció en ella el rostro de mi padre mirándome. Señor Holmes, estuve a punto de morirme del susto. Allí lo tenía, contra el cristal, y una mano parecía levantarse como si quisiera levantar la ventana. Si se hubiese abierto esa ventana, creo que me habría vuelto loca. No piense que fueron figuraciones mías, señor Holmes. No se engañe. Me atrevería a decir que me estuve veinte segundos más o menos paralizada con la mirada fija en ese rostro. Entonces, despareció, pero no fui capaz… no fui capaz de saltar de la cama para mirar por la ventana. Seguí en ella, helada y tiritando, hasta que se hizo de día. Durante el desayuno, se comportó de manera brusca y cortante y no hizo mención alguna a la aventura de la noche. Ni tampoco yo, en vez de eso me inventé una excusa para venir a la ciudad, y aquí me tienen.
       Holmes parecía haberse quedado absolutamente atónito con el relato de la señorita Presbury.
       —Mi querida joven, dice que su habitación está en la segunda planta: ¿tienen alguna escalera larga en el jardín?
       —No, señor Holmes, eso es lo más asombroso de todo esto. No hay manera alguna de llegar hasta la ventana, y, sin embargo, allí estaba.
       —Con fecha del 5 de septiembre —comentó Holmes—. Naturalmente, eso complica las cosas.
       Esta vez fue la joven quien se quedó atónita.
       —Es la segunda vez que alude a la fecha, señor Holmes —dijo Bennett—. ¿Es posible que tenga alguna relevancia para el caso?
       —Es posible, muy posible. No obstante, ahora mismo no dispongo de todos los datos.
       —¿Sospecha que hay una relación entre su locura y las fases de la luna quizá?
       —No, le aseguro que no. Mi idea va por otros derroteros bastante diferentes. Tal vez no le importe dejarme su libreta para que compruebe las fechas. Y ahora, Watson, nuestra línea de actuación está absolutamente clara. Esta joven dama nos ha informado —y confío plenamente en su intuición— de que su padre recuerda poco o nada de lo que sucede en ciertas fechas. Así que le haremos una visita fingiendo que nos dio cita en uno de esos días. Lo achacará a su falta de memoria. De esa manera, comenzaremos nuestra campaña con una buena ojeada de cerca al profesor.
       —Me parece estupendo —dijo el señor Bennett—. Sin embargo, le advierto que, algunas veces, el profesor actúa de manera violenta e irascible.
       Holmes sonrió.
       —Tengo razones para ir de inmediato, razones muy sólidas si mis teorías son válidas. Mañana nos veremos en Camford, señor Bennett, sin lugar a dudas. Allí tienen, si la memoria no me falla, un hostal que se llama el Chequers donde el oporto no solía ser mediocre, y las sábanas eran impecables. Puede, Watson, que en el futuro nuestro destino quizá nos lleve a sitios menos agradables.
       El lunes por la mañana, estábamos de camino a la célebre ciudad universitaria: un esfuerzo sencillo por parte de Holmes, que no tenía que dar explicaciones a nadie, pero que, por mi parte, suponía planearlo todo a la carrera y de forma precipitada, puesto que tenía no pocos pacientes que atender en mi consulta. Holmes no mencionó el caso en ningún momento hasta que no dejamos las maletas en el hostal al que se había referido.
       —Creo, Watson, que podemos coger desprevenido al profesor justo antes de la hora de comer. Acaba las clases a las once y debería estar en casa entre una y otra hora.
       —¿Qué excusa creíble tenemos para hacerle una visita?
       Holmes miró en su libreta.
       —El 26 de agosto tuvo un episodio de trastorno. Partiremos de la premisa de que recuerda vagamente lo sucedido en esos días. Si insistimos en que tenemos una cita, creo que es difícil que se arriesgue a contradecirnos. ¿Se ve con el descaro necesario para ponerlo en práctica?
       —Probemos a ver.
       —¡Magnífico, Watson! Una mezcla entre el ora et labora y el non plus ultra. Probemos a ver: es el lema de la agencia. Seguramente haya algún simpático lugareño que pueda indicarnos el camino.
       Nos encontramos con uno en la parte trasera de un coche elegante que nos paseó junto a una hilera de antiguos colegios y, por fin, dobló por una avenida con árboles a los lados para detenerse en la puerta de una casa magnífica, rodeada de césped y cubierta de glicinias malvas. Desde luego, el profesor Presbury se podía permitir una vida no solo cómoda sino lujosa en todos los detalles. En cuanto nos detuvimos, una cabeza canosa apareció en una de las ventanas de la fachada y nos dimos cuenta de que, bajo unas cejas pobladas, nos vigilaban un par de ojos penetrantes con gafas de concha. Poco después, estábamos en su santuario, y nos encontrábamos ante el misterioso científico cuyas extravagancias nos habían llevado allí desde Londres. Desde luego, no había señal de rareza alguna ni en sus modales ni en su aspecto, ya que era un hombre corpulento, de grandes facciones, adusto, alto, y con levita, con la dignidad y el aplomo que requiere un profesor universitario. Su mirada era su rasgo más destacado: penetrante, despierta y perspicaz hasta casi resultar maliciosa.
       Observó nuestras tarjetas.
       —Les ruego que tomen asiento, caballeros. ¿Qué puedo hacer por ustedes?
       El señor Holmes sonrió con amabilidad.
       —Esa era la pregunta que iba a hacerle yo ahora mismo, profesor.
       —¡A mí!
       —Es posible que haya habido algún error. Me comunicaron que el profesor Presbury de Camford requería de mis servicios.
       —¡Ah, claro! —Me pareció ver en esos intensos ojos grises un destello de malicia—. Se lo comunicaron, ¿no es así? ¿Le importaría darme el nombre de quien le informó?
       —Lo siento, profesor, pero es un asunto confidencial. Si he cometido un error, no pasa nada. No puedo hacer otra cosa sino pedirle disculpas.
       —De ninguna manera. Me gustaría profundizar en este asunto. Me parece interesante. ¿Tiene algo por escrito, una carta o un telegrama, que sustente lo que dice?
       —No lo tengo.
       —Me imagino que no irá a decirme que le hice llamar yo, ¿verdad?
       —Preferiría no responder a más preguntas —dijo Holmes.
       —No, supongo que no —replicó el profesor bruscamente—. No obstante, a ese detalle en concreto se le puede dar respuesta fácilmente sin su ayuda.
       Cruzó la habitación y tocó el timbre. Nuestro amigo de Londres, el señor Bennett, atendió la llamada.
       —Entre, señor Bennett. Estos dos caballeros han venido de Londres porque tienen la impresión de que alguien les ha mandado llamar. Usted se ocupa de toda mi correspondencia. ¿Tiene registrada alguna carta dirigida a una persona llamada Holmes?
       —No, señor —respondió Bennett ruborizado.
       —Eso zanja la cuestión —dijo el profesor, que fulminaba con la mirada a mi compañero—. Y ahora, señor —se apoyó con las dos manos encima de la mesa—, me parece que se encuentran en una posición muy comprometida.
       Holmes se encogió de hombros.
       —Lo único que puedo repetirle es que lamento haberle molestado sin necesidad.
       —¡Eso no es suficiente, señor Holmes! —gritó el anciano con voz muy chillona y una extraordinaria maldad en el rostro.
       Se interpuso entre nosotros y la puerta mientras hablaba y manoteaba en el aire muy colérico.
       —Les va a resultar difícil poder irse sin más.
       Le temblaba el rostro, nos enseñaba los dientes y farfullaba en su absurdo ataque de rabia. Estoy convencido de que habríamos tenido que abrirnos paso a la fuerza para salir de la habitación si el señor Bennett no hubiese intervenido.
       —Mi querido profesor —exclamaba—, ¡piense en su reputación! ¡Piense en el escándalo que habría en la universidad! El señor Holmes es un hombre muy conocido. No puede permitirse tratarle con tan poca consideración.
       De muy mal humor, nuestro anfitrión —si podemos llamarlo así— nos dejó pasar hacia la puerta. Nos alegró vernos fuera de la casa y llegar a la tranquila avenida bordeada de árboles. A Holmes parecía haberle divertido mucho el episodio.
       —Nuestro docto amigo tiene los nervios un poquito alterados —dijo—. Puede que nuestra intromisión haya sido algo burda, pero, con todo, hemos conseguido mantener ese contacto personal que deseaba. Pero, madre mía, Watson, que lo tenemos pisándonos los talones. El granuja todavía nos persigue.
       Se oía el ruido de unos pies que corrían detrás de nosotros, pero no era, para mi tranquilidad, el formidable profesor, sino su ayudante, quien apareció al doblar la curva de la avenida. Vino jadeando hasta nosotros.
       —Lo siento mucho, señor Holmes. Deseaba disculparme.
       —Mi estimado amigo, no es necesario. Todo ha entrado dentro de lo habitual en la profesión.
       —Nunca lo había visto ponerse tan violento. Pero se está volviendo cada vez más perverso. Ahora entenderá por qué su hija y yo estamos alarmados. Y, a pesar de todo, tiene la mente absolutamente despejada.
       —¡Demasiado! —añadió Holmes—. Ahí ha estado mi equivocación. Es evidente que su memoria es mucho más fiable de lo que yo había pensado. Por cierto, ¿podemos ver la ventana de la habitación de la señorita Presbury antes de marcharnos?
       El señor Bennett se abrió paso entre algunos arbustos y logramos ver el lateral de la casa.
       —Ahí la tiene. La segunda por la izquierda.
       —Pues sí que parece difícil llegar hasta ella. Pero, si se fija, hay una enredadera debajo y una tubería de agua por encima en las que poder apoyarse.
       —Pues yo, por mi parte, no podría trepar por ahí —dijo el señor Bennett.
       —Es muy probable que no. Desde luego, sería toda una proeza para cualquier hombre normal.
       —Había otra cosa que deseaba contarle, señor Holmes. He conseguido la dirección del hombre de Londres con quien se escribe el profesor. Parece que le ha escrito esta mañana y la he copiado del papel secante. Es un comportamiento rastrero para un secretario de confianza, pero ¿qué otra cosa puedo hacer?
       Holmes le echó un vistazo al papel y se lo metió en el bolsillo.
       —Dorak… es un nombre curioso. Eslavo, supongo. Bueno, es un eslabón importante en la cadena deductiva. Esta tarde regresamos a Londres, señor Bennett. No veo qué utilidad tendría que nos quedásemos aquí. No podemos arrestar al profesor: no ha cometido ningún crimen. Ni podemos retenerle en la casa, porque no podemos probar que está loco. Todavía no es posible actuar.
       —Entonces ¿qué demonios vamos a hacer?
       —Un poco de paciencia, señor Bennett. Pronto evolucionarán las cosas. A menos que me equivoque, el próximo martes es posible que se produzca una crisis. Naturalmente, estaremos en Camford ese día. Mientras tanto, no negaré que la situación en general resulta desagradable y si la señorita Presbury puede alargar su visita…
       —Eso es fácil.
       —Entonces, que se quede hasta que podamos afirmar que ha pasado todo el peligro. Entretanto, deje que se sienta a sus anchas y no le enfade. Mientras esté de buen humor, no habrá problema.
       —¡Ahí está! —susurró Bennett boquiabierto.
       Al mirar entre las ramas, vimos que la figura alta y erguida aparecía en la puerta de la entrada y miraba a su alrededor. Se quedó inclinado hacia delante: bamboleaba las manos y movía la cabeza a un lado y a otro. El secretario, tras un último gesto, se separó de nosotros sigilosamente por entre los árboles y vimos cómo enseguida se reunió con su jefe y entraron ambos en la casa mientras mantenían lo que pareció una conversación animada e incluso acalorada.
       —Me figuro que el provecto caballero ha sumado dos y dos —me comentó Holmes mientras caminábamos hacia el hotel—. Me ha extrañado que tenga la mente tan particularmente lúcida y despejada, por lo poco que he visto de él. Un tipo colérico, de eso no hay duda, pero, por otra parte, desde su punto de vista, posee sus razones para montar en cólera: tiene a unos detectives tras su pista y sospecha que los ha llamado su propia familia. Me da la impresión de que al amigo Bennett le espera un rato desagradable.
       Holmes se paró de camino en la oficina de correos y envió un telegrama. La respuesta nos llegó por la tarde y me la tendió para leerla.

VISITADA COMMERCIAL ROAD Y VISTO DORAK. PERSONA CORDIAL. BOHEMIO, ANCIANO. TIENE UNA TIENDA GRANDE.

MERCER

       —Mercer trabaja para mí desde que se marchó usted —dijo Holmes—. Es mi chapuzas, el que investiga los asuntos rutinarios. Tenía su importancia saber algo del hombre con quien nuestro profesor mantiene correspondencia tan en secreto. Su nacionalidad está relacionada con la visita a Praga.
       —Menos mal que algo tiene relación con algo —comenté—. Hasta ahora parecía que nos encontrábamos ante una larga serie de incidentes inexplicables que no tenían nada que ver los unos con los otros. Por ejemplo, ¿qué relación plausible puede haber entre un lebrel irlandés irascible y un viaje a Bohemia, o entre estos y un hombre que se acerca a rastras por la noche? Y esas fechas de usted, eso es lo más desconcertante de todo.
       Holmes sonrió y se frotó las manos. He de añadir que estábamos sentados en el viejo salón del vetusto hotel, con una botella de la célebre añada de la que había hablado Holmes encima de la mesa entre nosotros.
       —Bien, en primer lugar comenzaremos por las fechas —me dijo con las yemas de los dedos unidas y las maneras que se adoptarían al impartir una clase—. El magnífico diario de este joven nos indica que hubo algún problema el 2 de julio y desde ese incidente en adelante parece que cada nueve días con una única excepción, si no recuerdo mal. Así, el último episodio, el del viernes, sucedió el 3 de septiembre, lo que continúa la serie, como lo hizo el del 26 de agosto, que lo precedió. No es una mera coincidencia.
       No pude menos que reconocérselo.
       —Postulemos, por tanto, la teoría provisional de que cada nueve días, el profesor consume alguna clase de droga potente que posee un efecto pasajero, aunque sumamente tóxico. Su temperamento, violento de por sí, se ve intensificado por esta. Adquirió el hábito durante su estancia en Praga y ahora le surte un intermediario bohemio que vive en Londres. ¡Tiene toda la lógica, Watson!
       —Pero ¿y el perro, el rostro en la ventana, el hombre que se arrastra por el pasillo?
       —Bueno, bueno, no hemos hecho más que empezar. No debería haber novedad alguna hasta el próximo martes. Entretanto, no podemos hacer otra cosa que mantener el contacto con nuestro amigo Bennett y disfrutar de las distracciones de esta encantadora ciudad.

       Por la mañana, el señor Bennett se escabulló para traernos el último parte. Como Holmes se había imaginado, no había tenido un día nada fácil. Aunque no le había acusado directamente de ser el responsable de nuestra presencia allí, el profesor le había hablado de manera muy brusca y maleducada, y resultaba evidente que creía tener algún poderoso motivo para quejarse de él. Esa misma mañana, sin embargo, volvía a comportarse casi como siempre, y había impartido una clase a un aula abarrotada con la genialidad de costumbre.
       —Dejando a un lado sus extraños arrebatos —dijo Bennett—, lo cierto es que se le ve con más energía y vitalidad de las que puedo recordar, y nunca ha tenido la mente más lúcida. Pero no es él mismo… ya no es el hombre que conocíamos.
       —Ahora mismo no creo que tenga nada que temer por lo menos en una semana —respondió Holmes—. Soy un hombre ocupado y el doctor Watson tiene pacientes que atender. Quedemos en vernos el próximo martes a esta misma hora. Me sorprendería que, antes de que nos volvamos a marchar, no seamos capaces de explicar, puede que de ponerle fin incluso, a sus problemas. Mientras, continúe contándonos por carta lo que suceda.

       No supe nada de mi amigo en los siguientes días, pero, al otro lunes por la tarde, recibí una breve nota en la que me pedía que me reuniera con él ese martes en el tren. Por lo que me había contado mientras viajábamos a Camford, todo iba bien, nada había perturbado la paz en la casa del profesor y el comportamiento de este era absolutamente normal. Ese fue también el parte que nos dio el propio señor Bennett cuando nos visitó por la tarde en nuestras antiguas habitaciones del Chequers.
       —Hoy hemos tenido noticias de Londres. Eran una carta y un paquete pequeño, ambos con sendas cruces bajo el sello para advertirme de que no los tocara. No había nada más.
       —Eso puede bastar —dijo Holmes seriamente—. Y ahora, señor Bennett, creo que llegaremos a alguna conclusión esta noche. Si mis deducciones son correctas, deberíamos tener oportunidad de resolverlo todo. Con el fin de hacerlo, necesitamos mantener vigilado al profesor. Por tanto, le sugeriría que se quede despierto y al acecho. Si le oyera pasar por delante de su puerta, no le salga al paso: sígale tan discretamente como pueda. El doctor Watson y yo no andaremos muy lejos. Por cierto, ¿dónde se encuentra la llave de esa cajita de la que hablaba?
       —En la cadena de su reloj de bolsillo.
       —Me parece que nuestras pesquisas deberían encaminarse en esa dirección. En el peor de los casos, la cerradura no debe de ser nada del otro mundo. ¿Tienen algún tipo fuerte trabajando en la casa?
       —Está el cochero, Macphail.
       —¿Dónde duerme?
       —Encima de los establos.
       —Es posible que lo necesitemos. Bueno, no podemos hacer nada más hasta que comprobemos cómo evoluciona todo. Ya nos veremos, aunque supongo que será antes de que acabe la noche.
       Poco antes de la medianoche, ocupamos nuestro puesto entre los arbustos que había justo enfrente de la puerta de entrada de la casa del profesor. Hacía buena noche, aunque muy fría, y nos alegrábamos de poder calentarnos con nuestros abrigos. Había cierta brisa y las nubes se movían despacio por el cielo, oscureciendo, de vez en cuando, la luna creciente. Habría resultado una guardia de lo más melancólica de no haber sido por la expectación y el nerviosismo que sentíamos y la seguridad de mi colega de que seguramente habíamos llegado al final de esa extraña secuencia de acontecimientos que había reclamado nuestra atención.
       —Si sigue en vigor el ciclo de nueve días, entonces tendremos al profesor en su peor momento esta noche —dijo Holmes—. Todo apunta en la misma dirección: el hecho de que esos curiosos síntomas comenzaran tras su visita a Praga, el que mantenga correspondencia en secreto con un traficante bohemio de Londres, que es de suponer que representa a alguien de Praga, y el que recibiera un paquete suyo hoy mismo. Lo que toma y por qué lo toma sigue estando más allá de nuestro conocimiento, pero que, de alguna manera, procede de Praga ha quedado bastante claro. Se lo está tomando bajo unas instrucciones precisas que regulan este sistema de los nueve días, que es el primer detalle que me llamó la atención. Pero sus síntomas son muy peculiares. ¿Se fijó en sus nudillos?
       Tuve que confesarle que no.
       —Hinchados y encallecidos de una manera que a mí me resulta bastante novedosa. Lo primero que hay que mirar son las manos, Watson. Luego, los puños de la camisa, las rodillas del pantalón y las botas. Son unos nudillos muy curiosos que solo pueden explicarse por el modo de desplazarse observado por —Holmes dejó de hablar y se dio una palmada en la frente—… Ay, Watson, Watson, ¡qué tonto he sido! Parece increíble, pero, después de todo, tiene que ser verdad. Todo apunta en la misma dirección. ¿Cómo se me ha podido escapar esa relación de ideas? Esos nudillos, ¿cómo se me han podido pasar esos nudillos? ¡Y el perro! ¡Y la enredadera! Está claro que ha llegado el momento de encerrarme en esa pequeña granja de mis sueños. ¡Mire, Watson! ¡Ahí está! Tenemos la oportunidad de verlo por nosotros mismos.
       La puerta de la entrada se había abierto lentamente y, contra el fondo iluminado, vimos la alta figura del profesor Presbury. Llevaba puesta una bata. Mientras su silueta permaneció recortada en el vano de la puerta, estuvo de pie, aunque inclinado hacia delante con los brazos colgando, de la misma manera en que lo habíamos visto la última vez.
       Luego avanzó hacia el camino de acceso a la casa y sobrevino en él un cambio extraordinario. Se agachó hasta encontrarse a cuatro patas y comenzó a caminar sobre las manos y los pies, dando brincos cada poco tiempo como si rebosara energía y vitalidad. Prosiguió junto a la fachada y luego dobló la esquina. Cuando desapareció, Bennett salió disimuladamente por la puerta de la entrada y lo siguió sin hacer ruido.
       «¡Venga, Watson, venga!», exclamó Holmes y pasamos con sigilo y tan silenciosamente como fuimos capaces por entre los arbustos hasta que llegamos a un punto desde donde pudimos ver la otra parte de la casa, que estaba inundada por la luz de la luna creciente. Se podía ver claramente al profesor, que estaba agachado al pie de la pared cubierta por la enredadera. Ante nuestros ojos, empezó a subir por ella de repente con una agilidad pasmosa. Saltaba de rama en rama, con pie seguro y mano firme, trepando, en apariencia, por el mero placer de poder hacerlo, sin ningún propósito en mente. Con esa bata revoloteando a cada lado de su cuerpo, parecía un enorme murciélago adherido al lateral de su propia casa, una gran mancha cuadrada y negra sobre la pared iluminada por la luna. Al poco tiempo, se cansó de esa diversión y, tras dejarse caer de rama en rama, se acuclilló de nuevo en la postura anterior y se dirigió hacia los establos, caminando a rastras de la misma extraña forma de antes. El lebrel irlandés estaba ahora fuera, ladrando furiosamente, y se alteró más que nunca cuando vio a su amo. Tensaba la cadena y estaba temblando de impaciencia y de rabia. El profesor se acercó agachado justo fuera del alcance del perro con toda intención y empezó a provocarle cuanto pudo. Cogía puñados de grava del camino y se los tiraba al hocico, le pinchaba con un palo que había encontrado, meneaba las manos a pocos centímetros de la boca abierta y trataba de enfurecer de todas las maneras posibles aún más al animal, que estaba ya fuera de sí. No recuerdo que en ninguna de nuestras aventuras haya visto alguna vez algo más extraño que a esa figura impasible, y todavía respetable, que estaba acuclillada como una rana en el suelo, mientras incordiaba al perro enloquecido para que tuviera un ataque de furia desbocada y cómo este se levantaba sobre las patas traseras y rabiaba por culpa de toda clase de maldades ingeniosas y retorcidas.
       Y, entonces, en un instante, ¡eso cambió! No rompió la cadena, sino que se le salió el collar, porque estaba fabricado para un cuello ancho, como el de un Terranova. Oímos el tintineo del metal al caer y, un momento después, hombre y perro rodaban juntos por la tierra, uno aullando de rabia y el otro chillando con un estridente y extraño falsete de terror. El profesor estaba a punto de perder la vida. La salvaje criatura lo tenía agarrado con fuerza por el cuello, sus colmillos se habían hundido en la carne, y se quedó inconsciente antes de que pudiéramos llegar hasta ellos y separarlos. Habría sido una tarea peligrosa para nosotros, pero la voz y la presencia de Bennett devolvieron de inmediato la cordura al enorme lebrel. El alboroto había sacado al somnoliento y estupefacto cochero de su cuarto de encima del establo.
       —No me sorprende —dijo, negando con la cabeza—. Ya le había visto hacer yo eso. Sabía que el perro le pillaría antes o después.
       Atamos al perro y subimos juntos al profesor a su dormitorio, donde Bennett, que era licenciado en medicina, me ayudó a vendar el cuello desgarrado. Los afilados dientes se habían acercado peligrosamente a la arteria carótida y tenía una hemorragia grave. En media hora el peligro había pasado, había inyectado morfina al paciente y este se había sumido en un profundo sueño. Entonces, y solo entonces, nos sentimos capaces de mirarnos los unos a los otros y de reflexionar sobre la situación.
       —Creo que debería verle un buen cirujano —afirmé.
       —¡No, por el amor de Dios! —exclamó Bennett—. De momento, el escándalo no ha salido de la casa. El secreto está a salvo con nosotros. Si traspasa estas paredes, no habrá manera de pararlo. Piense en su posición en la universidad, en su reputación en Europa, en los sentimientos de su hija.
       —Tiene razón —intervino Holmes—. Me parece que el asunto puede quedar entre nosotros y también prevenir que se repita ahora que tenemos vía libre. La llave de la cadena del reloj, señor Bennett. Macphail vigilará al paciente y nos hará saber si se produce algún cambio. Veamos qué se esconde en la misteriosa caja del profesor.
       No había mucho, pero era suficiente: una ampolla vacía, otra casi llena, una jeringuilla hipodérmica, varias cartas con una letruja extraña e indescifrable. Las marcas de los sobres indicaban que eran aquellas que habían alterado la rutina del secretario y todas ellas tenían la dirección de Commercial Road e iban firmadas por «A. Dorak». No eran más que comprobantes de un frasco nuevo que se había enviado al profesor Presbury o el recibí del dinero enviado. Sin embargo, había otro sobre con una letra más cuidada que llevaba sello austríaco y matasellos de Praga.
       —¡Aquí tenemos lo que nos interesa! —exclamó Holmes cuando sacó la carta de presentación.

     Distinguido colega:
     Desde que me honró con su visita, he estado reflexionando mucho en su caso, y, aunque, en sus circunstancias, existen ciertos motivos relevantes para proceder al tratamiento, debo, sin embargo, recomendarle cautela, puesto que mis resultados han demostrado que no está exento de peligro.
     Es posible que el suero de antropoide hubiese conducido a mejores resultados. Pero, como ya le expliqué, me veo obligado a utilizar langur gris porque era el único ejemplar accesible. El langur es trepador y camina a cuatro patas, como usted sabe, mientras que el antropoide lo hace sobre dos patas y se halla más próximo en todos los sentidos al ser humano.
     Le ruego que tome todas las precauciones posibles para que no salga a la luz antes de tiempo la metodología empleada. Tengo otro cliente en Inglaterra y Dorak me sirve de agente para ambos.
     Me llenaría de satisfacción si me informara semanalmente.
     Con todo mi reconocimiento,

H. LOWENSTEIN

       ¡Lowenstein! Ese apellido me trajo a la memoria cierto recorte de prensa en el que se hablaba de un oscuro científico que estaba dedicando sus esfuerzos de alguna forma desconocida a obtener el secreto del rejuvenecimiento y el elixir de la eterna juventud. ¡Lowenstein de Praga! Lowenstein y el suero que proporcionaba una fuerza asombrosa, vetado por la profesión al negarse a revelar el origen de este. Expuse brevemente aquello que recordaba. Bennett había cogido un manual de zoología de un estante.
       —Langur —leyó—: el gran mono de cara negra de las laderas del Himalaya, el mayor y más semejante a los humanos de los monos trepadores. Se añaden muchos detalles. En fin, señor Holmes, está muy claro que hemos encontrado el origen del mal.
       —Su origen último —añadió Holmes— se halla, naturalmente, en esa aventura amorosa intempestiva que le dio a nuestro impetuoso profesor la idea de que solo podía realizar sus deseos si se convertía en un hombre más joven. Cuando uno trata de superar a la Naturaleza, corre el riesgo de sucumbir ante esta. Hasta los mejores hombres pueden volver a ser animales si se apartan de la senda correcta de su destino.
       Se sentó y estuvo meditando durante un rato, con la ampolla en la mano, contemplando el claro líquido que había dentro.
       —Cuando le escriba a ese hombre y le diga que le hago responsable penal de los venenos que distribuye, no causará más problemas. Pero puede volver a suceder. Otros pueden encontrar una manera mejor de hacerlo. Aquí hay un peligro… un peligro muy real para la humanidad. Piense, Watson, que todos, el materialista, el hedonista, el mundano, querrían alargar sus insignificantes vidas. El espiritual no haría oídos sordos a la llamada de lo más elevado. Sería la supervivencia del menos apto. ¿Qué clase de cloaca se volvería nuestro pobre mundo?
       De repente, el soñador se desvaneció y Holmes, el hombre de acción, se levantó de un salto de su silla.
       —Creo que no hay nada más que añadir, señor Bennett. Los diversos incidentes encajan ahora fácilmente en el esquema general. Naturalmente, el perro se dio cuenta del cambio mucho antes que usted. Le alertaría su olor. Era al mono, no al profesor, a quien atacaba Roy, al igual que era el mono quien fastidiaba a Roy. Trepar era una alegría para el animal y fue por mera casualidad, deduzco, que ese pasatiempo le llevara a la ventana de la joven. Watson, hay un tren a primera hora a la capital, pero creo que nos dará tiempo a tomarnos una taza de té en el Chequers antes de que salga.



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