Arthur Conan Doyle
(Edinburgh, Inglaterra, 1859 - Crowborough, Inglaterra, 1930)


La aventura del círculo rojo (1911)
(“The Adventure of the Red Circle”)
Originalmente publicado en The Strand Magazine (marzo-abril 1911);
His Last Bow: Some Reminiscences of Sherlock Holmes
(Londres: John Murray, 1917, 305 págs.)


1

      —Pues bien, señora Warren, no logro ver una causa concreta para su inquietud, ni entiendo por qué yo, teniendo en cuenta que mi tiempo es para mí valioso, debería intervenir en el asunto. Tengo otras muchas cosas que reclaman mi atención.
       Así le habló Sherlock Holmes, y se volvió hacia el gran álbum de recortes en el que estaba ordenando y catalogando parte de su reciente material.
       Pero la casera tenía la perseverancia y también la astucia de su sexo. Se mantuvo firme.
       —Usted solucionó un caso para un huésped mío el año pasado —dijo—, el señor Fairdale Hobbs.
       —Ah, sí… un asunto sencillo.
       —Después de eso nunca dejaba de hablar de usted… de su amabilidad, señor, y de la manera en que había esclarecido lo que parecía oscuro. Recordé sus palabras cuando me entraron las dudas y me vi perdida. Sé que podría esclarecerlo con que lo deseara.
       A Holmes se le podía abordar por el lado de la adulación, y, también, para hacerle justicia, por el lado de la amabilidad. Ambas fuerzas hicieron que depusiera su pincel de pegamento con un suspiro de resignación y que arrastrara hacia atrás su silla.
       —Bueno, bueno, señora Warren, oigámoslo. No le molesta el tabaco, supongo. Gracias. Watson… ¡las cerillas! Está usted inquieta, según he entendido, porque su nuevo huésped se queda en sus habitaciones y no puede verlo. Por Dios, señora Warren, si yo fuera su huésped, con frecuencia no me vería usted durante semanas seguidas.
       —Sin duda, señor mío; pero esto es diferente. Me aterra, señor Holmes. No puedo dormir por miedo. Tengo que oír sus pasos inquietos moviéndose de acá para allá desde la mañana temprano hasta avanzada la noche, y, a pesar de ello, nunca lo he ni entrevisto… es más de lo que puedo soportar. Mi marido acaba tan nervioso como yo, pero sale a trabajar todos los días, mientras que yo no descanso de ello en todo el día. ¿Por qué se está escondiendo? ¿Qué ha hecho? Salvo por la chica, estoy completamente sola en casa con él, y es más de lo que mis nervios pueden soportar.
       Holmes se inclinó hacia delante y puso sus largos y delgados dedos sobre el hombro de la mujer. Tenía un poder casi hipnótico para tranquilizar cuando lo deseaba. La mirada aterrorizada se desvaneció de sus ojos, y sus facciones crispadas se relajaron hasta volver a la normalidad. Se sentó en la silla que le había indicado.
       —Si lo acepto, debo entender cada detalle —le dijo—. Tómese tiempo para reflexionar. El detalle más pequeño puede ser el más esencial. ¿Dice que ese hombre llegó hace diez días y que le pagó por una quincena de casa y comida?
       —Me preguntó por mis condiciones. Le dije que cincuenta chelines a la semana. En el piso de arriba de la casa, hay una sala de estar pequeña y un dormitorio, todo amueblado.
       —¿Y bien?
       —Me dijo: «Le pagaré cinco libras a la semana si acepta mis propias condiciones». Soy pobre, señor, y el señor Warren gana poco, y el dinero supone mucho para mí. Sacó un billete de diez libras, y me lo tendió en ese mismo momento. «Puede tener otro igual cada quincena durante mucho tiempo si acepta las condiciones», dijo. «Si no, no tendré nada más que ver con usted».
       —¿Cuáles eran las condiciones?
       —Bueno, señor, quería tener una llave de la casa. En eso no había problema. Los huéspedes las tienen con frecuencia. También debíamos dejarlo completamente a su aire y, nunca, bajo ninguna excusa, molestarlo.
       —Nada del otro mundo, ¿no cree?
       —No, dentro de lo razonable. Pero esto está fuera de todo lo razonable. Ha estado allí durante diez días, y ni el señor Warren, ni yo, ni la chica lo ha visto. Podemos oír esos pasos inquietos yendo y viniendo, yendo y viniendo, mañana, tarde y noche; y salvo esa primera noche nunca ha salido de la casa.
       —Ah, ¿salió la primera noche entonces?
       —Sí, señor, y regresó muy tarde… cuando ya estábamos todos en la cama. Me contó después de que hubiera alquilado las habitaciones que así lo haría y me pidió que no atrancara la puerta. Lo oí subir por la escalera pasada la medianoche.
       —¿Y la comida?
       —Nos dio instrucciones precisas de que siempre deberíamos dejar, cuando llamara, su comida sobre una silla, delante de su puerta. Luego llama de nuevo cuando ha terminado, y nos lo llevamos abajo cogiéndolo de la misma silla. Si quiere algo más, lo escribe con letra de imprenta en un trozo de papel y lo deja allí.
       —¿Lo escribe con letra de imprenta?
       —Sí, señor, lo escribe con letra de imprenta con un lápiz. Solo la palabra, nada más. Tengo aquí uno que he traído para mostrárselo: «Jabón». O este otro: «Cerilla». Este es uno que dejó la primera mañana: «Daily Gazette», le paso ese periódico con el desayuno cada mañana.
       —Madre mía, Watson —dijo Holmes, mirando con gran curiosidad los trozos de papel que le había tendido la casera—, desde luego, esto es un poco atípico. La reclusión puedo entenderla, pero ¿por qué la letra de imprenta? La letra de imprenta es laboriosa. ¿Por qué no escribir de forma normal? ¿Qué nos sugiere esto, Watson?
       —Que desea ocultar su letra.
       —Pero ¿por qué? ¿Qué le importa a él que su casera tenga una palabra de su mano? Sin embargo, puede ser lo que usted dice. Por otra parte, ¿por qué mensajes tan lacónicos?
       —No logro imaginarlo.
       —Abre una agradable perspectiva a la especulación lógica. Las palabras están escritas con un lápiz de punta gruesa, color violáceo y modelo infrecuente. Advertirá que el papel fue arrancado por este lado después de haber escrito las letras de imprenta, así que falta parte de la jota de «jabón». Llamativo, Watson, ¿no cree?
       —¿Por precaución?
       —Exacto. Evidentemente, había alguna marca, alguna huella dactilar, algo que pudiera dar una pista de la identidad de la persona. Sigamos, señora Warren, dice que el hombre era de estatura media, moreno y con barba. ¿Qué edad tendría?
       —Jovencito, señor… no más de treinta.
       —Bien, ¿puede darme alguna indicación más?
       —Tiene un buen inglés, señor, pero, a pesar de ello, por su acento pensé que era extranjero.
       —¿E iba bien vestido?
       —De manera muy elegante, señor. Como un caballero. Ropa oscura, nada en particular.
       —¿No dio su nombre?
       —No, señor.
       —¿Y no ha recibido cartas ni visitas?
       —Ninguna de las dos cosas.
       —Pero seguramente usted o la chica entran en su habitación por la mañana.
       —No, señor, se encarga él de todo.
       —¡Madre mía! Eso, desde luego, es raro. ¿Qué hay de su equipaje?
       —Trajo una maleta grande y marrón: nada más.
       —Bueno, no parece que tengamos mucha información. Dice que no ha salido nada de esa habitación… ¿absolutamente nada?
       La casera sacó un sobre de su bolso, lo vació encima de la mesa y salieron dos cerillas quemadas y una colilla.
       —Estaba en su cenicero esta mañana. Lo he traído porque había oído que puede deducir grandes cosas de las pequeñas.
       Holmes se encogió de hombros.
       —Aquí no hay nada —dijo—. Las cerillas, por supuesto, han sido utilizadas para encender cigarrillos. Eso es obvio por lo corto del extremo quemado. Se consume media cerilla al encender una pipa o un cigarro. Pero… ¡madre mía! Esta colilla de cigarrillo sí que es singular. Dice que el caballero tiene barba y bigote, ¿verdad?
       —Sí, señor.
       —No lo entiendo. Yo diría que solo un hombre bien afeitado hubiese podido fumarse esto. Vaya, Watson, incluso su discreto bigote se hubiese chamuscado un poco.
       —¿Una boquilla? —sugerí.
       —No, no, el extremo está aplastado. Supongo que no podría haber dos personas en sus habitaciones, señora Warren.
       —No, señor. Come tan poco que a menudo me maravillo que pueda tenerse en pie.
       —Bueno, creo que debemos esperar a que haya más elementos. Después de todo, no tiene nada de lo que quejarse. Le ha pagado el alquiler, y no es un huésped problemático, aunque, desde luego, es un tipo insólito. Le paga bien, y, si decide permanecer oculto, no es del todo asunto suyo. No tenemos ningún motivo para pensar que hay culpabilidad alguna en ello. He aceptado el caso, y no voy a perderlo de vista. Infórmeme si sucede algo nuevo, y solicite mi ayuda si fuera necesario.
       Cuando la casera ya nos había dejado, comentó:
       —Desde luego, hay ciertos aspectos interesantes en este caso, Watson. Es posible, por supuesto, que sea una excentricidad personal sin importancia, ahora bien, es posible que sea algo mucho más profundo de lo que se muestra en la superficie. Lo primero que se me ocurre es la posibilidad obvia de que la persona que está ahora en las habitaciones sea otra completamente diferente de aquella que las contrató.
       —¿Por qué piensa así?
       —Bueno, aparte de esta colilla, ¿no es llamativo que la única ocasión en que el huésped ha salido sea inmediatamente después de alquilar las habitaciones? Volvió, él o algún otro, cuando todos los testigos se habían quitado de en medio. Por otra parte, el hombre que alquiló las habitaciones habla bien inglés. Este otro, sin embargo, escribe en letras de imprenta «cerilla» cuando debería escribir «cerillas». Me imagino que extrajo esa palabra de un diccionario, que le facilitó el nombre, pero no el plural. Es posible que el estilo lacónico sea para ocultar la ausencia de conocimientos de inglés. Sí, Watson, hay buenas razones para sospechar que ha habido un reemplazo de huéspedes.
       —Pero ¿con qué fin?
       —¡Ah! Ahí reside nuestro problema. Hay una línea de investigación bastante obvia —Bajó el gran cuaderno en el que, día tras día, archivaba las columnas de consejos sentimentales de diversos periódicos londinenses—. ¡Madre mía! —dijo, pasando las páginas—. ¡Menudo coro de quejidos, gritos y gimoteos! ¡Menudo batiburrillo de casos excepcionales! Y a la vez, seguramente, ¡el coto de caza más valioso que se haya proporcionado nunca a un estudiante de lo insólito! Esta persona está sola y no se puede acceder a ella sin una fisura en ese absoluto secreto que desea. ¿Cómo puede llegarle alguna noticia o algún mensaje sin hacerlo? Obviamente mediante un anuncio en un periódico. No parece haber otra manera, y, afortunadamente, solo necesitamos preocuparnos de un periódico. Aquí tenemos los fragmentos del Daily Gazette de la última quincena. «Dama con una boa negra en el Prince’s Skating Club»… eso lo podemos obviar. «Seguramente Jimmy no le romperá el corazón a su madre»… eso parece irrelevante. «Si la dama que se desmayó en el autobús de Brixton»… no es ella quien me interesa. «Todos los días mi corazón anhela…» Gimoteos, Watson, ¡puros gimoteos! Ah, esto es más probable. Escuche esto: «Sé paciente. Encontraremos un medio más seguro para comunicarnos. Mientras, esta columna. G». Esto es de dos días después de que llegara el huésped de Warren. Parece verosímil, ¿no cree? El tipo misterioso sería capaz de entender inglés, incluso aunque no pudiera escribirlo en letras de imprenta. Veamos si podemos retomar la pista de nuevo. Sí, aquí está… tres días más tarde. «Arreglando cosas. Paciencia y prudencia. Las nubes pasarán. G.». Después de esto, nada durante una semana. Entonces, viene algo mucho más concreto: «El camino está despejado. Si veo una oportunidad mensaje por señales recuerda código convenido: uno A, dos B, etc. Tendrás noticias pronto. G». Esto corresponde al periódico de ayer, y no hay nada en el de hoy. Todo esto podemos relacionarlo con el huésped de la señora Warren. Si esperamos un poco, Watson, no me cabe duda de que el caso se nos volverá más inteligible.
       Así resultó, pues por la mañana me encontré a mi amigo de pie en la alfombrilla de la chimenea dándole la espalda al fuego y con una sonrisa de absoluta satisfacción en su rostro.
       —¿Qué le parece esto, Watson? —exclamó, recogiendo el periódico de la mesa—. «Edificio alto rojo con adornos de piedra blanca. Tercera planta. Segunda ventana a la izquierda. Después de la puesta de sol. G.». Esto es bastante concreto. Creo que después del desayuno debemos realizar un pequeño reconocimiento por el vecindario de la señora Warren. ¡Ah, señora Warren! ¿Qué novedades nos trae esta mañana?
       Nuestra clienta había irrumpido en la sala de estar con una enérgica determinación que nos sugirió algún acontecimiento nuevo y trascendental.
       —¡Es un caso para la policía, señor Holmes! —exclamó—. ¡No quiero saberme nada más! Va a hacer las maletas y a marcharse de ahí. Hubiese subido directa a decírselo, pero pensé que, después de todo, era justo oír su opinión primero. Estoy al límite de mi paciencia, y encima han molido a golpes a mi marido…
       —¿Han molido a golpes al señor Warren?
       —Tratado violentamente, al menos.
       —Pero ¿quién lo ha tratado violentamente?
       —¡Eso es lo que yo quiero saber! Fue esta mañana, señor. El señor Warren se encarga de controlar el horario de los trabajadores en Morton & Waylight’s, en Tottenham Court Road. Debía salir de casa antes de las siete. Pues bien, esta mañana no había ni dado diez pasos calle abajo cuando le llegaron dos hombres por detrás, le echaron un abrigo por encima de la cabeza, y lo metieron a empujones en un coche que estaba junto al bordillo. Cuando se repuso, descubrió que estaba en Hampstead Heath, así que cogió un ómnibus a casa, y allí lo he dejado, echado en el sofá, mientras me venía directamente a contarles lo que había pasado.
       —Muy interesante —dijo Holmes—. ¿Vio la apariencia de esos hombres… les oyó hablar?
       —No, está completamente aturdido. Solo sabe que lo alzaron del suelo y que lo bajaron de nuevo como por arte de magia. Había al menos dos dentro, quizá tres.
       —¿Y usted relaciona este ataque con su huésped?
       —Bueno, hemos vivido allí durante quince años y nunca nos ha sucedido nada semejante. Ya me he cansado de él. El dinero no lo es todo. Lo voy a sacar de mi casa ante de que acabe el día.
       —Espere un poco, señora Warren. No se precipite. Empiezo a creer que este caso tal vez sea mucho más importante de lo que parecía a primera vista. Ahora está claro que algún peligro amenaza a su huésped. Igualmente está claro que sus enemigos, que estaban esperándolo al acecho cerca de su puerta, lo han confundido con su marido por la escasa luz de la mañana y la niebla. Al darse cuenta de su error, lo soltaron. Lo que le hubiesen hecho si no hubiese sido un error, solo podemos suponerlo.
       —Bien, ¿y qué debo hacer, señor Holmes?
       —Tengo muchas ganas de ver a ese huésped suyo, señora Warren.
       —No veo cómo vamos a arreglarlo, a menos que eche la puerta abajo. Siempre oigo cómo abre con llave cuando bajo por la escalera después de dejarle la bandeja.
       —Tiene que recogerla. Sin duda podríamos escondernos y verlo en ese momento.
       La casera se quedó pensando un momento.
       —Bueno, señor, está el trastero enfrente. Podríamos colocar un espejo, tal vez, y si se quedaran detrás de la puerta…
       —¡Magnífico! —dijo Holmes—. ¿A qué hora come?
       —Alrededor de la una, señor.
       —Entonces, el doctor Watson y yo iremos con tiempo. Adiós, por el momento, señora Warren.
       A las doce y media nos encontrábamos en los escalones de la entrada de la casa de la señora Warren: un edificio alto, estrecho, de ladrillo amarillo en Great Orme Street, una vía pública no muy ancha al noreste del British Museum. Al estar como estaba cerca de la esquina, disfrutaba de una vista a Howe Street, una calle de casas más pretenciosas. Holmes señaló con una risita a una de ellas, un edificio de pisos residenciales que destacaba tanto que no se podía pasar por alto.
       —¡Mire, Watson! —dijo—. «Edificio alto rojo con adornos de piedra blanca». Ahí tenemos la fuente de las señales. Conocemos el lugar, y conocemos el código, así que, sin duda alguna, nuestra tarea debería resultar sencilla. Allí, en esa ventana, hay un cartel de «se alquila». Evidentemente, es un piso vacío al que ha tenido acceso el cómplice. Y bien, señora Warren, ¿ahora qué?
       —Lo tengo todo listo para ustedes. Si suben ambos y dejan sus botas en el rellano, los meteré allí ahora.
       Había preparado un escondite excelente. El espejo estaba colocado de tal manera que, sentados en la oscuridad, podíamos ver con mucha claridad la puerta de enfrente. Apenas nos habíamos acomodado y se había marchado la señora Warren, cuando un tintineo distante anunció que nuestro misterioso vecino había llamado. La casera apareció con la bandeja de inmediato, la colocó sobre una silla junto a la puerta cerrada, y, entonces, dando pesados pasos, volvió a irse. Acuclillándonos juntos en el ángulo de la puerta, nos quedamos mirando fijamente al espejo. De repente, mientras los pasos de la casera se iban extinguiendo, se oyó el chirrido de una llave que daba vueltas, la manilla giró, y dos manos delgadas salieron rápidamente y levantaron la bandeja de la silla. Un momento después, la volvió a dejar atropelladamente, y vislumbré un rostro moreno, bonito y horrorizado mirando hacia la estrecha apertura del trastero. Entonces, la puerta se cerró violentamente, la llave dio vueltas una vez más, y todo se quedó en silencio. Holmes le pegó un tirón a mi manga, y bajamos con sigilo las escaleras.
       —Volveremos aquí por la tarde —le dijo a la expectante casera—. Creo, Watson, que podemos discutir este asunto mejor en nuestro propio domicilio.
       Ya hundido en su sillón, me dijo:
       —Mi conjetura, como ha visto, ha resultado ser correcta. Ha habido un reemplazo de huéspedes. Lo que no había previsto es que nos topásemos con una mujer, y no una mujer cualquiera, Watson.
       —Nos ha visto.
       —Bueno, ha visto algo que la ha alarmado. Eso seguro. La secuencia aproximada de los hechos está bastante clara, ¿verdad? Una pareja busca refugio en Londres por un peligro temible e inminente. De la magnitud de ese peligro nos habla la severidad de sus precauciones. El hombre, que tenía alguna tarea que debía realizar, deseaba dejar a la mujer en absoluta seguridad mientras lo hacía. No era un problema fácil, pero lo resolvió de una manera original, y tan eficazmente que ni siquiera la casera que le suministra el alimento tiene conocimiento de su presencia. Los mensajes en letra de imprenta, como ahora resulta evidente, debían impedir que se descubriera por su escritura que era una mujer. El hombre no puede acercarse a la mujer, o guiaría a sus enemigos hasta ella. Dado que no puede comunicarse con ella directamente, recurre a la columna de consejos sentimentales de un periódico. Hasta aquí todo está claro.
       —Pero ¿cuál es el origen de todo esto?
       —Ah, sí, Watson… ¡sumamente práctico, como siempre! ¿Cuál es el origen de todo esto? El extravagante problema de la señora Warren crece y asume un aspecto más siniestro a medida que avanzamos. Lo que podemos decir es que no es una aventura amorosa ordinaria. Ya lo ha visto en el rostro de la mujer ante el indicio del peligro. También nos hemos enterado del ataque al patrón, que, sin lugar a dudas, estaba destinado al huésped. Estas alarmas, y la necesidad desesperada de secreto, indican que el asunto es de vida o muerte. El ataque al señor Warren demuestra, además, que los enemigos, quienesquiera que sean, no son conscientes del reemplazo del huésped masculino por el femenino. Es muy curioso y complicado, Watson.
       —¿Por qué sigue en el caso? ¿Qué puede ganar con esto?
       —Buena pregunta. Es el arte por el arte, Watson. Supongo que cuando se doctoró se vio a sí mismo estudiando casos sin pensar en los honorarios.
       —Para mi educación, Holmes.
       —La educación nunca termina, Watson. Es una serie de lecciones con la mayor de todas al final. Este es un caso instructivo. No hay ni dinero ni reputación en ello, y, a pesar de todo, uno desearía arreglarlo. Cuando se haga de noche, nos deberíamos encontrar en una fase avanzada de nuestra investigación.
       Cuando regresamos al domicilio de la señora Warren, la penumbra de una tarde invernal de Londres se había condensado en una cortina gris, una monotonía inerte rota únicamente por los cuadrados del amarillo bien definido de las ventanas y los borrosos halos de las farolas de gas. Mientras la escudriñábamos desde la sala de estar a oscuras de la casa de huéspedes, una luz más tenue brilló intermitentemente en lo alto a través de la oscuridad.
       —Alguien se está moviendo en esa habitación —susurró Holmes, con el rostro demacrado y ansioso cerca del cristal de la ventana—. Sí, puedo ver su silueta. ¡Allí está otra vez! Tiene una vela en la mano. Ahora está escudriñando al otro lado. Quiere estar seguro de que está atenta. Está empezando a hacer señas con las luces. Coja el mensaje usted también, Watson, para que podamos comprobar uno con otro. Un único destello… eso es «A», por supuesto. Sigue. ¿Cuántos ha contado? Veinte. Yo también. Eso significaría «T». «AT…» eso es bastante comprensible. Otra «T». Seguramente es el comienzo de una segunda palabra. Vamos… «TENTA». Ha parado. ¿Será eso todo, Watson? «ATTENTA» no tiene sentido. Ni se entiende mejor como tres palabras, «AT», «TEN», «TA», a menos que «T. A.» sean las iniciales de una persona. ¡Ahí va otra vez! ¿Qué es esto? «ATTE…» vaya, es el mismo mensaje una vez más. Curioso, Watson, muy curioso. ¡Ahora apaga una vez más! «AT…» vaya, está repitiéndolo por tercera vez. ¡«ATTENTA» tres veces! ¿Con qué frecuencia lo repetirá? No, eso parece haber acabado. Se ha apartado de la ventana. ¿Qué le parece, Watson?
       —Un mensaje cifrado, Holmes.
       Mi compañero soltó una repentina risita al comprenderlo.
       —Y no cifrado de manera muy críptica, Watson —dijo—. Vaya, vaya, por supuesto, ¡es italiano! La «A» significa que se dirige a una mujer. «¡Cuidado! ¡Cuidado! ¡Cuidado!». ¿Qué le parece, Watson?
       —Creo que ha dado con ello.
       —No cabe duda. Es un mensaje muy urgente, repetido tres veces para enfatizarlo. Pero ¿cuidado de qué? Espere un momento, está yendo a la ventana de nuevo.
       Volvimos a ver la figura borrosa de un hombre agachado y el centelleo de la pequeña llama a través de la ventana mientras se renovaban las señales. Pasaron más rápido que antes… tan rápido que era difícil seguirlas.
       —«PERICOLO»… pericolo… eh, ¿qué es eso, Watson? Peligro, ¿verdad? Sí, por Dios, es una señal de peligro. ¡Ahí va de nuevo! «PERI». Vaya, pero qué demonios…
       La luz se había apagado repentinamente, la ventana de luz trémula había desaparecido en la oscuridad, y en el tercer piso se formaba una banda oscura alrededor del alto edificio, que tenía un tercio de sus ventanas batientes iluminadas. La última exclamación de aviso había sido repentinamente interrumpida. ¿Cómo y por quién? El mismo pensamiento nos vino al instante a ambos. Holmes se levantó de un salto desde donde se agazapaba junto a la ventana.
       —Esto es grave, Watson —exclamó—. ¡Hay algo perverso en marcha! ¿Por qué pararía un mensaje así de esa manera? Debería informar a Scotland Yard de este asunto… Sin embargo, es demasiado urgente como para dejarlo así.
       —¿Voy a llamar a la policía?
       —Debemos definir la situación con un poco más de claridad. Es posible que se preste a una interpretación más inocente. Vamos, Watson, crucemos nosotros mismos y veamos qué más podemos sacar en claro.


2

      Mientras bajábamos rápidamente por Howe Street a pie, eché la mirada atrás, hacia el edificio que acabábamos de dejar. Allí, borrosamente perfilada en la ventana de arriba, pude ver la sombra de una cabeza, una cabeza de mujer, que miraba tensa, rígida, afuera, hacia la noche, aguardando sin aliento la reanudación de ese mensaje interrumpido. En la puerta de entrada de los pisos de Howe Street, un hombre con corbata y abrigo estaba apoyado contra la verja. Se sobresaltó cuando la luz del vestíbulo iluminó nuestros rostros.
       —¡Holmes! —exclamó.
       —¡Pero si es usted, Gregson! —le dijo mi compañero mientras le estrechaba la mano al detective de Scotland Yard—. Los viajes acaban reencontrando a los enamorados
[Shakespeare, Noche de reyes, acto II, escena III, vv. 44-45]. ¿Qué le trae por aquí?
       —Las mismas razones que le traen a usted, espero —dijo Gregson—. Cómo ha llegado hasta aquí, ni se me pasa por la cabeza.
       —Diferentes hilos que llevan al mismo enredo. He estado tomando nota de las señales.
       —¿Señales?
       —Sí, desde esa ventana. Se interrumpieron a la mitad. Nos acercábamos para ver la razón. Pero, dado que está en buenas manos con usted, no veo motivo para continuar con este asunto.
       —¡Espere un poco! —exclamó Gregson con impaciencia—. Le diré la verdad, señor Holmes: no he estado nunca en un caso en que no me sintiese más seguro por tenerlo a usted a mi lado. Estos pisos solo tienen una salida, así que lo tenemos.
       —¿Quién es?
       —Bueno, bueno, le llevamos ventaja por una vez, señor Holmes. Eso debe concedérnoslo.
       Dio un golpe bruscamente en el suelo con su bastón, cuando un cochero, con su látigo en la mano, saltó de un carruaje de cuatro ruedas que estaba en el extremo más alejado de la calle.
       —¿Me permite presentarle al señor Sherlock Holmes? —le dijo al cochero—. Este es el señor Leverton de la agencia de detectives americana Pinkerton.
       —¿El héroe del misterio de la cueva de Long Island? —dijo Holmes—. Encantado de conocerle, señor.
       El americano, un joven discreto y formal, con un rostro bien afeitado, de rasgos marcados, se ruborizó con el cumplido.
       —Ahora estoy siguiendo la pista de mi vida, señor Holmes —dijo—. Si pudiese atrapar a Gorgiano…
       —¡Cómo! ¿Gorgiano? ¿Del Círculo Rojo?
       —Ah, también tiene fama en Europa, ¿verdad? Bueno, nos hemos empapado con todo lo referente a él en América. Sabemos que se encuentra tras cincuenta asesinatos, sin embargo, no tenemos nada concreto que podamos achacarle. Seguí sus huellas desde Nueva York, y le he seguido de cerca durante una semana en Londres, aguardando alguna excusa para echarle el guante. El señor Gregson y yo lo localizamos por fin en esta gran casa de vecinos, y solo hay una única puerta, así que no puede zafarse de nosotros. Han salido tres personas desde que entró, pero juraría que no era ninguna de ellas.
       —El señor Holmes me ha hablado de unas señales —dijo Gregson—. Supongo que, como siempre, sabe mucho más que nosotros.
       En pocas y claras palabras, Holmes les explicó la situación como se nos había presentado. El americano chocó el puño contra la mano con enfado.
       —¡Nos ha descubierto! —exclamó.
       —¿Por qué lo cree?
       —Bueno, eso parece, ¿no? Ahí lo tenemos, enviando mensajes a un cómplice… Hay varios de su banda en Londres. Entonces, repentinamente, justo cuando, por lo que dicen, les estaba avisando de que había un peligro, se para en seco. ¿Qué podía significar eso salvo que, desde su ventana, nos había vislumbrado de repente en la calle, o, de alguna manera, había llegado a entender lo inminente del peligro, y que debía actuar de inmediato si quería evitarlo? ¿Qué sugiere, señor Holmes?
       —Que subamos enseguida y lo veamos por nosotros mismos.
       —Pero no tenemos orden de arresto.
       —Está en un edificio desocupado en circunstancias sospechosas —dijo Gregson—. Eso es aceptable por el momento. Cuando lo tengamos, ya veremos si Nueva York no puede ayudarnos a mantenerlo retenido. Asumiré la responsabilidad de arrestarlo ahora.
       Puede que nuestros detectives de la policía yerren en asuntos de inteligencia, pero nunca en los se requieren valor. Gregson subió por la escalera para arrestar a ese asesino desesperado de la misma manera formal y discreta con que lo hubiese hecho por los escalones de Scotland Yard. El hombre de Pinkerton había tratado de pasarle por un lado a empujones, pero Gregson le había echado atrás de un codazo. Los peligros de Londres eran el privilegio del cuerpo de policía londinense.
       La puerta del piso que había a mano izquierda en el tercer descansillo se encontraba entreabierta. Gregson la empujó para abrirla. Dentro todo estaba en absoluto silencio y oscuridad. Encendí una cerilla y con ella la linterna del detective. Cuando el parpadeo de la linterna se estabilizó en una llama, todos soltamos un ahogado grito de asombro. En las tablas de pino del suelo sin alfombra, apareció un rastro de sangre fresca. Los pasos rojos apuntaban hacia nosotros y procedían de una habitación del interior, cuya puerta se encontraba cerrada. Gregson la abrió por la fuerza y sostuvo su resplandeciente lámpara delante de él, mientras todos escudriñábamos ansiosos hacia allí por encima de sus hombros.
       En medio de la habitación vacía se hallaba la figura crispada de un hombre enorme, con un rostro bien afeitado y moreno, retorcido de forma grotesca y espantosa, y con la cabeza rodeada por un pálido halo carmesí de sangre; yacía dentro un amplio círculo húmedo sobre la clara tarima. Tenía las rodillas dobladas, las manos en un espasmo de agonía, y del centro de su garganta ancha, atezada, vuelta hacia el techo, sobresalía el mango blanco de un cuchillo con la hoja completamente hundida en su cuerpo. Como era gigantesco, el hombre debía de haber caído al suelo derribado como un buey tras esa cuchillada espantosa. Junto a su mano derecha, había un impresionante puñal de mango de cuerno y doble filo, y cerca de este, un guante negro de cuero.
       —¡Por Dios bendito! ¡Es el mismísimo Negro Gorgiano! —exclamó el detective americano—. Esta vez, alguien se nos ha adelantado.
       —Aquí en la ventana está la vela, señor Holmes —dijo Gregson—. Vaya, pero ¿qué está haciendo?
       Holmes había cruzado rápidamente la habitación, había encendido la vela, y estaba asomándola a la ventana y retirándola repetidas veces. Entonces, miró atentamente la oscuridad, apagó la vela de un soplo, y la tiró al suelo.
       —Creo sinceramente que eso nos será de ayuda —dijo.
       Se acercó y permaneció sumido en sus pensamientos mientras los dos profesionales examinaban el cuerpo.
       —Dice que esas tres personas salieron del piso mientras esperaban abajo —dijo, por fin—. ¿Los han visto de cerca?
       —Sí, lo hice.
       —¿Había entre ellos un tipo de alrededor de los treinta, barba negra, moreno, de estatura media?
       —Sí, fue el último que pasó a mi lado.
       —Ese es nuestro hombre, creo. Puedo darle su descripción, y tenemos un excelente dibujo de su huella del pie. Eso debería bastarles.
       —No mucho, señor Holmes, si pensamos en los millones de huellas que hay en Londres.
       —Puede que no. Por eso pensé que lo mejor era convocar a esta dama en su ayuda.
       Todos nos volvimos a esas palabras. Allí, enmarcada en el vano de la entrada, había una mujer alta y guapa: el misterioso huésped de Bloomsbury. Avanzó lentamente, con el rostro pálido y tenso por una terrible aprensión, con los ojos desorbitados, con la mirada aterrada clavada en el cuerpo moreno del suelo.
       —¡Lo han matado! —murmuró—. Oh, Dio mio, ¡lo han matado!
       Entonces, oí cómo tomaba aire profunda y repentinamente, y saltaba con un grito de alegría. Bailó dando vueltas y vueltas por la habitación, aplaudiendo con las manos, con sus ojos oscuros centelleando de feliz asombro, y saliendo de sus labios mil bonitas exclamaciones italianas. Era horrible y sorprendente ver a una mujer tan trastornada de alegría ante semejante visión. De repente, se detuvo y nos miró a todos con una mirada inquisitiva.
       —¡Ustedes…! ustedes son policías, ¿no? Han matado a Giuseppe Gorgiano. ¿No es así?
       —Somos policías, señora.
       Miró a su alrededor hacia las sombras de la habitación.
       —Pero, y entonces, ¿dónde está Gennaro? —preguntó—. Es mi marido, Gennaro Lucca. Yo soy Emilia Lucca, y venimos de Nueva York. ¿Dónde está Gennaro? Me estaba llamando hace un momento desde esta ventana, y he corrido todo lo que he podido.
       —Era yo quien la llamaba —dijo Holmes.
       —¡Usted! ¿Cómo pudo llamarme?
       —Su código no es difícil, señora. Su presencia aquí era deseable. Sabía que solo tenía que hacer los destellos de vieni y que vendría sin lugar a dudas.
       La guapa italiana miró estupefacta a mi compañero.
       —No comprendo cómo sabe esas cosas —dijo—. Giuseppe Gorgiano… ¿cómo ha…?
       Se quedó callada, y, de repente, su rostro se iluminó de orgullo y felicidad.
       —¡Ya veo! ¡Mi Gennaro! Mi maravilloso y guapo Gennaro me ha protegido de todo mal, lo hizo él, ¡mató al monstruo con sus fuertes manos! Ah, Gennaro, ¡qué extraordinario eres! ¿Qué mujer se merece a un hombre así?
       —Bueno, señora Lucca —dijo el prosaico Gregson, poniendo su mano en la manga de la dama con la misma emoción con que detiene a un vándalo de Notting Hill—, todavía no tengo muy claro quién es usted ni qué es usted, pero ha dicho suficiente para que resulte evidente que la necesitaremos en Scotland Yard.
       —Un momento, Gregson —dijo Holmes—. Me da la impresión de que puede que esta dama esté ansiosa por darnos tanta información como podamos obtener. ¿Comprende, señora, que su marido será arrestado y juzgado por la muerte del hombre que yace ante nosotros? Lo que diga puede ser usado como prueba. Sin embargo, si cree que ha actuado por motivos que no son condenables, y que él desearía que los conociéramos, entonces, la mejor manera de serle de utilidad es contándonos toda la historia.
       —Ahora que Gorgiano ha muerto no tenemos miedo de nada —dijo la dama—. Era un demonio y un monstruo, y no puede haber juez en el mundo que castigue a mi marido por haberlo matado.
       —En ese caso —dijo Holmes—, sugiero que cerremos esta puerta, dejemos las cosas como nos las hemos encontrado, vayamos con esta dama a sus habitaciones, y nos formemos una opinión tras oír lo que tiene que decirnos.

       Media hora más tarde, nos hallábamos sentados, los cuatro, en la pequeña sala de estar de la signora Lucca, escuchando el singular relato de esos acontecimientos siniestros, cuyo final habíamos tenido oportunidad de presenciar. Hablaba en un inglés rápido y fluido, pero muy poco ortodoxo, que corregiré en beneficio de la claridad.
       —Nací en Posilippo, cerca de Nápoles —dijo—, y mi padre fue Augusto Barelli, el abogado más importante de esa región, e incluso llegó a ser diputado. Gennaro era empleado de mi padre, y me enamoré de él, como le pasaría a cualquier mujer. No tenía ni dinero ni buena posición, nada excepto su belleza y su energía, así que mi padre prohibió el matrimonio. Nos fugamos juntos, nos casaron en Bari, y vendí mis joyas para obtener el dinero que nos llevaría a América. Eso fue hace cuatro años, y hemos estado siempre en Nueva York desde entonces.
       »Al principio, la fortuna nos fue muy favorable. Gennaro le hizo un favor a un caballero italiano… lo salvó de unos canallas en ese sitio llamado Bowery, y se ganó así un poderoso amigo. Se llamaba Tito Castalotte, y era el socio mayoritario de la gran firma Castalotte y Zamba, la principal empresa importadora de fruta de Nueva York. El signor Zamba está impedido, y nuestro nuevo amigo, Castalotte, tenía todo el poder dentro de la sociedad, que daba empleo a más de trescientos hombres. Le dio trabajo a mi marido, le convirtió en jefe de un departamento, y le demostró su buena voluntad de todas las formas posibles. El signor Castalotte era soltero, y creo que tenía a Gennaro por un hijo, y ambos, mi marido y yo, le queríamos como si fuera nuestro padre. Habíamos alquilado y amueblado una casita en Brooklyn, y todo nuestro futuro parecía asegurado cuando apareció esa nube negra, que pronto hubo de cubrir nuestro horizonte.
       »Una noche, cuando Gennaro regresó de su trabajo, se trajo consigo a un paisano. Se llamaba Gorgiano, y había venido también de Posilippo. Era un hombre enorme, como pueden atestiguar por el tamaño de su cadáver. No solo tenía el cuerpo de un gigante, sino que todo en él era grotesco, desmesurado y aterrador. Su voz era como un trueno en nuestra casita. Apenas había habitación para el remolino de sus grandes brazos cuando hablaba. Sus pensamientos, sus emociones, sus arrebatos, todo era exagerado y monstruoso. Hablaba, o más bien bramaba, con tal energía que los demás no podían sino quedarse sentados y escuchar, intimidados con el impetuoso torrente de palabras. Sus ojos centelleaban hacia una y te dejaban a su merced. Era un hombre temible y formidable. ¡Gracias a Dios que está muerto!
       »Volvió a casa una y otra vez. Sin embargo, yo era consciente de que Gennaro no se sentía más feliz que yo en su presencia. Mi pobre marido se quedaba sentado, pálido y apático, mientras escuchaba el interminable desvarío sobre política y cuestiones sociales que constituía la conversación de nuestro visitante. Gennaro no decía nada, pero yo, que lo conocía tan bien, podía ver en su rostro cierta emoción que no había visto nunca antes. Al principio pensé que era desagrado. Y luego, poco a poco, comprendí que era algo más que desagrado. Era miedo: un miedo profundo, secreto, humillante, que lo empequeñecía. La noche en que descifré esa emoción, lo abracé y le rogué por el amor que me tenía a mí y a todo lo que le era querido que no me ocultara nada y que me contara por qué ese hombre enorme le hacía sombra de esa manera.
       »Me lo contó, y se me heló el corazón mientras le escuchaba. Mi pobre Gennaro, en sus días de locuras y arrebatos, cuando todo el mundo parecía estar contra él y se había desquiciado por las injusticias de la vida, se había unido a una sociedad napolitana, el Círculo Rojo, que estaba relacionada con los antiguos carbonarios. Los juramentos y secretos de esa hermandad eran espeluznantes, y una vez entrabas no había escapatoria posible. Cuando huimos a América, Gennaro pensó que se había librado de todo aquello para siempre. Cuál fue su espanto una tarde al encontrarse en la calle al mismo hombre que lo había iniciado a él en Nápoles, el gigante Gorgiano, un hombre que se había ganado el nombre de “la Muerte” en el sur de Italia, porque tenía las manos manchadas de sangre hasta el brazo. Había venido a Nueva York para evitar a la policía italiana, y había implantado una filial de su horrible empresa en su nuevo hogar. Todo esto me lo contaba Gennaro mientras me mostraba una citación que había recibido ese mismo día, con un círculo rojo dibujado en el encabezamiento, donde decía que se mantendría una reunión en cierta fecha, y que se requería y ordenaba su presencia.
       »Eso era bastante malo, pero lo peor estaba por venir. Me había dado cuenta hacía un tiempo que, cuando Gorgiano venía a vernos por las tardes, y lo hacía a menudo, se quedaba mucho hablando conmigo; e incluso cuando sus palabras eran para mi marido, aquellos ojos suyos, terribles, penetrantes, de bestia feroz, me miraban a mí. Una noche salió a la luz su secreto. Había despertado en él algo que él llamaba “amor”… el amor de una bestia… de un salvaje. Gennaro todavía no había vuelto cuando llegó él. Se metió por la fuerza en casa, me agarró entre sus fuertes brazos, me abrazó con la fuerza de un oso, me cubrió de besos, y me imploró que me marchara con él de allí. Estaba forcejeando y gritando cuando Gennaro entró y lo atacó. Dejó a Gennaro sin sentido y huyó de la casa para no volver. A cambio, esa noche nos ganamos un enemigo mortal.
       »Al cabo de unos días tuvo lugar la reunión. La cara de Gennaro al volver ya me dejó claro que había sucedido algo horrible. Era peor de lo que hubiésemos podido imaginar. Los fondos de la sociedad se obtenían de chantajear a italianos ricos y de amenazarlos con violencia en el caso de que se negaran a pagar. Resultó que habían abordado a Castalotte, nuestro querido amigo y benefactor. Se había negado a ceder a las amenazas, y había dado aviso a la policía. Se había decidido que darían ejemplo con él para impedir que se rebelaran más víctimas. En el encuentro se convino que los volarían a él y a su casa con dinamita. Se decidió al azar quién llevaría a cabo el asesinato. Gennaro vio cómo el cruel rostro de nuestro enemigo le sonreía mientras metía la mano en la bolsa. Sin duda, estaba amañado de alguna manera, porque fue el disco fatal con el círculo rojo en él, la orden de asesinato, lo que había sobre su palma al abrirla. Debía matar a su mejor amigo o nos expondría a mí y a sí mismo a la venganza de sus camaradas. Esta diabólica organización castiga a aquellos que temen u odian causando daño no solo a ellos, sino a aquellos que aman, y saber esto aterrorizaba a mi pobre Gennaro día y noche. Estaba a punto de volverse loco de aprensión.
       »Estuvimos abrazados el uno al otro toda la noche, dándonos fuerza mutuamente para los problemas que se presentaban ante nosotros. Se había fijado el atentado para la tarde siguiente. Cerca de mediodía mi marido y yo estábamos de camino a Londres, pero no antes de que hubiésemos advertido encarecidamente a nuestro benefactor de ese peligro, y le hubiésemos dejado también tanta información a la policía como para proteger su vida en el futuro.
       »Lo demás, caballeros, ya lo saben ustedes mismos. Estábamos seguros de que nuestros enemigos nos perseguirían como si fueran nuestras mismas sombras. Gorgiano tenía sus propios motivos para vengarse, pero, aunque no los tuviera, ya sabíamos lo despiadado, artero e infatigable que podía llegar a ser. Tanto Italia como América estaban llenas de historias de sus macabras habilidades. Si alguna vez tuvo deseos de usarlas, fue entonces. Mi amado se valió de los pocos días de ventaja que nuestra partida nos había proporcionado para preparar un refugio para mí, de tal manera que ningún posible peligro pudiera alcanzarme. Por su parte, deseaba estar libre para poder comunicarse tanto con la policía americana como con la italiana. Yo misma no sé dónde vivía, ni cómo. Me enteraba de todo a través de los anuncios de un periódico. Sin embargo, una vez, mientras miraba por mi ventana, vi a dos italianos que vigilaban la casa, y comprendí que, de alguna manera, Gorgiano había encontrado nuestro escondite. Por fin, Gennaro me contó, a través del periódico, que me haría señas desde cierta ventana de enfrente, pero cuando las señales llegaron, no eran nada más que advertencias, y de pronto pararon. Ahora parece muy claro que sabía que Gorgiano le pisaba los talones, y que, ¡gracias a Dios!, estaba preparado cuando llegó. Y ahora, caballeros, me gustaría preguntarles si debemos tener miedo de la policía, o si algún juez en el mundo condenaría a mi Gennaro por lo que ha hecho.
       —Pues bien, señor Gregson —dijo el americano mirando al oficial—, no sé cuál será el punto de vista británico, pero supongo que en Nueva York el marido de esta dama va a recibir más de una muestra de agradecimiento.
       —Tendrá que venir conmigo y ver al jefe —respondió Gregson—. Si lo que dice queda corroborado, no creo que ni ella ni su marido tengan mucho que temer. Pero, a lo que no le encuentro ni pies ni cabeza, señor Holmes, es a cómo demonios se ha visto usted mezclado en el asunto.
       —Por aprender, Gregson, por aprender. Por seguir buscando el conocimiento en la vieja universidad. Bueno, Watson, tiene un ejemplo más de lo trágico y lo grotesco que añadir a su colección. Por cierto, aún no son las ocho, ¡y hay velada de Wagner en el Covent Garden! Si nos damos prisa, podemos llegar al segundo acto.



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