Arthur Conan Doyle
(Edinburgh, Inglaterra, 1859 - Crowborough, Inglaterra, 1930)


La aventura de Charles Augustus Milverton (1904)
(“The Adventure of Charles Augustus Milverton”)
Originalmente publicado en la revista Collier’s, Estados Unidos (26 de marzo de 1904);
re-impreso en The Strand Magazine, Inglaterra (abril 1904);
The Return of Sherlock Holmes
(Londres: George Newnes Ltd, 1905, 403 págs.)



      Los incidentes de los que hablaré tuvieron lugar hace años, y, a pesar de todo, aludo a ellos indeciso. Durante mucho tiempo, incluso con la mayor reserva y discreción, hubiese sido imposible hacer públicos los hechos, pero ahora la principal interesada se encuentra fuera del alcance de las leyes humanas, y, con las debidas omisiones, se puede contar la historia de tal manera que no perjudique a nadie. Esta deja constancia de una experiencia absolutamente singular tanto en la carrera del señor Sherlock Holmes como en la mía. El lector tendrá que disculparme si obvio la fecha o cualquier otro hecho mediante el cual pudiera rastrear el suceso real.
       Habíamos salido Holmes y yo para dar uno de nuestros paseos vespertinos, y habíamos regresado cerca de las seis de una noche fría y helada de invierno. Cuando aumentó la luz de la lámpara, cayó en la cuenta de una tarjeta que había sobre la mesa. Le echó un vistazo y luego, con una exclamación de repulsa, la tiró al suelo. Yo la recogí y leí:

CHARLES AUGUSTUS MILVERTON
Appledore Towers
Hampstead

       —¿Quién es? —pregunté.
       —El peor hombre de Londres —respondió Holmes sentándose y estirando las piernas delante del fuego—. ¿Hay algo en la parte de atrás de la tarjeta?
       Le di la vuelta.
       —«Pasaré a las 6.30, C. A. M.» —leí.
       —¡Vaya! Está a punto de llegar. Watson, ¿a usted no le dan ganas de sacudirse la ropa y dar un respingo hacia atrás cuando se encuentra delante de las serpientes del zoo y ve a esas criaturas escurridizas, resbaladizas, venenosas con su mirada asesina y sus caras crueles y aplastadas? Pues bien, esa es la impresión que me causa Milverton. He tenido que vérmelas con cincuenta asesinos en mi carrera, pero ni el peor de ellos me ha causado tanta repugnancia como la que siento por ese tipo. Y, a pesar de todo, no puedo librarme de tratar con él: de hecho, viene aquí a invitación mía.
       —Pero ¿quién es?
       —Ahora mismo se lo digo, Watson. Es el rey de los chantajistas. Que Dios se apiade del hombre, y todavía más de la mujer, cuyo secreto y reputación llega a las manos de Milverton. Con una sonrisa y un corazón de mármol, los exprimirá y exprimirá hasta que los deje secos. El tipo es un genio a su modo, y hubiese dejado huella en un oficio más respetable. Su método es el siguiente: permite que se difunda que está dispuesto a pagar sumas muy elevadas por cartas comprometedoras para personas de dinero o de categoría. Recibe estos artículos no solo de ayudas de cámara y doncellas desleales, sino a menudo de elegantes rufianes que se han ganado la confianza y cariño de mujeres ingenuas. No es tacaño negociando. Sé, por casualidad, que le pagó setecientas libras a un lacayo por una nota de dos líneas de extensión y que el resultado fue la ruina de una noble familia. Todo lo que se puede vender acaba en Milverton, y hay cientos de personas en esta gran ciudad que se ponen lívidos al oír su nombre. Nadie sabe por dónde puede llegar su zarpazo, porque es demasiado rico y demasiado astuto como para trabajar por necesidad. Se guarda una carta durante años con el fin de jugarla en el momento en que la apuesta está en su momento más jugoso. Le he dicho que es el peor hombre de Londres, y le preguntaría a usted cómo puede compararse al rufián que a sangre caliente le da un porrazo a su colega con este hombre, que de manera metódica y tomándose todo el tiempo del mundo, tortura el alma y desquicia los nervios con el fin de aumentar su ya abultados bolsillos.
       Pocas veces había oído a mi amigo hablar con tanta intensidad de sentimiento.
       —Pero, seguramente —dije—, este tipo se encuentre al alcance de la ley.
       —En teoría, sin duda, pero no en la práctica. ¿Qué gana una mujer, por ejemplo, con que sea encarcelado unos meses si inmediatamente después sigue su ruina? Sus víctimas no se atreven a devolver el golpe. Si, en algún momento, chantajeara a una persona inocente, entonces, lo tendríamos de verdad, pero es tan taimado como el demonio. No, no, tenemos que encontrar otra manera de combatirlo.
       —¿Y por qué viene aquí?
       —Porque una ilustre clienta ha puesto su lamentable caso en mis manos. Es lady Eva Brackwell, la joven presentada en sociedad más guapa de la pasada temporada. Ha de casarse en quince días con el conde de Dovercourt. Este desalmado tiene varias cartas imprudentes que le escribió a un joven terrateniente de provincias que no tiene un céntimo. Y aunque no son más que eso, cartas imprudentes, bastarían para romper el compromiso. Milverton le enviará las cartas al conde a menos que se le pague una importante suma. Me han encargado que me reúna con él y… llegar al mejor acuerdo posible.
       En ese momento, se oyó un traqueteo y ruido de cascos abajo, en la calle. Al mirar hacia allí vi un majestuoso carruaje tirado por un par de caballos, cuyos faroles resplandecían en las lustrosas ancas de los nobles alazanes. Abrió la puerta un lacayo, y bajó un hombre bajo y robusto con un abrigo de piel de astracán. Un minuto más tarde estaba en nuestra habitación.
       Charles Augustus Milverton era un hombre de unos cincuenta años, con una cabeza grande e intelectual, un rostro redondo, rollizo y lampiño, una sonrisa que parecía congelada, y dos ojos grises y agudos que brillaban intensamente tras las grandes gafas de montura de oro. Había algo de la benevolencia del señor Pickwick en su aspecto, estropeada solo por la falsedad de su sonrisa inalterable y por el duro brillo de sus ojos penetrantes e inquietos. Su voz era tan suave y agradable como su semblante, mientras avanzaba con una manita rolliza extendida, susurrando que lamentaba no habernos encontrado en su primera visita. Holmes ignoró la mano tendida y lo miró con rostro pétreo. La sonrisa de Milverton se hizo más amplia, se encogió de hombros, se quitó el abrigo, lo dejó doblado muy meticulosamente encima del respaldo de una silla y luego tomó asiento.
       —¿Y este caballero? —dijo señalándome con un gesto—. ¿Es discreto? ¿Es íntegro?
       —El doctor Watson es mi socio y amigo.
       —Muy bien, señor Holmes. Solo pongo reparos en interés de su cliente. El asunto es demasiado delicado…
       —El doctor Watson ya está al tanto.
       —Entonces, podemos continuar con el negocio. Dice que actúa en nombre de lady Eva. ¿Le ha autorizado para aceptar mis condiciones?
       —¿Cuáles son sus condiciones?
       —Siete mil libras.
       —¿Y cuál es la alternativa?
       —Señor mío, me resulta penoso hablar sobre ello, pero, si no se paga el dinero el día 14, con toda certeza no habrá matrimonio el 18.
       Su insufrible sonrisa parecía más presuntuosa que nunca.
       Holmes se quedó pensando un momento.
       —Me parece —dijo por fin— que da por sentadas muchas cosas. Estoy familiarizado, por supuesto, con el contenido de esas cartas. Mi cliente hará, no le quepa duda, lo que le aconseje. Le recomendaré que le cuente a su futuro marido toda la historia y que confíe en su generosidad.
       Milverton se rió entre dientes.
       —Es evidente que no conoce al conde —dijo.
       Por la perpleja mirada que apareció en el rostro de Holmes pude ver claramente que sí lo conocía.
       —¿Qué hay de malo en esas cartas? —preguntó.
       —Son alegres…, muy alegres —respondió Milverton—. La dama era una corresponsal encantadora. Pero puedo asegurarle que el conde de Dovercourt no conseguiría apreciarlas. Sin embargo, puesto que piensa de otra forma, dejémoslo ahí. Es estrictamente un asunto de negocios. Si cree que lo más conveniente para su cliente es que esas cartas estén en manos del conde, entonces sería una auténtica insensatez pagar una suma tan importante para recuperarlas.
       Se levantó y cogió su abrigo de astracán.
       Holmes estaba gris de ira y humillación.
       —Espere un poco —dijo—. Va demasiado rápido. Desde luego, haremos todos los esfuerzos posibles para evitar un escándalo con un asunto tan delicado.
       Milverton se dejó caer de nuevo en su silla.
       —Estaba seguro de que lo vería desde esa perspectiva —murmuró.
       —Por otro lado —prosiguió Holmes—, lady Eva no es una mujer rica. Le aseguro que dos mil libras agotarían sus recursos y que la suma que menciona está completamente fuera de su alcance. Le ruego, por tanto, que modere sus exigencias y que devuelva las cartas al precio que le indico, que es, se lo aseguro, el mayor que puede obtener.
       La sonrisa de Milverton creció y sus ojos brillaron divertidos.
       —Soy consciente de que es cierto lo que dice de los recursos de la dama —dijo—. Por otro lado, tiene que admitir que el matrimonio de una dama es una ocasión muy propicia para que sus parientes y amigos hagan un pequeño esfuerzo por ella. Quizá duden sobre qué regalo de bodas es el apropiado. Déjeme asegurarles que ese montón de cartas le daría más alegría que todos los candelabros y platillos para la mantequilla de Londres juntos.
       —Es imposible —dijo Holmes.
       —Madre mía, madre mía, ¡qué desafortunada! —exclamó Milverton sacando una abultada cartera del bolsillo—. No puedo evitar pensar que se aconseja mal a las damas cuando se les dice que no hagan esfuerzos. ¡Mire, por ejemplo! —Alzó una notita con un escudo de armas en el sobre—. Esto pertenece a… Bueno, quizá no sea adecuado decir el nombre antes de mañana por la mañana. Pero, entonces, estará en manos del marido de esta dama. Y todo porque no va a encontrar una miserable suma que podría conseguir convirtiendo sus diamantes en bisutería. ¡Da tanta pena! Holmes, ¿recuerda el repentino final del compromiso entre la ilustre señorita Miles y el coronel Dorking? Tan solo dos días antes de la boda, apareció un párrafo en el Morning Post que decía que todo había acabado. ¿Y por qué? Resulta casi increíble, pero la ridícula suma de mil doscientas libras hubiese resuelto toda la cuestión. ¿No es lamentable? Y aquí lo tengo a usted, un hombre juicioso, preocupado por unas libras, cuando se halla en juego el futuro y el honor de su clienta. Me sorprende, señor Holmes.
       —Le estoy diciendo la verdad —replicó Holmes—. No puede conseguir ese dinero. Seguramente, sea mejor para usted aceptar la cuantiosa suma que le ofrezco que arruinarle el porvenir a esta mujer, de lo que no puede sacar ningún beneficio.
       —En eso comete un error, señor Holmes. Revelarlo me beneficiaría indirectamente de manera considerable. Tengo diez u ocho casos parecidos madurándose. Si corriese la voz de que le he dado un severo escarmiento a lady Eva, estarían todos mucho más abiertos a entrar en razón. ¿Entiende mi perspectiva?
       Holmes se levantó de un salto de su silla.
       —¡Póngase detrás de él, Watson! ¡No lo deje salir! Ahora, señor, veamos el contenido de esa cartera.
       Milverton se había deslizado, rápido como una rata, a un lado de la habitación y estaba con la espalda contra la pared.
       —Señor Holmes, señor Holmes —dijo, abriendo la pechera de su abrigo y enseñándoles la culata de un gran revólver que sobresalía del bolsillo interior—. Esperaba que hiciera algo más original. Esto se ha hecho tantas veces, y ¿qué se ha sacado en claro de ello? Le aseguro que estoy armado hasta los dientes y que estoy absolutamente dispuesto a utilizar mis armas, puesto que sé que la ley está de mi lado. Además, su hipótesis de que llevaría las cartas aquí en una cartera es completamente errónea. No haría nada tan estúpido. Y ahora, caballeros, tengo una o dos pequeñas entrevistas esta noche y hay un largo camino hasta Hampstead.
       Dio un paso al frente, cogió su abrigo, puso la mano en el revólver y se volvió hacia la puerta. Yo agarré una silla, pero Holmes negó con la cabeza y la volví a dejar en el suelo. Con una inclinación, una sonrisa y un destello en los ojos, Milverton salió de la habitación, y unos breves momentos después oímos el portazo de la puerta del carruaje y el traqueteo de las ruedas al alejarse de allí.
       Holmes se sentó inmóvil junto al fuego, con las manos metidas hasta el fondo de los bolsillos de sus pantalones, la barbilla hundida contra su pecho, los ojos fijos en las ascuas incandescentes. Durante media hora, permaneció quieto y en silencio. Luego, con la expresión de un hombre que ha tomado una decisión, se puso en pie de un salto y entró en su dormitorio. Un poco más tarde, un joven obrero desenfadado con perilla y paso arrogante, encendió su pipa de barro a la luz de la lámpara antes de bajar a la calle.
       —Tardaré un rato en volver, Watson.
       Y, tras decir aquello, se desvaneció en la noche. Comprendí que había comenzado su campaña contra Charles August Milverton, pero poco me imaginaba la extraña forma que estaba destinada a adoptar esa campaña.
       Durante unos días, Holmes estuvo yendo y viniendo a todas horas con ese atuendo, pero aparte de un comentario sobre que pasaba el tiempo en Hampstead y que no lo hacía en vano, no supe nada de lo que estaba haciendo. Por fin, sin embargo, una noche inclemente, tempestuosa, en que el viento ululaba y golpeaba contra las ventanas, volvió de su última expedición y, tras quitarse el disfraz, se sentó delante del fuego y se rió de buena gana para sí mismo como de costumbre.
       —Usted no diría que soy de los que se casan, ¿verdad, Watson?
       —¡Ya lo creo que no!
       —Pues le interesará saber que me he comprometido.
       —¡Mi querido amigo! Le feli…
       —Con la criada de Milverton.
       —¡Dios mío, Holmes!
       —Quiero información, Watson.
       —¿No estará yendo demasiado lejos?
       —Es un paso completamente necesario. Soy un fontanero con un negocio al alza, de nombre Escott. He estado saliendo con ella todas las noches, y hablando largo y tendido. Dios mío, ¡menudas charlas! Sin embargo, tengo todo lo que quiero. Conozco la casa de Milverton como la palma de mi mano.
       —Pero, Holmes, ¿y la chica qué?
       Se encogió de hombros.
       —No se puede evitar, mi querido Watson. Hay que jugar las cartas lo mejor que se puede cuando se tiene una apuesta así encima de la mesa. No obstante, me alegra decir que tengo a un odiado rival que seguro que me quitará la novia en cuanto me dé la vuelta. ¡Qué noche más maravillosa!
       —¿Le gusta este tiempo?
       —Viene bien para mis planes. Watson, tengo intención de desvalijar la casa de Milverton esta noche.
       Contuve el aliento, y un escalofrío me recorrió todo el cuerpo ante esas palabras, que fueron proferidas en un tono de firme resolución. Como el destello de un relámpago en la noche revela en un instante cada detalle de un amplio paisaje, así, de un vistazo, me pareció ver cada posible resultado de un acto semejante: el ser descubierto, el ser capturado, la ilustre carrera de mi amigo terminada en un fracaso y una deshonra irreparables, mi propio amigo huyendo a merced del detestable Milverton…
       —Por amor de Dios, Holmes, piense en lo que va a hacer —exclamé.
       —Mi querido amigo, he barajado todas las posibilidades. Nunca actúo de manera precipitada ni seguiría un derrotero tan arduo y, de hecho, tan peligroso si hubiese otro posible. Examinemos el asunto clara y sinceramente. Supongo que admitirá que el acto es moralmente justificable, aunque delictivo en teoría. Desvalijar una casa no es más que cogerle la cartera por la fuerza…, un acto al que usted estaba dispuesto a ayudarme.
       Le estuve dando vueltas en la cabeza.
       —Sí —dije—. Es moralmente justificable en la medida en que nuestro propósito es no coger nada excepto lo que es utilizado con fines ilegales.
       —Exacto. Puesto que es moralmente justificable, solo he de pensar en la cuestión del riesgo personal. Creo yo que un caballero no debe poner mucho el acento en esto cuando hay una dama desesperadamente necesitada de su ayuda.
       —Quedará en una posición muy equívoca.
       —Bueno, eso es parte del riesgo. No hay otra manera de recuperar esas cartas. La desdichada no tiene el dinero, y no hay nadie de los suyos en quien pueda confiar. Mañana es el último día de gracia, y, a menos que podamos coger las cartas esta noche, ese bellaco cumplirá con su palabra y la llevará a la ruina. Por lo tanto, debo abandonar a mi cliente a su suerte o jugar esta última carta. Entre nosotros, Watson, ese tal Milverton y yo tenemos un reto deportivo entre manos. Como vio, fue el mejor en el primer encuentro, pero mi amor propio y mi reputación me apremian a luchar hasta el final.
       —Bueno, no me gusta, pero supongo que no queda más remedio —dije—. ¿Cuándo empezamos?
       —Usted no viene.
       —Entonces, usted no va —dije—. Le doy mi palabra de honor —y no la he roto en toda mi vida— de que cojo un coche directo a la comisaría y le delato a menos que comparta esta aventura conmigo.
       —No puede ayudarme.
       —¿Cómo lo sabe? No puede saber qué puede pasar. De todas formas, he tomado una decisión. Hay otras personas además de usted que tienen su amor propio e, incluso, su reputación.
       Holmes me había parecido molesto, pero luego desfrunció el ceño y me dio una palmada en el hombro.
       —Bueno, bueno, mi querido amigo, así sea. Hemos compartido el mismo piso durante años, y tendría gracia que terminásemos compartiendo la misma celda. ¿Sabe, Watson? No me importa confesarle que siempre he pensado de mí mismo que podría haber sido un criminal extremadamente eficaz. Esta es mi oportunidad para demostrarlo. ¡Vea esto!
       Sacó un cuidado estuche de cuero de un cajón, y, al abrirlo, me mostró varios instrumentos resplandecientes.
       —Es un equipo de robo actualizado y de primera, con palanqueta chapada en níquel, un cortacristales con punta de diamante, ganzúas adaptables y todos los últimos progresos que requiere el avance de la civilización. Aquí ve, también, mi linterna sorda. Todo en regla. ¿Tiene un par de zapatos silenciosos?
       —Tengo unas zapatillas de tenis con suela de goma.
       —Excelente. ¿Y una máscara?
       —Puedo hacer dos de seda negra.
       —Por lo que veo, tiene una fuerte tendencia natural para esta clase de cosas. Muy bien, haga las máscaras. Tomaremos una cena rápida antes de empezar. Son las nueve y media. A las once iremos hasta Church Row. Hay un cuarto de hora caminando desde allí hasta Appledore Towers. Nos pondremos a la faena antes de medianoche. Milverton duerme profundamente y se acuesta puntualmente a las diez y media. Con un poco de suerte, estaremos de vuelta para las dos, con las cartas de lady Eva en el bolsillo.
       Holmes y yo nos pusimos nuestra ropa de etiqueta, para parecer dos aficionados al teatro de vuelta a casa. En Oxford Street cogimos un coche que nos condujo a una dirección en Hampstead. Ahí pagamos el trayecto, y, con nuestros chaquetones abotonados hasta el cuello, porque hacía un frío glacial y el viento parecía que nos traspasaba, caminamos junto al seto.
       —Este es un asunto que requiere mucho tacto —dijo Holmes—. Esos documentos están guardados en una caja fuerte del despacho del tipo, y el despacho es la antecámara de su alcoba. Por otra parte, como todos estos hombres robustos y bajitos a los que les van bien las cosas, duerme extraordinariamente bien. Agatha, mi prometida, dice que corre un chiste entre los sirvientes sobre lo difícil que es despertar al señor. Tiene un secretario consagrado a sus asuntos que no se mueve en todo el día del despacho. Por eso estamos yendo de noche. Además, tiene una bestia por perro que vaga por el jardín. Quedé con Agatha tarde las dos últimas noches y encierra con llave al animal para darme vía libre. Esta es la casa, la grande con sus propios jardines. Por la puerta…, ahora para la derecha entre los laureles. Podemos ponernos las máscaras aquí, creo. Ya ve, no hay ni un atisbo de luz en ninguna de las ventanas, y todo marcha de maravilla.
       Con nuestros embozos de seda negra, que nos transformaban en dos de las figuras más truculentas de Londres, nos acercamos sigilosamente a la casa silenciosa y sombría. A un lado de esta, se extendía una terraza embaldosada con varias ventanas y dos puertas en ella.
       —Ese es su dormitorio —susurró Holmes—. Esta puerta da directamente al despacho. Es la que mejor nos hubiese venido, pero está cerrada a cal y canto, y haríamos demasiado ruido para entrar. Venga por aquí. Hay un invernadero que da a la sala de estar.
       Por allí estaba cerrado, pero Holmes cortó un disco de cristal y giró la llave desde dentro. Un momento después, había cerrado la puerta detrás de nosotros, y nos habíamos convertido en dos malhechores a ojos de la ley. El aire denso y cálido del invernáculo y la fragancia intensa y sofocante de las plantas exóticas se nos agarró a la garganta. Cogió mi mano en la oscuridad y me llevó rápidamente por entre hileras de arbustos que nos rozaban la cara. Holmes tenía una singular aptitud, cuidadosamente ejercitada, para ver en la oscuridad. Con mi mano todavía en la suya, abrió una puerta, y tuve la vaga impresión de que habíamos entrado en una amplia habitación en la que se habían fumado un cigarro no mucho antes. Caminó a tientas entre los muebles, abrió otra puerta y la cerró tras nosotros. Al extender la mano, rocé varios abrigos que colgaban de la pared y comprendí que estaba en un pasillo. Lo atravesamos, y Holmes abrió muy despacio una puerta a mano derecha. Algo salió corriendo hacia nosotros y se me puso el corazón en un puño, aunque casi me eché a reír cuando me di cuenta de que era el gato. Había un fuego encendido en esta nueva habitación, y el aire volvía a estar cargado de humo de tabaco. Holmes entró de puntillas, me esperó para que lo siguiera, y luego cerró muy despacio la puerta. Estábamos en el despacho de Milverton, y un portier al otro lado nos indicaba la entrada a su dormitorio.
       Había un buen fuego que iluminaba la habitación. Cerca de la puerta vi el reflejo de un interruptor de luz eléctrica, pero no hacía falta encenderla, incluso si hubiese sido seguro. A un lado de la chimenea había una pesada cortina, que cubría el ventanal que habíamos visto desde fuera. Al otro lado estaba la puerta que se comunicaba con la terraza. En el centro se encontraba un escritorio con una silla giratoria de brillante cuero rojo. Enfrente había una librería enorme, con un busto de mármol de Atenea en lo alto. En la esquina entre la librería y la pared estaba la caja fuerte alta y verde, que hacía reverberar la luz de la chimenea con los tiradores de latón pulido de su parte delantera. Holmes cruzó sigilosamente la habitación y la estudió. Entonces se deslizó hasta la puerta del dormitorio y permaneció allí con la cabeza inclinada escuchando atentamente. No llegaba ningún ruido de dentro. Entretanto, se me ocurrió que sería prudente asegurar nuestra retirada por la puerta al exterior, así que la examiné. Para mi sorpresa, ¡no estaba cerrada ni a cal ni a canto! Toqué a Holmes en el brazo, y volvió su máscara en esa dirección. Lo vi sobresaltarse, y era evidente que estaba tan sorprendido como yo.
       —Esto no me gusta —susurró tras acercar sus labios hasta mi oído—. No entiendo nada. De todas formas, no tenemos tiempo que perder.
       —¿Puedo hacer algo?
       —Sí, quédese junto a la puerta. Si oye que viene alguien, eche el cerrojo, y podremos escapar mientras llega. Si vienen por el otro lado, podemos salir por la puerta en caso de haber terminado el trabajo, o escondernos detrás de las cortinas de esa ventana si no. ¿Me sigue?
       Asentí y permanecí junto a la puerta. Se me había pasado la impresión inicial de miedo, y ahora me dejaba llevar por un entusiasmo más desbordante de lo que había sentido nunca cuando éramos defensores de la ley en lugar de sus adversarios. Al elevado propósito de nuestra misión, a la conciencia de que era desinteresada y caballeresca, al carácter ruin de nuestro oponente, a todo eso se le añadía el interés deportivo de la aventura. Lejos de sentirme culpable, estaba alegre y exultante por el peligro. Con una sensación de admiración, miraba cómo Holmes desplegaba su estuche de instrumental y elegía la herramienta con la serena y científica precisión de un cirujano que ejecuta una operación delicada. Yo sabía que abrir cajas fuertes era una afición particular que tenía él, y entendía la alegría que le daba enfrentarse con ese monstruo verde y dorado, el dragón que tenía entre sus fauces la reputación de muchas hermosas damas. Tras doblarse las mangas de su chaqueta —había puesto su abrigo en una silla—, Holmes sacó dos brocas, una palanqueta y varias ganzúas. Yo estaba en la puerta central mirando hacia las otras dos, preparado para una emergencia, aunque, en realidad, mis planes acerca de qué debería hacer en caso de ser interrumpidos eran algo imprecisos. Durante una hora Holmes trabajó con mucho empeño, dejando una herramienta, cogiendo otra, manejando cada una de ellas con la fuerza y delicadeza de un mecánico cualificado. Por fin, oí un chasquido, se abrió la gran puerta verde y vislumbré dentro de ella varios fajos de papeles, todos atados, sellados y clasificados. Holmes extrajo uno, pero era difícil leer a la luz trémula del fuego, y sacó su pequeña linterna sorda, porque era demasiado peligroso, con Milverton en el cuarto de al lado, encender la luz eléctrica. De repente, lo vi parado, escuchando atentamente, y luego, en un momento, había cerrado la puerta de la caja fuerte, recogido su abrigo, metido las herramientas en sus bolsillos y se había precipitado detrás de la cortina de la ventana, indicándome que hiciera lo mismo.
       Solo cuando me había reunido allí con él, oí lo que había alertado a sus sentidos, más despiertos que los míos. Había ruido en alguna parte dentro de la casa. Se oyó un portazo a lo lejos. Luego un murmullo confuso, mate, rompió en el ruido sordo y cadencioso de unos pasos graves que se acercaban velozmente. Estaban en el pasillo que daba a la habitación. Se detuvieron en la puerta. La puerta se abrió. Hubo un agudo chasquido al encenderse la luz. La puerta se cerró de nuevo, y nos llegó a la nariz el hedor acre de un potente cigarro. Luego los pasos continuaron yendo de acá para allá, de acá para allá, a pocas yardas de nosotros. Al final se oyó cómo crujía una silla, y cesaron los pasos. Luego se oyó chasquear una llave en una cerradura y el crujido de unos papeles.
       Hasta ese momento no me había atrevido a mirar fuera, pero ahora entreabrí despacio la abertura de las cortinas y miré a través de ella. Por la presión del hombro de Holmes contra el mío, supe que estaba, como yo, al acecho. Directamente enfrente de nosotros, y casi a nuestro alcance, estaba la espalda ancha y encorvada de Milverton. Era evidente que habíamos errado en lo referente a sus horarios, que nunca había estado en su dormitorio, sino que había estado en vela en algún salón destinado al tabaco o al billar en el ala más alejada de la casa, cuyas ventanas no habíamos visto. Su enorme cabeza entrecana, con su reluciente calva, estaba en el primer término inmediato de nuestra visión. Se estaba reclinando más en la silla de cuero rojo, con las piernas extendidas y un largo cigarro negro que sobresalía oblicuo de su boca. Llevaba puesta una chaqueta holgada de estilo militar, de color burdeos, con cuello de terciopelo negro. En su mano sostenía un extenso documento legal, que estaba leyendo apáticamente, mientras hacía anillos de humo con los labios al mismo tiempo. No había indicios de que fuera a marcharse muy pronto, dadas la calma de su comportamiento y la comodidad de su postura.
       Sentí que la mano de Holmes se acercaba sigilosamente a la mía y que me la apretaba para serenarme, como si me dijera que tenía controlada la situación y que estaba tranquilo. Yo no tenía claro si había visto lo que solo era evidente desde mi posición, que la puerta de la caja fuerte no estaba perfectamente cerrada, y que Milverton podía verlo en cualquier momento. Pensé para mí que, si el hombre lo descubría, yo saldría de un salto, le echaría mi chaquetón por encima de la cabeza, lo sujetaría de esa manera y le dejaría el resto a Holmes. Pero Milverton ni tan siquiera levantó la mirada. Los papeles de su mano le interesaban de manera indolente, y pasaba página tras página mientras seguía la argumentación del abogado. Al menos, pensé, cuando se haya terminado el documento y el cigarro, se irá a su habitación, pero antes de que hubiese alcanzado el final de ninguno de los dos, se produjo un notable giro que desvió nuestros pensamientos hacia otros derroteros.
       Había observado que Milverton había mirado su reloj varias veces, y que una de estas se había levantado y sentado de nuevo con un gesto de impaciencia. Y, a pesar de todo, la idea de que pudiera tener una cita a una hora tan insólita nunca se me pasó por la cabeza hasta que llegó a mis oídos un débil sonido desde la terraza de fuera. Milverton dejó caer los papeles sobre la mesa y se enderezó en su asiento. Se repitió el sonido, y luego se oyó un leve golpeteo en la puerta. Milverton se levantó y la abrió.
       —Bien —dijo secamente—, llega casi media hora tarde.
       Así que esa era la explicación de la puerta sin cerrar y la noche en vela de Milverton. Se oía el leve roce de un vestido de mujer. Había cerrado el resquicio entre las cortinas cuando el rostro de Milverton se había vuelto en dirección a nosotros, pero ahora me arriesgué a abrirlas de nuevo con mucho cuidado. Había regresado a su silla, con el cigarro que sobresalía oblicuo e insolente de la comisura de sus labios. Enfrente de él, bajo el foco de la luz eléctrica, había una mujer alta, esbelta, morena, con un velo sobre la cara y una capa cerrada en torno a su barbilla. Su respiración se aceleró agitada, y cada ápice de la elegante figura se estremecía por una intensa emoción.
       —Bueno —dijo Milverton—, me ha hecho perder un buen rato de descanso nocturno, querida. Espero que resulte provechoso. No podía venir en otro momento…, ¿verdad?
       La mujer negó con la cabeza.
       —Bueno, si no ha podido, pues no ha podido. Si la condesa ha sido una jefa dura con usted, ahora tiene la oportunidad de ponerse a su altura. Pobre chica, pero ¿qué manera de temblar es esta? ¡Eso es! ¡Recobre la compostura! Ahora, pasemos al negocio.
       Cogió una nota del cajón de su escritorio.
       —Dice que tiene cinco cartas comprometedoras para la condesa d’Albert. Usted quiere venderlas. Yo quiero comprarlas. Hasta aquí bien. Solo queda poner un precio. Por supuesto, querría inspeccionar las cartas. Si de verdad son buenos ejemplares… Cielo santo, ¿es usted?
       Sin decir una palabra, la mujer se levantó el velo y dejó que cayera la capa de su barbilla. El rostro que se enfrentaba a Milverton era moreno, atractivo, de facciones marcadas, un rostro de nariz aquilina, cejas pronunciadas y oscuras que ensombrecían unos ojos duros y brillantes, y una boca de labios rectos y finos en la que se dibujaba una peligrosa sonrisa.
       —Soy yo —dijo—, la mujer a la que le ha arruinado la vida.
       Milverton se rió, pero había un temblor de miedo en su voz.
       —Fue usted pero que muy obstinada —dijo—. ¿Por qué me hizo llegar a tales extremos? Le aseguro que no le haría daño a una mosca por propia voluntad, pero todo hombre tiene su oficio, ¿qué puedo hacer yo? Ajusté el precio a sus medios. No quiso pagar.
       —Así que le envió las cartas a mi marido y a él, el caballero más noble que haya existido nunca, un hombre al que nunca le he llegado ni a la suela de los zapatos, a él se le rompió su generoso corazón y murió. ¿Recuerda la última noche? ¿Cuando crucé esa puerta y le rogué y supliqué piedad, y se rió en mi cara como está tratando de reírse ahora? Solo que ahora con ese corazón de cobarde que tiene no puede evitar que le tiemblen los labios. Sí, creyó que no me volvería a ver nunca más, pero fue la noche que me mostró cómo podía reunirme con usted cara a cara y a solas. Bueno, Charles Milverton, ¿tiene algo que decir?
       —Ni se le pase por la cabeza que puede intimidarme —dijo poniéndose en pie—. Solo tengo que alzar la voz para llamar a mis criados y que la arresten. Pero seré comprensivo con su lógica indignación. Abandone la habitación enseguida como ha venido y no diré nada.
       La mujer se quedó con la mano metida en su pecho y la misma sonrisa letal en sus finos labios.
       —No arruinará más vidas como arruinó la mía. No destrozará más corazones como destrozó el mío. Voy a liberar al mundo de algo venenoso. ¡Toma eso, perro, y eso! ¡… y eso! ¡… y eso!
       Había sacado un revólver pequeño y brillante, y vació el cargador, bala tras bala, en el cuerpo de Milverton, con la boca del cañón a dos pies de la pechera de su camisa. Él retrocedió y luego se cayó boca abajo encima de la mesa, tosiendo convulsivamente y arañando la madera entre los papeles. Entonces, otra vez de pie, se tambaleó, recibió otro disparo y rodó por el suelo.
       —Ha acabado conmigo —exclamó y se quedó quieto.
       La mujer lo miró atentamente y le clavó el tacón en la cara boca arriba. Lo volvió a mirar, pero no hizo sonido o movimiento alguno. Oí un claro roce, el aire nocturno se metió de golpe en la caldeada habitación y la vengadora se marchó.
       Que interviniésemos no hubiese podido salvar a ese hombre de su destino, pero, como la mujer descargaba bala tras bala en el cuerpo contraído de Milverton, estuve a punto de saltar, hasta que sentí cómo me agarraba la mano fría y fuerte de Holmes la muñeca. Comprendí la razón de ese apretón firme y disuasivo: que no era asunto nuestro, que se le había hecho justicia a un bellaco, que teníamos nuestros propios deberes y nuestros propios fines que no debíamos perder de vista. Pero, en cuanto la mujer salió corriendo de la habitación, Holmes, a paso veloz y silencioso, estaba ya en la otra puerta. Giró la llave en la cerradura. Al mismo tiempo, oímos voces en la casa y el ruido de unos pies que se apresuraban. Los disparos del revólver habían despertado al servicio. Con absoluta frialdad, Holmes se deslizó hasta la caja fuerte, se llenó los brazos con montones de cartas y las echó todas al fuego. Lo hizo una y otra vez, hasta que la caja quedó vacía. Alguien giró la manilla y dio golpes al otro lado de la puerta. Holmes miró rápidamente a su alrededor. La carta que había sido el heraldo de la muerte para Milverton se encontraba, toda salpicada de sangre, encima de la mesa. Holmes la lanzó entre los papeles en llamas. Entonces sacó la llave de la puerta al exterior, pasó por ella tras de mí y cerró por fuera.
       —Por aquí, Watson —dijo—, podemos escalar la tapia del jardín por este lado.
       No podía creerme que se hubiese propagado la alarma de manera tan rápida. Al mirar atrás, la enorme casa resplandecía con todas las luces encendidas. La puerta de la entrada estaba abierta, y bajaban corriendo unas formas humanas por el camino de acceso a la casa. Todo el jardín estaba lleno de gente, un tipo voceó cuando salimos de la terraza, y nos siguieron muy de cerca. Holmes parecía conocerse el jardín a la perfección y se abrió paso velozmente por una arboleda de árboles pequeños, yo pegado a sus talones, y el resuello del primero de nuestros perseguidores a nuestras espaldas. Una tapia de seis pies nos cortaba el paso, pero saltó hasta arriba y la superó. Cuando hice lo mismo, sentí cómo la mano del hombre de detrás trataba de agarrarme el tobillo, pero le di una patada para soltarme y pasé por encima de un remate sembrado de cristales. Caí de cara entre unos arbustos, pero Holmes me levantó en un momento, y salimos corriendo a través de la enorme extensión de Hampstead Heath. Habíamos corrido dos millas, supongo, antes de que Holmes, por fin, se detuviera y escuchara con atención. Solo había un absoluto silencio detrás de nosotros. Les habíamos dado esquinazo a nuestros perseguidores y estábamos a salvo.

       Habíamos desayunado y estábamos fumando nuestra pipa matutina el día siguiente a la singular experiencia de la que he dejado constancia cuando el señor Lestrade, de Scotland Yard, muy solemne y formal, se presentó en nuestro humilde salón.
       —Buenos días, señor Holmes —dijo—, buenos días. ¿Le importaría que le pregunte si se encuentra muy ocupado en este mismo momento?
       —No tanto como para no escucharle.
       —He pensado que, tal vez, si no tuviera nada en concreto entre manos, podría ayudarnos en un caso muy singular que sucedió ayer mismo por la noche en Hampstead.
       —¡Madre mía! —dijo Holmes—. ¿Qué ha pasado?
       —Un asesinato…, un asesinato muy dramático y singular. Sé lo brillante que es usted para estas cosas, y vería como un gran favor si pudiera acercarse a Appledore Towers y darnos alguno de sus provechosos consejos. No es un crimen ordinario. Habíamos puesto los ojos en el tal señor Milverton desde hacía algún tiempo, y, entre nosotros, era algo bellaco. Era conocido por conservar documentos que utilizaba para chantajear a la gente. Todos esos documentos han sido quemados por los asesinos. Puesto que no se llevaron ningún artículo de valor, es probable que los criminales fueran personas de buena posición, cuyo único objetivo fuera impedir un escándalo.
       —¡Criminales! —dijo Holmes—. ¡En plural!
       —Sí, había dos. Por muy poco no fueron cogidos in fraganti. Tenemos las huellas de sus zapatos, tenemos su descripción: diez a uno que los encontramos. El primero de ellos era muy ágil, pero al segundo lo atrapó el ayudante del jardinero y solo escapó tras un forcejeo. Era de estatura media, de constitución fuerte…, mandíbula cuadrada, ancho de cuello, bigote, una máscara sobre los ojos.
       —Eso es bastante impreciso —dijo Sherlock Holmes—. Vaya, ¡que podría ser la descripción de Watson!
       —Pues es verdad —dijo el inspector, con una gran sonrisa—, podría ser la descripción de Watson.
       —Bueno, me temo que no puedo ayudarle, Lestrade —dijo Holmes—. Lo cierto es que conocía a ese tal Milverton, que lo consideraba uno de los hombres más peligrosos de Londres, y que creo que hay ciertos crímenes que no están al alcance de la ley y, que, por tanto, hasta cierto punto, la venganza privada está justificada. No, es inútil hablar de ello. Ya lo he decidido. Mis simpatías se encuentran antes con los criminales que con la víctima, y no puedo encargarme de este caso.

       Holmes no me había dicho ni una palabra sobre la tragedia de la que habíamos sido testigos, pero observé que estuvo toda la mañana muy pensativo, y me dio la sensación, por su mirada perdida y su comportamiento distraído, de un hombre que se empeña en hacer memoria. Estábamos en mitad de la comida cuando, de repente, se puso en pie de un salto.
       —Cielos, Watson, ¡lo tengo! —exclamó—. ¡Coja su sombrero! ¡Venga conmigo!
       Corrió a toda velocidad Baker Street abajo y por Oxford Street, hasta que casi habíamos llegado a Regent Circus. Aquí, a mano izquierda, había un escaparate lleno de fotografías de las celebridades y bellezas del momento. La mirada de Holmes se detuvo en una de ellas, y, al seguir sus ojos, vi el retrato de una dama regia y sublime con vestido de corte, con una gran diadema de diamantes en su noble cabeza. Contemplé esa nariz de delicada curva, las cejas marcadas, la boca recta y la fuerte barbilla debajo. Entonces se me cortó la respiración al leer el título inmemorial del insigne noble y hombre de Estado de quien había sido mujer. Mis ojos se encontraron con los de Holmes, y se puso un dedo sobre los labios mientras le dábamos la espalda al escaparate.



Literatura .us
Mapa de la biblioteca | Aviso Legal | Quiénes Somos | Contactar