Arthur Conan Doyle
(Edinburgh, Inglaterra, 1859 - Crowborough, Inglaterra, 1930)


La aventura del tres cuartos desaparecido (1904)
(“The Adventure of the Missing Three-Quarter”)
Originalmente publicado en The Strand Magazine (agosto 1904);
The Return of Sherlock Holmes
(Londres: George Newnes Ltd, 1905, 403 págs.)



      Estábamos bastante acostumbrados a recibir telegramas raros en Baker Street, pero me viene a la memoria uno en especial que nos llegó una mañana gris de febrero hará siete u ocho años y dejó desconcertado a Sherlock Holmes durante un cuarto de hora. Iba dirigido a él y decía así:

     Por favor, espéreme. Terrible desgracia. Tres cuartos ala derecha desparecido. Indispensable mañana.

OVERTON

       —Matasellos de Strand y despachado a las diez y treinta y seis —dijo Holmes, mientras lo leía una y otra vez—. Evidentemente, el señor Overton se encontraba alterado en un grado sumo cuando lo envió, y, por consiguiente, un tanto disperso. Bueno, bueno, estará aquí, diría yo, en menos que hojee el Times, y entonces tendremos todas las respuestas. Incluso el problema más insignificante sería bien recibido en estos días sin nada que hacer.
       En efecto, habíamos pasado unos días muy tediosos, y había aprendido a temer esos períodos de inactividad, porque sabía por experiencia que el cerebro de mi compañero era tan anormalmente activo que era peligroso dejarlo sin información con la que trabajar. Durante años, había ido alejándolo paulatinamente de aquella afición a las drogas que una vez amenazara con acabar con su admirable carrera. Ahora sabía que, en circunstancias normales, ya no perdía la cabeza por ese estímulo artificial, pero era muy consciente de que el adicto no estaba muerto, sino aletargado, y sabía que tenía el sueño ligero y se despertaba fácilmente cuando, durante esos períodos de ociosidad, veía la mirada ojerosa en el rostro ascético de Holmes y la melancolía en sus ojos hundidos e inescrutables. Por lo tanto, bendecí al tal señor Overton, quienquiera que fuese, puesto que había llegado a romper con su enigmático mensaje esa peligrosa calma que hacía peligrar más a mi amigo que todas las tormentas de su tempestuosa vida.
       Como esperábamos, al telegrama pronto le siguió su remitente, y la tarjeta del señor Cyril Overton, del Trinity College, Cambridge, anunciaba la llegada de un joven enorme, cien kilos de puro músculo y hueso, que ocupaba la entrada con sus anchos hombros y nos miraba a ambos con una cara atractiva y ojeras de ansiedad.
       —¿El señor de Sherlock Holmes?
       Mi compañero lo saludó con la cabeza.
       —He estado en Scotland Yard, señor Holmes. He visto al inspector Stanley Hopkins. Me ha aconsejado que viniera a verle. Dice que el caso, hasta donde él alcanza a ver, entra más dentro de su terreno que en el de la policía normal.
       —Le ruego que se siente y me cuente de qué se trata.
       —Es horrible, señor Holmes, ¡simplemente horrible! Me pregunto cómo no se me ha puesto todo el pelo blanco. Godfrey Staunton…, ha oído hablar de él, claro. Él es simple y llanamente el centro en torno al cual gira todo el equipo. Preferiría prescindir de dos de la delantera y tener a Godfrey para mi línea de tres cuartos. Ya sea pasando, placando o driblando, no hay quien lo iguale, y luego, que tiene cabeza y mantiene al equipo en posición. ¿Qué tengo que hacer? Eso es lo que le pregunto, señor Holmes. Está Moorhouse, el primer reserva, pero ha estado entrenando como apertura, y siempre va derecho a la melé en lugar de quedarse fuera en la línea de touch. Es un buen pateador, es verdad, pero, aparte de eso, no tiene criterio, y no esprinta aunque lo maten. Así que Morton o Johnson, los aperturas del Oxford, podrían corretear alegremente a su alrededor. Stevenson es lo bastante rápido, pero no podría lanzar desde la línea de veinticinco, y no vale la pena un tres cuartos que no puede ni patear ni lanzar para que se pasee por ahí solo. No, señor Holmes, estamos perdidos a menos que me ayude a encontrar a Godfrey Staunton.
       Mi amigo había estado escuchando divertido y sorprendido su largo discurso, que había prorrumpido con fuerza y seriedad extraordinarias, y en el que cada punto había sido subrayado con una palmada de la mano nervuda en la rodilla del orador. Cuando nuestro visitante se quedó en silencio, Holmes estiró la mano y bajó la letra «s» de su archivo. Por una vez, ahondó sin éxito en esa mina de información diversa.
       —Aquí tenemos a Arthur H. Staunton, el joven falsificador en alza —dijo—, y a Henry Staunton, a quien ayudé a ahorcar, pero Godfrey Staunton es un nombre desconocido para mí.
       Fue el turno de que nuestro visitante lo mirara con sorpresa.
       —Vaya, señor Holmes, creía que estaba bien informado —dijo—. Supongo que, si nunca ha oído nombrar a Godfrey Staunton tampoco sabe quién es Cyril Overton.
       Holmes negó con la cabeza y aire divertido.
       —¡Madre mía! —exclamó el atleta—. ¡Que fui el primer reserva en el Inglaterra contra Gales, y he capitaneado el equipo de rugby de la universidad todo el año! ¡Pero eso no es nada! No creo que haya un alma en Inglaterra que no conozca a Godfrey Staunton, un tres cuartos incomparable, en el Cambridge, en el Blackheath, y cinco veces internacional. ¡Dios del cielo! Señor Holmes, pero usted, ¿dónde se mete que no se entera de nada?
       Holmes se rió ante el inocente asombro del joven gigante.
       —Usted vive en un mundo diferente al mío, señor Overton, en uno más agradable y más sano. Las ramificaciones del mío se extienden por varios sectores de la sociedad, pero nunca, me alegra decir, por el del deporte aficionado, que es lo mejor y más saludable de Inglaterra. Sin embargo, su inesperada visita de esta mañana me demuestra que, incluso en ese mundo de aire fresco y juego limpio, tenga tal vez trabajo que hacer. Así que, ahora, señor, le ruego que tome asiento y me cuente despacio y con calma exactamente lo sucedido, y cómo desearía que le ayudara.
       El rostro del joven Overton adoptó el aire inquieto de las personas que están más habituadas a utilizar sus músculos que su cerebro, pero, poco a poco, con muchas reiteraciones y momentos confusos, que puedo omitir de su relato, compartió con nosotros su curiosa historia.
       —Ha pasado lo siguiente, señor Holmes. Como he dicho, soy el capitán del equipo de rugby de la universidad de Cambridge, y Godfrey Stauton es mi mejor hombre. Mañana jugamos contra Oxford. Ayer llegamos todos y nos instalamos en una pensión en Bentley. A las diez, fui a dar una vuelta para ver si todos los mochuelos estaban en su olivo, porque soy partidario de un estricto entrenamiento y de dormir abundantemente para mantener al equipo en forma. Crucé un par de palabras con Godfrey antes de que se fuera a la cama. Me pareció que estaba pálido y nervioso. Le pregunté qué pasaba. Me dijo que nada, que solo le dolía un poco la cabeza. Le di las buenas noches y lo dejé allí. Me dice el portero que media hora después un hombre brusco con barba vino con una nota para Godfrey. No se había ido a la cama y recibió la nota en su habitación. Godfrey la leyó y se desmoronó en una silla como si lo hubieran noqueado. El portero estaba tan asustado que estaba a punto de ir a buscarme, pero Godfrey lo retuvo, se tomó un vaso de agua y recobró la calma. Entonces se fue al piso de abajo, le dijo unas pocas palabras al hombre que estaba esperándolo en el vestíbulo, y se fueron juntos ambos. Lo último que el portero supo de ellos fue que iban casi corriendo calle abajo en dirección a Strand. Esta mañana la habitación de Godfrey estaba vacía, no había dormido en su cama, y sus cosas estaban justo donde las había visto la noche anterior. Había salido con ese desconocido cuando recibió la nota y no se ha tenido noticia suya desde entonces. No creo que vaya a volver. Godfrey era un deportista de pura cepa, y no hubiese abandonado el entrenamiento y abandonado a su capitán si no tuviera algún motivo muy poderoso para hacerlo. No, siento como si se hubiera ido para siempre y no lo fuéramos a ver nunca más.
       Sherlock Holmes escuchó con suma atención ese peculiar relato.
       —¿Qué hizo usted? —preguntó.
       —Mandé un telegrama a Cambridge para enterarme de si habían sabido algo de él. Me han contestado ya. Nadie lo ha visto por allí.
       —¿Podría haber regresado a Cambridge?
       —Sí, hay un tren a última hora…, a las once y cuarto.
       —Pero, hasta donde ha logrado averiguar, no lo cogió.
       —No, no lo han visto.
       —¿Qué hizo después?
       —Mandé un telegrama a lord Mount-James.
       —¿Por qué a lord Mount-James?
       —Godfrey es huérfano y lord Mount-James es su pariente más cercano…, su tío, creo.
       —No me diga… Eso le da una nueva perspectiva al asunto. Lord Mount-James es uno de los hombres más ricos de Inglaterra.
       —Eso le he oído decir a Godfrey.
       —¿Y su amigo es allegado suyo?
       —Sí, es su heredero, y el viejo tiene casi los ochenta… y la gota a reventar, además. Se dice que puede entizar el taco de billar con los nudillos. No le ha dado a Godfrey ni un chelín en su vida, porque es un tacaño de cuidado, pero seguro que lo hereda todo.
       —¿Sabe algo de lord Mount-James?
       —No.
       —¿Por qué razón hubiese podido ir a ver a lord Mount-James?
       —Bueno, algo le preocupaba ayer por la noche, y, si tenía que ver con un asunto de dinero, es posible que pensara en su pariente más cercano, que tiene mucho, aunque, por lo que sé, no hubiese tenido mucha suerte en sacarle nada. Godfrey no le tenía mucho apego al anciano. No hubiera ido si lo hubiese podido evitar.
       —Bueno, eso lo podemos averiguar pronto. Pero si su amigo fue a ver a su pariente, lord Mount-James, entonces tendría que explicarse la visita de ese tipo brusco a una hora tan intempestiva y lo alterado que lo dejó su llegada.
       Cyril Overton se apretó la cabeza con las manos.
       —No entiendo nada —dijo.
       —Bueno, bueno, tengo un día bastante despejado, me encantaría investigar este asunto —dijo Holmes—. Le recomendaría encarecidamente que prepare su partido sin contar con ese joven. Como usted dice, debe de haber tenido una necesidad imperiosa que lo ha hecho marcharse a toda prisa, y es probable que la misma necesidad lo haya retenido allí. Demos un paseo hasta esa pensión, y veamos si el portero puede aclararnos algo del asunto.
       Sherlock Holmes era un maestro consumado en el arte de tranquilizar a un testigo humilde y muy pronto, en la intimidad de la habitación vacía de Godfrey Staunton, había obtenido todo lo que el portero tenía que decir. El visitante de la noche anterior no era un caballero, ni un obrero. Era simple y llanamente lo que el portero describió con un «tipo del montón», un hombre de unos cincuenta años, de barba entrecana, rostro pálido, vestido discretamente. Le pareció que también estaba alterado. El portero había notado que le temblaba la mano cuando le tendió la nota a Godfrey Staunton. Este último había hundido la nota en su bolsillo. Staunton no le había estrechado la mano en el vestíbulo. Habían intercambiado unas pocas frases, de las cuales el portero solo distinguió una palabra «tiempo». Entonces se habían dado prisa en irse de la manera descrita. Eran exactamente las diez y media según el reloj del vestíbulo.
       —Veamos —dijo Holmes, sentándose a su vez en la cama de Staunton—, usted es el portero durante el día, ¿no es así?
       —Sí, señor, me voy de mi puesto a las once.
       —El portero de la noche no vio nada, supongo.
       —No, señor, llegaron tarde unos que venían del teatro. Nadie más.
       —¿Estuvo en su puesto ayer durante todo el día?
       —Sí, señor.
       —¿Recogió algún mensaje para el señor Staunton?
       —Sí, señor, un telegrama.
       —¡Ah! Eso es interesante. ¿Qué hora era?
       —Alrededor de las seis.
       —¿Dónde estaba el señor Staunton cuando lo recibió?
       —Aquí, en su habitación.
       —¿Estaba usted presente cuando lo abrió?
       —Sí, señor, me esperé para ver si contestaba.
       —Bien, ¿y lo hizo?
       —Sí, señor. Escribió una respuesta.
       —¿La llevó usted?
       —No, la llevó él mismo.
       —Pero, ¿la escribió en su presencia?
       —Sí, señor. Yo estaba de pie junto a la puerta, y él me daba la espalda sentado a esa mesa. Cuando la escribió, dijo: «Eso es todo, amigo, la llevaré yo mismo».
       —¿Con qué la escribió?
       —Con una pluma, señor.
       —¿En un impreso telegráfico de esos que hay sobre la mesa?
       —Sí, señor, el de encima del todo.
       Holmes se levantó. Cogió los impresos, los puso encima de la ventana y examinó minuciosamente el que estaba en primer lugar.
       —Es una pena que no escribiera a lápiz —dijo, dejándolo en su sitio y encogiéndose de hombros decepcionado—. Como sin duda habrá notado a menudo, Watson, en el papel suele quedar huella de lo escrito…, un hecho que ha roto muchos matrimonios felices. Sin embargo, aquí no logro encontrar marcas. A pesar de todo, me alegra advertir que la escribió con una pluma de punta gruesa, y no me cabe apenas duda de que encontraremos alguna huella en este taco de papel secante. Ah, sí, ¡seguro que es esto!
       Arrancó una tira de papel secante y volvió hacia nosotros el siguiente jeroglífico:


       Cyril Overton estaba muy excitado, y exclamó:
       —¡Póngalo frente a un espejo!
       —Eso es innecesario —dijo Holmes—. El papel es fino, y el dorso nos dará el mensaje. Aquí lo tenemos.
       Le dio la vuelta y leímos:

      —Así que ese es el final del telegrama que Godfrey Staunton envió pocas horas antes de su desaparición. Hay por lo menos seis palabras del mensaje que se nos escapan, pero lo que queda, «No nos abandone, por el amor de Dios», prueba que su joven amigo vio cómo le acechaba un temible peligro, del que alguien más podía protegerlo. «Nos», ¡fíjense! Había otra persona involucrada. ¿De quién se podía tratar sino del barbudo de cara pálida que parecía también tan nervioso? ¿Cuál es, entonces, la relación entre Godfrey Staunton y el barbudo? ¿Y quién es el tercero al que ambos buscan como ayuda contra un peligro apremiante? Nuestras pesquisas se han acotado ahora a eso.
       —Solo tenemos que descubrir a quién se dirigía el telegrama —sugerí.
       —Exacto, mi querido Watson. Su observación, aunque profunda, ya se me había pasado por la cabeza. Pero supongo que habrá pensado ya que, si entra en una oficina de correos y solicita ver el resguardo de un mensaje de otra persona, quizá se encuentre cierta renuencia por parte de los funcionarios en complacerle. ¡Hay demasiado papeleo para estas cosas! Sin embargo, no dudo de que, con un poco de delicadeza y tacto, quizá alcancemos nuestro fin. Mientras tanto, me gustaría escudriñar en su presencia, señor Overton, estos papeles dejados encima de la mesa.
       Había numerosas cartas, facturas y anotaciones que Holmes fue pasando y examinando con dedos ágiles y nerviosos y ojos rápidos y penetrantes.
       —Aquí no hay nada —dijo, por fin—. Por cierto, me imagino que su amigo era un joven con buena salud…, ¿sabe si le pasaba algo?
       —Tiene una salud de hierro.
       —¿Alguna vez ha estado enfermo?
       —Ni un día. Una vez estuvo de reposo por una patada en la espinilla, y otra se hizo daño en la rótula, pero no fue nada.
       —Quizá no sea tan fuerte como cree. Me atrevería a pensar que es posible que tuviera alguna dolencia secreta. Con su consentimiento, me guardaré uno o dos de estos papeles en el bolsillo, por si están relacionados con nuestras futuras pesquisas.
       —¡Un momento! ¡Un momento! —gritó una voz quejumbrosa.
       Alzamos la mirada y descubrimos a un viejecito excéntrico que temblaba y se agitaba en la puerta. Llevaba un traje negro y raído, con una chistera de ala ancha y una corbata blanca y algo suelta: la impresión general que daba era la de ser un cura de pueblo o la de acompañamiento en un entierro. Sin embargo, a pesar de su apariencia andrajosa e incluso ridícula, su voz era un chirrido tan agudo y sus maneras tenían una vehemencia tan repentina que se ganó nuestra atención.
       —¿Quién es usted, señor, y con qué derecho toca los papeles de un caballero? —preguntó.
       —Soy detective privado y estoy tratando de explicar su desaparición.
       —Ah, ¿conque detective? ¿Y quién se lo ha ordenado? Diga.
       —A este caballero, amigo del señor Staunton, le recomendaron mis servicios en Scotland Yard.
       —¿Quién es usted, señor?
       —Me llamo Cyril Overton.
       —Entonces, es usted quien me envió el telegrama. Soy lord Mount-James. He venido tan pronto como le ha dado la gana traerme al ómnibus de Bayswater. ¿Así que ha contratado a un detective?
       —Sí, señor.
       —¿Y está dispuesto a pagarlo usted?
       —No me cabe duda, señor, de que mi amigo Godfrey, cuando lo encontremos, estará dispuesto a hacerlo.
       —Pero ¿y si no lo encuentran nunca? ¿Eh? Entonces, ¿qué?
       —En ese caso, sin duda, su familia…
       —¡De eso nada, señor! —gritó el hombrecillo—. No acuda a mí para pedirme ni un penique…, ¡ni un penique! ¿Lo ha entendido, señor detective? Soy toda la familia que tiene ese joven, y le digo que no me hago cargo. Si tiene esperanza de ello, se debe al hecho de que nunca me gasto dinero, y no me propongo empezar a hacerlo ahora. Con respecto a esos papeles con los que se ha estado tomando tantas libertades, le diría que, en el caso de que hubiera cualquier cosa de algún valor entre ellos, tendrá que rendir cuentas por cómo los utilice.
       —Muy bien, señor —dijo Sherlock Holmes—. ¿Puedo preguntarle, entretanto, si tiene usted alguna teoría que justifique la desaparición del joven?
       —No, señor, no la tengo. Es lo bastante grande y lo bastante mayorcito como para cuidar de sí mismo, y, si es tan estúpido como para perderse, me niego completamente a aceptar la responsabilidad de ir en su busca.
       —Entiendo muy bien su postura —dijo Holmes, con un brillo travieso en sus ojos—. Quizá no entienda muy bien la mía. Se sabe que Godfrey Staunton es un hombre pobre. Si ha sido secuestrado, no ha podido ser por algo que poseyera él. La fama de su fortuna traspasa nuestras fronteras, lord Mount-James, y es perfectamente posible que una banda de ladrones haya retenido a su sobrino con el fin de obtener de él alguna información acerca de su casa, sus costumbres y sus riquezas.
       El rostro de nuestro antipático visitante se puso tan blanco como su corbata.
       —¡Cielo santo, señor, menuda idea! ¡No se me había ocurrido una idea así! ¡Menudos granujas sin escrúpulos hay por el mundo! Pero Godfrey es un buen chico…, un chico leal. No hay nada que pudiera persuadirlo de vender a su tío. Mandaré que transporten los lingotes al banco esta tarde. Mientras tanto, ¡no escatime esfuerzos, señor detective! Le ruego que no deje piedra sin remover para traerlo de vuelta a salvo. Con respecto al dinero, bueno, puede pedirme hasta un billete de cinco, incluso de diez libras, no más.
       Ni siquiera en ese estado de arrepentimiento, el noble tacaño pudo darnos información alguna que nos ayudara, porque sabía poco de la vida privada de su sobrino. Nuestra única pista se encontraba en el telegrama truncado, y, con una copia de este en la mano, Holmes se puso en camino para encontrar el segundo eslabón de su cadena. Se había quitado de encima a lord Mount-James, y Overton había ido a reunirse con los otros miembros de su equipo para hablar de la desgracia que les había sucedido.
       Había una oficina de telégrafos a poca distancia de la pensión. Nos detuvimos antes de entrar.
       —Merece la pena intentarlo, Watson —dijo Holmes—. Por supuesto, con una orden podríamos pedir ver los resguardos, pero todavía no hemos llegado a ese punto. No creo que se acuerden de las caras en un sitio con tanto ajetreo. Probemos suerte.
       —Perdone que la moleste —le dijo, de la manera más afable que le era posible, a una mujer joven de la ventanilla—, ha habido algún error con el telegrama que envié ayer. No he obtenido respuesta, y mucho me temo que he debido olvidarme de poner mi nombre al final. ¿Podría decirme si ha sido así?
       La mujer joven sacó un fajo de resguardos.
       —¿A qué hora fue? —preguntó.
       —Poco después de las seis.
       —¿A quién se dirigía?
       Holmes puso el índice sobre sus labios y se quedó mirándome.
       —Las últimas palabras eran «por el amor de Dios» —susurró reservadamente—. Estoy muy inquieto por no haber obtenido respuesta.
       La mujer joven separó uno de los impresos.
       —Es este. No hay nombre —dijo, alisándolo sobre el mostrador.
       —Entonces, es eso, claro, lo que justifica que no me hayan respondido —dijo Holmes—. Madre mía, desde luego, ¡menuda estupidez por mi parte! Buenos días, señorita, y muchas gracias por quitarme esa preocupación.
       Cuando nos encontramos en la calle de nuevo, se reía por lo bajo y se frotaba las manos.
       —¿Y bien? —pregunté.
       —Estamos avanzando, mi querido Watson, estamos avanzando. Tenía siete argucias pensadas para echarle una ojeada a ese telegrama, pero ni se me pasaba por la cabeza que tendríamos éxito con la primera.
       —¿Y qué ha conseguido?
       —Un punto de partida para nuestra investigación —levantó la mano hacia un coche—. A King’s Cross Station —dijo.
       —Entonces, ¿nos vamos de viaje?
       —Sí, creo que debemos ir juntos a Cambridge. Me parece que todos los indicios apuntan en esa dirección.
       —Dígame —le pregunté, mientras traqueteábamos por Gray’s Inn Road—, ¿tiene ya alguna sospecha acerca de la causa de la desaparición? No creo tener en la memoria, de entre todos nuestros casos, uno cuyos motivos sean más oscuros. ¿No supondrá realmente que lo han secuestrado con el fin de obtener información acerca de su adinerado tío?
       —Le confieso, mi querido Watson, que esa no me resulta una explicación muy probable. Sin embargo, de repente pensé que sería la única que, con mayor probabilidad, le interesaría a ese anciano tan sumamente desagradable.
       —Desde luego que lo hizo. Pero ¿qué alternativas propone?
       —Podría mencionar varias. Debe admitir que es curioso y sugerente que este incidente haya sucedido en la víspera de ese partido tan importante y que esté involucrado el único hombre cuya presencia parece esencial para el éxito de los suyos. Puede tratarse, por supuesto, de una coincidencia, pero es interesante. En el deporte no profesional no se hacen apuestas abiertamente, pero, entre el público, se realizan muchas de tapadillo, y es posible que a alguien le resultara rentable hacerse con un jugador como los granujas del hipódromo se hacen con un caballo de carreras. Ahí tiene una explicación. Una segunda muy obvia es que ese joven es, ciertamente, el heredero de una gran fortuna, por muy modestos que puedan ser sus medios en el presente, y no es imposible que se haya urdido una trama para retenerlo y obtener un rescate.
       —Esas teorías no tienen presente el telegrama.
       —Muy cierto, Watson. El telegrama sigue siendo lo único sólido con que podemos contar, y no debemos permitir que nuestra atención se desvíe de ello. Ahora mismo nos encaminamos a Cambridge para aclarar el propósito de ese telegrama. En este momento, avanzamos a oscuras por el camino de nuestra investigación, pero me sorprendería mucho si antes de esta tarde no lo hemos esclarecido o realizado un avance considerable por él.
       Ya había oscurecido cuando llegamos a la vetusta ciudad universitaria. Holmes cogió un coche en la estación y ordenó al cochero que nos condujera a la casa del doctor Leslie Armstrong. Pocos minutos después, se había detenido en una gran mansión en la calle más concurrida. Nos permitieron entrar, y, después de una larga espera, nos dejaron pasar, por fin, a la consulta, donde nos encontramos al doctor sentado detrás de su mesa.
       Dice mucho de hasta qué punto había perdido el contacto con mi profesión el que el nombre de Leslie Armstrong me resultara desconocido. Hoy soy consciente de que no es únicamente una de las eminencias de la facultad de medicina de la universidad, sino un pensador de reputación europea en más de una rama de la ciencia. No obstante, incluso sin conocer su brillante carrera, uno no podía dejar de sentirse impresionado con solo echarle una mirada a ese hombre: el rostro de facciones rectas y sólidas, los ojos pensativos bajo las cejas espesas y la mandíbula inflexible hecha de granito. Un hombre de mucho carácter, un hombre de mente despierta, adusto, austero, reservado, imponente: esa fue la impresión que me dio el doctor Leslie Armstrong. Se quedó con la tarjeta de mi amigo en la mano y alzó la mirada con una expresión no muy alegre en su arisco rostro.
       —He oído hablar de usted, señor Sherlock Holmes, y estoy al tanto de su profesión, la cual no apruebo en absoluto.
       —En eso, doctor, sepa que está de acuerdo con todos los criminales del país —dijo mi amigo tranquilamente.
       —En tanto sus esfuerzos se encaucen en la supresión del crimen, señor, deben ser apoyados por todo miembro razonable de la comunidad, aunque no me cabe duda de que la maquinaria estatal es lo bastante amplia para ese propósito. Lo que resulta más criticable de su vocación es que se entromete en los secretos de los individuos particulares, que saca a relucir asuntos familiares que están mejor ocultos y que, por cierto, hace perder el tiempo a hombres que están más ocupados que usted. En este mismo momento, por ejemplo, debería estar escribiendo un tratado en lugar de conversar con usted.
       —Sin duda, doctor. No obstante, quizá la conversación resulte más importante que el tratado. Por cierto, le puedo decir que estamos haciendo lo contrario de lo que muy merecidamente condena y que estamos tratando de evitar cualquier clase de escándalo público relacionado con asuntos privados, que es precisamente lo que sucede una vez que el caso se halla en manos de los funcionarios de policía. Puede considerarme una avanzadilla que precede a las fuerzas regulares del país. He venido a preguntarle acerca del señor Godfrey Staunton.
       —¿Qué pasa con él?
       —Lo conoce, ¿verdad?
       —Es íntimo amigo mío.
       —¿Está al corriente de que ha desaparecido?
       —¡Ah, no me diga! —no se produjo ningún cambio en los duros rasgos del doctor.
       —Dejó su hotel la pasada noche. No se ha vuelto a saber de él.
       —Volverá, sin duda.
       —Mañana es el partido de rugby de la universidad.
       —No siento ninguna simpatía por esos juegos infantiles. Me interesa profundamente la suerte de ese joven, puesto que lo conozco y le tengo aprecio. El partido de rugby no entra dentro de mis intereses en absoluto.
       —Apelo a su simpatía por él, entonces, para que me ayude en mi investigación de lo sucedido con el señor Staunton. ¿Sabe dónde está?
       —Por supuesto que no.
       —¿No lo ha visto desde ayer?
       —No, no lo he visto.
       —¿Estaba sano el señor Staunton?
       —Completamente.
       —¿Lo ha visto enfermo alguna vez?
       —Nunca.
       Holmes le puso en la cara al doctor una hoja de papel.
       —Entonces, tal vez nos explique este recibo de treinta guineas, pagado por el señor Godfrey Staunton el pasado mes al doctor Leslie Armstrong de Cambridge. Lo cogí de entre los papeles de encima de su escritorio.
       El doctor se puso rojo de furia.
       —No veo que exista una razón por la cual debiera darle una explicación, señor Holmes.
       Holmes volvió a colocar el recibo en su libreta.
       —Si prefiere dar explicaciones en público, eso sucederá más tarde o más temprano —dijo—. Ya le he dicho que puedo echar tierra sobre cosas que otros estarán obligados a hacer público, y, de verdad, sería más sensato que confiase completamente en mí.
       —No sé nada.
       —¿Tuvo noticias del señor Staunton estando este en Londres?
       —Desde luego que no.
       —Ay, Dios, ay, Dios, ¡qué mal está el correo! —suspiró Holmes desalentado—. Ayer por la noche a las seis quince se despachó un telegrama muy urgente desde Londres. Era de Godfrey Staunton para usted. Un telegrama que está relacionado, indiscutiblemente, con su desaparición… y, sin embargo, no le ha llegado. Es totalmente inaceptable. Por supuesto, voy a ir a la oficina de aquí y voy a presentar una queja.
       El doctor Leslie Armstrong se puso en pie de un salto detrás de su escritorio con su moreno rostro rojo de ira.
       —Lamento pedirle que salga de mi casa, señor —dijo—. Puede decirle a su cliente, lord Mount-James, que no quiero tener nada que ver ni con él ni con sus intermediarios. No, señor, ¡ni una palabra más! —tocó la campanilla encolerizadamente—. John, ¡muéstrales a estos caballeros la salida!
       Un mayordomo ampuloso nos condujo a la puerta con mucha seriedad, y nos vimos en la calle. Holmes rompió a reír.
       —Desde luego, el doctor Leslie Armstrong es un hombre con fuerza y carácter —dijo—. No he visto un hombre que, si desviara su talento por ese camino, fuera más apropiado para llenar el vacío dejado por el ilustre Moriarty. Y ahora, mi pobre Watson, aquí estamos, varados y sin amigos en esta ciudad inhóspita, que no podemos dejar sin abandonar nuestro caso. Esta pequeña posada justo enfrente de la casa de Armstrong se adapta especialmente a nuestras necesidades. Si alquilara una de las habitaciones a la calle y comprara lo necesario para la noche, quizá tuviera tiempo de hacer algunas pesquisas.
       Sin embargo, esas pesquisas acabaron alargándose más de lo que Holmes se había imaginado, puesto que no regresó a la posada hasta cerca de las nueve. Estaba pálido y desanimado, cubierto de polvo, y muerto de hambre y de cansancio. Tenía lista sobre la mesa una cena fría, y, cuando dio cuenta de ella y encendió su pipa, estuvo preparado para adoptar esa actitud algo cómica y de total filosofía que le era propia cuando se le torcían las cosas. El ruido de unas ruedas de carruaje hizo que se levantara y echase una mirada por la ventana. Delante de la puerta del doctor había una berlina con un par de rucios bajo una farola de gas.
       —Ha estado fuera tres horas —dijo Holmes—, salió a las seis y media, y ya está aquí de nuevo. Eso nos da un radio de diez o doce millas, y lo hace una o, en ocasiones, dos veces al día.
       —Nada infrecuente para un médico que ejerza.
       —Pero Armstrong no es realmente un médico que ejerza. Es profesor y especialista, pero no le interesa la práctica porque lo distrae de sus publicaciones. Entonces, ¿por qué hace esos largos viajes, que deben ser sumamente fastidiosos para él, y a quién visita?
       —Su cochero…
       —Mi querido Watson, ¿acaso duda de que fue en el primero en el que centré mis esfuerzos? No sé si se debe a su propia perversidad innata o a ser incitado por su jefe, pero fue lo bastante maleducado como para azuzar a un perro contra mí. No obstante, ni al perro ni al hombre les gustó la pinta de mi bastón y la cosa quedó en nada. Nuestra relación se puso tirante después de eso, y seguir investigando estaba fuera de lugar. Todo de lo que me enteré lo obtuve de un simpático indígena en el patio de nuestra propia posada. Ha sido él quien me ha hablado de las costumbres del doctor y de su viaje diario. En ese instante, para subrayar sus palabras, el carruaje volvió a la puerta.
       —¿No podría seguirlo?
       —¡Excelente, Watson! Esta tarde está usted muy perspicaz. Esa idea se me pasó por la cabeza. Hay, como es posible que haya advertido, una tienda de bicicletas cerca de nuestra posada. Corrí a meterme en ella, alquilé una bicicleta y fui capaz de ponerme en marcha antes de que el carruaje estuviera lo bastante lejos de mi vista. Le di alcance rápidamente, y, entonces, manteniendo una prudente distancia de unas cien yardas más o menos, seguí sus luces hasta que estuvimos lejos de la ciudad. Llevábamos un buen rato en la carretera de la región cuando sucedió un incidente un poco bochornoso. El carruaje se detuvo, el doctor se apeó, volvió caminando con rapidez hacia donde yo también me había parado, y me dijo de una manera magnífica y sarcástica que se temía que la carretera era demasiado estrecha, y que esperaba que su carruaje no le estuviera impidiendo el paso a mi bicicleta. No lo hubiera podido decir de forma más admirable. Adelanté de inmediato al carruaje, y, tomando la carretera principal, continué durante unas millas y, entonces, me detuve en un lugar adecuado para ver si pasaba el carruaje. Sin embargo, no hubo señal de él, y se hizo así evidente que había doblado por una de las muchas carreteras secundarias que había observado. Pedaleé de vuelta, pero, de nuevo, no vi el carruaje en absoluto, y ahora, como puede ver, ha regresado más tarde que yo. Por supuesto, al principio no tenía ninguna razón en particular para relacionar esos viajes con la desaparición de Godfrey Staunton, y solo estaba dispuesto a investigarlos por un motivo general, que todo lo concerniente con el doctor Armstrong nos interesa en este momento, pero, ahora que he descubierto que tiene tantísimo cuidado en que nadie pueda seguirlo en esas excursiones, el asunto me parece más importante, y no me quedaré tranquilo hasta que lo hayamos aclarado.
       —Podemos seguirlo mañana.
       —¿Podemos? No es tan sencillo como usted piensa. No está familiarizado con el paisaje de Cambridgeshire, ¿verdad? No se presta al escondite. Toda la región por la que he pasado esta noche es un terreno tan llano y tan despejado como la palma de su mano, y el hombre al que estamos siguiendo no es tonto, como ha demostrado muy claramente hoy. Le he mandado un telegrama a Overton para que nos haga saber cualquier novedad londinense a esta dirección, y, mientras tanto, solo podemos centrar nuestra atención en el doctor Armstrong, cuyo nombre la servicial joven dama de la oficina me permitió leer en el resguardo del mensaje urgente de Staunton. Él sabe dónde está el joven…, eso podría jurarlo, y si lo sabe, entonces, será nuestra culpa si no podemos arreglárnoslas para saberlo nosotros también. De momento, hay que admitir que tiene los triunfos en la mano, y, como usted sabe, Watson, no tengo costumbre de dejar la partida en ese estado.
       Y, no obstante, el día siguiente no nos hizo estar más cerca de la solución al misterio. Le entregaron una nota después del desayuno, que Holmes me pasó con una sonrisa.
       El asombrado detective leyó la nota en alto. Decía lo siguiente:

     Señor:
     Le puedo asegurar que está perdiendo su tiempo al acechar mis movimientos. Tengo, como descubrió usted ayer noche, una ventana en la parte trasera de mi berlina, pero, si lo que desea es darse un paseo de veinte millas que le conduzca de nuevo al lugar de partida, solo tiene que seguirme. Mientras tanto, me gustaría comunicarle que, espiándome, no puede ayudar de ninguna manera al señor Godfrey Staunton, y estoy convencido de que el mejor favor que puede hacerle a ese caballero es regresar de inmediato a Londres para informar a su cliente de que ha sido incapaz de dar con él. En Cambridge, desde luego, está perdiendo usted el tiempo.
     Atentamente,

LESLIE ARMSTRONG

       —Un contrincante directo y honesto, el doctor —dijo Holmes—. Bueno, bueno, excita mi curiosidad, y tengo que enterarme de mucho más antes de dejarlo ir.
       —Ahora mismo su carruaje está en la puerta —dije—. Ahí lo tenemos, montándose en él. Lo he visto echar una ojeada hacia nuestra ventana como si él también nos viera. Supongo que debería probar suerte con la bicicleta.
       —No, no, ¡mi querido Watson! Con todo mi respeto por su perspicacia natural, no creo que esté usted a la altura del eminente doctor. Creo que es posible que pueda alcanzar nuestro objetivo con algunas averiguaciones independientes por mi cuenta. Me temo que tengo que dejar que se las arregle solo, dado que el aspecto de dos desconocidos investigando en una apacible campiña es posible que suscite más rumores de los que me gustarían. Sin duda, descubrirá alguna distracción entretenida en esta venerable ciudad, y espero traerle de vuelta un informe más favorable antes de esta tarde.
       Sin embargo, de nuevo mi amigo estaba condenado a decepcionarse. Volvió por la noche, agotado y sin éxito.
       —Hoy ha sido un día perdido, Watson. Como tenía la dirección aproximada a la que iba el doctor, me he pasado el día visitando todos los pueblos a ese lado de Cambridge, y comparando notas con los dueños de los bares y otras agencias de noticias locales. He abarcado cierta extensión: Chesterton, Histon, Waterbeach y Oakington, he explorado cada uno de ellos y cada uno de ellos ha resultado decepcionante. Es difícil que pasaran por alto la aparición diaria de una berlina de dos caballos en semejantes remansos de tranquilidad. El doctor ha vuelto a marcar. ¿Hay algún telegrama para mí?
       —Sí, lo abrí. Aquí lo tiene:

    Pregúntele a Jeremy Dixon, del Trinity College, por Pompey.

       —Yo no lo entiendo.
       —Oh, está bastante claro. Es de nuestro Overton, y es la respuesta a una pregunta que le hice. Ahora mismo voy a enviarle una nota al señor Jeremy Dixon, y no me cabe duda de que así cambiará nuestra suerte. Por cierto, ¿se sabe algo del partido?
       —Sí, el periódico local de la tarde tiene un resumen excelente en su última edición. El Oxford ganó por un gol y dos ensayos. Las últimas frases de la narración dicen: «La derrota de los azul celeste puede atribuirse completamente a la desafortunada ausencia del genio internacional, Godfrey Staunton, cuya falta fue acusada en cada instante del partido. La falta de unidad en la línea de tres cuartos y su debilidad tanto en ataque como en defensa neutralizaron ampliamente los esfuerzos de unos delanteros fuertes e incansables».
       —Entonces, las premoniciones de nuestro amigo Overton estaban justificadas —dijo Holmes—. Personalmente, estoy de acuerdo con el doctor Armstrong y el rugby no entra dentro de mis intereses. Esta noche, pronto a la cama, Watson, que preveo que mañana va a ser un día ajetreado.

       Me horrorizó el primer vislumbre que tuve de Holmes a la mañana siguiente, porque estaba sentado junto al fuego con su pequeña jeringuilla hipodérmica en la mano. Yo relacionaba ese instrumento con la única debilidad de su carácter y me temí lo peor cuando la vi reluciendo en su mano. Él se rió ante mi rostro de consternación y la dejó encima de la mesa.
       —No, no, mi querido amigo, no hay motivo de alarma. En esta ocasión no es el instrumento del mal, sino que va a resultar la llave que nos conducirá al final de nuestro misterio. En esta jeringuilla cifro todas mis esperanzas. Acabo de regresar de un pequeño reconocimiento y todo parece favorable. Tómese un buen desayuno, Watson, porque hoy me propongo ir tras el rastro del doctor Armstrong, y una vez empecemos, no voy a parar ni a descansar para comer hasta que lo haga meterse en su madriguera.
       —En ese caso —dije—, hubiese sido mejor llevarnos el desayuno para el camino, porque va a salir pronto. Su carruaje está en la puerta.
       —Da igual. Deje que se vaya. Muy listo sería si va a donde no pueda seguirlo. Cuando haya terminado, venga abajo conmigo, y le presentaré a un detective que es un especialista muy eminente en la tarea que tenemos ante nosotros.
       Cuando llegamos al piso de abajo, seguí a Holmes al patio de la cuadra, donde abrió la puerta de una caseta y sacó a un perro rechoncho, de color blanco y canela, de orejas caídas, una especie de cruce entre un sabueso y un raposero.
       —Permítame presentarle a Pompey —dijo—. Pompey es el orgullo de los rastreadores del lugar, no es que vuele, como indica su constitución, pero sigue incondicionalmente el rastro. Bueno, Pompey, tal vez no seas el más rápido, pero supongo que lo serás demasiado para un par de caballeros londinenses de mediana edad, así que me tomaré la libertad de atarte esta correa de cuero a tu collar. Ahora, chico, vamos ya, y enséñanos qué sabes hacer.
       Lo llevó a la puerta del médico. El perro husmeó por allí un momento, y luego, con un agudo gañido de excitación, empezó a bajar la calle, tirando de su correa en su empeño por ir más rápido. En media hora, estábamos lejos de la ciudad y nos apresurábamos por una carretera regional.
       —¿Qué ha hecho, Holmes? —le pregunté.
       —Un ardid trillado y antiguo, pero útil de vez en cuando. Esta mañana me he metido en el patio del doctor y he disparado con todo el anís de mi jeringuilla en su rueda trasera. Un rastreador seguiría el anís de aquí a Escocia, y nuestro amigo Armstrong tendría que cruzar el río Cam para librarse de Pompey. Ay, ¡taimado granuja! Así fue como me dio esquinazo la otra noche.
       El perro se había desviado de repente de la carretera principal para meterse en un camino lleno de hierba. Media milla más allá, este desembocaba en una carretera ancha, y el rastro torcía bruscamente a la derecha en dirección a la ciudad que acabábamos de abandonar. La carretera trazaba una curva al sur de la ciudad y continuaba en el sentido contrario del que habíamos salido.
       —Entonces, ¿todo este rodeo ha sido en nuestro honor? —dijo Holmes—. No me extraña que mis pesquisas en aquellos pueblos no condujeran a nada. Ya se ve que el doctor ha jugado a este juego como si importara algo, y me gustaría saber la razón para un engaño tan elaborado. Este de nuestra derecha debería ser el pueblo de Trumpington. Y, ¡por Dios!, aquí tenemos el coche doblando la esquina. Rápido, Watson, rápido, ¡o estamos acabados!
       Saltó por una puerta a una propiedad, arrastrando al reticente Pompey tras él. Apenas nos habíamos puesto a cubierto bajo el seto cuando la berlina pasó traqueteando por allí. Atisbé al doctor Armstrong en ella, con los hombros caídos, la cabeza hundida entre las manos, la viva imagen de la pena. Pude comprobar por el rostro más serio ahora de mi compañero que él también lo había visto.
       —Me temo que nuestra búsqueda tiene algún final aciago —dijo—. No podemos tardar en saberlo. ¡Vamos, Pompey! Ah, ¡es en la casa de campo!
       No había duda de que habíamos llegado al final de nuestro viaje. Pompey brincaba de acá para allá y gañía impaciente a la puerta en donde las huellas de las ruedas de la berlina todavía eran visibles. Un sendero llevaba a la solitaria casa. Holmes ató al perro a la valla, y nos apresuramos en ir. Mi amigo llamó a una puerta pequeña y tosca, y llamó de nuevo sin respuesta. Sin embargo, la casa no estaba vacía, porque oíamos un ruido sordo…, una especie de gemido constante de tristeza y desesperación que era indescriptiblemente melancólico. Holmes se paró indeciso, y, entonces, miró atrás, hacia la carretera que acabábamos de cruzar. Venía una berlina por ella, y no había confusión alguna acerca de los rucios.
       —¡Madre mía! ¡Que vuelve el doctor! —exclamó Holmes—. Ya no cabe duda. Tenemos que ver qué significa esto antes de que llegue.
       Abrió la puerta y entró en el vestíbulo. El gemido constante aumentó su volumen hasta convertirse en un largo y profundo llanto de angustia. Venía de arriba. Holmes se precipitó hacia allí y yo lo seguí. Empujó una puerta medio cerrada y ambos nos quedamos paralizados ante lo que vimos.
       Una mujer, joven y guapa, yacía muerta sobre la cama. Su rostro sereno y pálido, con unos ojos azules, apagados y completamente abiertos, miraba hacia el techo entre una maraña de cabello dorado. Al pie de la cama, medio sentado, medio arrodillado, con el rostro hundido en las ropas, había un joven, cuya silueta temblaba por los sollozos. Tan absorto estaba en su amargo dolor, que no alzó la mirada hasta que la mano de Holmes se posó sobre su hombro.
       —¿Es usted el señor Godfrey Staunton?
       —Sí, sí, soy yo…, pero llegan demasiado tarde. Está muerta.
       Aquel hombre estaba tan aturdido que no podía llegar a pensar que fuéramos otra cosa salvo médicos que hubiesen enviado en su ayuda. Holmes estaba tratando de decir unas pocas palabras de consuelo, y de explicar la alarma que había desatado entre sus amigos con su repentina desaparición, cuando se oyeron unos pasos subiendo la escalera, y allí estaba el rostro duro, severo, inquisitivo del doctor Armstrong en la puerta.
       —Así pues, caballeros —dijo—, han logrado su objetivo, y, ciertamente, han elegido un momento especialmente inapropiado para entrometerse. No pelearía en presencia de un difunto, pero puedo asegurarles que, si fuera más joven, su monstruoso comportamiento no quedaría impune.
       —Discúlpeme, doctor Armstrong, pero creo que ha habido algún que otro malentendido —dijo mi amigo dignamente—. Si no le importara bajar con nosotros, tal vez pudiéramos aclararnos los unos a los otros este penoso asunto.
       Un momento después, el adusto doctor y nosotros mismos estábamos en el salón de abajo.
       —¿Y bien, señor? —dijo.
       —Deseo que entienda, en primer lugar, que no me ha contratado lord Mount-James y que mis simpatías en este asunto se hallan en el extremo opuesto de las de ese noble caballero. Cuando se pierde un hombre, es mi deber determinar su paradero, pero, una vez hecho eso, el caso se cierra en lo que a mí concierne. Mientras no se haya cometido ningún crimen, siempre prefiero echar tierra sobre los escándalos que darles publicidad. Si, como imagino, no se ha incumplido la ley, puede contar absolutamente con mi discreción y mi cooperación para mantener los hechos lejos de los periódicos.
       El doctor Armstrong dio un rápido paso hacia delante y le estrechó la mano a Holmes.
       —Es usted un buen tipo —dijo—. Le había juzgado mal. Gracias a Dios que mis remordimientos por haber dejado completamente solo a Staunton en este aprieto me han hecho dar la vuelta con mi coche, y así he podido conocerle. Sabiendo tanto como sabe, la situación es muy fácil de explicar. Hace un año, Godfrey Staunton se alojó en Londres durante un tiempo y se enamoró perdidamente de la hija de la posadera, y se casó con ella. Era tan buena como guapa y tan inteligente como buena. Ningún hombre se hubiera avergonzado de tener una esposa así. Pero Godfrey era el heredero de ese noble anciano y malhumorado, y estaba bastante seguro de que la noticia de su matrimonio hubiese sido el final de su herencia. Yo conocía bien al muchacho, y le quería por sus muchas y magníficas cualidades. Hice todo lo que pude para ayudarlo a que las cosas siguieran como estaban. Hicimos cuanto pudimos por esconder el asunto, porque, una vez que se difunde un rumor así, no pasa mucho tiempo antes de que todo el mundo se entere. Gracias a esta casa solitaria y a su propia discreción, Godfrey lo había logrado hasta ahora. Nadie conocía su secreto excepto yo y un sirviente muy leal que, en este momento, está yendo por ayuda a Trumpington. Pero, al final, sufrieron un golpe terrible, la peligrosa enfermedad de su esposa. Se trataba de una tuberculosis de las más agresivas. El pobre chico estaba casi loco de pena, y, sin embargo, tenía que ir a Londres para jugar ese partido, porque no podía librarse de ello sin alguna explicación que hubiese puesto en peligro su secreto. Traté de darle ánimos con un telegrama, y me envió uno en respuesta en el que me imploraba que hiciera todo lo que estuviera en mi mano. Ese fue el telegrama que pareció usted, de alguna inexplicable manera, haber visto. No le dije hasta qué punto se encontraba en peligro porque sabía que no podía hacer nada aquí, pero le transmití la verdad al padre de la chica, y él, de manera muy poco juiciosa, informó a Godfrey. El resultado de ello fue que vino directamente en un estado que rozaba la enajenación, y se quedó en ese mismo estado, arrodillado a los pies de la cama, hasta que esta mañana la muerte ha terminado con su sufrimiento. Eso es todo, señor Holmes, y estoy seguro de que puedo confiar en su discreción y en la de su amigo.
       Holmes le dio un apretón de manos al doctor.
       —Vamos, Watson —dijo y salimos de aquella casa llena de dolor a la pálida luz de aquel día de invierno.



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