Arthur Conan Doyle
(Edinburgh, Inglaterra, 1859 - Crowborough, Inglaterra, 1930)


La aventura del constructor de Norwood (1903)
(“The Adventure of the Norwood Builder”)
Originalmente publicado en la revista Collier’s, Estados Unidos (31 de octubre de 1903);
re-impreso en The Strand Magazine, Inglaterra (noviembre 1903);
The Return of Sherlock Holmes
(Londres: George Newnes Ltd, 1905, 403 págs.)



      —Desde el punto de vista del experto criminalista —dijo el señor Sherlock Holmes—, Londres se ha convertido en una ciudad extraordinariamente aburrida desde la muerte del llorado profesor Moriarty.
       —Me costaría creer que encontrase muchos ciudadanos decentes que estuvieran de acuerdo con usted —respondí.
       —Está bien, está bien, no debo ser tan egoísta —dijo con una sonrisa mientras echaba atrás la silla apartándola de la mesa del desayuno—. Desde luego, la ganadora es la sociedad, y no hay perdedor, excepto el pobre especialista desempleado, cuyo trabajo ha desaparecido. Con ese hombre en juego, un periódico de la mañana planteaba infinitas posibilidades. A menudo, solo contaba con la pista más insignificante, Watson, el indicio más débil, y, sin embargo, bastaban para decirme que el gran cerebro del mal estaba ahí, como los temblores más leves de los bordes de la red nos recuerdan que la araña repugnante acecha en su centro. Hurtos menores, ataques gratuitos, atrocidades arbitrarias: para el hombre que tiene un rastro, todo podía estar relacionado con una visión de conjunto. Para el estudioso científico del mundo del crimen, ninguna capital en Europa presentaba las ventajas que Londres poseía por entonces. Pero ahora…
       Se encogió de hombros con un irónico menosprecio por el estado de la cuestión al que tanto había contribuido él mismo.
       En el momento del que hablo, hacía varios meses que Holmes había vuelto, y yo, a petición suya, había vendido mi consulta y volvía a compartir con él los antiguos aposentos de Baker Street. Un joven doctor llamado Verner había adquirido mi pequeña consulta de Kensington y había pagado, sorprendentemente con pocas objeciones, el precio más alto que me había atrevido a pedirle, un hecho que solo quedó explicado unos años más tarde cuando descubrí que Verner era un pariente lejano de Holmes, y que era mi amigo quien, en realidad, había conseguido el dinero.
       Nuestros meses de colaboración no habían sido tan tranquilos como Holmes había asegurado, porque veo, al consultar por encima mis notas, que ese período incluye el caso de los papeles del expresidente Murillo y también el chocante asunto del vapor holandés Friesland, que tan cerca estuvo de costarnos a ambos la vida. Sin embargo, a causa de su frío y orgulloso carácter, siempre se mostraba reacio a cualquier cosa remotamente parecida a un elogio público, y me había obligado, en los términos más estrictos, a no decir ni una palabra de sí mismo, sus métodos o sus éxitos; una prohibición que, como ya expliqué, solo ahora ha sido levantada.
       El señor Sherlock Holmes estaba reclinándose en su silla tras su extravagante protesta, mientras desplegaba su periódico de la mañana con calma, cuando reclamó nuestra atención un formidable tintineo en la campana, seguido de inmediato por un sonido hueco de tambor, como si alguien estuviera golpeando la puerta exterior con el puño. Cuando se abrió, hubo un ajetreo turbulento en el recibidor, unos pies veloces que subían ruidosamente la escalera, y, un momento más tarde, un desesperado joven, con los ojos desorbitados, pálido, desgreñado y nervioso, irrumpió en la habitación. Nos miró al uno y al otro, y ante nuestra mirada interrogante se dio cuenta de que era necesario disculparse de algún modo por haber entrado de esa manera tan descortés.
       —Lo siento, señor Holmes —exclamó—. Tiene que entenderme. Estoy a punto de volverme loco. Señor Holmes, soy el desgraciado John Hector McFarlane.
       Se anunció como si el mero nombre explicara tanto su visita como sus modales, pero podía ver por el rostro impasible de mi compañero que para él aquello no tenía más significado que para mí.
       —Coja un cigarrillo, señor McFarlane —ofreció Holmes mientras empujaba su pitillera hacia él—. Estoy seguro de que, con sus síntomas, mi amigo el doctor Watson le recetará un tranquilizante. Hemos tenido un tiempo muy caluroso estos días. Ahora, si se siente un poco más sereno, me encantaría que se sentara en esa silla y que nos contase despacio y con calma quién es usted y qué es lo que quiere. Ha mencionado su nombre como si tuviera que reconocerlo, pero le aseguro que, más allá de las obviedades —que es usted soltero, procurador, masón y asmático—, no sé nada acerca de usted.
       Familiarizado como estaba con los métodos de mi amigo, no me resultó difícil seguir sus deducciones, y reparar en la desaliñada indumentaria, el legajo de documentos legales, la insignia del reloj y la respiración jadeante en la que se había basado. Nuestro cliente, sin embargo, se quedó mirándolo con asombro.
       —Sí, soy todo eso, señor Holmes, y, además, soy el hombre más desgraciado de Londres en este momento. Por el amor de Dios, ¡no me abandone, señor Holmes! Si llegan a arrestarme antes de que haya terminado mi historia, consiga que me concedan el tiempo necesario para que pueda contarle toda la verdad. Iría contento a la cárcel si supiera que usted está trabajando para mí fuera.
       —¡Arrestarle! —dijo Holmes—. Eso es realmente muy gratifi… muy interesante. ¿Bajo qué cargo espera que le arresten?
       —Por el asesinato del señor Jonas Oldacre, de Lower Norwood.
       De la expresiva cara de mi compañero se traslucía una compasión que no estaba, me temo, completamente exenta de júbilo.
       —Dios mío —dijo—, hace solo un momento, en el desayuno, le estaba diciendo a mi amigo, el doctor Watson, que los casos apasionantes habían desaparecido de nuestros periódicos.
       Nuestro visitante estiró hacia delante una mano temblorosa y cogió el Daily Telegraph, que todavía se encontraba encima de la rodilla de Holmes.
       —Si lo hubiese leído, señor, se hubiera imaginado nada más verme cuál es el asunto que me ha traído hasta usted esta mañana. Siento como si mi nombre y mi desgracia estuvieran en boca de todos los hombres —pasó la página para enseñarnos la página central—. Aquí está, y con su permiso, voy a leérselo. Escuche esto, señor Holmes. Los titulares son: «Enigmático suceso en Lower Norwood. Desaparición de un conocido constructor. Sospechas de asesinato e incendio provocado. Una pista del criminal». Esa es la pista que están siguiendo ahora mismo, señor Holmes, y sé que conduce infaliblemente hacia mí. Me han estado siguiendo desde la estación de London Bridge y estoy seguro de que solo están esperando la orden para arrestarme. Esto le va a romper el corazón a mi madre…, ¡le va a romper el corazón!
       Se retorcía las manos aterrado y se movía adelante y atrás en su silla.
       Observé con curiosidad a ese hombre al que acusaban de ser el autor de un crimen violento. Era muy rubio y resultaba atractivo con ese aire extenuado y pesimista, con unos ojos azules aterrados y la cara bien afeitada, con una boca delicada y sin carácter. Quizá rondase los veintisiete años. Su vestimenta y porte eran los de un caballero. Del bolsillo de su ligero abrigo estival sobresalía el fardo de documentos certificados que revelaban su profesión.
       —Debemos aprovechar el tiempo del que disponemos —dijo Holmes—. Watson, ¿tendría la amabilidad de coger el periódico y leerme el párrafo en cuestión?
       Debajo de los rotundos titulares que nuestro cliente había citado, leí el llamativo relato que sigue:

     A altas horas de esta madrugada o esta mañana temprano, se produjo un suceso en Lower Norwood en el que todo apunta, se teme, a un grave crimen. El señor Jonas Oldacre es un conocido habitante de ese barrio de las afueras, donde llevaba muchos años al frente de su negocio de construcción. El señor Oldacre era soltero, tenía cincuenta y dos años, y vivía en Deep Dene House, al final de la calle de Sydenham del mismo nombre. Tenía fama de ser un hombre de costumbres excéntricas, reservado y tímido. Desde hace algunos años estaba retirado prácticamente del negocio, con el cual, se dice, había amasado una considerable fortuna. No obstante, todavía conservaba un pequeño almacén de madera en la parte trasera de su casa, y la pasada noche, alrededor de las doce, se dio la voz de alarma de que una de las pilas se encontraba en llamas. Los coches de bomberos llegaron pronto al lugar, pero la madera seca ardía violentamente, y fue imposible detener la conflagración hasta que la pila se consumió por completo. Hasta ese punto, el incidente tenía la apariencia de un accidente común, pero recientes indicios parecen apuntar a un grave crimen. Se observó con sorpresa la ausencia del dueño de la casa del lugar del incendio, y se procedió a una investigación que concluyó que había desaparecido de su residencia. Un examen de su habitación reveló que no había dormido en su cama, que una caja fuerte que había allí se hallaba abierta, que había varios papeles importantes esparcidos por la habitación y, por último, que había indicios de violencia, pues se habían encontrado pequeñas manchas de sangre en la habitación y un bastón de roble que también presentaba manchas de sangre en su empuñadura. Se sabe que esa noche el señor Jonas Oldacre había recibido a un visitante de última hora en su dormitorio, y el bastón encontrado ha sido identificado como propiedad de esa persona, que es el joven procurador londinense John Hector McFarlane, socio más joven de Graham & McFarlane, en el 246 de Gresham Buildings, E. C. La policía cree que dispone de pruebas suficientes que indican un móvil muy convincente para el crimen, y no hay duda de que muy pronto habrá más apasionantes novedades.
     Ú
LTIMA HORA.— Al cierre de la edición, se rumorea que, de hecho, el señor John Hector McFarlane ha sido arrestado, acusado de asesinato del señor Jonas Oldacre. Al menos se sabe con seguridad que se ha emitido una orden para ello. Ha habido más novedades siniestras en la investigación de Norwood. Además de los indicios de lucha en la habitación del desdichado constructor, se sabe ahora que la puerta vidriera de su dormitorio (que está en la planta baja) fue encontrada abierta, que había marcas que indicaban que se hubiera arrastrado algún objeto voluminoso por detrás de la pila de madera, y, por último, se afirma que se han encontrado restos mortales carbonizados entre las cenizas del fuego. La teoría de la policía es que se ha perpetrado un crimen fuera de lo común, que apalearon a la víctima hasta la muerte en su propio dormitorio, revolvieron sus papeles y arrastraron su cadáver hasta la pila de madera, que luego fue quemada con el fin de ocultar todas las huellas del crimen. Se ha dejado la dirección de la investigación criminal en las experimentadas manos del inspector Lestrade, de Scotland Yard, que hace el seguimiento de las pruebas con su energía y sagacidad habituales.

       Sherlock Holmes escuchó con los ojos cerrados y las yemas de los dedos juntas esta singular relación de los hechos.
       —El caso tiene, desde luego, algunos puntos de interés —dijo, a su lánguida manera—. ¿Puedo preguntarle, en primer lugar, señor McFarlane, cómo es que todavía se encuentra en libertad, dado que parece haber suficientes pruebas que justifican su arresto?
       —Vivo en Torrington Lodge, Blackneath, con mis padres, señor Holmes, pero la pasada noche, como había tenido que arreglar unos papeles hasta muy tarde con el señor Jonas Oldacre, me quedé en un hotel en Norwood, y volví al despacho desde allí. No supe nada de este asunto hasta que estuve en el tren, cuando leí lo que acaba de escuchar. Enseguida vi el horrible peligro de mi situación, y me apresuré a poner el caso en sus manos. No me cabe duda de que me habrían arrestado en mi oficina en la City o en mi casa. Me seguía un hombre desde la estación de London Bridge, y no me cabe duda… Dios mío, ¿qué es eso?
       Era el tintineo de la campana, seguido de inmediato por unos pesados pasos en la escalera. Un momento después, nuestro viejo amigo Lestrade aparecía en la entrada. Por encima de su hombro se vislumbraban uno o dos policías más de uniforme.
       —¿El señor John Hector McFarlane? —preguntó Lestrade.
       Nuestro desafortunado cliente se puso en pie con el rostro desencajado.
       —Queda arrestado por el homicidio premeditado del señor Jonas Oldacre, de Lower Norwood.
       McFarlane se volvió hacia nosotros con gesto de desesperación y se hundió en su silla una vez más como un hombre completamente derrotado.
       —Un momento, Lestrade —dijo Holmes—. Media hora arriba o abajo no supone mucha diferencia para usted, y el caballero estaba a punto de narrarnos los hechos de este caso tan interesante, lo que podría ayudarnos a esclarecerlo.
       —Creo que no habrá ninguna dificultad para esclarecerlo —dijo Lestrade gravemente.
       —Sin embargo, si me lo permite, me interesaría mucho oír su relato.
       —Bueno, señor Holmes, me resulta difícil negarle nada, puesto que le ha sido útil al cuerpo en una o dos ocasiones en el pasado y le debemos algún que otro favor en Scotland Yard —dijo Lestrade—. Aun así, debo permanecer con mi detenido, y estoy obligado a advertirle de que cualquier cosa que diga puede constituir una prueba en su contra.
       —Nada deseo más —dijo nuestro cliente—, todo lo que pido es que escuchen y reconozcan la pura verdad.
       Lestrade miró su reloj.
       —Le daré media hora —dijo.
       —Primero debo explicarles —dijo McFarlane— que no sabía nada del señor Jonas Oldacre. Su nombre me era conocido porque hace muchos años mis padres tuvieron trato con él, pero se distanciaron. Me quedé muy sorprendido, por tanto, cuando ayer, alrededor de las tres de la tarde, entró en mi oficina en la City. Pero me asombré más aún cuando me contó el objeto de su visita. Tenía en su mano varias hojas de un cuaderno, repletas de garabatos —aquí están— y las dejó encima de mi mesa.
       —Este es mi testamento —dijo—. Quiero que usted, señor McFarlane, le dé la debida forma legal. Me sentaré aquí mientras lo hace.
       —Me puse a copiarlo y ya pueden imaginarse mi asombro cuando descubrí que, con algunas salvedades, me dejaba todas sus pertenencias. Era un hombre extraño con aspecto de hurón, de pestañas blancas, y, cuando levanté la vista hacia él, me encontré sus penetrantes ojos verdes clavados en mí con una mirada risueña. Apenas podía dar crédito a mis ojos cuando leí los términos del testamento; pero me explicó que era soltero y sin parientes vivos, que había conocido a mis padres en su juventud, y que siempre le habían dicho de mí que era un joven con mucho mérito y estaba seguro de que su dinero estaría en buenas manos. Por supuesto, no pude hacer más que balbucir mi agradecimiento. El testamento fue debidamente acabado, firmado y atestiguado por mi asistente. Este es, el del papel azul, y estas hojas, como les he explicado, son el borrador provisional. El señor Jonas Oldacre me informó luego de que había varios documentos —arrendamientos de edificios, escrituras de propiedad, hipotecas, pagarés y demás— que era necesario que viera y entendiera. Dijo que no se quedaría tranquilo hasta que todo estuviera resuelto, y me rogó que fuera a su casa de Norwood esa noche, que llevara el testamento conmigo para poner en orden las cosas. «Recuerde, hijo, ni una palabra a sus padres sobre el asunto hasta que todo haya sido resuelto. Les ocultaremos esta pequeña sorpresa». Insistió mucho en ese punto y me hizo prometérselo en firme.
       »Puede imaginarse, señor Holmes, que ni se me pasaba por la cabeza negarle nada que pudiera pedir. Era mi benefactor, y todo mi anhelo era llevar a cabo sus deseos hasta el último detalle. Por tanto, envié un telegrama a casa para avisarlos de que tenía un negocio importante entre manos y que me era imposible decir cuánto podía tardar. El señor Oldacre me había dicho que quería que fuera a cenar con él a las nueve, ya que no le era posible estar en su casa antes de esa hora. No obstante, tuve alguna dificultad para encontrar la casa y me dieron casi las nueve y media antes de poder llegar. Me reuní…»
       —¡Un momento! —dijo Holmes—. ¿Quién le abrió la puerta?
       —Una mujer de mediana edad que era, supongo, su ama de llaves.
       —¿Y fue ella, me imagino, quien mencionó su nombre?
       —Efectivamente.
       —Le ruego que continúe.
       McFarlane se secó la humedad de la frente y luego siguió su relato:
       —Esa mujer me condujo hasta una sala de estar, donde había servido una cena ligera. Después, el señor Jonas Oldacre me llevó a su dormitorio, en el que había una pesada caja fuerte. La abrió y sacó un gran número de papeles que empezamos a revisar juntos. Serían entre las once y las doce cuando terminamos. Me comentó que no quería molestar al ama de llaves y me hizo salir por la cristalera de su habitación, que había estado abierta todo el tiempo.
       —¿Estaba bajada la persiana? —preguntó Holmes.
       —No sabría decirle, pero creo que solo estaba bajada a medias. Sí, recuerdo cómo tiró de ella para abrir la ventana. Yo no podía encontrar mi bastón, y él dijo: «No importa, hijo, a partir de ahora nos vamos a ver con frecuencia, espero, y le guardaré su bastón hasta que regrese». Allí lo dejé, con la caja fuerte abierta y los papeles ordenados en paquetes sobre la mesa. Era tan tarde que no pude volver a Blackheath, así que pasé la noche en el Anerley Arms, y no supe nada más hasta que esta mañana me enteré por el periódico de este espantoso asunto.
       —¿Quiere preguntar alguna cosa más, señor Holmes? —dijo Lestrade, que había levantado las cejas una o dos veces durante esa singular declaración.
       —No hasta que haya estado en Blackheath.
       —Quiere decir en Norwood —dijo Lestrade.
       —Ah, sí, sin duda eso es lo que quería decir —dijo Holmes, con su enigmática sonrisa.
       Lestrade había reconocido en más ocasiones de las que le hubiese gustado hacerlo que ese cerebro afilado como una navaja podía atajar por lugares que a él le resultaban impenetrables. Vi cómo miraba con curiosidad a mi compañero.
       —Me gustaría hablar con usted ahora mismo, señor Sherlock Holmes —dijo—. Señor McFarlane, dos de mis agentes están en la puerta y hay un coche abajo esperándole.
       El desdichado joven se puso en pie y, lanzándonos una última mirada de súplica, salió de la habitación. Los policías lo condujeron al carruaje, y Lestrade se quedó con nosotros.
       Holmes había recogido las hojas que formaban el borrador provisional del testamento, y estaba mirándolas con un acentuado interés en su rostro.
       —Hay algunos cambios en el documento, ¿no es así? —dijo, empujándolas hacia el inspector.
       El oficial los miró con expresión de desconcierto.
       —Puedo leer las primeras líneas, y estas a mitad de la segunda hoja, y una o dos al final. Esas están escritas como si fuera letra de imprenta —dijo—, pero la que hay entre ellas es muy mala, y hay tres partes en donde no puedo leer nada en absoluto.
       —¿Qué saca en claro de ello? —dijo Holmes.
       —¿Qué saca usted en claro?
       —Que está escrito en un tren. La buena letra representa estaciones; la mala letra, movimiento; y la letra muy mala, que está pasando por encima de los cambios de vías. Un científico experto declararía en el acto que ha sido elaborado en una línea de cercanías, puesto que en ningún sitio excepto en las inmediaciones de una gran ciudad habría una sucesión tan rápida de cambios de vía. Si admitimos que se pasó todo el viaje elaborando el testamento, entonces el tren era un expreso, pues solo paran una vez entre Norwood y London Bridge.
       Lestrade se empezó a reír.
       —Me supera usted cuando empieza con sus teorías, señor Holmes —dijo—. ¿Cómo relaciona eso con el caso?
       —Bueno, corrobora la historia de ese joven hasta el punto de que Jonas Oldacre elaboró el testamento en su viaje de ayer. Es curioso, ¿no cree?, que un hombre elaborase tan importante documento de esa manera tan descuidada… Sugiere que no creía que fuese a tener gran importancia práctica. Si un hombre elabora un testamento que no pretende hacer nunca efectivo, es posible que lo haga de este modo.
       —Bueno, elaboró su propia sentencia de muerte al mismo tiempo —dijo Lestrade.
       —Ah, ¿eso cree?
       —¿Usted no?
       —Bueno, es muy posible, pero para mí el caso todavía no está claro.
       —¿No está claro? Bueno, si esto no está claro, ¿qué podría estarlo? Aquí hay un joven que se entera de repente de que, si cierto anciano muere, él hereda una fortuna. ¿Qué hace? No le dice nada a nadie, pero esa noche se las arregla para salir con algún pretexto a ver a su cliente. Espera hasta que la única otra persona en la casa está acostada, y, entonces, en la soledad de la habitación de un hombre, lo asesina, quema el cadáver en la pila de madera y se marcha a un hotel cercano. Las manchas de sangre en la habitación y también en el bastón son muy escasas. Es probable que se imaginara que su crimen había sido incruento, y tenía la esperanza de que si el cuerpo se consumía, ocultaría cualquier rastro del método utilizado para asesinarlo… rastro que, por alguna razón, debía apuntar a él. ¿No es obvio todo esto?
       —Me parece, mi buen Lestrade, que es solo una nimiedad demasiado obvia —dijo Holmes—. A sus otras grandes cualidades no le suma la imaginación, pero, si por un momento pudiera ponerse en el lugar de ese joven, ¿elegiría la misma noche en que ha hecho el testamento para cometer su crimen? ¿No le parecería peligroso establecer una conexión tan cercana entre los dos hechos? Por otra parte, ¿elegiría una ocasión en que se sabe que se encuentra en la casa, pues una sirvienta lo ha dejado entrar? Y, por último, ¿se tomaría tantas molestias para esconder el cuerpo y, sin embargo, olvidaría su propio bastón como prueba de que es usted un criminal? Admita, Lestrade, que todo esto es muy poco probable.
       —En cuanto al bastón, señor Holmes, sabe tan bien como yo que a menudo los criminales se ponen nerviosos y hacen cosas que un hombre sereno evitaría. Es muy probable que tuviera miedo de volver a la habitación. Deme otra teoría que encaje con los hechos.
       —Le podría dar media docena con mucha facilidad —dijo Holmes—. Por ejemplo, aquí tiene una muy posible e incluso probable. Se la regalo gratuitamente. El anciano está mostrando documentos que tienen un evidente valor. Un vagabundo que pasa por allí los ve a través de la ventana, la persiana está solo medio bajada. Sale el procurador. Entra el vagabundo. Agarra el bastón, que ve allí, mata a Oldacre y se marcha después de quemar el cuerpo.
       —¿Por qué iba a quemar el vagabundo el cuerpo?
       —Si vamos a eso, ¿por qué iba a hacerlo McFarlane?
       —Para ocultar alguna prueba.
       —Posiblemente el vagabundo quisiera ocultar que se había cometido un asesinato.
       —¿Y por qué no cogió nada el vagabundo?
       —Porque eran papeles con los que no podía hacer negocio.
       Lestrade negó con la cabeza, aunque me pareció que ya no lo hacía con la convicción de antes.
       —Bueno, señor Sherlock Holmes, usted puede buscar a su vagabundo, y hasta que lo encuentre, nosotros retendremos a nuestro hombre. El futuro dirá quién tiene razón. Solo fíjese en este hecho, señor Holmes: hasta donde sabemos, no se han llevado ningún papel, y el detenido es el único hombre en el mundo que no tiene razones para llevárselos, puesto que es el heredero legal y le corresponden de todas maneras.
       Mi amigo pareció impresionado por ese comentario.
       —No era mi intención negar que esa prueba apunta, en ciertos aspectos, muy certeramente hacia su teoría —dijo—. Solo quería señalar que hay otras teorías posibles. Como dice, el futuro nos lo dirá. ¡Buenos días! Seguramente, durante el transcurso del día me dejaré caer por Norwood y veré qué tal les ha ido.
       Cuando el inspector se marchó, mi amigo se puso en pie y empezó a prepararse para el día de trabajo que tenía por delante con la expresión concentrada de un hombre que tiene una tarea agradable que realizar.
       —Mi primer movimiento, Watson —dijo, mientras se ponía apresuradamente la levita—, será, como ya he dicho, ponerme en camino a Blackheath.
       —Y ¿por qué no a Norwood?
       —Porque en este caso tenemos un incidente singular que le pisa los talones a otro incidente igualmente singular. La policía está cometiendo el error de centrar su atención en el segundo, porque se da la circunstancia de que es el único realmente criminal. Pero me resulta evidente que la forma lógica de abordar el caso es comenzar tratando de arrojar alguna luz sobre el primer incidente, el curioso testamento, hecho tan repentinamente, y para un heredero tan inesperado. Eso podría aclarar lo que sucedió después. No, mi querido colega, no creo que pueda ayudarme. No hay ningún peligro a la vista, o no se me ocurriría moverme de aquí sin usted. Confío en que cuando lo vea esta tarde, seré capaz de informarle de que he podido hacer algo por este desafortunado joven que se ha puesto bajo mi protección.
       Era ya tarde cuando mi amigo regresó, y pude ver a simple vista, por su rostro ojeroso e inquieto, que las considerables esperanzas con las que había salido de casa no se habían concretado. Durante una hora sin parar estuvo tocando su violín de manera monótona, pues procuraba calmar sus alterados ánimos. Al final, dejó en el suelo el instrumento y emprendió el relato de sus contratiempos.
       —Todo ha ido mal, Watson… No podría haber ido peor. Estuve un poco insolente con Lestrade, pero, por lo que más quiero, creo que, por una vez, el tipo va tras la pista correcta y nosotros tras la errónea. Todas mis intuiciones van por un camino y todos los hechos por otro, y mucho me temo que los jurados británicos no hayan llegado todavía a ese grado de inteligencia de preferir mis teorías sobre los hechos de Lestrade.
       —¿Ha ido a Blackheath?
       —Sí, Watson, he ido allí, y enseguida me he dado cuenta de que el llorado Oldacre fue un auténtico canalla. El padre del chico había ido a buscarlo. Su madre estaba en casa: una mujer bajita, entrañable, de ojos azules, que temblaba de miedo e indignación. Por supuesto, ni siquiera podía admitir la posibilidad de que fuera culpable, pero tampoco manifestaba ninguna sorpresa por el destino de Oldacre. Al contrario, estuvo hablando de él con tal rencor que, de manera inconsciente, reforzaba considerablemente la hipótesis de la policía, porque si su hijo la hubiese oído hablar de él de ese modo, desde luego, lo hubiese predispuesto al odio y la violencia. «Se parecía más a un mono artero y malvado que a un ser humano —dijo— y siempre fue así, incluso de joven». «¿Lo conocía por aquel entonces?», le pregunté. «Sí, lo conocía bien; de hecho, era un antiguo pretendiente mío. Gracias a Dios que tuve suficiente sentido común como para alejarme de él y casarme con un hombre mejor, aunque más pobre. Estábamos prometidos, señor Holmes, pero entonces me contaron una historia estremecedora sobre cómo había soltado a un gato en una pajarera, y me horrorizó tanto su crueldad inhumana que no quise saber nada más de él». Rebuscó en un escritorio, y enseguida sacó una fotografía de una mujer, cuya imagen había sido pintarrajeada y mutilada con un cuchillo. «La de la fotografía soy yo —dijo—. Me la envió en este estado, con su maldición, la mañana de mi boda». «Bueno —dije yo—, al menos ahora la ha perdonado, pues le ha dejado todos sus bienes a su hijo». «Ni mi hijo ni yo queremos nada de Jonas Oldacre, ni vivo ni muerto —exclamó, muy digna—. Hay un Dios en el cielo, señor Holmes, y ese mismo Dios que ha castigado a ese hombre retorcido mostrará a su debido tiempo que las manos de mi hijo no están manchadas con su sangre».
       »Bueno, seguí una o dos pistas, pero no conseguí encontrar nada que pudiera servir de ayuda a nuestra hipótesis, y sí, en cambio di con varios puntos que le contradecían. Al final me di por vencido y me fui a Norwood.
       »Ese lugar, Deep Dene House, es una gran casa de campo moderna de ladrillo visto, que se encuentra apartada, con bastante terreno y un césped delante, en el que hay plantados laureles. A la derecha y a cierta distancia detrás de la carretera estaba el almacén de madera que había sido el escenario del fuego. Tengo aquí un croquis en una hoja de mi libreta. Esta ventana a la izquierda es la que da acceso a la habitación de Oldacre. Se puede ver desde la carretera. Ese es más o menos el único consuelo que me ha quedado hoy. Lestrade no estaba allí, pero su agente al cargo hizo los honores. Acababan de hacer un gran descubrimiento. Habían estado toda la mañana rastrillando las cenizas de la pila de madera consumida y, además de los restos orgánicos carbonizados, habían encontrado varios discos descoloridos de metal. Los examiné con cuidado, y no cabía duda de que eran botones de pantalón. Incluso distinguí en uno de ellos marcado el nombre de “Hyams”, que era el sastre de Oldacre. Entonces, me dediqué a examinar el césped con mucho cuidado en busca de señales e indicios, pero esta sequía lo había dejado todo duro como el acero. No había nada que ver, salvo que se había arrastrado algún cuerpo o bulto a través de un seto bajo de aligustre que está en línea con la pila de madera. Todo eso, por supuesto, encaja con la teoría oficial. Anduve a cuatro patas por el césped con un sol de justicia en la espalda, pero me puse en pie una hora más tarde sabiendo exactamente lo mismo.
       »Bien, después de esa decepción me fui al dormitorio y lo inspeccioné también. Las manchas de sangre eran muy escasas, meras salpicaduras y decoloraciones, aunque indudablemente frescas. Se habían llevado el bastón, pero en ese punto los indicios también eran escasos. No cabe duda de que el bastón pertenecía a nuestro cliente. Lo admite. Se podían distinguir huellas de ambos hombres en la alfombra, pero ninguna de una tercera persona, lo que de nuevo es un tanto para el otro bando. Están acumulándolos en su marcador y nosotros estamos atascados.
       »Solo tuve un pequeño atisbo de esperanza… y, sin embargo, es menos que nada. Examiné el contenido de la caja fuerte, la mayoría del cual había sido extraído y dejado encima de la mesa. Se habían dispuesto los papeles en sobres cerrados, uno o dos de los cuales habían sido abiertos por la policía. No eran, hasta donde pude juzgar, de gran valor, ni la libreta de ahorros mostraba que el señor Oldacre estuviera en una situación tan próspera. Pero me pareció que no estaban allí todos los papeles. Se hacía alusión en ellos a algunas escrituras —posiblemente de más valor— que no pude encontrar. Esto, por supuesto, si definitivamente podía probarlo, volvería el argumento de Lestrade contra sí mismo, porque ¿quién robaría algo si sabe que lo va a heredar en breve?
       »Por fin, tras haber inspeccionado cada escondrijo y no haber encontrado ningún rastro, probé suerte con el ama de llaves, la señora Lexington, una mujer baja, morena, callada, con una mirada suspicaz y sesgada. Podría contarnos algo si quisiera: estoy convencido de ello. Pero no suelta prenda. Sí, había dejado entrar al señor McFarlane a las nueve y media. Hubiese deseado haber perdido la mano antes que dejarlo entrar si hubiera sabido lo que sucedería después. Se había ido a la cama a las diez y media. Su habitación estaba en el otro extremo de la casa, y no pudo oír nada de lo que sucedía. El señor McFarlane había dejado su sombrero y, según creía, su bastón en el vestíbulo. La despertó la alarma por el fuego. Su pobre y querido señor había sido con toda certeza asesinado. ¿Tenía enemigos? Bueno, todo hombre tiene enemigos, pero el señor Oldacre se dedicaba en gran medida a sí mismo y solo trataba con la gente por negocios. Había visto los botones, y estaba segura de que pertenecían a la ropa que vestía la noche anterior. La pila de madera estaba muy seca porque no había llovido desde hacía un mes. Ardió como la yesca, y para cuando llegó al sitio, no podía ver nada excepto llamas. Los bomberos y ella olieron la carne quemada procedente del interior. No sabía nada de los papeles ni de los asuntos privados del señor Oldacre.
       »Así que, mi querido Watson, este es el informe de mi fracaso. Y, a pesar de todo… a pesar de todo —se apretó las manos en un rapto de convicción—… sé que todo es un error. Tengo esa corazonada. Hay algo que no ha salido a la luz, y el ama de llaves lo sabe. Percibí una especie de provocación arisca en sus ojos que solo encaja con la culpabilidad del que sabe algo. Sin embargo, ya no hay mucho más que decir, Watson; a menos que tengamos un golpe de suerte, me temo que el caso de la desaparición de Noorwood no figurará en esa crónica de nuestros éxitos que más tarde o más temprano tendrá que soportar un público paciente».
       —Seguramente —dije—, la apariencia de ese hombre será de gran ayuda con cualquier jurado.
       —Ese es un peligroso argumento, mi querido Watson. ¿Recuerda ese terrible asesino, Bert Stevens, que quería que lo ayudásemos a librarse de su pena en el 87? ¿No era un joven catequista más amable incluso?
       —Cierto.
       —A menos que logremos establecer una teoría alternativa, ese hombre está perdido. Apenas se puede encontrar un resquicio que se pueda presentar contra el caso, y toda la investigación adicional solo ha servido para reforzarlo. Por cierto, hay un pequeño detalle muy curioso sobre esos papeles que podría servirnos como punto de partida para nuevas indagaciones. Al ojear la libreta de ahorros, me percaté de que el saldo tan bajo que presentaba se debía a unos importantes cheques que le había estado extendiendo durante el último año a un tal Cornelius. Confieso que me gustaría mucho saber quién es este señor Cornelius con quien un constructor jubilado mantiene unas transacciones tan importantes. ¿Es posible que haya tomado parte en el asunto? Quizá Cornelius sea un corredor de bolsa, pero no hemos encontrado ningún pagaré que se corresponda con esos importantes pagos. A falta de más indicios, mis averiguaciones deben encaminarse a indagar en el banco de Oldacre quién ha cobrado esos cheques. Pero me temo, mi querido compañero, que nuestro caso va a acabar de manera vergonzosa, con Lestrade colgando a nuestro cliente, lo que, por supuesto, será un triunfo para Scotland Yard.
       No sé hasta qué punto Sherlock Holmes durmió algo esa noche, pero, cuando bajé a desayunar, me lo encontré pálido y exhausto, con sus brillantes ojos aún más relucientes a causa de las oscuras ojeras que los rodeaban. La alfombra que había bajo su silla estaba cubierta de colillas y de las primeras ediciones de los periódicos de la mañana. Sobre la mesa podía verse un telegrama abierto.
       —¿Qué opina de esto, Watson? —preguntó lanzándomelo por encima de la mesa.
       Era de Norwood y decía lo siguiente:

     Nueva prueba importante en mi poder. Culpabilidad de McFarlane firmemente establecida. Aconsejo abandone caso.

LESTRADE

       —Parece importante —dije.
       —Es el pequeño cacareo de victoria de Lestrade —respondió Holmes, con una amarga sonrisa—. Y, a pesar de todo, sería prematuro abandonar el caso. Después de todo, una nueva e importante prueba es un arma de doble filo, y es posible que corte en una dirección muy diferente a la que Lestrade imagina. Tómese su desayuno, Watson, y salgamos juntos y veamos lo que podemos hacer. Presiento que hoy voy a necesitar su compañía y su apoyo moral.
       Mi amigo, por su parte, no desayunó, porque una de sus peculiaridades era que en sus momentos de mayor concentración no se permitía ningún alimento, y puedo decir que he visto cómo presumía de su fortaleza de hierro hasta caer desmayado de pura inanición. «En este momento no puedo desperdiciar energía ni fuerza nerviosa con la digestión», me diría en respuesta a mis objeciones médicas. No me sorprendió, por tanto, cuando esa mañana dejó su comida sin tocar delante de él y se puso en marcha conmigo hacia Norwood. Se había congregado una muchedumbre de curiosos en torno a Deep Dene House, que era tan solo una casa de campo de las afueras como me había imaginado. Al otro lado de la puerta de entrada, se reunió con nosotros Lestrade, con el rostro enardecido por la victoria y unas maneras burdamente triunfales.
       —Bueno, señor Holmes, ¿nos prueba ya que nos equivocamos? ¿Ha encontrado a su vagabundo? —exclamó.
       —Todavía no he llegado a ninguna conclusión —respondió mi compañero.
       —Nosotros, en cambio, llegamos a la nuestra ayer, y ahora resulta ser correcta, así que debe reconocer que le hemos sacado un poco de ventaja esta vez, señor Holmes.
       —Desde luego, tiene aspecto de que ha ocurrido algo excepcional —dijo Holmes.
       Lestrade se rió con ganas.
       —Le gusta tan poco perder como a los demás —añadió—. Un hombre no puede esperar salirse siempre con la suya, ¿verdad, doctor Watson? Por favor, señores, pasen por aquí, creo poder convencerlos de una vez por todas de que fue John McFarlane quien cometió el crimen.
       Nos condujo por el pasillo hasta llegar a un oscuro vestíbulo.
       —Por aquí tuvo que venir el joven McFarlane para recoger su sombrero después de haber cometido el crimen —dijo—. Ahora, observen esto.
       Con un gesto teatral, encendió una cerilla y con su luz nos mostró una mancha de sangre en la pared encalada. En cuanto acercó más la cerilla, vi que era algo más que una mancha. Era la huella bien definida de un pulgar.
       —Observe eso con su lupa, señor Holmes.
       —Sí, así lo haré.
       —¿Es consciente de que no hay dos huellas de pulgar iguales?
       —Algo así he oído.
       —Bueno, entonces, ¿le importaría comparar esa huella con esta impronta de cera del pulgar derecho del joven McFarlane, realizada por orden mía esta mañana?
       Como sujetaba la huella de cera junto a la mancha de sangre, no hizo falta ninguna lupa para ver que las dos eran, sin lugar a dudas, del mismo pulgar. Me resultó evidente que nuestro desdichado cliente estaba perdido.
       —Esto es definitivo —dijo Lestrade.
       —Sí, esto es definitivo —repetí sin querer.
       —Definitivo —dijo Holmes.
       Algo en su tono llamó mi atención, y me volví para mirarlo. Le había cambiado la cara de forma extraordinaria. Se estaba retorciendo de risa por dentro. Le brillaban los ojos como dos estrellas. Me pareció que hacía un esfuerzo desesperado para aguantar un incontenible ataque de risa.
       —Vaya, vaya —dijo por fin—. Bueno, vamos a ver, ¿quién lo hubiera pensado? ¡Y lo engañosas que pueden ser las apariencias, la verdad! ¡Un joven tan amable a primera vista! Una lección de que no confiemos en nuestro propio juicio, ¿no cree, Lestrade?
       —Sí, algunos tenemos demasiada tendencia a ser engreídos, señor Holmes —dijo Lestrade.
       La insolencia de este hombre era exasperante, pero no lograba ofendernos.
       —¡Qué providencial que este joven presionara con su pulgar derecho la pared al coger su sombrero del perchero! Qué acción tan natural también, si se para a pensarlo.
       Holmes estaba aparentemente tranquilo, pero todo su cuerpo se estremeció de nerviosismo contenido mientras hablaba.
       —Por cierto, Lestrade, ¿quién hizo este notable descubrimiento?
       —Fue el ama de llaves, la señora Lexington, quien atrajo la atención del agente que hacía la guardia de noche sobre ello.
       —¿Dónde estaba el agente de guardia?
       —Se quedó vigilando el dormitorio donde se cometió el crimen, para impedir que nadie tocara nada.
       —Pero ¿por qué no vio ayer la policía esa huella?
       —Bueno, no teníamos ninguna razón en particular para hacer un examen minucioso del vestíbulo. Además, no está en un sitio muy destacado, como ve.
       —No, por supuesto que no. Supongo que no hay duda de que la huella estaba ahí ayer.
       Lestrade miró a Holmes como si pensara que estaba perdiendo el juicio. Confieso que me sorprendió tanto su alegre comportamiento como su disparatada observación.
       —No estará pensando que McFarlane salió de la cárcel en mitad de la noche con el fin de reforzar las pruebas en su contra —dijo Lestrade—. Le traspaso el caso a cualquier experto del planeta si esa no es la huella de su pulgar.
       —Indiscutiblemente se trata de la huella de su pulgar.
       —Mire, ya está bien —dijo Lestrade—. Soy un hombre práctico, señor Holmes, y, cuando obtengo mis pruebas, llego a mis conclusiones. Si tiene algo que decirme me encontrará escribiendo mi informe en la sala de estar.
       Holmes recobró la compostura, aunque recuerdo todavía haber descubierto atisbos de diversión en su rostro.
       —Madre mía, las cosas se están poniendo feas, ¿verdad, Watson? —dijo—. Y, con todo, hay algunos detalles en todo esto que parecen ofrecer alguna esperanza para nuestro cliente.
       —Me alegra oír eso —dije de todo corazón—. Me temía que todo hubiese acabado para él.
       —Yo no diría tanto, mi querido Watson. El hecho es que hay un fallo realmente grave en esta prueba a la que nuestro amigo le atribuye tanta importancia.
       —¡No me diga, Holmes! ¿Cuál es?
       —Sé sobradamente que esa huella ayer no estaba ahí porque yo mismo examiné el vestíbulo. Y ahora, Watson, demos un pequeño paseo al sol por los alrededores.
       Con la mente desconcertada, pero sintiendo una chispa de esperanza renaciendo en mi corazón, acompañé a mi amigo a dar una vuelta por el jardín. Holmes examinó todas y cada una de las fachadas de la casa con gran interés. Luego entró en la casa y revisó todo el edificio, desde el sótano hasta el desván. La mayor parte de las habitaciones estaban sin amueblar, pero, a pesar de todo, Holmes las inspeccionó todas de forma minuciosa. Por último, en el pasillo de arriba, al que daban tres dormitorios desocupados, se apoderaron de él los espasmos de la risa.
       —En este caso hay verdaderamente algunos aspectos muy curiosos, Watson —dijo—. Creo que ya es hora de que se los confiemos a Lestrade. Se ha reído un poco a nuestra costa, y quizá podemos hacerlo nosotros también si mi interpretación de este problema resulta ser la correcta. Sí, sí, creo que sé cómo deberíamos abordarlo.
       El inspector de Scotland Yard seguía escribiendo en el salón cuando Holmes lo interrumpió.
       —Pensaba que estaba escribiendo un informe del caso —dijo.
       —Y eso hago.
       —¿No cree que tal vez sea un poco precipitado? No puedo dejar de pensar que no tiene todas las pruebas.
       Lestrade conocía muy bien a mi amigo como para hacer caso omiso de sus palabras. Dejó a un lado su pluma y lo miró con curiosidad.
       —¿Qué quiere decir, señor Holmes?
       —Solo que hay un testigo importante a quien no ha visto todavía.
       —¿Puede citarlo?
       —Creo que sí.
       —Entonces, hágalo.
       —Haré todo lo posible. ¿Cuántos agentes tiene?
       —Aquí hay tres.
       —¡Excelente! —dijo Holmes—. ¿Puedo preguntarle si son todos hombres corpulentos, en buena forma y con voces potentes?
       —No me cabe duda de que lo son, aunque no veo qué relación tienen sus voces con todo esto.
       —Quizá pueda ayudarle a entender eso y una o dos cosas más también —dijo Holmes—. Haga el favor de llamar a sus hombres, e intentaré hacerlo.
       Cinco minutos más tarde había tres policías reunidos en el vestíbulo.
       —En el anexo de la casa encontrarán una cantidad considerable de paja —dijo Holmes—. Les voy a pedir que traigan dos balas. Imagino que serán de suma ayuda para citar al testigo que requiero. Muchas gracias. Creo que tiene algunas cerillas en su bolsillo, Watson. Ahora, señor Lestrade, les pediré a todos que me acompañen al descansillo de arriba.
       Como dije, había un amplio pasillo allí, al que daban tres dormitorios vacíos. Sherlock Holmes nos había hecho formar en un extremo del pasillo. Los agentes sonreían de oreja a oreja, y Lestrade miraba a mi amigo con una expresión en la que se alternaban el asombro, la expectación y la burla. Holmes se encontraba delante de nosotros, con el aire de un prestidigitador que está a punto de realizar un truco.
       —¿Me haría el favor de enviar a uno de sus agentes por dos cubos de agua? Pongan la paja aquí en el suelo, sin pegarla a la pared por el otro lado. Creo que ya está todo listo.
       Lestrade se empezó a poner rojo de furia.
       —No sé si está jugando con nosotros, señor Sherlock Holmes —dijo—. Si sabe algo, seguramente pueda decirlo sin todas estas payasadas.
       —Le aseguro, mi buen Lestrade, que tengo una razón excelente para todo lo que hago. Posiblemente recuerde que me estuvo tomando el pelo hace unas horas, cuando todo parecía estar de su parte, así que no debe resistirse a un poco de pompa y ceremonia ahora. ¿Podría pedirle, Watson, que abra esa ventana, y luego ponga una cerilla en un borde de la paja?
       Así lo hice y, avivado por la corriente, una espiral de humo gris se arremolinó por el pasillo, mientras la paja seca chisporroteaba y ardía.
       —Ahora deberíamos ver si podemos encontrarle a ese testigo, Lestrade. ¿Podría pedirles que griten conmigo «¡Fuego!»? Bueno, pues, una, dos y tres…
       —¡Fuego! —chillamos todos.
       —Gracias. Les voy a incordiar una vez más.
       —¡Fuego!
       —Solo una vez más, señores, y todos juntos.
       —¡Fuego!
       El grito debió de resonar por todo Norwood.
       Apenas se había extinguido el eco cuando sucedió algo asombroso. Una puerta se abrió repentinamente en lo que parecía ser una sólida pared al final del pasillo, y un hombre bajo y arrugado salió disparado de allí, como un conejo de su madriguera.
       —¡Fantástico! —dijo Holmes con calma—. Watson, un cubo de agua para la paja. ¡Eso bastará! Lestrade, permítame presentarle a su testigo principal y desaparecido, el señor Jonas Oldacre.
       El detective se quedó mirando al recién llegado con profundo asombro. Este último estaba pestañeando ante la brillante luz del pasillo, y nos miraba fijamente a nosotros y al fuego que ardía sin llama. Tenía un rostro repugnante: artero, cruel, malvado, con ojos de color gris claro, taimados, y pestañas blancas.
       —Pero ¿qué es esto? —dijo Lestrade por fin—. ¿Qué ha estado haciendo todo este tiempo ahí, eh?
       A Oldacre se le escapó una risa nerviosa, mientras retrocedía ante la cara roja de furia del enfadado inspector.
       —No le he hecho daño a nadie.
       —¿A nadie? Ha hecho todo lo posible para que ahorcasen a un hombre inocente. Si no fuera por este señor de aquí, no estoy seguro de que no lo hubiese conseguido.
       El despreciable individuo empezó a gimotear.
       —Le aseguro, señor, que era solo una broma.
       —¡Ah! Una broma, ¿verdad? Pues no se va a reír usted tanto, se lo prometo. Llévenlo abajo y reténganlo en el salón hasta que llegue. Señor Holmes —continuó cuando se habían ido—, no quería hablar delante de los agentes, pero no me importa decirle, en presencia del doctor Watson, que esto es lo más brillante que haya realizado hasta ahora, aunque para mí es un misterio cómo lo ha hecho. Le ha salvado la vida a un hombre inocente, y ha impedido un escándalo muy grave que hubiese arruinado mi reputación en el cuerpo.
       Holmes sonrió y le dio una palmada en el hombro a Lestrade.
       —En lugar de haberse arruinado, señor mío, ya comprobará que su reputación ha aumentado enormemente. Basta con hacer unos pocos cambios en ese informe que estaba escribiendo, y entenderán lo difícil que es engañar al inspector Lestrade.
       —¿Y no quiere que su nombre aparezca?
       —En absoluto. El trabajo bien hecho es mi recompensa. Quizá yo también me lleve el mérito algún día lejano, cuando le permita a mi ferviente historiador presentar sus escritos una vez más… ¿verdad, Watson? Bueno, ahora, veamos dónde estaba escondida esa rata.
       Un tabique de madera y yeso cruzaba el pasillo a seis pies del final, con una puerta astutamente disimulada en él. El interior estaba iluminado por aberturas bajo los aleros. Había unos pocos artículos de mobiliario y una reserva de comida y de agua, junto a varios libros y papeles.
       —Ahí tenemos la ventaja de ser constructor —dijo Holmes cuando salimos—. Fue capaz de preparar su propio escondrijo sin cómplice alguno…, salvo, por supuesto, esa valiosa ama de llaves suya, a quien no debería tardar mucho en meterla a su saco, Lestrade.
       —Seguiré su consejo. Pero ¿cómo ha descubierto este sitio, señor Holmes?
       —Se me ocurrió que este tipo estaba escondido en la casa. Cuando medí el pasillo y me percaté de que era seis pies más corto que el correspondiente de debajo, estaba bien claro dónde estaba. Pensé que no tendría valor como para quedarse quieto ante una alarma de incendio. Por supuesto, podríamos haberlo atrapado nosotros, pero me pareció divertido hacer que se descubriese él mismo; además, le debía un poco de perplejidad, Lestrade, por su tomadura de pelo de esta mañana.
       —Bueno, señor, desde luego, en eso hemos quedado en paz. Pero, de todas formas, ¿cómo demonios supo que estaba en la casa?
       —La huella del pulgar, Lestrade. Usted dijo que era definitiva, y así era, en un sentido muy diferente. Sabía que no había estado ahí el día anterior. Le presto mucha atención a las cuestiones de detalle, como ha podido observar, y había examinado el vestíbulo y estaba seguro de que la pared estaba limpia. Por lo tanto, la habían dejado durante la noche.
       —Pero ¿cómo?
       —Muy sencillo. Cuando sellaron esos paquetes, Jonas Oldacre consiguió que McFarlane asegurase uno de los sellos poniendo el pulgar sobre el lacre reblandecido. Lo haría tan rápido y de una manera tan natural que no me sorprendería que ni el propio joven se acordase de ello. Es muy probable que pasara exactamente así, y que el mismo Oldacre no tuviese idea todavía del uso que le daría. Al darle vueltas al caso en ese cubil suyo, se le ocurrió de repente qué evidencia absolutamente condenatoria podía utilizar contra McFarlane al usar la huella del pulgar. Para él era la cosa más sencilla del mundo coger la impronta de cera del sello, humedecerla con tanta sangre como pudiera sacar con un alfilerazo y dejar la huella en la pared durante la noche, ya fuera por su propia mano o por medio de su ama de llaves. Si examina de entre sus documentos aquel que se llevó consigo a su refugio, le apuesto a que encuentra el sello con la huella del pulgar en él.
       —¡Increíble! —dijo Lestrade—. ¡Increíble! Cuando usted lo expone, queda todo tan claro como el agua. Pero ¿cuál es el objeto de este oscuro engaño, señor Holmes?
       Me resultaba divertido ver cómo el comportamiento arrogante del inspector se había transformado de repente en el de un niño que le hace preguntas a su profesor.
       —Bueno, no creo que sea muy difícil de explicar. El caballero que nos espera abajo es una persona profundamente aviesa y vengativa. ¿Sabía que la madre de McFarlane lo rechazó hace algún tiempo? ¡No! Le dije que fuera a Blakheath primero y a Norwood después. Pues bien, ese agravio, como él lo consideraría, ha envenenado su retorcido e intrigante cerebro, y toda su vida ha anhelado venganza, pero nunca había visto su oportunidad. Durante los últimos años, las cosas no le habían ido demasiado bien, especulaba en secreto, creo, y se había visto muy apurado. Decidió estafar a sus acreedores y por esa razón le pagó importantes cheques a un tal señor Cornelius, que es, imagino, él mismo con otro nombre. Todavía no he seguido la pista de esos cheques, pero no me cabe duda de que fueron ingresados con ese nombre en alguna ciudad de provincias en donde Oldacre llevaba, de vez en cuando, una doble vida. Planeaba cambiar completamente de nombre, sacar ese dinero y esfumarse, para volver a empezar en otra parte.
       —Bueno, es bastante probable.
       —Debió de ocurrírsele que, al desaparecer, podría librarse de sus acreedores, y, al mismo tiempo, vengarse de forma amplia y devastadora de su antigua novia si conseguía que pareciera que había sido asesinado por el hijo de esta. Era una obra maestra de la maldad, y la llevó a cabo como un maestro. La idea del testamento, que daría un motivo obvio para el crimen, la visita secreta ignorada por sus propios padres, quedarse con el bastón, la sangre, y los restos animales y botones en la pila de madera, todo parecía admirable. Era una red de la que hace pocas horas me parecía que no era posible escapar. Pero no tuvo el supremo don del artista, el saber cuándo parar. Deseaba mejorar lo que ya era perfecto, tensar la cuerda todavía más alrededor del cuello de su desgraciada víctima, y así fue como lo arruinó todo. Bajemos, Lestrade. Hay una o dos preguntas que quisiera hacerle a ese tipo.
       El malvado individuo estaba sentado en su propio salón con un policía a cada lado.
       —Era una broma, señor mío, nada más que una tomadura de pelo —gimoteaba sin cesar—. Le aseguro, señor, que simplemente me escondía con el fin de ver el efecto de mi desaparición, y estoy seguro de que no sería tan injusto como para imaginar que hubiera permitido que le causasen ningún daño al pobre y joven señor McFarlane.
       —Eso lo decidirá el jurado —dijo Lestrade—. En cualquier caso, le detendremos bajo el cargo de conspiración, si es que finalmente no le acusamos de intento de asesinato.
       —Y probablemente descubrirá que sus acreedores van a incautar la cuenta bancaria del señor Cornelius —dijo Holmes.
       El pequeño hombre se sobresaltó y volvió sus malvados ojos hacia mi amigo.
       —Tengo que agradecerle muchas cosas —dijo—. Quizá le pague mi deuda algún día.
       Holmes sonrió con indulgencia.
       —Me figuro que durante unos pocos años se encontrará plenamente ocupado —dijo—. Por cierto, ¿qué introdujo en la pila de madera además de sus pantalones viejos? ¿Un perro muerto o conejos, o qué eran? ¿No va a contármelo? Madre mía, ¡qué desagradable se pone! Bueno, bueno, no me sorprendería que un par de conejos explicasen tanto la sangre como las cenizas carbonizadas. Si alguna vez escribe una historia, Watson, puede que le sirvan los conejos.



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