Amos Oz
(Jerusalén, Israel, 1939 - 2018)


Fuego extraño (1964)
(“Strange Fire”)
ארצות התן
Where the Jackals Howl and Other Stories
(Jerusalem: Massada Ltd., 1966)



    La noche desplegó sus alas sobre los habitantes de la tierra. La naturaleza hilaba y respiraba a cada vuelta de rueca. La creación tenía oídos, pero en ella el sentido del oído y lo que se oye eran una misma cosa y no dos. Los animales del bosque se movían y buscaban presas y alimento, y los animales de la casa se quedaban junto a sus pesebres. El hombre volvía de su faena. Pero en cuanto dejaba su labor, el amor y el pecado cavaban su fosa. Dios juró crear un mundo y llenar el mundo. Y un cuerpo se acercó a otro cuerpo…

Berdichevsky, Oculto en el trueno

1

      Al principio, los dos ancianos caminaron sin intercambiar ni una palabra.
       Al salir de la cálida y luminosa sala, se ayudaron uno a otro a ponerse los abrigos. Yosef Yarden persistía en su silencio, mientras que el profesor Kleinberger soltó una larga serie de toses que terminaron con un estornudo. Las palabras del orador les habían causado un gran desasosiego: todo aquello no llevaba a ninguna parte. De aquel discurso no se desprendía nada, nada práctico.
       Un ambiente de cansancio y abatimiento reinaba en las espaciadas asambleas del modesto partido de centro al que ambos pertenecían desde hacía décadas. Nada productivo saldría de aquellas asambleas. Los actos descontrolados estaban arrastrando a todo el país a un festín de opulenta arrogancia. La voz de la razón, la voz de la moderación, la voz del sentido común no se oía ni podía oírse en medio de todo aquel jolgorio. ¿Qué podían hacer varias decenas de personas cultas, entradas en años, partidarias de una política moderada y sobria, que ya habían visto las consecuencias del éxtasis político en todas sus versiones? Varias decenas de intelectuales no podían contener la embriaguez de las masas ni de sus exaltados y frívolos dirigentes, que con gritos de júbilo conducían a todos hacia el abismo.
       Después de dar treinta pasos, donde se junta el callejón con una de las elegantes y tranquilas calles del barrio de Rehavia, Yosef Yarden se detuvo sin dar explicación alguna, por lo que el profesor Kleinberger también tuvo que pararse. Yosef Yarden rebuscó y, tras muchos esfuerzos, encontró un cigarro. El profesor Kleinberger se apresuró a dar fuego a su amigo. Y aún no habían intercambiado ni una sola palabra. Con delicados dedos protegieron del viento la pequeña llama. Los vientos otoñales en Jerusalén soplan con violencia, casi con ferocidad. Yosef Yarden se lo agradeció moviendo la cabeza y dio una calada. Pero apenas habían avanzado tres pasos cuando el cigarro, que no estaba bien encendido, se apagó. Lo arrojó a la acera con rabia y lo aplastó con el tacón del zapato. Luego se arrepintió, recogió el cigarro apagado y espachurrado y lo tiró a un cubo de basura que la alcaldía de Jerusalén había colocado en un poste de hierro de la estación de autobuses.
       —Corrupción —dijo.
       —Venga ya, por favor —respondió el profesor Kleinberger—, esa es una definición simplista y casi vulgar de la situación, que siempre es compleja por definición.
       —Corrupción y también arrogancia —insistió Yosef Yarden.
       —Querido Yosef, nadie sabe mejor que tú que en cierto modo cualquier definición simplista es una rendición.
       —Estoy harto —dijo Yosef Yarden, colocándose la bufanda bajo el cuello del abrigo debido a las gélidas punzadas del viento—, estoy harto. De ahora en adelante voy a llamar a las cosas por su nombre. A la enfermedad, enfermedad, y a la corrupción, corrupción.
       El profesor Kleinberger se pasó la lengua por los labios, que tenía cortados, como todos los inviernos, y entornó los ojos como las rendijas de un tanque.
       —Yosef, la corrupción es un fenómeno complejo —afirmó—. Si no hay corrupción, no tiene ningún sentido la palabra pureza. También en eso hay algo cíclico, un círculo infinito, y es algo que comprendieron bien nuestros rabinos al hablar de los bajos instintos, y también, salvando las distancias, los padres de la Iglesia cristiana: aparentemente la corrupción y la pureza son completamente opuestas, pero en realidad una arrastra a la otra, y una posibilita y nutre a la otra, y eso es lo que nosotros debemos esperar y creer ahora, en esta época de decadencia.

       Un viento frío, arrogante, punzante, soplaba por las afueras de Rehavia. Las farolas daban una amarillenta luz intermitente. Algunas habían sido destrozadas por grupos de vándalos y se balanceaban ciegas y oscuras encima de sus postes. Aves nocturnas habían elegido anidar en esas farolas hechas añicos.
       Los fundadores de Rehavia plantaron muchos árboles, jardines y bulevares, porque anhelaban levantar entre las candentes rocas de Jerusalén un barrio agradable y lleno de sombra donde sonara el piano durante todo el día y el violín o el violonchelo al caer la noche. El barrio entero estaba completamente sumergido en una espesura de árboles. Durante el día las pequeñas casas permanecían como adormiladas en el fondo de un lago de sombra. Pero por las noches anidaban en la espesura criaturas oscuras que plegaban las alas en la oscuridad y lanzaban gritos desesperados. No se las podía alcanzar como a las farolas, porque las piedras erraban el blanco y se perdían en la penumbra, y las copas de los árboles susurraban con velada sorna.
       Tampoco esos opuestos son sencillos, sino complejos. De hecho, uno arrastra al otro y el uno no existe sin el otro, etcétera, etcétera. El profesor Elhanan Kleinberger es un egiptólogo soltero de modesta reputación, sobre todo en el país europeo del que escapó con lo puesto hace unos treinta años. Su vida y sus puntos de vista están claramente marcados por el estoicismo. Yosef Yarden, experto en descifrar manuscritos hebreos antiguos, es un viudo que está a punto de casar a su primogénito, Yair, con una joven llamada Dina Danenberg, la hija de una vieja amiga. En cuanto a las aves nocturnas, estas anidan en el centro de la ciudad, pero los primeros rayos de luz vuelven a ahuyentarlas cada mañana hacia sus escondrijos en las rocas y en los bosques.

       Los dos ancianos prosiguieron su paseo sin saber qué más añadir a las duras palabras que se habían oído y dicho antes. Pasaron por delante de la oficina del primer ministro, en la esquina de Ibn Gabirol con Keren Kayemet, pasaron por delante del Instituto Hebreo y se detuvieron en la esquina de la calle Ussishkin. Ese cruce está abierto hacia el oeste y expuesto a las frías ráfagas de viento que soplan desde los campos rocosos. Yosef Yarden sacó allí otro cigarro, y el profesor Kleinberger volvió a darle fuego y a proteger la llama con las dos manos como un marinero: en esa ocasión no se apagaría.
       —Bueno, entonces el mes que viene todos bailaremos en la boda —dijo el profesor en tono divertido.
       —Ahora voy a ver a Lily Danenberg. Tenemos que preparar la lista de invitados —dijo Yosef Yarden—, una lista reducida. Su madre, que en paz descanse, siempre quiso que nuestros hijos tuviesen una boda modesta, sin pompa ni boato, y así será. Únicamente una modesta ceremonia familiar. Tú, por supuesto, pues claro, tú eres como de la familia. Qué pregunta.
       El profesor Kleinberger se quitó las gafas, les echó el aliento, las limpió con un pañuelo y lentamente volvió a colocárselas.
       —Sí, por supuesto. Pero Danenberg no accederá. Es mejor que no te hagas ilusiones. Sin duda ella querrá que la boda de su hija sea una total manifestación de poder, y toda Jerusalén estará invitada a postrarse y a mostrar su admiración. Tú, por supuesto, cederás y te rendirás a sus deseos.
       —No tan rápido —respondió Yosef Yarden—, no es tan fácil que alguien me imponga su voluntad. Y menos en un caso como este, en el que estamos hablando del deseo de mi difunta esposa. La señora Danenberg es una persona sensible, y seguro que ningún asunto humano y afectivo le resulta ajeno.
       Cuando Yosef Yarden dijo que no sería fácil que alguien le impusiese su voluntad, empezó a apretar sin darse cuenta el cigarro que tenía entre los dedos. El cigarro se torció, se aplastó y se estrujó, pero no se apagó.
       —Te equivocas, amigo mío —sentenció el profesor Kleinberger—. Danenberg no renunciará a un gran espectáculo. Seguro que es una mujer sensible, tal y como tú has expresado maravillosamente, pero también es una mujer dura. No son dos cosas contradictorias. Y tú deberías prepararte para una discusión durísima. Para una discusión vulgar.

       Un conocido común, o puede que un desconocido cuya silueta les recordó a un conocido común, pasó por la esquina de la calle. Ambos se llevaron la mano al sombrero, y el desconocido hizo lo propio, pero continuó sin detenerse, caminando con furia, contra el viento, con el cuello inclinado hacia delante. Y desapareció en la oscuridad. Luego pasó un gamberro en una motocicleta atronando toda Rehavia.
       —Qué escándalo —dijo Yosef Yarden enfurecido—, ese maldito gánster le ha quitado el silenciador a la moto para perturbar el descanso de decenas de miles de ciudadanos. ¿Y por qué? Únicamente porque no está seguro de existir, de ser real, y esa gamberrada le hace sentirse importante: todos le oyen. Los profesores. El presidente y el primer ministro. Los artistas. Las chicas. Hay que detener esta locura antes de que sea demasiado tarde. Y hay que hacerlo por la fuerza.
       El profesor Kleinberger no se apresuró a responder. Reflexionó sobre esas palabras y las sopesó durante un buen rato en silencio.
       —Primero, ya es demasiado tarde —afirmó finalmente.
       —No acepto que hables con esa resignación. ¿Y segundo?
       —Segundo. Sí. También hay segundo, y perdóname por ser tan franco: segundo, exageras. Como siempre.
       —No exagero —dijo Yosef Yarden, atenazado por el odio contenido—, no exagero. Simplemente llamo a las cosas por su nombre. Eso es todo. Yo tengo los cigarros y tú las cerillas, así estamos atados el uno al otro. Fuego, por favor. Sí. Gracias. Siempre hay que llamar a las cosas por su nombre.
       —Por favor, queridísimo Yosef, por favor —el profesor Kleinberger se sirvió de una forzada paciencia pedagógica—, alguien como tú sabe perfectamente que por lo general todo tiene más de un nombre. Ahora será mejor que nos despidamos, tú debes ir a ver a tu consuegra, no vayas a llegar tarde y a recibir una reprimenda. Es una mujer sensible, eso es indudable, pero también es una mujer dura. Llámame mañana al atardecer. Podríamos terminar la partida de ajedrez que dejamos a medias. Adiós. Llévate mis cigarros. Sí. Te los regalo. No hay de qué.

       Cuando los dos ancianos comenzaron a caminar en direcciones distintas, se oyó un griterío de jóvenes que llegaba desde el valle de la Cruz. Seguro que los chicos del movimiento juvenil se habían reunido allí para jugar a sus juegos nocturnos. Los viejos olivos son buenos escondites. Sonidos y olores suben desde el valle y penetran en el elegante barrio. De los olivos sale una corriente invisible que fluye hacia los árboles ornamentales plantados para embellecer Rehavia. Las aves nocturnas son las responsables de esa corriente. Es como si el peso de la responsabilidad las impregnase de una extrema seriedad, y reservasen sus gritos para un momento de peligro o para el momento de la verdad. Por el contrario, los olivos están condenados a crecer en perpetuo silencio.



2

      La casa de la señora Lily Danenberg está en una de las tranquilas callejuelas ubicadas entre el barrio de Rehavia y su hermano pequeño, y más alto que él, el barrio de Kiryat Shmuel. El gamberro que atronó a toda la ciudad con su motocicleta no perturbó el descanso de la señora Danenberg, porque ella no tenía descanso. Ella daba vueltas por la casa, ordenaba, cambiaba las cosas de sitio y volvía a ponerlo todo como estaba antes. Era como si realmente tuviese intención de quedarse en casa a esperar tranquilamente a su invitado. Yosef tenía previsto llegar a las nueve y media para organizar con ella la lista de invitados a la boda. Todo este asunto no corre ninguna prisa: la visita, la boda, ni tampoco la lista de invitados. Por cierto, él llegará a las nueve y media en punto, se puede asegurar que no se retrasará ni un solo segundo, pero la puerta estará cerrada y la casa, desierta y a oscuras. La vida está llena de sorpresas. Puedo imaginar la cara que pondrá, de sorpresa, de agravio, casi de conmoción. Puedo adivinar lo que escribirá en la nota que sin duda dejará en mi puerta. Hay personas, y entre ellas está Yosef, que cuando se ven sorprendidas, agraviadas y casi conmocionadas, también se vuelven casi adorables. Es una especie de alquimia del alma. Es un hombre honesto, y siempre espera lo bueno y le teme a lo malo.
       Todos esos pensamientos se produjeron en alemán. Lily Danenberg, con el rostro frío y tranquilo, encendió la luz de la lámpara de lectura. Se sentó en un sillón y se limó las uñas. Dos minutos antes de las nueve sus uñas estaban perfectas. Puso la radio sin tener que levantarse. Ya había terminado la lectura diaria de versículos de la Biblia y aún no había empezado el boletín informativo. Una melodía sensiblera y conocida hasta el hastío se repitió cuatro o cinco veces sin variación alguna. Lily movió la aguja por el dial, pasó volando por las voces guturales de Oriente Próximo, pasó sin detenerse por Atenas y llegó a la emisora de Viena justo cuando estaban dando el sumario de las noticias de la tarde en alemán. Después empezó a sonar la Heroica de Beethoven. Apagó la radio y se fue a la cocina a prepararse un café.
       Qué me importa a mí si se siente herido o sorprendido. Qué me importa a mí lo que les pase a ese hombre y a su hijo. La lengua hebrea aún no ha evolucionado lo suficiente como para poder expresar determinados sentimientos. Si le dijese eso a Yosef o a su querido Kleinberger, se me echarían encima y comenzaría una gran discusión sobre las excelencias de la lengua hebrea, y habría también desagradables digresiones de todo tipo. Lo cierto es que la palabra «digresión» ni siquiera existe en hebreo. Tengo que tomarme el café sin un solo grano de azúcar. Amargo, claro que está amargo, pero despierta. ¿Se me permite tomar una galleta? No, no se me permite comer galletas, y no hay excepciones que valgan. Ya son las nueve y cuarto. Me voy antes de que él llegue. El gas. La luz. Las llaves. Me voy.

       Lily Danenberg es una divorciada de cuarenta y seis años. Podría fácilmente aparentar siete u ocho años menos, pero eso va en contra de sus principios morales y, por tanto, no oculta su verdadera edad. Su cuerpo es esbelto, su cabello es rubio natural y, aunque no lo tiene brillante, se mantiene denso y fuerte. Su nariz es recta y firme. En sus labios hay una constante y atractiva inquietud, y sus ojos son de un azul intenso. Un único y discreto anillo parece acentuar las líneas de soledad y reflexión de sus largos dedos.
       Dina no regresará de Tel Aviv antes de las doce. Le he dejado un poco de café para mañana en el termo. En el frigorífico hay hortalizas, y pan tierno en la cesta. Si la niña decide darse un baño a las doce de la noche, aún habrá agua muy caliente. Por tanto, todo está en orden. Y, si todo está en orden, ¿por qué no estoy tranquila, como si algo se hubiese quedado encendido o abierto? Pero no hay nada encendido ni nada abierto, y ya me he alejado dos calles hacia el oeste, para que ese tal Yosef Yarden no pueda encontrarse conmigo por casualidad de camino hacia mi casa y estropearlo todo. Casi todos los jóvenes levantinos son guapos a primera vista. Pero solo unos pocos resisten un segundo vistazo. Un gran espíritu se debate siempre en tormentos, y así deforma el cuerpo desde dentro y corroe el semblante igual que un aguacero se come la piedra caliza. Por eso, las personas que tienen grandeza de espíritu llevan algo escrito en la cara, a veces con letras que parecen cicatrices, y normalmente su cuerpo es una ruina andante. Por el contrario, los guapos levantinos no conocen el sabor del sufrimiento y por eso su rostro es simétrico y su cuerpo fuerte y perfecto. Como elegantes maniquíes en escaparates de tiendas de moda masculina. Las nueve y veintidós. Un ave nocturna ha dicho una frase compleja, disonante. Ese pájaro se llama eule en alemán, y en hebreo creo que yanshuf, búho, pero qué más da. Dentro de siete minutos exactamente, Yosef llamará al timbre de mi casa. Su puntualidad está fuera de toda duda. Justo al mismo tiempo yo estaré llamando al timbre de la suya, en la calle Alfasi. Calla, eule, ya he oído muchas veces todos esos argumentos. Y Yair me abrirá la puerta.



3

      Quien procede de una familia deshecha va deshaciendo a su paso familias estructuradas. No existen las casualidades, aunque tampoco hay forma de establecer una norma. Yosef Yarden es viudo. Lily Danenberg es una divorciada cuyo exmarido falleció de una depresión o de una enfermedad hepática menos de tres meses después del divorcio. Hasta el doctor Kleinberger, egiptólogo y estoico, un personaje secundario, es un solterón. Huelga decir que es un hombre solitario y sin hijos. Quedan Yair Yarden y Dina Danenberg. Dina se ha ido a Tel Aviv a comunicar a sus tías la feliz noticia, y también a hacer algunas compras y algunas gestiones, y no regresará hasta medianoche. En cuanto a Yair, él está con su hermano Uri, estudiante de secundaria, en el agradable salón de la casa de los Yarden en la calle Alfasi. Ha decidido dedicar la tarde a luchar con todo el trabajo de la universidad que tiene acumulado: tres ejercicios, una tediosa exposición de un tema, una montaña entera de referencias bibliográficas. La carrera de Economía Política le parece importante y muy útil, pero agotadora. Si hubiese podido elegir libremente, tal vez habría elegido especializarse en estudios del Lejano Oriente, China, Japón, el misterioso Tíbet, o tal vez América Latina: Río. Los incas. O el África negra. ¿Pero qué puede hacer un joven con esas carreras? ¿Construirse un iglú y casarse con una geisha? La pena es que la economía política está repleta de funciones y cálculos. Las palabras y las cifras, todo se desintegra ante los ojos. Dina está en Tel Aviv. Cuando regrese, tal vez se haya calmado y olvidado la riña sin sentido que tuvimos ayer. Todo lo que le dije a la cara. Por otra parte, fue ella quien empezó. Mi padre está en casa de mi suegra y no volverá antes de las once. Si hubiese alguna posibilidad, alguna forma de convencer a Uri de que deje de estar ahí sentado hurgándose la nariz. Es asqueroso. A las nueve y cuarto emiten en la radio un programa de intriga en directo llamado En busca del tesoro. Es la solución para una tarde tan desesperante como esta. Escucharemos el programa, después terminaremos el tercer ejercicio y se acabó.
       Los hermanos encendieron la radio.
       Las aventuras de las aves nocturnas no se prolongan hasta las nueve y cuarto. Antes de que desaparezcan las luces del ocaso, los búhos y el resto de los pájaros de la oscuridad empiezan a moverse desde los suburbios hacia el centro de la ciudad. Sus ojos vítreos, muertos, miran fijamente a los pájaros de la luz, que con tranquilos trinos celebran los últimos destellos del día. A las aves nocturnas eso les suena como un delirio total, como una fiesta de idiotas. En el extremo del barrio de Rehavia, donde las últimas casas tocan las rocas de la ladera occidental, las aves que suben se encuentran con las aves que bajan. Con una luz que no es diurna ni nocturna, los dos bandos se cruzan al pasar en direcciones contrarias. Todas están nerviosas a causa de la extraña luz. Los días en Jerusalén no se alargan por nada del mundo, y la luz crepuscular también se debilita y se extingue rápidamente. Llega la oscuridad. El sol ha huido y hasta las fuerzas de retaguardia están ya en lontananza.

       A las nueve y media tenía previsto Lily llamar al timbre de la casa de los Yarden. Pero en la esquina de la calle Radak vio un gato encima de una tapia de piedra, estaba moviendo el rabo y maullando febrilmente. A Lily no le pareció mal perder unos minutos observando al gato en celo. Y, entre tanto, los hermanos oyeron el comienzo del programa del tesoro. La primera pista la dio un divertido locutor que ofreció a los oyentes un hilo del que tirar en forma de poema de Bialik:

Ni de día ni de noche,
con sigilo saldré a pasear;
ni en la montaña ni en el valle,
allí hay una vieja acacia…


      Y Yair y Uri ya estaban ardiendo de pasión detectivesca: la vieja acacia es el punto de partida. Ni en la montaña ni en el valle, aquí el asunto comienza a complicarse un poco. Yair tuvo enseguida una gran idea: si encontramos el resto del poema en el gran volumen de la poesía de Bialik, sabremos por dónde seguir. Salió volando hacia la estantería, buscó, se equivocó, al final encontró el volumen y, en menos de tres minutos, también encontró el poema. Pero los siguientes versos no resolvieron el misterio, sino que estimularon aún más su pasión por la caza:

Y la acacia resuelve enigmas
y predice el futuro…


      Pero bueno, si la propia acacia es el enigma, ¿cómo va a resolver enigmas y encima a predecir el futuro? Sigamos. El siguiente verso no es relevante. Nada en el poema es relevante. Ni siquiera Bialik. Hay que buscar en otra dirección. Pensemos un poco. Ya está: la palabra hebrea shitá no es solamente el nombre de un árbol. También significa «método». Shitá es un sistema. Todas estas pesquisas no avergonzarían ni al payaso de Kleinberger. Así pues, sigamos pensando. Calla, Uri, no me molestes ahora. Así pues, querido Watson, dime qué es lo que entiendes de las primeras palabras, es decir, «ni de día ni de noche». ¿No entiendes nada? Claro que no entiendes nada. Piensa un poco. Por cierto, yo tampoco entiendo nada aún. Pero dame un minuto más y verás.
       Sonó el timbre.
       Una visita inesperada estaba en la entrada. Tenía el rostro serio y las comisuras de los labios temblorosas. Era una mujer peculiar y guapa.

       Un gato callejero es una criatura voluble capaz de renunciar a todo por una caricia. Ni siquiera en época de celo renunciaría a una caricia. Cuando Lily le tocó, empezó a temblar. Le acarició el lomo con la mano izquierda, con fuerza, y le pasó los dedos de la mano derecha por el cuello, con delicadeza. La mezcla de delicadeza y fuerza colmaron al animal de gozo. El gato se dio la vuelta, entregó su vientre a los bondadosos dedos y empezó a ronronear de placer. Lily le hacía cosquillas al tiempo que le hablaba.
       —Te gusta. Reconoce que te gusta —dijo en alemán.
       El gato entornó los ojos hasta que solo quedaron dos ranuras estrechas, y siguió ronroneando.
       —Tranquilo —dijo—, no tienes que hacer nada. Solo disfrutar.
       Tenía el pelo suave y caliente. Ligeras y fugaces vibraciones lo recorrían. Lily frotó su anillo junto a la oreja del gato.
       —Y además, también eres idiota.
       De pronto, el gato se estremeció y se revolvió intranquilo. Tal vez adivinó o presintió lo que iba a ocurrir. Una ranura amarilla se abrió en su cara, un parpadeo, un chispazo. Entonces Lily alzó el puño, trazó un amplio arco en el aire y golpeó salvajemente el vientre del gato. El animal salió disparado en la oscuridad, se estrelló contra el tronco de un pino y clavó en él las uñas. Desde lo alto le lanzó un bufido semejante al silbido de una serpiente. Tenía todo el pelo erizado. Lily dio media vuelta y se dirigió a casa de los Yarden.

       —Buenas tardes, Yair. No estás ocupado, ¿verdad? Estás solo, ¿verdad?
       —Uri está aquí y estábamos… Además, en estos momentos mi padre va de camino hacia tu casa.
       —Uri está aquí. Me había olvidado completamente de Uri. Buenas tardes, Uri. Cuánto has crecido. Seguro que todas las chicas te persiguen como locas. No, no tenéis por qué invitarme a pasar. Solo he venido a aclarar una cosa contigo, Yair, no pretendía molestar, de ninguna manera.
       —Pero, seño… pero, Lily, qué cosas tienes, tú nunca molestas. Pasa. Estaba convencido de que ahora estarías tomando un café con mi padre en vuestra casa y resulta…
       —Y resulta que tu padre se encuentra una puerta cerrada y las ventanas a oscuras, y no comprende qué me ha podido pasar, y está decepcionado y preocupado, lo que le hace parecer casi encantador. Lástima no estar allí, oculta entre los árboles del jardín, para deleitarme con esa expresión en su rostro. No importa. También te explicaré eso. Yair, salgamos a dar un pequeño paseo, hay algo que debo aclarar contigo. Sí. Precisamente esta tarde. Paciencia.
       —¿Qué…? ¿Ha ocurrido algo? ¿Dina no ha ido a Tel Aviv? ¿O…?
       —Ha ido como una buena chica y regresará como una buena chica. Pero eso será más tarde. Vamos, Yair. No cojas el abrigo. No hace frío en la calle. Se está muy bien. Uri, tendrás que disculparnos. ¡Qué alto estás ya! Adiós.
       —No te asustes. No ha ocurrido nada grave —continuó diciéndole a Yair, en el patio, junto a un pimentero.
       Pero Yair ya estaba convencido de su error: tendría que haber cogido el abrigo a pesar de lo que le había dicho Lily. La tarde estaba fría. Y luego haría más frío aún. Estaba a tiempo de disculparse y de volver a por el abrigo. Además, Lily sí llevaba abrigo, uno de última moda y algo atrevido. Pero volver a casa a coger la chaqueta le pareció un acto vergonzoso e incluso cobarde.
       —Sí, realmente hace una tarde agradable —dijo.
       Y, como ella no respondió enseguida, Yair Yarden tuvo tiempo de preguntarse si había acacias en Jerusalén y, en tal caso, dónde, y si no había, es que tal vez la palabra shitá aludía al verbo leshatot, que significa «burlarse». Quién sabe, a lo mejor el tesoro se encontraba en uno de los barrancos que delimitan el barrio por el oeste y por el sur. Lástima no haber oído el final del programa. Ahora ya no podría saberlo.



4

      Tras la sorpresa, el estupor y unos momentos de reflexión que no llevaron a ninguna conclusión definitiva, Yosef Yarden decidió ir a ver al profesor Kleinberger. Y si Elhanan estaba en su casa, pasaría, se disculparía por presentarse tan tarde sin avisar y le contaría a su amigo el extraño incidente. ¿Quién lo hubiera imaginado? Y ¿cómo me habría mirado ella si me hubiese retrasado un poco? Y ahí estoy yo plantado, esperando, y ya son las diez, y las diez y dos minutos y medio. Si le hubiese ocurrido algo, habría telefoneado. Esto es incomprensible e inexplicable.
       —Pero te has ahorrado una discusión vulgar y puede que hasta dolorosa —sonrió Elhanan Kleinberger—. Ella no habría cedido en el asunto de la lista de invitados. Enviará invitaciones a toda la ciudad. A toda la universidad. Al presidente de la nación y al alcalde. Y de hecho, Yosef, ¿por qué crees que ella debe anteponer tus deseos a las suyos? ¿Por qué no puede invitar al papa si quiere a la boda de su única hija? ¿Qué pasa, Yosef?
       Yarden empezó a explicar con paciencia: los tiempos no son fáciles. En general, quiero decir. Y nosotros no llevamos ni un día ni dos predicando de palabra y por escrito la necesidad de «conducirse modestamente». Además, la madre de Yair quería una boda íntima en el círculo familiar, y eso es imperativo, como las últimas voluntades, al menos desde el punto de vista ético. Y también… los medios. Quiero decir, quién se va a endeudar para sufragar una boda espléndida y pomposa.
       El profesor Kleinberger parecía haber perdido el hilo. Sirvió café y ofreció azúcar y leche. Y en ese punto le pareció acertado añadir algo sobre la convergencia de los extremos opuestos. Enseguida la conversación fue derivando hacia otros temas. Hablaron de egiptología, hablaron de literatura hebrea, hicieron una crítica tan amarga como el ajenjo al Ayuntamiento de Jerusalén. Elhanan Kleinberger puso todo su empeño en relacionar la egiptología, que era su terreno profesional, con la literatura hebrea, que, según sus propias palabras, era su amada y él, su amante apasionado. Normalmente, en las discusiones, Yosef Yarden solía anteponer las opiniones de su amigo a las suyas, aunque casi siempre acostumbraba a rechazar la forma que Elhanan Kleinberger tenía de expresarlas. Por tanto, quien decía la última palabra era Yosef Yarden y no su viejo amigo.
       De no ser por el frío, los amigos habrían salido a la terraza a observar las colinas bajo la luz de las estrellas, como suelen hacer en verano. El valle de la Cruz se ve enfrente. Allí crecen viejos olivos con una amarga tranquilidad.
       Con un apetito voraz, casi violento, los olivos envían sus pelos radiculares hacia la oscuridad de la tierra. Allí las raíces perforan el subsuelo de piedra, resquebrajan o esquivan las rocas invisibles y absorben la humedad y la oscuridad. Como uñas clavadas. Pero arriba, las copas de tono verdoso y plateado son acariciadas por el viento: para ellas son el descanso y la gloria.
       Tampoco hay forma de matar a un olivo. De los olivos quemados vuelven a brotar ramas fuertes. Un crecimiento vulgar, desvergonzado, diría Elhanan Kleinberger. Los olivos alcanzados por un rayo vuelven a retoñar con el tiempo. En los montes de Jerusalén, en las colinas cercanas a la llanura costera y en los patios ocultos de los monasterios rodeados por muros de piedra, los olivos llevan generaciones y generaciones ensanchando sus nudosos troncos y entrelazando sus gruesas ramas casi con lascivia. Tienen una gran fuerza vital, como las aves de rapiña.
       Al norte de Rehavia se extiende Nahlaot, lo forman una serie de barrios pobres con calles entrañables. En una de esas callejuelas tortuosas hay un viejo olivo. Hace ciento siete años pusieron allí un portón de hierro con el dintel casi pegado al olivo. Con los años, el árbol se apoyó en el hierro y el hierro penetró en el tronco como una brocheta.
       Con benevolencia, el olivo empezó a abrazar al intruso. Con los años también se fue cerrando a su alrededor y apretándolo. El hierro se fue torciendo por el abrazo del tronco. El árbol cicatrizó. Y no perdió ni un ápice del noble verdor de su copa.



5

      Yair Yarden es un chico joven y guapo. No es muy alto, pero tiene los hombros fuertes, la cintura flexible y las espaldas fornidas. Su barbilla es ancha y firme, con un profundo hoyuelo. Las chicas suspiran en secreto por tocar con las yemas de los dedos el hoyuelo de su barbilla, y algunas hasta se ponen rojas o pálidas cuando sienten ese deseo. Dicen: «Anda que no se lo tiene creído. No es más que un bobo».
       Tiene los brazos fuertes y cubiertos de vello negro. No se puede decir que Yair Yarden sea torpe, pero en sus andares se aprecia cierta pesadez, cierta rigidez y lentitud. Lily Danenberg llamaría a eso «masividad», y entonces volvería a aludir a la debilidad de la lengua hebrea, que no tiene variedad de nuances. Lo cierto es que Elhanan Kleinberger podría rechazar esas mordaces insinuaciones y sugerir en un abrir y cerrar de ojos un adjetivo apropiado en hebreo, o incluso dos, y al mismo tiempo proponer también un sustantivo en hebreo que se ajuste a la palabra nuance.
       Es posible que, en unos cuantos años, esa atractiva masividad de Yair Yarden se convierta en un embarrigamiento pequeñoburgués como el que se aprecia en su padre. Un ojo perspicaz puede descubrir los primeros indicios. Pero por el momento, Lily no quiere destapar la verdad, por el momento Yair Yarden es un chico guapo y conmovedor. El bigote le da un cierto empaque. Amarillo, espeso, con algunas briznas de tabaco. Yair estudia Economía y también Dirección de Empresas en la universidad, y tiene todo el futuro por delante. Las locuras románticas, los kibutz y la vida de frontera no le atraen. Sus ideas políticas son moderadas, tal y como aprendió de su padre. Aunque Yosef Yarden ve en la situación política un páramo de corrupción y de arrogancia, mientras que Yair ve ante él una vasta pradera, un amplio horizonte.
       —Por favor, ¿me ofrecerías un cigarro? —dijo Lily.
       —Claro. Lily, ¿quieres un cigarro?
       —Sí. Gracias. Como he salido tan deprisa, me los he dejado en casa.
       —Lily, ¿quieres fuego?
       —Gracias. Dina Yarden, es un nombre casi tan musical como Dina Danenberg. Tal vez algo más sencillo. Cuando tengáis un hijo, podríais llamarle Dan. Como una exótica canción de cencerros y camellos: Dan Yarden. ¿Cuánto tiempo me daréis?, ¿qué tregua me daréis antes de convertirme en abuela? ¿Un año? ¿Algo menos? No tienes que responder. Es una pregunta retórica. ¿Y en hebreo?, Yair, ¿cómo se dice «retórico» en hebreo?
       —No lo sé —dijo Yair.
       —No te lo he preguntado. Lo he preguntado de forma retórica.
       Estaba tan incómodo que empezó a tirarse del lóbulo de la oreja: ¿Qué le pasa? ¿Qué quiere de mí? Le ocurre algo, y no me gusta nada. No es sincera. Es difícil saberlo.
       —Ahora no se te ocurre nada que decir. No importa. Tus modales son perfectos y afortunadamente ahora no estás examinándote delante de un tribunal.
       —Yo nunca te he considerado un tribunal, Lily. Al contrario. Es decir, yo…
       —Eres un chico muy espontáneo. Y no me interesan las respuestas rápidas e ingeniosas, sino, cómo podría decírtelo, tu esprit. —Sonrió en la oscuridad.
       Los pasos les llevaron hacia arriba. Llegaron al centro de Rehavia y giraron hacia el norte. Un transeúnte delgado y con gafas, sin duda un estudiante de ideas extremistas y con un amor no correspondido, se cruzó con ellos con un transistor en la mano. Yair se detuvo un instante, giró la cabeza, escuchó con atención e intentó captar aunque solo fuera un fragmento del fascinante programa que Lily le había hecho perderse. Ni en la montaña ni en el valle, allí hay una vieja acacia. Por su culpa había salido de casa sin ponerse el abrigo y ahora tenía frío. Y tampoco estaba a gusto. Y se había perdido lo mejor del programa. Había que ir al grano ya.
       —Vale —dijo Yair—, está bien. Lily, ¿puedes decirme cuál es el problema?
       —¿El problema? —se sorprendió—. No hay ningún problema. Tú y yo estamos dando un paseo en esta tarde tan agradable porque Dina está de viaje y tu padre no se encuentra en casa. Estamos charlando, intercambiando opiniones, conociéndonos. Hay tantas cosas de las que hablar, tantas cosas que no sé de ti, y puede que también haya algo que te interese saber respecto a mí.
       —Antes has dicho —Yair se tocó el lóbulo de la oreja—, has dicho que tenías algo…
       —Sí. Es algo formal y, en el fondo, sin ninguna importancia. Pero te pediría que lo solucionases lo antes posible. Digamos, mañana o pasado, como muy tarde a principios de la próxima semana.
       Apagó el cigarro y no quiso aceptar otro.
       Hace muchos años, un famoso arquitecto diseñó el proyecto de Rehavia. Quiso darle el aspecto de un tranquilo barrio ajardinado. Callejuelas estrechas y cubiertas de sombra como la calle Alharizi, un bulevar elegante llamado avenida Ben Maimon, plazas como Kikar Magnes, en la que resuena un susurro de pinos hasta en los abrasadores días de verano. Un enclave seguro, una especie de lugar de reposo para los refugiados que habían sufrido las penalidades del destino. A las calles les pusieron nombres de grandes personalidades judías de la Edad Media, para enriquecerlas con una dimensión temporal y con una atmósfera de sabiduría y erudición.
       Pero con el paso de los años, la nueva Jerusalén se fue extendiendo y encerrando Rehavia en un anillo de edificaciones horrendas. Las callejuelas empezaron a saturarse de una sobrecarga de tráfico y, cuando se abrió la arteria occidental de comunicación y las colinas de Sheikh Bader y Nave Shaanan se convirtieron en el centro de la ciudad y del país, Rehavia dejó de ser un barrio ajardinado. Una urbanización delirante fue ocupando todas las zonas rocosas. Pequeñas villas fueron demolidas y, en su lugar, se construyeron bloques de viviendas. Las intenciones originarias fueron arrasadas por el avance imparable de la nueva actividad.
       Las noches son las que devuelven al barrio de Rehavia algunos de sus sueños robados. Los árboles que han sobrevivido extraen de la noche una nueva dignidad y a veces actúan como si fuesen un bosque. Vecinos lentos, cansados, salen de su casa a dar un paseo al atardecer. Del valle de la Cruz llega un aire distinto que trae un amargo olor a pino y aves nocturnas. Es como si los olivares subieran y se metieran por las callejuelas y por los patios de las casas. Al otro lado de las ventanas iluminadas se ven estanterías repletas de libros. Y hay mujeres tocando el piano, puede que con el corazón roto de nostalgia y añoranza.
       —El hombre que está en la acera de enfrente, ese que golpea la acera con la punta de su bastón —dijo Lily—, es el profesor Shatzky. Se está haciendo viejo. Seguro que no sabías que el profesor Shatzky seguía vivo. Seguro que pensabas que era del siglo diecinueve. Y puede que tengas razón. Era un hombre virulento y elegante que creía en la piedad y que en sus escritos exigía sin piedad que todos se apiadasen de todos. Decía incluso que la víctima debía apiadarse de su verdugo. Ahora se ha quedado ciego.
       —Nunca he oído hablar de él —dijo Yair—, no es exactamente de mi ámbito, como se suele decir.
       —Y ahora, si me permites pedirte otro cigarro, pasaremos a hablar de tu ámbito, como se suele decir.
       —Claro. Toma. Estoy impaciente: ¿qué es todo ese asunto formal del que has empezado a hablar y que has dejado a medias?
       Lily entornó los ojos. Intentó concentrarse. Recordó los momentos de dolor que pasó antes de que ese torpe caballero naciese. Sintió náuseas y estuvo a punto de echarse atrás.
       —Se trata de una revisión —dijo al cabo de un rato—. Quiero que pases una revisión médica lo antes posible, por supuesto antes de que anunciemos oficialmente la boda.
       —No comprendo —dijo Yair, y su mano se detuvo a medio camino hacia el lóbulo de la oreja—, no comprendo. Estoy sano al cien por cien. ¿A qué viene eso de una revisión?
       —Solo es una revisión rutinaria. La enfermedad de la que falleció tu madre es hereditaria. Y por cierto, si ella se hubiese hecho una revisión a tiempo, tal vez habría seguido unos años más con nosotros.
       —Ya me hicieron pruebas hace dos años, al entrar en la universidad. Me dijeron que estoy sano como un toro. Yo apenas sé nada de mi madre. Era muy pequeño.
       —Yair, no vas a armar un escándalo por una pequeña revisión, ¿verdad? Buen chico. Es solo para quedarnos tranquilos, como se suele decir. Si supieses algo de alemán, al menos leer, te regalaría todos los libros de economía que me dejó Erich Danenberg. Seguro que tampoco te acuerdas de él. Hay que pasar página, como se suele decir. Y yo tendré que pensar en otro regalo para ti.
       Yair guardó silencio.
       Por la calle Ibn Ezra los abordó una mujer anciana, vestida casi de gala.
       —Existe una relación íntima entre todas las cosas —dijo—. Dios se enfada y el hombre no lo entiende. Todos los actos tienen un motivo, los actos buenos y los actos malos. Los que caminan en la oscuridad verán una gran luz. No mañana, ayer. La garganta está caliente y el cuchillo está afilado. Todo tiene un motivo.
       Yair se alejó de aquella loca y aceleró el paso. Lily se quedó atrás, sin decir nada, y poco después lo alcanzó. Una expresión venenosa, retorcida, se había extendido por su cara como una enfermedad. En Jerusalén solían llamar a la elegante anciana Un Motivo. Tenía una voz grave y acento alemán. Desde la distancia, la loca de Rehavia bendijo a los dos caminantes:
       —La bendición del cielo desde arriba y la bendición de las aguas desde abajo, desde Düsseldorf hasta Jerusalén, todos los actos tienen un motivo, tanto si se construye como si se destruye. Paz y buena suerte, y también una total redención, a vosotros y a todos los perseguidos y atormentados. Paz, paz al cercano y al lejano.
       —Paz —respondió Lily en voz baja. Hasta que llegaron al colegio Rothschild no se volvió a decir ni una palabra. Por un instante, Yair canturreó o tarareó para sus adentros: «Ni de día ni de noche…».
       —Aunque te parezca que lo que digo es un capricho —dijo Lily—, no discutas conmigo por lo de la revisión. Tu madre murió únicamente por negligencia, tu padre se quedó solo de nuevo y tú te quedaste huérfano.
       —Está bien, está bien —dijo Yair—, no lo repitas más. —Luego, con gran esfuerzo, fue comprendiendo algo de lo dicho anteriormente. Entonces se pasó la punta de la lengua por el bigote, atrapó una brizna de tabaco y dijo—: ¿De nuevo? ¿Has dicho que mi padre se quedó solo de nuevo?
       La voz de Lily Danenberg sonó fría y didáctica, como una funcionaria tras las rejas de una ventanilla de información.
       —Sí —respondió—. La segunda esposa de tu padre falleció de cáncer cuando tú tenías seis años. La primera esposa de tu padre no falleció de cáncer, sino que lo abandonó. Se divorció. Pronto tú mismo serás un hombre casado, y ha llegado el momento de que tu padre deje de ocultarte hechos fundamentales como si aún fueses un niño pequeño.
       —No lo comprendo —dijo Yair ofendido—, no lo comprendo: ¿mi padre estuvo casado anteriormente?
       Lo dijo en un volumen impropio para las horas que eran y para el lugar en el que se encontraban. Lily procuró que las cosas recuperasen el tono de voz adecuado.
       —Tu padre estuvo casado durante cuatro meses —dijo— con la misma mujer que después se casó con Erich Danenberg.
       —Eso —dijo Yair— es imposible.
       Se detuvo. Sacó un cigarro y se lo puso entre los labios, pero olvidó encenderlo. Después, ignorando por un instante la presencia de su acompañante y sin acordarse de ofrecerle otro cigarro, se quedó mirando fijamente hacia la oscuridad, sumido en sus pensamientos.
       —¿Y qué? —dijo finalmente—. ¿Qué tiene eso que ver con nosotros?
       —Sé generoso —sonrió Lily— y ofréceme un cigarro. Me he dejado los míos en casa. Tienes razón. También a mí me cuesta imaginar que tal matrimonio fuese posible. Apenas puedo creer lo que te he contado. Pero debes saberlo, y debes aprender lo que haya que aprender de esta historia. Ahora, por favor, enciende los dos cigarros, el mío y el tuyo. O dame las cerillas y los enciendo yo. No te alteres. Pasó hace mucho tiempo. Y duró menos de cuatro absurdos meses. Fue un episodio. Ahora sigamos paseando un poco. Jerusalén está maravillosa a estas horas. Vamos.
       Yair empezó a caminar con ella hacia el norte, perdido en sus pensamientos. Y ella sintió una creciente alegría desbocada. Un coche pitó y ella ni se movió. Una de las aves nocturnas le habló y ella no respondió. Vio sus zapatos y los de él sobre la acera. También le quitó el mechero de entre los dedos distraídos y encendió los dos cigarros.
       —Y nunca me han contado nada —dijo Yair.
       —Bueno, ahora ya te lo han contado. Basta. Cálmate. No pienses cosas raras —dijo Lily con cariño, como mimándolo con esas palabras.
       —Pero es… es extraño. Y, en cierto modo, desagradable.
       Ella le tocó la nuca. Acarició las raíces de sus cabellos. Su mano estaba caliente y reconfortó al joven. Siguieron adelante, salieron de Rehavia y entraron por Nahlaot. Las calles serpenteantes fueron sustituidas por callejuelas angulosas. Y ante ellos estaba el olivo que abrazó y retorció el dintel de hierro.



6

      Elhanan Kleinberger y Yosef Yarden estaban inmersos en su partida de ajedrez. Encima de la mesa había una lámpara con forma de antigua farola bávara que daba una luz tenue. Sobre las tapas de los libros centelleaban títulos dorados que devolvían una luz más tenue aún que la que recibían de la lámpara. Las estanterías de libros del profesor Kleinberger cubrían por completo todas las paredes de la habitación, desde el suelo hasta el techo. Había un estante especial dedicado a los álbumes de sellos del egiptólogo. Una estantería entera estaba reservada a la literatura hebrea, el amor secreto de Elhanan Kleinberger. Y, en los escasos espacios que quedaban entre los volúmenes, había miniaturas africanas, jarrones, estatuillas primitivas de carácter erótico. Pero esas estatuillas servían también de floreros, y dentro había flores de papel coloreadas que jamás se marchitaban.
       —No, Yosef, eso no —dijo el profesor Kleinberger—, ahora la torre que te has comido te va a costar el caballo.
       —Un momento, Elhanan, déjame pensar con tranquilidad, aún tengo cierta ventaja en esta partida.
       —Una ventaja pasajera, amigo, una ventaja pasajera —respondió el profesor Kleinberger con júbilo—, pero piensa con tranquilidad. Piensa todo lo que quieras. Cuanto más pienses, mejor entenderás hasta qué punto tu ventaja es temporal. Temporal y aparente —dijo, apoyándose cómodamente en el respaldo del sillón.
       Yosef Yair pensó: Ahora tengo que concentrarme. Lo que me está diciendo sobre la debilidad de mi situación forma parte de una guerra de nervios. Tengo que concentrarme. El próximo movimiento decidirá el resultado final.
       —El próximo movimiento sentenciará la partida —dijo el profesor Kleinberger—, así que, si quieres, podemos hacer ahora una pausa de diez minutos y tomarnos juntos un té.
       —Es una propuesta maquiavélica, Elhanan, yo no dudo en llamar a las cosas por su nombre. Es una propuesta diabólica con la que solo pretendes distraerme y, de hecho, ya lo has conseguido. De todos modos, la respuesta es: no, gracias.
       —Yosef, ¿acaso no hemos hablado ya de que todas las cosas tienen más de un nombre? Hablamos de eso hace dos o tres horas. Y resulta que ya lo has olvidado por completo. Es una lástima.
       —Ya se me ha olvidado lo que iba a hacer. Me refiero a la torre. Has conseguido confundirme. Elhanan, por favor, déjame concentrarme. Vale: así. Sí. Yo estoy aquí y tú allí. ¿Qué dices ahora, querido profesor?
       —Por el momento no voy a decir ni una palabra. Como mucho diré que dejemos un rato la partida y escuchemos las noticias. Pero después de las noticias te diré jaque, Yosef, y a continuación te diré jaque mate.

       Cerca de la medianoche los dos hombres se despidieron. Yosef Yair asumió su derrota con dignidad y se consoló con una copa de coñac que le ofreció su anfitrión.
       —El fin de semana nos reuniremos en mi casa —dijo—. Y en mi territorio serás derrotado. Te doy mi palabra.
       —Y este —se rio el profesor Kleinberger—, este es el hombre que escribió el espléndido artículo «Contra una política de revanchismo» en la revista sociopolítica. Buenas noches, Yosef.
       Fuera era de noche y hacía viento. Un búho impertinente obligó a Yosef Yarden a acelerar el paso. He olvidado llamar por teléfono para preguntarle qué ha pasado. Pero será mejor esperar hasta mañana: ella llamará y se disculpará, pero yo no aceptaré sus disculpas. En cualquier caso, no de inmediato.



7

      Y la acacia resuelve enigmas / y predice el futuro. / A la acacia yo preguntaré: / ¿Con quién me casaré?
       La melodía machacona no consideraba las circunstancias y no dejaba en paz a Yair. Ya la había silbado, tarareado y canturreado, y la canción no se le iba de la cabeza. Lily interrogó a Yair sobre sus profesores, sobre sus estudios, sobre las jóvenes estudiantes, que estarían rabiosas pensando en su próxima boda.
       Yair pensó: Basta. A casa. Lo que me ha contado no tiene por qué ser cierto. Y aunque lo fuese, qué más da. ¿Qué pretende? ¿Qué le ocurre? Hay que acabar con esto y volver a casa ahora mismo. Y además tengo frío.
       —A lo mejor —dijo dubitativo— deberíamos pensar en volver a casa. Ya es tarde y el aire es húmedo. Y también frío. No me gustaría ser también el culpable de que cojas un resfriado.
       La agarró por el brazo, por encima del codo, y empezó a tirar de ella con delicadeza hacia una esquina iluminada por una farola.
       —Mi adorable niño —dijo—, ¿sabes cuánta paciencia necesitan un hombre y una mujer para que su matrimonio no acabe en tragedia al cabo de unos meses?
       —Pero yo creo que… Podíamos hablar de eso de camino a casa. O en otra ocasión.
       —Durante los primeros meses hay sexo y no se necesita nada más. Sexo por la mañana, al mediodía y por la noche, antes y después de comer, en vez de comer. Pero al cabo de unos meses, de pronto, empieza a haber muchísimo tiempo vacío, y el tiempo vacío hace pensar en un sinfín de cosas. Entonces empiezan a aparecer manías exasperantes, por ambas partes. Y ese es el momento en que se necesita sutileza.
       —Todo irá bien. No te preocupes. Dina y yo…
       —¿Pero quién está hablando ahora de Dina y de ti? Estoy hablando en general. Pero también puedo decirte algo sobre este caso en particular. Rodéame los hombros con el brazo. Tengo frío. Sí. No seas tímido. Sé un buen chico. Así. Te diré algo sobre Dina y también algo sobre ti.
       —Pero si ya lo sé.
       —No, hijo, no lo sabes todo. Creo que tienes que saber, por ejemplo, que a Dina le gusta tu aspecto externo, pero no te quiere. No piensa en ti. Aún es una niña. Y tú también. Creo que nunca has estado deprimido. No me contestes ahora. No, yo no he dicho que seas un chico bruto. Al contrario. Lo que quería decir es que eres fuerte. Eres sencillo y fuerte, como deben ser nuestros jóvenes. Dame la mano. Sí. No hagas tantas preguntas. Te he pedido la mano. Sí. Así. Ahora aprieta, por favor. Porque yo te lo pido. ¿No es razón suficiente? Aprieta. Así no. Con fuerza. Más fuerte. Más. No tengas miedo. No tengas miedo de mí. Así. Ahora sí. Eres muy fuerte. ¿Te has dado cuenta de que tus manos están frías y la mía está caliente? Enseguida entenderás por qué. Pero deja ya de rogarme y suplicarme que volvamos a casa, a casa, porque si no voy a empezar a pensar que me he equivocado al salir a pasear por la noche con un niño mimado que no quiere nada, solo irse a casa y dormir. Mira, niño: la luna está despuntando entre las nubes, ¿lo ves? Sí. Quédate un momento completamente callado. No digas nada. Shhh.
       Débil y lejano se oye el llanto de los chacales. Las palabras se asustan. Algo que no son palabras intenta ahora mostrarse, pero no tiene modo de hacerlo. Un viento fuerte, punzante, procedente del páramo que limita con los suburbios de la ciudad, tortura las callejuelas adoquinadas. Las ventanas y contraventanas están cerradas. Las bocas de las alcantarillas, enrejadas. Por las bóvedas de piedra de Jerusalén revolotean gatos nocturnos. Una larga caravana de cubos de basura se congela al borde de las aceras. Lily Danenberg llama a las cosas que le había dicho a Yair «palabras didácticas». Intenta mantener el ritmo de los acontecimientos, para no perderlo todo. Pero la sangre le golpea las sienes y un escalofrío interior la obliga a seguir y seguir sin parar. Ahí, en Nahlaot, no hay ninguna acacia que resuelva enigmas. Salen de las callejuelas por el mercado Mahané Yehuda hacia la calle Yafo. Lily conduce al joven hacia un restaurante barato que atiende a los taxistas por la noche.
       Debajo de la bombilla revolotean las mariposas nocturnas para expresar su amor por la luz amarilla. La señora Danenberg pide café solo, sin azúcar y sin sacarina. Yair pide un bocadillo de queso. Tras dudarlo un poco, pide también una copita de coñac. Ella posa la mano sobre la mano bronceada y ancha de Yair y cuenta sus dedos. Con cierto vértigo, él le responde con una sonrisa. Ella le coge la mano y acerca las yemas de los dedos a sus labios.



8

      Y allí, en el restaurante de los taxistas del barrio de Mahané Yehuda, había un taxista gigantesco llamado Abbu. Se pasaba todo el día durmiendo. Cerca de la medianoche, como los osos, se despertaba y se convertía en el rey de la calle Yafo. Todos los taxistas estaban subordinados a él por voluntad propia, porque era un hombre fuerte y bueno, pero también un hombre duro. Estaba sentado en una de las mesas en compañía de tres o cuatro jóvenes de su cuadrilla, enseñándoles cómo había que persuadir a los dados para que cayesen correctamente y así ganar la partida de backgammon.
       —Mirad, la reina de Saba y el rey Salomón —dijo Abbu a sus chicos cuando Yair y Lily entraron en el restaurante.
       Yair no dijo nada y Lily sonrió.
       —No pasa nada. Lo importante es la salud —añadió—. Señora, ¿cómo deja que el niño beba coñac?
       Los jóvenes taxistas giraron la cabeza. También el dueño, un hombre tuberculoso y melancólico, se giró para observar la escena que estaba a punto de ocurrir.
       —Y tú, niño, te juro que no te entiendo, ¿es que hoy es el día de las abuelas? ¿Qué?, ¿dando un capricho a tu abuelita? ¿Cómo vas por ahí de noche con un modelo tan antiguo?
       Yair se levantó, tenía las orejas rojas, estaba dispuesto a luchar por su honor. Pero, con un gesto de la mano, ella le hizo volver.
       —Hay modelos por los que una persona con buen gusto y experiencia vendería su alma —dijo Lily con voz cálida y alegre—, y, además del alma, vendería también esos juguetes modernos de ahora, que están hechos de latón y cristal.
       —Bravo —se rio Abbu—, entonces ¿por qué no viene aquí a que le ponga una buena mano en el volante, una mano con talento en los dedos y experiencia en las uñas?, ¿eh? ¿Por qué va por ahí con pipiolos como ese?
       Yair saltó del asiento con el bigote erizado. Pero también en esa ocasión se le adelantó la voz de Lily e impidió que se enzarzasen en una pelea. Una nueva luz resplandecía en sus ojos.
       —Pero Yair, ¿qué pasa contigo? Este señor no pretende ofenderme, sino complacerme. Él y yo pensamos exactamente lo mismo. Así que no te enfades, siéntate y aprende cómo hay que complacerme. Ahora estoy contenta.
       La divorciada estaba tan encantada que acercó hacia ella la barbilla de Yair y le besó en el hoyuelo del mentón.
       —Dios mío, señora —dijo Abbu, despacio, como a punto de desmayarse ante tanta dulzura—, ¿dónde ha estado todo este tiempo? ¿Y dónde he estado yo?
       —Hoy es el día de los nietos —dijo Lily—, pero puede que mañana o pasado la abuela tenga que coger un taxi especial, y puede que, casualmente, el abuelo esté por la zona, o que descubra dónde se encuentra la reina de Saba y le lleve monos y también loros, tal y como debe ser. Vamos, Yair, nos marchamos. Adiós, señor. Ha sido un placer.
       Cuando, al salir, los dos pasaron junto a la mesa de los taxistas, Abbu la miró con veneración.
       —Vete, chico —murmuró—, vete a casa a dormir, por Dios que no eres digno de tocarle ni la uña del meñique.
       Lily sonrió.
       —Son todos unos navajeros —dijo Yair muy enfadado—. Y unos primitivos.



9

      Sus pequeñas uñas se clavaron en la carne del brazo de Yair.
       —Ahora también yo tengo frío —dijo—, y quiero que me agarres. Si es que ya sabes cómo hay que hacerlo.
       Yair la rodeó por los hombros, estaba furioso y ofendido, y esos sentimientos impregnaron sus movimientos de una violencia contenida.
       —Sí. Así —dijo Lily.
       —Pero… de todos modos propongo que ahora demos media vuelta y nos vayamos a casa. Ya es tarde —dijo, tirándose sin darse cuenta del lóbulo de la oreja con el índice y el pulgar: ¿qué quiere de mí? ¿Qué le ocurre?
       —Ya es tarde para ir a casa —murmuró Lily—, y la casa está vacía. ¿Qué hay en casa? No hay nada. Sillones. Sillones repugnantes. De Erich Danenberg. Del profesor Kleinberger. De tu padre. De todos los hombres desdichados. No tenemos nada allí, en casa. Y aquí fuera podemos encontrarnos de todo y sentirlo todo. Búhos que hechizan a la luna. ¿No irás a abandonarme ahora, por la noche? ¿No irás a dejarme sola en la calle con los taxistas y los maleantes y con todos los búhos? Te quedarás para protegerme. No, no estoy confusa. Estoy lúcida y casi congelada de frío, no me abandones ni digas una palabra, el hebreo es un idioma tan patético, todo Biblia con comentarios, no me digas ni una palabra más en hebreo, ni una palabra más en general. Solo agárrame. Hacia ti. Cerca. Así. No educadamente, por favor, no cortésmente, por favor, agárrame como si intentase librarme de ti con uñas y dientes y tú no me dejases escapar. Calla. Y que se calle también ese maldito eule, porque ya no oigo nada ni veo nada porque me has tapado la cabeza y los oídos y la boca y me has atado las manos detrás de la espalda porque eres mucho más fuerte que yo porque yo soy una mujer y tú un hombre.



10

      Entre tanto, atravesando el barrio de Mekor Baruch, llegaron más allá de los muros del cuartel militar Schneller, hasta el último camino de tierra y hasta el zoológico situado al norte de Jerusalén, en la línea fronteriza entre la ciudad y el territorio enemigo. Ahí se detuvieron.
       El programa del tesoro terminó sin resultado. Nadie descifró correctamente el enigma de la vieja acacia. Y el tesoro no fue encontrado. Uri estaba dormido, acurrucado en un sillón del salón, cuando Yosef Yair regresó de casa del profesor Kleinberger. La casa estaba revuelta. En medio de la mesa había un volumen abierto de la poesía de Bialik. Todas las luces estaban encendidas. Yair no se encontraba en casa. Yosef Yarden despertó a su hijo pequeño y lo mandó a la cama con una reprimenda. Seguro que Yair habrá ido a la estación de autobuses a recoger a su prometida. Mañana dejaré que Lily se disculpe por su ausencia de esta tarde. Tendrá que emplearse a fondo para que yo acepte sus disculpas y la perdone. Lo peor de todo sin duda ha sido la discusión con Kleinberger. Evidentemente he sido yo quien ha dicho la última palabra, pero a pesar de todo he perdido, exactamente igual que en la partida de ajedrez, debo llamar a las cosas por su nombre. Yo no creo que nuestro pobre partido consiga salir de la decadencia y la apatía. La falta de entereza y la falta de voluntad lo han devorado todo. En cualquier caso, todo está perdido. Ahora hay que dormir, para no estar mañana como un sonámbulo igual que toda esa gente. Pero, si consigo dormirme ahora, cuando llegue Yair haciendo ruido me despertará. Después será imposible conciliar el sueño hasta el amanecer, y volveré a tener una de esas noches terribles. ¿Quién ha gritado? No han gritado. Habrá sido un pájaro.
      

También el profesor Elhanan Kleinberger apagó la luz de su habitación. Se detuvo en un extremo de la estancia, de cara a la pared oscura y de espaldas a la puerta. En la radio sonaba música tardía. Los labios del erudito se movían en silencio. Estaba probando en voz baja palabras precisas para un poema lírico. Sin que nadie lo supiese, escribía poemas. Y en alemán. Él, el apasionado amante de la literatura hebrea y el defensor del honor de la lengua, murmuraba sus poemas en alemán. Tal vez por esa razón solía ocultar el hecho incluso a su amigo más íntimo. El erudito sentía que estaba cometiendo un pecado y que incluso era culpable de hipocresía.
       Sus labios intentaban acercar las cosas a las palabras. Una luz perdida vagaba entre las estanterías oscuras. Por un instante, esa luz dio en los cristales de las gafas y produjo un destello de locura o de total desesperación. Fuera, un pájaro chilló con malicioso regodeo. Lentamente, con terribles dolores, las cosas empezaron a purificarse. Pero aún eran cosas que no conllevaban palabras. Los débiles hombros empezaron a temblar de deseo ahogado. Las palabras precisas no llegaban, solo pasaban y escapaban como velos diáfanos, como aromas, como añoranzas que no pueden agarrarse con los dedos. Sintió que no tenía esperanza.
       Después volvió a encender la luz. De pronto odió con toda su alma los adornos africanos y los jarrones eróticos. Y las palabras.
       Alargó la mano y sacó perezosamente un libro de una de las estanterías. Un título alemán en oro sobre cuero: Demonios y espíritus en el antiguo rito caldeo. Putas palabras, siempre traicionan y escapan hacia la oscuridad cuando tu alma las anhela.


11

      El último monte, ese en el que pusieron el Zoológico Bíblico y cuya ladera norte limita con la línea que separa Jerusalén de los pueblos enemigos. Menos de cuatro meses estuvo casada Lily con Yosef Yarden cuando él era un muchacho agradable, lleno de sueños y de ideales. Eso fue hace décadas, y aún no hay descanso. La inercia del hombre es guardar rencor y la inercia de la luna es flotar en el cielo nocturno con lenta y fría malicia.
       En el zoológico, un silencio inquieto.
       Todos los depredadores duermen, pero su sueño no es profundo. Nunca se aíslan del todo de los olores y los sonidos que porta el viento. La noche penetra sin cesar en su sueño y a veces arranca de sus pulmones un leve rugido. Un viento gélido les pone el pelo de punta. Un tenso estremecimiento, un momentáneo temblor producto del pánico o las pesadillas. Un hocico húmedo, sospechoso, toca el aire de la noche y absorbe olores extraños. Hay gotas de rocío sobre la tierra. El susurro de los pinos lanza ráfagas de pena oculta. Las agujas de los pinos palpan la oscuridad para tragar rocío negro.
       En la jaula de los zorros se oye un ruido. Un zorro persigue a una zorra, se necesitan en la oscuridad. La hembra muerde a su pareja, pero la ferocidad del macho se redobla. En pleno furor oyen gritos de pájaros y el violento bufido de un gato callejero.
       Una neblina azulada sube desde los valles. Al otro lado de la frontera centellean luces extrañas. La luna lo ilumina todo y se concentra como hechizada en la blancura de las rocas: bultos de brillante veneno irradiando una enfermiza luz fantasmal.
       Chacales sonámbulos deambulan por los valles. Desde las profundidades de la niebla llaman a sus hermanos atrapados entre barrotes. Estas son las tierras del terror y más allá tal vez se extiendan esos campos de frutales que ningún ojo ha visto y por los que el corazón palpita como implorando: a casa.
       Desde el miedo aterrador, alza la vista. Mira las copas de los pinos. Un halo de luz violeta, de luz pálida, rodea las copas como apiadándose de ellas. Solo las rocas están mortalmente secas. Hazles una señal.




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