Carson McCullers
(Columbus, Georgia, 1917 - Nyack, Nueva York, 1967)


Reflejos en un ojo dorado
(“Reflections in a Golden Eye”)
Originalmente publicado en Harper's Bazaar (octubre y noviembre 1940)
Reflections in a Golden Eye (1941)


A Annemarie Clarac-Schwarzenbach

primera parte

      Un puesto militar en tiempo de paz es un lugar monótono. Pueden ocurrir algunas cosas, pero se repiten una y otra vez. El mismo plano de un campamento contribuye a dar una impresión de monotonía. Cuarteles enormes de cemento, filas de casitas de los oficiales, cuidadas e idénticas, el gimnasio, la capilla, el campo de golf, las piscinas… todo está proyectado ciñéndose a un patrón más bien rígido. Pero quizá sean las causas principales del tedio de un puesto militar el aislamiento y un exceso de ocio y seguridad; ya que si un hombre entra en el ejército sólo se espera de él que siga los talones que le preceden.
      Y a veces pasan también en una guarnición ciertas cosas que no deben volver a ocurrir. Hay en el Sur un fuerte donde, hace pocos años, se cometió un asesinato. Los participantes en esta tragedia fueron: dos oficiales, un soldado, dos mujeres, un filipino y un caballo.
      El soldado de este lance se llama Ellgee Williams. Se le veía a menudo al caer la tarde, sentado, solo, en uno de los bancos que bordeaban el paseo con los cuarteles. Era un lugar agradable, con dos largas hileras de arces jóvenes que cubrían el césped y el paseo de sombras frescas, delicadas, movidas por el viento.
      En primavera, las hojas de los árboles eran de un verde luminoso que, al llegar los meses de calor, tomaban un matiz más oscuro, sosegado. Al final del otoño eran de un oro encendido. Allí solía sentarse el soldado Williams esperando la llamada al rancho de la tarde. Era un soldado joven y silencioso, y en el cuartel no tenía amigos ni enemigos. A su cara redonda y curtida por el sol asomaba cierto aire de vigilante inocencia. Sus labios eran llenos y rojos, y los mechones de su pelo caían castaños y lacios sobre su frente. En sus ojos, que tenían una singular mezcla de tonos castaños y ambarinos, había una expresión muda que suele encontrarse en los ojos de los animales.
      A primera vista, el soldado Williams parecía un tanto macizo y torpe; pero esta impresión era falsa: se movía con el silencio y la agilidad de una criatura salvaje o de un ladrón. Muchas veces, un soldado que creía estar solo se sobresaltaba al verle aparecer a su lado como si surgiera de la nada. Tenía manos pequeñas, de huesos delicados y muy fuertes.
      El soldado Williams no fumaba, ni bebía, ni iba con mujeres, ni jugaba. En el cuartel acostumbraba estar solo, y los demás hombres le consideraban como algo misterioso. El soldado Williams pasaba la mayor parte de su tiempo libre en el bosque que rodeaba el campamento. La zona acotada, de unos cuarenta kilómetros cuadrados, era un terreno agreste, sin roturar. Había allí gigantescos pinos silvestres, muchas variedades de flores y hasta animales esquivos como ciervos, jabalíes y zorros. El soldado Williams no practicaba ninguno de los deportes que se ofrecían a la tropa, fuera de la equitación. Nadie le había visto nunca en el gimnasio ni en la piscina; tampoco le habían visto reír o enfadarse o sufrir de un modo o de otro. Hacía tres comidas sanas y abundantes al día y nunca se quejaba del rancho, como los otros soldados. Dormía en una sala donde había dos largas filas con unas tres docenas de catres. No era un dormitorio silencioso: por las noches, al apagarse las luces, se oían ronquidos, blasfemias y los gritos ahogados de las pesadillas. Pero el soldado Williams descansaba tranquilamente; tan sólo llegaba a veces de su catre el crujido furtivo de papeles de caramelos.
      Cuando el soldado Williams llevaba dos años en el ejército fue enviado un día al alojamiento de cierto capitán Penderton. La cosa ocurrió así: durante los últimos seis meses el soldado Williams había estado destinado a las cuadras porque tenía muy buena mano para los caballos. El capitán Penderton telefoneó un día al brigada y por casualidad, ya que muchos caballos habían salido de maniobras y había poco trabajo en las cuadras, escogieron al soldado Williams para aquella faena. Era un trabajo sencillo: el capitán Penderton quería que talasen una parte pequeña del bosque detrás de su casa para dar fiestas al aire libre una vez se instalase una parrilla. Esta tarea vendría a ocupar toda la jornada.
      El soldado Williams se puso al trabajo hacia las siete y media de la mañana. Era un día suave y soleado de octubre. El soldado sabía ya dónde vivía el capitán, porque había pasado muchas veces delante de su casa cuando iba a pasear al bosque. También conocía de vista al capitán; en realidad, una vez le había ofendido involuntariamente: hacía año y medio que el soldado Williams había servido unas semanas como ordenanza del teniente que estaba al mando de su compañía. Una tarde el teniente recibió la visita del capitán Penderton, y mientras les servía a la mesa, el soldado Williams había dejado caer una taza de café sobre el pantalón del capitán. Y además, ahora le veía con frecuencia en las cuadras, y tenía a su cargo el caballo de la mujer del capitán, un caballo entero, alazán, que era, con mucho, el caballo más hermoso del puesto.
      El capitán vivía en el extremo del campamento. Su casa, un edificio revocado de dos pisos y ocho habitaciones, era idéntica a las otras casas de la calle, y sólo se distinguía por ser la última de la fila. Por dos de los lados, el jardín se unía al bosque del puesto. A la derecha, el capitán tenía como único vecino al comandante Morris Langdon. Las casas de esta calle daban sobre una pradera amplia y llana, que hasta hacía poco tiempo había servido de campo de polo.
      Cuando llegó el soldado Williams, el capitán salió para explicarle con detalle lo que quería que hiciera. Había que limpiar el terreno de carrascas y zarzas, y cortar de los árboles grandes las ramas que estuvieran a menos de un metro ochenta de altura. El capitán señaló, como límite del terreno que había que despejar, un roble grande y viejo que estaba a unos veinte metros de la casa. El capitán llevaba una sortija de oro en una de sus manos blancas y fofas. Aquella mañana iba vestido con pantalón corto de color caqui, que le llegaba a las rodillas, calcetines altos de lana y chaqueta de ante. Su cara era afilada y tensa. Tenía el pelo negro y los ojos de un azul vidrioso. El capitán no mostró reconocer al soldado Williams y le dio las órdenes de un modo nervioso, puntilloso. Dijo al soldado Williams que quería que el trabajo estuviera terminado aquel día y que volvería a última hora de la tarde.
      El soldado trabajó sin parar toda la mañana. A mediodía fue al comedor para el rancho y hacia las cuatro había terminado su faena. Incluso había hecho más de lo que el capitán ordenara. El roble grande que marcaba el límite tenía una forma poco corriente: las ramas del lado de la pradera eran bastante altas como para dejar paso, mientras que las del lado opuesto caían suavemente hasta el suelo. El soldado, con gran trabajo, había cortado aquellas ramas colgantes. Entonces, cuando terminó del todo, se apoyó en el tronco de un pino, esperando. Parecía estar en paz consigo mismo y muy satisfecho de poder esperar allí eternamente.
      —Eh, ¿qué haces aquí? —le preguntó una voz de pronto.
      El soldado había visto a la mujer del capitán salir de la puerta posterior de la casa y caminar hacia él atravesando la pradera. La vio, pero la mujer no había penetrado en la oscura esfera de su conciencia hasta que le habló.
      —Acabo de bajar a las cuadras —dijo la señora Penderton—. Han coceado a mi Firebird.
      —Sí, señora —respondió el soldado vagamente. Esperó un momento para digerir el sentido de sus palabras—. ¿Cómo ha sido? —preguntó luego.
      —Yo qué sé. Puede que haya sido una condenada mula o que lo hayan dejado entrar con las yeguas. Me sacó de quicio y pregunté por ti.
      La mujer del capitán se echó en una hamaca que estaba colgada entre dos árboles al borde del prado. Incluso con la ropa que llevaba en aquel momento (botas, pantalones de montar sucios y muy gastados en las rodillas y un jersey gris) era una mujer hermosa. Su rostro tenía la incierta placidez de un rostro de Madonna, y llevaba el pelo castaño y liso recogido en un moño sobre la nuca. Mientras estaba allí descansando salió la criada, una negra joven, llevando una bandeja con una botella de whisky, un vaso grande y agua. La señora Penderton no hacía remilgos al alcohol; se bebió dos vasos de whisky seguidos y luego un trago de agua fría. No volvió a hablar al soldado y él no le hizo más preguntas a propósito del caballo, ni pareció darse cuenta de la presencia de la mujer; estaba otra vez apoyado en su pino, mirando fijamente al espacio.
      El último sol del otoño cubría con una neblina luminosa la hierba húmeda del prado y en el bosque se abría paso por los lugares donde la hojarasca ya no era tan densa y dibujaba violentas manchas de oro en el suelo.
      Luego, de pronto, el sol se puso. El aire se estremeció, y empezó a soplar una brisa ligera y pura. Era la hora de la retreta. Llegó desde lejos el sonido de la corneta, aclarado por la distancia, y resonó en el bosque con un tono hueco, perdido. Pronto sería de noche.
      En aquel momento volvió el capitán Penderton. Detuvo su coche delante de la casa, y cruzó inmediatamente la pradera para ver cómo había sido hecho el trabajo. Dio las buenas tardes a su mujer y devolvió rápidamente el saludo del soldado, que ahora se erguía ante él sin demasiada atención. El capitán miró el terreno talado. De pronto chasqueó los dedos y sus labios se apretaron en una mueca de desprecio. Volvió hacia el soldado sus claros ojos azules, y dijo con mucha calma:
      —Soldado, lo importante era precisamente el roble grande.
      El soldado escuchó este comentario en silencio. No se alteró la expresión de su cara redonda y seria.
      —Las instrucciones eran limpiar el terreno sólo hasta el roble —siguió diciendo el oficial, con voz más alta. Se dirigió envaradamente al árbol en cuestión y señaló las ramas cortadas—. La gracia estaba precisamente en estas ramas, que caían formando un fondo que aislaba el resto del bosque. Ahora está todo echado a perder. —La agitación del capitán parecía excesiva con relación al desaguisado. Allí de pie, solo en el bosque, resultaba un hombre pequeño.
      —¿Qué quiere que haga, mi capitán? —preguntó el soldado tras una larga pausa.
      La señora Penderton se echó a reír de pronto y bajó un pie para mecer la hamaca.
      —Tu capitán quiere que recojas las ramas y las vuelvas a coser al árbol. Su marido no estaba dispuesto a bromear.
      —Venga aquí —ordenó al soldado—. Traiga hojas y extiéndalas por el suelo para cubrir las calvas de las matas arrancadas. Luego puede marcharse. —Dio una propina al soldado y entró en la casa.
      El soldado Williams volvió lentamente al bosque en penumbra para coger hojas secas. La mujer del capitán se mecía y parecía a punto de dormirse. El cielo se llenó de luz pálida, de un amarillo frío.

       El capitán Penderton no se sentía a gusto aquella tarde. Al entrar en la casa fue directamente a su despacho; era éste un cuarto pequeño, destinado en un principio a solana, y que daba al comedor. El capitán se instaló en su mesa de trabajo y abrió un cuaderno grande; extendió un mapa ante sí y sacó de un cajón su regla de cálculo. A pesar de estos preparativos, no consiguió concentrarse en el trabajo. Se inclinó sobre la mesa con la cabeza entre las manos y los ojos cerrados.
      Su inquietud se debía en parte a su disgusto con el soldado Williams.Se había irritado cuando vio que le enviaban precisamente a ese soldado. Tal vez no había más de doce reclutas en el puesto cuyas caras fueran familiares al capitán, que miraba a todos los soldados con un aburrido menosprecio. Para él, los oficiales y los soldados podían tener el mismo origen biológico, pero eran de especies muy diferentes. El capitán se acordaba muy bien del incidente del café derramado, que le había costado un traje nuevo y caro; era una pesada seda china y la mancha no se había quitado nunca del todo. (El capitán iba siempre de uniforme cuando estaba fuera del puesto, pero en las reuniones sociales con otros oficiales vestía de paisano con afectado descuido y en realidad era un dandy.)
      Aparte de aquella ofensa, el soldado Williams se asociaba en la mente del capitán con las cuadras y con el caballo de su mujer, Firebird, asociación molesta. Y ahora la pifia del roble venía a colmar la medida. Sentado a su mesa de trabajo, el capitán se permitió un breve y vengativo ensueño: imaginaba una fantástica situación en la que sorprendía al soldado faltando a alguna ordenanza, y él era el instrumento para someterle a un Consejo de Guerra. Esto le consoló un poco. Se sirvió una taza de té del termo que había en su mesa y se absorbió en otras preocupaciones.
      El desasosiego del capitán tenía aquella tarde muchas causas. En algunos puntos, su personalidad no era una personalidad corriente. Estaba en una posición algo especial frente a los tres fundamentos de la existencia: la vida misma, el sexo y la muerte. Sexualmente, el capitán se hallaba en un punto de delicado equilibrio entre los elementos masculinos y femeninos, con las susceptibilidades de los dos sexos y ninguna de sus fuerzas activas. Para una persona que no le pide mucho a la vida, y que es capaz de concentrar sus pasiones dispersas y de entregarse a alguna obra impersonal, un arte o incluso alguna idea fija y limitada, como intentar la cuadratura del círculo, para una persona así, ese modo de ser es bastante soportable. El capitán tenía su trabajo y no le escatimaba esfuerzo; decían que se abría ante él una brillante carrera militar. Es posible que no hubiera sentido aquel fallo esencial, o aquella superfluidad, a no ser por su mujer. Pero con ella sufría. Tenía una triste tendencia a quedar fascinado por los amantes de su mujer.
      En cuanto a los otros dos fundamentos de la existencia, su posición era bastante sencilla. En su oscilación entre los dos grandes instintos, entre la vida y la muerte, su balanza se inclinaba notablemente hacia un lado: hacia la muerte. Por eso el capitán era un cobarde.
      El capitán Penderton era también algo así como un sabio. Durante sus jóvenes años de teniente, había tenido mucho tiempo para leer, ya que sus compañeros del pabellón de solteros procuraban evitar su cuarto o visitarle en parejas o en grupos. Tenía la cabeza llena de estadísticas y de datos de una exactitud pedante. Por ejemplo, podía describir con todo detalle el curioso aparato digestivo de un cangrejo o la biografía de un trilobites. Hablaba y escribía con soltura tres idiomas, sabía algo de astronomía y había leído mucha poesía. Pero a pesar de sus muchos conocimientos sueltos, el capitán no había tenido en su vida una auténtica idea en la cabeza, por cuanto la formación de una idea requiere la fusión de dos o más datos conocidos, y los ánimos del capitán no llegaban a tanto.
      Aquel atardecer, mientras estaba sentado solo en su despacho sin poder trabajar, no se puso a analizar sus sentimientos. Pensó de nuevo en el rostro del soldado Williams. Entonces recordó que sus vecinos los Langdon cenaban con ellos aquella noche. El comandante Morris Langdon era el amante de su mujer, pero el capitán no se paró a meditar sobre ello. En cambio, de pronto recordó una noche ya lejana, poco después de su boda. Aquella noche había sentido esta misma amarga inquietud y había podido desahogarse de una manera furiosa: fue con su coche a una ciudad cercana al puesto en el que estaba destinado entonces, estacionó su vehículo y caminó mucho tiempo por las calles. Era una noche del final de invierno. Durante aquel paseo sin rumbo, el capitán vio un gatito acurrucado en un portal; el animalito se había refugiado allí buscando calor y cuando el capitán se inclinó sobre él oyó que estaba ronroneando. Cogió al gatito y lo sintió vibrar en su mano. Estuvo un buen rato contemplando aquella carita suave y graciosa, y acariciando la tibia piel del animal, que apenas había alcanzado la edad de poder abrir del todo sus claros ojos verdes. Por fin el capitán se llevó el gatito consigo, calle abajo. En la esquina había un buzón de correos, y, después de mirar rápidamente a su alrededor, el capitán abrió la fría ranura de las cartas y estrujó el gatito hasta hacerlo caer dentro del buzón. Después siguió su camino.
      El capitán oyó un portazo en la entrada posterior y salió del despacho. En la cocina, su mujer estaba sentada sobre una mesa, mientras Susie, la criada negra, le quitaba las botas. La señora Penderton no era una sureña pura; había nacido y crecido en el ejército, y su padre, que un año antes de su retiro había alcanzado el grado de general de brigada, procedía de la costa del Oeste. Pero su madre había sido de Carolina del Sur, y la mujer del capitán era bastante meridional en sus costumbres. El fogón de su casa no tenía una costra de generaciones de porquería, como había tenido el de su abuela, pero tampoco se podía decir que estuviera limpio. La señora Penderton se aferraba también a muchas otras ideas del Sur, como creer que los pastelillos o el pan no se pueden comer si no se han amasado sobre una mesa de mármol. Por esta razón, una vez que destinaron al capitán al cuartel de Schofield, había cargado con la mesa en la que se sentaba ahora todo el camino hasta Hawai, y viceversa. Si la mujer del capitán se encontraba por casualidad un pelo negro y crespo en el plato, lo quitaba con su servilleta y seguía disfrutando de la comida sin pestañear.
      —Susie —decía la señora Penderton en aquel momento—, ¿la gente tiene mollejas como los pollos?
      El capitán estaba de pie en el umbral y ni su mujer ni la criada se dieron cuenta de su presencia. Cuando se libró de las botas, la señora Penderton correteó descalza por la cocina. Sacó del horno un jamón y lo cubrió con azúcar moreno y migas. Se sirvió otro whisky, esta vez sólo medio vaso, y en un repentino exceso de vigor inició un bailoteo desenfadado. Al capitán le irritaba su mujer enormemente, y ella lo sabía.
      —Por el amor de Dios, Leonora, sube y cálzate.
      Por toda respuesta, la señora Penderton tarareó una cancioncilla atrevida y pasó al cuarto de estar. Su marido la siguió.
      —Pareces una sucia, andando así por la casa.
      En la chimenea había unos troncos y la señora Penderton se inclinó a encenderlos. Su rostro dulce y suave estaba arrebolado y le caían gotitas de sudor por el labio de arriba.
      —Los Langdon llegarán de un momento a otro. ¿Es que vas a sentarte a cenar así?
      —Claro —dijo ella—. ¿Y por qué no, viejo cocinero?
      El capitán dijo en un tono frío, tenso:
      —Me das asco.
      La respuesta de la señora Penderton fue una carcajada a la vez suave y salvaje, como si le acabaran de contar un chiste escandaloso, largo tiempo esperado, o como si se le hubiera ocurrido alguna broma secreta. Se quitó el jersey, hizo una bola con él y lo arrojó a un rincón. Luego, con toda intención, fue desabrochándose el pantalón de montar y se lo quitó. En un momento se quedó desnuda junto a la chimenea. Su cuerpo resultaba magnífico frente al fulgor dorado y naranja del fuego. Sus hombros eran tan rectos, que las clavículas formaban una línea preciosa y pura. Entre sus pechos redondos había venas azules y delicadas. Pronto alcanzaría su cuerpo la plenitud de una rosa de sueltos pétalos, pero ahora la suave redondez estaba sujeta y disciplinada por el deporte. Aunque permanecía allí de pie muy quieta y plácidamente, había en todo su cuerpo una vibración sutil, como si al tocar su carne rubia se pudiera llegar a sentir el lento y vivo fluir de su sangre lozana.
      Mientras el capitán la miraba con la atónita indignación de un hombre abofeteado, ella atravesó serenamente el vestíbulo dirigiéndose a la escalera. La puerta principal estaba abierta y de la oscuridad exterior sopló una ráfaga de viento que movió un mechón suelto de su pelo bronceado.
      Estaba a mitad de la escalera cuando el capitán se recobró de la impresión. Entonces corrió temblando detrás de ella.
      —¡Te mataré! —dijo con voz ahogada—. ¡Te mataré, te mataré! Se agazapó con la mano en la barandilla y un pie en el segundo escalón, como si estuviera a punto de saltar sobre ella.
      La mujer se volvía despacio y le miró con indiferencia desde lo alto durante un momento. Luego dijo:
      —Escucha, ¿a ti no te ha acogotado nunca una mujer desnuda, ni te ha sacado a la calle a trompazos, ni te ha doblado a palos?
      El capitán no se movió hasta que ella desapareció arriba. Después escondió la cabeza en el brazo y se apoyó con todo su cuerpo contra la barandilla. De su garganta salió un sonido ronco como un sollozo, pero en su cara no había lágrimas. Al cabo de un tiempo se irguió y se secó el cuello con el pañuelo.
      Sólo entonces se dio cuenta de que la puerta principal estaba abierta, todas las luces de la casa encendidas y las persianas levantadas. Sintió como si fuera a darle un mareo. Podía haber pasado cualquiera por la calle oscura. Pensó en el soldado que había dejado hacía poco tiempo en la linde del bosque; hasta el soldado podía haber visto lo ocurrido. El capitán miró a su alrededor con ojos espantados. Luego entró en su despacho, donde guardaba una botella de coñac viejo y fuerte.

      Leonora Penderton no temía a los hombres, ni a los animales, ni al diablo. A Dios no le había conocido nunca. Si oía el nombre del Señor, se acordaba de su padre, que algunas tardes de domingo leía la Biblia. Dos cosas de aquel libro recordaba con claridad: una, que Jesús había sido crucificado en un sitio llamado Monte Calvario; la otra, que en alguna ocasión había tenido la ocurrencia de montar en una burra.
      Al cabo de cinco minutos, Leonora Penderton había olvidado la escena con su marido. Soltó el agua del baño y sacó la ropa para la cena. Leonora Penderton era el blanco de las murmuraciones de las damas del puesto. Según ellas, todo el pasado y el presente de la mujer del capitán consistía en una variada colección de aventuras amorosas. Pero la mayor parte de las cosas que contaban aquellas damas era pura conjetura y habladuría, ya que Leonora Penderton era enemiga de complicaciones y de cambios. Cuando se casó con el capitán era virgen. Cuatro noches después de su boda seguía siendo virgen, y a la quinta noche su estado cambió apenas lo suficiente para dejarla intrigada. El resto sería dificil de contar.
      Ella habría llevado probablemente la cuenta de sus asuntos amorosos según un sistema propio, concediendo sólo medio punto al viejo coronel de Leavenworth, y adjudicando varios tantos al tenientillo de Hawai. Pero desde hacía dos años no contaba más que el comandante Morris Langdon. Con él estaba satisfecha.
      Leonora Penderton tenía en el campamento fama de buena ama de casa, de excelente deportista y hasta de gran señora. Había sin embargo algo en ella que desorientaba a sus amigos y conocidos: percibían en su personalidad un elemento que no acertaban a definir. La verdad es que la mujer del capitán era un poco débil mental.
      Este lamentable hecho no se revelaba en las reuniones, ni en las cuadras, ni en sus cenas. Sólo tres personas lo habían sabido comprender: su anciano padre, el general, que vivió en continua zozobra hasta que por fin la vio casada; su marido, que consideraba la imbecilidad como condición natural de toda mujer de cuarenta años; y el comandante Morris Langdon, que la amaba precisamente por ello. Leonora Penderton no hubiera sido capaz de multiplicar doce por trece ni en el poste del tormento. Si alguna vez se veía en la absoluta precisión de escribir una carta —por ejemplo, dando las gracias a su tío por haberle mandado un cheque en su cumpleaños, o unas líneas para encargar unas bridas nuevas—, la redacción de aquellos renglones le resultaba una empresa abrumadora. Se encerraban Susie y ella en la cocina con un recogimiento de intelectuales, se sentaban a una mesa abundantemente provista de papeles y lápices muy afilados, y, cuando por fin habían terminado de redactar y copiar el último borrador, estaban las dos exhaustas y verdaderamente necesitadas de un trago sedante y reparador.
      Leonora Penderton disfrutó aquella noche en su baño. Después se vistió despacio con la ropa que había preparado sobre la cama: una sencilla falda gris y un suéter de angora azul. Se puso pendientes de perlas y bajó otra vez a las siete. Sus invitados estaban ya esperándola.
      Leonora y el comandante encontraron excelente la comida. Primero había una sopa ligera; a continuación el jamón con unas nabizas muy jugosas, y batatas en almíbar, que parecían de ámbar transparente bajo las luces. Había también pastelillos y bollitos calientes. Susie pasó las fuentes sólo una vez y las dejó luego sobre la mesa entre el comandante y Leonora, pues los dos eran grandes comilones. El comandante apoyaba un codo sobre la mesa, y se veía que se encontraba como en su casa. Su rostro bronceado tenía una expresión adormilada, jovial y amistosa; era muy popular, tanto entre los oficiales como entre la tropa. Durante la cena no se habló mucho, excepto para comentar el accidente de Firebird. La señora Langdon apenas probó la comida. Era una mujercita frágil, morena, de nariz larga y boca sensible. Estaba muy enferma y su aspecto lo dejaba ver a las claras. Su enfermedad no era sólo física, sino que las penas y la angustia la habían atormentado hasta tal punto que ahora se hallaba casi al borde de la locura.
      El capitán Penderton se sentaba a la mesa muy rígido, con los codos pegados a los costados. Felicitó efusivamente al comandante por una medalla que le habían concedido, y varias veces en el curso de la cena golpeó suavemente con un dedo su copa de agua y se quedó escuchando el claro sonido vibrante. La cena terminó con un postre caliente de empanadillas de frutas. Entonces pasaron los cuatro al cuarto de estar para acabar la velada jugando a las cartas y conversando.
      —Querida, eres una cocinera estupenda —dijo el comandante con toda llaneza.
      Durante la cena, no habían estado los cuatro solos. En la húmeda penumbra exterior había un hombre que, pegado a la ventana, les observaba en silencio. Un limpio olor a pinos llegaba a través del aire frío de la noche. El viento cantaba en el bosque cercano. El cielo lucía de estrellas heladas. El hombre que les observaba estaba tan cerca de la ventana que su aliento empañaba el frío cristal.
      El soldado Williams había visto efectivamente a la señora Penderton cuando se alejó de la chimenea y subió a bañarse. Y era la primera vez que aquel muchacho veía una mujer desnuda. Se había criado en un hogar de hombres solos, y su padre, que explotaba una granja pequeña con una sola mula y predicaba los domingos en un templo no conformista, le había enseñado que las mujeres llevaban en su cuerpo una enfermedad maligna y contagiosa que dejaba a los hombres ciegos, lisiados y condenados al infierno. También en el ejército había oído hablar mucho de aquella temible enfermedad, y, como los demás, iba todos los meses a que el médico le reconociera para ver si había tocado a alguna mujer. El soldado Williams no había tocado, ni mirado, ni hablado deliberadamente a una mujer desde los ocho años.
      Se le había hecho tarde cogiendo brazadas de hojas húmedas y podridas allá en el bosque. Cuando por fin terminó su tarea, había cruzado el prado del capitán para ir al rancho y miró casualmente al vestíbulo brillantemente iluminado. Y desde aquel momento no había podido apartarse de allí. Estaba inmóvil en la noche silenciosa, con los brazos caídos a los lados del cuerpo. Cuando trincharon el jamón en la cena, tragó saliva penosamente; pero mantuvo su mirada grave y profunda sobre la mujer del capitán. Su experiencia no había alterado la expresión de su rostro inmóvil, pero de vez en cuando entornaba sus ojos dorados, como si estuviera fraguándose en su interior un proyecto astuto. Cuando la mujer del capitán abandonó el comedor, el soldado permaneció algún tiempo junto a la ventana. Después se alejó muy lentamente. La luz que brillaba a su espalda recortaba sobre el césped la sombra larga y estrecha de su cuerpo. El soldado caminaba como un hombre agobiado por un sueño sombrío, y sus pasos eran silenciosos.

segunda parte

       A la mañana siguiente, muy temprano, el soldado Williams fue a las cuadras. El sol no había salido todavía y el aire era incoloro y frío. Unos jirones lechosos de niebla se adherían a la tierra húmeda y el cielo tenía un tono gris plateado. El sendero que llevaba a los establos pasaba por un terreno escarpado desde el que se dominaba la zona reservada. Los bosques tenían ya color de otoño, y había vivas manchas rojas y amarillas salpicadas entre el oscuro verdor de los pinos. El soldado Williams caminaba despacio por el sendero cubierto de hojas. De vez en cuando se detenía y permanecía inmóvil, como un hombre que escuchara una llamada lejana. Su cara curtida se enrojecía con el aire de la mañana, y en sus labios tenía todavía rastros blancos de la leche del desayuno. Vagando y deteniéndose llegó al fin a las cuadras, en el momento en que el sol empezaba a salir.
      Las cuadras estaban todavía muy oscuras y no había llegado nadie. El aire era viciado, caliente, dulzón. Al pasar entre los pesebres, el soldado oyó la pausada respiración de los caballos, un resoplido soñoliento y un relincho. Ojos mudos, luminosos, se volvieron hacia él. Sacó de su bolsillo un paquete de azúcar y en un momento estuvieron sus manos calientes y pegajosas de baba. Entró en la casilla de una potra que estaba casi a punto de parir. El soldado acarició el vientre hinchado del animal y estuvo un rato abrazado a su cuello. Después hizo salir a las mulas a su corral. El soldado no estuvo mucho tiempo a solas con los animales; pronto acudieron los otros hombres a sus faenas. Era un sábado, día atareado en las cuadras, ya que por la mañana había clases de equitación para los niños y las mujeres del puesto. Las cuadras se llenaron en seguida de ruidos de conversaciones y de pasos pesados; los caballos empezaron a impacientarse en los pesebres.
      La señora Penderton fue uno de los primeros caballistas que llegaron aquella mañana. Con ella, como de costumbre, venía el comandante Langdon. El capitán Penderton les acompañaba esta vez, cosa desusada pues él solía montar solo y a última hora de la tarde. Los tres se sentaron en la cerca de la pista, mientras les ensillaban los caballos. El soldado Williams sacó primero a Firebird. La mujer del capitán había exagerado mucho el día anterior la herida de su caballo: sólo se veía un rasguño pintado de yodo en la mano izquierda de Firebird.
      En cuanto le sacaron al sol, el animal frunció nerviosamente los ollares y volvió su largo cuello para mirar en torno. Tenía el pelo suave y lustroso, y su espesa crin brillaba con el sol.
      A primera vista, Firebird parecía demasiado grande y pesado para ser un purasangre: tenía la grupa muy ancha y carnosa y los remos algo gruesos. Pero se movía con un brío maravilloso y gallardo, y una vez había batido en Camden a su propio padre, que era un campeón.
      Cuando la señora Penderton montó, Firebird se fue dos veces a la empinada, y trató de pegarse contra la valla; luego, apoyado en el filete, se engalló arqueando el cuello y levantando la cola, reculó zapateando con furia y en su belfo apareció un poco de espuma.
      Durante aquel forcejeo entre caballo y amazona, la señora Penderton se estuvo riendo a gritos y hablando a Firebird con voz vibrante y apasionada.
      —¡Hala, bestia, loco mío!
      El escarceo terminó tan repentinamente como había empezado. En realidad, era difícil tomar ya en serio aquellas escaramuzas que tenían lugar todas las mañanas. Cuando Firebird llegó por primera vez a las cuadras del campamento, era un potro de dos años mal domado, y el forcejeo había sido entonces bastante serio. Por dos veces había sufrido la señora Penderton caídas peligrosas, y un día al volver al campo los soldados vieron que se había mordido un labio y tenía la ropa llena de sangre.
      Pero ahora aquellas corvetas tenían un aire teatral, falso; eran como una pantomima de lucha que representaran bruto y mujer para divertirse y animar a los espectadores. Incluso cuando aparecía la espumilla en su boca, el caballo se movía con cierta gracia rebelde, como si se diera cuenta de que le observaban. Y cuando terminaba de hacer piruetas se quedaba muy quieto y resoplaba, como un marido joven que suspira por broma y se encoge de hombros cuando cede a los caprichos de su amada y discutidora esposa. Aparte de estas alegres rebeldías, el caballo estaba ahora perfectamente domado.
      Los soldados de las cuadras habían puesto motes a los jinetes habituales, y con estos motes se referían a ellos cuando hablaban entre sí. Al comandante Langdon le llamaban El Búfalo, porque al montar echaba hacia adelante sus hombros grandes y pesados y bajaba la cabeza. El comandante era un jinete notable, y en sus años de teniente su nombre había sonado mucho en el campo de polo. En cambio, el capitán Penderton era un jinete pésimo, aunque él no lo creyera así; montaba tieso como un palo, en la posición exacta que le había enseñado el profesor de equitación. De haber podido verse de espaldas, quizá hubiera renunciado a montar: sus nalgas se aplastaban y le bailoteaban fofamente sobre la silla, y a causa de esto los soldados le llamaban Capitán Mari-Flan. A su mujer le llamaban simplemente La Señora, tan grande era la estima en que la tenían en las cuadras.
      Aquella mañana salieron los tres jinetes en plan de paseo, y la señora Penderton abría la marcha. El soldado Williams se quedó mirándoles hasta que se perdieron de vista. Al poco tiempo, por el ruido de los cascos sobre el duro sendero, dedujo que iban a un galope corto. El sol brillaba ahora con más fuerza, y el cielo se había oscurecido hasta tomar un tono azul cálido y luminoso. En el aire frío había un olor a estiércol y hojas quemadas. El soldado estuvo allí tanto tiempo parado que el sargento tuvo que acercarse al fin y le gritó en tono bonachón:
      —¡Eh, aterriza! ¿Piensas estarte aquí alelado toda la vida?
      Ya no se oía el ruido de los cascos. El soldado se echó hacia atrás los mechones de la frente y empezó a trabajar lentamente. No habló en todo el día.
      A última hora de la tarde, el soldado Williams se cambió de ropa y se fue al bosque. Caminó por el límite de la zona hasta llegar a la parte del bosque que había despejado para el capitán Penderton. La casa no estaba tan iluminada como la noche anterior; sólo había luz en la habitación de la derecha del piso de arriba y en el pequeño porche que daba al comedor. Cuando el soldado se acercó vio al capitán solo en su despacho; así pues, la mujer del capitán se encontraría en el cuarto encendido de arriba, donde las persianas estaban echadas. La casa era nueva, como todas las de la fila, y las plantas del jardín no habían tenido tiempo de crecer. Pero el capitán había trasplantado allí doce aligustres, a lo largo de la cerca, para que el jardín no estuviera tan desnudo. Protegido por aquellos arbustos espesos, el soldado no era fácilmente visible desde la calle o desde la casa de al lado. Se hallaba tan cerca del capitán, que si la ventana hubiera estado abierta le habría podido tocar con la mano.
      El capitán Penderton estaba sentado a su mesa, de espaldas al soldado Williams. Se movía continuamente mientras trabajaba: además de los libros y los papeles de su mesa, había allí un frasco de cristal rojo, un termo con té y una caja de cigarrillos. El capitán bebía té caliente y vino tinto, y cada diez o quince minutos ponía un nuevo cigarrillo en su boquilla de ámbar. Estuvo trabajando hasta las doce y el soldado no cesó de observarlo.
      Desde aquella noche empezó una etapa extraña. El soldado venía todas las tardes, acercándose por el lado del bosque, y observaba todo lo que pasaba en casa del capitán. Había cortinas de encaje en las ventanas del comedor y del cuarto de estar, y el soldado podía mirar sin ser visto. Se ponía a un lado de la ventana, mirando hacia dentro oblicuamente, y la luz no le daba en la cara. Dentro no ocurría nada de particular. Muchas veces salían a pasar la velada fuera y no volvían hasta medianoche. Una vez tuvieron seis invitados a cenar. Pero la mayoría de las noches las pasaban con el comandante Langdon, que venía solo o con su mujer. Bebían, jugaban a las cartas y charlaban en el cuarto de estar. El soldado tenía siempre los ojos puestos en la mujer del capitán.
      Por aquella época empezó a notarse un cambio en el soldado Williams. Conservó su nuevo hábito de pararse de pronto y quedarse un buen rato con la mirada perdida. Estaba a lo mejor limpiando una cuadra, o aparejando una mula, cuando de repente parecía caer en trance; se quedaba allí en pie, inmóvil, y a veces ni se enteraba de que le llamaban. El sargento de las cuadras se dio cuenta y estaba preocupado; había observado algunas veces aquel comportamiento en los soldados jóvenes que empezaban a entristecerse acordándose de su pueblo y de la novia, y que acababan desertando. Pero cuando interrogó al soldado Williams, éste respondió que no estaba pensando en nada.
      El soldado decía la verdad. Aunque su rostro reflejaba una silenciosa concentración, no había en su mente planes o pensamientos conscientes. En su interior se había grabado profundamente la imagen que había visto aquella noche al pasar frente a la puerta iluminada del capitán. Pero no pensaba activamente en La Señora, ni en ninguna otra cosa. Sin embargo, le era preciso detenerse en aquella actitud como de espera o trance, porque en lo más hondo de su ser había dado comienzo una oscura y lenta germinación.
      Cuatro veces en sus veinte años de existencia había actuado el soldado por propio impulso y sin la presión de circunstancias externas. Cada una de sus cuatro decisiones había ido precedida por estos mismos trances singulares. La primera de aquellas acciones fue la adquisición repentina e inexplicable de una vaca. Cuando tenía diecisiete años, ahorró cien dólares plantando y recogiendo algodón; con aquel dinero había comprado una vaca, y la llamó Rubí. En la pequeña granja de su padre no necesitaban una vaca para nada; no les estaba permitido vender la leche, porque el establo provisional donde guardaban la mula no pasaba por la inspección del gobierno, y la vaca daba mucha más leche de la que podían beber en aquel pequeño hogar. En las mañanas de invierno, el chico se levantaba antes del alba y entraba con una linterna en el establo; con la frente apretada contra el flanco caliente de la vaca, la iba ordeñando y le hablaba y animaba con murmullos suaves. Luego metía en el cubo sus manos formando copa y bebía la leche tibia y espumosa a lentos sorbos.
      La segunda de aquellas acciones fue una confesión repentina y violenta de su fe en Dios. Siempre había estado tranquilamente sentado en uno de los últimos bancos de la iglesia cuando su padre predicaba los domingos. Pero una noche, durante el oficio religioso, se levantó de pronto y subió al estrado; y allí empezó a llamar a Dios con gritos salvajes y extraños, y cayó revolcándose convulsivamente sobre el suelo. Después estuvo una semana muy decaído, y desde entonces no volvió nunca a sentir aquellos impulsos místicos.
      La tercera acción fue un delito que cometió y consiguió ocultar con éxito. Y la cuarta fue su alistamiento en el ejército.
      Cada uno de esos sucesos había acaecido de forma inesperada y sin ningún propósito consciente por su parte. Y, sin embargo, los había ido preparando de una manera bastante curiosa; por ejemplo, justo antes de la compra de la vaca, estuvo durante muchos días como absorto, y luego se puso a limpiar un cobertizo junto al henil, que había servido para guardar chatarra; cuando llegó la vaca a la granja, había un lugar preparado para ella. De la misma manera había puesto en orden sus cosas antes de alistarse. Pero en realidad no supo que iba a comprar una vaca hasta el momento de sacar y contar el dinero y agarrar el ronzal. Y sólo cuando puso el pie en la oficina de alistamiento se condensaron sus nebulosas impresiones en un pensamiento, y supo que iba a ser soldado.
      Durante casi dos semanas, el soldado Williams estuvo rondando la casa del capitán con aquel aire misterioso. Se enteró de todas las costumbres de la casa: la criada solía irse a la cama a las diez. Cuando la señora Penderton pasaba la velada en casa, subía al primer piso hacia las once y se apagaba la luz de su cuarto. El capitán trabajaba casi siempre desde las diez y media hasta las dos.
      En la duodécima noche, el soldado atravesó el bosque aún más despacio que de ordinario. Desde lejos pudo ver que la casa estaba iluminada. Había una luna muy clara y la noche era fría y llena de luz plateada. Podía verse claramente al soldado cuando dejó el bosque y cruzó la pradera. Llevaba en la mano derecha una navaja y había cambiado sus botas de reglamento por unos zapatos de lona. En el cuarto de estar se oían voces. El soldado se aproximó a la ventana.
      —Anda, Morris, a ver si me ganas —decía Leonora Penderton—. Dame muchas esta vez.
      El comandante Langdon y la mujer del capitán estaban jugando al blackjack. La apuesta valía la pena, y su sistema de contar era muy sencillo: si el comandante ganaba todas las fichas, podría montar a Firebird durante una semana; si ganaba Leonora, recibiría una botella de su whisky favorito.
      En el transcurso de una hora, el comandante había ganado la mayor parte de las fichas. El resplandor de las llamas enrojecía su rostro agradable, y estaba marcando un redoble militar con el tacón de su bota sobre el suelo. El pelo le empezaba a blanquear en las sienes y su bigote recortado era de un gris que le favorecía. Esa noche llevaba uniforme; se había recostado desgarbadamente en su silla y parecía encontrarse muy a gusto, menos cuando miraba a su mujer: entonces sus ojos claros parecían inquietos e interrogantes. Frente a él, Leonora tenía un aire serio y estudioso, pues estaba tratando de sumar catorce y siete con los dedos debajo de la mesa. Por fin puso las cartas boca arriba.
      —¿He perdido?
      —No, querida —dijo el comandante—. Veintiuna justas. Blackjack.
      El capitán Penderton y la señora Langdon estaban sentados delante de la chimenea. Ninguno de los dos parecía encontrarse a sus anchas. Ambos se hallaban nerviosos esa noche y habían hablado de jardinería con cierta acritud. Tenían buenas razones para estar nerviosos: el comandante no parecía últimamente el hombre bonachón y apacible de siempre; y hasta Leonora sentía de un modo vago la general depresión. Hacía pocos meses, había ocurrido algo extraño y trágico entre aquellas cuatro personas. Una noche, ya tarde, estaban reunidos como ahora, cuando de pronto la señora Langdon, que tenía bastante fiebre, se levantó y corrió hacia su casa. El comandante no la siguió en seguida, pues se hallaba confortablemente amodorrado por el whisky. Más tarde, Anacleto, el criado filipino de los Langdon, irrumpió en la estancia con una cara tan espantada que le siguieron sin decir palabra. Encontraron a la señora Langdon desvanecida; se había cortado los tiernos pezones con las tijeras de podar.
      —¿Quiere alguien otro whisky? —preguntó el capitán.
      Todos tenían sed, y el capitán fue a la cocina a buscar otra botella de soda. Su preocupación se debía a la certeza de que aquel estado de cosas no podía prolongarse mucho. Y aunque el asunto entre su mujer y el comandante Langdon había estado atormentándole, no era capaz de pensar sin pavor en ninguna clase de cambio. Su tormento había sido, en realidad, bastante especial, ya que estaba tan celoso de su mujer como del comandante. Durante los últimos meses había llegado a sentir por el comandante una atracción emotiva que era, entre todos cuantos sentimientos conociera hasta entonces, lo más parecido al amor. Anhelaba, más que nada en el mundo, distinguirse a los ojos de aquel hombre. Soportaba la infidelidad de su esposa con una cínica condescendencia que le valía cierto respeto en el campamento. Ahora, mientras servía whisky al comandante, le temblaba la mano.
      —Trabajas demasiado, Weldon —dijo el comandante Langdon—. Y permíteme que te diga una cosa: no vale la pena. Lo primero es la salud. ¿Qué iba a ser de ti si perdieras la salud? Leonora, ¿quieres otra carta?
      Al llenar el vaso de la señora Langdon, el capitán procuró apartar los ojos de ella. La detestaba tanto que no podía soportar ni el mirarla. La señora Langdon estaba sentada muy quieta y rígida junto al fuego, y hacía punto de media. Tenía el rostro mortalmente pálido y los labios algo hin chados y agrietados. Sus ojos suaves, negrísimos, brillaban febrilmente. Tenía veintinueve años, dos menos que Leonora. Se decía que había tenido una voz muy hermosa, pero en este campamento nadie la había oído cantar. Cuando el capitán le miró las manos sintió un estremecimiento de repugnancia: eran manos delgadísimas, consumidas, de dedos largos y frágiles, con delicados ramales de venas verdosas que le subían desde las muñecas a los nudillos. Aquellas manos resaltaban con palidez enfermiza sobre la lana roja de la labor que estaba tejiendo. Más de una vez había tratado el capitán de herir a aquella mujer con medios refinados y ruines. Ante todo, la aborrecía por la total indiferencia que ella le demostraba; y también porque le había hecho un favor: la señora Langdon había descubierto, y mantenido en secreto, un detalle que, si llegaba a comentarse, podía colocar al capitán en el mayor de los aprietos.
      —¿Otro suéter para tu marido?
      —No —dijo la señora Langdon con calma—. Todavía no he decidido qué haré con esto.
      Alison Langdon estaba conteniéndose para no llorar. Había estado pensando en su niñita, Catherine, que murió tres años atrás. Comprendía que debía volver a su casa y dejar que su criado, Anacleto, la ayudara a acostarse. Se encontraba mal y muy nerviosa. Incluso el hecho de no saber para quién estaba tejiendo aquella labor le causaba irritación. Había empezado a hacer labores de punto cuando se enteró de lo de su marido; al principio hizo una serie de suéteres para él. Después había tejido un conjunto para Leonora. Durante los primeros meses no podía decidirse a creer que su marido le fuera tan infiel. Cuando al fin se convenció de la verdad, se volvió desesperadamente a Leonora. Comenzó entonces una de esas amistades peculiares entre la esposa engañada y el objeto del amor del marido. Sabía que aquel apego morboso, mezcla de temor y celos, era indigno de ella. Aquel sentimiento se había desvanecido pronto, por sí solo. Ahora notaba que las lágrimas le llenaban los ojos, y bebió un poco de whisky para animarse, aunque le habían prohibido el alcohol por el corazón; no le gustaba tampoco el sabor del whisky y prefería con mucho una copita de algún licor dulce, o un poco de jerez, o incluso una taza de café. Pero ahora se bebía el whisky porque era lo que tenía a mano, y porque los otros bebían y porque no había otra cosa que hacer.
      —¡Weldon! —gritó el comandante de pronto—. ¡Tu mujer está haciendo trampas! Ha mirado la carta para ver si le convenía.
      —No, no la he mirado. Me has pescado antes de poderla ver. ¿Qué tienes tú ahí?
      —Morris, me extraña de ti —dijo el capitán Penderton—. ¿Acaso no sabes que no se puede uno fiar nunca de las mujeres en el juego?
      La señora Langdon escuchaba aquella charla amistosa con esa actitud defensiva que se ve a menudo en los ojos de las personas que llevan enfermas mucho tiempo y han tenido que depender de las atenciones o de la negligencia de otros. Desde aquella noche en que había corrido a su casa y se había herido, sentía constantemente en su interior vergüenza y asco. Estaba segura de que todos, al mirarla, pensaban en lo que había hecho. Pero en realidad aquel escándalo se había mantenido en secreto; además de los que ahora se encontraban en la habitación, sólo el médico y la enfermera sabían lo ocurrido… y el pequeño criado filipino que estaba al servicio de la señora Langdon desde los diecisiete años y que la adoraba. La mujer del comandante dejó de tejer y se llevó las puntas de los dedos a las mejillas. Sabía que tendría que levantarse y salir de la habitación, y además romper con su marido definitivamente. Pero desde hacía algún tiempo se sentía vencida por una terrible sensación de desamparo. ¿Dónde iba a ir? Cuando trataba de pensar en ello, se le llenaba la cabeza de ideas fantásticas, irrealizables, y terminaba obsesionada y con los nervios destrozados. Había llegado a un punto en que tenía tanto miedo de sí misma como de los demás. Y todo aquel tiempo, a la vez que se veía incapaz de tomar una decisión, sentía como si un gran desastre se cerniera sobre ella.
      —¿Qué te pasa, Alison? —preguntó Leonora—. ¿Tienes hambre? En el frigorífico hay un poco de pollo. —Desde hacía unos meses, Leonora solía hablar a la señora Langdon de un modo curioso: movía la boca exageradamente para formar las palabras, y empleaba un tono de voz cauteloso y solícito como si estuviera dirigiéndose a un perfecto idiota—. Hay carne blanca y roja. «Muy» rica, ¿eh?
      —No, muchas gracias.
      —¿De verdad, querida? —preguntó el comandante—. ¿No quieres alguna cosa?
      —Estoy muy bien. Pero, si no te importa, no des esos golpes con el pie en el suelo. Me marea.
      —Perdona.
      El comandante sacó los pies de debajo de la mesa y los cruzó a un lado de su silla. El comandante intentaba convencerse ingenuamente de que su mujer no sabía nada de su asunto con Leonora; pero cada día le resultaba más dificil mantener aquella idea tranquilizadora; el esfuerzo que hacía para no aceptar la verdad le había producido hemorroides, y casi había alterado su buena digestión.
      Intentó, con bastante éxito, explicarse la indudable tristeza de su mujer como algo morboso y femenino, algo que él no podía remediar en absoluto. Recordaba un incidente que había tenido lugar al poco tiempo de estar casados: había llevado a Alison a cazar codornices, y, aunque ella sabía tirar al blanco, era la primera vez que iba de caza. Habían levantado una bandada y todavía recordaba cómo se destacaban los pájaros sobre el cielo de aquella tarde de invierno. Como se había estado ocupando de Alison, sólo había matado una codorniz, e incluso insistió galantemente en que era de ella. Pero cuando Alison cogió el pájaro de la boca del perro, su rostro se descompuso. El pájaro vivía aún, de modo que él le dio un golpe en la cabeza despreocupadamente, y entonces se lo entregó a su mujer. Alison cogió el cuerpecito suave y tibio, que parecía degradado en la caída, y miró los muertos ojillos negros y vidriosos. Y entonces se echó a llorar. Éste era el tipo de cosas que el comandante llamaba «femeninas» y «morbosas»; y un hombre no ganaba nada tratando de explicárselas. Y, en parte para justificarse, el comandante pensaba también instintivamente, cuando en los últimos meses estaba preocupado por su mujer, en cierto teniente Weincheck, que mandaba una compañía en su batallón y era un gran amigo de Alison. De modo que, ahora que el rostro de su mujer le turbaba la conciencia, preguntó para tranquilizarse:
      —¿Decías que has pasado la tarde con Weincheck?
      —Sí, he ido a verle.
      —Buena idea. ¿Cómo le has encontrado?
      —Perfectamente. —De pronto decidió que haría el suéter para el teniente Weincheck, que seguramente lo agradecería; y esperó que no le estuviera muy ancho de hombros.
      —¡Ese hombre! —dijo Leonora—. No comprendo qué puedes ver en él, Alison. Ya sé que os reunís para hablar de cosas cultas. A mí me llama «Madam». No puedo aguantarme, pero dice: «Sí, Madam.» «No, Madam.» ¡Imagínate!
      La señora Langdon sonrió algo molesta, pero no hizo comentarios.
      Ahora diremos unas palabras sobre ese teniente Weincheck, aunque aparte de la señora Langdon nadie se ocupaba de él en el campamento. Entre sus compañeros hacía una triste figura, con sus cincuenta años y sin haber podido todavía ascender a capitán. Tenía la vista tan débil que pronto le darían el retiro. Vivía en una de las casas de apartamentos construidas para los tenientes solteros, muchos de los cuales acababan de salir de West Point. En sus dos pequeñas habitaciones se amontonaban las reliquias de toda una vida, incluyendo un piano enorme, un estante con carpetas de discos, muchos cientos de libros, un gran gato de angora y unos doce tiestos con sus plantas. Por las paredes de su cuarto de estar crecía una especie de planta trepadora, y siempre estaba uno a punto de tropezar con alguna botella vacía de cerveza o con una taza de café olvidadas por el suelo. Además, aquel viejo teniente tocaba el violín. Desde su cuarto llegaba a veces la desnuda melodía de un trío o un cuarteto de cuerda, y aquel sonido hacía que los oficiales que pasaban por el corredor se rascaran la cabeza y se miraran unos a otros con guasa. La señora Langdon solía venir a estas habitaciones a última hora de la tarde; ella y el teniente Weincheck tocaban sonatas de Mozart, o tomaban café con galletas de jengibre al lado de la chimenea. El teniente padecía, aparte de las otras calamidades, la de ser muy pobre, pues costeaba los estudios de dos sobrinos. Tenía que hacer toda clase de equilibrios y pequeñas economías para salir del paso, y su único uniforme estaba tan raído que no iba a otras reuniones que las absolutamente precisas. Cuando la señora Langdon vio que el teniente se zurcía él mismo la ropa, empezó a llevar su bolsa de labor cuando iba a visitarle, y repasaba la ropa interior del teniente junto con la de su marido. A veces se iban los dos en el coche del comandante a oír algún concierto a una ciudad que estaba a unos doscientos cuarenta kilómetros del campamento. Cuando hacían estas excursiones llevaban a Anacleto con ellos.
      —Voy a jugármelo todo a la vez, y si gano me quedaré con todas las fichas —dijo la señora Penderton—. Ya es hora de terminar con esto.
      Mientras hablaba así, la señora Penderton se las arregló para coger de su falda un as y un rey para hacer blackjack. Todos lo vieron y el comandante se echó a reír. También vieron los otros cómo le daba el comandante unas palmaditas a Leonora en el muslo por debajo de la mesa, antes de levantarse. La señora Langdon se puso en pie al mismo tiempo y guardó la labor en la bolsa.
      —Tengo que marcharme ya —dijo—, pero tú quédate, Morris. Buenas noches a todos.
      La señora Langdon salió despacio con bastante altivez, y, cuando se fue, Leonora dijo:
      —Me gustaría saber qué le pasa ahora.
      —Cualquiera sabe —dijo el comandante de un modo lastimoso—, pero creo que tendré que irme. Vamos, la última ronda.
      El comandante Langdon no tenía ninguna gana de abandonar aquella habitación acogedora; cuando se despidió de los Penderton se quedó un rato en la calle delante de la casa, mirando las estrellas y pensando que la vida es a veces un mal negocio. De pronto se acordó de la niñita muerta. Aquello había sido como para volverse locos. Durante el parto, Alison se agarró a Anacleto (ya que él, el comandante, no podía soportar una cosa así), y estuvo gritando durante treinta y tres horas seguidas. Y cuando el médico dijo: «No hace usted bastantes fuerzas, empuje con ánimo», el pequeño filipino empezó a empujar también con las rodillas dobladas y la cara bañada de sudor, y daba grito tras grito a la vez que Alison. Luego, cuando aquello terminó, se encontraron con que la niña tenía unidos los dedos índice y corazón, y lo único que pensó el comandante fue que no podría por nada del mundo tocar a aquella criatura.
      La niñita vivió once meses a fuerza de cuidados. Estaban entonces destinados en el Oeste Medio, y cuando el comandante volvía a su casa, después de permanecer horas en la nieve, todo lo que encontraba esperándole era un plato frío de ensalada de atún en el frigorífico, y por las habitaciones un continuo ir y venir de médicos y enfermeras especializadas. Anacleto solía estar en el piso alto acercando un pañal a la luz para juzgar las deposiciones, o sosteniendo en brazos a la niña, mientras Alison iba y venía, iba y venía por la habitación, con los dientes apretados. Cuando todo acabó, el comandante no pudo sentir más que alivio. ¡Pero ella no, Alison no! ¡Qué amargada y fría le había dejado aquello! Sí, la vida podía ser muy triste.
      El comandante abrió la puerta de su casa y vio a Anacleto que bajaba las escaleras, con sus movimientos graciosos y llenos de compostura. Llevaba sandalias, pantalón gris claro y una blusa de hilo color aguamarina. Su carita chata era de un blanco cremoso, y le brillaban los ojos negros. Parecía no darse cuenta de la presencia del comandante, y cuando llegó al pie de la escalera levantó despacio la pierna derecha, con los dedos del pie recogidos como un bailarín de ballet, y dio un saltito.
      —¡Idiota! —dijo el comandante—. ¿Cómo está la señora? Anacleto levantó las cejas y entornó muy despacio sus párpados blancos y delicados:
      —Très fatiguée.
      —¡Ah! —exclamó el comandante furioso, porque no sabía una palabra de francés—. ¡Vuli vu runi muni mu! ¡Te pregunto que cómo está!
      —C’est les… —pero el propio Anacleto estaba empezando a aprender francés y no sabía cómo decir «sinusitis». Sin embargo, completó su frase con la dignidad más impresionante—. Maître Corbeau sur un arbre perché, mi comandante. —Hizo una pausa, chasqueó los dedos y añadió pensativamente, como para sí mismo—: Caldo caliente presentado de un modo muy atractivo.
      —Prepárame un Old Fashioned —dijo el comandante.
      —Súbitamente —contestó Anacleto. Sabía muy bien que «súbitamente» no se podía decir por «inmediatamente», ya que hablaba un inglés perfecto y escogido, con idéntico tono de voz que la señora Langdon; decía aquello sólo para irritar más al comandante—. Se lo serviré en cuanto prepare la bandeja y ponga cómoda a Madame Alison.
      Según el reloj del comandante, la preparación de la bandeja duró treinta y ocho minutos. El filipino retozaba por la cocina del modo más vivaracho, y llevó un búcaro con flores del comedor. El comandante le miraba, con sus puños vellosos sobre las caderas. Durante todo aquel tiempo, Anacleto charlaba solo, en voz baja y animada. El comandante captó algo acerca del señor Rudolf Serkin y de un gato que se paseaba por el mostrador de una pastelería con pedacitos de guirlache pegados a la piel. Mientras tanto, el comandante se mezcló su bebida y se frió dos huevos. Cuando pasaron los treinta y ocho minutos de preparación de la bandeja, Anacleto la contempló de pie, con una pierna sobre la otra y las manos cruzadas detrás de la cabeza, meciéndose lentamente.
      —Caray, qué bicho más raro eres… —dijo el comandante—. Como yo pudiera meterte en mi batallón, ni quiero decirte lo que iba a hacer.
      El filipino se encogió de hombros. Era cosa sabida que, según él, Dios había cometido una serie de errores cuando creó al resto de la humanidad, con la única excepción de Madame Alison y él…, y quizá de algunas gentes fabulosas como los grandes artistas, los enanos y personas así que andan por los escenarios. Contempló la bandeja con satisfacción: sobre un pañito de hilo amarillo había puesto un jarro de cerámica parda con agua caliente, la taza y dos cubitos de caldo. En la esquina derecha había un pequeño cuenco chino de porcelana azul y en él un ramillete de margaritas azules. Anacleto se inclinó, y, desprendiendo con mucho cuidado tres pétalos de una de las flores, los colocó sobre el tapetito amarillo. En el fondo, aquella noche no estaba tan alegre como quería aparentar; a ratos tenía los ojos angustiados, y en varias ocasiones lanzó al comandante rápidas miradas penetrantes y acusadoras.
      —Yo subiré la bandeja —dijo el comandante, porque, aunque no había allí nada de comer, comprendió que aquello podía alegrar a su mujer y sería un tanto a su favor.
      Alison leía sentada en la cama, apoyada en las almohadas; con las gafas puestas, su cara era toda nariz y ojos, y tenía unas sombras azules y enfermizas a los lados de la boca. Llevaba un camisón de batista blanca y una abrigada mañanita de terciopelo rosa. El cuarto estaba muy tranquilo y había fuego encendido en la chimenea. Aquella habitación resultaba muy vacía y sencilla, con pocos muebles, la alfombra de un gris suave y cortinas color cereza.
      Mientras Alison bebía el caldo, el comandante se sentó aburrido cerca de la cama tratando de encontrar algo que decir. Anacleto andaba por allí fisgoneando, y silbaba una melodía ligera, clara y triste.
      —Perdone, Madame Alison —dijo de pronto—. ¿Se encuentra usted bastante bien como para discutir cierto asunto conmigo?
      La señora Langdon dejó la taza y se quitó las gafas.
      —¿De qué se trata?
      —¡De esto! —Anacleto acercó un taburete a la cama y sacó vivamente de su bolsillo unos trocitos de tela—. He encargado estas muestras para que las veamos juntos. ¿Se acuerda de aquella vez, hace dos años, cuando pasamos por delante del escaparate de Peck and Peck en Nueva York, y yo le llamé la atención sobre cierto vestidito? —Separó una de las muestras y se la dio—. Esta tela es igual que la que vimos.
      —Pero yo no necesito ningún vestido, Anacleto —dijo Alison.
      —¡Ya lo creo que sí! No se ha comprado un traje desde hace más de un año. Y el verde lo tiene bien usée por los codos; ya está para el Ejército de Salvación.
      Cuando Anacleto soltó sus palabritas francesas, dirigió al comandante una mirada burlona. El comandante se sentía siempre incómodo cuando les oía charlar en aquella habitación tranquila. Las voces y la entonación de su mujer y de Anacleto eran tan idénticas que cada una parecía un suave eco de la otra. La única diferencia era que Anacleto hablaba de un modo parlanchín, rápido, mientras que la voz de Alison era mesurada y lenta.
      —¿Cuánto cuesta? —preguntó Alison.
      —Es cara. Pero no se puede encontrar esta calidad por menos. Y piense en los años que dura un género así.
      Alison cogió otra vez el libro.
      —Bueno, ya lo pensaremos.
      —Por el amor de Dios, decídete y compra el vestido —dijo el comandante. Le molestaba ver regatear a Alison.
      —Y, ya que estamos en ello, podíamos encargar un metro más para hacerme una chaqueta —dijo Anacleto.
      —Muy bien; si es que me decido a comprarla.
      Anacleto preparó el medicamento de Alison y se puso a hacer muecas por ella mientras Alison lo bebía. Luego le colocó una almohada eléctrica detrás de la espalda y le cepilló el pelo. Pero cuando iba a salir de la habitación no pudo resistir a la tentación de mirarse en el espejo grande de la puerta del cuarto de baño. Se detuvo frente al espejo contemplándose, engalló la cabeza y se puso en puntas.
      Entonces se volvió a Alison y empezó a silbar de nuevo.
      —¿Qué es esto? Usted y el teniente Weincheck lo estaban tocando el miércoles por la tarde.
      —Los primeros compases de la sonata de Franck en la mayor.
      —¡Mire! —dijo Anacleto excitado—. Esa melodía me ha inspirado ahora mismo un ballet. Cortinas de terciopelo negro, y un resplandor como de crepúsculo de invierno. Muy despacio, con todo el cuerpo de baile. Luego, un foco como una llama para el solista; repentinamente, con el vals que tocó Rachmaninov. Al terminar el vals vuelve la música de Franck, pero ahora… —Miró a Alison con sus ojos extraños y brillantes—. ¡Una borrachera!
      Y empezó a bailar. Le habían llevado el año anterior al Ballet Ruso, y desde entonces estaba obsesionado por la danza. No se le había escapado ni un gesto, ni un movimiento. Ahora bailaba sobre la alfombra gris una pantomima lánguida, cada vez más lentamente, hasta que se detuvo inmóvil, con los pies cruzados y las puntas de los dedos unidas en una actitud concentrada. Entonces, sin transición, se puso a dar vueltas muy rápidamente y comenzó un pequeño y furioso solo. Se veía claramente, por su expresión gozosa, que se imaginaba a sí mismo en un inmenso escenario, ídolo de un espectáculo grandioso.
      También Alison estaba disfrutando. El comandante miraba a uno y a otro, entre incrédulo y fastidiado. El final de la danza fue como una sátira de la primera parte, una sátira bailada por un borracho. Anacleto terminó con una pose original, un codo cogido con una mano y el puño de la otra mano bajo la barbilla con una expresión de asco y desconcierto.
      Alison se echó a reír:
      —¡Bravo, bravo, Anacleto!
      Reían los dos, y el pequeño filipino se apoyó en la puerta, feliz y un poco aturdido. Al fin recobró el resuello y exclamó con voz maravillada:
      —¿Ha notado usted qué bien van juntas las palabras «bravo» y «Anacleto»?
      Alison dejó de reír y asintió pensativamente:
      —Sí, Anacleto, lo he notado muchas veces.
      El criadito, antes de salir de la habitación, titubeó y paseó la mirada en torno al rostro de Alison; los ojos de Anacleto, de pronto, se habían vuelto sagaces y muy tristes.
      —Llámeme si me necesita —dijo brevemente.
      Le oyeron bajar las escaleras despacio al principio y a saltos después. Debió intentar algo demasiado ambicioso en los últimos escalones, porque de pronto se oyó un estrépito. Cuando el comandante se asomó a la escalera, Anacleto se estaba levantando del suelo con mucha dignidad.
      —¿Se ha hecho daño? —preguntó Alison, asustada.
      Anacleto miró al comandante con lágrimas de rabia en los ojos.
      —Estoy bien, Madame Alison —gritó. El comandante se inclinó hacia adelante y dijo despacio y sin levantar la voz, articulando las palabras para que Anacleto pudiera leerlas en sus labios:
      —O-ja-lá te des-nu-ques.
      Anacleto sonrió, se encogió de hombros y entró cojeando en el comedor.
      Cuando el comandante volvió junto a su mujer la encontró leyendo. Alison no le miró, y él cruzó el recibidor, entró en su cuarto y cerró de un portazo. Su cuarto era pequeño, bastante desordenado, y no tenía más adornos que las copas que había ganado a caballo. En la mesilla de noche se veía un libro abierto, un libro muy complicado y literario. Entre sus hojas, como señal, había una cerilla. El comandante leyó unas cuarenta páginas, la lectura razonable para una noche, y señaló otra vez la página con la cerilla. Luego abrió un cajón de su cómoda y sacó de debajo de una pila de camisas un semanario popular llamado La Ciencia para Todos. Se puso cómodo en la cama y empezó a leer un artículo sobre una feroz superguerra interplanetaria.
      Al otro lado del recibidor, su mujer había dejado el libro y estaba medio echada, medio sentada, con el rostro tenso de dolor y los oscuros ojos brillantes errando por las paredes de la habitación. Estaba tratando de hacer planes. Desde luego, se divorciaría de Morris. Pero, ¿cómo lo podría resolver? Y, sobre todo, ¿cómo iban Anacleto y ella a arreglárselas para vivir? Siempre había sentido desprecio por las mujeres que aceptan una pensión sin tener hijos; y su último arranque de dignidad iba a ser precisamente aquél: no quería ni podría vivir a costa de Morris después de dejarle. Pero, ¿qué iban a hacer, Anacleto y ella? Había sido profesora de latín en un colegio de señoritas el año anterior a su boda, pero tal como estaba ahora su salud no podía pensar en dar clases. ¿Una librería en alguna parte? Tendría que ser algo que Anacleto pudiera llevar solo cuando ella cayera enferma. ¿Podrían tal vez manejar una barca marisquera entre Anacleto y ella? Una vez, en la costa, había estado hablando con unos pescadores de mariscos. Fue en un día dorado y azul, a la orilla del mar, y los pescadores le habían contado muchas cosas, y no había más que el fresco aire salino, el océano y el sol. Alison se agitó sobre las almohadas, pensando: «¡Cuántas tonterías!»
      Había sido un choque brutal, cuando ocho meses antes se enteró de lo de su marido. Ella, el teniente Weincheck y Anacleto habían ido a la ciudad con intención de quedarse dos días y dos noches para asistir a un concierto y al teatro. Pero al segundo día, Alison se encontró mal y decidieron volver al campamento. A última hora de la tarde, Anacleto la dejó a la puerta de la casa y dio la vuelta con el coche para encerrarlo atrás en el garaje. Alison se había detenido en el jardín para mirar unas plantas. Estaba ya casi oscuro y había luz en el cuarto de su marido. La puerta principal estaba cerrada y vio por el cristal el abrigo de Leonora sobre un mueble del zaguán. Y se dijo que era extraño que la puerta estuviese cerrada habiendo ido los Penderton. Luego pensó que los Penderton estarían preparándose bebidas en la cocina mientras Morris se bañaba arriba, y dio la vuelta a la casa para entrar por la puerta de atrás. Pero, cuando iba a hacerlo, vio a Anacleto que bajaba las escaleras como loco, con una carita horrorizada. El pequeño criado dijo en un susurro que tenían que volver a la ciudad porque habían olvidado alguna cosa. Y cuando Alison, llena de confusión, empezó a subir las escaleras, Anacleto la sujetó por un brazo y dijo en voz baja y asustada:
      —No entre usted ahora, Madame Alison.
      ¡Con qué espanto se dio cuenta entonces! Anacleto y ella subieron al coche y partieron de nuevo. Lo que no podía soportar era la ofensa de que aquello estuviera pasando en su propia casa. Y para colmo, cuando redujeron la velocidad ante el puesto del centinela, había un soldado nuevo que no les conocía y que les mandó parar. El centinela miró dentro del coche como si temiera que ocultasen allí una ametralladora, y luego se quedó mirando a Anacleto, que, con su chaqueta naranja de viaje, estaba a punto de echarse a llorar. Y les preguntó su nombre con un tono lleno de desconfianza.
      Alison no podría olvidar nunca la cara de ese soldado. En aquel momento se sentía incapaz de pronunciar el nombre de su marido. El soldadito esperaba, la miraba y no decía una palabra. Después había vuelto a ver al mismo soldado en las cuadras cuando iba a buscar a Morris con el coche. El soldado tenía el rostro extraño y ensimismado de un salvaje de Gauguin. Se miraron durante unos minutos y por fin llegó un oficial. Anacleto y ella habían rodado durante tres horas, sin hablar, en medio de la noche fría.
      Y después estaban los planes que hacía siempre en sus noches de fiebre e insomnio, aquellos proyectos que parecían tan estúpidos en cuanto amanecía. Y la noche aquella en que estaban con los Penderton y corrió a casa y se hizo aquella cosa horrible. Había visto las tijeras de podar colgadas en la pared, y, fuera de sí de rabia y desesperación, había tratado de clavárselas para matarse. Pero las tijeras eran poco afiladas. Y debió de perder la cabeza completamente durante unos momentos, porque no sabía cómo había ocurrido aquello. Alison se estremeció y ocultó la cara en las manos. Oyó a su marido que abría su dormitorio y dejaba las botas fuera, y apagó rápidamente la luz.
      El comandante había terminado de leer la revista y la había escondido otra vez en el cajón. Se sirvió una última copa y se tumbó cómodamente en la cama, boca arriba, con los ojos abiertos en la oscuridad. ¿Qué era lo que le recordaba su primer encuentro con Leonora? Había ocurrido al año siguiente de morir la niña, cuando Alison se pasó doce meses o en el sanatorio o vagando por la casa como un fantasma. Entonces, un día conoció a Leonora en las cuadras, en la primera semana de su destino en este campamento, y ella se ofreció a acompañarle para enseñarle todo aquello. Salieron de la pista y galoparon un buen rato por la zona. Cuando ataron a los caballos para dejarles descansar, Leonora vio unas zarzas llenas de moras y dijo que iba a coger unos puñados para hacer un dulce para la cena. Y cuando andaban rodeando las matas y llenando su sombrero de moras, ocurrió allí mismo, por primera vez. ¡A las nueve de la mañana y dos horas después de haberse conocido!
      Incluso ahora le costaba creerlo. Pero, ¿qué impresión le había hecho entonces? Sí, aquello había sido como cuando se sale de maniobras y se pasa uno la noche tiritando en una tienda que deja entrar la lluvia; y luego se levanta uno al amanecer y ha dejado de llover y el sol está brillando otra vez. Y uno mira a los soldados alegres y jóvenes que están haciendo café en las hogueras, y las chispas saltan y suben hacia el cielo claro. Una sensación maravillosa…, ¡la mejor del mundo!
      El comandante dejó escapar una risita pícara, se tapó la cabeza con la sábana y empezó a roncar.

       A las doce y media, el capitán Penderton, solo en su despacho, empezaba a impacientarse. Estaba trabajando en una monografía, y aquella noche había adelantado poco. Había bebido mucho vino y mucho té y se había fumado docenas de cigarrillos. Al final había dejado el trabajo y ahora paseaba agitadamente por la habitación.
      Hay momentos en que el mayor anhelo de un hombre es tener alguien a quien amar, algún punto central en que poder concentrar las emociones difusas. Y también hay momentos en que es preciso descargar en odio los disgustos, los desengaños y temores, bullentes e inquietos como espermatozoides. El desgraciado capitán no tenía a quién odiar, y en los últimos meses se había sentido muy triste.
      Alison Langdon, aquella nariguda Job-hembra, y su inaguantable filipino, eran dos personas que le atacaban los nervios. Pero no podía odiar a Alison, porque ella no le daba la menor ocasión. Le irritaba infinitamente estar en deuda con ella. Era la única persona en el mundo que conocía un fallo vergonzoso del carácter del capitán: su tendencia a ser ladrón. Tenía que estar dominándose continuamente para no robar cosas que veía en las casas de otras personas. En dos ocasiones le había vencido su debilidad: cuando tenía siete años, había sentido una atracción apasionada por el matón de la clase, que le había pegado, y robó del tocador de su tía un guardapelo antiguo para ofrecérselo a aquel chico como una prueba de amor. Y aquí, en el campamento, veintisiete años después, el capitán había sucumbido de nuevo.
      En el curso de una comida de bodas, le fascinó tanto un cubierto de plata que se lo llevó a casa en el bolsillo. Era una cucharilla de postre hermosa y rara, con un dibujo delicado y muy antiguo. El capitán la miraba obsesionado (el resto de la plata que había a su lado era de clase corriente), y al final no pudo resistir la tentación. Cuando, después de algunas manipulaciones cautelosas, tenía ya su botín en el bolsillo, se dio cuenta de que Alison, que estaba a su lado, le había visto. Alison le miró a la cara con una expresión del mayor asombro. Ni siquiera ahora podía el capitán recordar aquella expresión sin estremecerse. Y después de una mirada terriblemente larga, Alison se había echado a reír, sí, a reír. Se reía tanto, que se atragantó, y alguien tuvo que darle golpes en la espalda. Después Alison se excusó y se levantó de la mesa. Y durante toda aquella velada torturante, cuando la miraba, Alison le devolvía una sonrisa burlona. Desde entonces, cada vez que los Penderton estaban invitados a su casa, Alison no dejaba de vigilar al capitán. La cucharilla estaba ahora escondida en una cajita, dentro de su dormitorio, bien envuelta en un pañuelo de seda.
      Pero a pesar de aquello no podía odiar a Alison. Tampoco podía odiar de verdad a su mujer. Leonora le irritaba hasta la exasperación, pero ni en las peores explosiones de celos podía el capitán odiarla más que a un gato, a un caballo o a un cachorro de tigre.
      El capitán se paseaba por su despacho, y al pasar junto a la puerta cerrada le dio una patada, lleno de impaciencia. Si esa Alison se decidiera al fin a divorciarse de Morris, ¿qué iba a pasar? El capitán no podía soportar la idea de aquella posibilidad, tan grande era su temor a quedarse solo.
      De pronto le pareció oír un ruido y se detuvo. La casa estaba en silencio. Se ha dicho antes que el capitán era un cobarde. A veces, cuando estaba solo, le invadía un terror irracional. Y ahora, de pie en la habitación silenciosa, parecía que su nerviosismo y su malestar no provenían de sí mismo o de los demás, de causas que él, de algún modo, fuera capaz de controlar, sino de alguna amenazadora circunstancia exterior que él percibía sólo vagamente. El capitán miró en torno, asustado. Entonces, enderezó su pupitre y abrió la puerta.
      Leonora se había quedado dormida sobre la alfombra, al lado de la chimenea del cuarto de estar. El capitán se detuvo a mirarla, y rió para sus adentros. Estaba echada de costado y su marido le dio un ligero puntapié en las nalgas. Leonora gruñó algo acerca de cómo rellenar un pavo, pero no se despertó. El capitán se inclinó, la sacudió por un brazo, le habló a la cara y al fin la puso en pie. Pero, igual que un niño a quien levantan por la noche para que no moje la cama, Leonora tenía el don de seguir durmiendo aunque la pusieran de pie. Mientras el capitán la subía casi en vilo por la escalera, ella mantenía los ojos cerrados y seguía gruñendo algo sobre el pavo.
      —Que me cuelguen si crees que te voy a desnudar —dijo el capitán.
      Pero Leonora estaba sentada en la cama tal como él la dejara, y, después de mirarla durante unos minutos, el capitán sonrió de nuevo y le quitó la ropa. No le puso camisón, porque los cajones estaban en tal desorden que no pudo encontrar ninguno. Además, Leonora prefería dormir «en cueros», como ella decía. Cuando estuvo acostada, el capitán se puso a mirar un cuadro de la pared que le había divertido siempre.
      Era la fotografía de una muchacha de unos diecisiete años, y al pie tenía la conmovedora dedicatoria: «Para Leonora con montañas de cariño de Bootsie.» Esta obra maestra había adornado las paredes de los dormitorios de Leonora durante más de una década, y había viajado con ellos por medio mundo. Pero cuando le preguntó por Bootsie, que había sido su compañera de cuarto en un internado, Leonora dijo de un modo vago que creía haber oído que Bootsie se había ahogado hacía algunos años. Y cuando él insistió en las preguntas, descubrió que Leonora no recordaba siquiera el verdadero nombre de aquella Bootsie. Sin embargo, sólo por la fuerza de la costumbre, aquel cuadro había estado en su cuarto durante once años.
      El capitán miró otra vez a su mujer dormida. Leonora siempre tenía calor, y ya había bajado la ropa de la cama dejando al descubierto sus pechos desnudos. Sonreía dormida y el capitán pensó que estaría comiéndose aquel pavo que había preparado en sueños.
      El capitán tomaba Seconal, y ya estaba tan acostumbrado a aquella droga que una pastilla no le hacía efecto. Pensaba que, con el trabajo duro que tenía en la Escuela de Infantería, no podía permitirse estar despierto de noche y levantarse rendido a la mañana siguiente. Sin suficiente Seconal, su sueño era muy ligero y agitado por pesadillas. Esta noche decidió tomarse una dosis triple, y sabía que caería inmediatamente en un sopor pesado y húmedo que duraría seis o siete horas. Se tragó las pastillas y se quedó echado en medio de la oscuridad esperando el sueño con placer. Aquella dosis le producía una sensación única y voluptuosa; era como si un gran pájaro negro se posara sobre su pecho, mirándole con ojos feroces y dorados, y le envolviera luego suavemente en sus alas oscuras.

       El soldado Williams esperó fuera de la casa hasta que las luces llevaban dos horas apagadas. Las estrellas se estaban desvaneciendo y la negrura del firmamento había cambiado hasta tomar un color violeta profundo. Sin embargo, Orión se veía aún muy brillante y la Osa Mayor lucía de un modo maravilloso. El soldado dio la vuelta a la casa y empuñó el picaporte de la verja. Como suponía, estaba cerrado por dentro. Introdujo la hoja de su navaja y consiguió levantar el pestillo. La puerta posterior de la casa no estaba cerrada. Una vez dentro, el soldado esperó un momento. Todo estaba a oscuras y en silencio. Dirigió a su alrededor una mirada abierta e insegura hasta que se acostumbró a la oscuridad. Ya estaba familiarizado con la distribución de la casa: el largo vestíbulo delantero y la escalera dividían en dos el edificio, y a un lado quedaban el amplio cuarto de estar y, al fondo, la habitación del servicio. En el otro lado estaban el comedor, el despacho del capitán y la cocina. En el piso de arriba, a la derecha, había un dormitorio de dos camas y una alcoba pequeña. A la izquierda había dos dormitorios de tamaño mediano. El capitán ocupaba el dormitorio grande y su mujer uno de los cuartos al otro lado del recibidor. El soldado subió con cuidado la escalera alfombrada; se movía con una cautela premeditada. La puerta del cuarto de La Señora estaba abierta, y al llegar a ella el soldado no titubeó: entró en la habitación tan silenciosamente como un gato.
      Un verdoso y tenue resplandor de luna llenaba la estancia. La mujer del capitán dormía tal como su marido la había dejado: su pelo suave le caía suelto sobre la almohada y tenía a medio cubrir el pecho, que se levantaba pausadamente al respirar. Sobre la cama había una colcha de seda amarilla, y un frasco de perfume abierto endulzaba el aire con aroma adormecedor. El soldado se acercó a la cama de puntillas, muy despacio, y se inclinó sobre la mujer del capitán. La luna iluminaba suavemente sus rostros, y estaban tan cerca uno del otro que el soldado sentía la respiración igual y caliente de la mujer. En los ojos serios del soldado hubo primero una mirada de curiosidad, pero, al cabo de unos minutos, en sus rasgos toscos se fue despertando una expresión de júbilo. El muchacho sentía nacerle dentro una dulzura extraña, aguda, que nunca hasta entonces había conocido.
      Durante algún tiempo permaneció así, inclinado sobre la mujer del capitán, casi rozándola. Luego apoyó la mano en el marco de la ventana para mantenerse en equilibrio y se fue agachando muy despacio hasta quedar sentado sobre sus talones al lado de la cama. Se balanceaba sobre las anchas puntas de sus pies, con la espalda derecha y sus manos fuertes y delicadas apoyadas en las rodillas. Sus ojos estaban redondos como cuentas de ámbar y sobre la frente le caían los revueltos mechones del pelo.
      En algunas ocasiones, antes de ahora, había tenido el rostro del soldado Williams esa expresión de felicidad repentina; pero nadie le había visto así en el campamento. De haber sido sorprendido en esos momentos le habrían sometido a Consejo de Guerra. La verdad es que, en sus largos paseos por el bosque de la zona, el soldado no siempre estaba solo; cuando se quedaba libre por la tarde, se llevaba cierto caballo de las cuadras; cabalgaba unos ocho kilómetros hasta llegar a un lugar recogido, lejos de todo sendero, un claro en el bosque dificil de hallar. Era un espacio llano cubierto de hierbas de un color como de bronce bruñido. En ese lugar solitario el soldado desensillaba siempre al caballo y le dejaba suelto. Luego se desnudaba y se tendía sobre una peña ancha y plana en el centro de la pradera. Porque había una cosa sin la cual el soldado no podía vivir: el sol. Hasta en los días más fríos se echaba desnudo y quieto sobre la peña y dejaba que el sol penetrase en el cuerpo. Algunas veces se subía de pie, desnudo, a la roca, y saltaba sobre el caballo a pelo. Su caballo era un penco del ejército que, con cualquier otro que no fuera el soldado Williams, sólo sabía moverse de dos maneras: o con un trotecillo perruno o con un galope lechero. Pero al montarle el soldado se operaba un cambio asombroso en aquel animal: galopaba con estilo y braceaba y hacía alegrías con altiva elegancia. El cuerpo del soldado era de un color tostado y dorado, y al montar se mantenía erguido. Así desnudo resultaba tan delgado que podían verse las curvas de sus costillas. Y cuando galopaba de aquel modo en la luz del sol, había en sus labios una sonrisa sensual y salvaje que hubiera sorprendido a sus compañeros de cuartel. Después de aquellas escapadas, volvía a las cuadras rendido y no dirigía la palabra a nadie.
      El soldado Williams estuvo agachado junto a la cama de La Señora hasta cerca del amanecer. No hizo un movimiento, ni un ruido, ni apartó los ojos del cuerpo de la mujer del capitán. Y entonces, al romper el día, se apoyó de nuevo en el marco de la ventana y se enderezó con cuidado. Bajó las escaleras y cerró la puerta posterior silenciosamente al salir. El cielo era ya de un azul pálido y Venus empezaba a ocultarse.

tercera parte

       Alison Langdon había pasado una noche muy mala. No se durmió hasta el amanecer, cuando la corneta tocó diana. Durante aquellas horas interminables la atormentaron toda clase de pensamientos: incluso llegó a imaginarse, en un momento determinado, antes del alba, que veía salir de la casa de los Penderton a alguien que se dirigía al bosque. Y cuando por fin había conseguido dormirse, la despertó un gran alboroto de voces. Se puso precipitadamente la bata, bajó las escaleras y se encontró frente a un espectáculo extraño y ridículo: su marido estaba persiguiendo a Anacleto alrededor de la mesa del comedor, con una bota en la mano; estaba en calcetines, pero completamente vestido de uniforme para la revista del sábado por la mañana. Al correr, el sable le golpeaba la cadera. Los dos hombres se detuvieron al verla, y Anacleto se apresuró a refugiarse detrás de ella.
      —¡Lo ha hecho a propósito! —gritó el comandante en tono ultrajado—. Ya es tarde: seiscientos hombres me están esperando. Y mira, haz el favor de mirar lo que se atreve a traerme.
      Las botas tenían, en efecto, un aspecto lamentable; parecía que las habían frotado con harina y agua. Alison regañó a Anacleto y estuvo vigilándole mientras las limpiaba. Anacleto lloraba desconsoladamente, pero ella encontró la energía suficiente para no decirle nada amable. Cuando terminó, Anacleto refunfuñó que se escaparía de casa y que abriría una tienda de telas en Quebec. Alison llevó las botas limpias a su marido sin decir una palabra, pero le dirigió también a él una mirada de reconvención. Luego se volvió a meter en la cama con un libro, porque sentía palpitaciones.
      Anacleto le subió café y después fue con el coche al almacén para hacer las compras del sábado. A última hora de la mañana, cuando Alison había terminado el libro y estaba contemplando más allá de la ventana el soleado día de otoño, Anacleto volvió a su habitación. Estaba contento, y había olvidado por completo la regañina de las botas. Encendió un buen fuego en la chimenea y después abrió con mucha calma un cajón de la cómoda y se puso a curiosear en él. Sacó un pequeño encendedor de cristal que Alison había mandado hacer con una vinagrera antigua. Aquella chuchería le fascinaba tanto que Alison se la había regalado hacía tiempo; pero Anacleto la guardaba con las cosas de ella, y así tenía un buen pretexto para abrir el cajón cuando se le antojaba. Pidió a Alison que le dejara sus gafas y estuvo un rato examinando el tapetillo que había sobre la cómoda. Entonces cogió entre el pulgar y el índice alguna pelusilla invisible y la echó cuidadosamente al cesto de los papeles. Murmuraba cosas para sí mismo, pero Alison no prestó atención a su charla.
      ¿Qué sería de Anacleto cuando ella muriera? Esta pregunta le preocupaba constantemente. Desde luego, Morris le había prometido a su mujer que no le dejaría nunca abandonado; pero ¿de qué serviría aquella promesa cuando Morris volviera a casarse, como haría con toda seguridad? Alison recordaba aquel día en las Filipinas, hacía siete años, cuando Anacleto llegó a su casa por primera vez. ¡Qué extraña y triste criaturita era entonces! Los otros criados le atormentaban tanto que seguía a Alison como un perrito todo el día. Bastaba que alguien le mirase para que se echase a llorar y se retorciera las manos. Tenía diecisiete años, pero su carita inteligente y enfermiza tenía la expresión inocente de un niño de diez años. Y cuando estaban preparando el viaje de vuelta a Estados Unidos, Anacleto había suplicado a Alison que le llevara consigo, y así lo había hecho. Tal vez pudieran los dos, ella y Anacleto, abrirse camino juntos en la vida; pero ¿qué sería de él cuando ella desapareciera?
      —Anacleto, ¿te sientes feliz? —le preguntó ella de repente.
      Al pequeño filipino no le cogía de sorpresa ninguna pregunta inesperada o íntima.
      —Sí, desde luego —dijo, sin detenerse a pensarlo—, cuando usted está bien.
      El sol y el fuego de la chimenea brillaban en la habitación. Había una sombra danzante en una de las paredes, y Alison la miraba mientras escuchaba a medias el suave parloteo de Anacleto.
      —Lo que encuentro tan difícil de entender es que ellos «lo sepan» —estaba diciendo. Solía empezar una conversación con semejantes observaciones, vagas y misteriosas, y Alison esperaba pacientemente para coger el hilo más tarde—. Hasta después de haber estado mucho tiempo a su servicio no pude creer realmente que usted lo supiera. Ahora lo creo de todos menos del señor Sergei Rachmaninov.
      Alison se volvió a mirarle.
      —¿De qué estás hablando?
      —Madame Alison —dijo Anacleto—, ¿puede usted creer realmente que el señor Sergei Rachmaninov sabe que una silla es algo para sentarse y que un reloj sirve para señalar la hora? Y si yo me quitara un zapato y se lo pusiera delante de los ojos y dijera: «¿Qué es esto, señor Sergei Rachmaninov?» ¿Contestaría, como cualquier otro: «Hombre, Anacleto, eso es un zapato»? A mí me cuesta creerlo.
      El recital de Rachmaninov era el último concierto que había oído, y por consiguiente, según el punto de vista de Anacleto, era el mejor. A Alison no le gustaban demasiado las salas de concierto abarrotadas de público, y hubiera preferido gastar el dinero en discos; pero convenía salir de vez en cuando del campamento, y aquellas excursiones eran la alegría de la vida de Anacleto. Entre otras cosas, pasaban la noche en un hotel, lo cual le producía un placer inigualable.
      —¿No cree usted que si le ahueco las almohadas estará más cómoda? —preguntó Anacleto.
      ¡Y la cena de la noche anterior a aquel concierto! Anacleto entró orgullosamente en el comedor del hotel, detrás de Alison, luciendo su chaquetilla de terciopelo naranja. Cuando le llegó el turno de encargar su cena, levantó la carta hasta su cara y cerró los ojos. Y entonces, con gran asombro del camarero negro, dio sus órdenes en francés. Y Alison, que sentía deseos de echarse a reír, se contuvo y fue traduciendo con la mayor seriedad posible, como si fuera una especie de señora de compañía de él. A causa de la limitación de su francés, aquella cena de Anacleto fue un tanto especial: la había sacado de la lección de su libro, titulada «Le Jardin Potager», y sólo pidió col, judías verdes y zanahorias. Así que, cuando Alison le encargó por su cuenta un plato de pollo, Anacleto abrió los ojos sólo lo suficiente para dirigirle una mirada de profundo agradecimiento. Los camareros de blancas chaquetas acudían como moscas a atender a aquel fenómeno, y Anacleto estaba tan emocionado que no podía comer.
      —¿Por qué no hacemos un poco de música? —dijo Alison—. Pon el Cuarteto en sol menor de Brahms.
      —Fameux —dijo Anacleto.
      Puso el primer disco y se sentó a escucharlo en su taburete, junto al fuego. Pero apenas habían sonado los primeros compases, el hermoso diálogo entre el piano y la cuerda, cuando se oyó un golpe en la puerta. Anacleto habló con alguien que estaba en el zaguán, y luego cerró de nuevo la puerta y paró el fonógrafo.
      —La señora Penderton —murmuró, levantando las cejas.
      —Ya sabía que podía estar llamando a la puerta de abajo hasta el día del juicio y que no me oiríais con esa música —dijo Leonora al entrar en la habitación. Se sentó a los pies de la cama con tal ímpetu que ésta crujió como si se hubiera roto algo. Entonces, recordando que Alison no se encontraba bien, Leonora trató de adoptar un aire doliente, pues tales eran sus ideas sobre el comportamiento a seguir en un cuarto de enfermos—. ¿Crees que podrás venir esta noche?
      —¿Ir dónde?
      —¡Por Dios, Alison! ¡A mi cena! He estado trabajando como una negra durante tres días para tenerlo todo a punto. No doy una reunión así más que dos veces al año.
      —Sí, claro —dijo Alison—. En este momento no me acordaba.
      —¡Escucha! —dijo Leonora, y su cara fresca y rosada se iluminó de pronto al recordar—. Quisiera que pudieses ver ahora mi cocina. He pensado hacer lo siguiente: voy a poner todas las fuentes sobre la mesa del comedor y así la gente no tiene más que acercarse y servirse. He preparado un par de jamones de Virginia, un pavo grande, pollos fritos, lonchas de cerdo frío, una montaña de chuletas de cerdo a la parrilla y toda clase de cositas de picar: cebollas en vinagre, aceitunas y rábanos. Y pasarán emparedados y pastelitos calientes de queso. En un rincón está el ponche, y para los que prefieran bebidas más secas tendré en un bar ocho botellas de bourbon de Kentucky, cinco de rye y cinco de scotch. Y va a venir de la ciudad un animador que toca el acordeón…
      —Pero, por Dios, ¿quién se va a comer todas esas cosas? —preguntó Alison, un poco mareada ante su sola enumeración.
      —¡Toda la plana mayor! —exclamó Leonora con entusiasmo—. He telefoneado a todo el mundo, empezando por la mujer de Bomboncito, hasta el último mono.
      «Bomboncito» era el nombre que daba Leonora al general jefe del campamento, y le llamaba así en su propia cara. Trataba al general como a todos los hombres, de un modo campechano, y afectuoso, y lo tenía metido en el bolsillo, igual que a la mayoría de los oficiales del campamento. La mujer del general era muy gorda, torpe y corta de luces, y nunca se daba cuenta de nada.
      —Una de las cosas que te quería preguntar es si Anacleto podría servirme el ponche —dijo Leonora.
      —Le encantará ayudarte —contestó Alison por él.
      Anacleto, que estaba de pie junto a la puerta, no parecía tan encantado. Dirigió a Alison una mirada de reproche y bajó a preparar la comida.
      —Las dos hermanas de Susie están echando una mano en la cocina, y ¡hay que ver cómo traga esa gente! Nunca he visto nada igual. Estamos…
      —A propósito —le interrumpió Alison—. ¿Susie está casada?
      —¡No, por Dios! No quiere ni oír hablar de los hombres. Le pasó algo a los catorce años y no ha podido olvidarse nunca. ¿Por qué lo preguntas?
      —No, es que pensé si estaría casada, porque casi podría jurar que esta noche vi entrar un hombre en tu casa por la puerta de atrás y luego lo vi salir de madrugada.
      —Son imaginaciones tuyas —dijo Leonora para tranquilizarla. Pensaba que Alison estaba mal de la cabeza, y no daba nunca crédito ni a la más sencilla de sus observaciones.
      —Sí, es posible.
      Leonora se aburría y quería irse a su casa. Pero, a su modo de ver, una visita de vecinos tenía que durar una hora por lo menos, de manera que se resignó a cumplir con su deber. Suspiró y volvió a intentar poner cara de enferma. Cuando no se entusiasmaba demasiado hablando de comida o de deporte, imaginaba que la conversación más oportuna y llena de tacto con un enfermo era, sin duda, contarle otras enfermedades de los demás. Como todos los tontos, Leonora tenía una predilección especial por las truculencias, y su repertorio de tragedias se solía limitar a terribles accidentes deportivos.
      —¿Te he contado lo que le pasó a aquella niña de trece años que vino con nosotros de ojeadora a la caza del zorro y se desnucó?
      —Sí, Leonora —dijo Alison tratando de contener su exasperación—. Me lo has contado cinco veces, sin perdonarme un solo detalle horrible.
      —¿Es que te pone nerviosa?
      —Muchísimo.
      —Vaya… —dijo Leonora. No se turbó en absoluto. Encendió un cigarrillo con calma—. Créeme, no hagas caso nunca cuando te digan que ése es el modo de cazar el zorro. Yo sé algo de eso: he cazado de las dos maneras. ¡Escucha, Alison! —movía la boca exageradamente y hablaba con voz alentadora, como si se dirigiera a una niña pequeña—, ¿sabes cómo se cazan las zarigüeyas?
      Alison movió la cabeza afirmativamente y estiró el embozo de la sábana.
      —Se las acorrala en un árbol.
      —Pero hay que ir a pie —dijo Leonora—. Ésa es la forma de cazar el zorro. Mi tío tiene una casita en la montaña y mis hermanos y yo íbamos mucho a verle. Seis de nosotros salíamos con los perros aquellas tardes heladas, después de la puesta del sol. Nos seguía un chico negro con una cantimplora de aguardiente. A veces andábamos toda la noche detrás de un zorro, por los montes. Caramba, no sé cómo explicarte lo que era aquello. Algo así como… —Leonora sabía lo que quería decir, pero no encontraba las palabras—. Y luego, el último trago a las seis de la mañana, y a desayunar. Cielos, todos decían que ese tío mío era muy raro, pero te aseguro que en su casa se comía bien. Después de la caza nos ponía delante de una mesa abarrotada de pescado, jamón cocido, pollos fritos, dulces tan grandes como una mano…
      Cuando Leonora se marchó al fin, Alison no sabía si llorar o reír; hizo un poco de las dos cosas, algo histéricamente. Anacleto subió a su cuarto y alisó con cuidado el hoyo al pie de la cama, donde había estado sentada Leonora.
      —Voy a divorciarme del comandante, Anacleto —dijo Alison de pronto, cuando pudo parar de reír—. Se lo comunicaré esta noche.
      No pudo adivinar, por la expresión de Anacleto, si la noticia le sorprendía o no. El criadito esperó un poco y luego preguntó:
      —¿Dónde iremos después, Madame Alison?
      Por la mente de Alison desfiló todo el panorama de los planes que había ido haciendo durante sus noches de insomnio: las clases de latín en alguna ciudad universitaria; la pesca de mariscos; Anacleto ganando un jornal y ella cosiendo para fuera, sentada en un cuarto de pensión… pero sólo dijo:
      —Eso no lo he decidido todavía.
      —Quisiera saber —dijo Anacleto pensativamente— cómo lo tomarán los Penderton.
      —Eso no es asunto nuestro.
      La carita de Anacleto estaba ensombrecida y preocupada. Permanecía de pie con las manos apoyadas en la barandilla de los pies de la cama. Alison se figuró que Anacleto quería preguntarle algo más, y le miró, esperando. Al fin el criado preguntó, anhelante:
      —¿Cree usted que podremos vivir en un hotel?

       Aquella tarde el capitán Penderton bajó a las cuadras para dar su paseo habitual a caballo. El soldado Williams estaba todavía de servicio, aunque aquel día tenía que quedar libre a las cuatro. El capitán le habló sin mirarle, con voz chillona y arrogante.
      —Ensíllame a Firebird, el caballo de la señora Penderton.
      El soldado Williams no se movió, y miró el rostro blanco y tenso del capitán.
      —¿Cómo ha dicho, mi capitán?
      —Firebird —replicó el capitán—, el caballo de la señora Penderton.
      Aquella orden le sorprendía; el capitán Penderton sólo había montado tres veces a Firebird, y en aquellas ocasiones su mujer estaba con él. El capitán no tenía caballo propio, y montaba los caballos del campamento. Mientras esperaba en el patio, el capitán estiraba nerviosamente las puntas de su guante. Y cuando sacaron a Firebird, se mostró descontento; el soldado había puesto la montura plana, de tipo inglés, de la señora Penderton, y el capitán prefería una McClellan del ejército. Mientras le cambiaban la montura, el capitán miró los ojos redondos y purpúreos del caballo y vio en ellos una imagen líquida de su propio rostro asustado. El soldado Williams sostuvo las riendas mientras montaba. El capitán se sentó muy tieso, con las mandíbulas muy apretadas y pegando las rodillas desesperadamente a la montura. El soldado seguía impasible con la mano en la brida.
      Al cabo de un momento dijo el capitán:
      —Bueno, muchacho, ya ves que estoy montado. ¡Suéltale!
      El soldado Williams dio unos pasos atrás. El capitán cogió tirantes las riendas y puso los muslos rígidos. No ocurría nada. El caballo no bajó la cabeza ni apoyó en el filete, como hacía todas las mañanas con la señora Penderton; esperó tranquilamente la señal de echar a andar. El capitán sintió una alegría maligna y repentina.
      —Vaya —pensó——, ella ha acabado con el nervio del caballo; ya sabía que iba a ocurrir esto.
      Clavó los talones y azotó al caballo con su fusta corta y trenzada. Se lanzaron a galope por la pista.
      La tarde estaba hermosa y soleada. El aire era estimulante, agridulce con el olor de los pinos y las hojas podridas del suelo. No se veía una nube en el ancho cielo azul. El caballo, que no había sido trabajado aquel día, parecía loco de placer al galopar libremente. Firebird, como la mayoría de los caballos, podía ponerse dificil de manejar si se le daba rienda suelta al salir de la cuadra. El capitán lo sabía; y, sin embargo, hizo algo muy extraño: había galopado rítmicamente algo más de un kilómetro cuando de pronto, sin acortar previamente las riendas, el capitán detuvo al caballo en seco.
      Tiró de las riendas con una fuerza tan inesperada que Firebird perdió el equilibrio, reculó y se fue a la empinada. Después se quedó inmóvil, sorprendido pero dócil. El capitán estaba muy satisfecho.
      Por dos veces repitió la maniobra. Dejaba galopar a Firebird hasta que le cogía gusto a la libertad y le paraba de pronto sin aviso. Esta forma de obrar no era nueva en el capitán. Muchas veces en su vida se había impuesto extrañas y pequeñas mortificaciones, que no hubiera podido explicar fácilmente a los demás.
      La tercera vez se detuvo como antes, pero en aquel momento ocurrió algo que desconcertó por completo al capitán y desvaneció instantáneamente su satisfacción: estaban quietos, a solas en el sendero, cuando el caballo volvió lentamente la cabeza y miró al capitán a la cara. Y entonces bajó la cabeza deliberadamente, con las orejas echadas hacia atrás.
      El capitán sintió de pronto que el caballo iba a tirarle, y no sólo a tirarle, sino a matarle. Había tenido siempre miedo de los caballos; montaba sólo porque había que montar, y porque era una de las formas de atormentarse. Había hecho cambiar la cómoda montura de su mujer por la pesada McClellan, por la simple razón de que el alto borrén le ofrecía un asidero en caso de apuro. Ahora estaba rígido, tratando de sujetarse a un tiempo a la montura y a las riendas. Y entonces, tan grande era su pánico, se dio por vencido de antemano, sacó los pies de los estribos, se llevó las manos a la cara y miró en torno para ver dónde iba a caer. Pero su desfallecimiento duró sólo unos momentos; cuando comprendió que, después de todo, el caballo no iba a tirarle, le invadió un gran sentimiento de triunfo. Se lanzaron a galope una vez más.
      El sendero subía entre pinos. Ahora se acercaban a la cumbre desde la que se podían ver kilómetros enteros de la reserva. En el horizonte el bosque de pinos formaba una línea oscura contra el claro cielo de otoño. Atraído por la belleza del paisaje, el capitán pensó en detenerse un momento y acortó riendas. Pero entonces ocurrió algo totalmente inesperado, un incidente que pudo costar la vida al capitán. Iban todavía al galope, cuando alcanzaron la cima; en aquel momento, de un modo repentino, a la velocidad de un diablo, el caballo torció a la izquierda y se lanzó ladera abajo.
      Al capitán le cogió tan de sorpresa que se salió de la silla. Quedó caído sobre el cuello del caballo, con los pies balanceándose, sin estribos. Consiguió sujetarse, agarrándose a las crines con una mano y sosteniendo débilmente las riendas con la otra, y pudo al fin volver a sentarse en la montura. Pero fue todo lo que consiguió. Corrían a una velocidad tan desenfrenada que la cabeza le daba vueltas si abría los ojos. No pudo afianzarse en la silla lo suficiente para controlar las riendas. Y comprendió que, aunque llegara a hacerse con las riendas, no serviría para nada; no estaba ya en su mano el detener al caballo. Cada músculo, cada nervio de su cuerpo tenía ahora una única misión: sostenerle.
      Con una velocidad digna de su padre el campeón, Firebird volaba sobre la espaciosa pradera que separaba la cumbre de los bosques. La hierba brillaba dorada y rojiza bajo el sol. Y de pronto sintió el capitán que una sombra verde caía sobre ellos, y supo que habían entrado en el bosque por alguna vereda. Pero el caballo no acortaba la velocidad, a pesar de haber dejado atrás el campo abierto. El asombrado capitán se mantenía medio echado sobre el caballo. Una espina de una rama le desgarró la mejilla izquierda. No sintió dolor, pero vio con sobresalto la sangre de un rojo vivo que caía sobre su brazo. Se echó tanto sobre el caballo que el lado derecho de su cara rozaba el pelo corto y áspero del cuello de Firebird. Se agarró desesperadamente a las crines, a las riendas y al borrén, sin atreverse a levantar la cabeza por miedo a rompérsela contra la rama de un árbol. Le martilleaban dos palabras en el corazón; las formó silenciosamente con sus labios temblorosos, como si no le quedara el suficiente aliento para murmurar:
      —Estoy perdido.
      Y en aquel momento en que daba su vida por perdida, el capitán empezó a vivir inesperadamente. Una alegría inmensa y loca surgió a través de él. Nunca había sentido una emoción como aquélla, tan repentina como el súbito arranque del caballo ladera abajo. Tenía los ojos vidriosos y medio cerrados, como en un delirio, pero veía las cosas como no las había visto nunca hasta entonces. El mundo era un calidoscopio, y cada una de las múltiples visiones que se le ofrecían se grababan en su mente con una viveza ardiente. En el suelo, medio enterrada entre las hojas, había una florecilla, de un blanco sorprendente y de hermosa forma. Una piña en una rama, el vuelo de un pájaro en el cielo azul, un vivo rayo de sol sobre el oscuro verdor de los árboles… todo lo veía como por primera vez. Notaba la pureza del aire y sentía la maravilla de su propio cuerpo tenso, de su corazón palpitante, sentía el milagro de la sangre, los músculos, los nervios, el hueso.
      Ya no estaba aterrado; había ascendido a aquel nivel de la conciencia en que el místico siente que la tierra forma parte de él y él de la tierra. Iba agarrado como un cangrejo al caballo desbocado, y había una mueca de éxtasis en su boca ensangrentada.
      El capitán no supo cuánto duró aquella loca carrera. Hacia el final comprendió que habían salido del bosque y que estaban galopando en una llanura abierta. Le pareció ver a un hombre tendido al sol sobre una peña y a un caballo pastando. No le sorprendió y lo olvidó un momento. Lo único que le interesaba ahora era notar que, cuando entraban de nuevo en el bosque, el caballo iba cediendo. Lleno de pánico, el capitán pensó:
      «Cuando esto termine, todo habrá acabado para mí.»
      El caballo trotaba ahora exhausto, y al fin se detuvo. El capitán se enderezó sobre la montura y miró a su alrededor. Azotó al caballo en la cara y dieron unos cuantos pasos inseguros. Luego el capitán no pudo hacerle avanzar más. Desmontó, temblando. Despacio y metódicamente ató el caballo a un árbol. Rompió una vara larga y con todas las fuerzas que le quedaban empezó a azotar salvajemente a Firebird. El caballo respiraba fatigosamente, y al principio se movía, inquieto, en torno al árbol, con el pelo oscuro y rizado por el sudor. El capitán siguió golpeándole. Finalmente, el caballo se quedó inmóvil y resopló. Un charco de sudor oscurecía la paja de pino bajo su cuerpo, y la cabeza le colgaba, rendida. El capitán tiró la vara. Estaba lleno de sangre y tenía la cara y el cuello enrojecidos por el roce con el pelo del caballo. Apenas podía tenerse en pie, pero no se había calmado su ira. Se dejó caer en el suelo y quedó en una extraña postura, con la cabeza entre los brazos. Allí, solo en el bosque, parecía un muñeco roto y olvidado. Empezó a llorar con fuertes gemidos.
      Perdió el conocimiento durante unos minutos. Cuando volvió en sí tuvo como una visión de su pasado. Era como contemplar su propia vida en el agua profunda de un pozo. Recordó su niñez. Le habían educado cinco tías solteronas. Sus tías no eran amargas más que cuando estaban solas; reían mucho y estaban siempre organizando meriendas, excursiones domingueras a las que invitaban a otras solteronas. Pero habían utilizado al niño como una especie de palanca para levantar el peso de sus pesadas cruces. El capitán no había conocido nunca un verdadero cariño. Sus tías le agobiaban con efusiones sentimentales, y, no sabiendo hacer nada mejor, él les pagaba con la misma falsa moneda. Además, el capitán era del Sur, y sus tías nunca le permitieron olvidarlo. Por la parte materna descendía de hugonotes que habían emigrado de Francia en el siglo XVII, habían vivido en Haití hasta la gran revuelta y más tarde se establecieron en Georgia como plantadores, antes de la Guerra Civil. Tenía tras él una historia de bárbaro esplendor, de ruina y pobreza, de altivez familiar. Pero la actual generación no había dado mucho de sí; el único primo hermano del capitán era policía en Nashville. Como era un gran esnob, sin verdadera dignidad, el capitán concedía demasiada importancia a las pasadas grandezas de su familia.
      Pataleó en la pinocha y rompió en un sollozo que resonó débilmente en el bosque. De pronto se calló y se quedó inmóvil. Una sensación extraña, que venía apoderándose de él desde hacía un rato, tomó cuerpo de pronto. Estaba seguro de que había alguien cerca de él. Se dio vuelta penosamente.
      Al principio no pudo creer lo que veía: a dos metros de él, apoyado en un roble, estaba mirándole aquel joven soldado cuyo rostro tanto odiaba. El soldado iba completamente desnudo; su cuerpo esbelto brillaba con la última luz del sol. Miraba al capitán con ojos vagos, impersonales, como si observara un insecto extraño. El capitán estaba demasiado paralizado por la sorpresa para poder moverse. Intentó hablar, pero de su garganta salió tan sólo un sonido ronco. El soldado volvió la vista al caballo. Firebird estaba todavía empapado de sudor, y tenía verdugones en la grupa. Parecía que en una tarde se había convertido, de un purasangre, en un penco de labranza.
      El capitán estaba echado en el suelo, entre el soldado y el caballo. El joven desnudo no se molestó en rodear su cuerpo tendido: se apartó del roble y pasó sobre el oficial. El capitán vio muy cerca de su cara un pie descalzo del soldado; era un pie delgado y delicado, con un arco interior alto, surcado por venas azules. El soldado desató al caballo y le puso la mano en el hocico con un gesto acariciador. Y entonces, sin mirar al capitán, se llevó el caballo a través del bosque espeso.
      Todo había ocurrido tan rápidamente que el capitán no tuvo oportunidad de levantarse ni de decir una palabra. Se quedó pensando en las líneas puras del cuerpo del joven. Gritó algo inarticuladamente y no recibió respuesta. Sintió que la ira le invadía. Era una oleada de odio hacia el soldado, tan fuerte como el júbilo que había sentido sobre el caballo desbocado. Todas las humillaciones, las envidias, todos los temores de su vida confluyeron en aquel odio inmenso. Se levantó tambaleándose y echó a andar ciegamente por el bosque ya oscuro.
      No sabía dónde se encontraba ni a qué distancia estaba del campamento. En su mente se mezclaban una docena de proyectos para hacer sufrir al soldado. Y, en el fondo de su corazón, el capitán sabía que el odio, apasionado como el amor, duraría tanto como su propia vida.
      Después de caminar durante mucho tiempo, cuando ya había caído la noche, encontró un sendero conocido.

       La fiesta de los Penderton empezó a las siete, y media hora después estaba ya la casa llena. Leonora, elegantemente vestida de terciopelo color crema, recibía sola a sus invitados. Cuando le preguntaban por el capitán, respondía que no sabía dónde diablos podía estar; que a lo mejor se había escapado de casa. Todos reían y repetían aquella salida de Leonora; imaginaban al capitán corriendo mundo con un palo al hombro y un gran pañuelo rojo atado al palo, con todos sus cuadernos y papeles dentro. Luego explicaba Leonora que su marido había pensado ir a la ciudad después de montar, y que quizá había tenido el coche una avería.
      La gran masa del comedor aparecía repleta de manjares. El ambiente estaba tan cargado de olores de jamón, chuletas y whisky, que parecía que se podía comer el aire con cuchara. Del cuarto de estar llegaba el sonido de un acordeón, reforzado de vez en cuando por algunas voces desafinadas. El bar era probablemente el lugar más animado de la reunión. Anacleto, con un aire muy solemne, servía copas de ponche calmosamente. Vio al teniente Weincheck, que estaba solo junto a la puerta, y dedicó más de un cuarto de hora a pescar guindas y trocitos de fruta para ofrecerle aquella copa escogida, mientras una docena de oficiales esperaban a ser servidos. Había tal ruido de conversaciones que se hacía imposible seguir ninguna de ellas. Se hablaba de la última disposición del gobierno sobre el ejército, de algún suicidio reciente… Por debajo, del rumor general, y después de asegurarse de que el comandante Langdon no estaba por allí cerca, empezó a circular un chisme por toda la reunión: aseguraban que el pequeño criado filipino perfumaba cuidadosamente las muestras de orina de Alison Langdon antes de enviarlas al hospital para los análisis.
      Había allí demasiada gente, y las apreturas comenzaban a ocasionar pequeñas catástrofes; una tarta se había caído de la bandeja, y los invitados, sin darse cuenta, la arrastraban con los zapatos escaleras arriba.
      Leonora estaba muy animada. Tenía una broma para cada uno, y daba amistosas palmaditas en la calva del coronel, un viejo favorito suyo. En una ocasión dejó a sus invitados para llevar personalmente una copa al animador de la ciudad que tocaba el acordeón.
      —¡Dios mío, qué talento tiene este chico! —exclamó—. ¡Toca todo lo que le tararean!… Oh, bella ala roja… ¡Lo toca todo!
      —Sí, es estupendo —aseguró el comandante Langdon, y miró al grupo que les rodeaba—. Pero mi mujer prefiere las murgas clásicas: Bach y cosas de ésas, ya saben. Para mí es como tragarme un puñado de lombrices. A mí que me den el vals de La viuda alegre y cosas así. ¡Música melodiosa!
      El melodioso vals, junto con la llegada del general, aquietó algo a la concurrencia. Leonora estaba disfrutando tanto con su fiesta que hasta pasadas las ocho no empezó a preocuparse por su marido. Algunos de los invitados comentaban ya la inexplicable ausencia del dueño de la casa. Incluso se murmuraba si no habría ocurrido algún accidente, o si se trataría de un escándalo inesperado. En vista de ello, hasta los que habían llegado temprano tendían a quedarse más tiempo del acostumbrado en esa clase de reuniones; la casa estaba tan abarrotada que se necesitaba un agudo sentido de la estrategia para ir de una habitación a otra.
      Mientras tanto, el capitán Penderton esperaba a la entrada del picadero con una linterna y con el sargento de cuadras. Había llegado al campamento ya entrada la noche y contó que el caballo le había tirado y se había escapado. Estaban esperando que Firebird encontrase el camino de vuelta. El capitán se había lavado la herida de la cara y luego había ido en coche al hospital, donde le dieron tres puntos en la mejilla. Pero no podía volver a casa. No se atrevía a presentarse ante Leonora hasta que el caballo estuviese de vuelta; pero la verdadera razón de su retraso era que esperaba al hombre a quien tanto odiaba. La noche era templada, y la luna estaba en creciente.
      A las nueve oyeron a lo lejos el ruido, muy lento, de unos cascos. Al cabo de un rato vieron aparecer las sombras del soldado Williams y de los dos caballos. El soldado les llevaba de la brida. Deslumbrado, se acercó a la linterna. Miró al capitán a la cara, con una mirada tan larga y extraña que el sargento se sintió molesto y asustado. No sabía qué partido tomar, y dejó que el capitán resolviera la situación. El capitán estaba silencioso, pero le temblaban los párpados y la dura línea de la boca. Siguió al soldado Williams a las cuadras. El soldado llenó de pienso los pesebres de los caballos y empezó a cepillarles. No dijo una palabra, y el capitán se quedó a la puerta de la cuadra, observándole. Miraba sus manos delicadas y hábiles, y la suave curva de su cuello; se sentía invadido por un sentimiento mezcla de repulsa y fascinación: era como si él y el joven soldado estuvieran enzarzados, desnudos y cuerpo a cuerpo, en una lucha a muerte. Tenía los músculos de las caderas tan débiles que apenas podía tenerse en pie. Sus ojos, entre los párpados temblorosos, eran como ardientes llamas azules. El soldado terminó tranquilamente su trabajo y salió de la cuadra. El capitán le siguió y estuvo observándole hasta que le vio perderse en la noche. No habían cruzado una palabra.
      Sólo cuando estuvo dentro de su automóvil recordó el capitán la fiesta de su casa.

       Anacleto no volvió junto a su ama hasta muy tarde. Apareció a la puerta del cuarto de Alison con una cara bastante verdosa y ajada, ya que las multitudes le cansaban extraordinariamente.
      —Ah —exclamó filosóficamente—, el mundo está amasado con demasiadas personas.
      Alison notó, sin embargo, por cierto brillo en los ojos del criadito, que había ocurrido alguna cosa. Anacleto entró en el cuarto de baño de ella y se subió las mangas de su chaqueta de hilo amarilla para lavarse las manos.
      —¿Ha venido el teniente Weincheck a verla?
      —Sí, ha estado aquí un rato.
      El teniente había estado deprimido. Alison le había enviado a buscar en el piso de abajo una botella de jerez. Después de beber una copa, el teniente se sentó junto a la cama y jugaron una partida de Russian Bank. Cuando ya era demasiado tarde, Alison cayó en la cuenta de que había tenido muy poco tacto al proponerle aquel juego, pues el teniente apenas distinguía las cartas y trataba de disimular su incapacidad ante ella.
      —Le acaban de anunciar que la revisión médica no le admite —dijo Alison—. Pronto le darán el retiro.
      —¡Qué lástima! —dijo Anacleto, y añadió—: De todos modos, si yo fuera él, me alegraría.
      El médico le había dado a Alison un medicamento nuevo aquella tarde, y desde el espejo del cuarto de baño veía ella cómo examinaba Anacleto la botella cuidadosamente y luego probaba un poco del medicamento antes de llevárselo a su ama. A juzgar por su expresión, no le gustó mucho el sabor. Pero sonreía animosamente cuando entró de nuevo en el cuarto.
      —No puede usted figurarse la fiesta —dijo—. ¡Qué gran constelación!—Consternación, Anacleto.
      —Como usted quiera. El capitán Penderton llegó con dos horas de retraso a su propia fiesta. Y cuando entró, pensé que un león lo había medio devorado. El caballo le había tirado en unas zarzas y se había escapado después. Jamás ha visto usted una cara semejante.
      —¿Se ha roto algún hueso?
      —A mí me hacía el efecto de que tenía la espalda rota —dijo Anacleto, con cierta satisfacción—. Pero lo estaba disimulando bastante bien: subió a su cuarto a ponerse el traje oscuro y trataba de demostrar que se sentía bien. Ahora ya se han ido todos, menos el comandante y el coronel del pelo rojo, el de la mujer con aspecto de prosibruta.
      —Anacleto —le reprendió Alison sin dureza. Anacleto había usado muchas veces la palabra «prosibruta» sin que ella llegara a comprender el significado; al principio pensaba que sería alguna expresión filipina, hasta que cayó en la cuenta de que quería decir «prostituta».
      Anacleto se encogió de hombros, y de pronto se volvió a su ama, con la cara arrebolada.
      —¡Odio a la gente! —exclamó con vehemencia—. En la fiesta, alguien iba contando una broma sin saber que yo estaba por allí. ¡Y era vulgar, insultante y falsa!
      —¿A qué te refieres?
      —No quiero contárselo a usted.
      —Bueno, pues no pienses más en ello —dijo Alison—. Vete a la cama y descansa bien.
      Alison estaba preocupada por la actitud de Anacleto. Pensó que también ella odiaba a la gente. Todas las personas que había conocido en los últimos cinco años tenían algo desagradable; es decir, todas las personas menos Weincheck y, desde luego, Anacleto y la pequeña Catherine. Morris Langdon, con su aire torpe, era todo lo estúpido y egoísta que puede ser un hombre. Leonora no era más que un animal, y el ladronzuelo de Weldon Penderton un perfecto degenerado. ¡Bonita pandilla! Hasta a sí misma se detestaba. Si no fuera por aquella sórdida indecisión, y si hubiera tenido una pizca de dignidad, ella y Anacleto no estarían en casa esta noche.
      Se volvió hacia la ventana y contempló la noche. Se había levantado viento, y en el piso de abajo una ventana abierta golpeaba contra la pared. Apagó la luz para poder mirar fuera. Orión estaba maravillosamente claro y brillante esta noche. En el bosque, las copas de los árboles se movían con el viento como olas oscuras. Entonces, al bajar la mirada hacia la casa de los Penderton, vio de nuevo a un hombre que esperaba, de pie en la linde del bosque. El hombre quedaba oculto por los árboles, pero su sombra se destacaba claramente sobre la hierba del prado. Alison no podía distinguir los rasgos de aquella persona, pero estaba convencida de que era un hombre que se escondía allí. Le estuvo observando diez minutos, veinte minutos, media hora. El hombre no se movía. Alison se sentía tan excitada que empezó a pensar que quizá se estaba volviendo loca de verdad. Cerró los ojos y contó de siete en siete hasta doscientos ochenta. Cuando volvió a mirar, la sombra había desaparecido. Su marido llamó a la puerta. Al no recibir respuesta, movió el picaporte con cuidado y miró dentro del cuarto.
      —Querida, ¿estás dormida? —preguntó con una voz capaz de despertar a un muerto.
      —Sí —contestó ella agriamente—. Dormida como un tronco.
      El comandante, intrigado, dudaba entre cerrar la puerta o entrar. Desde su cama podía notar Alison que su marido había hecho muchas visitas al bar de Leonora.
      —Mañana voy a decirte una cosa —le advirtió—. Tienes que saber más o menos de qué se trata; así que vete preparando.
      —No tengo la menor idea —dijo el comandante en tono desamparado—. ¿He hecho algo malo?
      —se examinó durante unos momentos—. Pero si se trata de dinero para algo especial, no lo tengo, Alison. He perdido un dineral en un partido de fútbol, y con la manutención de mi caballo… —La puerta se cerró prudentemente.
      Era más de medianoche, y Alison estaba sola de nuevo. Aquellas horas entre las doce y la madrugada solían ser espantosas. Si se le ocurría decir a Morris que no había dormido en absoluto, él, naturalmente, no le creía. Tampoco creía que estaba enferma. Hacía cuatro años, cuando su salud empezó a fallar, Morris se había alarmado. Pero cuando una calamidad seguía a otra (empiema, nefritis, y ahora esta enfermedad del corazón), Morris llegó a irritarse y terminó por no creerle. Pensaba que todo era pura neurastenia y que Alison sólo trataba de soslayar sus deberes, es decir, la rutina de los deportes y de las reuniones que él juzgaba necesarias. Además, al rechazar las invitaciones hay que dar a las señoras una excusa clara y sencilla, porque si empieza uno a poner pretextos de una dase y de otra, por muy lógicos que parezcan, las señoras no lo creen. Alison oía a su marido andar por su cuarto sosteniendo una larga argumentación consigo mismo. Encendió la luz de cabecera y se puso a leer.
      A las dos tuvo de pronto la sensación de que iba a morir aquella noche. Se sentó apoyada en las almohadas: una mujer joven con el rostro ya anguloso y ajado, que dirigía sus ojos inquietos de una pared a la otra. Movía la cabeza con un pequeño tic extraño, levantando la barbilla hacia adelante y hacia los lados, como si se estuviera atragantando con algo. Aquella habitación silenciosa le parecía llena de ruidos alarmantes. En el cuarto de baño, el agua goteaba en el lavabo. El reloj que había sobre la chimenea, un antiguo reloj de péndulo con cisnes blancos y dorados pintados en el cristal de la caja, sonaba apagadamente. Pero había otro ruido todavía más fuerte y que la llenaba de angustia: los latidos de su propio corazón. Una gran confusión se estaba apoderando de su cuerpo; su corazón parecía brincar; de pronto golpeaba deprisa como los pasos de alguien que corre, daba un salto y caía después con una violencia que la hacía estremecerse. Con movimientos lentos y cautelosos abrió el cajón de la mesilla de noche y sacó la labor.
      «Tengo que pensar en algo agradable», se dijo, razonablemente.
      Empezó a recordar la época más feliz de su vida. Tenía veintiún años y durante nueve meses había estado tratando de meter un poco de Cicerón y de Virgilio en las cabezas de unas colegialas. Luego llegaron las vacaciones, y se encontró en Nueva York con doscientos dólares en el bolsillo. Subió a un autobús y se dirigió hacia el Norte, sin saber adónde iría. Y en un lugar de Vermont vio un pueblo que le gustó, bajó del autobús y en pocos días encontró y alquiló una casita en medio de los bosques. Había llevado consigo a su gato, Petronio. Y antes de terminar el verano hubo de poner una terminación femenina al nombre del animal, que inesperadamente tuvo una carnada de gatitos. Varios chuchos sin amo se fueron a vivir con ella, y una vez por semana tenía que bajar al pueblo a comprar comida para los gatos, los perros y para sí misma. Todos los días, mañana y noche, durante aquel verano delicioso, se preparaba sus comidas favoritas: chile con carne, zwieback y té. Por las tardes iba a por leña al bosque, y al anochecer se sentaba en la cocina con los pies sobre el hogar y leía o cantaba en alta voz.
      Los labios de Alison, pálidos y blancos, se movían murmurando palabras mientras miraba fijamente hacia los pies de la cama. De pronto dejó caer la labor y contuvo el aliento. Su corazón había dejado de latir. La habitación estaba silenciosa como un sepulcro, y Alison permanecía con la boca abierta y la cabeza de lado sobre la almohada. Estaba aterrada, pero cuando quiso gritar para romper aquel silencio, no salió ningún sonido de su garganta.
      Alguien dio unos golpecitos en la puerta, pero ella no los oyó. Tampoco se enteró, hasta pasados unos momentos, de que Anacleto había entrado en el cuarto y le sostenía una mano entre las suyas. Después de aquel silencio largo, terrible (que sin duda había durado más de un minuto), su corazón latía de nuevo; los pliegues de su camisón se movían ligeramente sobre su pecho.
      —¿Un mal rato? —le preguntó Anacleto con una vocecilla animada y alentadora. Pero su rostro, mientras la miraba, tenía la misma mueca enfermiza que el rostro de Alison, con el labio de arriba estirado sobre los dientes.
      —Me he asustado tanto… —dijo—. ¿Ha pasado algo?
      —No ha pasado nada. Pero no se ponga usted así. —Sacó su pañuelo del bolsillo de su chaqueta y lo introdujo en un vaso de agua para humedecer la frente de Alison—. Voy a bajar a coger mis cosas para quedarme con usted hasta que se duerma.
      Volvió con sus acuarelas y con una bandeja con leche malteada. Encendió fuego en la chimenea y colocó una pequeña mesa de juego delante del hogar. La presencia del criadito era un consuelo tan grande que Alison sentía deseos de llorar de alivio. Después de colocar la bandeja al lado de Alison, Anacleto se instaló confortablemente ante la mesa de juego y empezó a beber su leche caliente con golosos sorbos pequeños y lentos. Ésta era una de las cosas que Alison apreciaba más en Anacleto: tenía el don de saber convertir cualquier ocasión en una especie de fiesta. Su actitud no era la de quien ha abandonado el lecho a altas horas de la noche para hacer compañía a una mujer enferma, sino que parecía que hubieran escogido libremente aquella hora, y no otra, para celebrar una fiesta especial. Siempre que tenía que atravesar por alguna circunstancia penosa, Anacleto se las arreglaba para inventar algo agradable. Y ahora estaba sentado, con una servilleta blanca sobre las rodillas cruzadas, bebiendo su copa con tanta ceremonia como si en vez de leche malteada fuera un vino de marca, aunque le gustaba aquel sabor tan poco como a la misma Alison; compraba la leche malteada porque le deslumbraban las prometedoras etiquetas.
      —¿Tienes sueño? —preguntó Alison.
      —No, en absoluto. —Pero al oír la palabra «sueño» se sintió tan fatigado que no pudo evitar un bostezo. Se volvió a otro lado, lealmente, y trató de aparentar que había abierto la boca para tocarse su nueva muela del juicio con un dedo—. Dormí la siesta esta tarde, y he descansado muy bien hasta ahora. He soñado con Catherine.
      Alison nunca podía pensar en su niña sin sentir una emoción tan intensa de amor y pena que era como un peso insoportable sobre su pecho. No era verdad que el tiempo pudiera atenuar el dolor de aquella pérdida. Ahora tenía Alison un mayor dominio sobre sí misma, y eso era todo. No había cambiado después de aquellos once meses de alegría, tensión y sufrimiento. Habían enterrado a Catherine en el cementerio del campamento donde se hallaban destinados entonces. Y la imagen precisa y lacerante del cuerpecito de la niña en su tumba había atormentado a Alison durante mucho tiempo. Pensaba constantemente con horror en la descomposición de aquel cuerpo, en el pequeño esqueleto abandonado y solo; y llegó a tal estado de obsesión que, después de muchos papeleos, consiguió al fin que desenterrasen el ataúd. Llevó lo que quedaba del cuerpecillo al crematorio de Chicago y esparció después las cenizas en la nieve. Ahora, todo lo que quedaba de Catherine eran los recuerdos que compartían Anacleto y ella.
      Alison esperó a que su voz se tranquilizara y luego preguntó:
      —¿Qué es lo que has soñado?
      —Algo muy extraño —dijo Anacleto con calma—. Era como tener una mariposa en mis manos. Yo la mecía en mi regazo; entonces empezaron de pronto las convulsiones, y usted estaba intentando hacer correr el agua caliente. —Anacleto abrió la caja de pinturas y ordenó los papeles, los pinceles y las acuarelas.
      El fuego iluminaba su pálido rostro y ponía un reflejo brillante en sus ojos negros.
      —Entonces cambiaba el sueño, y, en lugar de Catherine, yo sostenía en mis rodillas una de las botas del comandante que hoy he tenido que limpiar dos veces. La bota estaba llena de ratoncitos recién nacidos, que se retorcían y se escurrían, y yo quería meterlos dentro de la bota para que no treparan por mí. ¡Puf!, era como…
      —¡Calla, Anacleto! —dijo Alison, estremeciéndose—. ¡Por favor! Anacleto empezó a pintar y Alison le observaba. El criadito introducía el pincel en el vaso y el agua se iba tiñendo de nubecillas malva. El rostro de Anacleto parecía pensativo, inclinado sobre el papel, y en una ocasión se detuvo para tomar rápidamente unas medidas con la regla sobre la mesa. Alison estaba segura de que Anacleto tenía mucho talento para la pintura. Era bastante hábil en sus otras tareas, pero sobre todo era imitativo, casi un monito, como decía el comandante. Pero en sus acuarelas y dibujos sabía ser original. Cuando estuvieron destinados cerca de Nueva York, Anacleto iba por las tardes a la ciudad, a la Liga de Estudiantes de Arte; y Alison se había sentido muy orgullosa, aunque no sorprendida, al ver, en la exposición que se hizo de las obras de los alumnos, cuántas personas se detenían ante los cuadros de Anacleto y volvían una y otra vez a contemplarlos. Sus pinturas eran primitivas y refinadas a la vez, y producían en quien las contemplaba una extraña sensación de encanto. Pero Alison no conseguía que el filipino tomara con suficiente seriedad su talento y trabajara con más tesón.
      —La cualidad de los sueños —estaba diciendo Anacleto suavemente—. Qué cosa más extraña. En las Filipinas, por las tardes, cuando la almohada está húmeda y el sol entra en el cuarto, el sueño es de una clase. Y en el Norte, cuando nieva por la noche…
      Pero ya Alison volvía a su estado de angustia y no le escuchaba.
      —Dime —le interrumpió de pronto—. Cuando te enfadaste esta mañana y dijiste que ibas a abrir una tienda de telas en Quebec, ¿pensabas en algo concreto?
      —Claro que sí —dijo Anacleto—. Ya sabe usted que siempre he deseado ver la ciudad de Quebec. Y creo que no hay en el mundo nada tan agradable como manejar hermosos tejidos.
      —Y eso es todo lo que pensabas… —dijo Alison. Su voz no tenía el tono de una pregunta, y Anacleto no le contestó—. ¿Cuánto dinero tienes en el banco?
      Anacleto meditó un momento, con el pincel suspendido sobre el vaso.
      —Cuatrocientos dólares y seis centavos. ¿Quiere usted que los saque?
      —Ahora no. Pero podremos necesitarlos más adelante.
      —Por el amor de Dios, no se preocupe usted. No se arregla nada así.
      La habitación estaba llena del resplandor rosa del fuego y de sombras cambiantes y grises. El reloj dejó oír un leve zumbido y dio las tres.
      —¡Mire! —dijo Anacleto de pronto. Arrugó el papel sobre el que había estado pintando y lo tiró. Se sentó en actitud pensativa, con la barbilla en las manos, mirando a las llamas—. Un pavo real de una especie de verde fantasmal. Con un inmenso ojo dorado. Y en el ojo, reflejos de algo delicado y…
      Esforzándose por encontrar la palabra adecuada, levantó la mano con el pulgar y el índice unidos. Su mano formó en la pared una gran sombra, a su espalda.
      —Delicado y…
      —Grotesco —añadió Alison.
      Anacleto asintió:
      —Exacto.
      Pero cuando ya había empezado a pintar, algún ruido que se oyó en el silencio de la habitación, o quizá el eco de la voz de su ama, le hizo volverse de pronto.
      —¡No! —exclamó—. ¡No!
      —Y al precipitarse hacia la cama, tiró el vaso de agua, que se rompió en el suelo.

       El soldado Williams, aquella noche, sólo estuvo una hora en la habitación donde dormía la mujer del capitán. Había esperado cerca de la linde del bosque durante la fiesta. Después, cuando se marcharon casi todos los invitados, se quedó detrás de la ventana del cuarto de estar hasta que el capitán y su mujer subieron a acostarse. Más tarde entró en la casa como la otra vez. También esta noche brillaba la luna clara y plateada en la habitación. La Señora estaba echada de lado, con su tibio rostro ovalado entre las manos un tanto sucias. Tenía puesto un camisón de seda, y el embozo de la cama le llegaba por la cintura. El soldado se agachó silenciosamente al lado de la cama. Al cabo de un rato alargó la mano con cuidado y tocó con dos dedos la tela brillante del camisón.
      Había mirado a su alrededor al entrar en el cuarto. Se había detenido un rato delante de la cómoda, contemplando los frascos, las borlas de polvos, los objetos de tocador. Un pulverizador había despertado su interés y lo había llevado junto a la ventana para examinarlo con expresión intrigada. Sobre la mesa había un plato, y en él un muslo de pollo a medio comer. El soldado lo tocó, lo olió y mordió un pedazo.
      Ahora estaba allí, en cuclillas, a la luz de la luna, con los ojos medio cerrados y una sonrisa húmeda en los labios. La mujer del capitán se movió en sueños, suspiró y se estiró. Con dedos curiosos, el soldado tocó un mechón del pelo castaño que caía suelto sobre la almohada.
      Eran más de las tres cuando el soldado Williams se quedó rígido de pronto. Miró a su alrededor y le pareció oír un ruido. En aquel momento no comprendió cuál era la causa de aquel cambio, de aquella inquietud que se había apoderado de él. Luego se dio cuenta de que habían encendido las luces de la casa vecina. En el silencio de la noche, pudo oír la voz de una mujer que lloraba. Más tarde oyó detenerse un automóvil delante de la casa iluminada. El soldado Williams volvió sin hacer ruido al vestíbulo en penumbra. La puerta del cuarto del capitán estaba cerrada. Al cabo de unos momentos, el soldado caminaba lentamente a lo largo de la linde del bosque.
      El soldado había dormido muy poco durante los últimos dos días y noches, y tenía los ojos hinchados de cansancio. Dio una vuelta alrededor del campamento hasta llegar a un atajo que llevaba directamente al cuartel. Por aquel camino no se encontraba con el centinela. Una vez en su catre, cayó en un sueño profundo; pero al amanecer, por primera vez en muchos años, tuvo una pesadilla y gritó en sueños. Un soldado que dormía frente a él se despertó y le tiró un zapato.
      Como el soldado Williams no tenía amigos entre sus compañeros de cuartel, nadie se preocupaba de sus ausencias nocturnas. Suponían que se había buscado una mujer. Muchos soldados estaban casados en secreto y algunas veces pasaban la noche en la ciudad con sus mujeres. Las luces se apagaban a las diez en el dormitorio largo y lleno de hombres; pero no todos los soldados estaban en cama a aquella hora. En ocasiones, especialmente a primeros de mes, jugaban a las cartas en el retrete durante toda la noche. El soldado Williams se había encontrado con el centinela una madrugada, cuando volvía al cuartel a eso de las tres; pero como el soldado llevaba dos años en el ejército y el que estaba de guardia le conocía, no le preguntó nada.
      Las dos noches siguientes, el soldado Williams permaneció en el cuartel y durmió normalmente. A la caída de la tarde se sentaba solo en un banco del paseo y al oscurecer iba a veces a los sitios de diversión del campamento. Estuvo en el cine y en el gimnasio. Por las noches, el gimnasio se convertía en pista de patines; había música, y un rincón con mesas donde los hombres podían sentarse a beber cerveza fresca. El soldado Williams pidió una cerveza y probó el alcohol por primera vez en su vida. Los hombres patinaban con gran estruendo en un círculo a su alrededor, y el aire olía a sudor y a cera del suelo. Tres hombres, veteranos los tres, se sorprendieron cuando el soldado Williams dejó su mesa para sentarse un rato con ellos. El joven les miró a la cara y parecía a punto de preguntarles algo. Pero no dijo nada y al cabo de un rato se marchó.
      El soldado Williams había sido siempre tan poco sociable que ni siquiera la mitad de sus compañeros de dormitorio sabían su nombre. En realidad, el nombre que usaba en el ejército no era el suyo. Cuando fue a alistarse, un sargento rudo y viejo miró su firma (L. G. Williams) y le gritó:
      —¡Escribe tu nombre, destripaterrones, tu nombre entero!
      El soldado había tardado mucho en contestar que aquellas iniciales eran su nombre, el único que tenía.
      —¿Y crees que vas a ingresar en el ejército de Estados Unidos con ese puñetero nombrecito? Voy a cambiártelo por «Ell-Gee». ¿Estamos?
      El soldado Williams dijo que sí con una cara tan indiferente que el sargento soltó una carcajada.
      —Valientes memos nos están mandando de un tiempo a esta parte —dijo, volviendo a sus papeles.
      Ahora era el mes de noviembre, y durante dos días había soplado un viento alto. En una noche, los jóvenes arces del paseo perdieron las hojas, que quedaron formando una alfombra dorada y brillante bajo los árboles; el cielo estaba lleno de nubes cambiantes. Al tercer día cayó una lluvia fría. Las hojas se pudrían y perdían color, en las calles encharcadas; al fin las barrieron. El tiempo se despejó de nuevo, y las ramas desnudas de los árboles dibujaban filigranas sobre el cielo de invierno. Por las mañanas había escarcha sobre la hierba muerta.
      El soldado Williams volvió a la casa del capitán después de cuatro noches de descanso. Esta vez, como ya conocía las costumbres de la casa, no esperó a que el capitán se fuera a acostar. A medianoche, mientras el oficial trabajaba en su despacho, subió al cuarto de La Señora y permaneció en él una hora. Después se quedó junto a la ventana del despacho y observó con curiosidad, hasta que a las dos el capitán subió al piso alto. Porque estaba ocurriendo algo que el soldado no comprendía.
      En aquellos reconocimientos, y durante las oscuras vigilias en el cuarto de La Señora, el soldado no tenía miedo. Sentía, pero no pensaba; vivía sus experiencias sin hacer ningún resumen mental de sus acciones pasadas o presentes. Cinco años atrás, L. G. Williams había dado muerte a un hombre. En una disputa por una carretilla de estiércol, apuñaló a un negro y escondió el cadáver en una cantera abandonada. Había asestado el golpe en un momento de furia, y podía recordar el color violento de la sangre y el peso del cuerpo flojo y sin vida mientras lo llevaba a cuestas por un bosque. Podía recordar el sol ardiente de aquella tarde de julio, el olor a polvo y a muerte. Había sentido cierto asombrado malestar, pero no miedo; y en ningún momento, desde aquella tarde, había acabado de grabarse en su mente la idea de que era un asesino. La mente es como un tapiz ricamente tejido, en el cual los colores provienen de las experiencias de los sentidos y el diseño está trazado por las circunvoluciones del cerebro. La mente del soldado Williams era una mezcla de colores y tonos extraños, pero no tenía trazado alguno, carecía de forma.
      Durante aquellos primeros días de invierno, el soldado Williams sólo se dio clara cuenta de una cosa: empezó a notar que el capitán le seguía. Dos veces al día, el capitán, con la cara aún vendada y enrojecida, daba cortos paseos a caballo. Y cuando volvía y entregaba el caballo a los ordenanzas, se quedaba un rato rondando delante de las cuadras. Por tres veces, yendo hacia el rancho, el soldado Williams se había vuelto y había visto al capitán a unos pasos detrás de él. Y, con demasiada frecuencia para tratarse de una casualidad, el oficial se cruzaba con él en el paseo. En una ocasión, después de uno de aquellos encuentros, el soldado se detuvo y miró atrás. El capitán se paró también a los pocos pasos y dio media vuelta. Era ya al anochecer, y el crepúsculo de invierno tenía un tono violeta pálido. Y los ojos del capitán miraban fijos, crueles y brillantes. Pasó casi un minuto antes de que los dos hombres, como de acuerdo, se volvieran para seguir sus caminos.

cuarta parte

       En un puesto del ejército no resulta fácil para un oficial entrar en contacto personal con un soldado. El capitán Penderton lo comprendía ahora. Si hubiera ocupado un cargo como el del comandante Morris Langdon, al frente de una compañía, un batallón o un regimiento, le habría sido posible cierto trato con los hombres a sus órdenes. Así, el comandante Langdon conocía los nombres y las caras de casi todos sus soldados. Pero el capitán Penderton, con su trabajo en la Escuela, no estaba en el mismo caso. Exceptuando su equitación (y en aquellos días no había hazaña ecuestre demasiado arriesgada para el capitán), no tenía posibilidad alguna de establecer relaciones con el soldado a quien había llegado a odiar.
      Y el capitán sentía una necesidad casi dolorosa de llegar a alguna clase de contacto con aquel muchacho. El recuerdo del soldado le atormentaba de continuo. Bajaba a las cuadras tantas veces como era posible. El soldado Williams le ensillaba el caballo y le sostenía las bridas mientras él montaba. Cuando el capitán sabía de antemano que iba a encontrarse con el soldado, sentía que se le iba la cabeza. Durante sus breves encuentros impersonales, sufría una extraña ausencia de impresiones sensoriales: al acercarse al soldado, no podía ver ni oír con claridad; y hasta que se había alejado a caballo y se encontraba solo de nuevo no se desarrollaba la escena en su mente. El recuerdo del rostro del joven (aquellos ojos mudos, aquellos labios llenos y sensuales, casi siempre húmedos, el flequillo infantil, de paje), la imagen entera, le resultaba intolerable. Rara vez oía hablar al soldado, pero el sonido de su confusa voz meridional resonaba constantemente en sus oídos como una canción turbadora.
      Por las tardes, a última hora, el capitán paseaba por los callejones entre las cuadras y los cuarteles con la esperanza de encontrarse al soldado Williams. Cuando le veía a lo lejos, andando con aquella graciosa dejadez, el capitán sentía contraerse su garganta hasta el punto de que apenas podía tragar. Y al encontrarse frente a frente, el soldado Williams miraba siempre vagamente por encima del hombro del capitán y saludaba muy despacio, con la mano completamente relajada. Cierta vez, cuando se acercaban el uno al otro, el capitán vio que el soldado desenvolvía un caramelo y que tiraba descuidadamente el papel en la franja de césped que bordeaba el paseo. Aquello enfureció al capitán, y, después de andar unos pasos, se volvió, recogió el papel y se lo guardó en el bolsillo.
      El capitán Penderton, que había llevado una vida severa y exenta de emociones, no se preguntaba la razón de aquel odio. Una o dos veces, al despertarse tarde por haber tomado demasiado Seconal, se sintió molesto al recordar su reciente conducta. Pero no hacía ningún esfuerzo para auto examinarse.
      Una tarde se llegó con su coche frente a los cuarteles y vio al soldado que descansaba solo en uno de los bancos. El capitán aparcó el coche a alguna distancia calle abajo y se quedó sentado observándole. El soldado estaba despatarrado, en la actitud de abandono de quien va a descabezar una siesta. El cielo era de un verde pálido y los últimos rayos de sol formaban sombras largas, agudas. El capitán estuvo observando al soldado hasta el toque de retreta. Y cuando el soldado entró en el cuartel, el capitán siguió sentado en su coche mirando la fachada del edificio.
      Se hizo de noche, y el cuartel estaba brillantemente iluminado. En un salón de recreo de la planta baja, el capitán vio a los hombres que jugaban al billar o miraban revistas. El capitán pensó en el comedor de la tropa, en las largas mesas llenas de comida caliente y en los soldados hambrientos cenando y gastándose bromas con brusca camaradería. El capitán no estaba familiarizado con la tropa, y su imaginación le hacía representar la vida del cuartel bastante adornada. Era un entusiasta de la Edad Media, y había estudiado a fondo la historia de Europa en la época feudal. Sus ideas sobre el cuartel estaban influidas por esta predilección. Al pensar en los dos mil hombres que vivían juntos en aquel enorme edificio, se sintió solo de pronto. Estaba allí sentado en su coche a oscuras, y, al mirar aquellas salas iluminadas y llenas de hombres, al oír los gritos y las voces, se le llenaron los ojos de lágrimas. Una amarga soledad le roía por dentro. Puso el coche en marcha y volvió deprisa a su casa.
      Leonora Penderton estaba echada en la hamaca al borde del bosque cuando llegó su marido. Se levantó y entró en la casa para ayudar a Susie a terminar la cocina, ya que aquella noche cenaban en casa y tenían que ir después a una reunión. Un amigo les había enviado media docena de codornices, y pensaba llevar una fuente de ellas a Alison, que había tenido un serio ataque al corazón la noche de la fiesta, hacía más de dos semanas, y estaba ahora obligada a permanecer en cama. Leonora y Susie colocaron sobre una gran bandeja de plata una fuente con dos codornices acompañadas de diversas legumbres, cuyo jugo se mezclaba en el centro de la fuente. Había también otras muchas golosinas, y cuando Leonora salió llevando la gran bandeja, Susie tuvo que seguirla con otra fuente también llena.
      —¿Por qué no te has traído a Morris? —preguntó el capitán a su mujer, cuando ésta volvió.
      —¡Pobre hombre! —dijo Leonora—. Ya se había ido. Va a comer al Club de Oficiales. ¡Imagínate!
      Ya se había vestido para la noche, y estaban delante de la chimenea del cuarto de estar, bebiendo whisky. Leonora llevaba su vestido de crespón rojo y el capitán su esmoquin. El capitán estaba nervioso y removía el hielo de su vaso.
      —¡Escucha! —dijo de pronto—. Hoy me han contado algo bueno.
      Se puso un dedo pegado a la nariz y estiró los labios sobre los dientes. Se disponía a contar una anécdota; tenía un gran sentido del humor y era un chismoso temible.
      —Hace unos días, llamaron por teléfono al general, y el ayudante, al reconocer la voz de Alison, puso en seguida la comunicación. «Mi general, tengo que pedirle un favor», decía la voz de un modo muy fino y comedido. «Quisiera que fuese usted tan amable que impidiera a ese soldado que se levantase a tocar la corneta a las seis de la mañana. Siempre despierta a la señora Langdon.» Hubo una larga pausa, y al fin dijo el general: «Perdone, pero no acabo de comprender.» Repitieron la petición, y hubo una pausa más larga todavía. «Pero dígame, por favor», dijo al fin el general, «¿con quién tengo el gusto de hablar?». La voz respondió: «Aquí, el garçon de maison de la señora Langdon, Anacleto. Muchísimas gracias.»
      El capitán esperó, porque no era de los que ríen sus propios chistes. Pero tampoco Leonora se reía; parecía intrigada.
      —¿Quién dijo que era?
      —Quería decir «ayuda de cámara» en francés.
      —¿Y dices que Anacleto pidió al general que suprimiera el toque de diana? Bueno, es lo más disparatado que he oído en mi vida; no puedo creerlo.
      —¡No, mujer! —dijo el capitán—. Si no ha ocurrido de verdad; es una broma, un chiste.
      Leonora no acababa de comprender. Ella no era chismosa. En primer lugar, encontraba siempre cierta dificultad para imaginar una situación que no estuviera presenciando con sus propios ojos. Además, carecía de malicia.
      —No te entiendo —dijo—. Si no ha pasado de verdad, ¿por qué se molesta nadie en inventar una cosa así? Hacen pasar a Anacleto por tonto. ¿Quién crees que ha inventado ese chisme?
      El capitán se encogió de hombros y terminó su whisky. Había inventado sobre Alison y Anacleto una serie de anécdotas, que corrían de boca en boca, con gran éxito, por todo el campamento. La composición y el retoque de aquellas malignas historias proporcionaban un gran placer al capitán. Las dejaba correr discretamente, dando a entender que no era él el inventor, sino que simplemente repetía algo ya oído. Lo hacía así no tanto por modestia como por el temor de que pudieran llegar a oídos de Morris Langdon.
      Esta noche no estaba satisfecho de su nueva anécdota; en casa, a solas con su mujer, sentía de nuevo la melancolía que le había invadido cuando estaba en su coche delante del cuartel. Recordó las manos morenas, hábiles, del soldado, y se estremeció interiormente.
      —¿Qué diablos estás pensando? —le preguntó Leonora.
      —Nada.
      —Pues tienes un aspecto muy raro.
      Habían proyectado recoger a Morris Langdon, y en el momento en que iban a salir llamó él invitándoles a tomar una copa en su casa. Alison estaba descansando, de modo que no subieron. Bebieron deprisa unas copas en el comedor, pues ya se les había hecho tarde. Cuando terminaron, Anacleto llevó al comandante, que iba de uniforme, su capote de fiesta. El criadito les siguió hasta la puerta y dijo con mucha dulzura:
      —Les deseo una noche muy agradable.
      —Gracias —dijo Leonora—. Lo mismo digo.
      Pero el comandante no era tan ingenuo; miró a Anacleto con suspicacia.
      Cuando cerró la puerta, Anacleto corrió al cuarto de estar y levantó un poco la cortina para mirarlos. Aquellas tres personas, a quienes odiaba con toda su alma, se habían detenido en la escalera del jardín para encender cigarrillos. Anacleto esperó con impaciencia. Mientras estaban bebiendo, había concebido un plan maligno: quitó tres ladrillos del borde de un macizo y los puso al final del oscuro sendero que bajaba a la calle. Veía ya en su imaginación a los tres tropezando y cayendo al suelo como bolos de madera. Cuando al fin les vio bajar indemnes por la calle, en dirección al coche aparcado delante de casa de los Penderton, Anacleto se sintió tan vejado que se mordió el pulgar. Entonces corrió a quitar los ladrillos, ya que no quería cazar a nadie más en su trampa.
      Aquella noche fue como tantas otras. Los Penderton y el comandante Langdon estuvieron bailando en el Club de Polo y disfrutaron bastante.
      Leonora tuvo su corte habitual de jóvenes tenientes, y el capitán Penderton halló la oportunidad de contar su nueva anécdota a un oficial de artillería, con fama de chistoso, mientras tomaban una copa en la terraza. El comandante se instaló en el bar con un grupo de amigos, y hablaron de pesca, de política y de caballos. Iban a ir de caza a la mañana siguiente, y los Penderton se retiraron a las once con el comandante Langdon. A aquella hora ya estaba Anacleto durmiendo; había acompañado un rato a su ama y le había puesto una inyección. El filipino dormía siempre con muchas almohadas, igual que su señora, aunque aquella postura le resultaba tan incómoda que apenas podía descansar. Por su parte, Alison tenía un sueño inquieto. A medianoche, el comandante y Leonora se habían dormido ya en sus habitaciones, y el capitán, solo en su despacho, aprovechaba las horas de silencio para trabajar. Era una noche templada para el mes de noviembre, y el aroma de los pinos embalsamaba el aire. No había viento, y las sombras yacían quietas y oscuras sobre la tierra.
      Aproximadamente a aquella hora, Alison despertó de su duermevela. Había tenido una serie de sueños extraños y vívidos sobre su niñez, y se resistía a despertar. Pero su resistencia resultó inútil y al poco tiempo estaba completamente desvelada y con los ojos abiertos en la oscuridad. Empezó a llorar y el rumor de sus suaves sollozos nerviosos no parecía proceder de ella misma, sino de algún misterioso ser acongojado o de algún lugar de la noche. Había pasado dos semanas muy malas, y lloraba con frecuencia. En primer lugar, tenía que permanecer en la cama todo el tiempo, y el médico le había dicho que el próximo ataque acabaría con ella. Pero su médico no le inspiraba mucha confianza, y lo consideraba como un viejo matasanos del ejército y un perfecto animal. El médico bebía, aunque era cirujano, y en una ocasión, discutiendo con Alison, había insistido en que Mozambique estaba en la costa occidental de África en lugar de la oriental, y no dio su brazo a torcer hasta que Alison sacó un atlas. En conjunto, pues, Alison no sentía la menor confianza en sus opiniones ni en sus consejos.
      Se encontraba inquieta; dos días antes había sentido de pronto un deseo tan vivo de tocar el piano que se había levantado y vestido, y bajó al cuarto de estar cuando Anacleto y su marido estaban fuera de casa. Tocó durante un rato y disfrutó enormemente. Al volver a su habitación subió las escaleras muy despacio, y aunque estaba fatigada no le ocurrió nada.
      Resultaba una enferma difícil, porque le irritaba aquella sensación de verse como cogida en una trampa; ahora tendría que esperar a encontrarse mejor antes de seguir adelante con sus planes. Al principio habían tenido una enfermera del hospital, pero no se llevaba bien con Anacleto y se despidió al cabo de una semana. Alison estaba siempre imaginándose tragedias. Aquella misma tarde, un niño de la vecindad se había puesto a gritar como suelen hacer los chiquillos cuando juegan; Alison se sobresaltó convencida de que algún coche había atropellado al niño; mandó a Anacleto corriendo a la calle, y aunque él le aseguró que los pequeños estaban sencillamente jugando al escondite, no acabó de convencerse. Y el día anterior había notado un olor a humo y aseguró que la casa estaba ardiendo. Anacleto recorrió el edificio palmo a palmo, pero no logró tranquilizarla. Cualquier ruido inesperado la sobresaltaba. Anacleto se mordía las uñas y el comandante permanecía fuera de casa todo el tiempo posible.
      Ahora, a medianoche, mientras estaba allí llorando en la habitación a oscuras, tuvo otro presentimiento. Miró por la ventana y vio de nuevo la sombra de un hombre en el jardín de los Penderton. El hombre estaba inmóvil, apoyado en un pino. Y entonces, mientras Alison le observaba, cruzó el césped y entró en la casa por la puerta posterior. Y Alison pensó de pronto, estremeciéndose, que aquel hombre, aquel merodeador, era su marido. Entraba como un ladrón para estar con la mujer de Weldon Penderton, aunque el propio Weldon estaba en su casa, trabajando en su despacho. Se sintió tan ultrajada que no se paró a razonar. Enferma de ira, se tiró de la cama y entró en el cuarto de baño, para vomitar. Luego se echó un abrigo sobre el camisón y se puso unos zapatos.
      No titubeó al ir hacia la casa de los Penderton. Tampoco se preguntó qué haría o diría en la situación que estaba a punto de provocar, ella, que tanto detestaba las escenas violentas. Entró en la casa por la puerta principal y cerró dando un portazo. El vestíbulo estaba casi a oscuras, ya que sólo había una luz en el cuarto de estar. Subió las escaleras respirando penosamente. La puerta de Leonora estaba abierta y vio la silueta de un hombre agachado junto a la cama. Entró en la habitación y encendió la luz.
      El soldado guiñó los ojos, deslumbrado. Se apoyó en la ventana y se levantó a medias. Leonora murmuró en sueños y se volvió hacia la pared. Alison se quedó en el umbral de la puerta pálida y llena de embarazo. Sin decir una palabra, salió de la habitación.
      El capitán, mientras tanto, había oído cómo se abría y se cerraba la puerta principal. Presintió que algo no marchaba bien, pero su instinto le hizo quedarse sentado. Mordisqueó su lápiz y esperó, nervioso. No sabía qué iba a ocurrir, pero se sorprendió cuando llamaron a su puerta, y, antes de que pudiera contestar, Alison entró en el despacho.
      —¡Vaya! ¿Qué le trae aquí a estas horas? —preguntó el capitán con una risita nerviosa.
      Alison no respondió en seguida. Se cerró el cuello del abrigo. Cuando al fin habló, su voz tenía un sonido opaco, como si la sorpresa hubiera apagado las vibraciones.
      —Creo que lo mejor será que subas a la habitación de tu mujer —dijo.
      Aquellas palabras, junto con lo extraño del aspecto de Alison, alarmaron sobremanera al capitán. Pero más fuerte que su inquietud fue el propósito de no perder su compostura. Por la mente del capitán pasaron muchas ideas desagradables. Las palabras de Alison sólo podían significar una cosa: que Morris Langdon estaba en el cuarto de Leonora. ¡Pero no era posible, no podían ser tan imbéciles! Y, de ser verdad, ¡qué posición la suya! La sonrisa del capitán se volvió almibarada y llena de control. No delataba en absoluto su irritación, sus dudas, su enorme fastidio.
      —Vamos, Alison —dijo con voz maternal—, no debes andar así, tan agitada; te llevaré a tu casa. Alison miró larga y fijamente al capitán. Parecía como si intentara resolver un acertijo. Después de una pausa, dijo despacio:
      —Espero que no vayas a decirme que piensas seguir aquí sentado porque lo sabes todo y no quieres intervenir.
      El capitán repitió con terquedad:
      —Voy a llevarte a tu casa. Estás fuera de ti y no sabes lo que dices.
      Se levantó rápidamente y cogió a Alison del brazo. Tocar aquel codo frágil y huesudo a través del abrigo le produjo repugnancia. Apresuradamente la hizo bajar la escalera y atravesar la calle. La puerta principal de la casa de Langdon estaba abierta, pero el capitán llamó con un largo timbrazo. A los pocos momentos apareció Anacleto en el zaguán, y, antes de retirarse, el capitán vio también a Morris en lo alto de la escalera, saliendo de su cuarto. Con una mezcla de confusión y alivio volvió a su casa, dejando que Alison se explicara como quisiera.
      A la mañana siguiente, el capitán Penderton no se sorprendió cuando supo que Alison Langdon había perdido el juicio. Al mediodía, todo el campamento lo comentaba. (Decían que Alison tenía «una crisis nerviosa», pero todos sabían a qué atenerse.) Cuando el capitán y Leonora pasaron a casa de los Langdon a ofrecer su ayuda, el comandante se encontraba de pie junto a la puerta cerrada del cuarto de su mujer, con una toalla sobre el brazo. Había estado allí pacientemente casi todo el día. Tenía los ojos dilatados de asombro, y se pellizcaba y se estiraba el lóbulo de la oreja. Cuando bajó a ver a los Penderton, les dio la mano de un modo extrañamente ceremonioso y se sonrojó.
      El comandante guardaba en el secreto de su agitado corazón los detalles de aquella tragedia, que sólo el médico y él conocían. Alison no rasgaba las sábanas ni echaba espuma por la boca, como Morris creía que hacían los locos. Al llegar a su casa en camisón a la una de la madrugada, le había dicho simplemente que Leonora no se contentaba con engañar a su marido sino que le engañaba también a él, y con un soldado raso. Después dijo que iba a divorciarse; y añadió que, como no tenía dinero, le agradecería que él, Morris, le prestara quinientos dólares a un interés del cuatro por ciento, con Anacleto y el teniente Weincheck como fiadores. Ante las preguntas alarmadas del comandante, dijo Alison que Anacleto y ella iban a montar juntos un negocio o quizá iban a comprar una lancha marisquera. Anacleto había subido el baúl de Alison a su habitación, y toda la noche estuvo llenándolo bajo la vigilancia de su ama. Se interrumpía de vez en cuando para beber té caliente y consultar un mapa para saber dónde irían. Al amanecer se decidieron por Moultrieville, en Carolina del Sur.
      El comandante Langdon estaba muy alterado. Se quedó mucho rato en un rincón del cuarto de Alison, viéndoles hacer el equipaje. No se atrevía a decir una palabra. Al cabo de mucho tiempo, cuando todo lo que había dicho su mujer hubo penetrado en su cerebro, y tuvo que reconocer que estaba loca, sacó de la habitación las tijeras de las uñas y las tenazas de la chimenea. Bajó entonces al piso inferior y se sentó a la mesa de la cocina, con una botella de whisky. Permaneció allí llorando y sorbiendo lágrimas saladas de su húmedo bigote. Estaba triste a causa de Alison, y además se sentía avergonzado, como si todo aquello empañara su propia respetabilidad. Cuanto más bebía, más incomprensible le resultaba su desgracia. Hubo un momento en que levantó los ojos hacia el techo de la cocina y exclamó, con voz ronca, suplicante e interrogante, en el silencio:
      —¡Dios mío! ¡Oh, Dios mío…!
      Luego volvió a recostar la cabeza sobre la mesa, hasta que se le formó una señal en la frente. Hacia las seis y media de la mañana se había bebido más de una botella de whisky. Se dio una ducha, se afeitó, se vistió y llamó por teléfono al médico de Alison, que era coronel de Sanidad y amigo suyo. Más tarde llamaron a otro médico y encendieron cerillas ante la nariz de Alison y le preguntaron una serie de cosas. Fue durante aquel reconocimiento cuando el comandante cogió la toalla del cuarto de baño y se la puso sobre el brazo. Con la toalla tenía la sensación de estar preparado para cualquier eventualidad y se sentía más tranquilo. Antes de marcharse, el coronel le habló durante un buen rato, y empleó muchas veces la palabra «psicología»; el comandante asentía en silencio al final de cada frase. El doctor terminó aconsejando que mandaran a Alison a un sanatorio lo antes posible.
      —Pero bueno, doctor —dijo Morris, lleno de desamparo—, a un sitio con camisas de fuerza y cosas de ésas, no, ¿verdad? ¿No podríamos mandarla a un sanatorio donde la dejen poner el gramófono…, a un sitio agradable? Ya me entiende…
      Al cabo de dos días se decidieron por un sanatorio en Virginia. Con la precipitación, lo escogieron más bien por el precio (era asombrosamente caro) que por su reputación terapéutica. Alison no hizo más que escucharles, con amargura, cuando le explicaron sus planes. Anacleto iría con ella, desde luego. Unos días más tarde, en efecto, los tres salieron en el tren.
      Aquel sanatorio de Virginia acogía pacientes que fueran a la vez enfermos físicos y mentales. Y las enfermedades que atacan simultáneamente al cuerpo y a la mente son de una clase especial. Había allí ancianos caballeros que deambulaban en un estado de confusión total, algunas damas morfinómanas y un montón de jóvenes borrachines de familias ricas. Pero el establecimiento tenía una hermosa terraza donde se servía el té por las tardes, los jardines estaban bien cuidados y las habitaciones amuebladas con lujo; el comandante se sintió satisfecho y bastante orgulloso de poder permitirse aquel gasto.
      Alison, sin embargo, no hizo de momento ningún comentario. En realidad, no dirigió la palabra a su marido hasta que se sentaron a cenar aquella noche. Como una excepción, la dejaron cenar en el comedor de la planta baja la noche de su llegada; pero desde la mañana siguiente tendría que guardar cama hasta que mejorase el estado de su corazón. Sobre la mesa tenía velas encendidas y rosas de invernadero. El servicio y los manteles eran de calidad inmejorable.
      Pero Alison no parecía darse cuenta de aquellos refinamientos. Al sentarse a la mesa abarcó el comedor con una mirada larga, interrogante. Sus ojos, oscuros y penetrantes como de costumbre, examinaban a los ocupantes de las otras mesas. Al fin dijo con calma y con amarga ironía:
      —¡Dios mío, qué reunión más selecta!
      El comandante Langdon no olvidaría nunca aquella cena, ya que fue la última vez que estuvo con su mujer. Se marchó a la mañana siguiente, muy temprano, y se detuvo a pasar la noche en Pinehurst, donde vivía un amigo de sus tiempos de polo. Y cuando llegó al campamento, se encontró un telegrama esperándole: en la segunda noche de sanatorio, Alison había tenido un ataque al corazón y había muerto.
      El capitán Penderton cumplió treinta y cinco años aquel otoño. A pesar de su relativa juventud, iban a ascenderle pronto a comandante; y en el ejército, donde los ascensos corresponden generalmente a los hombres más maduros, aquel avance prematuro significaba un reconocimiento de su valía. El capitán había trabajado mucho, y, desde el punto de vista militar, era una personalidad brillante. Muchos oficiales estaban persuadidos (y el propio capitán con ellos) de que algún día llegaría a ocupar un alto cargo en el ejército. Sin embargo, empezaban a notársele los efectos de un esfuerzo tan prolongado. Aquel otoño, especialmente durante las últimas semanas, parecía haber envejecido desproporcionadamente. Tenía ojeras y un color amarillento, manchado, y la dentadura empezaba a causarle grandes molestias. El dentista le había dicho que tenían que extraerle dos muelas y que necesitaba un puente, pero el capitán retrasaba siempre aquella operación alegando que no podía perder tiempo. Su rostro estaba casi siempre tenso y últimamente habían empezado a contraérsele en un tic nervioso los músculos del ojo izquierdo. Aquellos guiños espasmódicos daban a sus rasgos tirantes una extraña expresión paralizada.
      Se hallaba en un estado constante de agitación reprimida. Su preocupación por el soldado llegó a convertirse en una especie de enfermedad. Así como en un cáncer se rebelan las células y comienzan su insidiosa multiplicación hasta que llegan a destruir los tejidos, del mismo modo su obsesión por el soldado crecía en su mente más allá de toda proporción. Algunas veces, en su desesperación, se ponía a hacer una especie de balance de las situaciones que le habían llevado a aquel estado: en primer lugar, la taza de café derramada sobre un pantalón nuevo; a continuación, la tala del bosque, la escena después de que Firebird se desbocara, y los breves encuentros en las calles del campamento. El capitán no podía explicarse lógicamente cómo se había transformado su fastidio en aversión y su odio en aquella obsesión enfermiza.
      Se apoderaban de él extraños ensueños. Siempre había sido ambicioso, y se había acostumbrado a imaginarse sus éxitos y ascensos de antemano. Así, cuando no era más que un joven cadete de West Point, el nombre y el título de «coronel Weldon Penderton» tenía para él un sonido agradablemente familiar. Y durante el último verano había llegado a verse en su imaginación convertido en un brillante y poderoso general jefe de región. Algunas veces incluso llegó a pronunciar las palabras «general Penderton» en voz baja, para sí mismo; y le parecía que había nacido para ostentar aquel título que tan bien cuadraba con su nombre. Pero, durante las últimas semanas, sus ensoñaciones habían cambiado de un modo extraño. Una noche (o más bien una madrugada) se encontraba en su despacho rendido de fatiga. Y, de pronto, en el silencio de la estancia, sus labios dejaron escapar tres palabras: «soldado Weldon Penderton». Y aquellas palabras, con las asociaciones que sugerían, llenaron al capitán de un sentimiento perverso de alivio y satisfacción. En lugar de soñar con honores y altos cargos, experimentaba ahora un placer refinado al imaginarse a sí mismo como un soldado raso. Durante aquellas fantasías de su imaginación, se veía convertido en un chico, casi un hermano gemelo del soldado a quien odiaba, con un cuerpo joven y ágil, cuya arrogancia no conseguía ocultar el uniforme barato de la tropa; se veía con el cabello espeso y brillante, con los ojos redondos y limpios, sin cercos ni sombras producidos por la tensión y el estudio. La imagen del soldado Williams se insinuaba a través de aquellos ensueños del capitán. Y como escenario aparecían en su imaginación los cuarteles: el clamor de las voces jóvenes y viriles, los deliciosos ocios al sol, las bromas y la camaradería.
      El capitán Penderton había adquirido el hábito de pasearse todas las tardes delante del cuartel del soldado Williams. Generalmente veía al soldado solo, sentado en el mismo banco. El capitán pasaba por la avenida, a unos dos metros del soldado, y, al acercarse, el joven se incorporaba con desgana y saludaba perezosamente. Los días se iban acortando, y a aquella hora de la tarde empezaba a oscurecer. Después de la puesta del sol quedaba en el aire un breve resplandor azulado. El capitán, al pasar, miraba siempre con insistencia a la cara del soldado, y acortaba el paso. Sabía que el soldado tenía que haber comprendido ya cuál era la causa de aquellos paseos vespertinos. El capitán se llegó incluso a preguntar por qué no le huía el soldado y se marchaba a otro sitio a aquella hora. El hecho de que el soldado se aferrase a su costumbre daba a aquellos encuentros diarios un cariz de cita que llenaba de excitación al capitán. Después de pasar frente al soldado tenía que dominar sus deseos de volverse, y, al alejarse, sentía que su corazón se anegaba en una tristeza salvaje y en una nostalgia que era incapaz de reprimir.
      En casa del capitán habían tenido lugar algunos cambios. El comandante Langdon se había unido a los Penderton como un miembro más de la familia, y aquel estado de cosas resultaba tan agradable al capitán como a Leonora. El comandante había quedado deshecho y desamparado con la muerte de su mujer. Hasta físicamente se le notaba cambiado. Ya no tenía aquel aplomo jovial, y, cuando por las noches estaban los tres sentados junto al fuego, parecía que tratara de colocarse en las posturas más incómodas y extrañas. Enroscaba las piernas como un contorsionista, o levantaba uno de sus anchos hombros mientras se tiraba de una oreja. Sus pensamientos y palabras giraban ahora incesantemente en torno a Alison y a la época de su vida que acababa de tener un desenlace tan brutal. Solía intercalar en la conversación vulgaridades acerca de Dios, del alma, del dolor y de la muerte; temas que en otro tiempo le habrían llenado de embarazo y de mutismo. Leonora le cuidaba, le daba de comer platos escogidos y escuchaba todos sus temas lúgubres.
      —Si al menos volviese Anacleto… —solía decir el comandante.
      Anacleto había desaparecido del sanatorio la mañana de la muerte de Alison, y no se había vuelto a saber nada de él. Había dejado todas las cosas de su ama bien guardadas en el baúl y después, sencillamente, desapareció. Para sustituirle en el servicio del comandante, Leonora había contratado a uno de los hermanos de Susie, que sabía cocinar. El comandante se había pasado años enteros suspirando por un negrito corriente que tal vez se bebiera su whisky y dejara polvo debajo de las alfombras, pero que, por todos los santos, no estuviera todo el día haciendo monerías con el piano y soltando frasecitas en francés. El hermano de Susie era un buen chico: hacía música soplando en un peine forrado de papel higiénico, se emborrachaba y sabía cocer buenas tortas de maíz. Pero el comandante no estaba tan satisfecho como había pensado. Echaba de menos a Anacleto en muchas cosas, y, pensando en él, se sentía incómodo y culpable.
      —Ya sabéis cuánto me gustaba fastidiar a Anacleto diciéndole todo lo que iba a hacer con él si podía meterle en el ejército; pero espero que el pobre diablo no llegaría a creérselo, ¿verdad? Era todo broma… porque, en el fondo, siempre pensé que lo mejor que podía pasarle era hacerse soldado.
      El capitán estaba harto de oír hablar de Alison y de Anacleto. Era una lástima que aquel asqueroso jovenzuelo filipino no se hubiera muerto de otro ataque al corazón. El capitán estaba aquellos días harto de casi todo lo que le rodeaba. No podía soportar aquellas comidas del Sur, primitivas y pesadas, que tanto gustaban a Leonora y a Morris. La cocina estaba revuelta a todas horas, y Susie andaba siempre sucia y despeinada. El capitán era un gourmet exigente, y hasta un buen cocinero de afición. Sabía apreciar las delicadezas culinarias de Nueva Orleans y la armonía de la cocina francesa. En sus primeros años de casado solía meterse en la cocina cuando estaba solo en casa, y se preparaba algún bocado escogido. Su plato favorito era filete de buey a la Bearnesa. Pero era muy exigente y matemático: si la carne salía muy hecha, o si la salsa se recalentaba y se espesaba lo más mínimo, lo llevaba todo al jardín, detrás de la casa, cavaba un hoyo y lo enterraba. Pero ahora había perdido el apetito por completo. Aquella tarde, Leonora había ido al cine y el capitán dio permiso a Susie para salir. Pensó que le gustaría guisarse algún plato especial. Pero cuando estaba a medio preparar un pastelillo de carne picada, perdió de pronto todo el interés, y, dejando las cosas tal como estaban, salió de la casa.

       —Me imagino a Anacleto de militar —dijo Leonora.
      —Alison creía siempre que yo decía eso sólo por crueldad —dijo el comandante—. Pero no era así. Anacleto no hubiera sido feliz en el ejército, desde luego, pero le habrían hecho más hombre. Se le habrían quitado todas aquellas tonterías. Lo que yo digo es que siempre me ha parecido horrible que un hombre ya de veintitrés años ande bailando ballet y haciendo el tonto con acuarelas. En el ejército le habrían obligado a andar derecho y él lo hubiera pasado muy mal, pero todo eso no me parecía mejor que lo otro.
      —Ya; tú opinas —intervino el capitán Penderton— que aquello que se alcanza a costa de la normalidad es algo ilícito, algo que no debe ser admitido como un placer. Es decir, que por razones de rectitud moral consideras preferible que una clavija cuadrada se quede dando vueltas y más vueltas a un orificio circular a que encuentre y encaje en otro cuadrado que le vaya bien, aunque no sea de reglamento.
      —Exactamente —contestó el comandante—. ¿No estás de acuerdo conmigo?
      —No —dijo el capitán, después de una corta pausa.
      Con una lucidez espantosa el capitán se vio de pronto a sí mismo. Por primera vez no se veía tal como aparecía ante los demás, sino como un muñeco desarticulado, ruin y grotesco. Se empapó de aquella imagen de sí mismo, sin compasión. La aceptaba sin buscarle alteración ni excusa.
      —No estoy de acuerdo —repitió maquinalmente.
      El comandante Langdon se quedó pensando en tan inesperada respuesta, pero no continuó la conversación. Siempre encontraba dificultad en seguir cualquier discusión que fuera más allá de la exposición primera y simple. Moviendo la cabeza, volvió a sus propias ocupaciones.
      —Una vez me desperté justo antes del amanecer —dijo—. Vi que Alison tenía la luz encendida y entré en su cuarto. Y encontré allí a Anacleto, sentado a los pies de la cama; a las cuatro de la mañana estaban allí los dos, muy ocupados mirando una taza. ¿Sabes lo que hacían? —El comandante apretó sus grandes dedos contra sus ojos y volvió a mover la cabeza—. Pues, sí, señor; estaban echando unas cositas en un tazón de agua. No sé qué juego japonés que había comprado Anacleto en un bazar; unos papelillos enrollados que se abrían en el agua como flores. Y allí se estaban los dos, a las cuatro de la mañana, jugando con aquello. Me irrité al verles, y cuando tropecé con las zapatillas de Anacleto, que estaban al lado de la cama, perdí los estribos y de un puntapié mandé las zapatillas al otro lado del cuarto. Alison se disgustó conmigo y estuvo varios días casi sin hablarme. Y Anacleto me ponía sal en el azucarero antes de servirme el café. Era algo muy triste. Estoy seguro de que Alison sufría mucho aquellas noches.
      —Vos nos lo daréis y vos nos lo quitaréis —dijo Leonora, cuya buena intención era mayor que sus conocimientos de las Sagradas Escrituras.
      La misma Leonora había cambiado un poco durante las últimas semanas. Estaba llegando a una fase de plenitud física, y su cuerpo parecía haber perdido en poco tiempo parte de su elasticidad. Se le había ensanchado la cara, y cuando estaba quieta tenía una expresión tierna y perezosa. Parecía una buena madre de familia que esperara otro niño para dentro de unos ocho meses. Su piel era todavía delicada y de color sano, y aunque estaba engordando no mostraba aún ningún signo de flacidez. Le había impresionado mucho la muerte de la mujer de su amante. La visión del cadáver en el ataúd la había fascinado hasta tal punto que durante los días siguientes al entierro había estado hablando en un susurro, incluso cuando encargaba comestibles en el almacén del campamento. Trataba al comandante con una especie de ternura fraternal, y repetía todas las anécdotas alegres de Alison que podía recordar.
      —A propósito —dijo el capitán de pronto—: no puedo dejar de pensar en aquella noche, cuando Alison se presentó aquí. ¿Qué te dijo al entrar en tu cuarto, Leonora?
      —Ya te he explicado que ni siquiera me enteré de que estaba allí. No me despertó.
      Pero el capitán Penderton no acababa de sentirse satisfecho en aquel asunto. Cuanto más recordaba la escena de su despacho, más extraña e inquietante le parecía. Sabía que Leonora le decía la verdad, porque cuando mentía se lo notaba todo el mundo. Pero ¿qué había querido decir Alison, y por qué no había subido él al cuarto de Leonora cuando volvió a su casa? El capitán presentía vagamente que la verdad estaba oculta en algún repliegue de su propio subconsciente. Pero, cuanto más pensaba en aquella historia, más desazonado se sentía.
      —Recuerdo una vez en que me sorprendió de verdad —dijo Leonora, acercando al fuego sus manos enrojecidas de colegiala—. Fue cuando estuvimos todos en Carolina del Norte, la tarde en que nos dieron aquellas perdices tan estupendas en casa de ese amigo tuyo, Morris. Alison, Anacleto y yo íbamos paseando por el campo, cuando vimos un chiquillo con un caballo de labor, un viejo penco que más bien parecía un mulo. Pero a Alison le cayó en gracia el bicho aquel, y de pronto dijo que iba a montarlo. Se hizo amiga del pequeño Tarheel, trepó a una valla y se subió al caballo: sin montura y con faldas, imaginaos. Creo que nadie había montado aquel animal desde hacía siglos, y, en cuanto Alison estuvo encima, el caballo se tiró al suelo y se empezó a revolcar sobre ella. Pensé que allí moría Alison y cerré los ojos. Pero, ¿sabéis lo que hizo ella? En un minuto había hecho levantarse al caballo y estaba trotando por allí como si tal cosa. Tú nunca podrías hacer eso, Weldon. Y Anacleto corría y saltaba como un lorito borracho. ¡Dios mío, qué cuadro! ¡Nunca he visto cosa igual!
      El capitán bostezó, no porque tuviera sueño, sino porque la alusión de Leonora a su equitación le había molestado y quería mostrarse descortés. Leonora y él habían discutido agriamente a causa de Firebird. Después de aquella carrera loca, el caballo no había vuelto a ser el mismo, y Leonora acusaba duramente a su marido. Los acontecimientos de las dos últimas semanas habían servido para desviar el curso de sus disputas, y el capitán confiaba en que Leonora se olvidaría pronto de aquel incidente.
      El comandante Langdon cerró la conversación de aquella velada con uno de sus aforismos predilectos:
      —Sólo dos cosas me importan ahora: ser un buen animal y servir a mi país. Un cuerpo sano y patriotismo.
      El hogar del capitán Penderton no era aquellos días el sitio ideal para una persona que está atravesando una aguda crisis moral. En cualquier otra ocasión, el capitán hubiera encontrado ridículas las lamentaciones de Morris Langdon; pero ahora se respiraba en la casa una atmósfera de muerte. Le parecía que no era Alison sola la que había fallecido, sino que de algún modo misterioso se habían terminado las vidas de ellos tres. Ya no le inquietaba aquel antiguo temor de que Leonora se divorciara y se fuera con Morris Langdon. Si había sentido alguna vez cierta inclinación hacia el comandante, ahora le parecía mera veleidad comparada con los sentimientos que le inspiraba el soldado.
      Hasta la casa misma irritaba aquellos días al capitán. Estaba amueblada sin gracia ni estilo; en el cuarto de estar tenían el consabido sofá tapizado de chintz floreado, un par de mecedoras, una alfombra de un rojo chillón y un escritorio antiguo. Aquel cuarto daba una impresión de suciedad y desorden que sacaba de quicio al capitán. Las cortinas de encaje barato estaban bastante renegridas, y sobre la repisa de la chimenea se amontonaban una serie de adornos y chucherías: una procesión de elefantes de marfil falso, dos hermosos candelabros de hierro forjado, una estatuilla pintada de un sonriente negrito comiendo una raja colorada de sandía, y un cuenco mexicano de cristal azul, en el que Leonora guardaba las tarjetas de visita viejas. Todos los muebles estaban estropeados por tantas mudanzas, y aquel aire femenino y abarrotado que tenía la habitación exasperaba de tal manera al capitán que procuraba estar allí lo menos posible. Con secreta y profunda nostalgia pensaba en los cuarteles, y trataba de representarse las filas ordenadas de los camastros, los suelos despejados, los ventanales sin cortinas. En aquel cuadro imaginario veía, por alguna oculta razón, un mueble antiguo de madera tallada, con herrajes, adosado a una de las paredes.
      Durante sus largos paseos del anochecer, el capitán había llegado a un estado de sensibilidad aguda que rayaba en el delirio. Se sentía desarraigado, aislado de toda humana influencia, y llevaba consigo la imagen obsesionante del soldado como podría llevar un mago algún precioso talismán apretado contra su pecho. Estaba pasando por un período de vulnerabilidad extraña: aunque se sentía aislado de las demás personas, las cosas que veía durante sus paseos cobraban a sus ojos una importancia desmesurada. Todo parecía tener un significado especial para él, una influencia misteriosa en su destino, hasta los objetos más vulgares. Si veía, por ejemplo, un gorrión sobre un alero, se quedaba contemplándolo minutos enteros, absorto. Estaba perdiendo esa facultad elemental de clasificar instintivamente las diversas impresiones sensoriales de acuerdo con sus valores relativos. Una tarde presenció el choque de un camión contra un automóvil; pero aquel accidente, con todas sus consecuencias sangrientas, no le impresionó más que el espectáculo de una hoja de periódico que vio unos minutos más tarde revoloteando en el viento.
      Ya había dejado de atribuir al odio los sentimientos que le inspiraba el soldado Williams. Tampoco intentaba encontrar una justificación a la emoción que de tal forma le poseía. Al recordar al soldado no pensaba en amor ni en odio; sólo sabía que sentía una necesidad irresistible de romper la barrera que les separaba. Cuando veía desde lejos al soldado sentado delante del cuartel, sentía deseos de gritarle o de darle puñetazos; de que respondiera, de algún modo, a la violencia. Habían pasado ya casi dos años desde que vio por primera vez al soldado. Hacía más de un mes que le había encargado la limpieza del bosque, y durante todo ese tiempo apenas habían cruzado una docena de palabras.
      El doce de noviembre por la tarde, el capitán Penderton salió como de costumbre. Había tenido un día terrible. Por la mañana, en la clase, se hallaba ante una pizarra explicando un problema táctico cuando de Pronto le sobrevino un inexplicable ataque de amnesia. Se quedó sin saber qué decir, a mitad de una frase; no sólo había olvidado por completo la lección que estaba explicando, sino que hasta los rostros de sus alumnos le resultaron desconocidos. Solamente recordaba con toda claridad el rostro del soldado Williams. Se quedó unos momentos callado, con la tiza en la mano. Después tuvo la suficiente presencia de ánimo para despedir a los oficiales, dando la clase por terminada. Afortunadamente era ya casi la hora de salida.
      El capitán caminaba muy envarado por uno de los paseos que llevaban a los cuarteles. Aquella tarde hacía un tiempo extraordinario; había pesadas nubes de tormenta, pero el cielo se aclaraba sobre el horizonte y brillaba un sol suave y luminoso. El capitán movía los brazos como si no los pudiera doblar por el codo, y mantenía los ojos fijos en el bajo de su pantalón de uniforme y en sus lustrosos zapatos estrechos, esmeradamente limpios. Levantó la vista en el momento de llegar al banco donde estaba el soldado Williams, y, después de quedarse mirándole unos segundos, se dirigió derechamente a él. El soldado se incorporó perezosamente y se cuadró.
      —Soldado Williams —dijo el capitán.
      El soldado esperó, pero el capitán no siguió hablando. Había pensado reprender al soldado por una falta al reglamento concerniente al uniforme. Al acercarse, le había parecido que el soldado llevaba mal abotonado el abrigo. A primera vista, el soldado daba la impresión de ir uniformado sólo a medias, o de haber descuidado alguna parte esencial de su atuendo. Pero cuando se encontró frente a él, el capitán vio que no había nada que reprocharle. La impresión que daba el soldado de ir de civil o mal vestido se debía a su mismo cuerpo y no a una falta especial a las reglas militares. El capitán se encontró de nuevo mudo y cortado delante de aquel muchacho. En su corazón se atropellaban los insultos más salvajes, palabras de amor, súplicas, juramentos. Pero al fin se volvió y se alejó sin haber dicho una palabra.
      No empezó a llover hasta que el capitán se acercaba a su casa. Aquélla no era una lluvia de invierno, lenta y menuda: el agua caía con la fuerza torrencial de un aguacero de verano. El capitán estaba a unos veinte metros de su casa cuando empezaron a caer las primeras gotas. Hubiera podido llegar en cuatro brincos; pero no apresuró su paso de autómata, ni siquiera cuando le cayó encima aquel chaparrón helado, empapándole. Al abrir la puerta de su casa tenía los ojos brillantes y temblaba.

      El soldado entró en el cuartel cuando notó el olor de la lluvia en el aire. Se quedó en la compañía hasta la hora de la cena, y luego devoró su rancho en el ruidoso comedor. Después sacó de su casillero un paquete de caramelos baratos. Con uno de ellos aún en la boca, se dirigió a los retretes y allí tuvo una pelea. Al entrar, todos los asientos estaban ocupados, menos uno, al que se dirigía un soldado desabrochándose el pantalón; pero en el momento en que aquel hombre iba a sentarse, el soldado Williams le dio un violento empujón para quitarle el sitio. Siguió una pelea que presenciaron varios soldados en corro. El soldado Williams llevaba las de ganar desde el principio, porque era fuerte y rápido. Mientras luchaba, su cara no expresaba ira ni esfuerzo; sus rasgos seguían impasibles, y sólo se le notaba la frente sudorosa y una mirada ciega. Había dominado ya a su adversario cuando perdió de pronto todo interés en la pelea y no se preocupó ni de defenderse. Recibió un golpe terrible y su cabeza chocó ruidosamente con el suelo de cemento. Cuando todo terminó, se levantó tambaleándose y salió de los lavabos sin haber usado el retrete.
      No era ésta la primera pelea provocada por el soldado Williams; durante las últimas dos semanas se había quedado en el cuartel todas las noches, y al menor pretexto se enzarzaba con los otros hombres. A sus compañeros les sorprendía aquel aspecto nuevo e insospechado de su personalidad. Se pasaba horas enteras sentado, en silencio, y de repente, sin motivo alguno, insultaba a uno de los hombres. Ya no paseaba por el bosque en sus ratos libres, y por las noches dormía mal y molestaba a sus compañeros con sus ruidosas pesadillas. A pesar de todo, los otros soldados no le hacían mucho caso, porque en el cuartel ocurrían otras cosas más raras: había un cabo, ya viejo, que escribía todas las noches a Shirley Temple una carta en forma de diario, contándole todo lo que había hecho desde la mañana, y al día siguiente llevaba la carta al correo antes del desayuno. Otro de los hombres, después de diez años de servicio, se tiró por una ventana del tercer piso porque un amigo no le había querido prestar cincuenta céntimos para cerveza. Un cocinero de la misma batería vivía obsesionado con la idea de que tenía cáncer en la lengua, y no había médico capaz de convencerle de lo contrario; se pasaba el día con un espejo en la mano y un palmo de lengua fuera, mirándosela por todos lados, y medio se mataba de hambre.
      Después de la pelea en los retretes, el soldado Williams subió al dormitorio y se tendió en su catre. Puso el paquete de caramelos bajo la almohada y se quedó mirando al techo. Fuera, la lluvia había amainado y la noche había cerrado ya. El soldado pensaba vagamente en cosas distintas; recordó al capitán, pero sólo pudo representarse una serie de imágenes sin sentido. Para aquel soldadito del Sur, los oficiales eran algo así como los negros: formaban parte de su vida, pero no los consideraba como seres humanos. Aceptaba al capitán con el mismo sentido fatalista con que se admitía el frío o el calor o cualquier fenómeno de la naturaleza. Por muy sorprendente que fuera la actitud del capitán, el soldado no la relacionaba consigo mismo. Y no se le ocurrió buscar una explicación a aquella conducta, como tampoco buscaba explicaciones a una tormenta o al marchitarse de una flor.
      No había vuelto a la casa del capitán Penderton desde aquella noche en que encendieron la luz y vio a la mujer morena mirándole desde la puerta. Entonces se había asustado mucho, pero fue un terror más físico que mental, un pánico inconsciente. Cuando después oyó que se cerraba la puerta principal, salió del cuarto con mucho cuidado y vio que tenía el camino libre; una vez fuera, en el bosque, corrió como un desesperado, sin hacer ruido, aunque no sabía exactamente qué le causaba aquel terror.
      Pero no podía olvidarse de la mujer del capitán; soñaba con ella todas las noches. En una ocasión, cuando todavía llevaba poco tiempo de soldado, tuvo una intoxicación y le mandaron al hospital, y cada vez que las enfermeras se acercaban a su cama, se estremecía debajo de las sábanas pensando en aquella enfermedad terrible que contagiaban las mujeres; prefería soportar durante horas enteras cualquier molestia en silencio antes de llamar a una enfermera. Pero ahora había tocado a La Señora y no tenía ya miedo alguno de aquella enfermedad. Todos los días se acercaba a ella en las cuadras y le ensillaba el caballo, y se quedaba después mirándola mientras ella cabalgaba. Aquellas mañanas a primera hora solía hacer viento, y la mujer del capitán llegaba sonrosada y de buen humor. Siempre tenía una broma y una palabra amistosa para el soldado Williams, pero él no la miraba de frente ni contestaba a sus chanzas.
      No pensaba nunca en la mujer del capitán relacionándola con las cuadras o con el campo; para él La Señora era siempre aquella durmiente de la habitación donde él la había contemplado tantas noches, absorto. Sus recuerdos de aquellas horas eran enteramente sensuales: la espesa alfombra bajo sus pies, la seda cayendo en pliegues, el débil aroma del perfume. Recordaba también el suave calor de aquella piel de mujer, la oscuridad silenciosa… y aquella dulzura extraña dentro de su propio corazón, y la fuerza tensa de su propio cuerpo cuando se inclinaba a la vera de la cama, tan cerca de ella. Había conocido esas cosas, y no podía perderlas; había nacido en él un deseo oscuro, irresistible, tan seguro y fatal como la muerte misma.

       La lluvia cesó a medianoche. Hacía ya mucho tiempo que se habían apagado todas las luces del cuartel. El soldado Williams no se había desnudado, y cuando dejó de llover se puso los zapatos de lona y salió. Para llegar a la casa del capitán siguió el camino de siempre, rodeando el bosque del campamento; pero esta noche no había luna, y caminaba más deprisa que de costumbre.
      Se perdió una vez, y cuando se acercaba a la casa del capitán tuvo un pequeño accidente: en la oscuridad cayó dentro de algo que al principio tomó por una zanja honda. Encendió varias cerillas y vio que se encontraba dentro de un hoyo recién cavado. La casa estaba a oscuras, y el soldado, lleno de arañazos y de barro y jadeando, esperó unos momentos antes de entrar. Había estado en la casa seis veces, y ésta iba a ser la séptima y la última.
      El capitán estaba de pie junto a la ventana de su dormitorio. Había tomado tres píldoras para dormir, pero no lograba conciliar el sueño. Había bebido mucho coñac y estaba algo mareado y un tanto intoxicado. El capitán, que tenía unos gustos tan exquisitos y era tan refinado vistiendo, dormía con la ropa más ordinaria. Llevaba ahora una bata de lana negra de la peor calidad, que hubiera resultado muy adecuada para un oficial de prisiones recién viudo. Su pijama era de una tela sin blanquear, tiesa como el cartón. Iba descalzo, a pesar de lo frío que estaba ya el suelo.
      El capitán estaba escuchando el ruido del viento en los pinares cuando vio brillar una llamita en la noche. El viento apagó en seguida aquella luz, pero el capitán había tenido tiempo de ver un rostro. Y aquel rostro, iluminado por la llama y sumido en la oscuridad, dejó al capitán sin respiración. Escudriñó las tinieblas y pudo apenas distinguir la silueta que atravesaba el jardín. El capitán se cruzó la bata y apretó una mano sobre su corazón. Cerró los ojos y esperó.
      Al principio no oyó nada. Después, más que oír, presintió los pasos furtivos en la escalera. La puerta del capitán estaba entreabierta, y por la abertura vio una silueta oscura. Murmuró algo, pero su voz sonó tan cuchicheante y tan baja como el viento en el pinar.
      El capitán Penderton siguió esperando, en pie, con los ojos cerrados de nuevo, durante unos momentos de tensión angustiada. Entonces salió al vestíbulo y vio, recortado sobre la claridad gris de la ventana de su mujer, a aquel a quien andaba buscando.
      Más tarde el capitán se diría que en aquel instante lo supo todo. De hecho, en el momento en que se espera un desastre inminente y desconocido, la mente se prepara de un modo instintivo abandonando por unos instantes la facultad de sorpresa. En ese momento, la sensibilidad parece agudizarse y entrever, como en un calidoscopio, todas las consecuencias del desastre; y, cuando éste se produce, creemos que, de algún modo sobrenatural, ya lo habíamos previsto.
      El capitán sacó una pistola del cajón de su mesilla de noche, cruzó el vestíbulo y encendió la luz del cuarto de su mujer. Mientras tanto iba recordando como en sueños la silueta de la ventana, los pasos en la noche. Se dijo que lo sabía todo. Pero no hubiera podido explicar qué era lo que sabía. Sólo estaba seguro de una cosa: todo había terminado.
      El soldado no tuvo tiempo de incorporarse. Se quedó deslumbrado por la luz y su rostro no reflejó el menor temor. Parecía muy asombrado, como si le hubieran interrumpido de un modo imperdonable. El capitán era buen tirador, y, aunque disparó dos veces, sólo dejó un agujero sangriento en medio del pecho del soldado.
      Los disparos sobresaltaron a Leonora, que se incorporó en la cama. Estaba todavía medio dormida, y miró a su alrededor como si estuviera presenciando una escena de teatro, una tragedia horrible que no hay por qué creer. Casi inmediatamente el comandante Langdon llamó a golpes en la puerta posterior, y se precipitó después escaleras arriba, en zapatillas y batín. El capitán se había derrumbado junto a la pared. Envuelto en aquel ropón extraño y áspero, parecía un monje disipado y vencido. El cuerpo del soldado tenía incluso en la muerte un aire de bienestar cálido y animal. No se había alterado su rostro grave, y sus manos morenas yacían con las palmas hacia arriba sobre la alfombra, como si durmiera.

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