Carson McCullers
(Columbus, Georgia, 1917 - Nyack, Nueva York, 1967)


Frankie y la boda
(“The Member of the Wedding”)
Originalmente publicado en a revista Harper’s Bazaar (enero 1946)
The Member of the Wedding (1951)


A Elizabeth Ames

primera parte

       Sucedió en aquel verano verde y revuelto en que Frankie cumplió los doce años. Aquel verano hacía mucho tiempo que Frankie no era miembro de nada: no pertenecía a ningún club ni pertenecía a nada en el mundo. Frankie, por entonces, era una persona suelta que vagabundeaba por los portales, atemorizada. En junio, los árboles eran de un verde brillante y deslumbrador, pero más tarde las hojas se oscurecieron y el pueblo pareció ennegrecer y encogerse bajo la luz cegadora del sol. Al principio, Frankie paseaba haciendo una cosa u otra. Las aceras del pueblo, a primera hora de la mañana y por la noche, eran grises, pero al mediodía el sol daba en ellas de tal modo que el cemento ardía y lanzaba destellos como si fuera de cristal. Por fin, las aceras llegaron a estar demasiado calientes para los pies de Frankie, y ella, además, empezó a sentirse mala. Sus secretas congojas le valdrían quedarse en casa: y en casa sólo estaban Berenice Sadie Brown y John Henry West. Los tres se pasaban el tiempo sentados alrededor de la mesa de la cocina, diciendo una y otra vez unas mismas cosas, de modo que al llegar agosto las palabras empezaban a rimar unas con otras y a adquirir extrañas resonancias. Todas las tardes el mundo parecía morir y cesaba todo movimiento. Al fin, el verano era como un enfermizo sueño verde, o como una absurda jungla silenciosa bajo una campana de cristal. Y entonces, el último viernes de agosto, todo cambió, y el cambio fue tan súbito que Frankie se pasó toda la tarde en blanco, intentando comprender, pero sin alcanzarlo a pesar de todo.
      —¡Es raro! —decía—. La manera como todo eso ha sucedido.
      —¿Sucedido? ¿Sucedido? —preguntó Berenice.
      John Henry las escuchaba, contemplándolas en silencio.
      —Nunca estuve tan intrigada.
      —Intrigada, ¿por qué?
      —Por todo eso —dijo Frankie.
      Y Berenice observó:
      —Creo que el sol te ha frito los sesos.
      —Yo también —susurró John Henry.
      La propia Frankie casi pensaba que podría ser verdad. Eran las cuatro de la tarde y la cocina era cuadrada, y estaba gris y tranquila. Frankie estaba sentada a la mesa con los ojos entornados y pensaba en una boda. Veía una iglesia silenciosa, mientras, fuera, unos extraños copos de nieve caían contra las vidrieras de colores. El novio era su hermano y donde hubiera debido tener la cara sólo veía un resplandor. Allí estaba la novia con su traje blanco de larga cola, y tampoco la novia tenía cara. En toda la boda había algo que producía a Frankie una sensación que no acertaba a definir.
      —A ver, mírame —dijo Berenice—. ¿Estás celosa?
      —¿Celosa?
      —¿Te da envidia que tu hermano se vaya a casar?
      —No —dijo Frankie—. Nunca vi a otra pareja que se les pareciera. Cuando entraron en casa, hoy, fue algo tan extraño…
      —Claro que estás celosa —dijo Berenice—. Ve y mírate al espejo. Lo adivino en el color de tus ojos.
      Había un espejo de cocina, con aguas, colgado encima del fregadero. Frankie se miró en él, pero tenía los ojos grises como siempre. Había crecido tanto, aquel verano, que parecía un fenómeno, y tenía los hombros estrechos y las piernas demasiado largas. Vestía un pantalón corto azul y una blusa, y andaba descalza. Llevaba el pelo cortado como el de un chico, pero hacía tiempo que no se lo arreglaba y ahora ni siquiera se había sacado la raya. La imagen, en el espejo, se veía torcida y desfigurada, pero Frankie sabía muy bien cuál era su verdadero aspecto. Alzando el hombro izquierdo, ladeó la cabeza.
      —Oh, sí —dijo—. Son las dos personas más estupendas que he visto en mi vida. No puedo comprender cómo ocurrió.
      —¿Cómo ocurrió qué, loquilla? —dijo Berenice—. Tu hermano vino a casa con la chica con quien va a casarse y comieron hoy contigo y con vuestro padre. Se van a casar en casa de ella, en Winter Hill, el domingo que viene. Y tu papá y tú iréis a la boda. Eso es todo lo que hay sobre ese asunto. Así pues, ¿qué es lo que te hace sufrir?
      —No sé —dijo Frankie—. Supongo que ellos lo pasarán muy bien todo el día.
      —Vamos a pasarlo muy bien —afirmó John Henry.
      —¿A pasarlo bien, nosotros? —preguntó Frankie.
      Volvieron a sentarse a la mesa y Berenice tomó la baraja para jugar una partida de bridge entre tres. Berenice había sido cocinera de la casa desde todo el tiempo que Frankie podía recordar. Era muy negra, ancha de espaldas y baja de estatura. Siempre decía que tenía treinta y cinco años, pero llevaba por lo menos tres diciendo lo mismo. Llevaba el cabello peinado en trenzas grasientas ceñidas a la cabeza y tenía la cara plácida y un poco aplastada. Sólo había en ella una cosa rara, y era que tenía el ojo izquierdo de cristal azul claro. Destacaba muy fijo y tremendo sobre su cara oscura y tranquila; pero el porqué había querido tener un ojo azul, nadie en el mundo lo sabría nunca. El ojo derecho era negro y triste.
      Berenice repartía los naipes lentamente, humedeciéndose el pulgar cuando las cartas, sudadas, se pegaban una a otra. John Henry miraba cada carta a medida que salía. Tenía desnudo el pecho blanco y húmedo y llevaba colgado del cuello con un cordón un borriquillo de plomo. Era primo hermano de Frankie y todo el verano comía y pasaba el día con ella, o cenaba y pasaba la noche, sin que ella pudiera hacerle volver a casa. Era pequeño para sus seis años y tenía las rodillas más grandes que Frankie había visto en su vida, y siempre llevaba una u otra vendada, por alguna caída o desolladura. John Henry tenía la carita blanca y afilada y usaba gafitas con montura de oro. Estudiaba las cartas con mucho cuidado porque estaba perdiendo: debía ya a Berenice más de cinco millones de dólares.
      —Un corazón —dijo Berenice.
      —Pique —dijo Frankie.
      —Yo quiero jugar piques —dijo John Henry—. Eso es lo que iba a jugar.
      —Bueno, pues mala suerte, porque yo los he jugado primero.
      —¡Eres una tonta! —dijo él—. Eso no vale.
      —No riñáis —dijo Berenice—. A decir verdad, me parece que ninguno de los dos tiene tan buen juego como para cantarlo. Yo tengo dos corazones.
      —Me importa un pepino —repuso Frankie—. Me da exactamente igual.
      En realidad, así era. Aquella tarde jugaba al bridge como John Henry, sencillamente echando las cartas según le venían a la mano. Estaban allí, reunidos en la cocina, y la cocina era triste y fea. John Henry había llenado sus paredes con abigarrados dibujos infantiles hasta donde alcanzaba su brazo, y eso daba a la habitación un aspecto absurdo, como si fuese un cuarto del manicomio. Y ahora Frankie se sentía mareada de ver la vieja cocina. El nombre de lo que ocurría, Frankie lo ignoraba, pero sentía latir su corazón oprimido contra el borde de la mesa.
      —El mundo es realmente muy pequeño —dijo.
      —¿Por qué lo dices?
      —Quiero decir repentino —explicó Frankie—. El mundo, desde luego, es un sitio repentino.
      —No sé —dijo Berenice—. Unas veces es repentino y otras veces va despacio.
      Frankie tenía los ojos entornados y su propia voz sonaba a sus oídos como desgarrada y lejana.
      —Para mí es repentino.
      Hasta el día anterior, Frankie no había pensado nunca seriamente en una boda. Sabía que su único hermano, Jarvis, se iba a casar; que se había prometido con una chica de Winter Hill muy poco antes de marchar a Alaska. Jarvis era cabo en el ejército y había pasado en Alaska casi dos años. Frankie llevaba mucho, muchísimo tiempo sin ver a su hermano, y la cara de éste se le aparecía como enmascarada y cambiada, como una cara triste debajo del agua. ¡Pero Alaska! Frankie había estado soñando constantemente con aquel territorio, y especialmente aquel verano lo veía muy real. Veía la nieve, el mar helado, los glaciares. Iglús de esquimales, osos blancos y hermosas auroras boreales. Los primeros tiempos que Jarvis estaba en Alaska, ella le mandó una caja de dulces de guirlache hechos en casa, muy cuidadosamente embalada, y con los dulces envueltos uno por uno en papel parafinado. Le emocionaba pensar que sus golosinas serían comidas en Alaska, y se imaginaba a su hermano haciendo circular la caja de mano en mano entre esquimales cubiertos de pieles. A los tres meses llegó una carta de Jarvis dándole las gracias y enviándole un billete de cinco dólares. Ella siguió enviándole dulces casi todas las semanas, cambiando a veces el guirlache por otra golosina. Pero Jarvis no volvió a corresponder con ningún otro billete, excepto por Navidad. Algunas veces, las breves cartas que escribía a su padre la trastornaban un poco. Por ejemplo, aquel verano contó que había ido a nadar y que los mosquitos eran feroces. Esa carta estropeaba los sueños de Frankie; sin embargo, al cabo de unos días de desorientación volvió a pensar en sus mares helados y en sus nieves. Cuando Jarvis regresó de Alaska, se fue derecho a Winter Hill. Su novia se llamaba Janice Evans, y los planes para la boda eran los siguientes: Jarvis había telegrafiado que él y su novia vendrían el viernes a pasar el día y el domingo se celebraría la boda en Winter Hill. Frankie y su padre harían un viaje de casi ciento sesenta kilómetros para ir, y Frankie tenía ya preparada una maleta. Estaba esperando el momento en que llegarían los novios, pero no se imaginaba cómo serían ni pensaba en la boda. Así, la víspera de la visita, solamente comentó con Berenice:
      —Creo que es una curiosa coincidencia que Jarvis haya ido a Alaska y que precisamente la novia que ha escogido para casarse sea de un lugar llamado Winter Hill —«Winter Hill», repetía lentamente, con los ojos cerrados, y ese nombre se mezclaba con sus sueños de Alaska y nieve fría—. Me gustaría que mañana fuera domingo en vez de viernes. Me gustaría haberme marchado del pueblo.
      —Ya llegará el domingo —dijo Berenice.
      —Lo dudo —contestó Frankie—. Hace tanto tiempo que estoy dispuesta a marcharme de aquí. Quisiera no tener que volver después de la boda. Quisiera irme para siempre. Quisiera tener cien dólares para quedarme por ahí y no volver a ver nunca más este pueblo.
      —Me parece que quieres muchas cosas —dijo Berenice.
      —Quisiera ser otra persona que no fuera yo.
      Así, la tarde antes de que aquello ocurriera fue como las demás tardes de agosto. Frankie había estado vagando por la cocina, y luego, al anochecer, salió al jardín. El emparrado de detrás de la casa se veía violeta y oscuro en el crepúsculo. Frankie caminaba despacio. John Henry West estaba sentado debajo del emparrado de agosto en una silla de mimbre, con las piernas cruzadas y las manos en los bolsillos.
      —¿Qué estás haciendo? —le preguntó ella.
      —Estoy pensando.
      —¿En qué?
      Él no contestó.
      Frankie estaba tan crecida, aquel verano, que ya no podía andar por debajo del emparrado como siempre había hecho antes. Otras criaturas de doce años seguramente podrían todavía pasear por allí debajo y hacer teatro y divertirse. Incluso señoras mayores que fueran bajitas podrían pasar bajo las ramas; pero Frankie ya era demasiado alta; aquel año tenía que quedarse dando vueltas y mirar desde fuera como los mayores. Se quedó contemplando con mirada absorta las oscuras ramas entrelazadas; olía a semillas aplastadas y a polvo. De pie junto a la parra, con el anochecer encima, Frankie tuvo miedo. No sabía por qué, pero estaba asustada.
      —Voy a decirte en qué pensabas —dijo—. Figúrate que te quedas a cenar y a pasar la noche conmigo.
      John Henry sacó del bolsillo su reloj de un dólar y lo miró, como si la hora tuviera que decidir si se quedaría o no; pero estaba demasiado oscuro debajo del emparrado para poder distinguir los números.
      —Vete a casa y díselo a tía Pet. Después nos encontraremos en la cocina.
      —Muy bien.
      Frankie tenía miedo. El cielo de la tarde estaba pálido y vacío, y la luz que salía de la ventana de la cocina ponía un reflejo cuadrado y amarillo en la creciente oscuridad del jardín. Frankie se acordó de que cuando era pequeña creía que en la carbonera habitaban tres fantasmas, y uno de ellos llevaba un anillo de plata.
      Subió corriendo los peldaños de la entrada de detrás y dijo:
      —Acabó de invitar a John Henry a cenar y a pasar la noche conmigo.
      Berenice estaba amasando pasta para galletas y dejó caer la pelota de pasta en la mesa cubierta de harina:
      —Me figuraba que estabas mareada y harta de él.
      —Sí, estoy mareada y harta de él —dijo Frankie—, pero me pareció verle asustado.
      —¿Asustado de qué?
      Frankie movió la cabeza y, finalmente, dijo:
      —Quizá quiero decir que se sentía solo.
      —Bueno, le dejaré un poco de pasta.
      Volviendo de la oscuridad del jardín, la cocina estaba caliente, iluminada y extraña. Sus paredes molestaban a Frankie, con aquellos raros dibujos de árboles de Navidad, aviones, soldados monstruosos y flores.
      John Henry había empezado las primeras pinturas una larga tarde de junio, y, como ya había echado a perder la pared, siguió dibujando siempre que quiso. Alguna vez también había dibujado Frankie. Al principio su padre se había puesto furioso, pero después les dijo que dibujaran todo lo que se les ocurriera y que ya mandaría pintar la cocina en otoño. Pero como el verano duraba y parecía que no iba a terminar, las paredes empezaron a poner nerviosa a Frankie. Aquella tarde, la cocina le parecía rara, y tenía miedo.
      Se quedó en la puerta y dijo:
      —Supuse que, después de todo, podía invitarle.
      Y así, ya oscurecido, vino John Henry por la puerta trasera, con su maletín de fin de semana. Traía su traje de fiesta blanco, y le habían puesto calcetines y zapatos. Del cinturón le pendía una daga. John Henry había visto nieve. Aunque sólo tenía seis años, el invierno último había estado en Birmingham y allí había visto nieve. Frankie no la había visto jamás.
      —Dame el maletín —dijo Frankie—. Tú, mientras, puedes empezar a hacer un muñeco de pasta.
      —Eso.
      John Henry no se entretenía en jugar con la pasta, sino que hacía su muñeco como si se tratara de un asunto muy serio. De vez en cuando se detenía, se ajustaba las gafas con la manita y contemplaba lo que había hecho. Parecía un pequeño relojero. Arrastró una silla y se arrodilló en ella para poder trabajar mejor. Cuando Berenice le dio unas pasas, no las incrustó todas alrededor de la pasta, como hubiera hecho cualquier otro niño, sino que sólo empleó dos para los ojos; pero, inmediatamente, se dio cuenta de que eran demasiado grandes y partió cuidadosamente una y puso los ojos, dos motitas para la nariz, e hizo una boquita de pasa, sonriente. Cuando terminó, se limpió las manos en los fondillos del pantalón corto: allí estaba su hombrecito de pasta con sus dedos abiertos, su sombrero e incluso su bastón. John Henry había trabajado tanto que la pasta quedaba gris y húmeda. Pero era un perfecto hombrecito de galleta y, en realidad, a Frankie le recordaba el propio John Henry.
      —Ahora será mejor que te dé de cenar —dijo.
      Cenaron en la cocina, con Berenice, porque el padre había telefoneado que se quedaría hasta tarde trabajando en la relojería. Cuando Berenice sacó del horno la galleta de John Henry, vieron que había quedado exactamente como cualquier hombrecito de pasta hecho por un niño: se había hinchado un poco, los dedos se habían pegado unos con otros y el bastón parecía una especie de rabo; pero John Henry se limitó a mirarlo a través de sus gafas, lo limpió con su servilleta y untó de mantequilla el pie izquierdo.
      Era una tarde de agosto oscura y calurosa. En el comedor, la radio daba una mezcla de varias estaciones: una voz que hablaba de la guerra se cruzaba con el parloteo de unos anuncios, y, más bajo, se oía la desmayada música de una orquesta dulzona. La radio había estado puesta todo el verano, de tal modo que últimamente nadie hacía caso de ella. Sólo cuando el ruido era tan fuerte que no les dejaba oír ni siquiera sus propias palabras, Frankie la bajaba un poco. Si no, música y voces iban y venían, cruzándose y mezclándose unas con otras, y en agosto ya nadie escuchaba nada.
      —¿Qué quieres que hagamos? —preguntó Frankie—. ¿Quieres que te lea algo de Hans Brinker o prefieres hacer otra cosa?
      —Preferiría otra cosa.
      —¿Qué?
      —Vamos a jugar fuera.
      —No quiero —dijo Frankie.
      —Hay mucha gente que va a jugar por ahí fuera esta noche. —Ya me has oído —dijo Frankie—; supongo que tienes orejas. John Henry permaneció un rato parado, con sus grandes rodillas juntas, y, finalmente, dijo:
      —Creo que mejor me voy a casa.
      —¡Cómo! ¿No vas a pasar la noche aquí? No puedes cenar y marcharte así.
      —Ya lo sé —contestó él tranquilamente. Junto con la radio podían oír las voces de los chicos que jugaban en la noche—. Anda, salgamos, Frankie. Parece que se están divirtiendo mucho por ahí.
      —No lo creas —dijo ella—. No son más que una pandilla de chicos feos y tontos que corren y gritan y vuelta a correr y gritar. Ni hablar de eso. Vámonos arriba a sacar las cosas de tu maletín.
      El cuarto de Frankie era una galería añadida a la casa, con una escalera que subía desde la cocina. Los muebles consistían en una cama de hierro, una mesita y un escritorio. Frankie tenía también un motor que se podía poner en marcha y parar; el motor permitía afilar cuchillos y también servía para limarse las uñas, si se llevaban bastante largas. Junto a la pared estaba la maleta que Frankie tenía preparada para su viaje a Winter Hill. En el escritorio había una máquina de escribir viejísima, y Frankie se sentó ante ella pensando qué cartas podría escribir; pero no tenía que escribir a nadie, porque todas las cartas posibles habían sido ya contestadas, e incluso más de una vez. Así que cubrió la máquina con un hule y la empujó a un lado.
      —De veras —dijo John Henry—, ¿no crees que sería mejor que me fuera a casa?
      —No —contestó Frankie sin mirarle—. Siéntate ahí en el rincón y juega con el motor.
      Frankie tenía ahora dos objetos delante: una caracola de color lila y un globo de cristal con nieve dentro, que al sacudirlo figuraba una nevada. Cuando se acercaba la caracola al oído, podía oír el tibio oleaje del golfo de México, y pensaba en una isla verde con palmeras, muy lejos de allí; y podía acercar el globo de cristal a sus ojos entornados y contemplar cómo los blancos copos caían girando en torbellino hasta cegarla. Entonces soñaba con Alaska. Subía por una montaña blanca y fría, y desde allí oteaba el desierto nevado: observaba los reflejos de colores del sol en el hielo y oía voces y veía cosas de ensueño. Y por todas partes había nieve fría, blanca y suave.
      —Fíjate —dijo John Henry, que estaba mirando por la ventana—. Me parece que aquellas chicas mayores dan una fiesta en su club.
      —¡Calla! —chilló Frankie—. No me hables de esas idiotas.
      En la vecindad había un club, pero Frankie no era miembro de él. Las socias del club eran chicas de trece, catorce y hasta quince años, y los sábados por la noche organizaban fiestas con muchachos. Frankie las conocía a todas, y hasta aquel verano había sido una especie de miembro menor de la pandilla, pero ahora ellas tenían aquel club y ella no era socia. Le habían dicho que era demasiado pequeña y esmirriada. Los sábados por la noche podía oír aquella terrible música y ver desde lejos las luces de la fiesta. Algunas veces salía a la calleja que había detrás del club y se apostaba junto a un seto cubierto de madreselva. Se quedaba allí de pie, mirando y escuchando. Las fiestas eran largas, muy largas.
      —Quizá cambien de idea y te inviten —dijo John Henry.
      —Son unas sinvergüenzas.
      Frankie se sorbió los mocos y se limpió la nariz con el antebrazo. Se sentó en el borde de la cama, con los hombros caídos y los codos apoyados en las rodillas.
      —Creo que andan diciendo por todo el pueblo que huelo mal —dijo—. Cuando tuve aquellos granos y me ponían aquella pomada que olía tan mal, esa mayorzota de Helen Fletcher me preguntó qué era aquel olor tan raro. Si tuviera una pistola, le pegaría un tiro a cada una.
      Oyó que John Henry se acercaba a la cama y sintió su mano que le daba golpecitos en la nuca.
      —A mí no me parece que huelas tan mal —le dijo—. Tienes un olor agradable.
      —Son unas sinvergüenzas —insistió ella—. Y no se acabó aquí. Han estado diciendo mentiras asquerosas sobre la gente casada. Cuando pienso en tía Pet y en tío Ustace. ¡Y en mi padre! ¡Qué asco de mentiras! ¿Se habrán creído que soy tonta?
      —Yo siento tu olor al minuto de entrar tú en casa, sin necesidad de mirar si eres tú. Como cien flores.
      —No me importa —dijo Frankie—, no me importa nada.
      —Como mil flores —dijo John Henry, mientras con su mano pegajosa seguía dándole golpecitos en el cuello inclinado.
      Frankie se irguió, se lamió las lágrimas junto a la boca y se secó la cara con el faldón de la blusa. Muy quieta, con la nariz dilatada, estuvo un momento oliéndose a sí misma. Luego fue a su maleta y sacó un frasco de Dulce Serenata. Se echó un poco de perfume en la cabeza y se la frotó, y luego vertió otro poco por dentro de la blusa.
      —¿Quieres tú también?
      John Henry estaba en cuclillas junto a la maleta abierta y se estremeció un poco cuando su prima le roció de perfume. Quería curiosear la maleta y examinar cuidadosamente todo el ajuar de Frankie. Pero ella sólo quería dejarle formar una impresión general, y no que contase las cosas y se enterase de todo cuanto tenía o dejaba de tener. Así que abrochó las correas de la maleta y volvió a empujarla contra la pared.
      —¡Niño! —dijo—. Apuesto a que nadie del pueblo se perfuma tanto como yo.
      La casa estaba en silencio, salvo el rumor de la radio abajo en el comedor. Hacía ya mucho rato que había llegado el padre y Berenice había cerrado la puerta trasera y se había marchado. Ya no se oían voces de chiquillos en la noche de verano.
      —Me parece que tenemos que pasarlo bien —dijo Frankie.
      Pero no había nada que hacer. John Henry estaba de pie en medio del cuarto, con las rodillas juntas y las manos cruzadas en la espalda. En la ventana había mariposas, mariposas verde pálido y mariposas amarillas, que revoloteaban y extendían las alas contra la tela metálica.
      —¡Qué mariposas tan bonitas! —dijo el niño—. Están probando a entrar.
      Frankie las miraba revolotear y estrujarse contra la ventana. Las mariposas venían todas las noches, cuando estaba encendida la lámpara de su escritorio. Salían de la noche de agosto para venir revoloteando a chocar contra la tela metálica.
      —Para mí, es la ironía del destino —dijo Frankie—. Cómo vienen. Esas mariposas podrían volar donde quisieran, y sin embargo vienen a pegarse aquí, a las ventanas de esta casa.
      John Henry se tocó la montura de oro de las gafas para ajustárselas a la nariz, y Frankie se fijó en su carita chata, salpicada de pecas.
      —Quítate las gafas —dijo de pronto.
      John Henry se las quitó y sopló en los cristales. Ella miró a través, y vio el cuarto borroso y torcido. Después echó atrás su silla y contempló a John Henry. El chico tenía dos círculos blancos y húmedos alrededor de los ojos.
      —Apuesto a que no necesitas esas gafas —dijo. Y poniendo la mano en la máquina de escribir le preguntó—: ¿Qué es esto?
      —La máquina de escribir —contestó él.
      Frankie levantó la caracola.
      —¿Y esto?
      —La caracola del Golfo.
      —¿Qué es esa cosita que se arrastra por el suelo?
      —¿Dónde? —preguntó él, mirando a su alrededor.
      —Esa cosita que se arrastra ahí junto a tus pies.
      —Ah —dijo él agachándose—. Es una hormiga. Quisiera saber cómo ha venido hasta aquí.
      Frankie se echó atrás en la silla y cruzó sus pies descalzos encima de la mesa.
      —Yo que tú, tiraba las gafas —dijo—. Ves tan bien como todo el mundo.
      John Henry no contestó.
      —No te sientan bien.
      Devolvió las gafas plegadas a John Henry, y él las limpió con su trocito de franela. Luego se las volvió a poner sin decir nada.
      —Bueno —dijo Frankie—, arréglate como quieras. Yo te lo digo sólo por tu bien.
      Se acostaron. Se desnudaron vueltos de espaldas, y luego Frankie paró el motor y apagó la luz. John Henry se arrodilló para rezar sus oraciones y estuvo largo rato rezando, pero en voz baja. Luego se echó al lado de su prima.
      —Buenas noches —dijo ella.
      —Buenas noches.
      Frankie se quedó mirando fijamente en la oscuridad.
      —No sabes tú lo que me cuesta todavía comprender que el mundo gira a la velocidad de mil seiscientos kilómetros por hora.
      —Ya lo sé —contestó él.
      —Y comprender por qué, cuando uno da un salto en el aire, no va a caer en Fairview o en Selma o en cualquier otro sitio a ochenta kilómetros de distancia.
      John Henry se volvió, con un soñoliento gruñido.
      —O en Winter Hill —continuó ella—. Me gustaría marcharme a Winter Hill ahora mismo.
      John Henry ya estaba dormido. Frankie le oía respirar en la oscuridad, y ahora tenía lo que había deseado tantas noches aquel verano: alguien que estuviera durmiendo en la cama con ella. Quieta en medio de la noche, le escuchaba respirar; luego, al cabo de un momento, se incorporó sobre un codo. Allí estaba, pequeño y pecoso, a la luz de la luna, con el pecho blanco y desnudo y un pie colgando fuera de la cama. Con cuidado, Frankie le puso la mano sobre el estómago y se le acercó un poco más; dentro de él le parecía sentir el tictac de un reloj, y percibía su olor a sudor y a Dulce Serenata. Olía como una pequeña rosa un poco pasada. Frankie se inclinó sobre él y le lamió detrás de la oreja; después, respiró profundamente, se echó apoyando la barbilla en el hombro agudo y húmedo del chiquillo, y cerró los ojos; ahora, con alguien durmiendo con ella en la oscuridad, ya no tenía miedo.
      A la mañana siguiente, el sol, el blanco sol de agosto, les despertó temprano. Frankie no pudo lograr que John Henry se fuera a casa. Había visto el jamón que Berenice estaba preparando y había comprendido que la comida especial para invitados iba a ser buena. El padre de Frankie leía el periódico en el cuarto de estar y después se fue al pueblo a dar cuerda a los relojes de su tienda.
      —Si mi hermano no me trae un regalo de Alaska, me volveré loca, en serio —dijo Frankie.
      —Yo también —asintió John Henry.
      ¿Y qué estaban haciendo aquella mañana de agosto cuando el hermano y su novia llegaron? Estaban sentados debajo de la parra hablando de Navidad. El sol era fuerte y duro; los abejarucos, ebrios de luz, chillaban y se perseguían unos a otros. Y ellos charlaban, y sus voces iban debilitándose en una pequeña cantilena, y repetían una y otra vez unas mismas cosas. Estaban como adormecidos a la oscura sombra del emparrado, y Frankie era una persona que nunca había pensado en una boda. Así estaban aquella mañana de agosto cuando su hermano y la novia entraron en la casa.
      —¡Jesús! —decía Frankie. Los naipes, encima de la mesa, estaban mugrientos, y el sol de la tarde sesgaba el jardín—. Verdaderamente este mundo es muy repentino.
      —Bueno, déjate de comentarios —dijo Berenice—. No estás en el juego.
      Frankie, sin embargo, tenía puesta en el juego una parte de su atención. Jugó la dama de piques, que era un triunfo, y John Henry jugó un modesto dos de diamantes. Frankie le miró. El niño tenía los ojos fijos en el revés de la mano de ella, como si lo que estuviera necesitando y deseando fuese una mirada con dobleces, que diera la vuelta a las cosas y le permitiera ver las cartas de los demás.
      —Tienes piques —dijo Frankie.
      John Henry se metió en la boca el cordón del borriquito y desvió la mirada.
      —¡Tramposo! —añadió ella.
      —Anda, juega tu pique —aconsejó Berenice.
      —Estaba escondido detrás de otra carta —alegó él.
      —¡Tramposo!
      Pero él no quería jugar. Seguía allí, quieto y triste, interrumpiendo la partida.
      —Date prisa —le animó Berenice.
      —No puedo —dijo John Henry por fin—. Es un valet. El único pique que tengo es un valet, y no quiero jugarlo para que Frankie se lo lleve con su dama. No lo haré, de ningún modo.
      Frankie tiró las cartas sobre la mesa.
      —Fíjate —dijo a Berenice—, no sabe seguir ni las primeras reglas del juego. ¡Es una criatura! ¡No tiene remedio! ¡No tiene remedio!
      —Quizá tenga razón —dijo Berenice.
      —¡Oh! —dijo Frankie—. Estoy mareada como si fuera a morirme.
      Estaba sentada y con los pies descalzos en el travesaño de la silla, los ojos cerrados y el pecho apoyado contra el borde de la mesa. Las sobadas cartas rojas estaban revueltas encima de la mesa, y sólo de verlas Frankie se sentía mala. Habían jugado a los naipes todas las tardes después de comer; si uno comiera aquellas viejas cartas, le sabrían a mezcla de todas las comidas de aquel mes de agosto más un repugnante deje de manos sudadas. Frankie apartó las cartas de la mesa. La boda era brillante y hermosa como la nieve, pero su corazón, dentro de ella, estaba deshecho. Se levantó de la mesa.
      —Es cosa sabida que las personas de ojos grises son celosas.
      —Ya te dije que no estoy celosa—dijo Frankie, dando rápidas vueltas alrededor de la habitación—. No puedo tener celos de uno de ellos sin tenerlos de los dos. Para mí los dos van juntos.
      —Pues yo sí tuve celos cuando se casó mi hermano de leche —dijo Berenice—. Confieso que cuando John se casó con Clorina los amenacé con arrancarle a ella las orejas. Pero ya ves que no lo hice. Clorina tiene orejas como todo el mundo. Y ahora la quiero.
      —J A —dijo Frankie—. Janice y Jarvis. ¿No es muy curioso?
      —¿Qué?
      —J A. Los dos nombres empiezan con J A.
      —¿Y qué hay con eso?
      Frankie seguía dando vueltas y más vueltas a la mesa de la cocina.
      —Si al menos yo me llamase Jane —dijo—. Jane o Jasmine. —No entiendo lo que estás pensando —dijo Berenice.
      —Jarvis, Janine, Jasmine. ¿Comprendes?
      —No —dijo Berenice—. A propósito, esta mañana oí en la radio que los franceses están echando a los alemanes de París.
      —París —repitió Frankie con voz hueca—. No sé si es contrario a la ley cambiarme el nombre o añadir otro.
      —Naturalmente. Va contra la ley.
      —Bueno, no me importa —dijo Frankie—. F. Jasmine Addams. En la escalera que llevaba al dormitorio había una muñeca, y John Henry la puso sobre la mesa y luego se sentó y la meció en sus brazos.
      —Me la regalaste en serio, ¿no? —dijo. Y levantó el vestido de la muñeca y le tocó la braga y la camiseta, que eran de veras—. La voy a llamar Belle.
      Frankie contempló la muñeca durante un minuto.
      —No comprendo qué idea se le ocurrió a Jarvis, de traerme esta muñeca. ¿A quién se le ocurre regalarme una muñeca? Y Janice probando a explicar que se figuraba que yo era una niña pequeña. Yo contaba con que Jarvis me traería algo de Alaska.
      —Había que ver tu cara cuando desenvolviste el paquete —dijo Berenice.
      Era una muñeca grande con el pelo rojo, ojos de porcelana que se abrían y cerraban y pestañas rubias. John Henry la tenía acostada, de modo que los ojos estaban cerrados, y ahora estaba probando a abrírselos tirándole de las pestañas.
      —¡No hagas eso, que me pones nerviosa! Francamente, lo mejor será que me la quites de delante.
      John Henry se la llevó al porche de detrás, para recogerla al marcharse a casa.
      —Se llama Lily Belle —dijo.
      El tictac del reloj, en la repisa del fogón, era lentísimo; no eran más que las seis menos cuarto. Tras la ventana la luz era todavía dura, amarilla y brillante. En el jardincillo de atrás, la sombra del emparrado era negra y compacta. Nada se movía. De alguna parte, lejos, llegaba un silbido, y era una quejumbrosa canción de agosto, que no tenía fin. Los minutos se hacían interminables.
      Frankie se dirigió de nuevo al espejo de la cocina y contempló su cara.
      —Fue una gran equivocación, cortarme el pelo de esta manera. Para la boda debía haber tenido una larga y hermosa cabellera rubia. ¿No te parece?
      De pie ante el espejo, tenía miedo. Aquel verano, para Frankie era el verano del miedo, y había un miedo que se podía calcular aritméticamente, con un lápiz y un papel, encima de una mesa. Aquel mes de agosto, Frankie tenía doce años y cinco sextos de año. Medía un metro sesenta y cinco y tres cuartos, y calzaba el número siete. El año anterior había crecido diez centímetros, o por lo menos así le parecía a ella. Ya los odiosos niños pequeñines del verano le chillaban: «¿Qué? ¿Hace frío por ahí arriba?» Y los comentarios de las personas mayores le hacían estremecerse hasta los talones. Si había de seguir creciendo hasta los dieciocho años, todavía le quedaban cinco años y un sexto de año por delante. Así que, de acuerdo con las matemáticas y a menos que de algún modo pudiera detenerse, llegaría a rebasar los dos metros setenta y cinco de estatura. ¿Y qué puede hacer una mujer de más de dos metros setenta y cinco? Sería un fenómeno.
      Todos los años, a principios de otoño, venía al pueblo la Exposición de Chattahoochee. Durante una semana entera de octubre había feria en el ferial. Había la Rueda Voladora, el Güitoma, el Palacio de los Espejos y también el Pabellón de los Fenómenos. Este pabellón era una larga barraca que tenía en su interior una hilera de compartimientos. La entrada costaba veinticinco centavos y uno podía ver a cada fenómeno en su caseta. Además había exhibiciones privadas al fondo de la tienda, que costaban diez centavos cada una. El octubre pasado, Frankie había visto todos los monstruos de aquella colección: el Gigante, la Mujer Gorda, el Enanito, el Negro Feroz, la Cabeza de Alfiler, el Niño Caimán y el Hombre-Mujer.
      El Gigante tenía más de dos metros cuarenta de estatura, con unas manos enormes y una mandíbula colgante. La Mujer Gorda estaba sentada en un sillón, y la grasa que tenía encima era como una masa de harina suelta, que ella golpeaba y trabajaba con las manos. A su lado, el esmirriado Enanito correteaba con su trajecito de etiqueta. El Negro Feroz procedía de una isla salvaje; estaba sentado en el suelo entre huesos polvorientos y hojas de palmera, y comía ratas vivas. Todo el que trajera una rata de tamaño adecuado tenía entrada libre en el pabellón. Los chicos las llevaban en sacos de lona o cajas de zapatos. El Negro Feroz golpeaba la cabeza de la rata contra su rodilla doblada, y luego desollaba al animal y lo masticaba y engullía mientras relucían sus ojos ansiosos de Negro Feroz. Algunos decían que no era un auténtico Negro Feroz, sino sencillamente un negro loco de Selma. En todo caso, a Frankie no le gustaba mirarle mucho rato, y a través del gentío se abrió camino hacia la caseta de la Cabeza de Alfiler, donde John Henry se había pasado toda la tarde. La pequeña Cabeza de Alfiler saltaba, brincaba y reía continuamente, con una cabeza encogida, de tamaño no mayor que una naranja, que llevaba afeitada excepto un rizo en lo alto atado con un lazo rosa. El último compartimiento estaba siempre lleno a rebosar, porque era el compartimiento del Hombre-Mujer, un hermafrodita y una maravilla de la ciencia. Ese fenómeno estaba completamente partido por la mitad: el lado izquierdo era completamente un hombre y el derecho una mujer. El vestido del primero era una piel de leopardo y el del otro un sostén y una falda cubierta de lentejuelas. Una mitad de la cara tenía una barba oscura y la otra estaba embadurnada de brillante maquillaje. Los ojos eran extraños los dos. Frankie había recorrido el pabellón y mirado todas las casetas. Todos los monstruos le daban miedo, porque le parecía que la habían mirado de un modo secreto, intentando conectar sus ojos con los de ella como para decirle: «Te conocemos.» Aquellos ojos de los fenómenos la asustaban, y durante todo el año los había estado recordando hasta aquel día.
      —No sé si se habrán casado o habrán estado en alguna boda los fenómenos —dijo.
      —¿De qué fenómenos estás hablando?
      —Los de la feria —dijo Frankie—. Los que vimos en octubre pasado.
      —¡Ah, esa gente!
      —No sé si ganarán grandes sueldos —dijo Frankie.
      —¡Qué sé yo! —contestó Berenice.
      John Henry, levantándose una imaginaria falda y llevándose un dedo a lo alto de su gran cabeza, se puso a brincar y bailar alrededor de la mesa imitando a Cabeza de Alfiler. Luego dijo:
      —Era la chica más guapa que he visto en mi vida. Nunca vi monada igual, ¿verdad, Frankie?
      —No —dijo Frankie—. No creo que tuviera nada de mona.
      —Yo pienso como tú —dijo Berenice.
      —¡Vaya! —replicó John Henry—. Pues sí, lo era.
      —Si queréis que os diga la verdad —dijo Berenice—, aquella gente de la feria me ponía los pelos de punta. Todos ellos.
      Frankie miró a Berenice a través del espejo y, finalmente, muy despacio, susurró:
      —¿Y yo, también te pongo los pelos de punta?
      —¿Tú? —preguntó Berenice.
      —¿Crees que puedo crecer hasta convertirme en un fenómeno? —preguntó Frankie.
      —¿Tú? —repitió Berenice—. Claro que no, no lo quiera Dios. Frankie se sintió aliviada. Se miró de lado al espejo. El reloj dio lentamente las seis, y luego ella dijo:
      —Así, ¿tú crees que seré bonita?
      —Quizá sí. Si te limas los cuernos dos o tres centímetros.
      Frankie estaba de pie, apoyada sobre la pierna izquierda y restregando lentamente el talón del pie derecho contra el suelo. Entonces sintió una astilla que se le clavaba bajo la piel.
      —En serio —dijo.
      —Creo que cuando te llenes un poco estarás muy bien. Si te portas como es debido.
      —Pero para el domingo —dijo Frankie—. Yo quiero hacer algo para estar mejor antes de la boda.
      —Lávate bien, por una vez; refriégate esos codos, arréglate como Dios manda y estarás estupendamente.
      Frankie se miró al espejo por última vez y luego se alejó. Pensó en su hermano y en la novia de éste y sintió dentro de sí un nudo que no había manera de romper.
      —No sé qué hacer. Sólo quisiera morirme.
      —Bueno, pues muérete —dijo Berenice.
      —Muérete —susurró como un eco John Henry.
      El mundo se detuvo.
      —Vete a casa —dijo Frankie a John Henry.
      Él siguió de pie, sin moverse, con las rodillas apretadas y la manita sucia apoyada en el borde de la mesa blanca.
      —Ya me has oído —dijo Frankie. Le miró con cara muy enfadada y, tomando la sartén que estaba colgada encima del fogón, le persiguió dando tres vueltas alrededor de la mesa y después hasta el vestíbulo y la puerta, que cerró tras él, diciéndole otra vez—: Vete a casa.
      —Pero, ¿por qué te pones así? —le preguntó Berenice—. Eres de una mezquindad insoportable.
      Frankie abrió la puerta de la escalera que conducía a su dormitorio y se sentó en uno de los primeros peldaños. La cocina estaba en silencio, revuelta y triste.
      —Ya lo sé —dijo—. Voy a quedarme un rato aquí sentada, sola, pensando en eso.
      Aquel verano, Frankie se sentía enferma y cansada de ser quien era. Se odiaba a sí misma y se había convertido en una criatura perezosa e inútil que vagueaba por la cocina, sucia, ansiosa, mezquina y triste. Y además de ser de una mezquindad insoportable, era una delincuente. Si la Justicia supiera quién era, la juzgaría ante un tribunal y la meterían en la cárcel. Sin embargo, Frankie no había sido siempre una delincuente y una vaga. Hasta abril de aquel año y durante todos los años anteriores de su vida había sido una persona como las demás. Pertenecía a un club y cursaba el séptimo grado. Los sábados por la mañana trabajaba con su padre y todos los sábados por la tarde iba al cine. No era de esa clase de personas que siempre creen estar asustadas. Por las noches dormía en la cama con su padre, pero no porque tuviese miedo de la oscuridad.
      Luego, la primavera de aquel año fue una extraña y larga estación. Las cosas empezaron a cambiar y Frankie no comprendía el cambio. Después de un invierno gris y corriente, los vientos de marzo golpeaban en los cristales de las ventanas y las nubes eran rizadas y blancas en el cielo azul. Aquel año, abril llegó de improviso y en silencio, y el verde de los árboles era un verde intenso y brillante. Las pálidas glicinias florecían por todo el pueblo, y calladamente se fueron abriendo todas las demás flores. Pero en el verde de los árboles y en las flores de abril había algo que entristecía a Frankie. No sabía por qué estaba triste, pero a causa de aquella extraña tristeza empezó a darse cuenta de que debía marcharse del pueblo. Leía las noticias de la guerra y pensaba en el mundo y preparaba la maleta para marcharse, pero no sabía adónde ir.
      Aquel año, Frankie empezó a pensar en el mundo. No lo veía como el globo terráqueo de la escuela, con los países bien definidos y de diferentes colores. Pensaba en el mundo como en algo enorme, suelto y resquebrajado, que giraba a mil seiscientos kilómetros por hora. El libro de geografía de la escuela estaba anticuado, los países del mundo eran otros. Frankie leía las noticias de la guerra en el periódico, pero había tantos pueblos extranjeros y la guerra iba tan deprisa que a veces ella no entendía nada. Aquel verano, Patton estaba arrojando de Francia a los alemanes. Y también se luchaba en Rusia y en Saipán. Frankie veía las batallas y los soldados. Pero había demasiadas batallas diferentes, y no había manera de ver en su imaginación a tantos y tantos millones de soldados a la vez. Veía a un soldado ruso, oscuro y helado, con un fusil helado, en medio de la nieve rusa. Y a los japoneses, uno a uno, con sus ojos oblicuos en una isla selvática, deslizándose por entre verdes bejucos. Europa y la gente colgada de los árboles, y los barcos de guerra en medio del océano azul. Aviones cuatrimotores y ciudades en llamas y un soldado con casco de acero, que se reía. A veces esos cuadros de la guerra y del mundo se arremolinaban en su mente y le daban vértigo. Hacía mucho tiempo que había pronosticado que la guerra entera se ganaría en dos meses, pero ahora ya no sabía nada. Hubiera querido ser un chico e ir a la guerra en la Infantería de Marina. Pensaba en volar en avión y en ganar medallas de oro por su valentía; pero no podía alistarse, y eso la hacía a veces sentirse inquieta y melancólica. Decidió donar sangre a la Cruz Roja; quería dar dos pintas por semana: su sangre correría por las venas de los australianos, los franceses libres y los chinos que luchaban por todo el mundo, y sería como si fuese pariente cercana de todos ellos. Y oiría declarar a los médicos militares que la sangre de Frankie Addams era la más roja y la más fuerte que habían visto nunca. Y se imaginaba en los años posteriores a la guerra encontrándose con soldados que llevaban su sangre y que le dirían que le debían la vida; y no le llamarían Frankie, sino Addams. Pero ese proyecto de hacerse donadora de sangre no pasó adelante. La Cruz Roja no quiso aceptar su sangre. Era demasiado joven. Frankie se puso furiosa contra la Cruz Roja y se sintió excluida de todo. La guerra y el mundo eran cosas demasiado rápidas, grandes y extrañas. Pensar en el mundo durante largo rato la asustaba. No tenía miedo de los alemanes ni de las bombas, ni de los japoneses. Tenía miedo porque no querían incluirla en la guerra, y porque el mundo, en una forma u otra, parecía separarse de ella.
      Así, sabía que debía dejar el pueblo y marcharse a algún sitio lejos. Porque el final de la primavera, aquel año, era perezoso y demasiado dulce. Las largas tardes florecían y duraban, y aquella dulzura verde la mareaba. El pueblo empezó a hacerle daño. Los acontecimientos tristes y terribles nunca habían hecho llorar a Frankie, pero aquella temporada muchas cosas le daban de pronto ganas de llorar. Por la mañana muy temprano salía a veces al jardín y se quedaba largo rato contemplando el cielo del amanecer. Y era como si su corazón hiciera una pregunta y el cielo no le diera contestación. Cosas en las que apenas se había fijado nunca empezaron a hacerle daño: luces de comedores familiares vistas desde la acera, una voz desconocida desde una calle. Frankie contemplaba las luces y escuchaba la voz, y por mucho que Frankie esperase, no ocurría nada más. Le daban miedo esas cosas que le hacían preguntarse de pronto quién era ella, qué iba a ser en el mundo y por qué en aquel momento estaba allí parada, viendo una luz, o escuchando o mirando al cielo, tan sola. Tenía miedo y en el pecho se le hacía un extraño nudo.
      Una noche de abril, cuando ella y su padre se iban a acostar, su padre la miró de pronto y dijo: «¿Quién es esa larguirucha de doce años que todavía quiere dormir con su viejo papá?» Y desde entonces fue demasiado mayor para seguir durmiendo con él. Tuvo que ir a dormir a la habitación de arriba. Frankie empezó a guardarle rencor a su padre y se miraban de soslayo uno a otro, y dejó de gustarle estarse en casa.
      Andaba vagando por el pueblo, y las cosas que veía y oía parecían quedar sin terminar, y en su corazón aquel nudo no podía ceder. Frankie se precipitaba a hacer cualquier cosa, pero todo le salía mal. Llamaba a su mejor amiga, Evelyn Owen, que tenía un traje de jugar al fútbol y un mantón español, y una se ponía el traje y la otra el mantón y se iban juntas a la tienda de «todo a diez centavos». Pero no era aquello lo que Frankie quería, y resultaba un fracaso. Otras veces, después del pálido crepúsculo de primavera, con olor a polvo y a flores, dulce y amargo, en el aire, las noches con ventanas iluminadas y prolongados gritos de llamada a la hora de cenar, cuando los vencejos se reunían, se arremolinaban encima del pueblo y luego se iban volando a recogerse no se sabe dónde, dejando el cielo vacío y ancho, después de los largos crepúsculos de aquella estación, cuando Frankie había estado caminando por las casas del pueblo, una aguda e irresistible tristeza estremecía sus nervios y su corazón se quedaba yerto y parecía que iba a pararse.
      Como no podía librarse de aquel nudo que sentía en su pecho, se apresuraba a hacer cualquier cosa. Iba a su casa y se ponía en la cabeza el cubo del carbón, como si fuera el sombrero de una loca, y empezaba a dar vueltas alrededor de la mesa de la cocina. Hacía lo primero que se le ocurría, pero, hiciera lo que hiciera, siempre le salía mal y no era de ningún modo lo que hubiera querido. Entonces, después de todas esas cosas tontas y equivocadas, se quedaba de pie, mareada y vacía, en la puerta de la cocina, y decía:
      —Quisiera poder hacer pedazos el pueblo entero.
      —Bueno, hazlo pedazos, si quieres. Pero no te quedes ahí en la puerta con esa cara tan triste. Haz algo.
      Y, finalmente, empezaron las complicaciones.
      Frankie comenzó a hacer cosas que la ponían en apuros. Faltó a la ley. Y una vez que hubo empezado a cometer delitos, siguió cometiéndolos una y otra vez. Sacó la pistola del cajón del escritorio de su padre y anduvo con ella por todo el pueblo y disparó todos los cartuchos en un solar. Luego se volvió ladrona y robó una navaja de tres hojas en los almacenes Sears and Roebuck. Un sábado de mayo por la tarde cometió un secreto y desconocido pecado. En el garaje de los MacKean, con Barney MacKean, cometieron aquel extraño pecado, aunque ella no sabía lo malo que era. El pecado la hizo sentir una especie de opresión en el estómago y temer las miradas de todo el mundo. Odió a Barney y quiso matarle. Algunas noches, cuando estaba sola en su casa, proyectaba pegarle un tiro con la pistola o arrojarle un cuchillo entre los ojos.
      Su mejor amiga, Evelyn Owen, se marchó a Florida, y Frankie ya no jugó con nadie más. La larga y florida primavera había terminado y el verano en el pueblo era feo, aburrido y muy caluroso. Cada día, Frankie tenía más deseos de marcharse: salir para América del Sur, Hollywood o Nueva York. Pero aunque preparó la maleta muchas veces, nunca lograba decidir a cuál de aquellos sitios debía ir, ni cómo podría hacerlo con sus propios medios.
      Así, se quedaba en casa, dando vueltas por la cocina, y el verano no terminaba jamás. Por la canícula Frankie tenía un metro sesenta y cinco y tres cuartos de estatura: era una holgazana grandullona y voraz, de una mezquindad insoportable. Tenía miedo, pero no como antes: sólo temía a Barney, a su padre y a la Justicia. Pero incluso estos temores acabaron por desaparecer; al cabo de largo tiempo, el pecado del garaje de los MacKean quedó muy lejos de ella y sólo lo recordaba en sueños. Tampoco pensaba en su padre ni en la Justicia. Allí se estaba, en la cocina, pegada a John Henry y a Berenice. No pensaba en la guerra ni en el mundo. Ya nada le hacía daño: todo le daba igual. Nunca se quedaba sola en el jardín de detrás para contemplar el cielo. No prestaba atención a los ruidos y voces del verano, ni paseaba de noche por las calles del pueblo. No quería que las cosas le entristecieran ni le importaran. Comía, escribía obras de teatro, se entrenaba en lanzar el cuchillo contra la pared del garaje y jugaba al bridge en la mesa de la cocina. Cada día era como el anterior, sólo que más largo; y nada la molestaba ya.
      Así, aquel viernes, cuando sucedió aquello, cuando su hermano vino a casa con su novia, Frankie sabía que todo había cambiado; pero por qué era así, y qué podía ocurrirle luego, eso no lo sabía. Y aunque probó a hablar de ello con Berenice, Berenice tampoco lo sabía.
      —Me da una especie de dolor al pensar en ellos —decía.
      —Bueno, déjalo —le aconsejó Berenice—. No haces más que pensar y hablar de ellos toda la tarde.
      Frankie, sentada en los peldaños inferiores de la escalera de su cuarto, miraba fijamente la cocina. Pero, aunque le causara una especie de dolor, tenía que seguir pensando en la boda. Recordaba el aspecto de su hermano y de la novia de éste cuando ella entró en el cuarto de estar, aquella mañana a las once. En la casa se había producido un súbito silencio, porque Jarvis, cuando entraron, apagó la radio; después del largo verano en que la radio había estado puesta día y noche, aquel curioso silencio había impresionado a Frankie. Se había detenido en la puerta, viniendo del recibidor, y al ver por primera vez a los novios, el corazón le dio un salto. Los dos juntos despertaban en ella un sentimiento que no acertaba a nombrar, pero que se parecía a los que le había causado la primavera, sólo que más brusco y más agudo. Sentía aquella misma congoja, y estaba asustada de aquel mismo extraño modo.
      Frankie estuvo pensando en ello hasta que la cabeza le dio vueltas y se le durmió un pie. Entonces preguntó a Berenice:
      —¿Qué edad tenías cuando te casaste con tu primer marido?
      Mientras Frankie estuvo sumida en sus pensamientos, Berenice se había puesto los vestidos de los domingos, y ahora estaba sentada leyendo una revista. Esperaba a unos amigos, Honey y T. T. Williams, que debían venir a buscarla a las seis para ir los tres a cenar a la sala de té New Metropolitan y después a dar juntos una vuelta por el pueblo.
      Berenice leía moviendo los labios para formar las palabras. Levantó su ojo negro para mirar a Frankie, pero no alzó la cabeza; el ojo azul de cristal parecía seguir leyendo la revista. Esa expresión de doble mirada ponía nerviosa a Frankie.
      —Tenía trece años —contestó.
      —¿Por qué te casaste tan joven?
      —Porque quería casarme. Tenía trece años y desde entonces no he crecido ni un centímetro.
      Berenice era bajita, y Frankie la miró fijamente y después preguntó:
      —¿Es verdad que el matrimonio interrumpe a veces el crecimiento?
      —Seguramente que sí —asintió Berenice.
      —No sabía yo eso —manifestó Frankie.
      Berenice se había casado cuatro veces. Su primer marido fue Ludie Freeman, albañil, el favorito y el mejor de los cuatro. Regaló a Berenice una piel de zorro y la llevó a Cincinnati, donde vieron nevar. Todo el invierno en el Norte, entre nieves. Se querían mucho y estuvieron casados nueve años, hasta un noviembre en que él cayó enfermo y murió. Los otros tres maridos fueron todos malos, cada uno peor que el anterior, y Frankie se entristecía sólo al oírlos mencionar. El primero fue un viejo borracho triste. El siguiente estaba loco por Berenice: hacía cosas raras, por la noche soñaba que comía y mordía un pico de la sábana, y con unas cosas y otras fastidió tanto a Berenice que ésta tuvo que abandonarlo. El último fue terrible. Fue el que le sacó el ojo, y además se le llevó los muebles. Berenice tuvo que acudir a la Justicia.
      —¿Te casaste con velo todas las veces? —preguntó Frankie.
      —Con velo sólo dos veces —dijo Berenice.
      Frankie no podía estarse quieta. A pesar de que la astilla clavada en su pie derecho le hacía cojear, iba dando vueltas por la cocina, con los pulgares metidos en el cinturón y la blusa empapada colgándole fuera de los pantalones.
      Por fin, abrió el cajón de la mesa de la cocina y escogió un cuchillo largo de carnicero, muy afilado. Luego se sentó, apoyando el tobillo del pie lastimado en la rodilla izquierda. Tenía la planta llena de ásperas cicatrices blancas, porque todos los veranos pisaba algún clavo. Sus pies eran los más duros del pueblo: podía arrancarse tiras de la piel amarillenta sin hacerse apenas daño, como lo hubiera hecho cualquier otra persona. Pero no se extrajo la astilla inmediatamente: de momento se quedó sentada, con el tobillo en la rodilla y el cuchillo en la mano, mirando a Berenice al otro lado de la mesa.
      —Dime —dijo—. Dime exactamente cómo ha sido.
      —Ya lo sabes —dijo Berenice—. Les has visto.
      —Bueno, pero cuéntamelo.
      —Te lo explicaré por última vez —dijo Berenice—. Tu hermano y su novia llegaron esta mañana a última hora, y tú y John Henry llegasteis corriendo del jardín para verlos. Apenas me di cuenta, tú te escapaste a través de la cocina hasta tu cuarto y al rato bajaste con el vestido de organdí y los labios con un dedo de pintura, de oreja a oreja. Luego os sentasteis todos en la sala de estar. Hacía calor. Jarvis había traído al señor Addams una botella de whisky, y estuvieron bebiendo mientras tú y John Henry tomabais limonada. Después de la comida tu hermano y su novia se volvieron a Winter Hill en el tren de las tres. La boda será el domingo que viene. Y eso es todo. ¿Estás satisfecha, ahora?
      —No estoy contenta, porque no se quedaron más; por lo menos para pasar la noche. ¡Después que Jarvis estuvo tanto tiempo fuera! Pero me figuro que ellos quieren estar juntos tanto como puedan. Jarvis dijo que tenía que arreglar algunos papeles militares en Winter Hill. —Y tras un largo suspiro añadió—: Me gustaría saber adónde irán después de la boda.
      —A algún sitio a pasar la luna de miel. Tu hermano tendrá algunos días de permiso.
      —Quisiera saber dónde pasarán la luna de miel.
      —Bueno, por supuesto que yo no lo sé.
      —Dime —preguntó otra vez Frankie—. ¿Qué aspecto tenían, exactamente?
      —¿Qué aspecto tenían? —dijo Berenice—. Pues muy naturales. Tu hermano es un chico blanco, rubio y guapo, y ella es más bien morena, pequeñita y muy mona. Son una buena pareja de blancos. ¡Pero si los has visto, loquilla!
      Frankie cerró los ojos, y, aunque no podía verlos como en una fotografía, los sentía marcharse. Los dos juntos en el tren, yéndose lejos, muy lejos de ella. Ellos eran ellos, y se iban, y ella era ella, y se quedaba sola allí, sentada a la mesa de la cocina. Pero una parte suya estaba con ellos, y Frankie sentía cómo esta parte de su propio ser se desprendía y se iba lejos, cada vez más lejos; más y más lejos, hasta que le dio un mareo, como si le sacasen lo de dentro para fuera, cada vez más lejos, más lejos, de modo que la Frankie que quedaba en la cocina no era más que una vieja cáscara abandonada allá en la mesa.
      —¡Qué raro es todo esto! —exclamó, y se inclinó sobre la planta del pie, y en su cara había algo húmedo, como lágrimas o gotas de sudor; sorbió con la nariz y comenzó a hurgar con el cuchillo para sacarse la astilla.
      —¿No te duele? —preguntó Berenice.
      Frankie movió la cabeza sin contestar. Al cabo de un momento dijo:
      —¿Has visto alguna vez a alguien que luego, al recordarlo, te pareciera más bien sentirlo que verlo?
      —¿Qué quieres decir?
      —Quiero decir esto —dijo Frankie despacio—. Les vi muy bien. Janice llevaba un vestido verde y unos zapatos verdes de tacón alto muy elegantes. Llevaba el pelo peinado en un moño alto. Tiene el pelo negro, y una parte se le había soltado. Jarvis estaba sentado a su lado en el sofá. Llevaba su uniforme caqui y estaba muy tostado por el sol y muy afeitado. Eran la pareja más estupenda que he visto en mi vida. Sin embargo, parecía como si no pudiera ver todo lo que quería ver en ellos. Mi cabeza no podía recoger bastante deprisa todos los detalles y meterlos dentro. Entonces se marcharon. ¿Comprendes lo que quiero decir?
      —Te estás haciendo daño —dijo Berenice—. Lo que necesitas es una aguja.
      —No me importan nada mis viejos pies —dijo Frankie.
      Sólo eran las seis y media, y los minutos de la tarde brillaban como espejos. Había dejado de oírse el silbido que llegaba de afuera y en la cocina todo estaba en calma. Frankie estaba sentada frente a la puerta que daba al porche trasero. En un ángulo de la puerta había una gatera cuadrada, y junto a ella un platillo con leche agria de color lila. Al principio de la canícula el gato de Frankie había desaparecido. Y la canícula es así: son los días del final del verano en que por lo general no puede ocurrir nada, pero, si algo cambia, el cambio dura mientras duran los calores fuertes. Lo que se hizo no se deshace y si algo se hace mal no se corrige.
      Aquel agosto, Berenice se rascó una picadura de mosquito en el brazo derecho y se le infectó: la herida no curaría hasta que terminara la canícula. Dos familias de cínifes de agosto había elegido los ojos de John Henry para establecerse en ellos, y, por más que él pestañeara y se sacudiera, allí se quedaban. Luego desapareció Charles, el gato, Frankie no lo vio salir de casa, pero el 14 de agosto, por más que lo llamó para cenar, Charles no vino: se había marchado. Lo buscó por todas partes, y envió a John Henry a llamarle por su nombre por todas las calles del pueblo. Pero, como eran los días de la canícula, Charles no volvió. Todas las tardes Frankie decía exactamente unas mismas palabras a Berenice, y las respuestas eran siempre las mismas, de manera que ahora aquellas palabras eran como una aburrida tonada que canturreaban de memoria.
      —Si por lo menos supiera adónde ha ido…
      —No te preocupes por ese viejo minino callejero. Ya te he dicho que no volverá.
      —Charles no es callejero. Es casi un persa puro.
      —Sí; tan persa como yo —decía Berenice—. Me parece que ya no lo verás más. Se fue en busca de alguna amiga.
      —¿Una amiga?
      —Claro está que sí. Se escapó para buscarse una compañera.
      —¿De veras lo crees?
      —Naturalmente.
      —Bueno, ¿y por qué no se trae la amiga a casa? Debería saber que a mí me encantaría tener una familia de gatos.
      —Te digo que a ese gato callejero no lo vas a ver más.
      —Si por lo menos supiera adónde ha ido…
      Y así, todas aquellas lúgubres tardes, sus voces se aserraban una a otra, repitiendo siempre las mismas palabras, que acababan por parecer a Frankie un manido diálogo en verso recitado por dos locos. Acababa diciendo a Berenice: «Me hace el efecto de que todo me ha abandonado y me ha dejado sola.» Y apoyaba la cabeza encima de la mesa y tenía miedo.
      Pero aquella tarde, súbitamente, Frankie lo cambió todo. Se le ocurrió una idea y, dejando el cuchillo sobre la mesa, se levantó.
      —Ya sé lo que debo hacer —dijo de pronto—. Escucha.
      —Ya te oigo.
      —Tengo que dar parte a la policía. Ellos encontrarán a Charles.
      —Yo no haría eso —le aconsejó Berenice.
      Frankie se dirigió al teléfono, en el vestíbulo, y explicó a la Justicia el asunto de su gato:
      —Es un persa casi puro —dijo—, pero de pelo corto. De un color gris precioso, con una manchita blanca en el cuello. Atiende al nombre de Charles, pero, si no contesta, se le puede llamar Charlina. Mi nombre es Miss F. Jasmine Addams y vivo en el número ciento veinticuatro de Grove Street.
      Cuando se volvió, Berenice se reía guasonamente, con una risita suave y aguda:
      —¡Uy! Ahora van a venir por aquí y te van a detener y llevar atada a Milledgeville. ¡Te imaginas tú a esos gordos policías de azul persiguiendo gatos por los callejones y llamándolos: «¡Eh, Charles; ven aquí, Charlina!» ¡Jesús!
      —Anda, cállate ya —dijo Frankie.
      Berenice estaba sentada a la mesa; había dejado de reír y la miraba burlonamente con su ojo oscuro mientras vertía el café en un tazón de porcelana blanca para enfriarlo.
      —Además —dijo—, no alcanzo a ver que pueda ser una buena idea ésa de andar jugando con la Justicia. No importa por qué causa.
      —No ando jugando con la Justicia.
      —Has estado diciendo tu nombre y les has dado las señas de tu casa para que puedan tomar nota y detenerte cuando se les antoje.
      —Bueno, que me detengan —dijo Frankie irritada—. No me importa un pepino. —Y de pronto dejó de importarle que alguien supiera si era o no una delincuente—. Si vienen a prenderme, no te preocupes.
      —Estaba sólo haciéndote rabiar —dijo Berenice—. Lo malo es que ya no sabes aguantar una broma.
      —Quizás estaría mejor en la cárcel.
      Frankie daba vueltas alrededor de la mesa y podía sentir cómo ellos se marchaban. El tren viajaba hacia el Norte. Kilómetro tras kilómetro se iban alejando cada vez más del pueblo, y, a medida que avanzaban hacia el Norte, el aire se hacía más fresco y oscurecía como al caer de una tarde de invierno. El tren serpenteaba montañas arriba y sus silbidos tenían un tono invernal, e iban alejándose kilómetro tras kilómetro. Los novios se pasaban uno a otro una caja de bombones, con chocolatines en elegantes envoltorios plisados, y por la ventanilla miraban desfilar los kilómetros de invierno. Ahora estaban ya lejos, muy lejos del pueblo, y no tardarían en llegar a Winter Hill.
      —Siéntate —le dijo Berenice—, me pones nerviosa.
      De pronto Frankie se echó a reír. Se secó la cara con el revés de la mano y volvió a acercarse a la mesa:
      —¿No oíste lo que dijo Jarvis?
      —¿Qué?
      Frankie no paraba de reír.
      —Estaba hablando de si había que votar o no por C. P. MacDonald. Y Jarvis dijo: «Pues no, yo no votaría a ese sinvergüenza ni siquiera para lacero de perros.» En mi vida he oído una cosa tan graciosa.
      Berenice no rió. Su ojo negro miró hacia un rincón, comprendió rápidamente la gracia y entonces volvió a mirar a Frankie. Berenice llevaba su traje de crepé rosa y encima de la mesa estaba su sombrero, con una pluma también rosa. Su ojo azul hacía que el sudor de su cara pareciese también azulado. Berenice estaba sacudiendo la pluma del sombrero con la mano.
      —¿Y sabes lo que dijo Janice? —preguntó Frankie—. Cuando papá habló de lo mucho que he crecido, dijo que no le parecía que yo estuviese tan tremendamente alta. Dijo que ella había alcanzado casi toda su estatura antes de los trece años. Sí que lo dijo, Berenice.
      —Bueno, muy bien.
      —Y dijo que le parecía que yo tenía una talla estupenda y que probablemente no crecería más. Dijo que todas las modelos de modistas y las estrellas de cine…
      —Nada de eso —dijo Berenice—. Yo la oí. Sólo observó que probablemente ya habías llegado a toda tu estatura. Pero no siguió con todo eso. Cualquiera que te oiga creería que no hizo más que hablar de ese asunto.
      —Dijo que…
      —Tienes un defecto muy serio, Frankie. Basta que alguien diga, así de paso cualquier cosa sobre ti, para que lo exageres y transformes de tal modo que nadie lo reconoce. Tu tía Pet dijo casualmente a Clorina que tú tenías buenos modales y Clorina te lo volvió a contar sin darle más importancia. Pues al poco tiempo me enteré de que ibas por todas partes dándote pisto porque la señora West te encontraba la chica más fina del pueblo y decía que deberían llevarte a Hollywood y no sé qué más. Siempre estás haciendo castillos sobre cualquier pequeño cumplido que oyes sobre ti. Pero, si es una cosa mala, ocurre lo mismo. Siempre abultas y complicas las cosas en tu cerebro. Y ése es un defecto grave.
      —Déjate de sermones.
      —No es ningún sermón. Es la pura verdad.
      —Puede ser que un poco —reconoció finalmente Frankie. Cerró los ojos y la cocina quedó en silencio. Frankie podía oír los latidos de su corazón, y cuando habló su voz era como un susurro:
      —Lo que yo quisiera saber es esto. ¿Crees que les hice buena impresión?
      —¿Impresión? ¿Impresión?
      —Sí —dijo Frankie con los ojos todavía cerrados.
      —¿Y cómo puedo saberlo? —dijo Berenice.
      —Quiero decir, ¿cómo me porté? ¿Qué hice?
      —Pues no hiciste nada.
      —¿Nada? —preguntó Frankie.
      —No. Sólo mirarlos como si fuesen dos fantasmas. Luego, cuando hablaron de la boda, abriste unas orejas del tamaño de dos hojas de col… Frankie se llevó la mano a la oreja izquierda.
      —No es verdad —dijo irritada. Y al poco rato añadió—: Cualquier día vas a encontrarte con que te han arrancado de raíz esa lengua tan gorda que tienes y la han tirado ahí encima de la mesa delante de ti. ¿Y qué crees que va a parecerte?
      —Déjate de decir groserías —dijo Berenice.
      Frankie volvió a ocuparse de la astilla de su pie. Por fin, con el cuchillo, se la sacó y dijo:
      —Esto hubiera hecho daño a cualquiera que no fuese yo. —Y luego empezó de nuevo a dar vueltas por la habitación—: Tengo mucho miedo de no haberles causado buena impresión.
      —¿Qué más da? —dijo Berenice—. Quisiera que Honey y T. T. llegasen. Me estás poniendo nerviosa.
      Frankie levantó el hombro izquierdo y se mordió el labio inferior. De pronto se sentó y golpeó la mesa con la frente.
      —Vamos —dijo Berenice—. No hagas eso.
      Pero Frankie se quedó muy tiesa, con la cara oculta en el codo y los puños apretados. Su voz era ronca y sofocada.
      —Estaban tan guapos —decía—. Deben haberlo pasado muy bien. Y se marcharon y me dejaron.
      —Siéntate bien y no hagas tonterías —dijo Berenice.
      —Vinieron y se marcharon. Se han ido lejos y me han dejado con esta pena.
      —¡Uy! —dijo finalmente Berenice—. Apostaría a que se me ocurre algo.
      La cocina estaba silenciosa y Berenice dio cuatro golpes en el suelo con el talón: uno, dos, tres: ¡bang! Su ojo vivo estaba oscuro y burlón y ella taconeaba, y luego empezó a acompañar los golpes con una voz oscura de jazz que parecía un canto:

¡Frankie loca está!
¡Frankie loca está!
¡Frankie loca está!
¡Con la boo…da!

      —Cállate ya —dijo Frankie.

¡Frankie loca está!
¡Frankie loca está!

seguía y seguía Berenice, con el ritmo agitado con que la sangre late en las sienes cuando uno tiene fiebre. Frankie estaba mareada, y agarró el cuchillo de la mesa.
      —Será mejor que te calles.
      Berenice cesó de cantar bruscamente y la cocina, de pronto, quedó encogida y silenciosa.
      —Tú deja ese cuchillo.
      —A ver si puedes hacérmelo soltar.
      Frankie afianzó el extremo del mango en la palma de la mano y dobló lentamente la hoja. El cuchillo era flexible, largo y afilado.
      —¡Deja eso, DIABLO!
      Pero Frankie se levantó y tomó cuidadosamente puntería. Tenía los ojos entornados y la sensación del cuchillo hizo que su mano dejara de temblar.
      —¡Tira eso en seguida! —dijo Berenice—. ¡Pronto!
      Toda la casa estaba en silencio. Parecía que la casa, vacía, esperase algo. Y entonces se oyó el silbido del cuchillo por el aire y el ruido que hizo la hoja al clavarse. El cuchillo dio en medio de la puerta de la escalera y se quedó vibrando. Frankie lo estuvo contemplando hasta que dejó de vibrar.
      —Soy la mejor tiradora de cuchillo del pueblo —dijo.
      Berenice, de pie detrás de ella, no contestó.
      —Si hicieran un concurso, ganaría.
      Frankie arrancó el cuchillo de la puerta y lo dejó encima de la mesa. Después se escupió en la palma y se restregó las manos.
      Berenice dijo al fin:
      —Frances Addams, estás haciendo eso demasiadas veces.
      —Nunca me desvío más que unos pocos centímetros.
      —Ya sabes lo que ha dicho tu padre de eso de lanzar cuchillos en esta casa.
      —Ya te advertí que dejaras de meterte en mis cosas.
      —No estás hecha para vivir en una casa —dijo Berenice.
      —No voy a vivir en ésta mucho tiempo más. Cualquier día me escapo de aquí.
      —Así librarías a esta vieja de una buena pejiguera —dijo Berenice. —Espera y verás cómo me marcho del pueblo.
      —¿Adónde piensas ir?
      Frankie miró a todos los rincones de la habitación y dijo:
      —No lo sé.
      —Yo sí sé —dijo Berenice—. Vas a volverte loca. A eso vas.
      —No —replicó Frankie. Estaba de pie, muy quieta, mirando las extrañas pinturas de la pared; luego cerró los ojos—. Voy a ir a Winter Hill. Voy a ir a la boda. Y juro a Dios por estos ojos que no volveré más aquí.
      No había estado segura de que iba a lanzar el cuchillo hasta que éste se quedó clavado y vibrando en la puerta de la escalera. Y no había pensado que iba a decir estas palabras hasta que las hubo pronunciado. Aquel juramento se le escapó lo mismo que el cuchillo: Frankie sintió cómo se le clavaba y quedaba vibrando en ella. Cuando las palabras se aquietaron, repitió:
      —Después de la boda no volveré.
      Berenice le recogió hacia atrás los húmedos mechones de pelo y luego le preguntó:
      —¿Hablas en serio, cariño?
      —¡Claro! —afirmó Frankie—. ¿Te figuras que voy a estar aquí una y otra vez jurando y que todo sea un cuento? A veces, Berenice, pienso que tardas más que cualquier otra persona en darte cuenta de las cosas.
      —Pero —replicó Berenice— tú dices que no sabes adónde vas a ir. Te marchas, pero no sabes adónde. Eso, para mí, no tiene sentido.
      Frankie seguía de pie paseando la mirada por las cuatro paredes de la cocina. Pensaba en el mundo, que giraba deprisa y libremente, más deprisa, más libre y mayor que nunca. Las imágenes de la guerra saltaban y chocaban en su mente. Frankie veía luminosas islas floridas y un país del Norte junto al mar, con las olas grises que batían la playa. Ojos cegados por las bombas y ruido de pies arrastrados por los soldados. Tanques y un avión, con las alas rotas, ardiendo y precipitándose desde un cielo desierto. El mundo estaba agrietado por el estruendo de las batallas y giraba a mil seiscientos kilómetros por minuto. Los nombres de lugares daban vueltas en el cerebro de Frankie: China, Peachville, Nueva Zelanda, París, Cincinnati, Roma. Frankie siguió pensando en ese mundo enorme que giraba, hasta que le empezaron a temblar las piernas y las palmas de las manos se le cubrieron de sudor. Pero todavía no sabía adónde podía ir. Por último dejó de mirar a las cuatro paredes y dijo a Berenice:
      —Estoy como si me hubieran arrancado toda la piel. Me gustaría un buen helado de chocolate. Berenice, con las manos apoyadas en los hombros de Frankie, movió la cabeza y, entornando su ojo vivo, la miró fijamente a la cara.
      —Pero todo lo que te he dicho es la pura verdad, palabra por palabra —dijo Frankie—. Después de la boda no vuelvo aquí.
      Se oyó un ruido, y al volverse vieron a los Honey y a T. T. Williams, de pie en la puerta. Honey, aunque era hermano de leche de Berenice, no se le parecía en nada: era casi como si hubiera venido de algún país extranjero, como Cuba o México. Era de un negro pálido, casi lila, con los ojos estrechos y tranquilos y el cuerpo flexible. Detrás de él y de Berenice estaba T. T. Williams, muy alto y muy negro; tenía el pelo gris, era más viejo aún que la propia Berenice y llevaba su traje de ir a la iglesia, con una insignia encarnada en el ojal. T. T. Williams era un pretendiente de Berenice, un negro acomodado que tenía un restaurante para la gente de color. Honey era una persona débil y enfermiza: no le habían admitido en el ejército y había estado trabajando de paleador en un pozo de grava hasta que se le rompió algo por dentro y no pudo hacer más trabajos pesados. Allí estaban los tres, de pie, oscuros y agrupados en la puerta.
      —¿Cómo habéis llegado sin que os oyera? —preguntó Berenice. —Tú y Frankie estabais demasiado atareadas discutiendo —contestó T. T.
      —Estoy a punto para salir —dijo Berenice—. Ya estaba a punto. Pero, ¿no queréis tomar un trago antes de marchar?
      T. T. Williams miró a Frankie y restregó los pies. Era muy discreto, y le gustaba agradar a todo el mundo, y siempre quería hacer bien las cosas.
      —Frankie no es una acusica —dijo Berenice—, ¿no es verdad? Frankie no se molestó siquiera en contestar. Honey llevaba un traje fresco de rayón rojo oscuro, y Berenice dijo:
      —Vaya traje tan majo que te has echado, Honey. ¿De dónde lo sacaste?
      Honey sabía hablar como un maestro de escuela blanco y sus labios lila se movían rápidos y ligeros como mariposas; pero sólo contestó con una palabra de negro, un oscuro sonido gutural que podía significar cualquier cosa.
      —Ahhnnh —dijo.
      Encima de la mesa, delante de ellos, estaban los vasos y la botella de ginebra; pero no bebieron. Berenice dijo algo sobre París, y Frankie tuvo una extraña sensación de que estaban aguardando que se marchara. Se quedó de pie en la puerta, mirándoles. No tenía ganas de marcharse.
      —¿Lo quieres con agua, T. T.? —preguntó Berenice.
      Estaban reunidos alrededor de la mesa y Frankie se mantenía aparte, de pie en la puerta.
      —Hasta luego a todos —dijo.
      —Adiós, cariño —contestó Berenice—. No pienses más en todas esas tonterías que hemos estado discutiendo. Y si el señor Addams no vuelve a casa al oscurecer, vete a casa de los West a jugar con John Henry.
      —¿Desde cuándo me da miedo la oscuridad? —dijo Frankie—. Hasta luego.
      —Hasta luego —le contestaron.
      Frankie cerró la puerta, pero siguió oyéndoles detrás de ella. Con la cabeza apoyada en la puerta de la cocina podía oír los oscuros sonidos en murmullo, que subían y bajaban lentamente: «Ya… Ya…» Y luego Honey elevó algo su voz sobre el oleaje vago de la conversación y preguntó:
      —¿Qué te ocurría con Frankie cuando llegamos?
      Frankie aguardó, con la oreja pegada a la puerta, para oír qué diría Berenice. Y, finalmente, ésta dijo:
      —Nada, tonterías. Frankie estaba empeñada en tonterías.
      Frankie siguió escuchando, hasta que por último les oyó marcharse.
      La casa, vacía, se fue ensombreciendo. Frankie y su padre, por la noche, se quedaban solos, porque Berenice se iba a su casa inmediatamente después de cenar. Una vez, tuvieron alquilado el dormitorio de la parte delantera. Fue al año siguiente de morir su abuela, cuando Frankie tenía nueve años. Alquilaron el cuarto al señor y la señora Marlowe. Lo único que Frankie recordaba de ellos era la observación que alguien hizo, al final, de que eran gente muy vulgar. Sin embargo, durante la temporada que vivieron allí, Frankie estuvo fascinada por el señor y la señora Marlowe y por el cuarto de delante. Le gustaba entrar allí cuando no estaban y, cuidadosa y ligeramente, enredar con sus cosas: con el pulverizador de perfume de la señora Marlowe, con la borla gris de la polvera, con los pernitos de madera para el calzado del señor Marlowe. Los Marlowe se marcharon misteriosamente después de una tarde que Frankie no llegó a entender. Era un domingo de verano y la puerta del dormitorio que daba al recibidor estaba abierta. Frankie sólo podía ver una parte de la habitación, algo del tocador y los pies de la cama con el corsé de la señora Marlowe. Pero en el tranquilo aposento se oía un ruido que ella no acertó a localizar, y cuando asomó a la puerta se quedó sobrecogida por una visión que, después de una sola ojeada, la hizo correr a la cocina gritando: «¡Al señor Marlowe le ha dado un ataque!» Berenice se precipitó a través del recibidor, pero, cuando miró al cuarto de delante, sencillamente frunció los labios y dio un portazo. Y evidentemente se lo contó a su padre, porque aquella noche éste dijo que los Marlowe tendrían que marcharse. Frankie probó a preguntar a Berenice para saber qué había sucedido, pero Berenice sólo dijo que eran gente vulgar, y añadió que ya podían saber cerrar la puerta del dormitorio cuando estaba en casa cierta persona. Aunque Frankie sabía que ella era esa cierta persona, se quedó sin comprender: «¿Qué clase de ataque fue aquél?», preguntaba; pero Berenice se limitaba a contestar: «Nada más que un ataque corriente, niña.» Y Frankie adivinaba por el tono de su voz que debía de haber algo más de lo que le decía.
      Más tarde, sólo recordó a los Marlowe como gente vulgar y que, como vulgares que eran, sólo poseían cosas vulgares, de modo que mucho tiempo después de haber dejado de pensar en ellos o en ataques, al recordar meramente su nombre y el hecho de que habían tenido alquilado el cuarto de delante, relacionaba la gente vulgar con las borlas de polvera de color rosa gris y con los pulverizadores de perfume. Y, a partir de entonces, el cuarto de delante no volvió a alquilarse más.
      Frankie se dirigió al perchero del recibidor y se puso uno de los sombreros de su padre. Luego contempló en el espejo la fea figura que hacía. La conversación sobre la boda, por una razón u otra, no había estado bien. Las preguntas que había hecho aquella tarde no hubiera debido hacerlas, y Berenice le había contestado con bromas. Frankie no acertaba a dar nombre a lo que sentía y allí se quedó de pie hasta que las sombras de la noche le hicieron pensar en fantasmas.

       Frankie salió a la calle, delante de su casa, y miró hacia el cielo. Así se quedó un rato, con el puño en la cadera y la boca abierta. El cielo era de un color lila que se iba oscureciendo lentamente. Frankie oía las voces vespertinas de la vecindad y sentía el ligero y fresco olor del césped recién regado. En aquella hora, al comenzar a anochecer, como en la cocina hacía demasiado calor, le gustaba salir un ratito a la calle. Se ejercitaba en el lanzamiento del cuchillo o se sentaba ante la tienda de refrescos, en el jardincillo de delante, o daba la vuelta a la casa, donde estaba el emparrado, fresco y oscuro. Allí escribía obras de teatro, aunque había crecido tanto que todos los vestidos se le habían quedado cortos, y era demasiado alta para representar con ellos debajo del emparrado. Aquel verano había escrito obras de mucho frío, obras de esquimales y exploradores que se quedaban helados. Luego, cuando había caído la noche, volvía a entrar en casa.
      Pero aquella noche Frankie no estaba para pensar en cuchillos ni en tiendas de refrescos ni en obras de teatro. Tampoco tenía ganas de mirar al cielo, porque su corazón volvía a hacerle las antiguas preguntas y ella volvía a sentir miedo al viejo modo de la primavera.
      Sentía que necesitaba pensar en algo feo y corriente; de modo que dejó de contemplar el cielo para fijar la mirada en su vieja casa. Frankie vivía en la casa más fea del pueblo, pero ahora sabía que no viviría en ella mucho tiempo más. La casa estaba vacía y oscura. Frankie caminó hasta la esquina y le dio la vuelta para proseguir acera abajo hacia la casa de los West.
      John Henry estaba apoyado en la balaustrada del porche delantero y tenía una ventana iluminada detrás, de modo que parecía un pequeño muñeco negro de papel sobre un trozo de papel amarillo.
      —¡Eh! —le llamó ella—. No sé a qué hora va a volver del pueblo mi papá.
      John Henry no contestó.
      —Y yo no quiero volver sola a mi casa, tan vieja, tan fea y tan oscura.
      Estaba en la acera mirando a John Henry y se volvió a acordar de la graciosa ocurrencia política. Enganchó el pulgar en el bolsillo del pantalón y preguntó:
      —Si tuvieras que votar en unas elecciones, ¿por quién votarías?
      La voz de John Henry se oyó clara y aguda en la noche de verano:
      —¡Yo qué sé!
      —Por ejemplo, ¿votarías por C. P. MacDonald para alcalde del pueblo? John Henry no contestó.
      —¿Lo harías?
      Pero no logró hacerle hablar. Algunas veces, John Henry se empeñaba en no contestar a nada de lo que se le dijera. De modo que Frankie tuvo que decir el chiste sin ningún diálogo detrás, y así, aislado, ya no resultaba tan divertido:
      —Bueno, pues yo no le votaría ni siquiera para lacero de perros.
      El pueblo, al oscurecer, estaba muy tranquilo. Ahora ya hacía mucho rato que Jarvis y su novia estaban en Winter Hill. Habían dejado el pueblo a ciento sesenta kilómetros y ellos ahora estaban en una ciudad, lejos. Ellos eran ellos y estaban en Winter Hill, juntos, mientras ella era ella y estaba en el viejo pueblo, sola. Aquellos ciento sesenta kilómetros no la entristecían tanto ni la hacían sentirse tan alejada como el saber que ellos eran ellos y estaban los dos juntos y ella no era más que ella y estaba separada y sola. Y cuando esta sensación le estaba poniendo mala, de pronto se le ocurrió un pensamiento y una explicación, que la hizo comprender y casi exclamar en voz alta: «Ellos son el nosotros de mí.» Ayer, y durante todos los doce años de su vida, ella sólo había sido Frankie, un yo que tenía que moverse y hacer las cosas por sí sola. Todos los demás podían invocar un nosotros: todos menos ella. Cuando Berenice decía nosotros, quería decir Honey y Big Mama, su logia o su iglesia. El nosotros de su padre era la tienda. Todos los miembros de un club tienen un nosotros a que pertenecer y del que hablar. Los soldados en el ejército pueden decir nosotros, y hasta pueden decirlo los condenados a trabajos forzados. Pero Frankie no podía invocar ningún nosotros, a menos que fuera aquel terrible nosotros veraniego formado por ella, John Henry y Berenice, y aquél era el nosotros que menos quería en el mundo. Pero ahora, de repente, eso se había acabado y todo era distinto. Tenía a su hermano y a la novia de éste, y era como si desde el primer momento en que los vio lo hubiera comprendido interiormente. «Ellos son el nosotros de mí.» Y por eso le resultaba tan raro que estuvieran lejos, en Winter Hill, mientras ella quedaba allí sola; la cáscara de la antigua Frankie abandonada allí, sola en el pueblo.
      —¿Por qué estás inclinada de ese modo? —preguntó John Henry.
      —Me parece que me duele algo —dijo Frankie—. Debe de ser algo que he comido.
      John Henry seguía encaramado en la balaustrada, apoyado a la pilastra.
      —Oye —le dijo ella finalmente—. ¿Qué te parecería venir a cenar y pasar la noche conmigo?
      —No puedo —contestó.
      —¿Por qué?
      John Henry atravesó todo el pretil con los brazos extendidos para guardar el equilibrio, de manera que parecía un pajarito negro que se recortase sobre la luz amarilla de la ventana. No contestó hasta que hubo llegado sano y salvo a la otra pilastra.
      —Pues porque no.
      —Pero ¿por qué?
      El niño no dijo nada, de modo que ella añadió:
      —Pensé que quizá tú y yo podríamos montar mi tienda india y dormir en el jardín de detrás. Lo pasaríamos muy divertido.
      Sin embargo, John Henry no habló.
      —Somos primos hermanos y siempre te estoy invitando y te he hecho la mar de regalos.
      Quedamente, con ligereza, John Henry volvió a recorrer todo el pretil y se quedó mirándola, rodeando nuevamente la pilastra con el brazo.
      —Claro que sí —insistió ella—. ¿Por qué no vienes?
      —Porque no tengo ganas, Frankie —dijo finalmente John Henry.
      —¡Tonto! —chilló Frankie—. Sólo te lo dije porque me parecía que estabas tan solo y aburrido.
      El niño saltó ágilmente de la balaustrada, y su voz, al replicarle, era una clara voz de niño.
      —Pues no estoy nada solo.
      Frankie se frotó las húmedas palmas de las manos en las perneras del pantalón y se dijo mentalmente: «Ahora date vuelta y a casa.» Pero a pesar de esta orden, era como si no pudiera volverse y marchar. Todavía no era de noche. Las casas a lo largo de la calle estaban oscuras y en las ventanas se veían luces. La oscuridad se había espesado en los árboles de un denso follaje, y las formas, a distancia, eran grises y borrosas. Pero la noche no estaba aún en el cielo.
      —Me parece que hay algo que anda mal —dijo Frankie—. Hay demasiada calma y yo siento una especie de aviso en mis huesos. Apuesto cien dólares a que va a haber tormenta.
      John Henry la miraba desde detrás de la balaustrada.
      —Una tormenta terrible, una de esas terribles tormentas de verano. O quizás incluso un ciclón.
      Frankie estaba aguardando la noche. Y precisamente en aquel momento empezó a oírse una trompeta. En algún sitio del pueblo, no muy lejos, una trompeta empezó a tocar un blues. La música era triste y honda. Era la trompeta de algún chico negro, pero quién era, Frankie no lo sabía. Frankie se quedó muy tiesa, con la cabeza inclinada y los ojos cerrados, escuchando. En aquella música había algo que le traía de nuevo todo lo de la primavera: flores, los ojos de la gente desconocida, lluvia.
      La melodía era honda, oscura y triste. Luego, de pronto, mientras Frankie escuchaba, la trompeta rompió en unas salvajes estridencias de jazz que se empinaban frenéticamente en zigzag, con segura agilidad de negro. Al final de esa floritura de jazz la música se ahiló en un repiqueteo tenue y lejano, y luego la melodía volvió a la canción triste inicial y fue como si hablara de toda aquella temporada de inquietud. Frankie estaba allí, de pie en la acera oscura, y el estrecho nudo que sentía en el corazón le hacía apretar las rodillas y le secaba la garganta. Luego, sin avisar, sucedió algo que al principio Frankie no acertó a creer. En el mismo momento en que debía definirse la melodía, la trompeta se calló. Bruscamente, la trompeta dejó de tocar. Por un momento, Frankie no pudo resignarse de tan perdida como se sentía.
      Finalmente, murmuró a John Henry West:
      —Se ha parado para sacudir la saliva de la trompeta. Dentro de un segundo terminará.
      Pero la música no volvió y la melodía quedó rota e inacabada. Y ella no podía soportar aquel nudo tan apretado. Sentía que debía hacer inmediatamente alguna barbaridad que no hubiese hecho nunca. Empezó a darse con el puño en la cabeza, pero no le sirvió de nada. Luego empezó a hablar en voz alta, aunque al principio no prestaba atención a sus propias palabras y no sabía lo que diría.
      —Le dije a Berenice que iba a marcharme del pueblo para siempre y no me hizo caso. A veces, verdaderamente, pienso que es la mujer más tonta que ha existido jamás.
      Se quejaba en voz alta, con una voz dentada y aguda como el filo de una sierra. Hablaba, pero de una a otra palabra no sabía lo que iba a decir. Escuchaba su propia voz, pero las palabras que oía apenas tenían sentido.
      —A una tonta así, quieres meterle algo en la cabeza y es como si estuvieras hablando con un bloque de cemento. Se lo dije y se lo dije y se lo dije. Que tenía que marcharme del pueblo para siempre, porque es inevitable.
      No hablaba con John Henry: había dejado de verle. Él se había ido de delante de la ventana iluminada, pero seguía escuchándola desde el porche y al cabo de un rato preguntó:
      —¿Adónde?
      Frankie no contestó. De pronto se había quedado muy quieta y callada, porque la había invadido una nueva sensación. La brusca sensación de que en el fondo de su ser ya sabía adónde iría. Lo sabía, y en un minuto se le ocurriría el nombre del lugar. Se mordió los nudillos de la mano y esperó, pero no hizo nada por encontrar el nombre del lugar ni pensó que el mundo da vueltas. Mentalmente veía a su hermano con su novia, y sentía el corazón tan oprimido que le parecía que iba a rompérsele.
      John Henry le preguntaba con su aguda voz de niño:
      —¿Quieres que vaya a cenar y a dormir contigo en el tepee?
      —No —contestó ella.
      —¡Pero si no hace más que un momento me lo has dicho!
      Frankie ya no podía discutir con John Henry West ni contestar a nada de lo que él dijese. Porque en aquel mismo momento había comprendido. Comprendía quién era y cómo había de entrar en el mundo. Su corazón oprimido se había súbitamente aliviado y abierto. Su corazón se había abierto como dos alas, y, cuando habló, su voz era firme:
      —Ya sé adónde voy a ir —dijo.
      —¿Adónde? —preguntó John Henry.
      —Voy a ir a Winter Hill —contestó—. Voy a ir a la boda. —Aguardó para dejarle ocasión de decir:
      —Eso ya lo sabía.
      Finalmente, proclamó de pronto su verdad en alta voz:
      —Voy a ir con ellos. Después de la boda en Winter Hill, me marcho con los dos a donde sea que vayan. Me iré con ellos.
      Él no contestó.
      —Les quiero mucho a los dos. Iremos juntos a todas partes. Es como si toda la vida lo hubiera sabido, que mi destino es estar con ellos. Les quiero mucho a los dos.
      Y después de estas palabras ya no necesitó preocuparse ni inquietarse más. Abrió los ojos, y era de noche. El cielo lila se había oscurecido por fin, y había una oblicua luz de estrellas y sombras retorcidas. El corazón de Frankie se había abierto como dos alas. Nunca había visto una noche tan hermosa.
      Frankie se quedó mirando al cielo. Y cuando se planteó la vieja pregunta (quién era ella, qué haría en el mundo y por qué estaba allí de pie en aquel momento), cuando se planteó la vieja pregunta ya no se sintió dolorida y sin respuesta. Por fin sabía exactamente quién era y comprendía adónde iba. Quería a su hermano y a la novia de éste, y era un miembro de la boda. Los tres se irían por el mundo y siempre estarían juntos. Y finalmente, después de aquella primavera medrosa y de aquel verano revuelto, Frankie ya no tenía miedo.

segunda parte

1

       La víspera de la boda no se pareció a ninguno de los días que F. Jasmine había conocido hasta entonces. Fue aquel sábado en que fue al pueblo y, de pronto, después de un verano cerrado e impenetrable, el pueblo se abrió ante ella de una manera nueva, con la que ella se avenía. A causa de la boda, F. Jasmine se sentía ligada con todo lo que veía, y aquel sábado daba vueltas por el pueblo como si bruscamente hubiese pasado a ser miembro de él. Caminaba por las calles segura de su derecho como una reina e interviniendo en todo. Era el día en que, desde el principio, el mundo dejó de parecerle una cosa separada, y se sintió de repente incluida en él. A consecuencia de ello empezaron a ocurrir muchas cosas, pero nada de lo que pasó sorprendió a F. Jasmine y, por lo menos hasta el final, todo fue natural, de un modo maravilloso.
      En la casa de campo de un tío de John Henry, tío Charles, Frankie había visto unas viejas mulas con los ojos vendados que daban vueltas y más vueltas en un mismo círculo, extrayendo el jugo de la caña de azúcar para hacer jarabe. En la monotonía de sus andanzas de aquel verano, la antigua Frankie se había parecido, en cierto modo, a una de aquellas mulas campesinas; en el pueblo, deambulaba por los mostradores de los almacenes de «todo a diez centavos», o se sentaba en la primera fila del cine Palace, rondaba por la tienda de su padre o se paraba en las esquinas a ver pasar soldados. Pero aquella mañana fue completamente distinta: F. Jasmine estuvo en lugares en los que nunca había soñado entrar hasta entonces. Por ejemplo, fue a un hotel; no era el mejor del pueblo, ni siquiera el que venía después del mejor, pero de todos modos era un hotel y F. Jasmine estuvo allí. Además, estuvo con un soldado, y eso, igualmente, fue un acontecimiento imprevisto, ya que ella no le había puesto jamás los ojos encima hasta aquel día. El día anterior, sin ir más lejos, si la antigua Frankie hubiese visto como en un cuadro aquella escena, como por medio del periscopio de un hechicero, hubiera fruncido los labios con incredulidad. Pero fue una mañana en la que ocurrieron muchas cosas, y un detalle curioso de aquel día fue que se invirtió el sentido de lo asombroso: lo inesperado no la maravillaba y sólo lo conocido desde antiguo, lo familiar, le causaba una extraña sorpresa.
      El día comenzó al despertar ella, al amanecer, y fue como si su hermano y la novia de éste, aquella noche, hubiesen dormido en el fondo de su corazón, de tal modo que desde el primer momento reconoció la boda. Inmediatamente después pensó en el pueblo. Ahora que iba a marcharse de su casa, sentía de un modo curioso como si aquel último día el pueblo la llamara y la estuviera esperando. Las ventanas de su cuarto tenían el fresco color azul de la aurora. El viejo gallo de los MacKean estaba cantando. Frankie se levantó rápidamente, encendió la lámpara junto a su cama y puso en marcha el motor.
      La que había estado intrigada era la antigua Frankie del día anterior, pero F. Jasmine ya no se asombraba de nada y estaba familiarizada con la boda desde hacía mucho, muchísimo tiempo. La divisoria negra de la noche tenía algo que ver con ello. Durante los doce años anteriores, cada vez que se había producido un cambio repentino existía cierta duda durante todo el tiempo en que ocurría; pero, después de haber dormido una noche y haber llegado ya realmente al día siguiente, el cambio, después de todo, no le había parecido tan brusco. Dos veranos antes, cuando estuvo con los West en la bahía de Port Saint Peter, el primer atardecer junto al mar, con el océano gris festoneado de espuma y la arena desierta, le pareció un lugar extranjero, y anduvo por allí mirando de soslayo y poniendo las manos encima de las cosas como si dudase. Pero después de la primera noche, en cuanto despertó al día siguiente, era como si hubiese conocido Port Saint Peter de toda la vida. Ahora sucedía algo parecido con la boda. No había que hacerse más preguntas; Frankie se ocupó de otras cosas.
      Se sentó al escritorio, vestida sólo con el pantalón del pijama a rayas blancas y azules, que se había remangado por encima de las rodillas, apoyando en el suelo la parte carnosa de su pie derecho, descalzo, y haciéndolo vibrar mientras consideraba todo lo que debía hacer aquel último día. Algunas cosas se las podía decir a sí misma con palabras, pero había otras que no podían contarse con los dedos ni anotarse en una lista. Para empezar, decidió hacerse algunas tarjetas de visita a nombre de «Miss F. Jasmine Addams, Esq.», en letra inclinada sobre una delgada cartulina. Se puso la visera verde, cortó varios trozos de cartulina y se colocó una pluma detrás de cada oreja. Pero su imaginación estaba inquieta, zigzagueando hacia otras cosas, y pronto empezó a disponerse a salir para el pueblo. Aquella mañana se vistió cuidadosamente, con su traje de organdí rosa, el más elegante y más de chica mayor, y se pintó los labios y se puso Dulce Serenata. Su padre, que solía levantarse muy temprano, trajinaba ya por la cocina cuando ella bajó.
      —Buenos días, papá.
      Su padre se llamaba Royal Quincy Addams y tenía una relojería casi esquina de la calle principal del pueblo. Le contestó con una especie de gruñido, porque era una persona mayor que no gustaba empezar la conversación del día sin antes haberse tomado tres tazas de café. Merecía un poco de paz y tranquilidad antes de agachar la nariz sobre la piedra de afilar. F. Jasmine le había oído revolver por la habitación, una vez que se despertó para beber agua, y tenía la cara pálida como un queso, y sus ojos enrojecidos miraban como extraviados. Aquella mañana rechazó un platillo porque la taza no casaba con él y hacía ruido, y prefirió ponerla directamente encima de la mesa o del fogón, dejando por todas partes círculos oscuros, junto a los cuales se reunían las moscas en tranquilos corros. Se había vertido un poco de azúcar en el suelo, y, cada vez que, al pisarlo, lo hacía chirriar, el señor Addams contraía el rostro. Aquella mañana llevaba unos pantalones grises con rodilleras y una camisa azul con el cuello desabrochado y la corbata floja.
      Desde junio, ella había mantenido contra él un secreto resentimiento, aunque casi no se lo confesaba (desde aquella noche en que él le había preguntado quién era aquella larguirucha que todavía quería dormir con su viejo papá), pero ahora aquel rencor se había desvanecido. De pronto le parecía a F. Jasmine que veía a su padre por primera vez, y no le veía sólo como era en aquel momento, sino que otras visiones de tiempos pasados se arremolinaban y se entrecruzaban en su mente. El recuerdo, cambiante y rápido, hizo que F. Jasmine permaneciera de pie muy quieta, con la cabeza ladeada, contemplándole a él a la vez en aquella habitación en que realmente estaba y desde algún otro sitio en el interior de sí misma. Pero había cosas que debían decirse, y, cuando habló, su voz nada tenía de extraño:
      —Papá, creo que debo decírtelo ahora. Después de la boda no pienso volver aquí.
      Tenía oídos para escuchar, grandes orejas sueltas de bordes amoratados, pero no la escuchó. Estaba viudo, pues la madre murió el mismo día en que nació ella, y, como viudo, estaba apegado a sus costumbres. A veces, especialmente por las mañanas temprano, no escuchaba lo que ella le decía ni hacía caso de nada nuevo que se le propusiera. De modo que ella agudizó la voz y trató de esculpir las palabras en su cerebro.
      —Tengo que comprarme un traje para la boda, y zapatos y un par de medias finas de color de rosa.
      Su padre la oyó y, después de pensarlo, asintió con la cabeza. La papilla de sémola hervía lentamente en espesas burbujas azuladas, y ella, mientras ponía la mesa, le miró, evocando recuerdos. Mañanas de invierno con estrellas de escarcha en los cristales, el roncar de la estufa encendida y la visión de su mano morena y curtida cuando se inclinaba sobre el hombro de ella para ayudarla en algún apuro del problema aritmético del último minuto, que ella estaba intentando resolver en la mesa, y su voz explicándoselo. También veía largos crepúsculos azules de primavera, y su padre en el oscuro porche de delante con los pies apoyados en la balaustrada y bebiendo las botellas de cerveza helada que le había mandado ir a buscar a Finny’s Place. Le veía inclinado sobre su banco de trabajo en la tienda, sumergiendo en gasolina un fino muelle de reloj o silbando y mirando un reloj con su redonda lupa de relojero. Los recuerdos llegaban de pronto en torbellino, cada uno con el color de su estación, y ella, por primera vez, volvía la mirada atrás sobre los doce años de su vida y los contemplaba a distancia como un conjunto.
      —Ya te escribiré, papá —dijo.
      Ahora él se paseaba por la cocina, desvaída a la luz del amanecer, como una persona que ha perdido algo y no acierta a recordar qué. Mirándole, ella olvidó su antiguo resentimiento y sintió pena. La echaría de menos, cuando ella se fuera y él se quedase solo en la casa. Se quedaría muy solo. Quiso expresar su pena en algunas palabras y querer a su padre, pero precisamente en aquel momento él carraspeó del modo especial que acostumbraba cuando iba a dejar caer sobre ella el peso de la ley, y dijo:
      —¿Quieres hacer el favor de decirme qué se ha hecho de la llave inglesa y del destornillador que estaban en mi caja de herramientas, en el porche de detrás?
      —La llave inglesa y el destornillador… —F. Jasmine estaba de pie, con los hombros caídos y el pie izquierdo levantado hasta la pantorrilla derecha—. Los presté, papá.
      —¿Dónde están ahora?
      F. Jasmine reflexionó:
      —En casa de los West.
      —Pues ahora atiende y escúchame —dijo su padre, sosteniendo en alto la cuchara con que había estado removiendo la papilla y blandiéndola para subrayar sus palabras—. Si no tienes juicio ni entendimiento para dejar las cosas en paz… —La miró fijamente de un modo amenazador, y concluyó—: Voy a tener que enseñarte. De ahora en adelante, a andar derecha. O si no voy a tener que enseñarte. —De pronto olfateó—: ¿Se está quemando esa tostada?
      Todavía era temprano cuando F. Jasmine salió de casa, aquel día. El suave gris del alba se había aclarado y el cielo tenía el húmedo color azul pálido de un cielo de acuarela recién pintado y todavía por secar. Había frescor en el aire brillante y frescas gotas de rocío en la parda hierba agostada. F. Jasmine oía voces infantiles desde un jardín calle abajo; oía interpelarse a los chicos de la vecindad, que estaban intentando cavar una piscina. Los había de todos tamaños y edades, y no eran miembros de nada, y, otros veranos, la antigua Frankie había sido algo así como la directora o la presidenta de la pandilla de cavadores de piscinas de aquella parte del pueblo. Pero ahora, con sus doce años, sabía de antemano que por mucho que trabajaran y ahondaran en varios jardines, sin perder hasta el último momento su fe en el fresco estanque de agua para nadar, todo terminaría en un gran charco de barro superficial.
      Ahora, al cruzar su jardín, F. Jasmine veía mentalmente el enjambre de chiquillos y oía sus gritos cantarines al extremo de la calle y aquella mañana, por primera vez en su vida, percibía una dulzura en aquellos gritos y se sentía conmovida. Y aunque parezca extraño, incluso el jardín de su propia casa, que tanto había odiado, la enternecía un poco; se daba cuenta de que hacía mucho tiempo que no lo veía. Allí, bajo el álamo, estaba su antiguo puesto de refrescos, un ligero cajón de embalaje que podía arrastrarse de modo que siguiera la sombra, con un letrero: POSADA LA GOTA DE ROCÍO. Era la hora de la mañana en que, luego de poner la limonada en un cubo bajo el mostrador, solía sentarse con los pies descalzos apoyados en la barra y el sombrero mexicano echado sobre la cara, y, con los ojos cerrados y aspirando el intenso olor a paja recalentada por el sol, esperaba a los parroquianos. Y alguna vez los había, y ella enviaba a John Henry a los almacenes A. & P. a comprar caramelos; pero otras veces el Tentador Satanás se apoderaba de ella y la inducía a beberse todas las existencias. Pero ahora, esta mañana, el puesto parecía muy pequeño y desvencijado y ella sabía que nunca más volvería a atenderlo. F. Jasmine pensaba en todo ello como en algo pasado y acabado que había sucedido hacía mucho tiempo. De pronto se le ocurrió un plan: pasado mañana, cuando estuviera con Janice y Jarvis en el lejano sitio en que debería estar, pensaría en los días pasados y… Pero éste era un plan que F. Jasmine no acabó de formular, pues, mientras iban pasando nombres por su imaginación, surgía en su interior la alegría de la boda, y, pese a que era un día de agosto, la hizo tiritar.
      La calle principal, asimismo, le pareció una calle a la que volviera después de muchos años, aunque la había recorrido arriba y abajo no más lejos que el miércoles último. Allí estaban las mismas tiendas de ladrillo, que ocupaban unas cuatro manzanas, y el gran Banco blanco, y a lo lejos el molino de algodón con sus numerosas ventanas. La anchura de la calle estaba dividida por una estrecha franja de césped, y a uno y otro lado circulaban los vehículos, sin prisa, como curioseando. Las brillantes aceras grises y la gente que pasaba, los toldos rayados de los almacenes, todo estaba igual; y sin embargo, cuando aquella mañana pasó por la calle, se sentía libre como un viajero que nunca hubiese visitado el pueblo.
      Y eso no era todo: apenas hubo recorrido la calle principal hacia abajo por una acera y luego hacia arriba por la otra, se dio cuenta de que ocurría otra cosa: que tenía que ver con diversas personas, unas conocidas y otras no, con las que se encontró y que dejó atrás por la calle. Un viejo negro, muy tieso y muy digno en el asiento de su carro traqueteante, guiaba la mula con anteojeras hacia el mercado del sábado. F. Jasmine le miró, y él la miró a ella, y visto desde afuera, eso fue todo. Pero, en aquella mirada, F. Jasmine sintió que entre los ojos de él y los suyos propios se establecía una nueva e inexplicable relación, como si se conocieran mutuamente, e incluso por un instante tuvo como una visión del campo donde él vivía, y de las carreteras rústicas, y de los tranquilos pinos oscuros, mientras el carro pasaba traqueteando por la calle adoquinada del pueblo y quería que él también la conociese y supiese lo de la boda.
      Y lo mismo le pasó una y otra vez a lo largo de aquellas cuatro manzanas, con una señora que iba a la tienda de MacDougal, con un hombrecillo que estaba esperando el autobús frente al First National Bank, y con un amigo de su padre llamado Tut Ryan. Era una sensación imposible de explicar en palabras, y, cuando más tarde, en casa, intentó hablar de ello, Berenice enarcó las cejas y repitió, arrastrando burlonamente las palabras: «¿Relación? ¿Relación?» Sin embargo, aquella sensación existía: una relación estrecha como la de las respuestas con las preguntas. Además, en la acera del First National Bank encontró una moneda de diez centavos, lo cual otro día hubiera sido una estupenda sorpresa, pero, aquella mañana, sólo se detuvo para darle un poco de brillo frotándola con su traje y luego se la guardó en su carterita rosa. Bajo el fresco azul del cielo de la mañana, lo que sentía al caminar era como una ligereza, una seguridad y un poder recién surgidos.
      El primer lugar en que habló de la boda fue en La Luna Azul, a través de un rodeo, ya que no se hallaba en la calle principal, sino en una calle llamada Front Avenue, a lo largo del río. Había ido por allí porque había oído el organillo del mono y al hombre que lo llevaba e inmediatamente había empezado a buscarlos. No había visto al mono ni al hombre del mono en todo el verano, y le pareció de buen agüero el dar con ellos aquel último día de su estancia en el pueblo. Hacía tanto tiempo que no los veía que alguna vez había pensado que uno y otro pudieran incluso haber muerto. En invierno no iban por las calles porque el viento frío les perjudicaba; en octubre se iban hacia el Sur, a Florida, y regresaban al pueblo con los días templados de fines de primavera.
      Ellos, el mono y el hombre del mono, recorrían también otros pueblos, pero la antigua Frankie se los había encontrado en diversas calles sombreadas todos los veranos que podía recordar, excepto aquel último. El monito era muy simpático y el hombre también; la antigua Frankie siempre les había querido y ahora se moría de ganas de contarles sus planes y enterarles de la boda. Así que, en cuanto oyó las cascadas y débiles notas del organillo, se puso inmediatamente a buscarles, y la música parecía venir de junto al río, de Front Avenue. Por lo tanto, ella torció por una esquina de la calle principal y corrió hacia abajo por la otra calle, pero en el preciso momento en que iba a alcanzar a Front Avenue el organillo enmudeció, y cuando ella miró arriba y abajo de la avenida no pudo ver ni al mono ni al hombre del mono, y todo estaba silencioso y ellos no aparecían por ninguna parte. Quizá se habían quedado en algún portal o alguna tienda; de modo que F. Jasmine fue caminando despacio y observando con atención.
      Front Avenue era una calle que siempre la había atraído, a pesar de que allí estaban las tiendas más pequeñas y tristes de la ciudad. En el lado izquierdo había almacenes, por entre los cuales se vislumbraban fragmentos de río pardusco y árboles verdes. En el lado derecho había un edificio con el rótulo PROFILÁCTICO MILITAR, cuya finalidad la había intrigado a menudo, y luego otros establecimientos variados: una maloliente pescadería, con los ojos sorprendidos de un solo pescado, que miraba fijamente desde un montoncito de hielo picado, en el escaparate; una casa de empeños; una tienda de ropavejero, con prendas pasadas de moda colgadas en la estrecha entrada y una hilera de zapatos rotos fuera en la acera. Y finalmente estaba el establecimiento llamado La Luna Azul. La calle estaba empedrada con losetas y tenía un brillo iracundo, y a lo largo del arroyo F. Jasmine vio cáscaras de huevo y mondaduras de limón podridas. No era una bonita calle, pero, a pesar de todo, a la antigua Frankie le había gustado ir por allí de tarde en tarde, en algunas ocasiones.
      Durante las mañanas, y los días de entre semana por la tarde, la calle estaba tranquila. Pero hacia el anochecer, o los días de fiesta, se llenaba de soldados que venían del campamento, a quince kilómetros de allí. Parecían preferir Front Avenue a casi todas las demás calles, y, a veces, toda la calle parecía un río de soldados pardos. Venían a la ciudad con permiso y andaban por allí en alegres y ruidosos grupos, o paseaban por las aceras con chicas mayores. Y la antigua Frankie los había observado con envidia en el corazón; venían de todos los puntos del país y pronto habían de dispersarse por el mundo. Daban vueltas en grupo por la calle, en aquellos largos crepúsculos de verano, mientras la antigua Frankie, con su pantalón corto de color caqui y su sombrero mexicano, los miraba de lejos, sola. Ruidos y brisas de lejanos lugares parecían cernerse sobre ellos en el aire. Ella se imaginaba las muchas ciudades de donde habrían venido aquellos soldados y pensaba en los países a donde irían, mientras ella se quedaba allí clavada para siempre en el pueblo, y una secreta envidia se apoderaba de su corazón hasta ponerla enferma. Pero aquella mañana su corazón sólo tenía un propósito: hablar de la boda yde sus proyectos. Y así, después de haber recorrido la ardiente acera en busca del mono y del hombre del mono, se dirigió a La Luna Azul pensando que quizás estarían allí.
      La Luna Azul estaba al final de Front Avenue, y a menudo la antigua Frankie se había parado enfrente, en la acera, con las palmas de la mano y la nariz aplastadas contra el cristal, mirando todo lo que allí ocurría. Los clientes, en su mayoría soldados, estaban sentados en las mesas de los compartimientos, o de pie junto al mostrador, bebiendo, o agolpados junto al tragaperras. A veces se producían repentinos acontecimientos. Una tarde a última hora, cuando ella pasaba por allí, oyó tremendas voces de ira y un ruido como de un botella al estrellarse, y al pararse vio que un guardia salía a la acera empujando y sacudiendo a un hombre de aspecto desastrado y piernas vacilantes. El hombre lloraba y gritaba, tenía la camisa desgarrada y llena de sangre y por su cara corrían sucias lágrimas. Era una tarde de abril, con intermitentes chubascos seguidos de arco iris, y al cabo de un momento la Negra Maria chilló calle abajo y al pobre criminal le metieron en el coche celular y se lo llevaron a la cárcel. La antigua Frankie conocía bien La Luna Azul aunque nunca había estado dentro. No había ninguna ley escrita que le prohibiese entrar, ningún cerrojo ni cadena en la puerta, pero ella sabía, sin necesidad de que se lo dijeran, que aquél era un lugar prohibido a los niños. La Luna Azul era un establecimiento para soldados y para personas mayores y libres. La antigua Frankie sabía que no tenía verdadero derecho a entrar allí y por eso se había limitado a merodear por los alrededores, sin penetrar jamás en el interior. Pero aquella mañana de la víspera de la boda todo había cambiado. Las antiguas leyes que antes había reconocido no significaban nada para F. Jasmine, y, sin pensarlo dos veces, dejó la calle y entró.
      Allí en La Luna Azul estaba aquel soldado pelirrojo que había de entretejerse tan inesperadamente en todo durante la víspera de la boda. F. Jasmine, sin embargo, al principio no se dio cuenta de él; estaba buscando al hombre del mono y éste no estaba allí. Aparte del soldado, la única persona en la sala era el dueño de La Luna Azul, un portugués, de pie detrás del mostrador. Ésta fue la primera persona que F. Jasmine escogió para hablarle de la boda, y la eligió sencillamente porque era la única que le pareció a propósito y a mano.
      Después de la fresca claridad de la calle, La Luna Azul parecía oscura. Luces azules de neón brillaban sobre el espejo empañado detrás del mostrador, tiñendo los rostros de verde pálido, y un ventilador eléctrico giraba lentamente, festoneando el local con tibias oleadas de brisa viciada. En aquella primera hora matinal, el lugar estaba muy silencioso. En la sala había mesitas distribuidas por compartimientos, pero todas estaban vacías. Al fondo una escalera de madera, iluminada, conducía al piso superior. El establecimiento olía a cerveza muerta y a café mañanero. F. Jasmine pidió un café al propietario, en el mostrador, y éste, después de servirla, se sentó en un taburete frente a ella. Era un hombre triste y pálido con la cara muy achatada. Llevaba un largo mandil blanco y, encorvado en su taburete, con los pies en el travesaño, estaba leyendo una revista sentimental. El relato de la boda se agolpaba dentro de F. Jasmine, y, cuando llegó a un punto en que no pudo resistir más, rebuscó en su mente una buena frase inicial, algo trillado y de persona mayor, a propósito para entablar conversación. Dijo, en una voz que temblaba un poco:
      —Verdaderamente, hemos tenido un verano exagerado, ¿no?
      El portugués, al principio, pareció no oírla y siguió leyendo su revista sentimental. De modo que ella tuvo que repetir su observación, y, cuando los ojos de él se volvieron hacia los suyos y su atención estuvo prendida, prosiguió en voz más aguda:
      —Mañana un hermano mío y su novia se casan en Winter Hill.
      Y siguió adelante con su historia, como el perro de circo que pasa a través de un aro de papel, y, a medida que hablaba, su voz se iba haciendo más clara, precisa y segura. Habló de sus proyectos en una forma que los hacía parecer completamente decididos, sin que hubiera lugar a la menor discusión. El portugués la escuchaba con la cabeza ladeada, los ojos negros bordeados de líneas cenicientas, y de vez en cuando se secaba en el manchado mandil las manos húmedas, de abultadas venas y blancas como las de un muerto. Ella le habló de la boda y de sus planes y él no expuso objeciones ni planteó dudas.
      Es mucho más fácil, pensaba ella acordándose de Berenice, convencer a los desconocidos de que van a realizarse nuestros más entrañables deseos, que a las personas que tenemos en nuestra propia cocina. Era tal el estremecimiento que sentía al pronunciar en alta voz ciertas palabras (Jarvis y Janice, boda y Winter Hill) que F. Jasmine, luego que terminó de hablar, quería empezar de nuevo. El portugués se sacó un cigarrillo de detrás de la oreja y le dio unos golpecitos en el mostrador, pero no lo encendió. A la luz artificial del neón su cara parecía asombrada, y, cuando ella acabó de hablar, él no dijo palabra. Con el relato de la boda todavía sonando en sus oídos, igual que el último rasgueo de la guitarra sigue vibrando largo tiempo después de pulsadas las cuerdas, F. Jasmine se volvió hacia la entrada y a la encendida claridad de la calle enmarcada por la puerta. Por la acera pasaban unos negros y los ecos de sus pasos se oían en La Luna Azul.
      —Me produce un efecto raro —dijo—, después de haber pasado toda mi vida en este pueblo, saber que desde pasado mañana no volveré más.
      Entonces se dio cuenta por primera vez del soldado que había de imprimir un giro tan extraño a aquel último y largo día. Más tarde, al volverlo a pensar, F. Jasmine trató de recordar si había tenido algún presentimiento de la locura que iba a venir, pero de momento el soldado le pareció igual que cualquier otro soldado que estuviera tomando su cerveza en un bar. No era ni alto ni bajo, ni grueso ni delgado; excepto su pelo rojo, no había nada de particular en él. Era uno entre los miles de soldados que venían al pueblo desde el campamento cercano. Pero cuando le miró a los ojos, a la luz opaca de La Luna Azul, F. Jasmine se dio cuenta de que le estaba contemplando de un modo nuevo en ella.
      Aquella mañana, por primera vez, F. Jasmine no tenía envidia. Él venía quizá de Nueva York o de California, pero ella no le envidiaba. Durante aquella inquieta primavera y aquel verano revuelto, había estado contemplando a los soldados con el corazón doliente, porque eran los que iban y venían mientras ella se quedaba para siempre allí, en el pueblo, clavada. Pero ahora, la víspera de la boda, todo había cambiado, y sus ojos, cuando miró a los ojos del soldado, estaban limpios de envidia y de deseo. No sólo sentía aquella inexplicable relación que habría de sentir entre ella y otros seres totalmente extraños, aquel día, sino que había además otra sensación de reconocimiento: la parecía a F. Jasmine que ella y el soldado cambiaban entre sí una mirada especial de viajeros cordiales y libres, que se encuentran por un momento juntos en un alto de su camino. La mirada fue larga, y, al librarse del peso de la envidia, F. Jasmine se sintió en paz. En La Luna Azul reinaba la calma, y el relato de la boda parecía resonar todavía en la sala. Después de aquella larga mirada de compañeros de viaje, el soldado, finalmente, volvió la cara hacia otro lado.
      —Sí —dijo F. Jasmine al cabo de un momento, sin dirigirse particularmente a nadie—; me hace un efecto raro. En cierta manera es como si debiera hacer todo aquello que hubiera hecho si me quedase en el pueblo para siempre. En lugar de estar ya sólo un día. Por eso creo que será mejor que me marche. Adiós.
      Dijo esta última palabra al portugués y al mismo tiempo levantó automáticamente la mano para llevársela al sombrero mexicano que había estado usando todo el verano hasta aquel día; pero, al no encontrarlo, el gesto se desvaneció y la mano se quedó avergonzada. Rápidamente, se rascó la cabeza y, con una última ojeada al soldado, abandonó La Luna Azul.
      Aquella mañana era distinta de todas las demás mañanas que había conocido, por varias razones. Primero, claro está, por el relato de la boda. Una vez, ya hacía mucho tiempo, la antigua Frankie había gustado de andar por el pueblo jugando a una cosa. Paseaba por todas partes (por el lado norte del pueblo, con sus casas bordeadas de césped, y por los tristes barrios de las fábricas y Sugarville, con sus negros), con su sombrero mexicano, botas altas acordonadas y una cuerda de vaquero atada a la cintura, y se hacía pasar por mexicana. «Mi no spik inglish… Adiós, buenas noches. Abla poki piki pu», decía en un mexicano de mentirijillas. Algunas veces se reunía una tropa de chiquillos, y la antigua Frankie se sentía muy halagada con su superchería; pero una vez terminado el juego, cuando ella volvía a estar en casa, le invadía una sensación de descontento y trampa. Ahora aquella mañana le recordaba los viejos días de ese juego mexicano. Iba a los mismos sitios, y la gente, en su mayoría desconocida, era la misma. Pero aquella mañana no intentaba engañar a nadie haciéndose pasar por algo que no era; lejos de eso, lo único que quería era que la reconociesen en su verdadero ser. Y esa necesidad era tan fuerte, esa necesidad de ser conocida y reconocida, que F. Jasmine olvidaba la cegadora luz del día, y el polvo sofocante y los kilómetros (debían ser por lo menos ocho) de sus correrías por toda la ciudad.
      Un segundo hecho característico de aquel día fue la música olvidada que súbitamente acudió a su memoria: trozos de minuetos, marchas y valses para orquesta, y la trompeta de jazz de Honey Brown; de tal modo que sus pies, dentro de los zapatos de charol, caminaban siempre al ritmo de una melodía. Y un último rasgo diferencial de aquella mañana fue la manera como su mundo le parecía dividido en tres capas distintas: los doce años enteros de la antigua Frankie, aquel día en sí y el porvenir que se abría ante ella, con el que los tres J A estarían siempre juntos en tantos sitios lejanos.
      Mientras iba caminando le parecía como si el fantasma de la antigua Frankie, sucio y de ávidos ojos, trotase en silencio no lejos de ella, y el pensamiento del porvenir, después de la boda, permanecía fijo como el mismo cielo. Aquel día, por sí solo, parecía tan importante a la vez como el largo pasado y el brillante futuro, al modo como es importante un gozne para una puerta batiente. Y, como era el día en que se encontraban el pasado y el porvenir, a F. Jasmine no la sorprendía que fuera extraño y largo. He aquí, pues, las principales razones por las que F. Jasmine sentía, de un modo no traducible en palabras, que aquélla era una mañana distinta de todas las mañanas que había conocido jamás. Y, entre todos aquellos hechos y sentimientos, lo más fuerte de todo era su necesidad de ser conocida en su verdadero ser y aceptada.
      Siguiendo por las aceras sombreadas del lado norte del pueblo, cerca de la calle principal, F. Jasmine pasó ante una fila de casas de huéspedes, con visillos de encaje en las ventanas y sillones vacíos detrás de las balaustradas de las galerías, hasta que llegó ante una señora que estaba barriendo el porche delantero de su casa. A esa señora, después de la observación inicial sobre el tiempo, F. Jasmine le explicó sus proyectos; y, lo mismo que con el portugués del café de La Luna Azul y que con las demás personas que hubo de encontrar aquel día, el relato de la boda tuvo un final y un principio y una forma como una canción.
      Primero, en el momento mismo de empezar, se producía en su corazón un súbito silencio; luego, a medida que iba diciendo los nombres y desarrollaba su plan, iba surgiendo una desordenada ligereza, y, al final, contento. La señora, mientras tanto, escuchaba apoyada en su escoba. Detrás de ella había un oscuro recibidor abierto, con una escalera desnuda al fondo y a la izquierda una mesita para las cartas; y de ese oscuro recibidor venía un fuerte y caliente olor a colinabos hervidos. Las intensas oleadas de aquel olor y la oscuridad del recibidor parecían mezclarse con la alegría de F. Jasmine; y cuando miró a los ojos de la señora sintió afecto por ella, a pesar de que ni siquiera sabía su nombre.
      La señora tampoco discutió ni hizo recriminaciones. No dijo nada. Hasta el final, cuando F. Jasmine se dispuso a irse, no dijo: «Bueno, confieso que…» Pero ya F. Jasmine se alejaba de nuevo, marcando con los pies una alegre marcha militar.
      En un barrio de sombreados jardincillos veraniegos, torció por una calle lateral y se encontró con algunos hombres que estaban arreglando la calzada. El penetrante olor del alquitrán derretido y de la grava caliente y el estrépito del tractor llenaban el aire de ruidosa excitación. Esta vez, F. Jasmine eligió por confidente de sus proyectos al conductor del tractor, corriendo a su lado, volviendo hacia atrás la cabeza para mirar su rostro tostado por el sol y viéndose obligada a hacer bocina con las manos alrededor de la boca para que oyera su voz. Aun así, no quedó claro si la había comprendido, porque cuando ella cesó de hablar él se echó a reír y contestó a gritos algo que ella no acabó de entender. Allí, en medio de aquel barullo y aquella algazara, F. Jasmine vio más claro que nunca el fantasma de la antigua Frankie cerniéndose junto al estrépito, mascando un buen trozo de alquitrán y vagando por allí a mediodía para ver cómo abrían las cestas del almuerzo. Una hermosa moto grande estaba aparcada cerca de los obreros que arreglaban la calle; antes de irse, F. Jasmine la contempló con admiración y luego escupió en el ancho sillín de cuero y lo abrillantó cuidadosamente con la mano cerrada. Se hallaba en una bonita barriada cerca del final del pueblo, con casas nuevas de ladrillo, aceras bordeadas de flores y coches aparcados en calzadas bien pavimentadas; pero, cuanto más bonito es el barrio, menos gente anda por él, de manera que F. Jasmine dio la vuelta para el centro del pueblo. El sol ardía como una plancha de hierro sobre su cabeza y la combinación, empapada, se le pegaba al cuerpo, e incluso el vestido de organdí estaba húmedo y, en algunos puntos, pegajoso. La marcha militar se había reducido a una soñadora cantilena de violín que la hacía andar más despacio, como vagabundeando. Al compás de ese género de música pasó al lado opuesto de la ciudad, más allá de la calle principal y del molino, a las calles grises y retorcidas del barrio de las fábricas, donde, entre el sofocante polvo y las tristes barracas grises y podridas, habría más oyentes para hablarles de la boda.
      (De vez en cuando, mientras correteaba, una débil conversación zumbaba en el fondo de su mente. Era la voz de Berenice cuando más tarde se enterase de lo ocurrido aquella mañana. «Y anduviste de un lado para otro —decía la voz—, conversando con gente desconocida. ¡Nunca oí nada semejante en toda mi vida!» Así diría la voz de Berenice, oída pero no escuchada, como el zumbido de una mosca.) Desde las tristes callejas y las calles tortuosas del barrio de los molinos atravesó la línea imaginaria que separaba el sector azucarero del pueblo de la gente blanca. Allí había también los mismos chamizos de dos habitaciones y retretes podridos que en el barrio de los molinos, pero gruesos cinamomos de redondo tronco daban una maciza sombra y a menudo se veían frescos helechos en macetas bajo los porches. Aquélla era una parte del pueblo que F. Jasmine conocía muy bien, y al pasar por ella se encontró recordando aquellas callejas que le habían sido familiares en tiempos muy lejanos y en otras estaciones: heladas y pálidas mañanas de invierno en que hasta las llamas anaranjadas bajo las negras ollas de hierro de las lavanderas parecían tiritar; ventosas noches de otoño…
      Mientras tanto, la luz era tan fuerte que daba vértigo, y F. Jasmine encontró y habló a mucha gente: a algunos los conocía de vista; a otros no. Los planes sobre la boda se iban fijando y precisando a cada nueva exposición, hasta que por último se hicieron definitivos. Hacia las once y media F. Jasmine estaba cansadísima, y hasta sus músicas se iban arrastrando, cada vez más débiles; por el momento, su necesidad de ser reconocida en su verdadero ser estaba satisfecha. Por lo tanto, volvió al sitio de donde había salido: la calle principal, cuyas aceras estaban recocidas y medio desiertas bajo el resplandor blanco.
      Siempre que iba al pueblo, pasaba por la tienda de su padre. La tienda de su padre estaba en la misma manzana que La Luna Azul pero sólo a dos puertas de la calle principal y mucho mejor situada. Era una tienda pequeña, con preciosas joyas en estuches de terciopelo expuestas en el escaparate. Detrás de éste estaba el banco de trabajo de su padre, y al pasar por la acera se le podía ver trabajar, con la cabeza inclinada sobre los diminutos relojes y sus manazas morenas moviéndose cuidadosamente como mariposas. Se podía considerar a su padre como un personaje del pueblo, a quien todo el mundo conocía de vista y de nombre; pero él no era orgulloso y ni siquiera levantaba la vista cuando la gente se paraba a mirarle. Aquella mañana, sin embargo, no estaba en su banco, sino detrás del mostrador, bajándose las mangas de la camisa como si se dispusiera a ponerse la chaqueta y salir.
      La gran vitrina resplandecía de joyas, relojes y objetos de plata y la tienda olía a petróleo de limpiar máquinas de reloj. El padre de F. Jasmine se secó el sudor del labio superior con el dedo índice y se frotó la nariz con aire preocupado.
      —¿Dónde demonios has estado toda la mañana? Berenice ha llamado ya dos veces para intentar localizarte.
      —He estado por todo el pueblo.
      Pero él no la escuchó.
      —Voy a pasar por casa de tu tía Pet —dijo—. Hoy he tenido una mala noticia.
      —¿Qué mala noticia?
      —Tío Charles ha muerto.
      Tío Charles era el tío abuelo de John Henry West, pero, aunque ella y John Henry eran primos hermanos, tío Charles no tenía con ella ningún parentesco carnal. Tío Charles vivía a treinta y tres kilómetros del pueblo, en Renfroe Road, en una casita de madera con árboles de sombra y rodeado de rojos campos de algodón. Era viejo, muy viejo, y hacía tiempo que estaba enfermo; se decía que tenía un pie en la tumba, y siempre calzaba zapatillas. Ahora había muerto. Pero eso no tenía nada que ver con la boda, de modo que F. Jasmine se limitó a decir:
      —Pobre tío Charles. Verdaderamente es una pena.
      Su padre pasó detrás de la ajada cortina de terciopelo gris que dividía la tienda en dos partes: una más espaciosa, delante, para el público, y, detrás, otra menor, polvorienta, de uso particular. Tras la cortina había un refrigerador de agua, algunos estantes con cajas y la gran caja de hierro donde por la noche se guardaban los anillos de diamantes contra el peligro de robo. F. Jasmine oyó que su papá se movía por allí, y ella, mientras, se instaló cuidadosamente ante el banco de trabajo, detrás del escaparate. Un reloj ya desmontado estaba allí sobre la gamuza verde.
      La muchacha llevaba en sus venas una considerable proporción de sangre de relojero, y la antigua Frankie siempre había tenido afición a sentarse ante el banco de su padre. Se ponía las gafas de éste, con la lupa de relojero sujeta, escudriñaba los mecanismos y los mojaba en gasolina. También enredaba con el torno. A veces un grupito de muchachos de la acera se agolpaba a mirarla desde la calle, y ella se figuraba que estarían diciendo: «Frankie Addams trabaja con su padre y gana sus quince dólares a la semana. Arregla los relojes más difíciles de la tienda, y, lo mismo que su padre, es miembro del Club Mundial de los Hombres del Bosque. Miradla. Es el orgullo de la familia y un gran honor para la ciudad entera.» Así se imaginaba ella esas conversaciones, mientras con expresión atareada escudriñaba un reloj. Pero aquel día se limitó a echar un vistazo al reloj desmontado sobre la gamuza y no se puso la lupa. Tenía algo más que decir a propósito de la muerte de tío Charles. Y, cuando su padre salió de detrás de la cortina, dijo:
      —En su tiempo tío Charles fue uno de los ciudadanos más prestigiosos. Es una pérdida para todo el condado.
      No pareció que estas palabras impresionaran a su padre.
      —Mejor será que te vayas a casa. Berenice ha estado telefoneando para saber dónde estabas.
      —Bueno, acuérdate de que me dijiste que podría comprarme un vestido para la boda, y medias y zapatos.
      ——Encárgalos en MacDougal.
      —No sé por qué siempre tenemos que comprar en MacDougal, sólo porque son los almacenes del pueblo —rezongó mientras franqueaba la puerta—. Donde yo voy a ir habrá almacenes cien veces mayores que los de MacDougal.
      En el reloj de la torre de la Primera Iglesia Bautista dieron las doce; la sirena del molino dejó oír su gemido. En la calle había una tranquilidad soñolienta, e incluso los coches, aparcados al sesgo con el morro vuelto hacia la línea del césped del centro, parecían haberse quedado dormidos de cansancio. Las escasas personas que transitaban a aquella hora procuraban no alejarse de la pesada sombra de los toldos. El sol descoloraba el cielo y las tiendas de ladrillo parecían encogidas y oscuras bajo la luz segadora. Un edificio con un gran alero daba, a distancia, la extraña impresión de una casa de ladrillos que empezara a derretirse. En aquella quietud de mediodía, F. Jasmine oyó de nuevo el organillo del hombre del mono, aquellas notas que siempre habían atraído sus pasos, de modo que automáticamente se dirigió a su encuentro. Esta vez los vería y les diría adiós.
      Mientras corría calle abajo, los veía en su imaginación a los dos, y se preguntaba si la recordarían. La antigua Frankie siempre había tenido afecto al mono y al hombre del mono. Uno a otro se parecían: los dos tenían una expresión ansiosa e interrogadora, como si se preguntasen a cada minuto si lo que hacían no estaría equivocado. En realidad, el mono se equivocaba casi siempre: después de bailar al son del organillo, se suponía que debía quitarse la graciosa gorra que llevaba y pasarla alrededor por todo el público; pero las más de las veces se confundía y saludaba y tendía el gorrito, no al público, sino al hombre del mono. El hombre le hacía observar su error, pero luego empezaba a reñirle y a chillarle. Y cuando hacía como que le iba a dar una bofetada, el mono se encogía y chillaba a su vez, y los dos se miraban con la misma asustada exasperación, con una gran tristeza en sus arrugadas caras. Después de estar largo rato contemplándolos, la antigua Frankie, fascinada, empezaba a tomar la misma expresión que ellos, al tiempo que los iba siguiendo. Y ahora, F. Jasmine tenía un gran deseo de verlos.
      Podía oír sin dificultad las cascadas notas del organillo; pero no venían de la calle principal, sino de algo más arriba: probablemente de la esquina de la próxima manzana. De modo que F. Jasmine se apresuró a ir hacia ellos. A medida que se acercaba a la esquina, oyó otros ruidos que la intrigaron y se detuvo a escuchar. Por encima del organillo, se oía la voz de un hombre que reñía y el excitado parloteo, todavía más agudo, del hombre del mono. También pudo distinguir los chillidos del mono. Luego el organillo se calló bruscamente y las dos distintas voces hablaron a gritos y enfurecidas. F. Jasmine había llegado a la esquina, que era la esquina donde estaban los almacenes de Sears and Roebuck; pasó lentamente por delante de la tienda y pudo ver un curioso espectáculo.
      Era una calle estrecha que bajaba hacia Front Avenue, cegadora y brillante bajo aquella luz implacable. En la acera estaban el mono, el hombre del mono y un soldado que tenía en la mano un puñado de billetes de un dólar: a primera vista parecía que hubiera un centenar. El soldado parecía furioso y el hombre del mono estaba pálido y no menos excitado. Sus voces discutían y F. Jasmine dedujo que el soldado pretendía comprar el mono. Éste, por su parte, estaba acurrucado y tiritando en la acera junto a la pared de ladrillo de los almacenes de Sears and Roebuck. A pesar de lo caluroso del día, llevaba su gabancito encarnado con botones de plata, y su carita asustada y desesperada tenía una expresión como si estuviera a punto de estornudar. Tiritando y lastimero, seguía saludando al vacío y ofreciendo su gorrito al aire. Sabía que aquel furioso griterío era por él y se sentía censurado.
      F. Jasmine se quedó junto a ellos, intentando comprender el acontecimiento y escuchando muy quieta. De pronto, el soldado dio un tirón a la cadena del mono, pero el mono chilló y, antes de que F. Jasmine supiera qué ocurría, se le encaramó pierna y cuerpo arriba y se acurrucó en su hombro, rodeándole la cabeza con sus manitas de mono. La cosa sucedió instantáneamente, y ella quedó tan asombrada que no acertó a moverse. Cesaron las voces, y, excepto los entrecortados chillidos del mono, la calle quedó silenciosa. El soldado estaba boquiabierto y sorprendido, todavía enseñando el puñado de billetes.
      El hombre del mono fue el primero en reaccionar; habló al animal en voz amable y un segundo después el mono saltó del hombro de F. Jasmine al organillo que el hombre del mono llevaba a la espalda. Hombre y mono se alejaron en seguida, volviendo rápidamente la esquina, y en el último instante, precisamente al doblarla, los dos miraron hacia atrás con la misma expresión de reproche y astucia. F. Jasmine se apoyó en la pared de ladrillo, y, sintiendo todavía en el hombro al mono y percibiendo su polvoriento y agrio olor, se estremeció. El soldado siguió rezongando hasta que los perdió de vista, y F. Jasmine advirtió entonces que era pelirrojo y que era el mismo que estaba en La Luna Azul. Él se metió los billetes en el bolsillo del pantalón.
      —La verdad es que es un mono muy simpático —dijo F. Jasmine—. Pero me hizo una impresión tremendamente rara el sentirle encaramado a mi hombro de aquella manera.
      El soldado pareció darse cuenta entonces de la presencia de ella. El aspecto de su rostro fue lentamente cambiando y la expresión de enfurecimiento desapareció, y se quedó mirando a F. Jasmine desde la coronilla hasta su traje bueno de organdí y los zapatos negros de salón que llevaba.
      —Supongo que debía usted tener muchas ganas de quedarse con el mono —siguió ella—. Yo también he estado siempre deseando tener uno.
      —¿Qué? —preguntó él. Y añadió con una voz espesa, como si tuviera la lengua de fieltro o de papel secante muy grueso—: ¿Adónde vamos? ¿Vas tú por mi camino o yo por el tuyo?
      F. Jasmine no esperaba eso. El soldado se juntaba con ella como un viajero que encuentra a otro viajero en una ciudad de turismo. Por un momento se le ocurrió que ya había oído aquella pregunta en otra ocasión, tal vez en una película; y pensó además que era una pregunta «de cajón» a la que seguramente había de contestar con otra frase hecha. Pero como ignoraba la fórmula de esa respuesta, contestó con mucho cuidado:
      —¿Por dónde va?
      —Engánchate aquí —dijo él, sacando el codo.
      Echaron a andar calle abajo, sobre sus sombras encogidas de mediodía. El soldado fue, aquel día, la única persona que tomó la iniciativa de hablar con F. Jasmine y la invitó a acompañarle. Pero cuando ella empezó a hablar de la boda, pareció que le faltaba algo. Quizá porque había explicado sus proyectos a tanta gente por la ciudad, ahora le parecía que no se quedaba satisfecha. O quizás era porque sentía que el soldado en realidad no la estaba escuchando, sino que miraba con el rabillo del ojo su traje de organdí rosa, con su media sonrisa en los labios. F. Jasmine no podía ajustar sus pasos a los de él, por más que se esforzara, pues él tenía las piernas como si apenas estuviesen sujetas al cuerpo y caminaba a zancadas.
      —¿De qué estado es usted, si me permite la pregunta? —dijo cortésmente.
      En el segundo que él tardó en responder hubo tiempo para que por la imaginación de ella desfilaran Hollywood, Nueva York y Maine. El soldado contestó:
      —Arkansas.
      De los cuarenta y ocho estados de la Unión, Arkansas era uno de los poquísimos que jamás le habían interesado; pero su fantasía, una vez disparada, inmediatamente pasó al otro extremo, de modo que preguntó:
      —¿Tiene usted alguna idea de adónde va a ir?
      —A correrla por ahí —dijo el soldado—. Tengo un permiso de tres días.
      No había comprendido el sentido de la pregunta, ya que ella se la había hecho como a un soldado en disposición de ser enviado a cualquier país del mundo; pero, antes de que pudiera explicarle lo que había querido decir, él prosiguió:
      —Hay una especie de hotel por allí donde yo estoy hospedado. —Y luego, sin dejar de mirar el cuello plisado de su vestido, añadió—: Me parece que te he visto antes en alguna parte. ¿Vas alguna vez a bailar a Una Hora Distraída?
      Caminaban Front Avenue abajo, y ahora la calle empezaba a adquirir su aspecto de los sábados por la tarde. Una señora se estaba secando la rubia cabellera en la ventana del piso de encima de la pescadería, y llamó a dos soldados que pasaban por debajo. Un predicador callejero, un tipo conocido en la ciudad, estaba predicando en una esquina a un grupo de mozos de almacén negros y chiquillos flacuchos. Pero F. Jasmine no ponía atención a lo que ocurría a su alrededor. La alusión del soldado al baile y a Una Hora Distraída produjo en su mente un efecto parecido al de la varita de virtud de los cuentos. Por primera vez se dio cuenta de que paseaba con un soldado, con uno de los grupos de chicos ruidosos y alegres que vagaban juntos por las calles o paseaban con chicas mayores. Iban a bailar a Una Hora Distraída y lo pasaban estupendamente, mientras la antigua Frankie se iba a dormir. Y ella no había bailado nunca con nadie, si no era con Evelyn Owen, ni había puesto jamás los pies en Una Hora Distraída.
      Y ahora F. Jasmine paseaba con un soldado que mentalmente la había incorporado a aquel mundo de ignorados placeres. Pero no acababa de sentirse orgullosa. Había una incómoda duda que no acertaba a precisar ni designar. El aire de mediodía era espeso y pegajoso como jarabe caliente, y en él flotaba el olor sofocante de la sección de tintes del molino algodonero. Lejos, hacia la calle principal, se oían las notas insistentes del organillo.
      El soldado se detuvo.
      —Éste es el hotel —dijo.
      Se hallaba ante La Luna Azul, y F. Jasmine se sorprendió al oírla llamar hotel, pues se figuraba que sólo era un café. Cuando el soldado sostuvo la puerta batiente para dejarla pasar, ella se dio cuenta de que se tambaleaba un poco. Viniendo del resplandor de la calle todo lo vio cegadoramente rojo, y después negro, y necesitó un rato para acostumbrarse a la luz azul. Siguió al soldado a uno de los compartimientos de la derecha.
      —Quieres una cerveza —dijo él, no en tono interrogativo, sino como quien da ya la pregunta por contestada.
      A F. Jasmine no le gustaba la cerveza; una o dos veces había probado a tomar unos sorbos del vaso de su padre y la encontraba agria. Pero el soldado no le había dado a escoger.
      —Encantada. Gracias —dijo.
      No había estado nunca en un hotel, aunque muchas veces había pensado en ellos y los había puesto en sus comedias. Su padre había parado varias veces en hoteles y una vez le había traído de Montgomery dos pastillas de jabón de hotel que ella había guardado. Ahora examinó La Luna Azul con nueva curiosidad y de repente se sintió muy en su sitio. Al sentarse a la mesa del compartimiento se alisó cuidadosamente el vestido, como hacía cuando iba a una fiesta o a la iglesia, para no arrugar los pliegues de la falda y se quedó muy derecha en su asiento, con cara de circunstancias. Sin embargo, La Luna Azul seguía pareciéndole más bien un café que un hotel verdadero. No veía al triste y pálido portugués, y una señora gorda y sonriente, con un diente de oro, sirvió la cerveza al soldado en el mostrador. La escalera del fondo conducía probablemente a las habitaciones del hotel, en el piso de arriba, y los peldaños estaban iluminados por una bombilla azul de neón y cubiertos por un pasillo de linóleo. En la radio un estúpido coro estaba cantando un anuncio: «¡Chicles Denteen! ¡Chicles Denteen! ¡Denteen!» El olor a cerveza que flotaba por el hotel le recordaba una habitación con una rata muerta detrás de la pared. El soldado volvió al compartimiento trayendo los dos vasos de cerveza; se lamió un poco de espuma que se le había vertido en la mano y luego se la secó en los fondillos del pantalón. Cuando se hubo acomodado en el compartimiento, F. Jasmine dijo, con una voz que era absolutamente nueva para ella, una voz aguda, emitida por la nariz, una voz muy fina y aristocrática:
      —¿No le parece terriblemente interesante eso? Aquí estamos ahora, sentados a esta mesa, y dentro de un mes quién sabe adónde estaremos. A lo mejor mañana le destinan a usted a Alaska, como a mi hermano. O a Francia, o a África, o a Birmania. Y yo tampoco tengo idea de dónde estaré. Me gustaría que pasáramos una temporada en Alaska y que luego fuéramos a algún otro sitio. Dicen que París ha sido liberado. En mi opinión el mes que viene habrá terminado la guerra.
      El soldado levantó su vaso y echó la cabeza atrás para engullir la cerveza. F. Jasmine bebió también algunos sorbos, a pesar de que le sabía malísima. Hoy no veía el mundo como algo suelto y resquebrajado que giraba a mil seiscientos kilómetros por hora, de modo que aquellas vertiginosas evocaciones de la guerra y de países lejanos no la mareaban. Hoy el mundo le parecía más próximo que nunca. Sentada frente a aquel soldado en La Luna Azul, tuvo una repentina visión de ellos tres (ella, su hermano y la novia de éste) paseando bajo un cielo frío de Alaska, junto al mar, cuyas verdes olas se habían quedado congeladas y arrolladas junto a la orilla. Trepaban por un soleado glaciar, matizado de reflejos fríos y pálidos; los tres estaban atados a una cuerda y unos amigos, desde otro glaciar, les llamaban en alaskano por sus nombres con J A. Después vio a los tres en África, donde, en medio de una multitud de árabes ensabanados, galopaban en camello por un viento arenoso. Birmania era oscura como debe ser la selva tropical, igual que en las fotos de la revista Life. A causa de la boda, todas aquellas tierras lejanas, el mundo entero, parecían perfectamente posibles y próximas, tan cerca de Winter Hill como Winter Hill lo estaba del pueblo. En rigor, lo que a F. Jasmine le parecía un poco irreal era el auténtico momento presente.
      —Sí, es terriblemente interesante —repitió.
      El soldado, una vez terminada la cerveza, se secó la boca con el revés de la mano pecosa. Su cara, aunque no gorda, parecía hinchada y relucía a la luz del neón. Tenía millares de pecas, y lo único que a F. Jasmine le parecía hermoso era su brillante y rizado cabello rojizo. Tenía los ojos azules, muy juntos y con los blancos crudos. La miraba fijamente con una expresión especial, no como un viajero mira a otro, sino como una persona que comparte con otra un proyecto secreto. Durante varios minutos, no dijo palabra. Luego, cuando habló, a ella le pareció que sus palabras no tenían sentido y no comprendió nada. Le pareció que el soldado decía:
      —¿Quién es un bocado muy rico?
      En la mesa no había nada que comer, y ella tuvo la incómoda impresión de que le había empezado a hablar en una especie de clave. Intentó desviar la conversación.
      —Como ya le dije, mi hermano está en las Fuerzas Armadas. —Pero el soldado no pareció escucharla.
      —Juraría que he tropezado contigo en algún otro sitio.
      Las dudas de F. Jasmine iban en aumento. Ahora se daba cuenta de que el soldado la creía mucho mayor de lo que era, pero el placer que eso pudiera causarle era más bien incierto. Para seguir la conversación observó:
      —Hay quienes no son partidarios del pelo rojo. Pero a mí es el color que más me gusta. —Y añadió, acordándose de su hermano y de la novia—: Excepto el castaño oscuro y el rubio. Siempre pienso que es una lástima que Dios derroche el pelo rizado en chicos cuando hay por ahí tantas chicas con el pelo tan liso como varillas de hierro.
      El soldado se inclinó sobre la mesa y, sin dejar de mirarla fijamente, empezó a mover los dedos, el índice y el corazón de las dos manos, haciéndolos caminar por encima de la mesa en dirección a ella. Los dedos estaban sucios, con ribetes negros bajo las uñas. F. Jasmine tenía el presentimiento de que iba a ocurrir algo, pero precisamente en aquel momento se produjo de pronto un ruidoso cambio de escena, al entrar en el hotel tres o cuatro soldados, dándose empellones. Se oyó un confuso vocerío y el batir de la puerta de entrada. Los dedos del soldado dejaron de pasearse por la mesa, y, cuando miró a los otros soldados, aquella expresión especial de sus ojos se había desvanecido.
      —Era verdaderamente gracioso, aquel monito —dijo ella.
      —¿Qué monito?
      Las dudas de ella se convirtieron en una sensación más profunda de que había algo que no marchaba bien.
      —El mono que usted quería comprar hace sólo unos minutos. ¿Qué le ocurre a usted?
      Algo marchaba mal, y el soldado se llevó ambos puños a la cabeza. Su cuerpo vaciló y se recostó en el respaldo del asiento, como si fuera a caerse.
      —¡Ah, sí; aquel mono! —dijo con voz borrosa—. El paseo al sol después de todas esas cervezas. Estuve de jarana toda la noche. —Suspiró y sus manos se quedaron sin fuerza sobre la mesa—. Me parece que estoy un poco trompa.
      Por primera vez, F. Jasmine empezó a preguntarse qué estaba haciendo allí, y a pensar si no debería mejor marcharse a casa. Los demás soldados se habían agolpado en torno a una mesa cerca de la escalera y la señora del diente de oro estaba atareada detrás del mostrador. F. Jasmine había terminado su cerveza y en el vaso vacío quedaba un festón de cremosa espuma. El caliente olor a cerrado del hotel, de pronto, la mareó un poco.
      —Tengo que irme a casa, ahora. Gracias por la invitación. Se levantó, pero el soldado extendió la mano y la agarró por el vestido.
      —¡Eh! —le dijo—. No vas a marcharte así. Vamos a combinar algo para esta noche. ¿Qué te parece que nos citemos a las nueve?
      —¿Citarnos? —F. Jasmine tuvo la impresión de que la cabeza le crecía y se le soltaba. La cerveza le producía también un extraño efecto en las piernas, casi como si tuviese que andar con cuatro en vez de con dos. Cualquier otro día le hubiera parecido casi imposible que nadie, y menos un soldado, le diera una cita. Incluso esta palabra, cita, era una palabra de persona mayor, usada por las chicas ya crecidas. Pero también en eso había una sombra sobre su placer. Si él supiera que todavía no tenía trece años, jamás la hubiera invitado, ni probablemente se hubiera acercado a ella siquiera. F. Jasmine sentía, pues, cierta turbación, un ligero malestar.
      —No sé…
      —Claro —insistió él—. Supón que nos encontramos aquí a las nueve. Podemos ir a Una Hora Distraída o algo. ¿De acuerdo? Pues a las nueve aquí.
      —Bueno —dijo ella—. Encantada.
      Nuevamente estaba en la acera abrasadora, donde la gente que pasaba parecía oscura y encogida bajo la luz implacable. Necesitó un rato para volver a ponerse en situación de boda como por la mañana, pues la media hora pasada en el hotel había trastornado ligeramente sus pensamientos. Pero no tardó mucho, y cuando llegó a la calle principal ya había recobrado aquel estado de ánimo. Encontró a una niña que estaba dos clases detrás de ella en el colegio y la paró en medio de la calle para contarle sus planes. También le dijo que un soldado le había dado una cita, y se lo dijo dándose importancia. La niña la acompañó a comprarse el traje para la boda, lo cual les llevó una hora y significó probarse media docena de lindos vestidos.
      Pero lo que principalmente la hizo volver a la situación de boda fue un accidente que le ocurrió cuando se dirigía a su casa. Fue una especie de misteriosa jugarreta de su vista y de la imaginación. Iba caminando hacia casa, cuando de pronto sintió dentro de sí un choque, como si le hubiesen lanzado un cuchillo que se hubiese quedado clavado y vibrando en su pecho. F. Jasmine se paró en seco, con un pie todavía en el aire, y al principio no acertaba a comprender lo que había sucedido. Al lado y detrás de ella había algo que había relampagueado en el ángulo extremo de su ojo izquierdo: había vislumbrado algo, una oscura forma doble en la bocacalle que acababa de pasar. Y aquel objeto vislumbrado, aquel rápido relámpago ante el rabillo del ojo, había hecho brotar bruscamente en su interior la visión de su hermano y la novia. Rasgada y brillante como un relámpago, tuvo la visión de los dos, tal como estaban cuando, por un momento, permanecieron ambos de pie juntos delante de la chimenea del cuarto de estar, con el brazo de él ciñendo los hombros de ella. La visión fue tan intensa que F. Jasmine tuvo de pronto la impresión de que Jarvis y Janice estaban en la calle detrás de ella, y de que les había vislumbrado, a pesar de que sabía de sobra que estaban en Winter Hill, casi a ciento sesenta kilómetros de distancia.
      F. Jasmine posó en el suelo su pie, que había quedado en alto, y se volvió despacio para mirar alrededor. La calleja quedaba entre dos tiendas de comestibles: un callejón estrecho, sombrío en medio del sol. No miró directamente para allí, porque, de un modo u otro, era como si estuviese asustada. Sus ojos resbalaron lentamente por la pared de ladrillo y volvió a vislumbrar aquel doble contorno oscuro. ¿Qué sería aquello? F. Jasmine se quedó estupefacta. Allí en el callejón no había sino dos muchachos negros, uno más alto que el otro y con el brazo apoyado en el hombro del más pequeño. Eso era todo; pero algo, en el ángulo de visión o en la forma en que estaban, o en la actitud de sus figuras, había reflejado súbitamente aquella imagen de su hermano y de la novia que tanta impresión le había causado. Y con esa visión de ellos dos tan clara y exacta se terminó la mañana, y F. Jasmine llegó a casa a las dos.

2

      La tarde fue como el centro de la tarta que Berenice había hecho el lunes pasado y que no le salió bien. La antigua Frankie se alegró de que la tarta no saliera, no por mala idea, sino porque esas tartas fracasadas eran las que le gustaban más. Le encantaba la parte húmeda y esponjosa de en medio, y no comprendía por qué las personas mayores consideraban aquellas tartas como un fracaso. La de aquel lunes era una tarta de bizcocho, con los bordes altos y ligeros y el interior húmedo y completamente hundido. Y, después de aquella mañana brillante y elevada, la tarde fue densa y sólida como el centro de aquella tarta. Y, como era la última de todas las tardes, F. Jasmine encontró una desacostumbrada dulzura en las consabidas viejas costumbres y voces de la cocina. A las dos, cuando ella llegó, Berenice estaba planchando. John Henry estaba sentado a la mesa haciendo pompas de jabón con un canuto y le dedicó una mirada larga, verde y secreta.
      —¿Dónde demonios has estado? —preguntó Berenice.
      —Sabemos una cosa que tú no sabes —dijo John Henry—. ¿A que no lo adivinas?
      —¿Qué?
      —Berenice y yo vamos a ir a la boda.
      F. Jasmine estaba quitándose el vestido de organdí, y esas palabras la sobresaltaron.
      —Tío Charles ha muerto.
      —Ya lo sé, pero…
      —Sí —dijo Berenice—. El pobre viejito murió esta mañana. Le van a enterrar en el panteón de la familia, en Opelika, y John Henry se queda unos días con nosotros.
      Al enterarse de que la muerte de tío Charles iba a influir de algún modo en la boda, tuvo que hacerle un sitio en sus pensamientos. Mientras Berenice terminaba de planchar, F. Jasmine se quedó en enaguas, sentada en la escalera que conducía a su cuarto y con los ojos cerrados. Tío Charles vivía en una sombreada casa de madera, en el campo, y era demasiado viejo para comer maíz en la mazorca. En junio de aquel verano cayó enfermo y desde entonces siempre estuvo grave. Estaba en la cama, encogido, moreno y muy envejecido. Se quejaba de que los cuadros de la pared estaban torcidos, y los descolgaron todos. Pero no era eso. Entonces se quejó de que la cama estaba colocada en mal sitio, y la trasladaron a otro ángulo del cuarto. Tampoco era eso. Luego perdió la voz, y cuando probaba a hablar parecía que tuviera la garganta llena de engrudo y no se le entendía nada. Un domingo fueron a verle los West y llevaron con ellos a Frankie. Ésta se adelantó de puntillas hasta la puerta abierta del dormitorio de atrás. Parecía la talla de un viejo en madera oscura, cubierta con una sábana; sólo movía los ojos, que parecían de jalea azul, y Frankie pensó que iban a salírsele de las órbitas y rodar como gotas de jalea azul derretida por su rígida cara. Estuvo un rato en la puerta mirándole y después, asustada, se alejó de puntillas. Finalmente, averiguaron que se quejaba de que el sol no entraba por la ventana que convenía; pero no era eso lo que le molestaba tanto. Y, por fin, se murió.
      F. Jasmine abrió los ojos y se levantó.
      —Es algo terrible, estar muerto —dijo.
      —Sí —dijo Berenice—. El pobre viejo sufrió mucho y había llegado al fin de su vida. El Señor había señalado su hora.
      —Ya lo sé. Pero al mismo tiempo encuentro muy raro que muriese precisamente la víspera de la boda. Y por cierto, ¿por qué tú y John Henry tenéis que pegaros también a la boda? Me parece que sería mejor que os quedaseis en casa.
      —Frankie Addams —dijo Berenice, poniéndose de pronto en jarras—, eres la criatura más egoísta que ha existido jamás. Nos pasamos la vida enjaulados en esta cocina y…
      —¡No me llames Frankie! No quiero tener que recordártelo otra vez.
      Era aquella hora de principios de la tarde en que, en otro tiempo, se oía una dulzona música de banda. Ahora, con la radio apagada, la cocina estaba solemne y silenciosa, y llegaban ruidos de lejos. Una voz de negro gritaba en la acera pregonando verduras en una oscura y borrosa cantilena, en una larga melopea sin palabras. En alguna parte, en la vecindad, se oía un martillo, y cada martillazo dejaba un eco redondo.
      —Te quedarías la mar de asombrada si supieras todos los sitios en que he estado hoy. He recorrido todo el pueblo. He visto al mono y al hombre del mono. Y había un soldado que quería comprar el mono y tenía cien dólares en la mano. ¿Has visto alguna vez a alguien que quisiera comprar un mono en medio de la calle?
      —No. ¿Estaba borracho?
      —¿Borracho? —repitió F. Jasmine.
      —¡Ah! —dijo John Henry—. El mono y el hombre del mono.
      La pregunta de Berenice había preocupado a F. Jasmine, que se quedó un momento reflexionando.
      —No creo que estuviera borracho. La gente no se emborracha en pleno día. —Había pensado contarle a Berenice lo del soldado, pero ahora vacilaba—. Así y todo, había algo… —Y su voz se quedó arrastrando, mientras los ojos se le iban tras una irisada pompa de jabón que flotaba en silencio por la cocina. Allí, descalza y sin más vestido que la enagua, era difícil darse cuenta y juzgar al soldado. Y en cuanto a su compromiso para aquella noche, no sabía qué hacer. Como su indecisión le molestaba, cambió de conversación.
      —Supongo que habrás lavado y planchado todas mis cosas hoy. Tengo que llevármelas a Winter Hill.
      —¿Para qué? —preguntó Berenice—, si vas a ir para un solo día. —Ya me has oído —replicó F. Jasmine—; te he dicho que después de la boda no pienso volver.
      —Estás loca. Tienes muchísimo menos sentido común de lo que me figuraba. ¿De dónde sacas que van a querer llevarte con ellos? Dos se acompañan, pero tres se estorban. Y esto es lo principal en una boda. Dos se acompañan, pero tres se estorban.
      F. Jasmine siempre había encontrado difícil discutir contra una frase hecha. Le gustaba emplearlas en sus comedias y en la conversación, pero era difícil discutirlas, de modo que dijo:
      —Tú espera y verás.
      —¿Te acuerdas de lo que pasó cuando el Diluvio? ¿Te acuerdas de Noé y del arca?
      —¿Y eso qué tiene que ver con lo que estábamos diciendo?
      —Acuérdate de qué manera dejó entrar a las criaturas.
      —Basta ya; cállate, vieja charlatana.
      —De dos en dos —prosiguió Berenice—. Las dejó entrar de dos en dos.
      Aquella tarde, desde el principio hasta el final, no discutieron de otra cosa que de la boda. Berenice se negaba a aceptar las ideas de F. Jasmine. Desde el primer momento parecía como si intentara agarrar a F. Jasmine por el cuello, como la Justicia hace con los que atrapa en flagrante delito, y hacerla volver a su punto de partida, a aquel triste y absurdo verano que ahora era para F. Jasmine algo así como un recuerdo de mucho tiempo antes. Pero F. Jasmine era terca y no estaba dispuesta a dejarse vencer. Berenice sabía encontrar puntos flacos en cada una de sus ideas, y desde la primera palabra hasta la última no cejó en su terrible y continuo empeño por aniquilar la boda. Pero F. Jasmine no estaba dispuesta a consentírselo.
      —Mira —le decía, tomando el vestido de organdí rosa que acababa de quitarse—. Recuerda que cuando compré este vestido el cuello tenía un borde plisado. Pero tú lo has estado planchando como si hubiera de ser fruncido y ahora vamos a tener que volver a hacer el plisado como debe ser.
      —¿Y quién va a hacerlo? —preguntó Berenice. Tomó el vestido, a su vez, y examinó el cuello—. Tengo otras cosas en que emplear mi tiempo y mi trabajo.
      —Pues hay que hacerlo —replicó F. Jasmine—. Así es como debe ser el cuello. Además, quizá tenga que ponérmelo para ir a algún sitio esta noche.
      —¿Adónde, me haces el favor de decírmelo? —preguntó Berenice—. Contesta la pregunta que te hice cuando llegaste. ¿Dónde demonios has estado toda la mañana?
      Sucedía lo que F. Jasmine sabía exactamente que iba a suceder, aquella negativa de Berenice a comprender las cosas. Y, como se trataba más bien de sentimientos que de palabras o de hechos, le resultaba difícil explicárselo. Cuando habló de relaciones, Berenice le dirigió una larga mirada de incomprensión, y, cuando pasó a lo de La Luna Azul y toda aquella gente, la ancha y aplastada nariz de Berenice se ensanchó más aún, y Berenice movió la cabeza. F. Jasmine no mencionó al soldado; aunque estuvo a punto de hacerlo varias veces, algo le advirtió interiormente que no lo hiciera.
      Cuando hubo terminado, Berenice dijo:
      —Frankie, la verdad es que creo que te nos has vuelto loca. ¿Qué es eso de andar por todo el pueblo contando tantas cosas a gente completamente desconocida? En efecto, sabes muy bien que esa manía tuya es pura chifladura.
      —Espérate y verás —replicó F. Jasmine— cómo me llevan con ellos.
      —¿Y si no te llevan?
      F. Jasmine tomó la caja de zapatos con los escarpines plateados y la caja envuelta con el traje para la boda.
      —Esto es lo que voy a ponerme para la boda. Luego te enseñaré.
      —¿Y si no te llevan?
      F. Jasmine había empezado ya a subir la escalera, pero se detuvo y volvió hacia la cocina. La habitación estaba silenciosa.
      —Si no me llevan, me mato. Pero me llevarán.
      —¿Cómo te matarías?
      —Me pegaría un tiro en la sien con una pistola.
      —¿Qué pistola?
      —La que guarda papá debajo de sus pañuelos, junto con el retrato de mamá, en el cajón de la derecha del escritorio.
      Berenice se quedó un momento sin decir palabra, con cara enigmática.
      —Ya sabes lo que dijo el señor Addams, sobre eso de jugar con la pistola. Ahora vete arriba. La comida estará en seguida.
      La comida, la última en que los tres habrían de estar juntos en la mesa de la cocina, se retrasó un poco. Los sábados no había regularidad en las horas de las comidas, y comenzaron a las cuatro de la tarde, cuando ya el sol de agosto empezaba a caer oblicuo y cansado a través del jardín. Era la hora de la tarde en que los rayos de sol cruzaban el jardín de atrás como las rejas de una extraña jaula de luz. Las dos higueras eran verdes y de ancho follaje, y la parra, batida por el sol, daba una sombra compacta. El sol de la tarde no penetraba ya por las ventanas traseras de la casa, de modo que la cocina estaba gris. Los tres empezaron a comer a las cuatro, y la comida duró hasta el oscurecer. Había hopping-john con hueso de jamón, y mientras comían estuvieron hablando del amor. Era éste un tema del que F. Jasmine no había jamás hablado en toda su vida. En primer lugar, nunca había creído en el amor ni lo había puesto en ninguna de sus comedias. Pero aquella tarde, cuando Berenice empezó esa conversación, F. Jasmine no cerró los oídos, sino que, mientras comía en silencio los guisantes, el arroz y el caldo, estuvo escuchando.
      —He oído hablar de cosas muy raras —decía Berenice—. He conocido hombres que se enamoraron de chicas tan feas que una acababa por dudar que tuvieran bien los ojos. He visto algunas bodas que eran de lo más raro que pueda imaginarse. Una vez conocí a un chico con toda la cara quemada de tal modo que…
      —¿Quién era? —preguntó John Henry.
      Berenice engulló un pedazo de pan de maíz y se limpió la boca con el revés de la mano.
      —He conocido mujeres enamoradas de verdaderos satanases y que daban gracias al cielo cada vez que ellos ponían sus pezuñas hendidas en el suelo. Y he conocido a chicos que se habían metido en la cabeza enamorarse de otros chicos. ¿Conoces a Lily Mae Jenkins?
      F. Jasmine lo pensó un momento y luego contestó:
      —No estoy segura.
      —Bueno, lo mismo da que le conozcas como que no; ese que anda por ahí con una blusa de satén rosa y un brazo en jarras. Pues el tal Lily Mae se enamoró de un hombre llamado Juney Jones. Un hombre, fíjate. Y Lily Mae se convirtió en chica. Mudó de naturaleza y de sexo y se convirtió en chica.
      —¿De veras? —preguntó F. Jasmine—. ¿De veras cambió?
      —Sí, señora —contestó Berenice—. Completamente y para todos los efectos.
      F. Jasmine se rascó detrás de la oreja y dijo:
      —Es curioso: no puedo imaginarme de quién estás hablando. Yo que creía conocer a tanta gente.
      —Bien, no necesitas conocer a Lily Mae Jenkins. Puedes vivir sin saber quién es.
      —De todos modos, no te creo —dijo F. Jasmine.
      —Bueno, no voy a discutir contigo —repuso Berenice—. ¿De qué estábamos hablando?
      —De cosas raras.
      —Ah, sí.
      Callaron algunos minutos para seguir comiendo. F. Jasmine comía con los codos apoyados en la mesa y los talones descalzos en el travesaño de la silla. Ella y Berenice se sentaron una frente a otra, y John Henry estaba de cara a la ventana. El hopping-john era uno de los platos que más gustaban a F. Jasmine. Siempre había dicho que cuando estuviera en el ataúd le pasaran por debajo de la nariz un plato de arroz y guisantes para asegurarse de que no se habían equivocado, porque si le quedaba un aliento de vida, se incorporaría y comería, pero si olía el hopping-john y no se movía, ya podían clavar la tapa del ataúd y tener la seguridad de que estaba verdaderamente muerta. En cuanto a Berenice, había elegido como prueba de estar muerta un plato de trucha de río frita, y para John Henry lo mejor era la crema de chocolate. Pero, aunque a F. Jasmine el hopping-john le parecía lo mejor del mundo, a los otros también les gustaba, de modo que aquel día todos disfrutaron con la comida: el hopping-john con codillo de jamón, pan de maíz, batatas asadas y leche mantecosa. Y, mientras comían, siguieron charlando.
      —Sí, pues como iba diciendo —prosiguió Berenice—, he visto muchas cosas raras en mi vida. Pero hay una que no he conocido jamás ni oído jamás hablar de ella. No señor, ni una sola vez.
      Berenice dejó de hablar y se quedó moviendo la cabeza en espera de que le preguntaran qué era aquello. Pero F. Jasmine no dijo nada, fue John Henry quien levantó del plato la cabeza y preguntó con curiosidad:
      —¿Qué, Berenice?
      —Pues lo que nunca oí decir en toda mi vida es que alguien se enamorase de una boda. He oído hablar de muchas cosas raras, pero jamás hasta ahora me había enterado de eso.
      F. Jasmine rezongó algo.
      —De modo que he estado pensando y he llegado a una conclusión.
      —¿Cómo? —preguntó John Henry—. ¿Cómo lo hizo aquel chico para convertirse en chica?
      Berenice lo miró y enderezó la servilleta que el niño tenía atada al cuello.
      —Pues fue una de esas cosas que pasan, ¿sabes, cariño? No sé cómo ocurrió.
      —No la escuches —dijo F. Jasmine.
      —Pues sí, lo he estado pensando y he llegado a una conclusión. Lo que tienes que empezar a pensar es en buscarte novio.
      —¿Qué? —preguntó F. Jasmine.
      —Ya me has oído —repuso Berenice—. Novio. Un guapo chico blanco que te corteje.
      F. Jasmine dejó el tenedor y se quedó con la cabeza inclinada.
      —No me hace falta ningún novio. ¿Qué haría con él?
      —¿Qué harías, tonta? Pues decirle que te invitara al cine, por ejemplo.
      F. Jasmine se echó los mechones del pelo sobre la frente y dejó correr los pies a lo largo del travesaño de la silla.
      —Ya es hora de que empieces a dejar de ser tan poco amable, tan comilona y tan inquieta —dijo Berenice—. Deberías ponerte guapa cuando te vistas, y hablar con dulzura y tener más picardía en lo que haces.
      F. Jasmine dijo con voz grave:
      —Ya no soy poco amable y comilona. En eso, ya he cambiado.
      —Estupendo —dijo Berenice—. Ahora, a buscarte novio.
      F. Jasmine quiso decir a Berenice lo del soldado, el hotel y la cita para aquella noche, pero algo la contuvo, de modo que se limitó a dar rodeos al asunto.
      —¿Qué clase de novio? ¿Quieres decir algo así como…?
      —Y no prosiguió, porque en casa y en la cocina, aquella última tarde, el soldado le parecía irreal.
      —En eso no puedo aconsejarte —dijo Berenice—. Tienes que decidir por tu cuenta.
      —¿Algo así como un soldado que me llevara quizás a bailar a Una Hora Distraída? —dijo F. Jasmine sin mirar a Berenice.
      —¿Quién habla de soldados ni de bailes? Yo te hablo de un guapo chico blanco de tu misma edad. ¿Qué te parecería el chico Barney?
      —¿Barney MacKean?
      —Ése. Te serviría muy bien para empezar. Podrías ir con él hasta que se te presentase otro. Sí, ése te serviría.
      —¡Ese asqueroso de Barney! —El garaje, aquel día, estaba oscuro, con agujas de sol que pasaban por las rendijas de la puerta, y olía a polvo. Pero F. Jasmine no quiso acordarse del pecado desconocido que él le había enseñado y que más tarde le daba ganas de arrojarle un cuchillo entre los ojos. Por el contrario, apartó con dureza el recuerdo y empezó a aplastar los guisantes y el arroz en el plato—. Eres la persona más chiflada del pueblo.
      —Los locos llaman locos a los cuerdos.
      Así fue cómo se pusieron de nuevo a comer, excepto John Henry. F. Jasmine se dedicó a cortar rebanadas de pan de maíz y a untarlas de mantequilla, a aplastar el hopping-john en su plato y a beber leche. Berenice comía más despacio, arrancando delicadamente mondaduras de jamón del hueso. John Henry miraba ora a la una ora a la otra, y, después de escuchar su conversación, dejó de comer para pensar un ratito. Luego, al cabo de un momento, preguntó:
      —¿Cuántos tuviste tú? Novios de ésos, quiero decir.
      —¿Cuántos? —dijo Berenice—. Oye, ¿cuántos cabellos hay en esas trenzas? Estás hablando con Berenice Sadie Brown.
      Y Berenice emprendió carrera y su voz siguió y siguió sin parar. Cuando empezaba así, con un tema serio y largo, sus palabras enlazaban una con otra y su voz se ponía a cantar. En medio del gris de la cocina, en las tardes de verano, el tono de su voz era dorado y tranquilo, y era posible escuchar su color y su cantilena sin seguir las palabras. F. Jasmine dejaba que esas notas se demoraran y girasen en sus oídos, pero su mente no estampaba en aquella voz ningún sentido ni frase ninguna. Allí estaba sentada a la mesa, escuchando, y de vez en cuando pensaba en algo que toda su vida le había parecido curiosísimo: Berenice siempre hablaba de sí misma como si fuese una persona muy hermosa. Puede decirse que éste era el único tema en que no estaba verdaderamente en sus cabales. F. Jasmine escuchaba la voz y miraba fijamente a Berenice al otro lado de la mesa: su cara negra con aquel fiero ojo azul, las once trencitas grasientas que se ceñían a su cabeza como un casco, la chata nariz que le vibraba al hablar. Berenice podía ser cualquier cosa, pero bonita, desde luego, no lo era. A F. Jasmine le parecía que debía advertírselo, de modo que en la próxima pausa dijo:
      —Creo que deberías dejarte de pensar en novios y contentarte con T. T. Apuesto a que ya tienes cuarenta años. Ya es hora de que sientes la cabeza.
      Berenice alargó los labios y miró fijamente a F. Jasmine con su oscuro ojo vivo.
      —Sabihonda —le dijo—. ¿Cómo sabes tanto? Tengo tanto derecho como cualquier otra para seguir pasándolo bien mientras pueda. Y hasta ahora no soy tan vieja como algunas personas pretenden haber averiguado. Todavía puedo valerme. Y me quedan muchos años por delante antes de que me resigne a quedarme en un rincón.
      —Bueno, yo no quise decir que te quedes en un rincón —dijo F. Jasmine.
      —Entendí muy bien lo que querías decir —replicó Berenice.
      John Henry había estado observando y escuchando, y alrededor de su boca se había formado una pequeña costra de salsa. Una gran mosca azul revoloteaba perezosamente a su alrededor, intentando posarse en su pegajosa cara, de modo que de vez en cuando John Henry tenía que mover la mano para espantarla.
      —¿Todos te invitaban al cine? —preguntó—. Todos esos novios. —Al cine, o a una cosa u otra
      —contestó Berenice.
      —¿Quieres decir que tú no pagabas nunca? —preguntó John Henry.
      —Eso es lo que estoy diciendo —replicó Berenice—. Cuando iba con un novio, no. Claro, si tenía que ir a algún sitio con un montón de mujeres, yo pagaba lo mío. Pero buena estoy yo para ir por ahí con montones de mujeres.
      —Cuando hicisteis todos aquella excursión a Fairview —dijo F. Jasmine (porque un domingo, la primavera anterior, un piloto negro había tomado varias personas de color en su avión)—, ¿quién pagó el billete?
      —Vamos a ver —dijo Berenice—. Honey y Clorina pagaron lo suyo, excepto que tuve que prestarle a Honey un dólar con cuarenta centavos. Cape Clyde también pagó su billete, y T. T. pagó por él y por mí.
      —¿De modo que T. T. te invitó a dar un paseo en avión?
      —Eso es lo que estoy diciendo. Pagó el autobús de ida y vuelta a Fairview, el paseo en avión y los refrescos. Toda la excursión completa. Naturalmente que pagó. Pues ¿de qué modo te figuras que puedo permitirme el lujo de ir en avión, si no gano más que seis dólares por semana?
      —No había caído en ello —confesó finalmente F. Jasmine—. Quisiera saber de dónde saca T. T. todo su dinero.
      —Pues lo gana —dijo Berenice—. John Henry, límpiate la boca.
      Y así descansaban en la mesa, porque, ese verano, comían en varios tiempos: comían un rato y luego dejaban que el alimento se extendiese y se asentase en sus estómagos, y al cabo de un rato se ponían nuevamente a comer. F. Jasmine cruzó el tenedor y el cuchillo en su plato vacío y empezó a interrogar a Berenice sobre un asunto que le tenía preocupada.
      —Dime. ¿Somos nosotros los únicos que llamamos hopping-john a esto, o es el nombre que se le da en todo el país? De todos modos, me parece un nombre muy raro.
      —La verdad es que he oído llamarle de varias maneras —dijo Berenice.
      —¿Cómo?
      —Pues, lo he oído llamar guisantes con arroz. O arroz con guisantes y en salsa. O hopping-john. Puedes variar y escoger el nombre que prefieras.
      —Pero yo no me refiero a este pueblo —aclaró F. Jasmine— sino que quiero decir en otras partes, en todo el mundo. Por ejemplo, quisiera saber cómo lo llaman los franceses.
      —Ah —dijo Berenice—, ahora sí que me haces una pregunta que no sé contestar.
      —Merci á la parlez —dijo F. Jasmine.
      Siguieron sentados en silencio. F. Jasmine estaba recostada en su silla, con la cabeza vuelta hacia la ventana y el patio vacío, listado de sol. El pueblo estaba silencioso y la cocina estaba silenciosa, sin más ruido que el del reloj. F. Jasmine no podía sentir girar el mundo; no se movía nada.
      —Me ha ocurrido una cosa extraña —empezó a decir F. Jasmine—. Apenas sé cómo decirlo, en realidad. Fue una de esas cosas raras que uno no puede explicar exactamente.
      —¿Qué Frankie? —preguntó John Henry.
      F. Jasmine desvió la vista de la ventana, pero antes de que pudiera volver a hablar se oyó aquello. En el silencio de la cocina oyeron una nota que atravesaba tranquilamente la habitación; luego, aquella misma nota se repitió. Una escala de piano se deslizó a través de la tarde de agosto. Sonó un acorde; luego, como en un sueño, una cadena de acordes fue subiendo lentamente, como el tramo de una majestuosa escalinata; pero al llegar al final, cuando debía oírse el octavo acorde y terminar la escala, hubo una pausa. Ese penúltimo acorde se repitió. El séptimo acorde, que parecía hacer eco a toda la escala inacabada, sonó insistentemente una y otra vez. Y, finalmente, silencio. F. Jasmine, John Henry y Berenice se miraron unos a otros. En alguna parte de la vecindad estaban afinando un piano, en agosto.
      —¡Jesús! —dijo Berenice—. Verdaderamente, creo que esto ya es el colmo.
      —Yo también —dijo John Henry, estremeciéndose.
      F. Jasmine siguió perfectamente tranquila, sentada ante la mesa atestada de fuentes y platos de la cena. El gris de la cocina era un gris pasado, y la habitación era demasiado sosa y demasiado cuadrada. Después del silencio sonó otra nota, que luego se repitió una octava más alta. F. Jasmine levantaba la vista cada vez que el tono subía, como si observase el movimiento de la nota desde una a otra parte de la cocina; al llegar al punto más alto, sus ojos habían alcanzado un rincón del techo; luego, cuando una larga escala se deslizó hacia abajo, su cabeza giró lentamente y sus ojos cruzaron la cocina desde aquel rincón del techo hasta el rincón del suelo en el lado opuesto. La nota baja, al final de la escala, fue pulsada seis veces, y F. Jasmine se quedó contemplando un viejo par de zapatillas y una botella vacía de cerveza que estaban en aquel rincón. Por último cerró los ojos, se sacudió y se levantó de la mesa.
      —Me pone triste —dijo F. Jasmine—. Y además me inquieta. Empezó a dar vueltas por la cocina.
      —Dicen que en Milledgeville, cuando quieren castigarles, les atan y les obligan a escuchar cómo afinan un piano.
      Dio tres vueltas alrededor de la mesa y prosiguió:
      —Quisiera preguntarte una cosa. Figúrate que tropezaras con alguien que te pareciera terriblemente raro pero sin que supieses por qué.
      —¿Raro en qué sentido?
      F. Jasmine pensaba en el soldado, pero no podía dar más explicaciones.
      —Pongamos que te encuentras con alguien que piensas que puede estar casi borracho, pero no estás segura de ello, y te invita a ir con él a una gran fiesta o a un baile. ¿Qué harías?
      —Pues, a primera vista, no sé. Dependería de mi impresión. Quizás iría con él a la gran fiesta y luego me buscaría la compañía de alguien que me conviniera más.
      El ojo vivo de Berenice se encogió de pronto, y miró con dureza a F. Jasmine.
      —Pero ¿por qué me lo preguntas?
      El silencio de la habitación se estiró hasta que F. Jasmine pudo oír el gotear del grifo en el fregadero. Estaba pensando en cómo hallar una salida para no hablar a Berenice del soldado. Entonces, de repente, sonó el teléfono. F. Jasmine se levantó de un salto y, volcando su vaso de leche vacío, corrió al vestíbulo. Pero John Henry, que estaba más cerca, alcanzó el teléfono antes. Se arrodilló en la silla que había junto al aparato y sonrió ante el auricular antes de decir nada. Luego estuvo un rato diciendo «dígame» hasta que F. Jasmine le quitó el auricular y repitió los «dígame» por lo menos una docena de veces, hasta que, por último, colgó.
      —Esas cosas me vuelven loca —dijo cuando volvió a la cocina—. Es como cuando una furgoneta de reparto) se para a la puerta y el hombre mira a nuestro numero y luego lleva el paquete a otra parte. Yo considero esas cosas como si fueran la señal de algo.—Se pasó los dedos por el pelo rubio, casi rapado, y continuó—: ¿Sabes que verdaderamente voy a ir a que me digan la buenaventura antes de marchar de casa, mañana. Es una idea que tengo metida en la cabeza desde hace mucho tiempo.
      —Hablando de otra cosa —dijo Berenice—, ¿cuándo vas a enseñarme tu vestido nuevo? Tengo muchas ganas de ver qué has elegido.
      F. Jasmine se levantó para ir a buscar el traje. Su habitación era lo que podía llamarse un horno: todo el calor del resto de la casa subía hasta allí y allí se quedaba. Por la tarde el aire parecía zumbar, de manera que era una buena idea mantener el motor en marcha. F. Jasmine dio el motor y abrió la puerta del armario. Hasta que llegó la víspera de la boda, siempre había guardado sus seis vestidos colgados en fila en sus perchas y dejado la ropa corriente en la tabla de arriba o amontonada en un rincón. Pero aquella tarde, al llegar, lo cambió: los vestidos fueron a parar al anaquel de arriba, y colgó el traje de la boda solo con una percha del armario. Los escarpines plateados fueron colocados cuidadosamente en el suelo, bajo el vestido, con las puntas dirigidas hacia el Norte, hacia Winter Hill. Quién sabe por qué, F. Jasmine, al empezar a vestirse, se puso a andar de puntillas por la habitación.
      —¡Cierra los ojos! —gritó—. No mires mientras yo bajo la escalera. No abras los ojos hasta que te lo diga.
      Era como si las cuatro paredes de la cocina la estuviesen contemplando, y como si la sartén colgada de la pared fuera un gran ojo negro redondo y vigilante. Por un momento, la afinación del piano había cesado. Berenice estaba sentada con la cabeza baja, como si estuviera en la iglesia. Y John Henry también tenía la cabeza gacha, pero miraba disimuladamente. F. Jasmine se detuvo al pie de la escalera y se llevó la mano izquierda a la cadera.
      —¡Qué preciosidad! —exclamó John Henry.
      Berenice levantó la cabeza, y cuando vio a F. Jasmine su cara merecía contemplarse. El ojo oscuro pasó de la cinta de plata del cabello hasta las suelas de los escarpines plateados. Y Berenice no dijo nada.
      —Bueno, ahora dime francamente tu opinión —dijo F. Jasmine.
      Pero Berenice miró el vestido de noche de raso naranja y movió la cabeza sin hacer ningún comentario. Al principio movía la cabeza con ligeras sacudidas, pero, cuanto más miraba, mayores eran los movimientos, hasta que en la última sacudida F. Jasmine oyó que le crujían los huesos del cuello.
      —¿Qué pasa? —preguntó F. Jasmine.
      —Creía que ibas a comprarte un vestido color de rosa.
      —Sí, pero cuando estuve en la tienda mudé de opinión. ¿Qué tiene de malo este vestido? ¿No te gusta, Berenice?
      —No —dijo Berenice—. No va.
      —¿Qué quieres decir con «no va»?
      —Pues exactamente eso; que no va.
      F. Jasmine se volvió para mirarse al espejo, y todavía pensó que el vestido era precioso. Pero Berenice tenía una expresión agria y tozuda, como la de una vieja mula de largas orejas, que F. Jasmine no acertaba a comprender.
      —Pues no veo qué quieres decir —se quejó—. ¿Qué es lo que está mal? Berenice se cruzó de brazos y dijo:
      —Bueno. Si tú no lo ves, yo no sé cómo explicártelo. Mírate la cabeza, para empezar.
      F. Jasmine se miró la cabeza al espejo.
      —Llevas el pelo rapado como un presidiario y te atas una cinta de plata alrededor de esa cabeza pelona. Eso hace un efecto muy raro.
      —Sí, pero esta noche me voy a lavar la cabeza y probaré de hacerme rizos —replicó F. Jasmine.
      —Ahora mírate los codos —siguió Berenice—. Te pones ese vestido de noche de persona mayor, de raso naranja, y llevas una costra negra en los codos. Una cosa no pega con la otra.
      F. Jasmine encogió los hombros y se cubrió las costras de los codos con las manos.
      Berenice sacudió de nuevo la cabeza, con un amplio y rápido movimiento, y luego alargó los labios para dar su fallo.
      —Devuélvelo a la tienda.
      —No puedo —dijo F. Jasmine—. Lo he comprado de saldo y no admiten devoluciones.
      Berenice repetía siempre dos proverbios. Uno era el conocido adagio de que con una oreja de cerdo no se hace un bolso de seda. Y el otro, que hay que cortar el vestido según la tela, y sacar todo el partido posible de lo que uno tiene. F. Jasmine no estaba segura de si lo que hizo cambiar de parecer a Berenice fue el segundo de esos proverbios, o si realmente sus impresiones acerca del vestido empezaron a mejorar. Sea como fuere, Berenice se quedó contemplándola varios segundos con la cabeza ladeada y finalmente dijo:
      —Bueno. Vamos a ajustarlo mejor por la cintura y veremos qué se puede hacer.
      —Creo que lo que pasa es que no estás acostumbrada a ver a nadie en traje de noche —dijo F. Jasmine.
      —A lo que no estoy acostumbrada es a ver gente vestida de árbol de Navidad en agosto.
      Así, Berenice quitó el cinturón al vestido y le dio unos toques y unos tirones en distintos lugares. F. Jasmine estaba tiesa como una percha y la dejaba hacer. John Henry se había levantado de la silla para curiosear, con la servilleta todavía anudada al cuello.
      —El vestido de Frankie parece un árbol de Navidad —dijo.
      —Eres más falso que Judas —dijo F. Jasmine—. Ahora mismo estabas diciendo que era precioso. ¡Más falso que Judas, eso es lo que eres!
      Volvió a oírse el piano. De quién era aquel piano, F. Jasmine no lo sabía, pero su afinación se oía solemne e insistente en la cocina, y venía de algún sitio no muy lejos. El afinador soltaba de vez en cuando una melodía cascabeleante, y luego volvía a una sola nota de un modo solemne y absurdo. Y vuelta a repetir. Y vuelta a golpear. El afinador del pueblo se llamaba Schwarzenbaum. El sonido era como para hacer estremecer las tripas de los músicos y producir una extraña impresión a cualquiera.
      —Casi me hace creer que lo hace adrede para atormentarnos —dijo F. Jasmine.
      Pero Berenice dijo que no.
      —Así afinan también los pianos de Cincinnati y en todo el mundo. Lo hacen siempre así. Pongamos la radio del comedor y no le oiremos. F. Jasmine movió la cabeza.
      —No —dijo—. No sé decir por qué, pero no tengo gana de volver a oír la radio. Me recuerda demasiado este verano.
      —A ver, échate un poco atrás —dijo Berenice.
      Había prendido la cintura un poco más arriba y hecho algunos retoques al vestido. F. Jasmine, por encima del fregadero, dio una mirada al espejo. Sólo podía verse desde el pecho para arriba, de modo que, después de admirar su parte superior, se subió sobre una silla para ver la de en medio. Después empezó a despejar un ángulo de la mesa para poder subirse a ella y contemplar los escarpines plateados en el espejo, pero Berenice se lo impidió.
      —¿De veras no crees que está muy bien? —dijo F. Jasmine—. A mí me lo parece. En serio, Berenice. Dime tu sincera opinión.
      Pero Berenice se irguió y habló en tono acusador:
      —¡Nunca he visto a nadie menos razonable! Me preguntas mi opinión sincera y te la doy. Luego vuelves a preguntármela y te la doy otra vez. Pero lo que tú quieres no es mi verdadera opinión sino que opine bien de algo que sé que está mal. ¿Qué manera de obrar es ésa?
      —Bueno —dijo F. Jasmine—. Lo único que quiero es estar guapa.
      —Pues sí, estás muy bien —dijo Berenice—. Es bonito lo que parece bonito. Estás bastante guapa para ir a la boda de cualquiera, menos a la tuya. Entonces, si Dios quiere, estaremos en condiciones de hacerlo mejor. Lo que tengo que hacer ahora es buscar un traje nuevo para John Henry y ocuparme de lo que tengo que ponerme yo.
      —Tío Charles ha muerto —dijo John Henry—, pero nosotros vamos a ir a la boda.
      —Sí, nene —dijo Berenice. Y del súbito y soñador silencio F. Jasmine dedujo que Berenice estaba recordando a todas las demás personas muertas que había conocido. Los muertos andaban por su corazón, y ahora se acordaba de Ludie Freeman y de los lejanos tiempos de Cincinnati y de la nieve.
      F. Jasmine recordó también a las siete personas muertas que había conocido. Su madre murió el mismo día que ella nació, de modo que no podía contarla. Había un retrato de su madre en el cajón de la derecha del escritorio de su padre; su cara parecía tímida y triste, cubierta por los fríos pañuelos doblados que había en el cajón. Luego estaba su abuela, que había muerto cuando Frankie tenía nueve años, y F. Jasmine la recordaba muy bien, pero sólo con imágenes pequeñas y torcidas, que había que ir a buscar en lo más profundo de su memoria. A un soldado del pueblo, llamado William Boyd, le habían matado aquel año en Italia, y ella le conocía bien, de vista y de nombre. La señora Selway, que vivía a dos manzanas de casa, había muerto; y F. Jasmine había estado mirando el entierro desde la acera, pero no la habían invitado. Los hombres mayores, solemnes, estaban muy serios en círculo, en el porche de enfrente; había llovido, y en la puerta de la casa había un crespón gris. También conocía a Lon Baker, otro que había muerto. Lon Baker era un chico de color, y le habían asesinado en el callejón que había detrás de la tienda del padre de F. Jasmine. Una tarde de abril, le abrieron el cuello con una navaja de afeitar, y toda la gente del callejón desapareció por las puertas traseras, y más tarde se dijo que la herida de su garganta se abría como una boca absurda y temblorosa que decía palabras fantasmales bajo el sol de abril. Lon Baker había muerto y Frankie le conocía. También había conocido, aunque sólo de modo casual, al señor Pitkin, de la zapatería de Brawer; a Miss Birdie Grimes; y a un hombre que trepaba a los postes, empleado de la compañía telefónica: todos muertos.
      —¿Piensas muy a menudo en Ludie? —preguntó F. Jasmine.
      —Ya sabes que sí —dijo Berenice—. Pienso en los años en que Ludie y yo estuvimos juntos, y en todos los malos tiempos que he visto desde entonces. Ludie no me quería dejar nunca sola, por eso luego me fui con toda clase de sinvergüenzas. Yo y Ludie… —dijo—. Ludie y yo…
      F. Jasmine estaba sentada haciendo vibrar una pierna y pensando en Ludie y en Cincinnati. De todos los difuntos del mundo, Ludie Freeman era el que F. Jasmine conocía mejor, aunque nunca le hubiera puesto los ojos encima y ni siquiera hubiera nacido cuando él murió. Conocía a Ludie y a Cincinnati, y el invierno en que Ludie y Berenice se habían ido juntos al Norte y habían visto la nieve. Mil veces había hablado de estas cosas. Y, en esas conversaciones, Berenice hablaba despacio, convirtiendo cada frase en una especie de canto. Y la antigua Frankie solía hacer muchas preguntas sobre Cincinnati. ¿Qué se comía exactamente en Cincinnati? ¿Qué anchura tenían sus calles? Y, en una especie de salmodia, hablaban del pescado de Cincinnati, de la sala de su casa en Myrtle Street, de las películas que ponían en Cincinnati. Y Ludie Freeman era albañil, y ganaba un jornal seguro y magnífico, y era el hombre a quien Berenice había querido más, entre todos sus maridos.
      —A veces casi preferiría no haber conocido nunca a Ludie —decía Berenice—. La echa a una a perder demasiado. ¡Te deja tan sola después! Cuando vuelves a casa después del trabajo, por las noches, te hace sentir como un pinchazo de soledad. Y para ver si te quitas esta sensación de encima, te conformas con demasiados desdichados.
      —Ya lo sé —dijo F. Jasmine—. Pero T. T. Williams no es un desdichado.
      —No me refería a T. T. Él y yo somos sólo buenos amigos.
      —¿No crees que te casarás con él? —preguntó F. Jasmine.
      —La verdad, T. T. es un guapo y distinguido caballero de color —dijo Berenice—. Nunca habrás oído decir que T. T. ande por ahí como tantos otros hombres. Si fuera a casarme con T. T., podría salir de esta cocina y ponerme detrás de la caja registradora del restaurante y pasarlo de perlas. Además, tengo verdadero respeto por T. T. Toda su vida ha andado en estado de gracia.
      —Bueno, ¿cuándo vas a casarte con él? Está loco por ti.
      —No voy a casarme con él —dijo Berenice.
      —Pero si ahora mismo estabas diciendo… —objetó F. Jasmine.
      —Estaba diciendo que tengo verdadero respeto por T. T. y que le aprecio sinceramente.
      —¿Y entonces? —dijo F. Jasmine.
      —Le respeto y le aprecio muchísimo —dijo Berenice. Su ojo oscuro estaba tranquilo y sereno y su chata nariz se le ensanchaba al hablar—. Pero no me da estremecimientos —concluyó.
      Al cabo de un rato, F. Jasmine dijo:
      —A mí me da estremecimientos el pensar en la boda.
      —Pues es una lástima —dijo Berenice.
      —También me estremece el pensar en cuántas personas muertas conozco ya. En total, siete —dijo—. Y, ahora, tío Charles.
      F. Jasmine se puso los dedos en los oídos y cerró los ojos, pero eso no era la muerte. Podía sentir el calor del fogón y el olor de la comida. Podía sentir un sordo rumor en el estómago y los latidos de su corazón. Y los muertos no sienten nada, ni oyen nada ni ven nada: todo es negro.
      —Debe de ser terrible estar muerta —dijo, y con el traje de boda puesto empezó a dar vueltas por la habitación.
      Había una pelota de goma en el anaquel, y ella la tiró contra la puerta del vestíbulo y la recogió al rebote.
      —Deja eso —dijo Berenice—. Quítate el vestido antes de que lo ensucies. Y haz algo. Pon la radio.
      —Ya te he dicho que no quiero poner la radio.
      Y siguió dando vueltas por la habitación, y Berenice insistió en decirle que hiciera algo, pero ella no sabía qué hacer. Se paseaba con su traje de boda, con la mano en la cadera. Los escarpines plateados le apretaban tanto los pies que sentía los dedos hinchados y machacados como si fueran diez grandes coliflores doloridas.
      —Pero te aconsejo que cuando vuelvas tengas siempre la radio puesta —dijo de pronto F. Jasmine—. Algún día es muy probable que nos oigas hablar por la radio.
      —¿Qué dices?
      —Digo que es muy probable que algún día nos pidan que hablemos por la radio.
      —¿Que habléis de qué, quieres decírmelo? —dijo Berenice.
      —No sé exactamente de qué —dijo F. Jasmine—, pero probablemente como testigos presenciales de algo. Seguro que nos pedirán que hablemos.
      —No te entiendo —dijo Berenice—. ¿De qué vamos a ser testigos presenciales? ¿Y quién va a pedirnos que hablemos?
      F. Jasmine dio una vuelta sobre sí misma, se llevó ambas manos a las caderas y se quedó mirando.
      —¿Crees que me refiero a ti, a John Henry y a mí? Vaya, en mi vida no he oído nada tan gracioso.
      La voz de John Henry era aguda y excitada.
      —¿Qué, Frankie? ¿Quién está hablando en la radio?
      —Cuando he hablado de «nosotros», te has figurado que quería decir tú, yo y John Henry West. Para hablar por la radio al mundo entero. Nunca he oído nada tan divertido desde que nací.
      John Henry se había puesto de rodillas en el asiento de su silla, y se le veían las venas azules de la frente y los tendones estirados del cuello.
      —¿Quién? ¿Qué? —chillaba.
      —¡Ja, ja, ja! —estalló en carcajadas F. Jasmine, mientras daba vueltas por la habitación, golpeando con el puño—. ¡Jo, jo, jo!
      John Henry lloriqueaba y F. Jasmine seguía dando golpes por la cocina, en su traje de boda. Berenice se levantó de la mesa y alzó la mano derecha para imponer paz. Entonces, de pronto, todo cesó. F. Jasmine se quedó de pie, absolutamente quieta, frente a la ventana, y John Henry corrió también hacia ésta y se puso de puntillas para mirar, apoyando las manos en el alféizar. Berenice volvió la cabeza para ver qué había ocurrido. Y en aquel momento el piano se había callado.
      —¡Oh! —musitó F. Jasmine.
      Cuatro muchachas cruzaban el jardín de detrás. Eran chicas de catorce a quince años, los miembros del club juvenil. Delante iba Helen Fletcher y luego seguían lentamente las demás, en fila india. Habían atajado por el jardín trasero de los O’Neil y pasaban despacio delante del emparrado. Los largos rayos dorados del sol de la tarde caían oblicuamente sobre ellas y hacían parecer también dorada su piel. Llevaban trajes limpios, recién planchados. Cuando hubieron rebasado el emparrado, las sombras de cada una fueron alargándose y desfilando temblorosas a través del jardín. Pronto desaparecieron. F. Jasmine se quedó inmóvil. En los viejos días de aquel verano hubiera aguardado a que la llamaran para decirle que la habían elegido miembro del club; y sólo en el último instante, cuando se hubiera visto claramente que no hacían más que pasar, les habría dicho con airados gritos que no tenían por qué pasar a través de su jardín. Pero ahora las contemplaba en silencio, sin envidia. Al final sintió ganas de llamarlas y hablarles de la boda, pero antes de que hubiera podido formar y pronunciar las palabras, el club de chicas se había marchado. Sólo quedaban el emparrado y los hilos de sol.
      —Ahora estaba pensando si… —dijo finalmente F. Jasmine. Pero Berenice la interrumpió en seguida:
      —Nada. Curiosidad —dijo—. Curiosidad. Nada.

       Cuando empezaron la segunda vuelta de aquella última comida eran más de las cinco y se aproximaba el crepúsculo. Era aquella hora de la tarde en que, en los viejos días, allí sentados a la mesa con los naipes encarnados en la mano, se ponían a veces a criticar al Creador. Juzgaban la obra de Dios y explicaban lo que ellos harían para mejorar el mundo. Y la voz del Supremo Hacedor John Henry West se alzaba aguda y extraña, y su mundo era una mezcla de delicias y monstruosidades. Él no pensaba en términos generales: un brazo repentinamente alargado que pudiera llegar hasta California; barro de chocolate y lluvias de limonada; un ojo extra que pudiera ver a mil seiscientos kilómetros; una cola articulada que pudiera bajarse como una especie de poyo para sentarse cuando uno quisiera descansar; flores de caramelo…
      Pero el mundo de la Suprema Hacedora Berenice Sadie Brown era diferente: era un mundo redondo, justo y razonable. En primer lugar, no habría gente de distinto color, sino que todos los seres humanos tendrían la tez morena clara, los ojos azules y el pelo negro. No habría negros ni blancos que hicieran a los de las otras razas sentirse inferiores y humillados durante toda su vida. Nada de gente de color, sino sólo hombres, señoras y niños humanos, como una sola familia amorosa en el mundo entero. Y, cuando Berenice hablaba de este su primer principio su voz era como un vigoroso y profundo canto que se elevaba y resonaba en bellos tonos oscuros, dejando un eco en los ángulos de la habitación, donde vibraba por algún tiempo hasta extinguirse.
      Nada de guerras, decía Berenice. No más cadáveres rígidos colgados de los árboles de Europa, ni más judíos asesinados en ninguna parte. Nada de guerras, ni de chicos que dejasen sus casas vestidos en uniformes militares; nada de alemanes ni japoneses crueles y feroces. Nada de guerras en el mundo, sino paz en todas las naciones. Y, asimismo, nada de hambruna. Al principio, el verdadero Supremo Hacedor hizo libres el aire, la lluvia y la tierra para el provecho de todos. Habría alimento gratuito para todas las bocas humanas: comidas gratis y un kilo de manteca por semana, y, después de ello, toda persona capaz trabajaría para lo demás que quisiera poseer o comer. Nada de judíos muertos ni de negros maltratados. Nada de guerras, nada de hambres en el mundo. Y, por último Ludie Freeman estaría vivo.
      El mundo de Berenice era un mundo redondo, y la antigua Frankie escuchaba aquella profunda voz cantarina y estaba de acuerdo con ella. Pero el mundo de la antigua Frankie era el mejor de los tres. Frankie estaba de acuerdo con Berenice respecto a las leyes fundamentales de su creación, pero le añadía muchas cosas: un avión y una moto para cada persona; un club mundial, con diplomas e insignias, y una mejor ley de la gravedad. No coincidía totalmente con Berenice respecto a la guerra, y algunas veces decía que ella tendría una «Isla de la Guerra» en el mundo, adonde pudiera ir todo el que quisiera, a luchar o a donar sangre, y así ella podría pertenecer por algún tiempo al Cuerpo Auxiliar Femenino de las Fuerzas Aéreas. También cambiaría las estaciones del año, suprimiendo totalmente el verano y añadiendo mucha nieve, y, según sus planes, la gente podría instantáneamente pasar de chico a chica y viceversa, todas las veces que quisiera hacerlo. Pero Berenice le discutía este punto, insistiendo en que la ley del sexo humano estaba muy bien tal como estaba y de ningún modo se podía mejorar. Y entonces John Henry West echaba a veces su cuarto a espadas respecto a ese tema, para decir que la gente debería ser mitad chico y mitad chica; y, cuando Frankie le amenazaba con llevarle a la feria y venderle a la barraca de los fenómenos, él se limitaba a cerrar los ojos y sonreír.
      Así pasaban el rato los tres, sentados a la mesa de la cocina, criticando al Creador y la obra de Dios. En algún momento sus voces se cruzaban y los tres mundos se entrelazaban. El Supremo Hacedor John Henry West. La Suprema Hacedora Berenice Sadie Brown. La Suprema Hacedora Frankie Addams. Y sus mundos, al final de aquellas largas tardes marchitas.
      Pero aquel día era distinto. No estaban holgazaneando ni jugando a las cartas, sino que continuaban la comida. F. Jasmine se había quitado el vestido de la boda y se había quedado descalza y cómoda, de nuevo en su enagua. La oscura salsa de los guisantes se había espesado, la comida no estaba ya ni caliente ni fría, y la mantequilla se había derretido. Empezaron a servirse por segunda vez, pasándose los platos uno a otro, pero no hablaron de los temas ordinarios en que solían pensar hacia aquella hora de la tarde. En lugar de ello, empezó una extraña conversación, que vino a ser como sigue:
      —Frankie —dijo Berenice—, hace un rato empezaste a decir algo y luego nos desviamos del tema. Creo que era sobre alguna cosa poco natural.
      —Ah, sí —dijo F. Jasmine—. Iba a hablarte de algo extraño que me ocurrió hoy y que no acabo de comprender, pero no sé exactamente cómo explicártelo.
      F. Jasmine partió una batata y se reclinó hacia atrás en su silla. Empezó a intentar decir a Berenice lo que le había sucedido cuando iba por la calle de vuelta a casa y de pronto había visto algo con el rabillo del ojo, y cuando se volvió a mirar se encontró con que eran dos muchachos negros en el fondo del callejón. Al hablar, F. Jasmine se detenía de vez en cuando, se tiraba del labio inferior y se quedaba buscando las palabras adecuadas para expresar una sensación que jamás había oído nombrar hasta entonces. A veces, echaba una ojeada a Berenice, para ver si la seguía, y observó que en su rostro iba apareciendo una extraña expresión: el ojo azul de cristal era brillante y parecía asombrado, como siempre, y al principio el ojo negro se mostraba también asombrado, pero luego una rara mirada de complicidad fue cambiando su expresión, y de vez en cuando Berenice volvía la cabeza en pequeñas y cortas sacudidas, como para oír desde diferentes puntos de escucha y asegurarse de que lo que oía era verdad.
      Antes de que F. Jasmine terminase, Berenice había hecho a un lado el plato que tenía delante y había sacado del seno un paquete de cigarrillos. Fumaba cigarrillos liados en casa, pero los llevaba en una cajetilla de Chesterfield, de modo que exteriormente parecía que fumase Chesterfields de la tienda. Arrolló un jirón desgarrado de tabaco suelto y levantó la cabeza echándola hacia atrás mientras sostenía la cerilla, para que la llama no le fuera a la nariz. Una capa azul de humo quedó flotando sobre los tres por encima de la mesa. Berenice sostenía el cigarrillo entre el pulgar y el índice; tenía la mano agarrotada por un reuma de invierno y no podía estirar los dos dedos últimos. Allí sentada, escuchaba y fumaba, y, cuando F. Jasmine terminó, se produjo una larga pausa, y después Berenice se inclinó hacia adelante y preguntó de pronto:
      —Óyeme. ¿Tú puedes ver a través de los huesos de mi frente? ¿Has estado leyendo mi pensamiento, Frankie Addams?
      F. Jasmine no supo qué contestar.
      —Ésta es una de las cosas más raras que he oído jamás —prosiguió Berenice—. No acabo de comprenderlo.
      —Lo que yo quiero decir… —empezó otra vez F. Jasmine.
      —Lo que tú quieres decir, ya lo sé —dijo Berenice—. Exactamente aquí, en este rincón del ojo.
      —Y señalaba el ángulo exterior de su ojo negro, cubierto de una red de hilillos rojos—. Tú, de repente, has notado algo aquí, y este escalofrío te corre por todo el cuerpo. Entonces te vuelves y te quedas frente a Dios sabe qué. Pero no es Ludie ni quien tú quieres. Y por un minuto sientes como si te hubieran arrojado a un pozo.
      —Sí —dijo F. Jasmine—, eso es.
      —Bueno, es tremendamente raro —dijo Berenice—. Es una cosa que me está sucediendo a mí toda la vida. Pero ahora es exactamente la primera vez que la oigo explicar.
      F. Jasmine se cubrió la boca y la nariz con la mano, para que no se notara cuánto le agradaba ser tan notable, y cerró los ojos con aire modesto.
      —Sí; eso es lo que ocurre cuando te enamoras —prosiguió Berenice—. Invariablemente, es una cosa que se sabe y no se dice.
      Y así fue cómo empezó esa curiosa charla a las seis menos cuarto de aquella última tarde. Fue la primera vez que hablaron de amor y que F. Jasmine intervino en la conversación como persona enterada y con opiniones que merecía la pena escuchar. La antigua Frankie se había reído del amor, había dicho que no era más que una gran mentira y no creía en él. Nunca lo hacía figurar en sus comedias y por su parte nunca iba a ver películas de amor en el Palace. La antigua Frankie iba siempre los sábados por la tarde, cuando daban películas de bandidos, de guerra o del Oeste. ¿Y quién armó aquel jaleo en el Palace el mayo pasado, cuando un sábado repusieron una vieja película llamada Camille? La antigua Frankie. Desde su asiento de segunda fila, empezó a patear y, metiéndose dos dedos en la boca, comenzó a dar silbidos. Y el resto del público de a media entrada, en las tres primeras filas, se puso también a silbar y a patear, y cuanto más duraba la película más fuerte era el escándalo. Hasta que finalmente bajó el empresario con una linterna, sacó a los escandalosos de sus asientos, los puso en fila por el pasillo central y los echó a la calle: sin sus diez centavos y fastidiados.
      La antigua Frankie nunca admitió el amor. Pero ahora F. Jasmine estaba sentada a la mesa con las piernas cruzadas y de vez en cuando daba en el suelo con el pie descalzo, según su costumbre, y asentía a lo que decía Berenice. Más aún: cuando silenciosamente alargó la mano hacia el paquete de Chesterfield que estaba al lado de la salsera con la mantequilla derretida, Berenice no se la apartó de un golpe, y F. Jasmine tomó un cigarrillo. Ella y Berenice eran dos personas mayores que fumaban, sentadas de sobremesa. Y John Henry West, con su gran cabeza de niño hundida hasta los hombros, las observaba y escuchaba todo lo que decían.
      —Ahora os contaré una historia —dijo Berenice—, que os servirá de enseñanza. ¿Me oyes, John Henry? ¿Me oyes, Frankie?
      —Sí —musitó John Henry. Y con su pequeño índice gris apuntó a Frankie—. Frankie está fumando.
      Frankie estaba erguida en su asiento con los hombros cuadrados y las oscuras manos cruzadas delante de ella, encima de la mesa. Levantó la barbilla y respiró hondo a la manera de un cantante que se dispone a empezar. El piano seguía afinándose, insistentemente, pero, cuando Berenice empezó a hablar, su oscura voz de oro resonó en la cocina y todos dejaron de escuchar las notas del piano. Al principio de su historia edificante, Berenice repitió el mismo viejo relato que tantas veces le habían oído ya. La historia de su vida con Ludie Freeman, hacía ya mucho tiempo.
      —Ahora voy a deciros que era feliz. No había mujer humana en el mundo que fuera más feliz que yo en aquellos días —decía—. Y me refiero a todo el mundo. ¿Me estás escuchando, John Henry? Me refiero a todas las reinas, millonarias y primeras damas de todos los países. Y quiero decir que me refiero también a gente de cualquier color. ¿Me oyes, Frankie? Ninguna mujer humana en todo el mundo era más dichosa que Berenice Sadie Brown.
      Había empezado con la vieja historia de Ludie. Comenzaba una tarde de a fines de octubre, hacía casi veinte años. La historia se iniciaba en el lugar en que los dos se encontraron por primera vez, frente al puesto de gasolina de Camp Campbell, fuera de los límites del núcleo urbano de la población. Era la época del año en que las hojas cambian de color y el campo estaba cubierto de humo y el otoño era gris y dorado. Y la narración seguía desde aquel primer encuentro hasta la boda en la iglesia de la Ascensión de Sugarville. Y luego continuaba por los años que los dos pasaron juntos. La casa con sus escalones de ladrillo en la entrada y sus ventanas acristaladas en la esquina de Barrow Street. La Navidad del regalo de la piel de zorro, y el junio de la fritada de pescado para veintiocho invitados, entre parientes y amigos. Los años en que Berenice guisaba la comida y cosía a máquina los trajes y camisas de Ludie y los dos lo pasaban tan bien. Y los nueve meses que vivieron en el Norte, en la ciudad de Cincinnati, donde había nieve. Y luego Sugarville otra vez, y los días que se seguían uno a otro, y las semanas, los meses y los años que estuvieron juntos. Y los dos siempre lo pasaban bien. Pero no eran tanto los acontecimientos de que hablaba como su modo de hablar de ellos lo que hacía que F. Jasmine la comprendiese.
      Berenice hablaba con una voz que parecía desenrollarse, y decía que había sido más feliz que una reina. Y, a medida que contaba su historia, a F. Jasmine le parecía que Berenice semejaba una extraña reina, si es posible que una reina sea negra y esté sentada a la mesa de una cocina. Iba desenvolviendo el relato de su vida con Ludie como una reina de color que desplegase una pieza de brocado de oro… Y, al final, cuando terminaba la historia, su expresión era siempre la misma: su ojo oscuro miraba fijamente hacia adelante, su nariz estaba dilatada y temblorosa, y su boca agotada, triste y quieta. Por lo regular, luego de terminada la historia, se quedaban sentados un momento y después, de pronto, se apresuraban a ocuparse en algo: emprendían una partida de naipes, o batían la leche, o sencillamente daban vueltas por la cocina sin ningún objeto determinado. Pero aquella tarde, después que Berenice acabó su relato, nadie se movió ni habló durante largo tiempo, hasta que finalmente F. Jasmine preguntó:
      —¿Y de qué murió exactamente Ludie?
      —Fue algo parecido a una neumonía —dijo Berenice—. En noviembre del año mil novecientos treinta y uno.
      —El mismo año y el mismo mes en que yo nací —dijo F. Jasmine.
      —El noviembre más frío que he visto jamás. Todas las mañanas había escarcha y los charcos estaban cubiertos de hielo. El sol era amarillo pálido como en pleno invierno. Los ruidos llegaban muy lejos y me acuerdo de un perro de caza que solía aullar hacia el anochecer. Yo tenía el fuego encendido en el hogar día y noche, y después de oscurecido, cuando andaba por la habitación, siempre había aquella sombra que temblaba y me seguía encima de la pared. Y todo lo que veía me parecía ser una especie de agüero.
      —Creo que también fue una especie de agüero que yo naciese el mismo año y el mismo mes en que él murió —dijo F. Jasmine—. Sólo los días son diferentes.
      —Fue un jueves hacia las seis de la tarde. Hacia esta hora del día. Sólo que en noviembre. Recuerdo que salí al pasillo y abrí la puerta. Aquel año vivíamos en el número doscientos treinta y tres de Prince Street. Empezaba a caer la tarde y el viejo perro estaba aullando a lo lejos. Y yo vuelvo a la habitación y me tiendo en la cama con Ludie. Me echo encima de Ludie con los brazos extendidos y mi cara junto a la suya y rezo para que el Señor le contagie mi fuerza. Y pido al Señor que se lleve a cualquier otro pero que no sea a mi Ludie. Y allí me quedo rezando largo tiempo, hasta la noche.
      —¿Cómo? —preguntó John Henry. Era una pregunta que no tenía sentido, pero él la repitió en voz más alta y quejumbrosa—: ¿Cómo, Berenice?
      —Aquella noche murió —dijo ella. Hablaba en tono agudo como si hubiera estado disputando con ellos—. Os digo que murió. ¡Ludie! ¡Ludie Freeman! ¡Ludie Maxwell Freeman murió!
      Estaba agotada y allí se quedaron los tres, sentados a la mesa. Nadie se movía. John Henry miraba a Berenice, y la mosca que había estado revoloteando encima de él aterrizó en el aro izquierdo de sus gafas, se paseó con calma por la lente izquierda y luego por el puente y después por la lente derecha. Y sólo cuando la mosca hubo emprendido nuevamente el vuelo, John Henry parpadeó y la espantó con la mano.
      —Una cosa —dijo finalmente F. Jasmine—. Tío Charles está allí muerto ahora mismo y a pesar de todo no puedo llorar. Ya sé que debería estar triste, pero me da más pena Ludie que tío Charles. Y, sin embargo, nunca había visto a Ludie, y en cambio he conocido a tío Charles toda la vida y era pariente carnal de parientes carnales míos. Quizá sea porque nací tan poco tiempo después de la muerte de Ludie.
      —Quizá sea por eso —asintió Berenice.
      A F. Jasmine le parecía que podrían quedarse sentadas allí todo el resto de la tarde, sin moverse ni hablar, cuando de pronto se acordó de algo.
      —Habías empezado a contar una historia diferente —dijo—. Iba a ser una especie de enseñanza.
      Berenice pareció desorientada por un momento y luego levantó la cabeza bruscamente y dijo:
      —¡Ah, sí! Iba a decirte cómo eso de que estábamos hablando se puede referir a mí y a lo que me sucedió con mis otros maridos. Abre los oídos ahora.
      Pero la historia de los otros tres maridos era también una vieja historia. Cuando Berenice comenzó a hablar, F. Jasmine fue al frigorífico y volvió trayendo un poco de leche condensada para ponerla encima de unas galletas, como postre. Al principio, no escuchaba con mucha atención.
      —Era en abril del año siguiente y un domingo fui a la iglesia de Forks Falls. Y si me preguntas qué hacía allí, voy a decírtelo. Iba a visitar a esos Jackson, primos míos de leche, que viven allí, y habíamos ido juntos a su iglesia. De modo que yo estaba rezando en aquella iglesia y los feligreses eran todos desconocidos para mí. Tenía la frente apoyada en lo alto del banco de delante, y mis ojos estaban abiertos: no curioseando en secreto, fíjate bien, sino sencillamente abiertos. Cuando de repente siento ese escalofrío que me corría por todo el cuerpo. Había entrevisto algo con el rabillo del ojo. Y entonces miré despacio hacia la izquierda. ¿Y a que no dirías lo que vi allí? En el banco, a quince centímetros de mi ojo, estaba ese dedo pulgar.
      —¿Qué dedo pulgar? —preguntó F. Jasmine.
      —Ahora te lo cuento —dijo Berenice—. Para entender esto, tienes que saber que sólo había una pequeña parte de Ludie Freeman que no era bonita. Por todo lo demás, era el hombre más guapo y bien parecido que se pudiera desear. Todo excepto el pulgar derecho, que se lo había pillado el gozne de una puerta. Ese pulgar tenía un aspecto aplastado y como machacado que no resultaba bonito, ¿comprendes?
      —Quieres decir que cuando estabas rezando viste de pronto el pulgar de Ludie, ¿no?
      —Quiero decir que vi aquel pulgar. Y, al arrodillarme, sentí un escalofrío desde la cabeza a los talones. Allí estaba arrodillada mirando aquel pulgar, y antes de mirar nada más, para ver de quién era, me puse a rezar con fervor. Suplicaba en voz alta: «¡Señor, manifiéstate! ¡Señor, manifiéstate!»
      —¿Y lo hizo? —preguntó F. Jasmine—. ¿Se manifestó?
      Berenice se volvió de lado y dejó oír un sonido como si escupiese.
      —¡Manifestarse, un cuerno! —dijo—. ¿Sabes de quién era aquel pulgar?
      —¿De quién?
      —Pues de amie Beale —dijo Berenice—. De aquel grandullón holgazán, de amie Beale. Aquélla fue la primera vez que le eché la vista encima.
      —¿Y por eso te casaste con él? —preguntó F. Jasmine, porque aquél era el nombre del pobre viejo borracho que había sido el segundo marido de Berenice—. ¿Porque tenía el pulgar machacado como Ludie?
      —¡Dios lo sabe! —contestó Berenice—; yo no. Me sentí atraída hacia él por causa del pulgar. Y de una cosa vino otra. Antes de darme cuenta, ya estaba casada con él.
      —Bueno, pues yo creo que eso fue una tontería —comentó F. Jasmine—, casarse con él solamente por aquel pulgar.
      —También yo lo creo —dijo Berenice—. No pienso discutírtelo. Sólo te estaba contando lo que me ocurrió. Y la misma cosa sucedió en el caso de Henry Johnson.
      Henry Johnson fue el tercer marido, el que se había vuelto loco. Estuvo bien durante las tres primeras semanas que siguieron a la boda. Pero luego enloqueció y se comportaba de una manera tan absurda que finalmente ella tuvo que dejarle.
      —¿Quieres decir, pues, que Henry Johnson también tenía uno de esos pulgares machacados?
      —No —dijo Berenice—. Esta vez no era el pulgar. Era el gabán.
      F. Jasmine y John Henry se miraron, porque lo que acababan de oír les parecía una estupidez. Pero el ojo oscuro de Berenice permanecía firme y seguro y ella inclinó la cabeza hacia los dos de un modo decidido.
      —Para entender esto tenéis que saber lo que pasó después de la muerte de Ludie. Tenía un seguro por el que me habían de pagar doscientos cincuenta dólares. No quiero contároslo todo, pero el caso fue que los del seguro me estafaron cincuenta dólares. Y en dos días tuve que andar buscando hasta reunir esos cincuenta dólares para poder pagar el entierro. Porque no podía permitir que a Ludie se lo llevaran por lo barato. Empeñé todo lo que encontré a mano y vendí mi abrigo y el gabán de Ludie. En aquella tienda de ropas usadas de Front Avenue.
      —¡Ah! —exclamó F. Jasmine—. ¿Entonces quieres decir que Henry Johnson compró el gabán de Ludie y que por eso te casaste con él?
      —No es exactamente eso —explicó Berenice—. Yo iba bajando por aquella calle que hay junto al Ayuntamiento, una tarde, cuando de repente vi su figura delante de mí. El tipo que iba delante mío era tan parecido a Ludie por los hombros y detrás de la cabeza que por poco no caí desmayada en la acera. Le seguí, corriendo detrás. Era Henry Johnson, y aquélla era también la primera vez que le veía, ya que vivía en el campo y no venía mucho al pueblo. Pero había dado la casualidad de que compró el gabán de Ludie y de que tenía el mismo tipo que él. Y visto por detrás parecía como si fuese el fantasma de Ludie o su hermano gemelo. Ahora, cómo me casé con él no lo sé exactamente, porque desde luego se veía muy claro que no estaba en sus cabales. Pero en cuanto dejas que un chico empiece a darte vueltas alrededor, acabas por aficionarte a él. En fin, he aquí cómo me casé con Henry Johnson.
      —La verdad es que la gente hace cosas raras.
      —¡Y que lo digas! —asintió Berenice. Y miró a F. Jasmine, que estaba vertiendo un lento hilo de leche condensada sobre una galleta, para terminar su comida con un bocadillo dulce.
      —Lo juraría, Frankie, creo que tienes la solitaria. Lo digo perfectamente en serio. Tu padre repasa las grandes cuentas del tendero y, naturalmente, sospecha que yo me llevo cosas.
      —Y lo haces —dijo F. Jasmine—. A veces.
      —Repasa las cuentas del tendero y se me queja a mí, Berenice, y me pregunta qué es lo que hacemos, en nombre de la Santa Creación, con seis botes de leche condensada y cuarenta y siete docenas de huevos y ocho cajas de pastillas de malvavisco en una semana. Y tengo que confesarle: Frankie se las come. Y tengo que decirle: señor Addams, usted cree que está alimentando a una criatura humana ahí en su cocina. Eso es lo que usted se figura. Tengo que decirle: sí, usted se imagina que es un ser humano.
      —Desde hoy voy a dejar de ser glotona —dijo F. Jasmine—. Pero no comprendo adónde vas a parar con lo que estabas diciendo. No veo qué tiene que ver conmigo todo eso de Jamie Beale y de Henry Johnson.
      —Tiene que ver con todo el mundo y es una enseñanza.
      —¿Pero cómo?
      —¿Pues no ves lo que hacía yo? —preguntó Berenice—. Quería a Ludie y él fue el primer hombre de quien me enamoré. Por consiguiente, tuve que seguir y copiarme a mí misma para siempre, desde entonces. Lo que hice fue casarme con pedacitos de Ludie cada vez que daba con ellos. Y fue pura desgracia que todos resultaran pedazos malos. Mi intención era repetir lo de Ludie y yo. ¿No lo comprendes ahora?
      —Ya veo adónde vas a parar —dijo F. Jasmine—. Pero lo que no veo es cómo eso puede servirme de enseñanza.
      —Entonces, ¿tendré que decírtelo claro? —preguntó Berenice.
      F. Jasmine no asintió ni contestó, porque adivinaba que Berenice le tendía una trampa e iba a hacerle observaciones que ella no quería oír. Berenice calló para encenderse otro cigarrillo y dos lentos chorros azules de humo salieron de sus narices y se extendieron perezosamente sobre los platos sucios de la mesa. El señor Schwarzenbaum estaba tocando un arpegio. F. Jasmine esperó durante un rato que le pareció muy largo.
      —Tú y esa boda en Winter Hill —dijo Berenice—. De eso te estoy previniendo. Puedo ver a través de tus ojos grises como si fueran de cristal. Y lo que veo es el caso más triste de locura que he conocido jamás.
      —Los ojos grises son de cristal —susurró John Henry.
      Pero F. Jasmine no quería que la vieran a través, sin poder sostener la mirada; endureció los ojos, los puso en tensión y no los apartó de Berenice.
      —Ya veo lo que estás pensando. No te figures que no lo veo. Crees que ocurrirá algo extraordinario en Winter Hill mañana y que tú estarás exactamente en el centro. Te imaginas a ti misma desfilando por el centro de la iglesia entre tu hermano y la novia. Te figuras que vas a meterte en plena boda y sabe Dios qué más.
      —No —dijo F. Jasmine—. No me veo desfilando por el centro de la iglesia en medio de ellos.
      —Lo leo en tus ojos. No discutas conmigo —dijo Berenice. John Henry dijo de nuevo, en voz más baja:
      —Los ojos grises son de cristal.
      —Pero te advierto una cosa —dijo Berenice—. Si empiezas a enamorarte de ese modo de cualquier cosa desconocida, ¿qué es lo que te va a suceder? Si te entra una manía así, no será la última vez. De eso puedes estar bien segura. Y entonces, ¿qué será de ti? ¿Vas a estar toda la vida intentando meterte en las bodas? ¿Y qué clase de vida sería ésa?
      —Me marea escuchar a gente que no tiene seso —dijo F. Jasmine, tapándose los oídos con los dedos. Pero no los apretó mucho, de modo que podía seguir oyendo a Berenice.
      —Tú misma, con tu imaginación, te estás preparando una trampa para meterte en apuros —prosiguió Berenice—. Y lo sabes. Ya has pasado la sección B del séptimo grado y has cumplido ya los doce años.
      F. Jasmine no habló de la boda, pero su réplica la daba por aludida. Dijo:
      —Me llevarán con ellos. Espera y lo verás.
      —¿Y si no te llevan?
      —Ya te lo he dicho —replicó F. Jasmine—. Me pegaré un tiro con la pistola de papá. Pero sí me llevarán. Y no volveremos nunca más a esta parte del país.
      —Bueno, he estado probando a hablarte seriamente —dijo Berenice—, pero ya veo que es inútil. Estás decidida a sufrir.
      —¿Quién dice que voy a sufrir? —preguntó F. Jasmine.
      —Te conozco —dijo Berenice—. Sufrirás.
      —Todo eso son celos —dijo F. Jasmine—. Estás únicamente intentando quitarme todo el placer de dejar el pueblo y matar toda mi alegría.
      —Sólo estoy procurando quitarte eso de la cabeza —dijo Berenice—. Pero ya veo que es inútil.
      John Henry musitó por última vez:
      —Los ojos grises son de cristal.
      Eran ya más de las seis y la larga tarde empezó lentamente a morir. F. Jasmine se quitó los dedos de las orejas y lanzó un hondo suspiro de cansancio. Después de ella, John Henry suspiró también y Berenice concluyó con el suspiro más largo de todos. El señor Schwarzenbaum había tocado un desgarrado valsito, pero el piano no estaba todavía afinado a su gusto, y comenzó de nuevo a pulsarlo y a insistir en otra nota. Nuevamente recorrió la escala hasta la séptima nota y nuevamente se quedó allí dándole sin terminar. F. Jasmine ya no seguía los sonidos con la vista; pero John Henry sí miraba, y cuando el piano daba la última nota F. Jasmine podía verle apretar el trasero y quedarse sentado rígido en su silla, con los ojos levantados y esperando.
      —Ésa es la última nota —dijo F. Jasmine—. Si empiezas por el la y sigues hasta el sol, hay una cosa curiosa que hace que la diferencia entre el sol y el la sea toda la diferencia del mundo. Una diferencia doble de la que hay entre otras dos notas cualesquiera de la escala. Y, sin embargo, están una al lado de otra en el piano, tan juntas como las demás. Do, re, mi, fa, sol, la, si. Si, si, si. Es para volverse loca.
      John Henry sonreía haciendo una mueca y dejando ver sus dientes irregulares, con un suave ruido.
      —Si, si —dijo, tirando de la manga de Berenice—. ¿Has oído lo que ha dicho Frankie? Si, si.
      —¡Cierra esa boca! —dijo F. Jasmine—. ¡No seas siempre tan tonto! —Se levantó de la mesa pero no sabía adónde ir—. No has dicho nada de Willis Rhodes. ¿Tenía algún dedo machacado, o algún gabán, o alguna otra cosa?
      —¡Ay, Señor! —exclamó Berenice, con un grito tan repentino y alterado, que F. Jasmine volvió y se acercó otra vez a la mesa—. Ésa es una historia que te pondría los pelos de punta. ¿Quieres decir que nunca te he contado lo que me pasó con Willis Rhodes?
      —No —contestó F. Jasmine. Willis Rhodes había sido el último de los cuatro maridos y el peor de todos; tan terrible, que Berenice tuvo que acudir a la Justicia para defenderse—. ¿Qué fue?
      —Bueno, pues imagínate —dijo Berenice—. Imagínate una cruda y fría noche de enero. Y yo sola en casa, echada en la gran cama de matrimonio. Sola en la casa, porque todos los demás, como era sábado por la noche, se habían ido a Forks Falls. Yo, imagínate, yo que tengo horror de dormir sola en una vieja cama vacía y me siento tan nerviosa en una casa solitaria. Eran más de las doce en aquella cruda y helada noche de enero. ¿Te acuerdas del invierno, John Henry?
      John Henry asintió con la cabeza.
      —Pues ahora imagínate —repitió Berenice. Había empezado a recoger los platos de tal modo que tres fuentes sucias se apilaban delante de ella, encima de la mesa. Su ojo oscuro miró alrededor, echando el lazo a F. Jasmine y a John Henry como todo auditorio. F. Jasmine se inclinó hacia adelante con la boca abierta y las manos agarradas al borde de la mesa. John Henry se estremeció en su silla y contempló a Berenice a través de sus gafas, sin pestañear. Berenice había empezado en voz baja y truculenta, cuando, de pronto, se paró y se sentó mirando a los otros dos.
      —¿Y qué? —la instó F. Jasmine inclinándose más aún hacia la mesa—. ¿Qué pasó?
      Pero Berenice no dijo nada. Miró de uno a otro y movió lentamente la cabeza. Luego, cuando habló de nuevo, su voz había cambiado completamente, y dijo:
      —En fin, quisiera que miraseis más allá. Eso es lo que quisiera. F. Jasmine echó rápidamente una ojeada detrás de ella, pero allí no había más que el fogón, la pared y la escalera vacía.
      —¿Qué? —preguntó—. ¿Qué sucedió?
      —Quisiera que miraras —repitió Berenice— a esas dos jarritas y a sus cuatro grandes orejas. —De pronto se levantó de la mesa—. Vaya, vamos a lavar los platos. Luego haremos algunos pastelillos para llevárnoslos mañana para el viaje.
      F. Jasmine no tenía medio de mostrar a Berenice sus sentimientos. Al cabo de un rato, cuando la mesa estuvo despejada delante de ella y Berenice lavaba platos, de pie ante el fregadero, dijo solamente:
      —Si hay algo que aborrezca mortalmente es que una persona empiece a contar una cosa hasta lograr interesar a la gente y luego se pare.
      —De acuerdo —dijo Berenice—. Y lo siento. Pero es precisamente una de esas cosas que de pronto me doy cuenta de que no podría decíroslas a ti y a John Henry.
      John Henry estaba corriendo y patinando arriba y abajo de la cocina, desde la escalera hasta la puerta del porche de atrás.
      —¡Pastelillos! —canturreaba—. ¡Pastelillos! ¡Pastelillos!
      —Podías haberle mandado salir de la habitación —dijo F. Jasmine—, y contármelo a mí sola. Pero no creas que me importe. No me importa lo más mínimo lo que sucedió. Lo único que quisiera es que Willis Rhodes hubiese llegado en aquel momento y te hubiese cortado el pescuezo.
      —Ése es un modo de hablar muy feo —dijo Berenice—. Especialmente cuando guardo una sorpresa para ti. Sal al porche de atrás y mira en la cesta de mimbre que está tapada con un periódico.
      F. Jasmine se levantó, pero remoloneando, y se dirigió, caminando como si estuviera inválida, al porche posterior. Allí se quedó de pie en la puerta, con el vestido de organdí rosa en la mano. Contrariamente a todo lo que Berenice había sostenido, el cuello estaba planchado con todos sus pequeños pliegues, tal como debía ser. Berenice debía de haberlo hecho antes de comer, mientras F. Jasmine estaba arriba.
      —¡Vaya! Te has portado estupendamente —dijo—. Muchas gracias.
      Hubiera querido que la expresión de su cara pudiese dividirse en dos, para que un ojo mirara a Berenice de un modo acusador y el otro le diera las gracias con una mirada de gratitud. Pero el rostro humano no se puede dividir de esa manera, y las dos expresiones vinieron a borrarse una a otra.
      —¡Ánimo! —dijo Berenice—. ¿Quién puede decir lo que pasará? A lo mejor te pones ese vestido rosa recién planchado mañana y encuentras en Winter Hill el chico blanco más guapo que hayas visto jamás. Precisamente en estos viajes es cuando una se tropieza con novios.
      —Pero yo no hablaba de eso ahora —replicó F. Jasmine. Luego, al cabo de un momento, apoyada todavía en el quicio de la puerta, añadió—: De todos modos, nos hemos metido en una conversación que no viene a cuento.

      El crepúsculo era blanco y duró largo rato. El tiempo en agosto se puede dividir en cuatro partes: mañana, tarde, crepúsculo y noche. En el crepúsculo el cielo se volvía de un extraño color verde azul que rápidamente palidecía hasta el blanco. El aire era de un gris suave, y el emparrado y los árboles iban oscureciendo lentamente. Era la hora en que se reunían los gorriones y revoloteaban alrededor de los tejados del pueblo, y en que en los ensombrecidos álamos que bordeaban la calle se oía el canto agosteño de las cigarras. Los ruidos, en el crepúsculo, sonaban como borrosos, y se demoraban: el golpe de una puerta allá en la calle, voces de niños, el chirrido de una máquina de cortar césped en algún jardín. F. Jasmine entró con el periódico de la tarde y la sombra fue llegando a la cocina. Los ángulos de la habitación al principio se oscurecieron, y luego se borraron los dibujos de la pared. Ellos tres observaban en silencio la llegada de la noche.
      —El ejército está ya en París.
      —Eso está bien.
      Se quedaron callados por un rato y luego F. Jasmine dijo:
      —Tengo un montón de cosas que hacer. Debería empezar ahora mismo.
      Pero, aunque estaba ya en la puerta, no se movió. Aquella última tarde, la última vez que los tres estaban juntos en la cocina, tenía la impresión de que debía hacer o decir algo final antes de marcharse. Durante muchos meses había estado dispuesta a dejar aquella cocina para no volver más; pero, ahora que había llegado el momento, se quedaba allí con la cabeza y el hombro pegados contra el quicio de la puerta, como si no estuviera a punto. Era la hora del oscurecer, cuando las observaciones que hacían tenían un sonido triste y hermoso, aunque no hubiera nada triste ni hermoso en el sentido de las palabras.
      F. Jasmine dijo, despacio:
      —Esta noche voy a tomar dos baños. Un baño largo con jabón y cepillo para probar a quitarme esa costra oscura de los codos, y luego soltaré el agua sucia y tomaré un segundo baño.
      —Es una buena idea —dijo Berenice—. Me gustará verte limpia.
      —Yo también me voy a bañar —dijo John Henry. Su voz era delgada y triste; F. Jasmine no le podía ver en la oscuridad, porque estaba de pie en el ángulo junto al fogón.
      A las siete Berenice le había bañado y vestido nuevamente con su pantalón corto. Su prima le oyó moverse con cuidado por la habitación, porque después del baño se había puesto el sombrero de Berenice y estaba intentando caminar con los zapatos de tacón alto de ésta. Una vez más él hizo una pregunta que en sí no significaba nada:
      —¿Por qué?
      —¿Por qué, qué, niño? —dijo Berenice.
      Él no contestó y fue F. Jasmine quien dijo, por fin:
      —¿Por qué es contrario a la ley cambiarse de nombre?
      Berenice estaba sentada en una silla, contra la pálida luz blanca de la ventana. Tenía el periódico abierto ante ella, y torcía la cabeza a un lado y hacia abajo, esforzándose para ver lo que allí estaba impreso. Cuando F. Jasmine habló, ella dobló el periódico y lo dejó encima de la mesa.
      —Ya te lo puedes figurar —dijo—. Porque sí. Imagínate qué confusión.
      —No sé por qué —dijo F. Jasmine.
      —¿Qué tienes encima de los hombros? —replicó Berenice—. Yo creía que era una cabeza. Piensa un poco. Supón que de pronto se me ocurriera llamarme señora Eleanor Roosevelt. Y que tú empezases a llamarte Joe Louis. Y que John Henry intentara pasar por Henry Ford. ¿No ves ahora la confusión que todo eso produciría?
      —No digas bobadas —dijo F. Jasmine—. No es ésa la clase de cambio a que me refiero. Yo quiero decir cambiar un nombre que no te va bien por otro que prefieras. Como yo he cambiado Frankie por F. Jasmine.
      —Pues seguiría habiendo confusión —insistió Berenice—. Imagina que todos de pronto tomáramos nombres completamente distintos. Nadie sabría nunca de quién se está hablando. Todo el mundo se volvería loco.
      —No veo por qué…
      —Porque alrededor del nombre de uno se amontonan las cosas __ dijo Berenice—. Tú tienes un nombre y te van ocurriendo cosas una después de otra, y tú te portas de variadas maneras y haces eso y aquello, de modo que el nombre empieza pronto a tener una significación. Las cosas se han ido juntando alrededor del nombre. Si es malo y tienes mala reputación, no puedes salir de tu nombre y escapar así como así. Y si es bueno y tienes buena reputación, debes estar contenta y satisfecha.
      —Pero ¿qué tengo yo amontonado alrededor de mi antiguo nombre? —preguntó F. Jasmine. Entonces, como Berenice no contestó en seguida, la propia F. Jasmine contestó a su pregunta—: Nada. ¿Lo ves? Mi nombre no significa absolutamente nada.
      —Verás. No es exactamente así —replicó Berenice—. La gente piensa en Frankie Addams y esto le hace recordar que Frankie terminó la sección B del séptimo grado. Y Frankie encontró el huevo de oro en la última Pascua baptista. Y Frankie vive en Grove Street y…
      —Pero esas cosas no son nada —dijo F. Jasmine—. ¿Comprendes? No tienen ningún valor. A mí nunca me ha pasado nada.
      —Pero te pasará —dijo Berenice—. Ocurrirán cosas.
      —¿Qué? —preguntó F. Jasmine.
      Berenice suspiró y se buscó en el pecho el paquete de Chesterfield:
      —Me estás pinchando de ese modo y yo no te puedo decir nada con seguridad. Si pudiera, sería adivina. Y no estaría ahora sentada aquí en esta cocina, sino viviendo tan ricamente en Wall Street como adivinadora. Todo lo que puedo decirte es que pasarán cosas. Exactamente cuáles, no lo sé.
      —A propósito —dijo F. Jasmine al cabo de poco—. Se me ha ocurrido que tengo que pasar por tu casa para ver a Big Mama. No creo en buenaventuras ni en cosas semejantes, pero se me ocurre que también podría creer.
      —Como quieras. Sin embargo, no me parece necesario.
      —Supongo que tengo que marcharme ahora —dijo F. Jasmine. Pero siguió aguardando en la puerta cada vez más oscura, sin marcharse. Los ruidos del crepúsculo estival se cruzaban con el silencio de la cocina. El señor Schwarzenbaum había terminado de afinar el piano, y durante el último cuarto de hora había estado tocando piececillas. Tocaba música aprendida de memoria en el papel, y era un viejo ágil y nervioso que hacía pensar a F. Jasmine en una araña plateada. Su música era también nerviosa y atiesada, y tocaba valses levemente sacudidos y nerviosas canciones de cuna. Más lejos, en la misma manzana, una solemne radio anunciaba algo que no se podía oír. En el jardín posterior de casa de los O’Neil, allí al lado, los niños se llamaban a gritos y daban golpes a una pelota. Los sonidos de la tarde se borraban unos a otros y se desvanecían en el aire del crepúsculo cada vez más oscuro. La propia cocina estaba muy callada.
      —Escucha —dijo F. Jasmine—. Lo que he intentado decir es esto. ¿No te choca, como una cosa extraña, que yo sea yo y tú seas tú? Yo soy F. Jasmine Addams y tú eres Berenice Sadie Brown. Y podemos mirarnos una a otra y tocarnos y estar juntas un año y otro año en una misma habitación. Pero yo sigo siendo yo y tú eres tú. Y yo no puedo ser nadie más que yo, y tú no puedes ser nadie más que tú. ¿Has pensado en eso alguna vez? ¿Y no te parece extraño?
      Berenice se había estado meciendo lentamente en su asiento. No estaba en una mecedora, pero se recostaba hacia atrás en la silla y luego dejaba que las patas delanteras tocasen el suelo con un ligero golpe, mientras ella, con su oscura mano rígida, se agarraba al borde de la mesa para mantener el equilibrio. Dejó de mecerse cuando F. Jasmine habló. Y finalmente, dijo:
      —Alguna vez he pensado en eso.
      Era la hora en que las formas, en la cocina, oscurecían y florecían las voces. Ellas hablaban despacio y sus voces se abrían como flores, si los sonidos pueden parecer flores y las voces florecer. F. Jasmine permanecía con las manos cruzadas detrás de la nuca mirando a la habitación en sombras. Tenía la sensación de que en su garganta había palabras desconocidas y estaba dispuesta a decirlas. Extrañas palabras florecían en su garganta y había llegado el momento de nombrarlas.
      —Mira —dijo—, veo un árbol verde. Y para mí es verde y tú también dirías que es un árbol verde. En eso estaríamos de acuerdo. Pero el color que tú ves como verde, ¿es el mismo que me parece verde a mí? O imagina que las dos decimos que un color es negro. ¿Cómo sabemos que lo que tú ves negro es del mismo color que lo que me parece negro a mí?
      Berenice dijo, después de un momento:
      —Ésas son cosas que sencillamente no podemos probar.
      F. Jasmine se restregó la cabeza contra la puerta y se llevó la mano al cuello. Su voz vaciló y se extinguió:
      —De todos modos, no es eso lo que yo quería decir.
      El humo del cigarrillo de Berenice, amargo y cálido, permanecía estancado en la habitación. John Henry iba y venía a trompicones entre el fogón y la mesa, en los zapatos de tacón alto. Detrás de la pared se oía el ruido de una rata.
      —Lo que yo quiero decir es esto —dijo F. Jasmine—. Tú vas por la calle y te encuentras a alguien. A cualquiera. Y os miráis uno a otro, y tú eres tú y él es él. Cuando os miráis uno al otro, los ojos establecen un enlace. Y luego tú te vas por tu lado y él se marcha por el suyo. Os vais a distintas partes del pueblo, y quizás no os volváis a ver nunca más en toda vuestra vida. ¿Ves ahora lo que quiero decir?
      —No del todo —dijo Berenice.
      —Estoy hablando de este pueblo —dijo F. Jasmine en voz más alta—. Hay por ahí toda esa gente que no conozco ni siquiera de vista o de nombre. Y pasamos unos al lado de otros sin que haya entre nosotros ningún enlace. Y ellos no me conocen ni yo a ellos. Y ahora yo voy a marcharme del pueblo y ahí está toda esa gente a quien nunca conoceré.
      —¿Pero a quién quieres conocer? —preguntó Berenice.
      —A todos. A todo el mundo. A toda la gente del mundo —replicó F. Jasmine.
      —Pues quisiera que escuchases lo que te digo —dijo Berenice—. ¿Qué me dices de gente como Willis Rhodes? ¿Y de los alemanes? ¿Y de los japoneses?
      F. Jasmine volvió a dar con la cabeza en el quicio de la puerta y miró al techo oscuro. Su voz se quebró, y volvió a decir:
      —No es eso lo que yo digo. No es eso de lo que estoy hablando.
      —Bueno, entonces ¿de qué estás hablando? —preguntó Berenice.
      F. Jasmine movió la cabeza, casi como si no supiera. Su corazón estaba oscuro y silencioso, y de su corazón florecían y se abrían las palabras desconocidas, y ella esperaba a darles un nombre. De la puerta de al lado se oían los gritos vespertinos de unos niños que jugaban al béisbol y el largo chillido batteruup, batteruup, y, después, el seco choque de una pelota, y el ruido del bate arrojado al suelo, y carreras y gritos. La ventana era un rectángulo de pálida luz clara y un niño corría por el jardín y bajo el emparrado persiguiendo la pelota. El chiquillo iba rápido como una sombra y F. Jasmine no le vio la cara: los faldones de su camisa blanca ondeaban sueltos detrás de él como extrañas alas. Más allá de la ventana, el crepúsculo iba prolongándose, pálido y tranquilo.
      —Vamos a jugar fuera, Frankie —murmuró John Henry—. Por el ruido parece que se están divirtiendo la mar.
      —No —dijo F. Jasmine, ve tú.
      Berenice se agitó en su silla y dijo:
      —Supongo que podemos encender la luz.
      Pero no la encendieron. F. Jasmine sentía que las palabras no dichas se le pegaban a la garganta y un sofocado mareo le hacía gruñir y golpearse la cabeza contra el quicio de la puerta. Por último, exclamó de nuevo, en voz aguda y desgarrada:
      —Esto.
      Berenice esperó, y como ella no volvió a hablar, le preguntó:
      —¿Pero qué diablos te ocurre?
      F. Jasmine no acertaba a decir las palabras desconocidas, de modo que al cabo de un minuto golpeó la puerta con la cabeza por última vez y después empezó a caminar alrededor de la mesa de la cocina. Andaba delicadamente con las piernas tiesas, porque se sentía mareada y no quería que se revolviesen los diferentes alimentos que había tomado y se mezclasen dentro de su estómago. Empezó a hablar deprisa y en voz aguda, pero las palabras no eran las que convenían ni las que ella se había propuesto decir.
      —¡Estupendo! ¡Fenomenal! Cuando nos salgamos de Winter Hill vamos a ir a más sitios de los que tú has imaginado nunca, ni siquiera has sabido que existieran. Exactamente dónde iremos primero, no lo sé, ni tiene importancia. Porque después de ir a un sitio iremos a otro. Pensamos estar siempre en movimiento, los tres, hoy aquí, mañana allí. Alaska, China, Islandia, Sudamérica. Viajando en tren. Zumbando en moto. Volando alrededor de todo el mundo, en avión, hoy aquí, mañana allí. Por todo el mundo. Eso es, ¡qué diablos! ¡Fenomenal!
      F. Jasmine abrió de una sacudida el cajón de la mesa y hurgó en busca del cuchillo de cocina. No necesitaba el cuchillo de cocina para nada, pero quería algo para empuñarlo y blandirlo mientras corría alrededor de la mesa.
      —Y hablando de las cosas que nos ocurrirán —dijo—. Las cosas ocurrirán tan deprisa que apenas tendremos tiempo de darnos cuenta. El capitán Jarvis Addams hunde doce barcos de guerra japoneses y es condecorado por el Presidente. Miss F. Jasmine Addams bate todas las marcas. Mrs. Janice Addams es elegida Miss Naciones Unidas en un concurso de belleza. Una copa después de otra, tan deprisa que apenas podremos darnos cuenta.
      —Estáte quieta, loca —dijo Berenice—. Y suelta ese cuchillo.
      —Y les conoceremos. A todos. No haremos más que tropezar con la gente y en seguida les conoceremos. Iremos por una carretera oscura y veremos una casa iluminada; llamaremos a la puerta y unos desconocidos correrán a nuestro encuentro y nos dirán: «¡entren, entren!». Conoceremos aviadores condecorados, y gente de Nueva York y estrellas de cine. Tendremos millares de amigos, millares y millares y millares de amigos.
      Perteneceremos a tantos clubes que no podremos ni siquiera seguirles la pista. Seremos miembros del mundo entero. ¡Estupendo! ¡Fenomenal! Berenice tenía el brazo derecho muy vigoroso y largo, y la próxima vez que F. Jasmine pasó a su alcance, mientras corría alrededor de la mesa, el brazo se extendió y la sujetó por la enagua con tanta rapidez y fuerza que le dio una sacudida y le hizo crujir los huesos y rechinar los dientes.
      —¿Te estás volviendo loca de remate? —preguntó. El largo brazo atrajo a F. Jasmine más cerca y la rodeó por el talle—. Estás sudando como una mula. Agáchate y déjame que te toque la frente. ¿Tienes fiebre?
      F. Jasmine tiró de una de las trenzas de Berenice y fingió que iba a aserrarla con el cuchillo.
      —Estás temblando —dijo Berenice—. De veras creo que te ha dado fiebre de tanto andar por el sol hoy. Niña, ¿seguro que no estás enferma?
      —¿Enferma? —preguntó F. Jasmine—. ¿Quién? ¿Yo?
      —Siéntate aquí, en mi regazo, y descansa durante unos minutos.
      F. Jasmine dejó el cuchillo encima de la mesa y se acomodó en el regazo de Berenice. Se echó hacia atrás y apoyó su cara en el cuello de Berenice; su cara estaba sudada y el cuello de Berenice también, y ambas olían salado, agrio y fuerte. Su pierna derecha colgaba por encima de la rodilla de Berenice y estaba temblando; pero, cuando apoyó los dedos del pie en el suelo, la pierna dejó de temblar. John Henry se dirigió trompicando hacia ellas en sus zapatos de tacón alto, y un poco celoso se acercó a Berenice rodeándole el cuello con los brazos y agarrándosele a una oreja. Luego, al cabo de un momento, intentó echar a F. Jasmine del regazo y la pellizcó, con un pellizco pequeño y traidor.
      —¡Deja a Frankie sola! —dijo Berenice—. No te molesta nada. Él hizo un ruido quejumbroso:
      —Estoy malo.
      —Ahora no, no lo estás. Estáte quieto y no envidies a tu prima este poquito de cariño.
      —Esa grandullona de Frankie es una egoísta y una mandona —se lamentó con voz aguda y triste.
      —¿Qué hace ahora para ser tan egoísta? Sólo está aquí echada porque se cansó.
      F. Jasmine volvió la cabeza y apoyó su rostro contra el hombro de Berenice. Sentía contra su espalda los grandes pechos suaves de Berenice, y su tripa ancha y blanda, y sus calientes y sólidas piernas. Había estado respirando muy deprisa, pero al cabo de un minuto su jadeo se calmó de modo que respiraba a compás con Berenice; las dos estaban tan juntas como un solo cuerpo, y las manos rígidas de Berenice estaban cruzadas sobre el pecho de F. Jasmine. Estaban de espaldas a la ventana y delante de ella la cocina estaba casi totalmente oscura. Fue Berenice la que finalmente suspiró y comenzó a sacar la conclusión de su extraña conversación última.
      —Me parece que tengo una vaga idea de adónde ibas a parar —dijo—. Todos nosotros estamos como aprisionados. Nacemos de esta manera o de aquella otra y no sabemos por qué. Pero, sea como sea, estamos aprisionados. Yo nací Berenice; tú naciste Frankie, y John Henry nació John Henry. Y quizás queremos abrirnos paso y campar libremente. Pero, hagamos lo que hagamos, seguimos presos. Yo soy yo y tú eres tú y él es él. Cada uno de nosotros está como prisionero de sí mismo. ¿No es eso lo que querías decir?
      —No sé —dijo F. Jasmine—. Pero lo que no quiero es estar presa.
      —Ni yo —dijo Berenice—. Ninguno de nosotros. Y yo estoy presa peor que tú.
      F. Jasmine comprendió por qué lo había dicho, y fue John Henry quien preguntó con su voz de niño:
      —¿Por qué?
      —Porque soy negra —contestó Berenice—. Porque soy de color. Todo el mundo está prisionero de un modo u otro. Pero han puesto unas cadenas completamente especiales alrededor de toda la gente de color. Nos han dejado apretujados y solos en un rincón. Así que nosotros estamos prisioneros de esa manera que primero te he dicho, como lo están todos los hombres. Pero también estamos prisioneros como gente de color. A veces un chico como Honey tiene la sensación de que no puede respirar ni un momento más. Le parece como si hubiera de romper algo o romperse él. A veces esto es más de lo que podemos soportar.
      —Ya lo sé —dijo F. Jasmine—. Y quisiera que Honey pudiera hacer algo.
      —Está como desesperado.
      —Sí —dijo F. Jasmine—. A veces yo también tengo la sensación de que necesito romper algo. Me parece como si quisiera echar abajo el pueblo entero.
      —Ya te lo he oído decir —dijo Berenice—. Pero eso no serviría de nada a nadie. La cosa está en que todos estamos presos y de un modo u otro intentamos liberarnos. Por ejemplo, yo y Ludie. Cuando estaba con Ludie murió. Andamos por ahí intentando ahora una cosa ahora otra, pero, de cualquier modo, siempre estamos presos.
      La conversación casi asustaba a F. Jasmine. Seguía muy junta a Berenice, y una y otra respiraban muy despacio. No podía ver a John Henry, pero le sentía; el niño se había subido por los travesaños de la silla y estaba acariciando la cabeza de Berenice. La agarraba por las orejas, porque un momento después ella dijo:
      —Rico, no me tires así de las orejas. No tengas miedo de que Frankie y yo vayamos a subir flotando hacia el techo y te dejemos.
      El agua goteaba lentamente en el fregadero y la rata daba golpes al otro lado de la pared.
      —Creo que entiendo lo que estabas diciendo —dijo F. Jasmine—. Pero al mismo tiempo casi podías haber empleado la palabra sueltos en lugar de presos, aunque sean dos palabras opuestas. Quiero decir que vas por ahí y ves a toda la gente, y a mí me parece que andan sueltos.
      —¿Como fieras, quieres decir?
      —Oh, no. Quiero decir que no se ve lo que junta unos a otros. No sabes de dónde vienen ni adónde van. Por ejemplo, ¿por qué razón hubo alguien que vino a este pueblo por primera vez? ¿De dónde viene toda esta gente y qué van a hacer? Piensa en todos esos soldados.
      —Nacieron —dijo Berenice— y van a morir.
      La voz de F. Jasmine se hizo delgada y aguda.
      —Ya lo sé —dijo—. Pero todo eso, ¿por qué? Gente suelta y al mismo tiempo presa. Presa y suelta. Toda esa gente, y tú no tienes idea de qué es lo que les junta. Debe de haber alguna razón, alguna conexión, y sin embargo no se me ocurre cómo nombrarla. No sé.
      —Si lo supieras, serías Dios —dijo Berenice—. ¿No sabías eso?
      —Quizás sí.
      —Sólo sabemos un poco. Luego, más allá, ya no sabemos más.
      —Pero yo quisiera saber.
      Sentía agujetas en la espalda, y se agitó y se estiró en el regazo de Berenice, con las largas piernas extendidas debajo de la mesa.
      —Sea como sea, después que salgamos de Winter Hill ya no voy a tener que preocuparme más por las cosas.
      —Tampoco tienes que preocuparte ahora. Nadie te obliga a resolver los problemas del mundo. —Berenice suspiró profundamente de un modo significativo, y añadió—: Frankie, tienes el paquete de huesos más afilados que he sentido en mi vida.
      Esto fue una fuerte insinuación para que F. Jasmine se levantara. Daría la luz, tomaría uno de los pastelillos del fogón y saldría a terminar sus asuntos en el pueblo. Pero por un momento siguió allí, con el rostro apretado contra el hombro de Berenice. Los ruidos de la tarde de verano llegaban de lejos y entremezclados.
      —Yo nunca dije exactamente de qué estaba hablando —dijo finalmente F. Jasmine—. Pero aquí está. No sé si alguna vez has pensado en ello. Ahora estamos aquí, exactamente ahora. En este preciso momento. Ahora. Pero mientras estamos hablando ahora mismo, este minuto está pasando y no volverá nunca más. Nunca más en toda la vida. Una vez pasó, pasó. No hay poder en la tierra que sea capaz de hacerlo volver. Se ha ido. ¿Has pensado alguna vez en esto?
      Berenice no contestó, y la cocina estaba ya a oscuras. Los tres seguían sentados en silencio, muy juntos, y cada uno podía sentir y oír la respiración de los otros dos. Y, de pronto, sucedió, aunque ninguno de ellos supo cómo ni por qué: los tres rompieron a llorar. Empezaron exactamente en el mismo momento, del modo que tan a menudo en aquellas tardes de verano habían empezado a cantar. A menudo en la oscuridad, aquel agosto, empezaban de pronto a cantar todos juntos una canción de Navidad, o una canción como Slitbelly Blues.
      Algunas veces sabían de antemano lo que iban a cantar y se ponían de acuerdo entre sí sobre la melodía. Pero otras veces no coincidían y empezaban tres canciones diferentes a la vez, hasta que al fin las tonadas se iban fundiendo y cantaban una música especial hecha por las de los tres juntos. John Henry cantaba en voz aguda y quejumbrosa, y cualquiera que fuese el nombre de la canción siempre sonaba lo mismo: una nota alta y temblorosa que se cernía como un techo musical sobre el resto del canto.
      La voz de Berenice era oscura, precisa y profunda, y ella además marcaba el compás con el talón. La antigua Frankie cantaba arriba y abajo por el espacio intermedio entre John y Berenice, de tal modo que sus tres voces se unían y las partes del canto se entretejían unas con otras.
      De ese modo cantaban, y sus tonadas eran dulces y extrañas, en la cocina de agosto, después de anochecer. Pero nunca hasta aquel día se habían echado de pronto a llorar; y, aunque sus razones fuesen tres razones diferentes, los tres habían empezado en el mismo momento como si se hubiesen puesto de acuerdo. John Henry estaba llorando porque tenía celos, aunque más tarde intentó decir que lloraba a causa de la rata que había detrás de la pared. Berenice estaba llorando por la conversación que habían tenido sobre la gente de color, o por Ludie, o quizá porque los huesos de F. Jasmine eran verdaderamente puntiagudos. F. Jasmine no sabía por qué lloraba. Pero la razón que dio fue por tener el pelo tan mal cortado y los codos tan llenos de costras. Estuvieron llorando en la oscuridad durante cosa de un minuto y luego cesaron tan repentinamente como habían empezado. Aquel sonido desacostumbrado había acallado a la rata al otro lado de la pared.
      —¡Levántate de ahí! —dijo Berenice. Se quedaron de pie alrededor de la mesa de la cocina y F. Jasmine encendió la luz. Berenice se rascó la cabeza y sorbió un poco con la nariz—. La verdad es que somos gente triste. No sé por qué nos hemos puesto así.
      La luz fue repentina y dura después de la oscuridad. F. Jasmine abrió el grifo del fregadero y puso la cabeza bajo el chorro del agua. Berenice se limpió la cara con un trapo de secar los platos y se dio unos golpecitos a las trenzas delante del espejo. John Henry se quedó de pie como una vieja enana, con su sombrero rosa con su pluma y sus zapatos de tacón alto. Las paredes de la cocina estaban claras y absurdamente dibujadas. Los tres parpadearon mirándose unos a otros bajo la luz, como si fueran tres desconocidos o tres fantasmas. Entonces se abrió la puerta delantera y F. Jasmine oyó a su padre que avanzaba despacio por el vestíbulo. Ya empezaban a acudir las mariposas nocturnas a la ventana, apretando sus alas contra la tela metálica, y por fin había terminado la última tarde en la cocina.

3

      Empezaba ya a anochecer cuando F. Jasmine pasó por delante de la cárcel. Iba camino de Sugarville, el barrio negro, para hacerse decir la buenaventura, y, aunque la cárcel no estaba en su trayecto, quiso mirarla por última vez antes de dejar para siempre el pueblo. Porque la cárcel le había estado asustando y obsesionando durante toda aquella primavera y aquel verano. Era una vieja construcción de ladrillo, de tres plantas, rodeada por una alta tapia coronada de alambradas. Dentro había ladrones, bandidos y asesinos. Los delincuentes estaban encerrados en celdas de piedra con rejas de hierro en las ventanas, y, por mucho que golpeasen a los muros de piedra o se agarrasen a las barras de hierro, no podían salir nunca de allí. Vestían el uniforme rayado de la prisión y comían guisantes fríos, con cucarachas cocidas en ellos y pan seco de maíz.
      F. Jasmine conocía a algunas personas que habían estado encerradas allí, todos ellos negros: un chico llamado Cape y un amigo de Berenice que había sido acusado por la señora blanca para quien trabajaba de haberle robado un jersey y un par de zapatos. Cuando le detenían a uno, la Negra Maria chillaba ante su casa y un montón de policías se metía por la puerta para sacarle a uno y llevarle a la cárcel. Después que la antigua Frankie se llevó aquella navaja de tres hojas de los almacenes de Sears and Roebuck, la cárcel había ejercido una atracción sobre ella, y a veces, en aquellas tardes del final de la primavera, se daba una vuelta por la calle que pasaba delante de la cárcel, un sitio conocido con el nombre de Paseo de la Viuda de la Cárcel, y se quedaba largo rato contemplando el edificio. A menudo había presos agarrados a los barrotes, y le parecía que sus ojos, como los largos ojos de los fenómenos de la feria, la llamaban como diciéndole: «Te conocemos.» Alguna que otra vez, el sábado por la tarde, se oían desaforados gritos, cantos y aullidos en la celda grande conocida por El Toril. Pero aquella tarde la cárcel estaba en silencio; sólo en una celda iluminada había un preso, o, mejor dicho, la silueta de su cabeza y de sus dos puños, asidos a los barrotes. El edificio de ladrillo estaba envuelto en siniestras sombras, aunque en el patio y en alguna celda había luz.
      —¿Por qué estás encerrado? —gritó John Henry. Se hallaba a poca distancia de F. Jasmine y llevaba su traje de junquillo, ya que F. Jasmine le había dado todos sus disfraces. Ella no había querido llevarle, pero el niño había rogado y suplicado, y finalmente la había seguido a distancia, a pesar de todo. Como el preso no contestaba, él le preguntó otra vez, con su vocecita aguda y chillona:
      —¿Te van a ahorcar?
      —¡Cállate! —ordenó F. Jasmine.
      Aquella noche la cárcel ya no le asustaba, porque al día siguiente, a aquella hora, estaría muy lejos. Le dirigió una última mirada y siguió andando.
      —¿Te parece que te gustaría que alguien te gritase una cosa así, si tú estuvieras en la cárcel?
      Eran más de las ocho cuando llegó a Sugarville. La noche estaba polvorienta y amoratada. Las puertas de las abarrotadas casas estaban abiertas, a uno y otro lado, y desde algunas salas se veía oscilar la luz de lámparas de petróleo, que alumbraban las camas de los dormitorios y las decoradas chimeneas. Las voces se oían borrosas y desde lejos llegaba el jazz de un piano y una trompeta. En medio de la calle jugaban chiquillos, dejando arremolinadas huellas en el polvo. La gente llevaba sus vestidos de los sábados por la noche, y en una esquina F. Jasmine pasó ante un grupo de chicos y chicas de color que gesticulaban en brillantes trajes de noche. Reinaba en la calle un aire de fiesta que le hizo recordar que también ella podía ir aquella misma noche a su cita en el baile de La Luna Azul. Habló con gente de la calle y una vez más percibió aquella inexplicable conexión entre sus propios ojos y los de los demás. Mezclado con el áspero polvo, y con olores de retrete y de cena, un perfume de viña virgen se entretejía en el aire nocturno. La casa en que vivía Berenice estaba en la esquina de Chinaberry Street: una casa de dos habitaciones con un patinillo por delante bordeado de tiestos y cascos de botella. En un banco del porche delantero había macetas con frescas y oscuras esparragueras. La puerta estaba sólo entreabierta y F. Jasmine pudo ver la llama gris dorada de la lámpara que ardía en el interior.
      —Quédate aquí fuera —le dijo a John Henry.
      Se oía el murmullo de una voz fuerte y cascada detrás de la puerta, y, cuando F. Jasmine llamó, la voz se calló por un segundo y después preguntó:
      —¿Quién? ¿Quién es?
      —Yo —contestó, porque de haber dicho su verdadero nombre, Big Mama no la hubiera reconocido—. Frankie.
      La habitación estaba cerrada, aunque el postigo estuviera entreabierto, y olía a enfermedad y a pescado. La sala, atestada de objetos, estaba bastante limpia. Había una cama junto a la pared derecha, y en el lado opuesto una máquina de coser y un armonio. Sobre la chimenea colgaba una fotografía de Ludie Freeman y la repisa estaba adornada con calendarios de fantasía, premios de ferias y recuerdos variados. Big Mama yacía en la cama apoyada contra la pared junto a la puerta, de modo que durante el día pudiera ver por la ventana delantera el porche, con sus esparragueras, y la calle. Big Mama era una negra vieja, arrugada y con huesos como palos de escoba; el lado izquierdo de su cara y su cuello eran de color de sebo, de modo que esa parte era casi blanca y el resto de color cobrizo. La antigua Frankie se figuraba que Big Mama se iba poco a poco volviendo blanca, pero Berenice le había dicho que aquello era una enfermedad de la piel que a veces les daba a las personas de color. Big Mama había trabajado de planchadora de fantasías y haciendo visillos, hasta el año en que la miseria le dejó rígida la espalda de tal modo que no podía levantarse de la cama. Pero no por ello había perdido sus facultades; al contrario, había descubierto de pronto que veía el más allá. La antigua Frankie le había creído siempre algo bruja, y cuando era una niña pequeña relacionaba mentalmente a Big Mama con los tres fantasmas que vivían en la carbonera. Y aun después, cuando no era ya una niña, todavía experimentaba una sensación de hechicería en presencia de Big Mama. Ésta estaba recostada sobre tres almohadas de pluma con fundas, adornadas de croché, y sobre sus huesudas piernas estaba extendida una colcha multicolor.
      La mesa del cuarto, con su lámpara, había sido acercada a la cama para que la anciana pudiera alcanzar los objetos que había en ella: un libro de los sueños, una escudilla blanca, un cestillo de labor, un vaso de agua, una Biblia y otras cosas. Big Mama había estado hablando sola hasta que entró F. Jasmine, pues tenía la costumbre de estar siempre diciéndose quién era y qué hacía y qué se disponía a hacer, allí echada en la cama. En las paredes había tres espejos que reflejaban la ondulante luz de la lámpara, cuyos oscilantes destellos grises dorados proyectaban sombras gigantes. La mecha de la lámpara estaba necesitando que la despabilasen. Alguien andaba por la habitación de atrás.
      —Vengo a que me diga la buenaventura —dijo F. Jasmine.
      Si bien Big Mama hablaba consigo misma cuando estaba sola, sabía estar muy callada en otras ocasiones. Miró a F. Jasmine durante varios segundos antes de contestar:
      —Muy bien. Acerca ese taburete que está delante del armonio.
      F. Jasmine aproximó el banquillo a la cama, e inclinándose hacia adelante tendió la palma de la mano. Pero Big Mama no se la tomó. Se puso a examinar el rostro de F. Jasmine, luego escupió una flema en un orinal, que sacó de debajo de la cama, y finalmente se caló las gafas. Estuvo esperando tanto tiempo que F. Jasmine se figuró que intentaba leer su pensamiento, y esto le produjo cierto malestar. Los pasos en la habitación de detrás cesaron y en la casa dejó de oírse todo ruido.
      —Procura mirar al pasado y recordar —dijo finalmente Big Mama—. Y cuéntame la revelación de tu último sueño.
      F. Jasmine intentó recordar, pero soñaba raras veces. Por fin se acordó de un sueño que había tenido aquel verano:
      —Soñé que había una puerta —dijo—. Estaba mirándola y, mientras la contemplaba, empezó a abrirse poco a poco. Eso me dio una extraña sensación y entonces desperté.
      —¿Aparecía alguna mano, en el sueño?
      —Creo que no —dijo F. Jasmine, después de pensarlo un momento.
      —¿Había una cucaracha en la puerta?
      —Pues… me parece que no.
      —Significa lo siguiente. —Big Mama cerró y abrió los ojos lentamente—. Va a haber un cambio en tu vida.
      A continuación tomó la palma de la mano de F. Jasmine y la estudió un buen rato.
      —Ahí veo que vas a casarte con un chico de ojos azules y pelo rubio. Vivirás hasta los setenta años, pero debes de tener cuidado con el agua. Veo un surco con arcilla roja y una bala de algodón.
      F. Jasmine pensó para su capote que aquello no era nada, sólo una pérdida de tiempo y de dinero.
      —¿Qué significa todo eso?
      Pero de pronto la vieja levantó la cabeza y los tendones de su cuello se pusieron tensos mientras gritaba:
      —¡Tú, Satanás!
      Como miraba a la pared que separaba aquella habitación de la cocina, F. Jasmine se volvió para mirar también por encima de su hombro.
      —Sí, señora —replicó una voz desde el cuarto trasero, una voz que sonaba como la de Honey.
      —¿Cuántas veces te he dicho que quitaras tus grandes pies de la mesa de la cocina?
      —Sí, señora —repitió Honey. Su voz era más suave, y F. Jasmine pudo oír como bajaba los pies y los ponía en el suelo.
      —Te va a crecer la nariz de tanto meterla en ese libro, Honey Brown. Déjalo ya y acaba de cenar.
      F. Jasmine se estremeció. ¿Había podido ver Big Mama a través de la pared como Honey estaba leyendo con los pies encima de la mesa? ¿Podían sus ojos atravesar un tabique de madera? Parecía como si valiera la pena escuchar cuidadosamente todas sus palabras.
      —Aquí veo una cantidad de dinero. Una cantidad de dinero. Y veo una boda.
      La mano extendida de F. Jasmine tembló un poco.
      —Eso —dijo—. Hábleme de eso.
      —¿De la boda o del dinero?
      —De la boda.
      La luz de la lámpara proyectaba una enorme sombra de las dos sobre las desnudas tablas de la pared.
      —Es la boda de un pariente próximo. Y veo que vas a hacer un viaje muy pronto.
      —¿Un viaje? —preguntó—. ¿Qué clase de viaje? ¿Un viaje largo? Las manos de Big Mama eran ganchudas y estaban cubiertas de pecas pálidas, y sus palmas eran como velas rosa de cumpleaños, a medio derretir.
      —Un viaje corto —dijo.
      —Pero, ¿cómo?… —empezó a decir F. Jasmine.
      —Veo una ida y una vuelta. Una salida y un regreso.
      Esto no tenía nada de particular, porque seguramente Berenice le había hablado del viaje de Winter Hill y de la boda. Pero, si podía ver directamente a través de un tabique…
      —¿Estás segura?
      —Bueno… —esta vez la vieja voz cascada no era tan firme—. Veo una ida y una vuelta, pero puede que no sea por ahora. No puedo asegurarlo. Porque al mismo tiempo veo carreteras, trenes y una cantidad de dinero.
      —¡Oh! —exclamó F. Jasmine.
      Se oyeron pasos, y Honey Camden Brown apareció en el umbral entre la cocina y la habitación. Aquella noche llevaba una camisa amarilla con corbata de lazo, porque solía presumir de vestir bien, pero sus oscuros ojos estaban tristes y su largo rostro estaba impasible como una piedra.
      F. Jasmine sabía lo que Big Mama había dicho a propósito de Honey Brown. Había dicho que era un chico que Dios no terminó de hacer. El Creador había retirado Su mano de él demasiado temprano. Dios no le había acabado de hacer, y así él tenía que ir por ahí haciendo una cosa y luego otra para acabar de terminarse. La primera vez que había oído esa observación, la antigua Frankie no había comprendido su sentido secreto. La frase le hacía pensar en una extraña media criatura (un brazo, una pierna, media cara), una media persona que anduviese bajo el triste sol de verano por las esquinas del pueblo. Pero más tarde lo comprendió un poco mejor. Honey tocaba la trompeta, y había sido el primero de su clase en el instituto para jóvenes negros. Había enviado a buscar un libro francés a Atlanta y por sí solo había aprendido un poco el francés. Pero al mismo tiempo, de vez en cuando, se arrancaba en una furiosa carrera por todo Sugarville y se pasaba varios días corriendo por ahí, hasta que sus amigos le llevaban a casa, más muerto que vivo. Podía mover los labios tan ligeramente como si fueran mariposas y sabía hablar tan bien como el mejor orador que Frankie hubiera oído jamás, pero otras veces contestaba en una jerigonza de negro que ni su propia familia lograba seguir. El Creador, como decía Big Mama, le había dejado de Su mano demasiado pronto y por eso había quedado eternamente insatisfecho. Ahora estaba allí, de pie, apoyado en el quicio de la puerta, huesudo y alicaído, y aunque tenía la cara cubierta de sudor, daba una rara impresión de estar frío.
      —¿Quieres algo antes de que me marche? —preguntó.
      Había algo en Honey, aquella noche, que llamó la atención de J. Jasmine; era como si, al mirar a sus ojos tristes y quietos, tuviera la impresión de que él tenía que decirle algo. El color de su piel, a la luz de la lámpara, era el de una glicinia oscura, y sus labios estaban quietos y azulados.
      —¿Te dijo Berenice algo de la boda? —preguntó F. Jasmine. Pero, por una vez, se dio cuenta de que no era de la boda de lo que tenía ganas de hablar.
      —¡Aaannh! —contestó Honey.
      —No quiero nada, por ahora. T. T. debe venir de un momento a otro a hacerme un rato de compañía y a encontrarse con Berenice. ¿Adónde vas?
      —Voy hasta Forks Falls.
      —Bueno, señor De Repente. ¿Cuándo lo has decidido? Honey seguía recostado en el quicio de la puerta, terco y quieto.
      —¿Por qué no puedes portarte cómo todos los demás? —preguntó Big Mama.
      —Me quedaré sólo el domingo y volveré el lunes por la mañana.
      La sensación de que tenía algo que decir a Honey Brown seguía turbando a F. Jasmine. Dijo a Big Mama:
      —Me estaba usted hablando de la boda.
      —Sí. —Ahora no miraba a la palma de la mano de F. Jasmine, sino a su traje de organdí, a sus medias de seda y a sus escarpines plateados—. Te dije que ibas a casarte con un chico rubio de ojos azules. Más tarde.
      —Pero, no es a eso a lo que me refiero. Quiero decir la otra boda. Y el viaje. Y lo que me dijo a propósito de carreteras y de trenes.
      —Exactamente —dijo Big Mama, pero F. Jasmine tuvo la sensación de que ya apenas le hacía caso, aunque volviese a mirar la palma de su mano—. Preveo un viaje con una salida y un regreso y más tarde una cantidad de dinero, carreteras y trenes. Tu número de la suerte es el seis, aunque el trece también te trae suerte alguna vez.
      F. Jasmine quería protestar y discutir, pero ¿cómo discutir con una adivinadora? Por lo menos quería comprender mejor la buenaventura, porque el viaje y el regreso no encajaban con la visión de carreteras y trenes.
      Pero cuando estaba a punto de hacer nuevas preguntas, se oyeron pasos en el porche delantero, una llamada en la puerta y T. T. entró en la habitación. Venía muy correcto, restregando los pies, y traía a Big Mama una caja de helado. Berenice había dicho que no le hacía estremecer, y la verdad es que nadie le consideraría un hombre guapo; su estómago parecía una sandía debajo de su chaqueta y tenía rollos de grasa en la nuca. Con él traía aquella animación de la compañía, que F. Jasmine había admirado y envidiado siempre tanto en aquella casita de dos habitaciones. Siempre le había parecido a la antigua Frankie, cuando podía ir allí en busca de Berenice, que encontraba mucha gente en la habitación; la familia, varios primos, amigos… En invierno estaban sentados junto a la chimenea alrededor del fuego trémulo, agitado por la corriente de aire, y hablaban todos a la vez. En las claras noches de otoño siempre eran los primeros en tener caña de azúcar, y Berenice la cortaba en pedazos por sus nudos de color violeta y todos arrojaban los trozos mascados y retorcidos, con las señales de sus dientes, en un periódico extendido en el suelo. La luz de la lámpara daba al aposento un aspecto especial y un olor peculiar.
      Ahora, con la llegada de T. T., reaparecía la antigua sensación de compañía y movimiento. La buenaventura, evidentemente, estaba ya dicha, y F. Jasmine puso diez centavos en el platillo blanco de encima de la mesa, pues, a pesar de que no había precio fijo, las gentes preocupadas por su porvenir que iban a consultar a Big Mama solían pagar lo que creían justo.
      —La verdad es que nunca vi a nadie crecer como tú, Frankie —observó Big Mama—. Lo que debías hacer es atarte un ladrillo encima de la cabeza.
      F. Jasmine se encogió, doblando un poco las rodillas y hundiendo la cabeza entre los hombros.
      —¡Qué bonito traje llevas! ¡Y escarpines plateados! ¡Y medias de seda! ¡Pareces toda una chica mayor!
      F. Jasmine y Honey salieron de la casa al mismo tiempo, y ella seguía preocupada con la sensación de que tenía que decir algo al chico. John Henry, que se había quedado aguardando en la calle, corrió hacia ellos, pero Honey no le levantó en alto para darle vueltas en el aire, como hacía otras veces. Había una fría tristeza en Honey, aquella tarde. La luz de la luna era blanca.
      —¿Qué vas a hacer en Forks Falls?
      —Sólo dar una vuelta.
      —¿Tú crees en esas buenaventuras? —Y como Honey no contestaba, F. Jasmine prosiguió—: ¿Te acuerdas de cuando te gritó que quitaras los pies de encima de la mesa? Me hizo impresión. ¿Cómo sabía que tenías los pies encima de la mesa?
      —El espejo —dijo Honey—. Tiene un espejo junto a la puerta y así puede ver lo que pasa en la cocina.
      —¡Ah! —exclamó ella—. Yo nunca he creído en la buenaventura. John Henry había tomado la mano de Honey y le estaba mirando a la cara:
      —¿Qué son caballos de vapor?
      F. Jasmine sentía el poder de la boda; era como si, aquella última noche, tuviera que dar órdenes y consejos. Había algo que debía decir a Honey, alguna advertencia o alguna prudente opinión. Mientras revolvía en su cerebro, se le ocurrió una idea. Era tan nueva y tan inesperada que dejó de caminar y se quedó absolutamente inmóvil.
      —Ya sé lo que tienes que hacer. Tienes que marcharte a Cuba o a México.
      Honey había seguido andando algunos pasos, pero cuando ella habló se detuvo también. John Henry quedó a mitad de camino entre los dos, y, mientras miraba de uno a otro, su cara, a la blanca luz de la luna, tenía una misteriosa expresión.
      —Lo digo en serio. Perfectamente en serio. No te hacen nada bien esas idas y venidas entre Forks Falls y este pueblo. He visto un montón de fotos de cubanos y mexicanos. Lo pasan bien. —Hizo una pausa y prosiguió—: Eso es lo que quería hablar contigo. No creo que seas nunca feliz en este pueblo. Creo que tienes que marcharte a Cuba. Tienes la piel muy clara e incluso una especie de expresión cubana. Podrías irte allí y hacerte cubano. Podrías aprender a hablar su lengua y ninguno de aquellos cubanos sabría jamás que eres un chico de color. ¿Comprendes lo que te quiero decir?
      Honey estaba quieto como una estatua oscura, y no menos silencioso.
      —¿Qué? —preguntó nuevamente John Henry—. ¿Cómo son… los caballos de vapor?
      Con una sacudida, Honey se volvió y siguió andando calle abajo.
      —¡Eso es una pura fantasía!
      —No, no lo es. —Encantada de que Honey hubiera aplicado la palabra fantasía a sus palabras, se la repitió en silencio para sus adentros antes de insistir—: ¡Ni pizca de fantasía! ¡Acuérdate de mis palabras! Es lo mejor que puedes hacer.
      Pero Honey se limitó a reírse y torció en la próxima esquina.
      —¡Hasta la vista!
      Las calles del centro del pueblo hacían pensar a F. Jasmine en una feria de carnaval. Reinaba en ellas el mismo aire de libre fiesta; y, lo mismo que a primera hora de la mañana, ella se sentía como formando parte de todo, incluida en todo, gozosa. En una de las esquinas de la calle principal, un hombre vendía ratones mecánicos; y un mendigo sin brazos, con una taza de lata en el regazo, estaba sentado en la acera con las piernas cruzadas, mirando. F. Jasmine nunca había visto Front Avenue por la noche hasta entonces, porque a aquella hora sólo la dejaban estar jugando por el barrio junto a la casa. Los almacenes al otro de la calle eran negros, pero la fábrica cuadrada, en el extremo de la avenida, estaba iluminada en todas sus numerosas ventanas y se oía un débil zumbido y el olor de las tinas de tinte. La mayoría de las tiendas estaban abiertas, y los anuncios de neón formaban una mezcla de variadas luces que daban a la avenida un aspecto acuático. Había soldados en las esquinas y otros soldados paseando con chicas mayores. Los ruidos eran ruidos borrosos de fines de verano: pisadas, risas y, por encima del confuso runrún, se oían las voces de alguien que llamaba a la calle veraniega desde un piso alto. Los edificios olían a ladrillos soleados y la acera estaba caliente bajo las suelas de sus escarpines plateados. F. Jasmine se detuvo en la esquina frente a La Luna Azul. Le parecía que había pasado largo tiempo desde aquella mañana, cuando se había encontrado con el soldado; había en medio la larga tarde en la cocina, y el soldado se había en cierto modo desvanecido. La cita, aquella tarde, le había parecido algo muy lejano. Y, ahora que eran casi las nueve, vaciló. Tenía la sensación inexplicable de que en todo aquello había una equivocación.
      —¿Adónde vamos? —preguntó John Henry—. Me parece que ya es de sobra hora de ir a casa.
      La voz del niño la sobresaltó, pues casi se había olvidado de él. Allí estaba con sus rodillas apretadas y sus grandes ojos, enfundado en el viejo traje de tarlatana.
      —Tengo cosas que hacer en el centro. Tú vete a casa.
      El niño se la quedó mirando; se sacó de la boca el chicle que había estado mascando e intentó pegárselo detrás de la oreja; pero el sudor se lo hacía resbalar, de modo que finalmente volvió a metérselo en la boca.
      —Sabes el camino de ir a casa tan bien como yo. Así, haz lo que te digo.
      Extrañamente, John Henry le hizo caso; pero, mientras F. Jasmine le vio alejarse calle abajo entre el gentío, sintió una hueca tristeza: parecía tan niñito y tan lamentable, disfrazado de aquella manera.
      El cambio repentino desde la calle al interior de La Luna Azul era como el que ocurre cuando se deja un camino abierto para entrar en una caseta. Luces azules, rostros gesticulantes, ruido. El mostrador y las mesas estaban atestados de soldados, de paisanos y de mujeres de rostro brillante. El soldado a quien F. Jasmine había prometido venir estaba en un rincón alejado, jugando con un tragaperras: echaba moneda tras moneda, pero no ganaba nunca.
      —¡Ah, eres tú! —dijo al darse cuenta de que ella estaba a su lado. Por un segundo, sus ojos tuvieron la mirada ausente de unos ojos que hurgan en el cerebro para recordar, pero eso no duró más de un segundo—. Temía que me hubieses plantado. —Después de introducir una última moneda en la ranura dio un puñetazo a la máquina—. Vamos a buscar sitio.
      Se sentaron a una mesa entre el mostrador y el tragaperras y, aunque, reloj en mano, no estuvieron mucho tiempo, a F. Jasmine le pareció interminable. No porque el soldado no estuviera amable con ella. Lo estaba, pero sus dos conversaciones no alcanzaban a juntarse, y por debajo quedaba una capa de extrañeza que F. Jasmine no atinaba a situar ni a comprender. El soldado se había lavado y su cara redonda, sus orejas y sus manos estaban limpias; su pelo rojizo se había oscurecido al mojarlo y estaba peinado con raya. Dijo que aquella tarde había dormido. Estaba contento y su charla era divertida. Pero aunque a F. Jasmine le gustaban las personas contentas y las charlas divertidas, no se le ocurría ninguna respuesta. Una vez más, era como si el soldado hablase un lenguaje de doble sentido que ella, por más que se esforzase, no pudiera seguir. Y ello no tanto por cosas que decía en sí como por el tono que había debajo.
      El soldado trajo a la mesa dos bebidas. Al primer trago, F. Jasmine sospechó que tenían alcohol, y, aunque no era ya una niña, le hizo mal efecto. Era un pecado y una infracción a la ley que las personas de menos de dieciocho años bebiesen verdaderos licores, y F. Jasmine apartó su vaso. El soldado seguía amable y contento, pero, después que hubo tomado otras dos copas, F. Jasmine empezó a sospechar que pudiera estar borracho. Por hablar de algo, hizo observar que su hermano había estado nadando en Alaska; pero esto no pareció impresionarlo demasiado. Tampoco quiso hablar de la guerra, ni de países extranjeros, ni del mundo. A las cosas chistosas que él decía, ella no acertaba a encontrarles contestaciones adecuadas, por más que buscase. Como un estudiante en una pesadilla en que tiene que tocar a dúo una pieza desconocida, F. Jasmine hacía todo lo posible para encontrar el tono y seguir. Pero pronto se perdía y entonces sonreía hasta que la boca se le quedaba como de madera. Las luces azules en la sala abarrotada, el humo y la ruidosa agitación acababan de aturdirla.
      —Eres una chica muy rara —dijo finalmente el soldado.
      —Patton —decía ella—, apuesto a que gana la guerra en dos semanas.
      El soldado, ahora, callaba, y su rostro tenía un aspecto pesado. Sus ojos se posaban en ella con la misma extraña expresión que le había notado aquel mediodía: una mirada que nunca había visto en ninguna otra persona y que no atinaba a clasificar. Al cabo de un rato habló, y su voz era más suave y borrosa:
      —¿Cómo dices que te llamas, guapa?
      F. Jasmine no supo si agradecer o no este modo de llamarla, y pronunció su nombre en voz clara.
      —Bueno, Jasmine, ¿qué te parece si nos fuéramos arriba? —Su tono era el de una pregunta, pero como ella no contestó en seguida el soldado se levantó de la mesa—. Tengo una habitación.
      —Pero yo creí que íbamos a ir a Una Hora Distraída. A bailar o algo así.
      —¿Qué prisa hay? —dijo él—. La orquesta no empieza a afinar hasta las once, por lo menos. —F. Jasmine no quería subir, pero no sabía cómo negarse. Era como entrar en una caseta de la feria o subir en alguna atracción, que una vez se ha entrado ya no puede dejarse hasta que se ha terminado la exhibición o cesan las vueltas. Ahora le ocurría lo mismo con el soldado y con su cita. No podía dejarle antes de llegar al final. El soldado estaba aguardándola al pie de la escalera y ella, sin saber cómo rehusar, le siguió. Subieron dos pisos y luego atravesaron un estrecho vestíbulo que olía a orines y a linóleo. Pero a cada paso que daba, F. Jasmine sentía que aquello no acababa de estar bien.
      —¡Qué hotel tan raro! —dijo. Lo que la previno y la asustó fue el silencio que reinaba en la habitación, un silencio del que se dio cuenta tan pronto como se cerró la puerta. A la luz de la bombilla desnuda que colgaba del techo, el cuarto parecía hosco y feísimo. La cama de hierro estaba deshecha y en mitad del suelo había una maleta abierta con las ropas del soldado revueltas. En una mesita de roble claro había un jarro de vidrio, lleno de agua y parte de un paquete de bollos de canela cubiertos de crema blanquiazul y de gruesas moscas. La ventana, sin persianas, estaba abierta y los raídos visillos habían sido atados en un nudo en lo alto para dejar entrar el aire. En un rincón había un lavabo y allí el soldado se echó con las manos agua fresca en la cara. El jabón no era más que una pastilla ordinaria, ya usada, y sobre el lavabo había un letrero: sólo PARA LAVARSE. Aunque se oían los pasos del soldado y el ruido del agua al correr, la impresión de silencio, no se sabía por qué, continuaba.
      F. Jasmine se asomó a la ventana, que daba a una calleja estrecha y a un muro de ladrillo. Una esmirriada escalera de escape conducía hasta el suelo, y de los dos pisos inferiores subía algo de luz. Fuera, estaban los ruidos de la noche de agosto: voces y una radio, y en el cuarto se oían también ruidos. ¿Cómo podía, pues, explicarse el silencio? El soldado estaba sentado en la cama, y ahora F. Jasmine le veía como un solo individuo y no como un miembro de aquellas ruidosas pandillas que por una temporada estaban alborotando las calles de la ciudad y luego se marchaban juntos hacia el mundo. En la habitación silenciosa, el soldado le parecía desligado de todo y feo. Ya no lo podía imaginar en Birmania, en África o en Islandia, ni siquiera en Arkansas. Sólo le veía allí, tal como estaba sentado en la habitación. Sus ojos de un azul claro, muy juntos, la contemplaban de un modo especial, con una blandura empañada, como ojos que hubiesen sido lavados con leche.
      El silencio de la habitación era como el silencio de la cocina cuando, en una tarde soñolienta, se paraba el tictac del reloj, y a ella le entraba aquella misteriosa inquietud que duraba hasta que se daba cuenta de lo que había ocurrido. En algunas ocasiones anteriores había conocido silencios semejantes: una, en Sears and Roebuck, en el momento antes de convertirse de pronto en ladrona, y otra aquella tarde de abril en el garaje de MacKean. Era la pausa premonitoria que se percibe antes de una perturbación desconocida; un silencio causado, no por la ausencia de sonidos, sino por una espera, por una ansiedad. El soldado no le quitaba de encima aquellos extraños ojos y F. Jasmine estaba asustada.
      —Ven acá, Jasmine —dijo con una voz rara, rota y baja, tendiendo hacia ella la mano, con la palma hacia arriba.
      El minuto siguiente fue como un minuto en el manicomio de la feria o en el auténtico manicomio de Milledgeville. F. Jasmine había ya echado a andar hacia la puerta, pues no podía resistir más el silencio. Pero al pasar delante del soldado, éste le agarró la falda. Debilitada ella por el miedo, él consiguió tumbarla a su lado en la cama. Sucedió al minuto siguiente, pero fue demasiado irracional para que F. Jasmine se diera cuenta. Sintió los brazos del soldado alrededor suyo, percibió el olor de la camiseta sudada. Él no actuó con brusquedad, pero fue más demencial que si hubiera sido brusco… En un segundo, ella se sintió paralizada de terror. No consiguió desasirse, y mordió con todas sus fuerzas lo que debía ser la lengua del enloquecido soldado. Él gritó y ella se liberó. El soldado empezó a acercarse a ella con cara de sorpresa y dolor, y la mano de F. Jasmine alcanzó el jarro de cristal y le dio con él en la cabeza. El soldado vaciló un segundo y después sus piernas empezaron lentamente a doblarse y poco a poco fue cayendo hasta quedar tendido en el suelo. El ruido fue hueco como el de un martillazo en un coco, y con él, finalmente, el silencio se rompió. El soldado se quedó inmóvil y callado, con aquella expresión de asombro en su rostro pecoso, ahora pálido, y un espumarajo de sangre en la boca. Pero no tenía la cabeza rota, ni siquiera rajada, y, si estaba muerto o no, F. Jasmine no lo sabía.
      El silencio había terminado, y era como aquellas otras veces en la cocina, cuando, después de los primeros momentos de desasosiego, se daba cuenta de la razón de su inquietud y descubría que había cesado el tictac del reloj. Pero ahora no había reloj que sacudir y llevarse al oído durante un minuto antes de darle cuerda y quedar así aliviada. Por su mente cruzaron entremezclados recuerdos de un ataque en el dormitorio delantero de su casa, de observaciones en el sótano y del asqueroso comportamiento de Barney; pero no dejó que esos recuerdos llegaran a juntarse, y la palabra que repitió fue «locura». En las paredes había salpicones de agua procedente del jarro y el soldado tenía una mirada rota en medio de la sucia habitación. F. Jasmine se dijo a sí misma: «¡Márchate!» Y, después de una primera mirada hacia la puerta, se volvió y salió por la escalera de incendios y rápidamente llegó a la calle.
      Corrió como si hubiera escapado del manicomio de Milledgeville y la persiguiesen, sin mirar ni a derecha ni a izquierda, y cuando llegó a la esquina de la manzana de su casa tuvo una alegría al ver a John Henry West. El niño estaba probando a ver murciélagos alrededor de la luz de la calle, y su presencia familiar la calmó un poco.
      —Tío Royal ha estado llamándote —dijo el niño—. ¿Y por qué tiemblas de ese modo, Frankie?
      —Acabo de descalabrar a un loco —contestó ella cuando pudo recobrar el aliento—. Le he descalabrado y no sé si estará muerto. Era un loco.
      John Henry la miró sin sorprenderse.
      —¿Qué clase de cosas hacía?
      Y como ella no le contestara en seguida, el niño prosiguió:
      —¿Se arrastraba por el suelo, y gruñía, y babeaba?
      En efecto, eso fue lo que la antigua Frankie había hecho un día para burlarse de Berenice y armar un poco de jaleo. Pero Berenice no se había dejado engañar.
      —¿Hacía eso?
      —No —dijo F. Jasmine—. Lo que… —Pero cuando miró aquellos ojos fríos de niño, se dio cuenta de que no podía explicárselo. John Henry no la comprendería, y sus ojos verdes daban a F. Jasmine una extraña impresión. Algunas veces el pensamiento del niño era como los dibujos que hacía con lápices de colores en un bloc de papel. El otro día había hecho uno de esos dibujos y se lo había enseñado. Representaba a un empleado de la empresa telefónica subido a un poste. El hombre del teléfono se sostenía en su cinturón de seguridad, y al dibujo no le faltaba detalle, ni siquiera las botas con garfios para trepar. Era un dibujo hecho con cuidado, pero cuando F. Jasmine lo hubo mirado sintió que en su mente se había insinuado un extraño malestar. Volvió a mirar el dibujo hasta que se dio cuenta de lo que estaba mal. El hombre del teléfono estaba dibujado de perfil, pero ese perfil tenía dos ojos: uno sobre el puente de la nariz y el otro inmediatamente debajo. Y no era una equivocación por apresuramiento; ambos ojos estaban cuidadosamente trazados con sus pupilas, párpados y pestañas. Aquellos ojos dibujados en una cara de perfil producían a F. Jasmine una extraña impresión. Pero ¿a qué razonar con John Henry, a qué discutir con él? Sería lo mismo que discutir con el cemento. ¿Por qué lo había hecho? Pues porque era un hombre del teléfono. ¿Cómo? Pues porque estaba encaramándose al poste. Era imposible comprender su punto de vista. Y él, por su parte, tampoco entendía el de ella.
      —No hagas caso de lo que acabo de decirte —rectificó. Pero después de esas palabras, se dio cuenta de que no podía haber hecho una observación peor, pues lo más seguro era que el niño no las olvidaría. Entonces le tomó por los hombros y le sacudió ligeramente—: ¡Jura que no lo dirás! Júralo así: «Si lo digo, que Dios me cosa la boca, me cierre los ojos y me corte las orejas con unas tijeras.»
      Pero John Henry no quiso jurar; se limitó a encoger la cabeza entre los hombros y a contestar, muy tranquilamente:
      —Quita.
      F. Jasmine probó otra vez:
      —Si se lo cuentas a alguien, quizá me llevarían a la cárcel y no podríamos ir a la boda.
      —No lo diré —aseguró John Henry. Algunas veces se podía confiar en él, y otras no—. Yo no soy un acusica.
      Una vez dentro de la casa, F. Jasmine cerró la puerta de la calle antes de pasar al cuarto de estar. Su padre estaba leyendo el periódico de la noche, echado en el sofá, en calcetines. F. Jasmine se alegró de tener a su padre entre ella y la puerta. Tenía miedo a la Negra Maria, y escuchó con ansiedad.
      —Me gustaría que nos fuéramos a la boda en este mismo momento —dijo—. Creo que sería lo mejor que podríamos hacer.
      Se dirigió al frigorífico y se tomó seis grandes cucharadas de leche condensada, con lo cual empezó a desvanecerse el mal sabor de su boca. La espera le ponía nerviosa. Recogió los libros de la biblioteca circulante y los amontonó encima de la mesa del cuarto de estar. En uno de ellos, un libro para personas mayores, que ella no había leído, escribió con lápiz en la portada: «Si quiere usted leer algo que le dará un calambre, vea la página 66.» Y en la página 66 escribió: «Electricidad. ¡Ja, ja!» Con todo eso se sosegó su ansiedad; junto a su padre no tenía tanto miedo.
      —Estos libros deben devolverse a la biblioteca.
      Su padre, que tenía cuarenta y un años, miró al reloj:
      —Ya es hora de que todos los que tengan menos de cuarenta y un años se vayan a la cama. Pronto, marchen y sin discutir. Mañana tenemos que levantarnos a las cinco.
      F. Jasmine se detuvo en la puerta, incapaz de marcharse.
      —Papá —dijo al cabo de un minuto—, si alguien da un golpe a otro con un jarro de vidrio y ese otro cae en seco, ¿crees que es porque ha muerto?
      Tuvo que repetir la pregunta, no sin experimentar un amargo resquemor contra su padre al ver que no se la tomaba en serio y que sus preguntas tenían que formularse dos veces.
      —Pues no sé, tendría que pensarlo; nunca le di a nadie con un jarro —dijo—. ¿Y tú?
      F. Jasmine sabía que se lo preguntaba en broma, de modo que se limitó a decir, mientras se marchaba:
      —En mi vida he estado más contenta de ir a ningún sitio que mañana cuando vayamos a Winter Hill. Qué satisfecha estaré cuando se haya terminado la boda y nos marchemos. Estaré satisfechísima.
      Una vez arriba, ella y John Henry se desnudaron, y, después de parar el motor y apagar la luz, se acostaron juntos. A pesar de que ella dijo que no podía pegar el ojo, lo cierto es que cerró los dos, y cuando volvió a abrirlos una voz la estaba llamando y la habitación empezaba a tomar el color gris del amanecer.

tercera parte

       «Adiós, vieja casa fea», dijo cuando, vestida con su traje suizo de lunares y llevando su maleta, atravesó el vestíbulo a las seis menos cuarto de la mañana. El vestido para la boda estaba en la maleta, preparado para ponérselo en cuanto llegaran a Winter Hill. En aquella hora tranquila el cielo era como la plata empañada de un espejo, y bajo él el pueblo gris parecía, no una ciudad de veras, sino un exacto reflejo de sí mismo; y, a ese pueblo irreal, también le dijo adiós.
      El autobús salió de la estación a las seis y diez, y allí iba ella sentada muy orgullosa, como una viajera experimentada, algo lejos de su padre, de John Henry y de Berenice. Pero al cabo de un rato empezó a ocurrírsele una duda muy seria, que ni siquiera las respuestas del conductor lograron satisfacer. Teóricamente viajaban hacia el Norte, pero a ella más bien le parecía que el autobús se dirigía hacia el Sur. El cielo se ponía pálido y ardiente y el día empezaba a resplandecer. Atravesaron los campos de maíz, sin viento, que tenían un aspecto azulado a la luz matinal, algodonales cubiertos de surcos rojos y franjas de pinares negros. Y kilómetro tras kilómetro el paisaje era cada vez más sureño. Los pueblos por donde pasaban, New City, Leeville, Cheehaw, parecían cada vez más pequeños, hasta que a las nueve llegaron al más feo de todos, un lugar llamado Flowering Branch, donde cambiaron de autobús. A pesar de su nombre, en el pueblo no había ni flores ni ramas: únicamente una desolada tienda de pueblo, con un triste y viejo cartel de circo, hecho jirones en la pared, y un árbol desnudo, un cinamomo, bajo el cual había un carro vacío y una mula soñolienta.
      Allí tuvieron que aguardar al autobús que iba a Sweet Well, y, aunque todavía angustiada por las dudas, Frances no desdeñó el almuerzo cuya caja tanto la había avergonzado al principio, porque les hacía parecer gente casera y poco acostumbrada a viajar. El autobús salió a las diez, y a las once estaban en Sweet Well. Las horas siguientes fueron inexplicables. La boda era como un sueño, porque todo cuanto ocurrió parecía cosa de un mundo más allá de su alcance; desde el momento en que sosegada y correcta empezó a estrechar la mano a las personas mayores, hasta aquel en que, terminada aquella desdichada boda, vio partir el coche con los dos novios, sin ella, y, arrojándose en medio del bisbiseo del polvo, gritó por última vez: «¡Llevadme con vosotros! ¡Llevadme con vosotros!» Desde el principio hasta el fin, la boda fue imposible de dominar, como una pesadilla. Pero a media tarde todo había terminado, y el autobús de vuelta salió a las cuatro.
      —La función ha terminado y el mono ha muerto —citó John Henry mientras se acomodaba en el penúltimo asiento del autobús al lado del padre de Frances—. Ahora a casa, y luego a la cama.
      Frances hubiera querido que se hundiese el mundo entero. Estaba sentada en la banqueta de atrás, entre la ventanilla y Berenice, y, aunque ya no sollozaba, sus lágrimas corrían como dos pequeños arroyos y su nariz manaba también agua. Tenía los hombros hundidos y el corazón henchido de pena, y no llevaba ya el vestido de la boda. Estaba sentada junto a Berenice, detrás, con la gente de color, y cuando pensaba en ello usaba la fea palabra que nunca había usado antes, nigger, porque ahora odiaba a todo el mundo y sólo sentía ansias de desprecio y vergüenza. Para John Henry West la boda no había sido más que un gran espectáculo, y había disfrutado con la pena de ella, al final, igual que había disfrutado con el pastel de boda. Ella le desdeñaba mortalmente al verle vestido con su mejor traje blanco, ahora manchado de helado de fresa. A Berenice también la aborrecía, porque para ella todo se había reducido a un viaje de placer a Winter Hill; y a su padre, que había dicho que ya se ocuparía de ella cuando llegaran a casa, le hubiera querido matar. Estaba en contra de todo el mundo, incluidos los forasteros que viajaban en el abarrotado autobús, a pesar de que sólo les veía a través de un velo de lágrimas; y deseaba que el autobús cayera a un río o chocara con un tren. Y, más que a nadie, se odiaba a sí misma, y hubiera querido que muriese el mundo entero.
      —Anda, anímate —dijo Berenice—. Límpiate la cara, sécate la nariz y las cosas irán mejorando.
      Berenice llevaba un pañuelo azul de fiesta, que hacía juego con su traje azul de gala y sus zapatos de cabritilla también azules, y se lo ofreció a Frances, a pesar de que era un pañuelo de georgette fino y, desde luego, no estaba destinado a sonarse. Pero ella no le hizo caso. En el asiento entre las dos había ya tres pañuelos del padre de Frances mojados, y Berenice empezó a secar las lágrimas de la chica con uno de ellos, sin que ella se moviera ni protestara.
      —Han dejado a la pobre Frankie fuera de la boda —dijo John Henry, asomando su voluminosa cabeza por detrás del asiento y sonriendo con sus dientes desiguales.
      El padre carraspeó y dijo:
      —Basta ya, John Henry. Deja a Frankie tranquila.
      Y Berenice añadió:
      —Siéntate aquí, ahora, y pórtate bien.
      El autobús siguió corriendo largo rato, pero a Frances no le importaba ya la dirección; le daba lo mismo. Desde el principio la boda había sido una cosa extraña como los juegos de naipes en la cocina, la primera semana de junio pasado. En aquellas partidas de bridge, se pasaban días y días jugando, pero nadie sacaba nunca una buena carta: todas eran de poco valor y no había modo de hacer buenas bazas, hasta que Berenice, sospechando algo, dijo: «Vamos a trabajar un poco y a contar esas viejas cartas.» Y trabajaron y contaron las viejas cartas, y resultó que faltaban todos los valets y las reinas. Por fin, John Henry confesó que había recortado los valets y luego las reinas para que pudieran hacerle compañía, y que, después de tirar las recortaduras a la estufa, se había llevado secretamente las figuras a casa. Así se descubrió el fallo que había en el juego; pero, ¿cómo podía explicarse el fallo de la boda?
      En ella todo estaba mal, aunque Frances no podía señalar ningún defecto concreto. La casa era un hermoso edificio de ladrillo en las afueras de aquel pueblo pequeño y soleado, y, cuando Frances puso los pies en ella, le pareció como si se le agitasen ligeramente los ojos: se le mezclaban las impresiones de rosas rosadas, el olor al encerado del piso, caramelos de menta y frutas secas en bandejas de plata. Todo el mundo estuvo amable con ella. La señora Williams llevaba un vestido de encaje y preguntó dos veces a F. Jasmine en qué clase estaban en el colegio. Pero también le preguntó, en el tono que la gente mayor suele usar cuando habla a los niños, si no le gustaría jugar en el columpio antes de la boda. El señor Williams también estuvo muy simpático. Era un hombre cetrino, con las mejillas arrugadas, y la piel de debajo de sus ojos tenía el grano y el color del corazón de una manzana vieja. El señor Williams también le preguntó en qué clase estaba en el colegio; en realidad, ésta fue la principal pregunta que le hicieron en la boda.
      Ella quería hablar con su hermano y con la novia, charlar con ellos y explicarles sus planes, a solas los tres. Pero no estuvieron solos ni un momento. Jarvis estaba fuera repasando el coche que alguien le había prestado para la luna de miel, y Janice estaba vistiéndose en el dormitorio de delante, entre un corro de chicas guapas mayores que Frances, quien iba del uno a la otra sin poder explicar nada, y una vez Janice la abrazó y le dijo que estaba muy contenta de tener una hermanita; y, cuando la besó, F. Jasmine sintió que se le hacía un nudo en la garganta y no pudo hablar. Jarvis, cuando fue a encontrarle en el jardín, la levantó en alto con familiar rudeza y dijo: «Frankie, Frankucha, feúcha, larguirucha, Frankilarga, zanquilarga, bracilarga.» Y le dio un dólar.
      Ella se quedó en un rincón del cuarto de la novia, deseosa de decirles: «Os quiero mucho a los dos, y vosotros dos y yo somos nosotros, vosotros sois el nosotros de mí. Por favor, llevadme con vosotros después de la boda, porque los tres tenemos que estar juntos.» O quizá, de haber podido, hubiera dicho: «¿Queréis hacer el favor de pasar a la habitación de al lado, porque tengo algo que revelaros a ti y a Jarvis?» Y se hubieran reunido los tres solos en una habitación y de un modo u otro hubiese logrado explicárselo. ¡Si al menos lo hubiera traído escrito a máquina para poder entregárselo y que ellos lo leyeran! Pero no había pensado en ello, y sentía la lengua pesada y torpe en su boca. Sólo pudo hablar en una voz que temblaba un poco, para preguntar dónde estaba el velo.
      —Siento que en la atmósfera se está preparando una tormenta —dijo Berenice—. Mis pobres articulaciones siempre me advierten.
      No había más velo que uno pequeño que caía del sombrero de la novia, y nadie llevaba traje de ceremonia. La novia vestía traje de calle. Menos mal que ella no había traído puesto el suyo en el autobús, como pensó primero, y se dio cuenta a tiempo. Se quedó en un rincón del cuarto de la novia hasta que sonaron en el piano las primeras notas de la marcha nupcial. Todo el mundo estuvo amable con ella en Winter Hill, salvo que le llamaban Frankie y la trataban como una chiquilla. Era tan distinto de lo que ella había esperado que, como en aquellos naipes con que jugaban en junio, tuvo la sensación, desde el primer momento hasta el último, de que algo marchaba tremendamente mal.
      —Alégrate —dijo Berenice—. Te estoy preparando una gran sorpresa. Voy haciendo mis planes, aquí sentada. ¿No quieres saber lo que es?
      Frances no contestó ni siquiera con una mirada. La boda era como un sueño sobre el que no tenía poder o como una comedia que ella no dirigía y en la que se suponía no había de tomar parte. La sala estaba llena de gente de Winter Hill, y la novia y Jarvis estaban de pie, delante de la chimenea, en el fondo de la habitación. Verlos allí otra vez juntos le producía más bien la sensación de estar cantando que la de una imagen que sus ojos mareados pudieran realmente ver. Les contemplaba con el corazón, pero en todo el tiempo sólo pensaba: «No se lo he dicho y no lo saben.» Y tener conciencia de ello le pesaba como si se hubiera tragado una piedra. Y más tarde, mientras todos besaban a la novia y se servían refrescos en el comedor, en medio de la agitación y el estrépito de la reunión, ella revoloteó junto a los dos novios, pero las palabras no querían salir. «No van a llevarme con ellos», pensaba, y éste era el único pensamiento que no podía soportar.
      Cuando el señor Williams sacó el equipaje de los novios, ella se apresuró a seguirle con su maleta. El resto fue como un espectáculo de pesadilla en el que una chica del público hubiese saltado enloquecida al escenario para tomar un papel imprevisto, jamás escrito y ni siquiera imaginado. Vosotros y yo somos nosotros, decía su corazón, pero ella sólo logró exclamar en voz alta: «¡Llevadme con vosotros!» Y ellos discutieron y trataron de convencerla, pero Frances ya se había metido en el coche. Al final se agarró al volante hasta que su padre y alguien más la arrancaron y la sacaron de allí, pero incluso entonces no sabía hacer más que seguir gritando, en medio del polvo de la carretera vacía: «¡Llevadme con vosotros! ¡Llevadme con vosotros!» Pero sólo podían oírla los invitados, porque la novia y Jarvis habían marchado ya.
      —Ahora, sólo faltan ya tres semanas para que empiece el colegio —dijo Berenice—. Y tú irás a la sección A del séptimo grado, y encontrarás un montón de niñas simpáticas y te harás amiga íntima de alguna, como con aquella Evelyn Owen de la que estabas tan prendada.
      Aquel tono cariñoso, Frances no podía soportarlo.
      —¡Nunca tuve intención de ir con ellos! —dijo—. Todo fue sólo una broma. Dijeron que iban a invitarme a que les visitase cuando estuvieran instalados, pero no iré, ni aunque me diesen un millón de dólares.
      —Ya sabemos todo eso —dijo Berenice—. Pero ahora escucha la sorpresa que te he preparado. En cuanto hayas empezado a ir a la escuela y tengas ocasión de hacer esas amistades, creo que sería una buena idea dar una fiesta. Una bonita fiesta con bridge en la sala de estar, ensaladilla de patatas y aquellos bocadillos de aceitunas que hizo tu tía Pet para una reunión de su club y que tanto te entusiasmaron; ¿sabes?, aquellos redondos con un agujerito en medio por donde asomaba la aceituna. Una estupenda reunión con bridge y refrescos deliciosos. ¿Qué te parecería eso?
      Aquellas promesas pueriles le ponían los nervios de punta. Su pobre corazón le dolía, y ella, cruzando los brazos encima, lo apretaba y lo mecía un poco. «Había sido un juego con trampa. Las cartas estaban marcadas. Todo fue una trampa desde el principio hasta el fin.»
      —Podríamos organizar la partida de bridge en la sala de estar. Y fuera, en el jardín de atrás, podríamos dar otra fiesta al mismo tiempo. Un baile de disfraces con perritos calientes. Una reunión seria y otra de juerga, con premios para el que obtuviera más puntos en el bridge y para el disfraz más divertido. ¿Qué te parece eso?
      Frances no quería ni mirar a Berenice ni contestar.
      —Podrías incluso invitar al cronista de sociedad del Evening Journal para que tu fiesta saliese en los periódicos. Y ésa sería la cuarta vez que tu nombre se publicaría en el periódico.
      Sería verdad, pero la cosa ya no le importaba nada. Una vez, cuando su bicicleta chocó con un automóvil, el periódico la había llamado Fankie Addams. ¡Fankie! Pero ahora le tenía sin cuidado.
      —Anda, no estés tan triste —dijo Berenice—, que no es el día del Juicio Final.
      —Frankie, no llores —dijo John Henry—. Iremos a casa, montaremos la tienda de pieles rojas y lo pasaremos bien.
      Pero ella no podía dejar de llorar y sus sollozos se oían como estrangulados:
      —¡Oh, calla esa boca!
      —Oye, dime lo que te gustaría y procuraré hacerlo si está en mi poder.
      —Todo lo que quisiera —dijo Frances, al cabo de un minuto—, todo lo que quisiera en el mundo, es que ningún ser humano volviera a hablarme en toda la vida.
      —Bueno —dijo finalmente Berenice—. Entonces berrea cuanto quieras, desdichada.
      No hablaron más en todo el resto del camino de vuelta al pueblo. Su padre dormía con un pañuelo encima de los ojos y la nariz, roncando un poco. John Henry West, echado sobre las rodillas del señor Addams, dormía también. Los demás pasajeros guardaban un soñoliento silencio y el autobús les mecía como una cuna, con un suave ronroneo. Afuera, brillaba débilmente la tarde, y de vez en cuando se veía un gavilán que se balanceaba perezosamente contra la luminosa palidez del cielo. Pasaron rojas encrucijadas solitarias con profundas zanjas encarnadas a uno y otro lado y grises haces de paja podrida en medio de los algodonales solitarios. Sólo los oscuros pinares parecían frescos, y las bajas lomas azules vistas a varios kilómetros de distancia. Frances miraba por la ventanilla con la cara muy tiesa y mareada, y durante cuatro horas no dijo una sola palabra. Estaban entrando en el pueblo, y se produjo un cambio. El cielo parecía bajar y se volvió de color gris violeta, sobre el cual destacaba el color verde ácido de los árboles. En el aire había una quietud pegajosa, y de pronto se oyó el sordo murmullo del primer trueno. Por entre las copas de los árboles se desencadenó el vendaval con un ruido como de agua corriente, que anunciaba la tormenta.
      —Ya lo dije yo —dijo Berenice, y ahora no se refería a la boda—. Podía adivinarlo por el calor de mis junturas. Después de una buena tormenta todos nos encontraremos mucho mejor.
      Pero la lluvia no llegó y quedó sólo una sensación de espera en el aire. El viento era cálido. Frances sonrió un poco a las palabras de Berenice, pero con una sonrisa de desdén, que hacía daño.
      —Tú te figuras que todo se acabó, pero eso sólo demuestra lo poco que sabes.

       Ellos imaginaban que la cosa había acabado, pero ya verían. La boda no había contado con ella, pero ella todavía podía salir al mundo. Adónde iría, no lo sabía aún; sin embargo, aquella noche se marcharía del pueblo. Si no podía irse en la forma que había previsto, tranquilamente con su hermano y con la novia, se iría fuese como fuese, aunque tuviera que cometer cualquier crimen. Por primera vez desde la noche anterior pensó en el soldado; pero sólo por un momento, porque su cabeza estaba atareada con apresurados planes. Había un tren que pasaba por el pueblo a las dos, y ella tenía que tomarlo; el tren se dirigía más o menos hacia el Norte, probablemente a Chicago o a Nueva York. Si el tren iba a Chicago, ella iría a Hollywood y escribiría comedias o encontraría trabajo como starlet de cine, o, si tan malas se ponían las cosas, llegaría incluso a trabajar en el teatro. Si el tren iba a Nueva York se vestiría de chico y, con un nombre falso y una edad falsa, se alistaría en la Infantería de Marina. Mientras tanto, tenía que aguardar hasta que su padre estuviera dormido, y por el momento todavía le oía moverse en la cocina. Se sentó ante la máquina y escribió una carta:

      Querido padre:
       Ésta es una carta de despedida, hasta que vuelva a escribirte de otro lugar. Ya te dije que iba a dejar el pueblo, porque es inevitable. No puedo soportar esta existencia por más tiempo porque mi vida se me ha hecho una carga. Me llevo la pistola, porque quién sabe lo que puede ocurrir y ya te mandaré el dinero a la primera oportunidad. Dile a Berenice que no esté triste. Todo ello es una ironía del destino y es inevitable. Más tarde escribiré. Por favor, papá, no intentes alcanzarme.
       Sinceramente tuya,

Frances Addams

      Las mariposas nocturnas verdiblancas chocaban nerviosas contra la tela metálica de la ventana, y la noche, afuera, era muy rara. El viento cálido había amainado y el aire estaba tan quieto que parecía sólido, y cuando uno se movía parecía sentir un peso encima. El trueno mugía sordamente de vez en cuando. Frances estaba sentada muy quieta delante de la máquina con su traje suizo de lunares, y la maleta, atada con correas, estaba junto a la puerta. Al cabo de un rato se apagó la luz de la cocina y su padre dijo, desde el pie de la escalera:
      —¡Buenas noches, doña Enredos! Buenas noches, John Henry.
      Frances aguardó largo tiempo. John Henry dormía atravesado a los pies de la cama, vestido todavía y con los zapatos puestos; tenía la boca abierta y se le había soltado una de las patillas de las gafas. Después de haber esperado tanto rato como pudo resistir, Frances tomó la maleta y de puntillas y en gran silencio bajó la escalera. El piso de abajo estaba oscuro, oscuro el cuarto de su padre y oscuro todo el resto de la casa. Frances se paró ante la puerta del cuarto de su padre y le oyó roncar suavemente. El momento más dificil fueron los pocos minutos que permaneció allí escuchando.
      Lo demás fue fácil. Su padre era un viudo de costumbres fijas y por la noche doblaba los pantalones encima de una silla y dejaba la cartera, el reloj y las gafas en el lado derecho de la mesita. Frances se adelantó cautelosamente en la oscuridad y casi inmediatamente puso la mano en la cartera. Abrió con mucho cuidado el cajón, deteniéndose a escuchar cada vez que sentía un crujido. Sintió la pistola pesada y fría en su mano caliente; todo era fácil salvo la violencia con que latía su corazón y un accidente que le ocurrió en el mismo momento en que se deslizaba fuera de la habitación. Tropezó con una papelera y el ronquido se detuvo. Su padre se revolvió y gruñó. Ella contuvo el aliento y luego, finalmente, al cabo de un minuto, el ronquido prosiguió.
      Dejó la carta encima de la mesa y de puntillas se dirigió a la puerta trasera. Pero había una cosa con la que no había contado: John Henry empezó a llamar.
      —¡Frankie! —La aguda voz del niño parecía atravesar todas las habitaciones de la casa dormida—. ¿Dónde estás?
      —Calla —susurró ella—. ¡Vuelve a dormirte!
      Había dejado la luz de su cuarto encendida y John Henry estaba en la puerta de la escalera mirando hacia abajo, a la cocina oscura.
      —¿Qué estás haciendo ahí, a oscuras?
      —¡Calla! —repitió ella, un poco más alto—. Estaré ahí en cuanto te hayas dormido.
      Esperó algunos minutos después de marcharse John Henry y luego se adelantó a tientas hacia la puerta trasera, la abrió y salió a la calle. Pero, aunque lo hizo con gran silencio, el niño debió de oírla.
      —¡Espera, Frankie! —gimoteó—. Voy contigo.
      Los lloriqueos del niño despertaron al padre y Frances se dio cuenta antes de alcanzar la esquina de la casa. La noche era oscura, y Frances, mientras corría, oyó a su padre que la llamaba. Al volver la esquina, miró y vio encendida la luz de la cocina; la bombilla se balanceaba, proyectando un reflejo dorado oscilante sobre el emparrado y el jardín de atrás. «Ahora leerá la carta», pensó, «y saldrá detrás de mí para alcanzarme». Pero después de haber corrido varias manzanas, con la maleta golpeándole las piernas y a veces casi haciéndola tropezar, recordó que su padre tendría que ponerse los pantalones y una camisa, porque no iba a perseguirla por las calles vestido sólo con pantalones de pijama. Se detuvo un segundo para mirar hacia atrás. No vio a nadie. Al llegar al primer farol, dejó la maleta en el suelo y, sacando la cartera del bolsillo de su traje, la abrió con manos temblorosas. Había tres dólares y quince centavos. Iba a tener que subir a un tren de mercancías o algo así.
      Pero de pronto, allí sola en medio de la calle que la noche había dejado solitaria, se dio cuenta de que no sabría cómo hacerlo. Es muy fácil hablar de subirse a hurtadillas a un tren de mercancías. ¿Pero cómo lo hacen verdaderamente los vagabundos y esa gente? Le faltaban tres manzanas para llegar a la estación y empezó a caminar más despacio. La estación estaba cerrada y Frances dio la vuelta y se quedó mirando al andén, largo y vacío bajo las pálidas luces, con las máquinas expendedoras de chicles arrimadas a la pared y trozos de papel de las barritas y envolturas de caramelos esparcidos por el suelo. Los rieles del tren brillaban plateados y precisos, y varios vagones de carga se hallaban en un apartadero a cierta distancia, pero no estaban enganchados a ninguna máquina. El tren no había de llegar hasta las dos. ¿Sería Frances capaz de subirse a un vagón, como había leído algunas veces, y marchar en él? Había una linterna roja algo más lejos junto a la vía, y a su luz Frances vio a un ferroviario que venía caminando despacio. No podía seguir vagando por allí de aquel modo hasta las dos, pero cuando dejó la estación, con un hombro hundido por el peso de su equipaje, no tenía idea de adónde debía ir.
      Las calles estaban solitarias y quietas en la noche de domingo. Las luces encarnadas y verdes del neón de los anuncios se mezclaban con las de los faroles para formar una neblina cálida y clara por encima del pueblo, pero el cielo estaba negro y sin estrellas. Un hombre con el sombrero torcido se quitó el cigarrillo de la boca y se volvió para observar a Frances al pasar ella por su lado. Era imposible seguir a la deriva de aquel modo porque en aquellos momentos su padre la estaría buscando. En la calleja detrás de Finny’s Place se sentó sobre la maleta, y sólo en aquel momento se dio cuenta de que todavía llevaba la pistola en la mano izquierda. Había estado paseando todo el tiempo con la pistola empuñada, y comprendió que no se daba cuenta de lo que hacía. Había dicho que se mataría si su hermano y la novia no querían llevársela. Apuntó la pistola a su sien y la mantuvo así por uno o dos minutos. Si apretaba el gatillo moriría, y la muerte era la negrura, nada más que una pura y terrible negrura que seguía y seguía sin terminar jamás hasta el fin del mundo. Cuando bajó la pistola, se dijo que en el último momento había cambiado de idea. Y guardó el arma en la maleta.
      La calle estaba negra y olía a cubos de basura, y era aquella misma calleja en la que a Lon Baker le abrieron el cuello aquella tarde de primavera y su garganta parecía como una boca sangrienta que farfullara al sol. En aquel sitio mataron a Lon Baker. Y ella, ¿habría matado al soldado cuando le descalabró la cabeza con el jarro del agua? Estaba asustada, en aquella calleja oscura, y sentía su ánimo destrozado. ¡Si por lo menos estuviera alguien con ella! ¡Si por lo menos pudiera dar con Honey Brown y marcharse juntos! Pero Honey se había ido a Forks Falls y no volvería hasta mañana. ¡O si pudiera encontrar al mono y al hombre del mono y unirse a ellos para escapar! Sintió el ruido de algo que se escurría, y se estremeció de terror. Un gato había saltado sobre un cubo de basura y ella pudo ver su silueta en la oscuridad contra la luz del final de la calleja. Susurró: «¡Charles!», y luego: «¡Charlina!». Pero no era su gato persa y después de haber volcado un cubo escapó de un brinco.
      Frances no pudo soportar más aquella oscura y maloliente calleja y, llevando su maleta hacia la luz que había en el fondo, se paró junto al bordillo, pero todavía a la sombra de una pared. ¡Si por lo menos hubiera alguien que le dijera qué tenía que hacer y adónde ir y de qué manera! La buenaventura de Big Mama había resultado verdad, por lo que se refería al viaje, con una salida y un regreso, e incluso en lo de las balas de algodón, porque el autobús se había cruzado con un camión lleno de ellas en el camino de regreso de Winter Hill. Y también había la cantidad de dinero de la cartera de su padre, de modo que ya se había cumplido toda la buenaventura que le había anunciado Big Mama. ¿Debería quizá volver ahora a la casa de Big Mama en Sugarville y decir que se le había acabado ya el porvenir y preguntar qué tenía que hacer ahora?
      Más allá de la oscuridad de la calleja, la calle lúgubre parecía estar aguardando, con el parpadeo del neón del anuncio de Coca-Cola en la próxima esquina y una señora que iba y venía bajo un farol como si estuviese aguardando a alguien. Un coche, un largo coche cerrado que quizás era un Packard bajaba lentamente por la calle, y el modo como pasó rozando el bordillo hizo pensar a Frances en un coche de gángsters, de tal forma que se hizo atrás para arrimarse a la pared. Entonces, por la acera de enfrente pasaron dos personas, y en ella surgió de repente un sentimiento como una súbita llamada interior, y durante menos de un segundo le pareció que su hermano y la novia habían venido a por ella y en aquel momento estaban allí. Pero aquella sensación se desvaneció inmediatamente y Frances se quedó contemplando a una pareja desconocida que caminaba calle abajo. Sintió como un hueco en su pecho, pero en el fondo de ese vacío había un gran peso que la oprimía y le hacía daño al estómago hasta marearla. Se dijo que debería apresurarse a ponerse en movimiento y alejarse de allí. Pero no se movió y siguió con los ojos cerrados y la cabeza apoyada a la tibia pared de ladrillo.
      Cuando dejó el callejón, era ya bastante más de medianoche y había ya alcanzado aquel punto en que cualquier idea súbita le parecía buena. Se le fueron ocurriendo primero un proyecto y luego otro. Ir en autostop a Forks Falls y buscar allí a Honey, o telegrafiar a Evelyn Owen para reunirse con ella en Atlanta, o incluso volver a casa y llevarse a John Henry, para que al menos alguien estuviera con ella y no tuviese que ir sola por el mundo. Pero a cada una de esas ideas se le presentaba alguna objeción.
      Luego, de pronto, en medio de aquel revoltijo de proyectos que todos resultaban imposibles, pensó en el soldado; y esa vez el pensamiento no fue como una simple mirada: duró, se pegó a ella y no se desvaneció. Frances estuvo preguntándose si no debería ir a La Luna Azul y averiguar si había matado al soldado, antes de dejar para siempre el pueblo. La idea, una vez captada, le pareció buena, de modo que echó a andar hacia Front Avenue. Si no había matado al soldado, ¿qué podría decirle, cuando le encontrase? Cómo se le ocurrió la próxima idea, no sabría decirlo, pero de pronto le pareció que tal vez podría pedir al soldado que se casara con ella y entonces podían marcharse los dos. Antes de volverse loco, le resultaba más bien simpático. Y como aquella idea era nueva y repentina, también le parecía razonable. Se acordó de una parte de la buenaventura que había olvidado, según la cual se casaría con una persona de cabello rubio y ojos azules, y el hecho de que el soldado tuviera el pelo rojo claro y los ojos azules era como una especie de prueba de que aquélla era la cosa que debía hacer.
      Se apresuró más aún. La noche anterior era como un tiempo transcurrido desde hacía tanto que el soldado se había desprendido de su memoria. Pero se acordó del silencio en la habitación del hotel; y al mismo tiempo de aquel ataque en el cuarto delantero de su casa; del silencio, de aquella asquerosa entrevista detrás del garaje… Todos esos distintos recuerdos parecían caer juntos en la oscuridad de su mente, como los haces de luz de varios proyectores se encuentran en el cielo nocturno sobre un avión, de tal modo que, en un relámpago, a Frances se le ocurrió una explicación. Tuvo una sensación de fría sorpresa; se detuvo un momento y luego prosiguió hacia La Luna Azul. Las tiendas estaban oscuras y cerradas, la casa de empeños tenía unas tiras de acero cruzadas en los escaparates, contra los ladrones nocturnos, y las únicas luces eran las que venían de los portales con escaleras de madera de algunos edificios y del verdoso resplandor de La Luna Azul. Se oían los gritos de una disputa en un piso alto, y los pasos de los hombres, a lo lejos, que iban calle abajo. Frances no pensaba ya en el soldado; el descubrimiento que acababa de hacer lo había borrado de su mente. Sólo le quedaba la idea de que tenía que encontrar a alguien, a quienquiera que fuese, para podérsele unir y marchar juntos. Porque ahora ya reconocía que estaba demasiado asustada para salir sola por el mundo.
      No dejó el pueblo aquella noche, porque la Justicia se apoderó de ella en La Luna Azul. El sargento Wylie estaba allí cuando ella entró, aunque no la vio hasta que estuvo sentada a una mesa cerca de la ventana, con la maleta en el suelo a su lado. El gramófono tocaba un desmayado blues y el portugués dueño del establecimiento estaba de pie con los ojos cerrados tecleando arriba y abajo del mostrador de madera al compás de aquella triste tonada. Sólo había unas pocas personas en un compartimiento, en uno de los ángulos, y la luz azul daba a la sala un aspecto submarino. Frances no vio a la Justicia hasta que el hombre estuvo junto a la mesa; y, cuando le miró, su corazón se sobresaltó un poco, y luego se paró.
      —Tú eres la hija de Royal Addams —dijo la Justicia, y ella asintió con un movimiento de cabeza—. Voy a telefonear al cuartel para decir que te he encontrado. No te muevas de aquí.
      El representante de la Justicia se dirigió hacia la cabina telefónica. Estaba llamando a la Negra Maria para llevársela de allí al calabozo, pero no le importaba. Muy probablemente había matado al soldado, y habrían estado siguiendo pistas y buscándola por todo el pueblo. O quizá la Justicia había descubierto lo del cuchillo de tres hojas que Frances había robado de los almacenes Sears and Roebuck. No quedaba claro exactamente por qué la detenía, y los delitos de aquella primavera y aquel verano tan largos se fundían en una sola culpa que ella era ya incapaz de comprender. Era como si las cosas que había hecho y los pecados que había cometido fueran todos obra de otra persona, de una persona extraña y de mucho tiempo antes. Estaba sentada muy quieta, con las piernas estrechamente cruzadas y las manos apretadas en el regazo. La Justicia estuvo mucho tiempo en el teléfono, y, al mirar recto frente a ella, Frances vio a dos personas que salían de uno de los compartimientos y que, inclinándose una muy junto a otra, empezaron a bailar. Un soldado empujó violentamente la puerta de persiana y atravesó el café, y sólo aquella distante extranjera que había en Frances le reconoció; cuando le vio subir la escalera, se le ocurrió despacio y sin ningún sentimiento personal que una cabeza pelirroja y rizada como aquélla debía de ser dura como el cemento. Luego su pensamiento volvió a las ideas de calabozo y guisantes fríos y pan seco de maíz y celdas enrejadas. La Justicia volvió del teléfono, se sentó al otro lado de la mesa frente a ella y dijo:
      —¿Cómo has venido a parar aquí?
      El representante de la Justicia parecía muy grande con su uniforme azul de policía, y, una vez detenida, era una mala política el mentir o bromear. El hombre tenía un rostro macizo, con la frente cuadrada y las orejas desiguales, una mayor que la otra, y un aspecto preocupado. Mientras le hacía preguntas, no la miraba a la cara, sino a un punto exactamente encima de su cabeza.
      —¿Qué estoy haciendo aquí? —repitió ella, porque de pronto lo había olvidado; de modo que dijo la verdad cuando finalmente contestó—: Pues no lo sé.
      La voz de la Justicia parecía venir de muy lejos, como una pregunta hecha a través de un largo corredor.
      —¿Adónde tenías intención de ir?
      El mundo, ahora, estaba tan lejos que Frances no podía seguir pensando en él. No veía ya la Tierra como en los antiguos tiempos, ligera y suelta, girando a mil seiscientos kilómetros por hora; la Tierra era enorme y plana y estaba quieta. Entre Frances y todos los demás lugares había un espacio como un enorme cañón que no podía esperar salvar ni cruzar jamás. Sus planes respecto al cine o a la Infantería de Marina no eran más que planes de chiquilla que nunca se realizarían; de modo que al contestar se anduvo con mucho cuidado. Dio el nombre del lugar más pequeño y más feo que conocía, porque huir allí no podía considerarse cosa realmente grave.
      —Flowering Branch.
      —Tu padre telefoneó al cuartel que habías dejado una carta diciendo que te marchabas. Le hemos localizado en la estación de autobuses y dentro de un minuto estará aquí para llevarte a casa.
      Conque había sido su padre quien había lanzado a la Justicia tras ella, y no la llevarían a la cárcel. En cierto modo, lo sentía. Era mejor estar en un calabozo donde una puede golpear las paredes que en una cárcel que no se ve. El mundo quedaba demasiado lejos, y no había ya modo alguno de incorporarse a él. Ahora volvía a sus temores del verano, a aquellas sensaciones de que el mundo estaba separado de ella; y el fracaso de la boda había convertido su miedo en terror. Había habido un momento, hasta la víspera, en que Frances había sentido que cualquier persona que viese estaba de un modo u otro relacionada con ella y que entre las dos se producía un reconocimiento instantáneo. Frances observaba al portugués, que seguía tecleando un piano imaginario encima del mostrador, al compás de la música del tocadiscos. Se balanceaba al teclear y sus dedos iban arriba y abajo del mostrador de tal modo que un hombre que había en el extremo creyó oportuno proteger su vaso con la mano. Cuando terminó la música, el portugués cruzó los brazos encima del pecho. Frances entornó los ojos y le miró intensamente para obligarle a que la mirase a su vez. Había sido la primera persona a la que, la víspera, habló de la boda, pero cuando paseó su mirada de propietario por el local sus ojos se deslizaron por encima de Frances sin fijarse, y en ellos no había la menor señal de contacto. Frances se volvió a las demás personas que había en la sala y con todas ellas le ocurrió lo mismo: todas eran desconocidas. Bajo la luz azulada, experimentó una extraña sensación como si estuviera ahogándose. Por último se quedó mirando a la Justicia y finalmente el policía la miró a los ojos. La miró con unos ojos que parecían de porcelana, como los de una muñeca, y en ellos no había más que el reflejo del propio rostro perdido de Frances.
      La puerta de persiana se abrió ruidosamente y la Justicia dijo:
      —Aquí está tu papá para llevarte a casa.

       Frances no había de volver a hablar nunca más de la boda. Varió el tiempo y llegó otra estación. Las cosas cambiaron y Frances tenía ya trece años. Estaba en la cocina con Berenice el día antes de la mudanza, la última tarde que Berenice había de pasar con ellos, porque, cuando se decidió que ella y su padre compartirían con tía Pet y tío Ustace una casa en la barriada nueva del pueblo, Berenice se había despedido repentinamente, diciendo que, después de todo, quizás iba a casarse con T. T. Era hacia la caída de la tarde de un día de fines de noviembre, y por oriente el cielo tenía el color de un geranio de invierno.
      Frances había vuelto a la cocina, porque las demás habitaciones estaban vacías desde que el camión de la mudanza se había llevado los muebles. Sólo quedaban las dos camas en los dormitorios de abajo y las cosas de la cocina, que debían ser trasladadas al día siguiente. Era la primera vez en mucho tiempo que Frances volvía a pasar una tarde en la cocina, sola con Berenice. No era la misma cocina del verano, que ahora parecía tan lejano. Los dibujos a lápiz habían desaparecido bajo una capa de cal y un linóleo nuevo cubría el astillado suelo. Incluso la mesa se hallaba de nuevo junto a la pared, ya que ahora no había nadie que comiera en ella con Berenice.
      La cocina, arreglada y casi moderna, no conservaba nada que recordara a John Henry West. Y, sin embargo, había momentos en que Frances sentía su presencia allí, solemne, oscilante y pálida como un fantasma. Y en aquellas ocasiones se producía como una intimación al silencio, una estremecida intimación en palabras sin voz. Algo parecido ocurría cuando se nombraba o se recordaba a Honey, porque Honey estaba fuera, en una carretera, condenado a ocho años de trabajos forzados. Esa intimación al silencio se produjo aquella tarde de fines de noviembre mientras Frances estaba preparando unos bocadillos, cortándolos en forma de fantasía, no sin grandes dificultades, porque Mary Littlejohn iba a venir a las cinco. Frances miró a Berenice, que estaba sentada en una silla sin hacer nada, vestida con un viejo jersey deshilachado y con los desmayados brazos caídos a sus costados. En el regazo tenía aquella delgada piel de zorro; ya bastante estropeada, que Ludie le había regalado hacía tantos años. La piel estaba pegajosa, y la aguda carita tenía un aspecto a la vez zorruno y triste. El fuego del rojo fogón lamía la habitación con chispazos de luz y movedizas sombras.
      —Miguel Ángel me vuelve verdaderamente loca —dijo Frances.
      Mary iba a venir a las cinco para quedarse a comer, pasar la noche y marchar con ellos en el camión a la casa nueva el día siguiente. Mary coleccionaba cuadros de artistas clásicos y los pegaba a un álbum de arte. Las dos muchachas leían juntas a poetas como Tennyson, y Mary iba a ser una gran pintora y Frances una gran poetisa, o, si no, la más prestigiosa autoridad en cuestiones de radar. El señor Littlejohn había estado relacionado con una compañía de tractores, y antes de la guerra los Littlejohn habían vivido en el extranjero. Cuando Frances tuviese dieciséis años y Mary dieciocho, las dos se irían juntas por el mundo. Frances puso los bocadillos en una bandeja junto con ocho bombones de chocolate y un puñado de almendras y avellanas saladas; todo aquello era para una fiesta de medianoche, para ser comido en cama a las doce.
      —Ya te dije que vamos a viajar juntas por todo el mundo.
      —Mary Littlejohn —dijo Berenice, en tono desdeñoso—, Mary Littlejohn.
      Berenice no podía apreciar a Miguel Ángel ni la poesía ni, menos aún, a Mary Littlejohn. Al principio, entre Frances y ella hubo algunas palabras sobre este tema. Berenice dijo que Mary era una pelma y que estaba más pálida que una pastilla de malvavisco, y Frances la había defendido encarnizadamente. Mary tenía unas trenzas tan largas que casi podía sentarse encima de ellas, de un color mezclado de rubio de maíz y castaño, y las llevaba atadas en las puntas con tiras de goma y, en ocasiones, con cintas. Tenía los ojos pardos y las pestañas rubias y unas manos con hoyudos y dedos afilados que terminaban en rosadas burbujitas de carne, porque Mary se mordía las uñas. Los Littlejohn eran católicos, y sobre este punto Berenice se mostraba de lo más cerril, diciendo que los Católicos Romanos adoran Imágenes Talladas y quieren que el Papa gobierne el mundo. Pero, para Frances, esa diferencia suponía un último toque de rareza, de terror silencioso, que completaba la maravilla de su cariño.
      —No sirve de nada que discutamos sobre cierta persona. Posiblemente ni siquiera puedes comprenderla. Es algo que no depende de ti. —Así había hablado una vez a Berenice, y por la súbita y pálida quietud de su ojo se dio cuenta de que estas palabras la habían herido. Y ahora las repitió, irritada por el tono desdeñoso con que Berenice había pronunciado el nombre; pero, una vez las hubo dicho, lo lamentó—. De todos modos, considero el mayor honor de mi existencia que Mary me haya escogido para ser su amiga más íntima. ¡Precisamente a mí entre toda la gente!
      —¿He dicho yo algo contra ella alguna vez? —preguntó Berenice—. Lo único que dije es que me pone nerviosa verla ahí sentada chupándose las coletas.
      —¡Las trenzas!
      Una bandada de gansos de fuertes alas pasó volando en formación de flecha por encima del jardín, y Frances se asomó a la ventana. Aquella mañana había habido escarcha, plateando la hierba parda y los tejados de las casas vecinas e, incluso, las escasas hojas de la enredadera color de herrumbre. Cuando Frances volvió a la cocina, se había producido de nuevo aquel silencio. Berenice estaba sentada con el codo apoyado en la rodilla y la frente reposando en la mano y contemplaba el cubo del carbón con un ojo extraviado.
      Los cambios se habían producido hacia la misma época. A mediados de octubre. Frances había conocido a Mary en una tómbola dos semanas antes. Era el tiempo en que innumerables mariposas blancas y amarillas danzaban entre las últimas flores de otoño; era también la época de la feria. Primero, fue lo de Honey. Una noche, enloquecido por un cigarrillo de mariguana o por algo que llamaban «humo» o «nieve», había asaltado la droguería del hombre blanco que se lo había vendido, en un afán desesperado de obtener más. Fue encerrado en el calabozo en espera del juicio, y Berenice anduvo corriendo de un lado para otro reuniendo dinero, buscando a un abogado e intentando que la dejasen entrar en la cárcel. Al tercer día volvió, derrengada y con el ojo irritado y ribeteado de rojo. Dijo que tenía dolor de cabeza, y John Henry West puso también su cabeza encima de la mesa y dijo que también a él le dolía. Pero nadie le hizo caso, creyendo que imitaba a Berenice. «Vete ya», le había dicho, «porque no tengo paciencia para bromear contigo». Éstas fueron las últimas palabras que se le dijeron en la cocina. Y más tarde Berenice las recordaba como una sentencia del Señor contra ella. John Henry tuvo una meningitis y a los diez días murió. Hasta que todo hubo pasado, Frances no había creído seriamente ni por un minuto que pudiera morirse. Era el tiempo de los días dorados y de las grandes margaritas y de las mariposas. El aire estaba fresco, y día tras día el cielo estaba de color verdeazul claro, pero lleno de luz, del color de una ola poco profunda.
      A Frances no se le permitió visitar a John Henry, pero Berenice ayudaba todos los días a la enfermera. Volvía al anochecer, y las cosas que contaba en su voz quebrada parecían situar a John Henry West fuera de la realidad. «No sé por qué tiene que sufrir tanto», decía Berenice; y la palabra sufrir era una palabra que Frances no podía asociar con John Henry, una palabra ante la cual ella retrocedía como frente a una desconocida y hueca oscuridad del corazón.
      Era la época de la feria, y una gran bandera formaba un arco sobre la calle principal y durante seis días y noches la feria estuvo en los terrenos de siempre. Frances acudió dos veces, las dos con Mary, y subieron a casi todas las atracciones, pero no entraron en el Pabellón de los Fenómenos porque la señora Littlejohn dijo que era morboso mirar fenómenos. Frances compró un bastón para John Henry y le envió la alfombra que había ganado en la lotería. Pero Berenice le hizo observar que él ya no estaba para estas cosas, y sus palabras parecían espectrales y fuera de la realidad. A medida que los días de sol continuaron, uno tras otro, las palabras de Berenice se hicieron tan terribles que Frances las escuchaba como embrujada por el horror, aunque en ella había algo que le impedía creerlas. John Henry había estado chillando durante tres días, con los ojos vueltos, fijos y sin vista. Finalmente, se quedó con la cabeza echada hacia atrás en una contorsión y perdió la fuerza de gritar. Murió el martes después de terminada la feria, una mañana dorada, cuando había más mariposas y el cielo estaba más despejado.
      Mientras tanto, Berenice había encontrado un abogado y había visto a Honey en la cárcel: «No sé lo que he hecho, repetía a cada momento». «Honey en este jaleo y ahora John Henry.» Una vez más había en Frances una parte que aún no lo creía. Pero el día que John Henry fue conducido a la tumba familiar en Opelika, allí mismo donde enterraron a tío Charles, Frances vio el ataúd y entonces comprendió. John Henry se le apareció una o dos veces por la noche en pesadillas, como una especie de maniquí de niño escapado del escaparate de algún bazar, moviendo sus piernas de cera rígidamente, sólo en las articulaciones, y con una cara de cera resecada y débilmente pintada, que se adelantaba hacia ella hasta que el terror la hacía despertarse. Pero esos sueños sólo los tuvo una o dos veces. Y las horas del día estaban ahora llenas con el radar, el colegio y Mary Littlejohn. Frances se acordaba de John Henry más bien tal como había sido en vida, y era raro ahora que sintiera su presencia, solemne, oscilante y pálida como un fantasma. Sólo alguna vez, al oscurecer, o cuando en la habitación se producía aquella especial intimación al silencio.
      —Pasé por la tienda al volver del colegio y papá había tenido carta de Jarvis. Está en Luxemburgo —dijo Frances—. Luxemburgo. ¿No te parece que es un nombre bonito?
      Berenice se incorporó.
      —Niña, a mí más bien me recuerda un agua de jabón. Pero sí, es un nombre más bien bonito.
      —En la casa nueva tienen sótano y cuarto de lavar. —Y al cabo de un minuto añadió—: Seguramente pasaremos por Luxemburgo cuando nos vayamos juntas por el mundo.
      Frances volvió a la ventana. Eran casi las cinco y en el cielo se había desvanecido el resplandor de color geranio. Los últimos colores pálidos se apretujaban fríos en el horizonte. La oscuridad, cuando llegase, vendría rápidamente, como suele hacerlo en invierno.
      —Me vuelve verdaderamente loca… —Pero la frase se quedó sin terminar, porque la intimación al silencio se quebró, con un instantáneo choque de felicidad, cuando Frances oyó el timbre de la puerta.

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