Cesare Pavese
(Santo Stefano Belbo, Cuneo, Italia, 1908 - Turín, Italia, 1950)


Final de agosto
(“Fine d’agosto”, 1941)
Originalmente publicado en Il Messaggero de Roma (31 de agosto de 1941);
reproducido en Feria d’agosto (1946)
Tutti i racconti (2002)



      Una noche de agosto, de esas agitadas por un viento tibio y tempestuoso, caminábamos por la acera demorándonos e intercambiando escasas palabras. El viento que nos hacía caricias imprevistas me imprimió en mejillas y labios una oleada aromática, después continuó con sus torbellinos entre las hojas ya secas de la avenida. Ahora bien, no sé si aquella tibieza sabía a mujer o a hojas estivales, pero el corazón me dio un vuelco repentinamente, hasta el punto de que me paré.
       Clara esperó, medio volviéndose, que siguiera caminando. Cuando en la esquina nos embistió otra ráfaga, Clara hizo ademán de detenerse, sin levantar la mirada, otra vez a la espera. Delante del portal me preguntó si quería dar la luz o pasear un poco más. Me quedé un rato quieto en la acera —escuché el crujido de una hoja seca arrastrada por el asfalto — y le dije a Clara que subiese, la seguiría enseguida.
       Cuando, tras un cuarto de hora, llegué arriba, me senté a fumar en la ventana olfateando el viento, y Clara me preguntó a través de la puerta de la habitación si me había calmado. Le dije que la esperaba, y un instante después estuvo a mi lado en la estancia oscura, se apoyó en mi silla y disfrutaba de la tibieza del viento sin hablar. Aquel verano éramos casi felices, no recuerdo que nos hubiéramos peleado nunca y pasábamos muchas horas juntos antes de dormirnos. Clara lo comprende todo, y entonces me quería mucho; yo la quería a ella y no había necesidad de decírselo. Y, sin embargo, ahora sé que nuestras desgracias comenzaron esa noche.
       ¡Si al menos Clara se hubiera irritado por mi agitación y no me hubiera esperado con tanta docilidad! Podía preguntarme qué me había dado, podía tratar ella misma de adivinarlo, tanto más cuanto que lo había intuido, pero no callar, como hizo, llena de comprensión. Detesto a la gente segura de sí, y por primera vez detesté a Clara.
       Aquella turbonada de viento nocturno me había traído inesperadamente, como suele ocurrir, a la piel y a la nariz un gozo remoto, uno de esos desnudos recuerdos secretos como nuestro cuerpo, que se diría que le son connaturales desde la infancia. La playa donde he nacido se poblaba en verano de bañistas y se cocía bajo el sol. Eran tres, cuatro meses de una vida siempre inesperada y distinta; agitada, desigual, como un viaje o una mudanza. Las casitas y las calles hervían de chiquillos, de familias, de mujeres medio desnudas, hasta tal punto que no me parecían mujeres y se llamaban «las bañistas». Los muchachos, en cambio, tenían nombres como el mío. Hacía amigos y los llevaba en barca, o escapaba con ellos a las viñas. Los chicos de las bañistas querían estar en la playa de la mañana a la noche; me costaba trabajo llevarlos a jugar detrás de los muretes, en los collados, montaña arriba. Entre la montaña y el pueblo había muchos chalets y jardines, y en las tormentas de final de temporada las borrascas se impregnaban de aromas vegetales y tórridos que olían a flores aplastadas sobre las piedras.
       Ahora bien, Clara sabe que las ráfagas nocturnas me recuerdan aquellos días. Y me admira —o me admiraba— tanto que sonríe y calla cuando ve que me sorprende este recuerdo. Si le hablo de eso y lo comparto con ella casi me salta al cuello. Y por eso no sabe que esa noche me di cuenta de que la detestaba.
       Hay algo en mis recuerdos de infancia que no tolera la ternura carnal de una mujer, aunque sea Clara. En aquellos veranos que tienen ya en el recuerdo un color único, dormitan instantes que una sensación o una palabra reavivan de improviso, y al punto comienza el desfallecimiento de la distancia, la incredulidad de recobrar tanto gozo en un tiempo desaparecido y casi abolido. Un muchacho —¿era yo?— se paraba de noche a orillas del mar —bajo la música y las luces irreales de los cafés— y olfateaba el viento, no la brisa habitual, sino una repentina vaharada de flores requemadas por el sol, exóticas y palpables. Aquel muchacho podría existir sin mí; de hecho, existió sin mí, y no sabía que su gozo reafloraría de nuevo después de tantos años, increíblemente, en otro, en un hombre. Pero un hombre supone una mujer, la mujer; un hombre conoce el cuerpo de una mujer, un hombre debe estrechar, acariciar, aplastar a una mujer, una de esas mujeres que han bailado, negras por el sol, bajo las farolas de los cafés delante del mar. El hombre y el muchacho se ignoran y se buscan, viven juntos y no lo saben, y al encontrarse necesitan estar solos.
       Clara, pobrecilla, me quiso aquella noche como siempre. Quizá me quiso más, pues también ella tiene sus malicias. Jugamos a veces a alzar de nuevo entre nosotros el misterio, a intuir que cada uno es para el otro alguien ajeno, huyendo así de la monotonía. Pero ahora ya no podía perdonarle que fuese una mujer, alguien que transforma el sabor remoto del viento en sabor de carne.



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