Eudora Welty
(Jackson, Mississippi, 1909-2001)


La lluvia de oro
(“Shower of Gold”)
The Golden Apples, 1949



I

      Esa era la señorita Snowdie MacLain. Viene a recoger la mantequilla, nunca me ha permitido que se la lleve, aunque vive ahí enfrente. Su marido se marchó de casa un buen día y dejó el sombrero a orillas del río Grande Negro. Vaya lío si a todos se les hubiera ocurrido hacer lo mismo.
      Podría haberse puesto de moda aquí, en Morgana, si Dios hubiera querido. Porque King podía haber tenido imitadores. Bueno, el caso es que King MacLain dejó un sombrero nuevo de paja a orillas del río Grande Negro y hay quien cree que se fue al Oeste.
      Snowdie le lloró, pero de una manera decente, como se hace cuando alguien se muere, y ninguno de los que la conocían se atrevía a creer que hubiera podido tratarla de ese modo. Pero ¿durante cuánto tiempo habrá que seguir llevándole la corriente? Pues toda la vida. No tengo inconveniente en contárselo a alguien que no sea de aquí, que esté de paso y que no vuelva a vernos ni a ella ni a mí. Puedo batir la mantequilla y charlar a la vez, faltaría más. Yo soy la señora Rainey.
      Se habrá fijado usted en que no es fea; esas arruguitas alrededor de los párpados son de tanto forzar los ojos para mirar. Es albina, pero con esa piel tan suave, suave como la de un bebé, a nadie de por aquí se le ocurriría decir que es fea. Hay quien dice que King hizo sus cálculos y se dio cuenta de que, si empezaban a venir críos, lo más seguro es que le tocara una nidada de albinos, y eso fue lo que le decidió. Pero yo soy de otra opinión. Creo que era un tipo caprichoso. No pensaba en el futuro.
      Caprichoso y sinvergüenza, a decir de muchos. Bueno, el caso es que se casó con Snowdie.
      Muchos peores que él nunca lo hubieran hecho, y no es que tuvieran más sentido común. Los Hudson eran menos insensatos que los MacLain, pero en ninguna de las dos familias abundaban los juiciosos. Al menos en aquel entonces. Esa casa se construyó con el dinero de los Hudson, para Snowdie…, y luego rezaron para que todo saliera bien. Pero fíjese en King: para él casarse no fue más que una forma de darse tono, como si ningún hombre se hubiera casado hasta que él se decidió a hacerlo, y luego tuvo que demostrar a los otros que podía seguir llevando su vida de siempre.
      Como si dijera: «Escuchadme todos, esto es lo que pienso de Morgana y del juzgado de MacLain y el camino que hay que recorrer para casarse con una chica de ojos rojizos», por lo que sé. «¡Vaya!», dijimos. Que era justo lo que él quería, el muy golfo. Y Snowdie es de lo más dulce y apacible que se pueda imaginar. Por supuesto la gente apacible es la más difícil de dominar, cosa que él, el sabelotodo, ignoraba. No resultó tan fácil como supuso. Entretanto en el orfanato del condado crecían varios hijos suyos, según dice mucha gente, y tenía otros más —algunos conocidos, otros no— repartidos por ahí. Cuando vuelve, trata a Snowdie con la mayor amabilidad y educación.
      Como al principio.
      ¿No le parece que eso es lo que pasa casi siempre? Hay que tener cuidado con los hombres de buenos modales. Nunca le levantó la voz, pero un buen día se fue de casa. ¡Oh, no es que lo haya hecho solo una vez!
      Anduvo por ahí mucho tiempo antes de volver, en aquella ocasión. Ella contó que King necesitaba tomar las aguas. La vez siguiente estuvo fuera un año, o dos, o a lo mejor tres, no lo sé.
      Yo misma parí dos hijos entretanto, y otro más que se me murió. Sí, y aquella vez le envió un mensaje: «Espérame en el bosque». No, más que una orden fue una invitación. «Si te parece, nos encontramos en el bosque.» Y la cita era por la noche. Y Snowdie fue a su encuentro sin preguntarle: «¿Para qué?», que es lo que yo le hubiera preguntado hasta a mi marido, Fate Rainey.
      Después de todo, estaban casados: podían verse en casa y charlar, con luz y comodidades, o tumbarse tranquilamente en un colchón de plumas de ganso. En su caso yo hubiera pensado que él no se presentaría. Pero si ella fue sin hacer preguntas, yo también puedo contarlo sin hacer preguntas, porque le tengo cariño a Snowdie. Según su versión, se encontraron en el bosque y decidieron lo que mejor les convenía.
      Desde luego, lo que le convenía a él. Todos comprendimos lo que se le venía encima.
      El «bosque» era el bosque de Morgan. Cualquiera de nosotros sabía a qué lugar se refería: yo habría podido ir a ciegas, hasta el mismísimo roble, el más grande y frondoso; por lo que sé, hasta de día es un lugar muy sombreado. Me imagino a King MacLain apoyado contra el árbol a la luz de la luna, mientras ella cruza el bosque de Morgan después de tres años sin verle. «Si te parece, nos encontramos en el bosque.» ¡Qué disparate! No sé cómo pudo aguantar Snowdie esa caminata.
      Luego, gemelos.
      Ahí es donde entro yo. Cuando las cosas llegaron a ese punto pude empezar a ayudarla. Le regalaba un poquito de mantequilla todos los días cuando iba con la leche y nos hicimos amigas. Yo no llevaba mucho tiempo casada y la salud del señor Rainey era ya un poco delicada, así que pensó que debía dejar los trabajos más pesados. Los dos habíamos trabajado mucho desde jóvenes.
      Siempre creí que tener gemelos era bonito. Y pudo haberlo sido para ellos, me parece. Los MacLain llegaron a Morgana recién casados y se instalaron en esa casa nueva. Él tenía sus estudios para ejercer de abogado, cosa muy necesaria por aquí. Snowdie era hija de la señorita Lollie Hudson, una persona muy conocida. Su padre era el señor Eugene Hudson, que tiene una tienda en el cruce, pasado el juzgado, un hombre encantador. Snowdie era hija única y le dieron una buena educación. Y supongo que la gente no esperaba que se casase, sino que fuese maestra. La única pega era que tenía mal la vista, pero el señor Comus Stark y el supervisor lo pasaron por alto porque conocían a la familia y sabían lo bien que Snowdie manejaba a los chiquillos en la escuela dominical. Luego, apenas empezado el curso, comenzó a cortejarla King MacLain. Creo que ella tenía las calabazas de Halloween puestas en las ventanas cuando empecé a ver a King yendo en su calesa hasta la escuela para esperarla a la puerta. La cortejó en Morgana y en MacLain, en los dos sitios, sin faltar ni un solo día.
      Fue exactamente lo mismo —ni más rápido ni más lento— que ocurre cada dos por tres, así que no necesito decirle que se casaron en la iglesia presbiteriana de MacLain antes de que nos enterásemos, por más sorprendidos que todos estuviéramos. Y, ¿sabe usted?, cuando Snowdie estuvo vestida de blanco parecía más blanca que un sueño.
      Bueno, él había estudiado derecho y hacía de viajante, y eso fue lo primero que hizo, irse de viaje —le diré enseguida lo que vendía—, y ella mientras tanto se quedó en casa cocinando y ocupándose del hogar. No me acuerdo de si tenía una criada negra; de todas maneras no hubiera sabido qué hacer con ella. Y casi se queda ciega trabajando y haciendo cortinas para las habitaciones y cosas por el estilo. Siempre muy atareada. Al principio parecía que no iban a tener hijos.
      Así continuaron las cosas, de una manera casi natural; la gente enseguida se acostumbró a que él se fuera y volviera sin más, y siguió yendo y viniendo hasta que mandó ese mensaje, «Espérame en el bosque», y volvió a desaparecer, y la última vez dejando el sombrero. Yo le dije a mi marido que no tenía intención de seguir llevando la cuenta de las idas y venidas de King, y poco después ocurrió lo del sombrero. Todavía no sé si lo hizo por amabilidad o por crueldad. Me parece que por amabilidad. O quizá fue porque ella se estaba saliendo con la suya. ¿Y por qué le doy vueltas a esto? Quizá porque Fate Rainey nunca hace nada que me sorprenda, y está orgulloso de eso. De manera que Fate dijo: «Bueno, ya es hora de que las mujeres se tranquilicen y se ocupen de sus asuntos». Fue todo lo que se le ocurrió decir.
      Así que no tuvimos que esperar mucho. Un buen día Snowdie cruzó la calle para darme la noticia. La vi venir por mi prado con un andar diferente, como si caminara por una iglesia. Las cintas de su sombrero de paja se movían arriba y abajo: primavera. ¿Se ha fijado en lo fina que aún tiene la cintura? Parece mentira que alguna vez haya tenido fuerzas para una cosa así. Fíjese en mí.
      Yo estaba en el establo, ordeñando, y ella vino y se puso delante, junto a la cabeza de Lady May, la ternerita Jersey. Me dio la noticia con toda la tranquilidad del mundo. Dijo: «Yo también voy a tener un bebé, señorita Katie. Felicíteme».
      Lady May y yo nos quedamos de piedra. Por su aspecto se hubiera dicho que no era solo eso lo que le ocurría. Era como si le hubiese caído encima un diluvio, como si la hubiera sorprendido algo maravilloso. No era solo la luz. Allí estaba, con los ojos arrugadísimos de tener que estar siempre protegiéndolos de la luz, pero ese día miraba desde debajo del ala del sombrero con la osadía de un león, escrutándolo todo, el cubo y el establo, como si los viera por primera vez. ¡Pobre Snowdie!
      Recuerdo que era Pascua y que allá, detrás de su falda azul, el prado estaba moteado de tréboles. Té y especias, eso es lo que vendía él.
      Justo nueve meses después de que se largara por los bosques y los campos dejando su sombrero en la orilla con «King MacLain» escrito en él, nacieron los gemelos.
      ¡Cómo me hubiera gustado verle cuando se marchó! Supongo que no hubiera hecho nada por detenerle. No sé por qué, pero ¡me hubiera gustado verle! No le vio nadie.
      Encontraron el sombrero y vaya alboroto se armó. Rastrearon, por Snowdie, el río Grande Negro nueve millas abajo, o no sé si doce, y mandaron aviso a Bovina y hasta Vicksburg para que estuvieran atentos a cualquier cosa que el río arrastrara o depositara entre los árboles. Nunca apareció nada, claro, solo el sombrero. A todos los vecinos que de verdad se han ahogado en el Grande Negro los han encontrado al final. El señor Sissum, el de la tienda, se ahogó más tarde y lo encontraron. Me parece que si hubiese querido darle un aire más auténtico habría tenido que dejar el reloj junto al sombrero.
      Snowdie seguía igual de alegre y contenta, no parecía darse por vencida. Seguro que se había hecho su idea de lo ocurrido, y debía de pensar una de estas dos cosas: que estaba muerto —pero entonces, ¿por qué tenía aquella expresión tan resplandeciente? Resplandecía de verdad—, o que la había dejado, y esta vez para siempre. Y, como decía la gente, si encima sonreía, es que estaba ida.
      No estoy muy segura de que me gustara aquella sonrisa radiante. ¿Por qué no rabiaba y chillaba un poco, al menos conmigo, con la señora Rainey? Los Hudson se guardan todo dentro. Pero yo, que estaba entrando y saliendo todo el día de su casa, pensaba que a Snowdie quizá le faltaba una verdadera experiencia de la vida. Quizá desde el principio. Quizá no acababa de entender el alcance de las cosas. Al menos no tenía mi experiencia, que adquirí ya a los doce años. Como si me pusieran algo delante de los ojos.
      Siguió con las tareas domésticas y se puso bastante gorda, ya le he dicho que esperaba gemelos, y parecía contenta. Como cuando ves un gatito blanco dentro de una cesta y te preguntas si no va a levantar la pata para arañar al primero que se le acerque. En su casa era siempre como si fuera domingo, todo bien limpio. Estaba orgullosa de sus habitaciones sin una mota de polvo y de aquel pasillo oscuro y silencioso que atraviesa la casa. Y yo quiero a Snowdie. La quiero.
      Pero ninguno de nosotros se sintió muy cercano a ella durante ese tiempo. Le diré qué era lo que la hacía diferente. Ya no era lo de esperar, solo esperaba a los bebés, pero esto no es más que una parte del asunto. Estábamos furiosos con ella y al mismo tiempo la protegíamos en aquella época en que no se confiaba a nadie.
      Y salía con sus bonitos vestidos camiseros, muy limpios, a regar los helechos, y sus flores estaban preciosas; tenía la mano de su madre para las flores, desde luego. Y regalaba muchas, pero de una manera distinta de los demás. Estaba muy sola. Oh, por aquel entonces su madre ya había muerto y el señor Hudson se encontraba a catorce millas carretera abajo, tullido y llevando su tienda desde una silla de mimbre. Solo nos tenía a nosotros. Todos intentábamos hacerle compañía, no pasaba día sin que alguien entrara a charlar un rato con ella. La señorita Lizzie Stark dejó que se encargara de recoger dinero para los campesinos pobres durante las navidades de aquel año, y actividades por el estilo. Por supuesto, todas le hacíamos cositas, como encajes o labores complicadas, que ella no podía hacer por lo de la vista. Fue una suerte que le hicieran tantos regalos.
      Los gemelos nacieron el primero de enero. La noche anterior la señora Lizzie Stark —odia a todos los hombres y es un personaje muy importante; esa chimenea que se ve allá es la suya— había obligado al señor Comus Stark, su marido, a enganchar el caballo para ir a buscar a un médico de Vicksburg y traerlo en su calesa, en lugar de llamar al doctor Loomis, que vive aquí, y le instaló en una fría habitación de su casa, porque, según decía, los coches de los médicos siempre acababan quedándose atascados en los puentes. La señora Stark se quedó junto a Snowdie, al igual que otras mujeres, naturalmente, y yo también, pero ella se negó a marcharse cuando empezaron los dolores.
      Snowdie tuvo a los dos pequeños y ninguno era albino. Eran idénticos a King, por si quiere saberlo.
      La señora Stark tenía la esperanza de que diera a luz una niña, o dos. Snowdie les puso los nombres de Lucius Randall y Eugene Hudson, por su padre y el padre de su madre.
      Fue la única señal que nos dio a los vecinos de que tal vez el nombre de King MacLain ya no le parecía bonito. Pero quizá no significaba nada; hay mujeres que no ponen a sus hijos el nombre de su marido hasta que no les queda otro remedio. No creo que en su caso la elección de esos dos nombres indicara que habían cambiado sus sentimientos hacia King, aquel golfo.
      Por mucho que corras, el tiempo pasa como un sueño, y siempre nos llegaban noticias de por ahí, y las escuchábamos, pero eso no quería decir que las creyéramos. Ya se puede imaginar qué cosas eran. El primo de no sé quién había visto a King MacLain. El señor Comus Stark, el dueño del algodón y de la madera, que viaja de vez en cuando, afirmó haberlo visto de espaldas en varias ocasiones, y una vez lo vio en Texas mientras le cortaban el pelo. Son cosas que siempre se oyen cuando alguien se marcha, para no dejar de hablar del tema. Podían ser ciertas o no.
      Pero el colmo fue cuando mi marido tuvo que ir Jackson. Vio en un desfile a un hombre que era la viva imagen de King. Mi marido me lo contó bastante más tarde; fue en la toma de posesión del gobernador Vardaman. Allí estaba, entre la gente de campanillas, montado en un magnífico animal.
      Fueron varios de aquí, pero, como decía la señorita Spights, ¿quién no miraba al gobernador? ¿O el nuevo Capitolio? Pero King MacLain era capaz de hacerle sombra a cualquiera, eso creía él.
      Cuando le pregunté a mi marido qué aspecto tenía no pude sacarle nada, lo único que hizo fue patear el suelo de la cocina como si fuera una montura con su jinete, todo junto, y le eché a escobazos. Pero yo ya lo sabía. Si era King, seguro que parecía estar diciendo: «Ya sé que todo el mundo se pregunta, está loco por saber dónde he estado». Le dije a mi marido que pensaba que el gobernador Vardaman tenía el deber de echarle el guante a King y obligarle a hablar, pero mi marido dijo que por qué había que ensañarse con uno solo, y además había un desfile y todo eso. ¡Hombres! Le dije que si yo hubiese sido el gobernador Vardaman y hubiera visto en mi desfile a King MacLain de Morgana dándose tanta importancia como yo y sin ningún motivo, hubiera parado todo aquello para pedirle cuentas. «Bueno, ¿y de qué te hubiera servido?», preguntó mi marido. «De mucho», contesté. Me acaloré bastante discutiendo. «Era un sitio como cualquier otro para descubrirle, delante del nuevo Capitolio, en Jackson, con la banda tocando, y el hombre adecuado para hacerlo.»
      Los hombres como ese necesitan que los desenmascaren delante de todo el mundo, me parece; aunque en su caso nadie de Morgana se llevaría ninguna sorpresa. «Entonces, ¿fuiste a buscarle después de que el gobernador tomara posesión, ya que no quisiste entorpecer la ceremonia?», pregunté a mi marido. Pero me respondió que no y me hizo recordar. Había ido a comprar un cubo nuevo, y se equivocó de tamaño. Era igual que los que venden en Holifield. El caso es que dijo que vio a King o a su gemelo. ¡Vaya gemelo!
      Bueno, a lo largo de los años oímos que lo habían visto aquí y allá, a veces en dos lugares al mismo tiempo, Nueva Orleans y Mobile. No sé para qué le sirven los ojos a la gente.
      Yo creo que estuvo en California. No me pregunte por qué. Pero me lo imagino allí. Veo a King en el Oeste, donde está el oro y todo eso. Cada uno imagina lo que quiere.

II

      Bueno, lo que pasó, pasó el día de Halloween. Solo hace una semana y ya es como si no hubiera ocurrido.
      Mi hijita, Virgie, se tragó un botón ese mismo día —más tarde—, y eso sí ocurrió, lo tengo claro todavía, pero lo otro no. Y no he dicho una palabra en voz alta por cariño a Snowdie, así que confío en que todos los demás tengan el mismo cuidado.
      Nada más fácil que contar que una chiquilla se ha tragado un botón de camisa y has tenido que ponerla boca abajo y darle un cachete en el culo; eso suena razonable si ves a la niña —es esa que corretea por ahí—, pero hablar de algo inconcreto es un verdadero lío.
      Bueno, el día de Halloween estaba yo, hacia las tres de la tarde, en casa de Snowdie, ayudándola a cortar patrones; ella sigue cosiendo para los chicos. Yo tengo una niña para la que coser —mi pequeña estaba dormida en la habitación de al lado— y me remuerde la conciencia porque también en eso soy más afortunada que Snowdie. Y los gemelos, que ese día no querían jugar en el jardín, habían cogido trozos de tela, tijeras, papel y todo eso, y estaban a nuestros pies jugando a disfrazarse y a los fantasmas y al coco. Solo pensaban en Halloween.
      Llevaban puestas unas máscaras, claro, sujetas sobre sus cabellos cortados a lo paje, lo que hacía que se les ahuecaran en la nuca. Me había acostumbrado a verlos así, pero no me gustan las máscaras. Las venden en la tienda de Spights y cuestan cinco centavos. Una era de chino, toda amarilla, con ojos rasgados y maliciosos y un horripilante bigotillo negro de pelo de caballo. Otra era de mujer, con una sonrisa dulce en los labios que era espantosa. No me gustaba aquella sonrisa, ni siquiera después de verla durante todo un día. Eugene quiso ser el chino, y por lo tanto Lucius Randall hacía de mujer.
      Así que estaban haciendo rabos, pegotes y toda clase de tonterías, y poniéndolas en la barriga y en el trasero, cogiendo todos los restos de camisas y pantalones que Snowdie y yo cortábamos sobre la mesa del comedor. A veces atrapábamos a uno y le hilvanábamos algo encima por más que se resistiera, pero en realidad no les hacíamos mucho caso, hablábamos de los precios de las cosas para el invierno y del funeral de una solterona.
      Por eso no oímos crujir el escalón ni ceder el porche. Afortunadamente. Y si no fuera porque nos lo contaron, no lo hubiera creído.
      Resulta que por la calle pasaba —como todos los días— un negro, aunque de fiar. Es uno de los negros de la madre de la señora Stark, el viejo Plez Morgan, como todos le llaman. Vive en mi misma calle, un poco más abajo. Un negro de los de antes, de esos que parecen conocer a todo el mundo desde el comienzo de los tiempos. Conoce a más gente que yo, quiénes son, y a toda la gente fina. Si busca a un vecino de Morgana que casi siempre sabe quién es quién, pregunte por el viejo Plez.
      Así que bajaba por la calle, avanzando por etapas. Todavía tenía que limpiar el jardín de unas cuantas personas que solo confían en él, como la señora Stark, porque va con cuidado y no arranca las raíces de las plantas. Dios sabrá su edad. Empieza a primera hora de la mañana y vuelve a casa por la tarde sin prisas, parándose a charlar con la gente; les pregunta por su salud y da las buenas tardes a todos aquellos con quienes se cruza por la calle. Solo que aquel día, según dijo, no vio ni a un alma —salvo a alguien que le diré dentro de un momento— por el camino, ni siquiera en los porches ni en los jardines. No podría decirle por qué, a menos que fuera por aquellas ráfagas de viento del norte que habían empezado a soplar. A nadie le gustan.
      El caso es que más allá, delante de él, caminaba un hombre. Plez dijo que tenía los andares de un blanco y unos andares que conocía, pero le parecía que los recordaba de hacía años, de otro tiempo.
      No era el andar de alguien que tuviera que ir por la calle de MacLain justo a esa hora, y a la vez sí lo era, y en cualquier caso no le entraba en la cabeza qué clase de asunto se podía llevar entre manos esa persona. Así de meticuloso es Plez cuando le da vueltas a algo.
      Si viera usted a Plez, le reconocería al momento. Llevaba unas rosas en el sombrero aquel día; le vi justo después. Eran rosas otoñales de la señorita Lizzie, grandes como el puño de un hombre y rojas como la sangre, y oscilaban de un lado para otro sujetas por la cinta de su viejo sombrero negro; algunos hierbajos colgaban del ala, los que había arrancado del jardín la señora Stark; ese día había estado limpiando sus macizos de flores. Amenazaba lluvia.
      Después contó que no llevaba prisa, porque de lo contrario hubiera alcanzado a aquel hombre y le hubiera dejado atrás. El otro caminaba delante de Plez, en la misma dirección, y tampoco tenía ganas de apresurar el paso. Era un extraño que le resultaba muy familiar.
      Cuenta Plez que el desconocido de aire familiar se detuvo al llegar delante de la casa de los MacLain, apoyó todo su peso sobre una pierna y se quedó quieto, como una estatua, con la mano en la cadera. «Ja!», dijo el viejo Plez, y se apoyó en el portalón de la iglesia presbiteriana y se quedó allí un rato.
      Luego el desconocido —¡oh, era King!, para entonces Plez le llamaba para sus adentros el señor King— entró en el jardín, pero no siguió hasta la puerta, como hubiera hecho cualquiera. Primero dio una vuelta alrededor de la casa. Echó un vistazo al jardín, al cenador y a los cedros que bordean la casa donde había vivido, y miró bajo la higuera que hay detrás y por debajo de la ropa tendida (¡si hubiera contado las prendas!); después caminó hacia la parte delantera, como desdeñoso, y Plez dijo que, aunque no podía jurar que había visto desde la iglesia presbiteriana todo lo que hacía el señor King, estaba convencido de que le vio mirar a través de las persianas. Serían las del comedor.
      Dios mío, habíamos cerrado las que daban al oeste por los ojos de Snowdie, claro.
      Por fin volvió hacia la fachada, rodeando los macizos de flores que hay debajo del dormitorio delantero. Luego adoptó un aire más tranquilo y empezó a subir por las escaleras.
      El escalón de en medio cruje cuando lo pisas, pero no lo oímos. Plez dijo que llevaba zapatillas de tenis. Así que atravesó el porche, y ¿sabe qué se le ocurrió?, pues llamar a la puerta. ¿Por qué no se quedó satisfecho con lo de fuera?
      A su propia puerta. Hizo ademán de llamar, como si quisiera ver qué pasaba, y luego escondió el regalo detrás del abrigo. Por supuesto que llevaba alguna cosa en una caja para ella. Siempre volvía a casa con esa clase de regalos que quitan el aliento, ¿sabe? Permaneció allí con una pierna adelantada, muy elegante, para sorprenderles. Y seguro que tenía una sonrisa encantadora. ¡Oh, por favor, no me pida que siga contándolo!
      Suponga que a Snowdie le hubiese dado por echar un vistazo por el pasillo —el comedor se encuentra al final y la puerta corredera estaba abierta— y le hubiera visto con aquella pinta de «Ven corriendo a darme un beso». No sé si ella puede ver a tanta distancia, pero yo sí. Fui tonta y no miré.
      Fueron los gemelos quienes le vieron. A través de los agujeritos de las máscaras, ¡qué ojos de lince! No habrá nada que detenga a esos gemelos. Y no llegó a llamar a la puerta, aunque tenía la mano levantada por segunda vez y los nudillos preparados; entonces salieron los chiquillos gritando: «¡Uh!», moviendo los brazos arriba y abajo, lo que puede darte un susto de muerte si te coge desprevenido.
      Les oímos salir disparados, pero lo único que pensamos, si es que pensamos algo, fue que habían salido a darle un susto a algún negro que pasaba por allí.
      Plez dice —aunque hay que tener en cuenta la posibilidad de un error humano— que vio salir patinando por un lado de King a Lucius Randall, disfrazado, y por el otro a Eugene Hudson, también disfrazado. Saben patinar muy bien esos chiquillos, y eso que no tienen acera. Salieron como flechas y se pusieron a dar vueltas alrededor de su padre, agitando los brazos y moviendo los dedos como si quisieran asustarle, con su melena de paje alzada en un redondel.
      Lucius Randall, dijo Plez, llevaba puesto algo de color rosa, yes verdad: el pijama de franela fina que le habíamos puesto sobre la ropa antes de que se nos escapara. Y dijo que Eugene era un chino, y lo era. Sería difícil decir cuál de los dos estaba más espantoso, pero en mi opinión el peor era Lucius Randall, con aquella cara de mujer y los guantes de algodón blanco que le pingaban de los dedos. Y, ¡oh!, llevaba mi sombrero. El que me pongo para ordeñar.
      Y armaron un alboroto tremendo con los patines, dijo Plez, y eso también es cierto, porque me acuerdo de que a Snowdie y a mí nos costaba oír lo que decíamos.
      Plez dijo que King aguantó el jaleo un minuto; luego también se puso a dar vueltas. Patinaban alrededor de él y decían con sus agudas voces de pajarito: «¿Cómo está usted, señor Monstruo?».
      Ya sabe que, cuando los niños quieren hacer diabluras, no hay quien se lo impida. (Aunque sin las máscaras esos dos niños hubieran sido más educados, tienen bastante de los Hudson.) Venga a dar vueltas y más vueltas con los patines alrededor de su papá, y sin saber nada, ¡pobrecitos! Después de todo, no tenían a nadie a quien asustar en el día de Halloween, aparte de algún que otro negro que pasara por allí y al tren de la Yazoo and Mississippi Valley Railroad, que pasaba silbando a las dos y cuarto.
      ¡Qué diablillos! Patinando alrededor de su papá. Plez dijo que si los chiquillos hubieran sido negritos no habría dudado en afirmar que parecían salvajes. Al fin tuvieron bien atrapado en el corro a su papá, que no podía salir; Plez dijo que aquello ponía nervioso a cualquiera que lo estuviera viendo y que pidió ayuda al Señor un par de veces. Y después de haber estado dando vueltas de pie se agacharon y siguieron girando a la altura de las rodillas de King.
      Llegó un momento en que King se hartó y quiso largarse. Solo que no era fácil y tuvo que intentarlo más de una vez. Juntó fuerzas, y King es un hombre de metro ochenta, que pesa como un caballo, pero yo creo que estaba desconcertado. Por fin consiguió librarse de los críos y se largó como alma que lleva el diablo. Saltó por encima de la balaustrada y los helechos, cruzó corriendo el jardín, franqueó de un salto la cuneta y desapareció. Se adentró en el bosque en dirección al río Grande Negro y los sauces se agitaron a su paso, y ni Plez ni nadie sabe adónde se fue corriendo de aquel modo.
      Plez dijo que King pasó por su lado pero que no pareció reconocerle, y ya era tarde para hablarle.
      Y nadie sabe hacia dónde se dirigió.
      En lugar de venir, tendría que haber mandado otra nota.
      Bueno, los chicos se quedaron boquiabiertos mirándolo, se dieron cuenta de lo que había pasado y se asustaron. Volvieron al comedor. Allí estaban las dos inocentes señoras charlando. Los niños tuvieron que ponerse serios y hacer toda clase de muecas, arrastrar los patines por la alfombra, ir detrás de nosotras alrededor de la mesa mientras cortábamos una camiseta para Eugene Hudson y tirarnos de la falda hasta que les hicimos caso.
      «Bueno, hablad», dijo su madre, y le contaron que un coco había aparecido en el porche delantero y que, cuando salieron a verle, les soltó: «Me voy. Ahí os quedáis», de modo que le persiguieron escaleras abajo y le ahuyentaron. «¡Pero miró hacia atrás así!», dijo Lucius Randall levantando la máscara para enseñarnos su carita y sus redondos ojos azules. Y Eugene Hudson dijo que el coco había arrancado un puñado de pacanas antes de cruzar el portón.
      Snowdie dejó caer las tijeras sobre el mueble de caoba y su mano quedó inmóvil en el aire y me miró, una mirada que duró un minuto. Luego se levantó el delantal y empezó a quitárselo mientras corría por el pasillo hacia la puerta, supongo que para que no la vieran con él puesto si había alguien todavía allí. Corrió y los pequeños prismas de cristal se agitaron en la sala de estar; no recuerdo haberla visto nunca así. No se detuvo en la puerta, salió al porche, miró a un lado y a otro, bajó los escalones de dos en dos y se quedó en el jardín con la mano apoyada en un árbol, mirando el campo, pero por el gesto de su cabeza comprendí que no había nadie.
      Cuando llegué a la escalera —no me pareció correcto seguirla enseguida— no había nadie, salvo el viejo Plez, que se quitó el sombrero al pasar.
      «Plez, ¿has visto a un caballero en mi porche hace un momento?», oí que le preguntaba Snowdie, y allí estaba Plez, caminando lentamente con la cabeza descubierta, como si acabara de llegar, que era lo que creímos. Y Plez, por supuesto, dijo: «No, señorita, no recuerdo que nadie me haya adelantado».
      Los dos niños se agarraron a mí y sentí que me daban tirones. Mientras tanto mi hijita seguía durmiendo, y luego se despertó y se tragó el botón.
      El susurro de las hojas era muy distinto del que se oía cuando entré. Iba a llover. El día tenía dos caras, como suele ocurrir cuando cambian las estaciones: nubes oscuras y un aire dorado e inmóvil sobre la carretera, y los árboles más luminosos que el cielo. Las hojas de roble caídas se arrastraban y esparcían, volaban hacia el viejo Plez y lo rozaban.
      «Supongo que estás seguro, Plez», dijo Snowdie, y él le preguntó, como para consolarla: «¿Verdad que hoy no esperaba usted ninguna visita?».
      Fue más tarde cuando la señora Stark agarró a Plez y le arrancó la verdad; yo me enteré posteriormente, por alguien de su iglesia. Claro que él no iba a dejar que nadie le hiciera daño a la señorita Snowdie MacLain, después de que la hubiésemos cuidado durante tanto tiempo. Así que le contó una mentira piadosa.
      Después de que se marchara Plez, Snowdie se quedó en la calle, sin abrigo, con el rostro vuelto hacia el campo quitándose de la falda algunos hilos y soltándolos en el viento, como si estuviera regalando algo, hasta que me acerqué. No lloró.

      «Desde luego que podía ser un fantasma —dijo Plez a la señora Stark—, pero creo que un fantasma, si hubiera venido a ver a la señora de la casa, hubiese esperado hasta hablar con ella.»
      Y dijo que no tenía ninguna duda de que era el señor King MacLain, que volvía a su casa una vez más y que después cambió de opinión. La señorita Lizzie les dijo a las señoras de su iglesia:
      «Yo, al menos, me fío del negro. Me fío tanto de él como ustedes de mí. El viejo Plez sigue teniendo la mente lúcida. Me fío sin reservas de su historia —dice—, porque sé que eso es precisamente lo que haría King MacLain: echar a correr». Por una vez estoy de acuerdo en algo con la señorita Lizzie Stark, aunque me parece que ella no se ha enterado.
      Espero que tropezara con una piedra y se cayera cuando se largó corriendo, antes de alejarse del pueblo, y que se despellejara su elegante nariz, el muy canalla.
      Y por eso Snowdie viene a buscar mantequilla y no me deja llevársela. Me parece que la ha tomado conmigo porque yo estaba en su casa el día en que él apareció; ahora ya no le gusta mi hijita.
      Y Fate dice que quizá King sabía que era Halloween. ¿Cree usted que sería capaz de llegar a tal extremo, solo por gastar una broma pesada? ¿Y que le pagaron con la misma moneda? Normalmente Fate dice cosas más sensatas.
      De hombres como King se puede pensar cualquier cosa. Volaba como el viento, le juró Plez a la señorita Lizzie Stark; aunque no pudo decir hacia dónde porque cambiaba continuamente de dirección.
      Pero apuesto mi becerrito Jersey a que King se paró lo suficiente para hacer algún niño más por ahí.
      ¿Por qué digo esto? No se lo diría ni a mi marido, así que olvídelo.


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