Franz
Kafka
(Praga, 1883-1924)
Un médico rural (1918)
(“Ein Landarzt”)
Originalmente publicado en Die neue Dichtung (1918)
Estaba muy preocupado; debía
emprender un viaje urgente; un enfermo de gravedad me estaba esperando
en un pueblo a diez millas de distancia; una violenta tempestad de
nieve azotaba el vasto espacio que nos separaba; yo tenía un coche,
un cochecito ligero, de grandes ruedas, exactamente apropiado para
correr por nuestros caminos; envuelto en el abrigo de pieles, con mi
maletín en la mano, esperaba en el patio, listo para marchar; pero
faltaba el caballo... El mío se había muerto la noche anterior,
agotado por las fatigas de ese invierno helado; mientras tanto, mi
criada corría por el pueblo, en busca de un caballo prestado; pero
estaba condenada al fracaso, yo lo sabía, y a pesar de eso continuaba
allí inútilmente, cada vez más envarado, bajo la nieve que me
cubría con su pesado manto. En la puerta apareció la muchacha, sola,
y agitó la lámpara; naturalmente, ¿quién habría prestado su
caballo para semejante viaje? Atravesé el patio, no hallaba ninguna
solución; distraído y desesperado a la vez, golpeé con el pie la
ruinosa puerta de la pocilga, deshabitada desde hacía años. La
puerta se abrió, y siguió oscilando sobre sus bisagras. De la
pocilga salió una vaharada como de establo, un olor a caballos. Una
polvorienta linterna colgaba de una cuerda.
Un individuo, acurrucado en el
tabique bajo, mostró su rostro claro, de ojitos azules.
—¿Los engancho al coche? —preguntó,
acercándose a cuatro patas.
No supe qué decirle, y me agaché
para ver qué había dentro de la pocilga. La criada estaba a mi lado.
—Uno nunca sabe lo que puede
encontrar en su propia casa —dijo ésta. Y ambos nos echamos a
reír.
—¡Hola, hermano, hola, hermana!
—gritó el palafrenero, y dos caballos, dos magníficas bestias de
vigorosos flancos, con las piernas dobladas y apretadas contra el
cuerpo, las perfectas cabezas agachadas, como las de los camellos, se
abrieron paso una tras otra por el hueco de la puerta, que llenaban
por completo. Pero una vez afuera se irguieron sobre sus largas patas,
despidiendo un espeso vapor.
—Ayúdalo —dije a la criada, y
ella, dócil, alargó los arreos al caballerizo. Pero apenas llegó a
su lado, el hombre la abrazó y acercó su rostro al rostro de la
joven. Esta gritó, y huyó hacia mí; sobre sus mejillas se veían,
rojas, las marcas de dos hileras de dientes.
—¡Salvaje! —dije al
caballerizo—. ¿Quieres que te azote?
Pero luego pensé que se trataba
de un desconocido, que yo ignoraba de dónde venía y que me ofrecía
ayuda cuando todos me habían fallado. Como si hubiera adivinado mis
pensamientos, no se mostró ofendido por mi amenaza y, siempre
atareado con los caballos, sólo se volvió una vez hacia mí.
—Suba —me dijo, y, en efecto,
todo estaba preparado.
Advierto entonces que nunca viajé
con tan hermoso tronco de caballos, y subo alegremente.
—Yo conduciré, pues tú no
conoces el camino —dije.
—Naturalmente —replica—, yo
no voy con usted: me quedo con Rosa.
—¡No! —grita Rosa, y huye
hacia la casa, presintiendo su inevitable destino; aún oigo el ruido
de la cadena de la puerta al correr en el cerrojo; oigo girar la llave
en la cerradura; veo además que Rosa apaga todas las luces del
vestíbulo y, siempre huyendo, las de las habitaciones restantes, para
que no puedan encontrarla.
—Tú vendrás conmigo —digo al
mozo—; si no es así, desisto del viaje, por urgente que sea. No
tengo intención de dejarte a la muchacha como pago del viaje.
—¡Arre! —grita él, y da una
palmada; el coche parte, arrastrado como un leño en el torrente; oigo
crujir la puerta de mi casa, que cae hecha pedazos bajo los golpes del
mozo; luego mis ojos y mis oídos se hunden en el remolino de la
tormenta que confunde todos mis sentidos. Pero esto dura sólo un
instante; se diría que frente a mi puerta se encontraba la puerta de
la casa de mi paciente; ya estoy allí; los caballos se detienen; la
nieve ha dejado de caer; claro de luna en torno; los padres de mi
paciente salen ansiosos de la casa, seguidos de la hermana; casi me
arrancan del coche; no entiendo nada de su confuso parloteo; en el
cuarto del enfermo el aire es casi irrespirable, la estufa humea,
abandonada; quiero abrir la ventana, pero antes voy a ver al enfermo.
Delgado, sin fiebre, ni caliente ni frío, con ojos inexpresivos, sin
camisa, el joven se yergue bajo el edredón de plumas, se abraza a mi
cuello y me susurra al oído:
—Doctor, déjeme morir.
Miro en torno; nadie lo ha oído;
los padres callan, inclinados hacia adelante, esperando mi sentencia;
la hermana me ha acercado una silla para que coloque mi maletín de
mano. Lo abro, y busco entre mis instrumentos; el joven sigue
alargándome las manos, para recordarme su súplica; tomo un par de
pinzas, las examino a la luz de la bujía y las deposito nuevamente.
—Sí —pienso indignado—; en
estos casos los dioses nos ayudan, nos mandan el caballo que
necesitamos y, dada nuestra prisa, nos agregan otro. Además, nos
envían un caballerizo...
En aquel preciso instante me
acuerdo de Rosa. ¿Qué hacer? ¿Cómo salvarla? ¿Cómo rescatar su
cuerpo del peso de aquel hombre, a diez millas de distancia, con un
par de caballos imposibles de manejar? Esos caballos que no sé cómo
se han desatado de las riendas, que se abren paso ignoro cómo; que
asoman la cabeza por la ventana y contemplan al enfermo, sin dejarse
impresionar por las voces de la familia.
—Regresaré en seguida —me
digo como si los caballos me invitaran al viaje. Sin embargo, permito
que la hermana, que me cree aturdido por el calor, me quite el abrigo
de pieles. Me sirven una copa de ron; el anciano me palmea
amistosamente el hombro, porque el ofrecimiento de su tesoro justifica
ya esta familiaridad. Meneo la cabeza; estallaré dentro del estrecho
círculo de mis pensamientos; por eso me niego a beber. La madre
permanece junto al lecho y me invita a acercarme; la obedezco, y
mientras un caballo relincha estridentemente hacia el techo, apoyo la
cabeza sobre el pecho del joven, que se estremece bajo mi barba
mojada. Se confirma lo que ya sabía: el joven está sano, quizá un
poco anémico, quizá saturado de café, que su solícita madre le
sirve, pero está sano; lo mejor sería sacarlo de un tirón de la
cama. No soy ningún reformador del mundo, y lo dejo donde está. Soy
un vulgar médico del distrito que cumple con su deber hasta donde
puede, hasta un punto que ya es una exageración. Mal pagado, soy, sin
embargo, generoso con los pobres. Es necesario que me ocupe de Rosa;
al fin y al cabo es posible que el joven tenga razón, y yo también
pido que me dejen morir. ¿Qué hago aquí, en este interminable
invierno? Mi caballo se ha muerto y no hay nadie en el pueblo que me
preste el suyo. Me veré obligado a arrojar mi carruaje en la pocilga;
si por casualidad no hubiese encontrado esos caballos, habría tenido
que recurrir a los cerdos. Esta es mi situación. Saludo a la familia
con un movimiento de cabeza. Ellos no saben nada de todo esto, y si lo
supieran, no lo creerían. Es fácil escribir recetas, pero en cambio,
es un trabajo difícil entenderse con la gente. Ahora bien, acudí
junto al enfermo; una vez más me han molestado inútilmente; estoy
acostumbrado a ello; con esa campanilla nocturna todo el distrito me
molesta, pero que además tenga que sacrificar a Rosa, esa hermosa
muchacha que durante años vivió en mi casa sin que yo me diera
cuenta cabal de su presencia... Este sacrificio es excesivo, y tengo
que encontrarle alguna solución, cualquier cosa, para no dejarme
arrastrar por esta familia que, a pesar de su buena voluntad, no
podrían devolverme a Rosa. Pero he aquí que mientras cierro el
maletín de mano y hago una señal para que me traigan mi abrigo, la
familia se agrupa, el padre olfatea la copa de ron que tiene en la
mano, la madre, evidentemente decepcionada conmigo —¿qué espera,
pues, la gente?— se muerde, llorosa, los labios, y la hermana agita
un pañuelo lleno de sangre; me siento dispuesto a creer, bajo ciertas
condiciones, que el joven quizá está enfermo. Me acerco a él, que
me sonríe como si le trajera un cordial... ¡Ah! Ahora los dos
caballos relinchan a la vez; ese estrépito ha sido seguramente
dispuesto para facilitar mi auscultación; y esta vez descubro que el
joven está enfermo. El costado derecho, cerca de la cadera, tiene una
herida grande como un platillo, rosada, con muchos matices, oscura en
el fondo, más clara en los bordes, suave al tacto, con coágulos
irregulares de sangre, abierta como una mina al aire libre. Así es
como se ve a cierta distancia. De cerca, aparece peor. ¿Quién puede
contemplar una cosa así sin que se le escape un silbido? Los gusanos,
largos y gordos como mi dedo meñique, rosados y manchados de sangre,
se mueven en el fondo de la herida, la puntean con su cabecitas
blancas y sus numerosas patitas. Pobre muchacho, nada se puede hacer
por ti. He descubierto tu gran herida; esa flor abierta en tu costado
te mata. La familia está contenta, me ve trabajar; la hermana se lo
dice a la madre, ésta al padre, el padre a algunas visitas que entran
por la puerta abierta, de puntillas, a través del claro de luna.
—¿Me salvarás? —murmura
entre sollozos el joven, deslumbrado por la vista de su herida.
Así es la gente de mi comarca.
Siempre esperan que el médico haga lo imposible. Han perdido la
antigua fe; el cura se queda en su casa y desgarra sus ornamentos
sacerdotales uno tras otro; en cambio, el médico tiene que hacerlo
todo, suponen ellos, con sus pobres dedos de cirujano. ¡Como quieran!
Yo no les pedí que me llamaran; si pretenden servirse de mí para un
designio sagrado, no me negaré a ello. ¿Qué cosa mejor puedo pedir
yo, un pobre médico rural, despojado de su criada?
Y he aquí que empiezan a llegar
los parientes y todos los ancianos del pueblo, y me desvisten; un coro
de escolares, con el maestro a la cabeza canta junto a la casa una
tonada infantil con estas palabras:
“Desvístanlo, para que cure,
y si no cura, mátenlo.
Sólo es un médico, sólo es un médico...”
Mírenme: ya estoy desvestido, y,
mesándome la barba y cabizbajo, miro al pueblo tranquilamente. Tengo
un gran dominio sobre mí mismo; me siento superior a todos y aguanto,
aunque no me sirve de nada, porque ahora me toman por la cabeza y los
pies y me llevan a la cama del enfermo. Me colocan junto a la pared,
al lado de la herida. Luego salen todos del aposento; cierran la
puerta, el canto cesa; las nubes cubren la luna; las mantas me
calientan, las sombras de las cabezas de los caballos oscilan en el
vano de las ventanas.
—¿Sabes —me dice una voz al
oído— que no tengo mucha confianza en ti? No importa cómo hayas
llegado hasta aquí; no te han llevado tus pies. En vez de ayudarme,
me escatimas mi lecho de muerte. No sabes cómo me gustaría
arrancarte los ojos.
—En verdad —dije yo—, es una
vergüenza. Pero soy médico. ¿Qué quieres que haga? Te aseguro que
mi papel nada tiene de fácil.
—¿He de darme por satisfecho
con esa excusa? Supongo que sí. Siempre debo conformarme. Vine al
mundo con una hermosa herida. Es lo único que poseo.
—Joven amigo —digo—, tu
error estriba en tu falta de empuje. Yo, que conozco todos los cuartos
de los enfermos del distrito, te aseguro: tu herida no es muy
terrible. Fue hecha con dos golpes de hacha, en ángulo agudo. Son
muchos los que ofrecen sus flancos, y ni siquiera oyen el ruido del
hacha en el bosque. Pero menos aún sienten que el hacha se les
acerca.
—¿Es de veras así, o te
aprovechas de mi fiebre para engañarme?
—Es cierto, palabra de honor de
un médico juramentado. Puedes llevártela al otro mundo.
Aceptó mi palabra, y guardó
silencio. Pero ya era hora de pensar en mi libertad. Los caballos
seguían en el mismo lugar. Recogí rápidamente mis vestidos, mi
abrigo de pieles y mi maletín; no podía perder el tiempo en
vestirme; si los caballos corrían tanto como en el viaje de ida,
saltaría de esta cama a la mía. Dócilmente, uno de los caballos se
apartó de la ventana; arrojé el lío en el coche; el abrigo cayó
fuera, y sólo quedó retenido por una manga en un gancho. Ya era
bastante. Monté de un salto a un caballo; las riendas iban sueltas,
las bestias, casi desuncidas, el coche corría al azar y mi abrigo de
pieles se arrastraba por la nieve.
—¡De prisa! —grité—. Pero
íbamos despacio, como viajeros, por aquel desierto de nieve, y
mientras tanto, el nuevo el canto de los escolares, el canto de los
muchachos que se mofaban de mí, se dejó oír durante un buen rato
detrás de nosotros:
“Alégrense, enfermos,
tienen al médico en su propia cama”.
A ese paso nunca llegaría a mi
casa; mi clientela está perdida; un sucesor ocupará mi cargo, pero
sin provecho, porque no puede reemplazarme; en mi casa cunde el
repugnante furor del caballerizo; Rosa es su víctima; no quiero
pensar en ello. Desnudo, medio muerto de frío y a mi edad, con un
coche terrenal y dos caballos sobrenaturales, voy rodando por los
caminos. Mi abrigo cuelga detrás del coche, pero no puedo alcanzarlo,
y ninguno de esos enfermos sinvergüenzas levantará un dedo para
ayudarme. ¡Se han burlado de mí! Basta acudir una vez a un falso
llamado de la campanilla nocturna para que lo irreparable se produzca.
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