Flannery O’Connor
(Savannah, Georgia, 1925-1964)
El negro artificial
(“The Artificial Nigger”, 1955)
(originalmente publicado en Kenyon Review, vol. 17, Spring 1955)
Publicado también en The Best American Short Stories of 1956, al cuidado de Martha Foley,
y en Fiction in the Fifties, al cuidado de Herbert Gold, 1959.
Sexto cuento de los diez incluídos en A Good Man Is Hard to Find and Other Stories (1955).
The Complete Stories, 1971
Al despertar, el señor Head
descubrió que la habitación estaba inundada de la luz de la luna.
Se sentó y miró la madera del suelo —del color de la plata—
y luego el cutí de su almohada, que parecía brocado, y al cabo de
un instante vio la mitad de la luna a dos metros, en el espejo de afeitarse,
parada como si estuviera esperando permiso para entrar. Rodó hacia
delante y proyectó una luz que dignificaba cuanto tocaba. La silla recta
de la pared pareció más erguida y solícita, como si
esperara una orden, y los pantalones del señor Head, colgados del
respaldo, tenían un aire casi noble, como las prendas que un gran hombre
hubiese tirado a su sirviente; no obstante, el rostro de la luna era severo.
Dejaba vagar su mirada por la habitación y fuera de la ventana, donde
flotaba sobre el establo y parecía contemplarse con los ojos de un joven
que ve ante sí su vejez.
El señor Head podría
haberle dicho que la edad era una bendición y que solo con los
años adquiere el hombre esa serena comprensión de la vida que lo
convierte en un guía ideal para la juventud. Esta, al menos,
había sido su experiencia.
Sentado, se agarró a los
barrotes de los pies de la cama y se incorporó hasta ver la esfera del
despertador que descansaba sobre un balde puesto del revés cerca de la
silla. Eran las dos de la noche. El timbre del despertador no funcionaba pero
él no confiaba en ningún medio mecánico para despertarse.
Sesenta años no habían embotado sus reflejos; sus reacciones
físicas, como las morales, se regían por su voluntad y su
férreo carácter, y esto se advertía fácilmente en
sus facciones. Tenía la cara larga como un tubo, con la mandíbula
larga y redondeada y la nariz larga y aplastada. Los ojos eran penetrantes pero
tranquilos y, a la milagrosa luz de la luna, tenían una mirada serena y
de vieja sabiduría, como si pertenecieran a uno de los grandes
guías de la humanidad. Podría haber sido Virgilio convocado en
mitad de la noche para ir a ver a Dante, o mejor Rafael, despertado por una
explosión de luz divina para volar al lado de Tobías. El
único lugar oscuro de la habitación era el jergón de
Nelson, bajo la sombra de la ventana.
Nelson yacía de costado,
ovillado, con las rodillas bajo el mentón y los talones bajo el trasero.
Su traje y su sombrero nuevo estaban en las cajas en que los habían
enviado; estas se hallaban en el suelo al pie del jergón, donde las
podía tocar en cuanto se despertara. El balde del agua sucia, fuera de
las sombras y de un blanco inmaculado a la luz de la luna, parecía
montar guardia como un ángel custodio. El señor Head se
recostó nuevamente, con la certeza de poder llevar a cabo la
misión moral del día siguiente. Se levantaría antes que
Nelson y tendría el desayuno preparado cuando él despertara. El
chico se disgustaba cuando el señor Head era el primero en levantarse.
Tendrían que salir de casa a las cuatro para llegar al empalme
ferroviario antes de las cinco y media. El tren pasaba a las cinco y cuarenta y
cinco. Tenían que llegar en punto, ya que el tren solamente paraba por
su causa.
Sería el primer viaje del
muchacho a la ciudad, aunque él afirmaba que sería el segundo
porque había nacido allí. El señor Head había
tratado de explicarle que cuando nació no tenía inteligencia para
determinar dónde se encontraba, pero esto no había causado
ninguna impresión en el chico, pues continuaba insistiendo en que este
iba a ser su segundo viaje. Sería el tercero del señor Head.
Nelson había dicho: “Habré estao
allí dos veces y apenas tengo diez años”.
El señor Head no estaba de
acuerdo.
“Si hace quince años que
no va, ¿cómo sabe que no se va a perder? —había
preguntado Nelson—. ¿Cómo sabe que no ha cambiao?”
“¿Acaso m’he perdío alguna
vez?” —había preguntado a su vez el señor Head.
Tenía razón y Nelson lo
sabía, pero era un chaval que nunca quedaba satisfecho hasta haber dado
una respuesta imprudente y replicó: “Por aquí no hay donde
perderse”.
“Ya llegará’l
día —había profetizado el señor Head— en que
descubras que no eres tan inteligente como crees.”
Había estado pensando en ese
viaje varios meses, pero lo concebía en términos morales. Iba a
ser una lección que el muchacho nunca olvidaría. Allí iba
a descubrir que no había razón alguna para enorgullecerse de
haber nacido en la ciudad. Iba a descubrir que la ciudad no es un lugar
maravilloso. El señor Head quería que viera todo cuanto hay que
ver en una ciudad para que se sintiera contento de estar en casa el resto de su
vida. Se quedó dormido pensando en cómo el muchacho iba a darse
cuenta de que no era tan inteligente como creía.
Se despertó a las tres y media
con el olor del lomo frito y se levantó de un salto del catre. El
jergón estaba vacío y las cajas de ropa, abiertas. Se puso los
pantalones y corrió al otro cuarto. El muchacho estaba cocinando pan de
maíz y ya había freído la carne. Estaba sentado en la
semioscuridad a la mesa, bebiendo café frío en una lata.
Tenía puesto el traje nuevo y el sombrero gris nuevo le caía
sobre los ojos. Era demasiado grande para él pero lo habían
pedido de tamaño mayor porque esperaban que le creciera la cabeza. No
dijo nada, aunque toda su expresión indicaba la satisfacción de
haberse levantado antes que el señor Head.
El señor Head fue a la cocina
y llevó la carne a la mesa en la sartén.
—No hay prisa —dijo—.
Bien pronto llegarás allí y no hay garantías de que vaya a
gustarte en cuanto llegues. —Y se sentó frente al muchacho, cuyo
sombrero osciló un poco hacia atrás para descubrir un rostro
tiernamente inexpresivo, muy parecido en la forma al del viejo.
Eran abuelo y nieto pero se
parecían lo suficiente para ser hermanos, y hermanos sin mucha
diferencia de edad, ya que el señor Head tenía una
expresión juvenil durante el día, mientras que el chico
tenía aspecto de anciano, como si ya lo supiera todo y estuviera
contento de olvidarlo.
El señor Head había
tenido una vez esposa e hija. Cuando la esposa murió, la hija se
escapó de casa y regreso al cabo de cierto tiempo con Nelson. Luego, una
mañana, sin levantarse de la cama, murió y dejó al
señor Head solo para cuidar al niño, de un año. El anciano
había cometido el error de decirle a Nelson que había nacido en
Atlanta. Si no se lo hubiera dicho, Nelson no habría insistido en que
este iba a ser su segundo viaje.
—Tal vea
no te guste na —continuó el señor Head—. Estará
lleno de negros.
El muchacho hizo una mueca que
indicaba su confianza en que podía vérselas con un negro.
—Muy bien —dijo el
señor Head—. Nunca has visto a un negro.
—No s’ha
levantao muy temprano —observó Nelson.
—Nunca has visto a un negro —repitió
el señor Head—. No ha habío un
negro en la zona desde que echamos a aquel hace doce años, y eso
sucedió antes de que tú nacieras. —Miró al muchacho
como si lo estuviera desafiando a decir que alguna vez había visto un
negro.
—¿Cómo sabe usté que nunca vi a un negro cuando vivía
allí? —preguntó Nelson—. Probablemente vi muchos.
—Si viste uno, no sabías
lo qu’era —afirmó el señor
Head totalmente exasperado—. Un niño de seis meses no distingue a
un negro de cualquier otra persona.
—Apuesto a que reconozco un
negro na más verlo —dijo el chico, y se levantó,
enderezó su arrugado sombrero gris y salió hacia la letrina.
Llegaron al empalme un rato antes de
la hora en que debía pasar el tren y se detuvieron a un metro de los
raíles. El señor Head llevaba galletas y una lata de sardinas
para el almuerzo en una bolsa de papel. Un sol anaranjado de aspecto tosco se
alzaba tras las montañas que había al este y teñía
el cielo de un rojo apagado a sus espaldas, pero frente a ellos aún
estaba gris y tenían delante una luna transparente, apenas más
fuerte que una huella digital y ya completamente sin luz. Una pequeña
caja de hojalata para los cambios de agujas y un bidón negro de
petróleo era todo cuanto indicaba que se trataba de un empalme; los
rieles eran dobles y no convergían nuevamente hasta que se
escondían detrás de las curvas a cada lado del claro. Los trenes
que pasaban daban la impresión de emerger de un túnel de
árboles, y, golpeados al instante por el frío cielo,
desaparecían aterrorizados en el bosque. El señor Head
había tenido que efectuar arreglos especiales con el vendedor de
billetes para que el tren parase. En su fuero interno tenía miedo de que
no lo hiciera, en cuyo caso sabía que Nelson diría: “Nunca
pensé que un tren iba a parar por usté”.
Bajo la inútil luz matutina, los rieles parecían blancos y
frágiles. El anciano y el niño miraban al frente como si
esperasen una aparición.
Entonces, súbitamente, antes
de que el señor Head se decidiera a regresar, se oyó un profundo
silbido de aviso y el tren apareció deslizándose muy despacio,
casi en silencio, por la curva de árboles a unos doscientos metros, con
una luz delantera amarilla y brillante. El señor Head todavía no
estaba seguro de que fuese a parar y temió quedar como un imbécil
aún mayor si llegaba a pasar lentamente. Él y Nelson, sin
embargo, estaban preparados para prescindir del tren si no se detenía.
Al pasar la locomotora les
llenó la nariz con el olor del metal caliente, y luego el segundo
vagón se detuvo exactamente donde estaban parados. Un revisor con la
cara de un viejo bulldog hinchado estaba en la escalerilla como si los
esperase, aunque parecía no importarle nada si subían o no.
—A la derecha —dijo.
Tardaron solo una fracción de
segundo en subir y el tren ya estaba de nuevo en marcha cuando entraron en el
coche silencioso. Casi todos los viajeros dormían, algunos con la cabeza
sobre los brazos de los asientos, algunos estirados sobre dos asientos y otros
arrellanados con los pies en el pasillo. El señor Head vio dos asientos
desocupados y empujó a Nelson en esa dirección.
—Ponte ahí junto a la
ventana —dijo con su voz normal, que era muy alta a esta hora de la
mañana—. A nadie l’importará
que te sientes ahí porque no está ocupao.
Siéntate ahí.
—Ya l’he
oído —murmuró el muchacho—. No hace falta que grite. —Se
sentó y volvió la cabeza hacia el cristal. Vio una cara
pálida, como la de un fantasma, que lo miraba ceñuda debajo del
ala de un sombrero pálido y fantasmal. Su abuelo, echando una
rápida mirada, vio un fantasma distinto, pálido pero sonriente,
bajo un sombrero negro.
El señor Head se sentó,
se puso cómodo, sacó su billete y empezó a leer en voz
alta todo lo que allí estaba impreso. La gente comenzó a moverse.
Algunos se despertaron y lo miraron.
—Quítate el sombrero —dijo
a Nelson.
Se quitó el suyo y lo
dejó sobre sus rodillas. Tenía un poco de pelo blanco que se
había vuelto de color tabaco con el correr de los años y que
estaba aplastado sobre la nuca. La parte anterior de la cabeza era calva y
arrugada. Nelson se quitó el sombrero y se lo puso en las rodillas.
Esperaron a que el revisor fuera a pedirles los billetes.
El hombre sentado al otro lado del
pasillo se había estirado sobre dos asientos, con los pies apoyados
sobre la ventana y la cabeza en el pasillo. Llevaba un traje azul claro y una
camisa amarilla desabotonada en el cuello. Acababa de abrir los ojos y el
señor Head iba a presentarse cuando el revisor llegó desde
atrás y gruñó:
—Billetes.
Una vez que el revisor se hubo
retirado, el señor Head dio a Nelson el billete de regreso y dijo:
—Ahora guárdalo en el
bolsillo y no lo pierdas o te tendrás que quedar en la ciudá.
—Tal vez lo haga —repuso
Nelson como si fuera una idea razonable.
El señor Head pasó por
alto el comentario.
—Es la primera vez que este
muchacho viaja en tren —explicó al hombre del otro lado del
pasillo, que ahora estaba sentado en el borde del asiento con ambos pies en el
suelo.
Nelson se puso el sombrero de un
tirón y volvió la cabeza hacia la ventana, enfadado.
—Nunca ha visto na —continuó
el señor Head—. Ignorante como el día en que nació,
pero quiero que s’harte d’una
vez por todas.
El muchacho se inclinó sobre
su abuelo y hacia el desconocido.
—Nací en la ciudá —dijo—. Nací allí.
Este es mi segundo viaje.
Lo dijo con voz alta y firme, pero el
hombre del otro lado del pasillo no pareció comprender. Tenía
grandes círculos morados bajo los ojos.
El señor Head se
inclinó hacia el pasillo y le tocó el brazo.
—Lo q’hay
qu’hacer con un muchacho —dijo sabiamente—
es mostrarle to lo qu’hay que mostrar. No
ocultarle na.
—Sí —convino el
hombre.
Se miró los pies hinchados y
alzó el izquierdo cinco centímetros del suelo. Al cabo de un
minuto lo bajó y alzó el otro. En el vagón la gente
empezaba a levantarse, a moverse, a bostezar y a estirarse. Se oyeron voces
aquí y allí, y al final hubo un murmullo general. De pronto la
expresión serena del señor Head cambió. Casi cerró
la boca, y una luz, a la vez fiera y precavida, apareció en sus ojos.
Estaba mirando hacia el fondo del coche. Sin volverse, cogió a Nelson
del brazo y lo empujó hacia delante.
—Mira —dijo.
Un hombre corpulento de color
café se acercaba lentamente. Vestía un traje gris claro y una
corbata de satén amarilla con un alfiler de rubíes. Descansaba
una mano sobre el estómago, que aparecía majestuoso bajo la
chaqueta abotonada, y con la otra empuñaba un bastón negro que
levantaba y apoyaba con un movimiento de avance deliberado cada vez que daba un
paso. Se movía muy despacio y sus grandes ojos marrones miraban por
encima de las cabezas de los pasajeros. Tenía un corto bigote blanco y
el cabello también blanco y rizado. Tras él había dos
mujeres jóvenes, ambas de color café, una con un vestido
amarillo, la otra con uno verde. Avanzaban al mismo paso que él y
conversaban bajito, con voz ronca, mientras lo seguían.
La mano del señor Head
apretó insistentemente el brazo de Nelson. Cuando la comitiva
llegó a su altura, el brillo de un anillo de zafiros en la mano
marrón que empuñaba el bastón se reflejó en el ojo
del señor Head, pero este no levantó la mirada ni el hombre
corpulento lo miró. El grupo siguió por el pasillo y salió
del coche. La mano del señor Head se aflojó en el brazo de
Nelson.
—¿Qué era eso? —preguntó.
—Un hombre —respondió
el muchacho, y lo miró indignado, como si estuviera harto de que
menospreciaran su inteligencia.
—¿Qué clase d’hombre? —inquirió el señor Head
con un tono terminante.
—Un hombre viejo —dijo el
muchacho, y tuvo el súbito presentimiento de que no iba a disfrutar del
día.
—Eso era un negro —dijo
el señor Head, y se recostó en el respaldo.
Nelson saltó en el asiento,
volvió la cabeza y se quedó mirando al fondo del coche, pero el
negro se había ido.
—Pensaba que
reconocerías un negro ya que viste tantos cuando estuviste en la ciudá durante tu primera visita —continuó
el señor Head—. Ese es su primer negro —explicó al
hombre del otro lado del pasillo.
El chico se deslizó hacia
abajo en su asiento.
—Usté
dijo qu’eran negros —replicó con
voz de enfado—. Nunca dijo qu’eran
tostaos. ¿Cómo espera que yo sepa algo si usté
no me l’explica bien?
—Eres un ignorante, eso es to —afirmó
el señor Head. Se levantó y se sentó en el asiento
desocupado que había al lado del hombre en el otro lado del pasillo.
Nelson se volvió de nuevo y
miró hacia el lugar por donde el negro había desaparecido.
Sintió que el negro había caminado deliberadamente por el pasillo
para hacerlo quedar como un idiota y le odió con un odio nuevo,
descarnado, feroz; comprendió también por qué al abuelo le
disgustaban tanto. Miró hacia la ventana y el rostro que allí se
reflejaba parecía dar a entender que tal vez no estuviera a la altura de
las exigencias del día. Se preguntó si reconocería la
ciudad cuando llegasen.
Después de haber contado
varias anécdotas, el señor Head se dio cuenta de que el hombre a
quien hablaba estaba dormido. Se levantó y propuso a Nelson caminar por
el tren para ver sus distintas dependencias. En especial, quería que el
muchacho viese el lavabo, así que se encaminaron primero al servicio de
caballeros y examinaron las cañerías. El señor Head le
mostró la refrigeradora de agua como si la hubiera inventado él y
la palangana con un único grifo donde los pasajeros se lavaban los
dientes. Pasaron varios coches y llegaron al restaurante.
Era el vagón más
elegante del tren. Estaba pintado de un amarillo intenso y tenía una
alfombra color vino en el suelo. Había amplias ventanillas al lado de
las mesas y los grandes espacios del panorama deslizante eran recogidos en
miniatura en los costados de las cafeteras y en los vasos. Tres negros con
traje blanco y delantal corrían de un lado a otro del pasillo llevando
bandejas e inclinándose hacia los viajeros que tomaban el desayuno. Uno
de ellos se dirigió presuroso hacia el señor Head y Nelson y dijo
levantando los dedos:
—Mesa pa
dos!
El señor Head replicó
en voz alta:
—¡Comimos antes de salir!
El camarero llevaba grandes gafas
marrones que parecían aumentar el tamaño del blanco de sus ojos.
—Háganse a un lao pues,
por favor —dijo con un movimiento del brazo como si estuviera espantando
moscas.
Ni Nelson ni el señor Head se
movieron un milímetro.
—Mira —dijo el
señor Head.
En un rincón del vagón
había dos mesas que estaban separadas del resto por una cortina de color
azafrán. Ambas estaban puestas pero solo una ocupada, precisamente por
el negro corpulento, que estaba sentado de espaldas a ellos. Hablaba en voz
baja a las dos mujeres mientras untaba de mantequilla una tostada. Tenía
un rostro tristísimo y su pescuezo rebosaba a ambos lados del cuello
blanco de la camisa.
—Los tienen aparte —explicó
el señor Head. A continuación dijo—: Vamos a ver la cocina.
—Y recorrieron de punta a punta el comedor, pero el camarero negro fue
rápidamente tras ellos.
—No se permite entrar en la
cocina a los pasajeros —dijo con voz altanera—. ¡No se
permite entrar en la cocina a los pasajeros!
El señor Head se detuvo y se
volvió hacia él.
—¡Hay una excelente
razón pa ello —gritó al pecho del
negro—, porque las cucarachas espantarían a los pasajeros!
Todos los viajeros se rieron y el
señor Head y Nelson salieron, sonrientes. Donde vivían, el
señor Head era conocido por su ingenio rápido y Nelson se
sintió de pronto orgulloso de él. Se dio cuenta de que el anciano
iba a ser su único sostén en el lugar extraño al que se
dirigían. Estaría totalmente solo en el mundo si se llegaba a
perder. Un gran nerviosismo le hizo temblar y sintió ganas de aferrarse
al abrigo del señor Head y quedarse agarrado como un chiquillo.
Cuando volvían a sus asientos,
vieron por las ventanas cómo el campo se iba punteando de casitas y de
chozas. Una autopista corría paralela al tren. Había
automóviles en ella, muy pequeños y rápidos. Nelson
sintió que había menos aire que hacía treinta minutos. El
hombre del otro lado del pasillo se había ido y no había nadie
cerca con quien el señor Head pudiera conversar, así que
miró por la ventanilla, a través de su propio reflejo, y
leyó en voz alta los nombres de los edificios que estaban pasando.
—¡La Corporación
Química Dixie! —anunció—.
¡Harina Doncella del Sur! ¡Productos de Algodón Bella del
Sur! ¡Mantequilla de Cacahuete Patty! ¿Jarabe de Caña Mami
del Sur!
—¡Cállese! —susurró
Nelson.
En el vagón, la gente
comenzó a levantarse y a sacar su equipaje de la red que se hallaba
sobre los asientos. Las mujeres se ponían los abrigos y los sombreros.
El revisor asomó la cabeza por la puerta del coche, y
gruñó: “Mmmeraparada mmri”, y Nelson, trémulo, hizo ademán
de levantarse. El señor Head le empujó por el hombro.
—Quédate sentao —le dijo con tono solemne—. La primera
parada es en las afueras de la ciudá. La
segunda es en la estación terminal.
Se había enterado de eso
durante su primer viaje, cuando se bajó en la primera parada y tuvo que
pagar quince centavos a un hombre para que lo condujera al centro de la ciudad.
Nelson se recostó en el asiento, muy pálido. Por primera vez en
su vida, comprendió que su abuelo le era indispensable.
El tren paró, dejó a
unos pocos pasajeros y continuó deslizándose como si nunca
hubiera dejado de moverse. Fuera, detrás de hileras de casas marrones y
precarias se levantaba una línea de edificios azules, y, más allá,
un cielo de un rosa pálido y gris se perdía en la nada. El tren
entraba en la estación terminal. Al bajar la vista Nelson vio
líneas y líneas de rieles de plata que se multiplican y
entrecruzaban. Luego, antes de que pudiera contarlos, el rostro de la
ventanilla le miró, gris pero bien definido, y él desvió
la vista en otra dirección. El tren se encontraba en la estación.
El señor Head y él saltaron de sus asientos y corrieron a la
puerta. Ninguno de los dos se dio cuenta de que habían dejado la bolsa
de papel con el almuerzo sobre el asiento.
Caminaron rígidos por la
pequeña estación y salieron por una puerta pesada hacia el
chillido del tráfico. Había multitudes apurándose hacia el
trabajo. Nelson no supo dónde mirar. El señor Head se recostó
contra la pared de un edificio y miró hacia delante.
Finalmente, Nelson preguntó:
—Bueno, ¿cómo se
ve to lo qu’hay que ver?
El señor Head no
contestó. Luego, como si la vista de gente pasando le hubiera dado la
clave, dijo:
—Camina.—Y comenzó
a descender por la calle.
Nelson le siguió tras
enderezar su sombrero. Lo inundaban tantos ruidos y escenas que en la primera
manzana apenas se daba cuenta de lo que estaba viendo. En la segunda esquina,
el señor Head dobló y miró tras de sí la estación
que habían abandonado, una terminal de color masilla con una
cúpula de hormigón. Pensó que si conseguía tener
siempre la cúpula a la vista, podría regresar por la tarde a
coger el tren nuevamente.
Mientras caminaban, Nelson
comenzó a distinguir detalles y fijarse en los escaparates, llenos de
variadas mercancías: objetos de ferretería, lencería,
comida para gallinas, licores. Pasaron frente a uno donde, según
explicó el señor Head, entrabas, te sentabas en una silla,
ponías los pies sobre dos banquetas y un negro te lustraba los zapatos.
Caminaban despacio, se detenían y se quedaban a la entrada de los
comercios para que Nelson pudiese ver lo que sucedía en cada lugar, pero
no entraron en ninguna tienda de la ciudad, porque, en su primer viaje, se
había perdido en una enorme y había encontrado la salida solo
después de que mucha gente le hubiese insultado.
Llegaron a mitad de la siguiente
manzana, a un establecimiento que tenía una báscula en la puerta;
los dos subieron a ella por turno, echaron un centavo y recibieron una papeleta.
La del señor Head rezaba: “Pesa usted 54 kilos. Es honrado y
valiente y sus amigos le admiran”. Se la guardó en el bolsillo,
sorprendido de que la máquina hubiera adivinado su carácter
aunque no su peso, ya que se había pesado en una balanza de cereales no
hacía mucho y sabía que pesaba 49 kilos. La papeleta de Nelson
decía: “Pesa usted 43 kilos. Tiene un gran futuro, pero
guárdese de las mujeres oscuras”. Nelson no conocía ninguna
mujer y solo pesaba 34 kilos. El señor Head señaló que posiblemente
la máquina había impreso los números al revés, el
cuatro por el tres.
Continuaron caminando y después de cinco
manzanas la cúpula de la terminal se perdió de vista y el
señor Head dobló a la izquierda. Nelson podría haberse
quedado parado durante una hora frente a cada escaparate, de no haber uno
todavía más interesante al lado. De pronto dijo:
—¡Yo nací
aquí!
El señor Head se volvió
y lo miró, horrorizado. Tenía el rostro brillante de sudor.
—¡D’aquí
soy yo! —insistió Nelson.
El señor Head estaba
atónito. Comprendió que había llegado el momento de una
acción drástica.
—Voy a mostrarte algo que
todavía no has visto —dijo, y lo llevó a la esquina donde
había una boca de alcantarilla—. Agáchate y mira por ese
agujero —le indicó, y agarró el abrigo del muchacho por la
espalda mientras este se inclinaba y acercaba la cabeza a la cloaca. La
retiró rápidamente al oír el gluglú del agua en las
profundidades bajo la acera.
Entonces, el señor Head le
explicó el sistema de alcantarillado, cómo toda la ciudad se
extendía sobre él, cómo contenía todos los
desagües, lo lleno que estaba de ratas y cómo un hombre
podía resbalar y ser arrastrado por los infinitos túneles negros
como el carbón. En cualquier momento del día, cualquier hombre de
la ciudad podía ser absorbido por las cloacas y ya no se sabría
nada más de él. Lo describió tan bien que Nelson se
estremeció por unos segundos. Relacionó las alcantarillas con la
entrada al infierno y comprendió por primera vez de qué manera el
mundo estaba organizado en sus regiones inferiores. Se apartó del
bordillo. Luego dijo:
—Sí, pero puedes
mantenerlo alejao de los agujeros. —Su rostro
adoptó esa expresión terca que tanto exasperaba a su abuelo. —Su
rostro adoptó esa expresión terca que tanto exasperaba a su
abuelo—. ¡D’aquí soy yo!
El señor Head estaba
consternado y solo musitó:
—Ya t’hartarás.
—Y continuaron caminando.
Después de otras dos manzanas
dobló a la izquierda, creyendo que estaba rodeando la cúpula, y
no se equivocaba porque a la media hora pasaron nuevamente frente a la estación.
Al principio Nelson no se dio cuenta de que estaba mirando los mismos
establecimientos, pero, cuando pasaron junto a aquel en el que ponías
los pies en unas banquetas mientras un negro te lustraba los zapatos,
comprendió que estaban caminando en círculo.
—¡Ya hemos estao aquí! —exclamó—. ¡No
creo que sepa usted dónde está!
—¡M’he
desorientao por un instante —repuso el
señor Head, y doblaron por una calle diferente.
No tenía la menor
intención de perder de vista la cúpula y, después de dos
manzanas en la nueva dirección, volvió a girar a la izquierda. En
esa calle había casas de madera de dos y tres pisos. Cualquier persona
que anduviese por la acera podía ver el interior de las habitaciones, y
el señor Head, al echar un vistazo por una ventana, vio a una mujer
tendida en una cama de hierro, cubierta con una sábana y mirando hacia
fuera. Su semblante perspicaz le dejó atónito. Un muchacho con
expresión feroz, montado en bicicleta, salió de algún
lado, y tuvo que saltar a la acera para evitar el atropello.
—Les da igual si te tiran al
suelo —dijo— Será mejor que no t’apartes
de mí.
Caminaron un rato por calles como esa
antes de que recordara que debían doblar nuevamente. Las casas que ahora
veían estaban sin pintar y la madera parecía podrida; las calles eran
más angostas. Nelson vio a un hombre de color. Luego a otro. Y a otro
más.
—En esas casas viven los negros
—observó.
—Bueno, vamos a algún
otro sitio —dijo el señor Head, y doblaron por otra calle, pero
continuaban viendo negros por todas partes.
A Nelson le empezó a picar la
piel y apretaron el paso para salir del barrio lo antes posible. Había
hombres de color en camiseta plantados en las puertas y mujeres de color
meciéndose en los porches destartalados. Algunos niños de color
jugaban en los albañales y se detenían para mirarlos. No mucho
después, comenzaron a pasar hileras de comercios con clientes de color
en el interior, pero no se pararon ante los escaparates. Ojos negros en rostros
negros los observaban desde todas direcciones.
—Sí —dijo el
señor Head—, aquí es donde naciste justamente aquí,
con todos estos negros.
Nelson frunció el entrecejo.
—Creo que nos hemos perdío por su culpa —dijo.
El señor Head miró
alrededor buscando la cúpula. No la veía por ningún lado.
—No nos hemos perdío —repuso—. Lo que pasa es que ya
estás cansao de caminar.
—No estoy cansao,
tengo hambre —dijo Nelson—. Deme unas galletas.
Se dieron cuenta de que habían
perdido el almuerzo.
—Usté
llevaba la bolsa —recordó Nelson—. Yo l’habría
cuidao.
—Si quieres dirigir tú
este viaje, yo me voy solo y te dejo aquí —repuso el señor
Head, y se alegró al ver palidecer al muchacho. Sin embargo, se daba
cuenta de que se habían perdido y se alejaban a cada instante de la
estación. Él también tenía hambre y comenzaba a
tener sed, y desde que estaban en el barrio de los negros ambos sudaban. Nelson
iba calzado y no estaba acostumbrado a los zapatos. Las aceras de
hormigón eran muy duras. Los dos deseaban encontrar un lugar donde
sentarse, pero eso era imposible, de modo que continuaron caminando; el
muchacho murmuraba entre dientes: “Primero pierde la bolsa y luego el
rumbo”, y el señor Head gruñía de tanto en tanto:
“¡Cualquiera que desee haber nacío
en este paraíso de negros debe haberlo hecho!”.
El sol ya estaba alto en el cielo.
Hasta ellos llegaba el olor de la comida que se cocinaba en las casas. Todos
los negros estaban en las puertas mirándolos pasar.
—¿Por qué no le
pregunta la dirección a uno? —dijo Nelson—. Nos hemos perdío por su culpa.
—Aquí es donde naciste —replicó
el señor Head—. Pregunta tú si quieres.
Nelson tenía miedo de los
hombres de color y no quería que los chicos se rieran de él.
Más adelante vio a una enorme mujer de color reclinada en un portal que
daba a la acera. Tenía el pelo levantado unos diez centímetros de
la cabeza y descansaba sobre sus pies marrones, que eran de color rosa en los
lados. Llevaba un vestido rojo que mostraba su forma exacta. Cuando llegaron a
su altura, la mujer levantó indolentemente una mano hasta la cabeza y
sus dedos desaparecieron en el cabello.
Nelson se detuvo. Sintió que
los ojos oscuros de la mujer le cortaban el aliento.
—¿Cómo se vuelve
a la ciudá? —preguntó con una voz
que no parecía la suya.
Al cabo de un instante ella dijo:
—Estás en la ciudad. —Su
voz, baja y sonora, hizo sentir a Nelson como si una llovizna fresca le hubiera
caído encima.
—¿Cómo se vuelve
al tren? —preguntó con la misma voz de pito—
—Puedes coger un tranvía
—respondió ella.
Comprendió que se estaba
burlando de él, pero estaba demasiado paralizado para poner mala cara.
Se quedó allí parado empapándose de ella. Sus ojos
viajaron desde las grandes rodillas hasta la frente y luego recorrieron un
sendero triangular desde el sudor brillante del cuello hacia abajo, por los
tremendos pechos, y después hacia arriba por el brazo desnudo, hasta el
lugar en que los dedos desaparecían entre el cabello. De pronto
deseó que se inclinase hacia él, lo cogiera en brazos y lo
apretujara contra sí. Luego quiso sentir su aliento en la cara.
Deseó mirar dentro y dentro de sus ojos mientras ella lo apretaba cada
vez más. Nunca había experimentado un sentimiento semejante. Era
como si se estuviera deslizando por un túnel negro como el
carbón.
—Puedes caminar una manzana
hacia allá y coger un tranvía que te lleve a la estación
del tren, guapo —dijo ella.
Nelson se habría desplomado a
sus pies si el señor Head no lo hubiese empujado bruscamente.
—¡Te comportas como si no
tuvieras dos deos de frente! —gruñó
el viejo.
Caminaron presurosos por la calle y
Nelson no volvió la vista. Se bajó el sombrero sobre el rostro,
que ardía de vergüenza. El fantasma burlón que había
visto en la ventanilla del tren y todos los presentimientos que había
tenido durante el viaje volvieron a él, y recordó que la papeleta
de la báscula le había advertido que tuviera cuidado con las
mujeres oscuras, y que la del abuelo decía que era honrado y valiente.
Se aferró a la mano del anciano, una señal de dependencia que muy
raras veces mostraba.
Se encaminaron por la calle hacia los
raíles del tranvía, por donde se acercaba traqueteando uno largo
y amarillo. El señor Head nunca había subido a un tranvía
y lo dejó pasar. Nelson continuaba en silencio. De tanto en tanto, le
temblaba la boca levemente, pero su abuelo, enfrascado en sus propios problemas,
no le prestó ninguna atención. Se detuvieron en la esquina y
ninguno de los dos miró a los negros que pasaban, entregados a sus
ocupaciones cotidianas exactamente como si fueran blancos, con la diferencia de
que la mayoría se detenía a mirar al señor Head y a
Nelson. Al anciano se le ocurrió que ya que el tranvía funcionaba
sobre rieles, podían seguir las vías. Le dio a Nelson un
empujón suave, le explicó que seguirían las vías
hasta la estación de ferrocarril y echaron a andar.
Al rato, para alivio de ambos,
empezaron a ver gente blanca y Nelson se sentó en la acera apoyado
contra la pared de un edificio.
—Tengo que descansar un poco —dijo—.
Usté ha perdió la bolsa y el rumbo.
Puede esperarme mientras descanso.
—Las vías están
ahí delante —repuso el señor Head—. Tan solo hemos de
procurar no perderlas de vista, y tú te podrías haber acordao de coger la bolsa tanto como yo. Naciste
aquí. Es tu ciudad. Este es tu segundo viaje. Deberías saber
cómo arreglártelas.
Se puso en cuclillas y continuó de ese modo un
rato, pero el muchacho, que sentía cómo el ardor de sus pies
remitía, no dijo nada.
—Y parao allí, sonriendo
como un chimpancé mientras una negra te indicaba la dirección.
¡Dios mío! —prosiguió el señor Head.
—Lo único que dije era qu’había nacío
aquí —repuso el muchacho con voz temblorosa—. Nunca dije si
me gustaría o no. Nunca dije que quería venir. Lo único
que dije era qu’había nacío aquí, y yo no tuve na que ver con eso.
Quiero irme a casa. Yo no quería venir. La brillante idea fue suya.
¿Cómo sabe que no está siguiendo las vías del tren
en dirección equivocada?
Esto último ya se le
había ocurrido al señor Head.
—Toda esta gente es blanca —dijo.
—No hemos pasao
antes por aquí —observó Nelson.
Se trataba de un barrio de edificios
de ladrillos que podían estar habitados o no. Unos cuantos
automóviles vacíos estaban estacionados junto al bordillo de la
acera y de vez en cuando pasaba algún transeúnte. El calor del
pavimento traspasaba la fina tela del traje de Nelson. Se le empezaron a cerrar
los párpados y, al cabo de un momento, su cabeza cayó hacia
delante. Se le estremecieron los hombros un par de veces, luego cayó de
costado y se quedó estirado, exhausto, vencido por el sueño.
El señor Head le
observó en silencio. Él también estaba cansado pero no
podían dormir los dos al mismo tiempo. De todos modos, no podía
dormirse porque no sabía dónde estaba. Dentro de un rato, Nelson
se despertaría, descansado por la siesta y muy gallito, y
empezaría a quejarse porque había perdido la bolsa y el rumbo.
“Pasarías un mal trago si yo no estuviera aquí”,
pensó el señor Head, y luego se le ocurrió otra idea.
Miró un buen rato la figura tendida y por fin se puso en pie.
Justificó lo que iba a hacer con el argumento de que a veces es
necesario dar a un chico una lección que no olvide, especialmente cuando
el chico siempre está reafirmando su posición con imprudencias.
Caminó sin hacer ruido unos seis metros hasta la esquina y se
sentó sobre un cubo tapado de basura que había en el
callejón, desde donde podía mirar y vigilar a Nelson cuando se despertara.
El muchacho estaba sumido en un
sueño ligero, medio consciente de los sonidos imprecisos y de las formas
negras que se elevaban desde algún rincón oscuro de su interior
hacia la luz. Su rostro se movía mientras dormía y tenía
las rodillas bajo el mentón. El sol arrojaba una luz opaca sobre la
calle estrecha; todo parecía exactamente lo que era. Un rato
después, el señor Head, encorvado como un mono viejo sobre el
cubo de basura, decidió que, si Nelson no se despertaba enseguida,
haría un ruido fuerte golpeando el cubo con el pie. Miró su reloj
y descubrió que ya eran las dos. El tren partía a las seis y la
posibilidad de perderlo era demasiado horrible para pensar en ella.
Golpeó el cubo con el talón y un bum hueco resonó en el
callejón.
Nelson se puso en pie al instante con
un grito. Dirigió la mirada donde debería estar su abuelo.
Pareció girar varias veces, y luego, levantando los pies y echando hacia
atrás la cabeza, se puso a correr por la calle como un poni salvaje
desbocado. El señor Head saltó del cubo y trotó
detrás de él, pero el chico ya estaba casi fuera de la vista. Vio
un rayo gris desaparecer en diagonal una manzana más arriba.
Corrió lo más rápido que pudo, mirando a ambos lados en
cada cruce, pero sin ver señales del crío. Al pasar el tercer
cruce, completamente sin aliento, vio a media manzana de la calle una escena
que hizo que se detuviera en seco. Se agachó detrás de un
cajón de desperdicios para observar y sacar sus conclusiones.
Nelson estaba sentado con las piernas
abiertas y a su lado yacía una anciana gritando. Había compras
desparramadas en la acera. Una multitud de mujeres ya se había reunido
para asegurarse que se hiciera justicia y el señor Head oyó
claramente gritar a la vieja en el pavimento:
—¡M’has
roto el tobillo y tu padre pagará por ello! ¡Hasta l’último centavo! ¡Policía!
¡Policía!
Varias mujeres daban tirones del
hombro de Nelson, pero este parecía demasiado aturdido para ponerse en
pie.
Algo obligó al señor
Head a salir de detrás del cajón y a avanzar, aunque con paso muy
lento. Nunca en su vida había hablado con un policía. Las mujeres
se apiñaban alrededor de Nelson como si en cualquier momento fueran a
arrojarse sobre él y hacerle trizas, y la vieja continuaba diciendo a
voz en grito que tenía el tobillo roto y que llamaran a la
policía. El señor Head se acercó tan lentamente que
parecía retroceder un paso por cada dos que daba hacia delante. Nelson
lo vio y se levantó de un brinco. Se aferró a él por las
caderas y se quedó así, jadeando.
Todas las mujeres se volvieron hacia
el señor Head. La anciana herida se sentó y gritó:
—¡Usté,
señor! Usté pagará hasta l’último centavo de la cuenta del doctor por
causa d’ese chico. ¡Es un delincuente
juvenil! ¿Dónde hay un policía? ¡Que alguien tome
nota del nombre y dirección d’este
hombre!
El señor Head trataba de
desprenderse de los dedos de Nelson, que se le clavaban en el muslo. La cabeza
del viejo había bajado hasta el cuello de la camisa, como la de una
tortuga; tenía los ojos brillantes de miedo y cautela.
—¡Su hijo m’ha roto el tobillo! —gritó la anciana—.
¡Policía!
El señor Head notó que
un policía se aproximaba por atrás. Miró a las mujeres,
que se habían agolpado furiosas como una sólida pared para
impedir que escapara.
—No es mi hio
—dijo—. Nunca l’había visto
antes.
Sintió que los dedos de Nelson
soltaban su carne.
Las mujeres dieron un paso
atrás, mirándole horrorizadas, como si sintieran tal
repulsión por un hombre capaz de negar su propia imagen y semejanza que
no pudieran soportar ni ponerle las manos encima. El señor Head
caminó por un espacio que ellas le abrieron y dejó a Nelson
atrás. Ante él no veía nada, solo un túnel hueco
que una vez había sido la calle.
El muchacho se quedó donde estaba, con el cuello estirado y las manos
caídas a los costados. Tenía el sombrero bien calado en la
cabeza, de modo que ya no había arrugas en él. La anciana herida
se levantó y le mostró el puño, las otras mujeres lo
miraron con lástima, pero él no les prestaba atención. No
había ningún policía a la vista.
Al poco rato comenzó a moverse
mecánicamente, sin hacer ningún esfuerzo por alcanzar a su abuelo
sino solo siguiéndole, a unos veinte pasos. Caminaron de este modo cinco
manzanas. El señor Head tenía los hombres hundidos y el cuello
inclinado en un ángulo que no se veía desde atrás.
Tenía miedo de volver la cabeza. Al final echó un breve vistazo,
esperanzado, por encima del hombro. Veinte pasos atrás, vio dos ojillos
clavados en su espalda como los dientes de un tenedor.
El muchacho no era de naturaleza
indulgente, pero esta era la primera vez que tenía algo que perdonar. El
señor Head nunca le había traicionado. Después de caminar
otras dos manzanas, se volvió y le llamó por encima del hombro
con voz desesperadamente alegre:
—Ven, ¡vamos a beber una
Coca-Cola en algún sitio!
Nelson, con una dignidad que nunca
había mostrado, giró sobre sus talones y dio la espalda a su
abuelo.
El señor Head comenzó a
sentir la profundidad de su rechazo. A medida que caminaban, su rostro se
llenaba de surcos y crestas. No veía nada de lo que había
alrededor pero se dio cuenta de que habían perdido de vista los railes del tranvía. No se veía la
cúpula por ningún lado y la tarde avanzaba. Sabía que si
la oscuridad los pillaba en la ciudad los apalearían y robarían.
La velocidad de la justicia de Dios la esperaba sobre sí, pero no
soportaba pensar que sus pecados afectaran también a Nelson y que en ese
mismo momento estaba llevando al muchacho a su perdición.
Continuaron caminando manzana tras
manzana por una inacabable sección de casitas de ladrillo, hasta que el
señor Head casi tropezó con un grifo de agua que había a
unos quince centímetros del borde de una parcela con césped. No
probaba una gota de agua desde la mañana, pero sintió que ahora
no la merecía. Luego pensó que Nelson tendría sed y que
los dos beberían y eso volvería a unirlos. Se agachó y
puso la boca en el grifo y una corriente de agua fresca entró en su
garganta. Luego gritó con voz desesperada:
—¡Ven a beber agua!
Esta vez el muchacho le miró
como si no existiera durante casi sesenta segundos. El señor Head se
incorporó y siguió caminando como si hubiera bebido veneno.
Nelson, aunque no había bebido nada desde que tomara un poco de agua en
un vaso de papel en el tren, pasó de largo junto al grifo,
desdeñando beber donde lo había hecho su abuelo. Cuando el
señor Head se dio cuenta, perdió toda esperanza. Su rostro, a la
luz menguante de la tarde, parecía desfigurado y abandonado.
Sentía cómo el odio tenaz del muchacho viajaba a un ritmo
constante detrás de él, y sabía que (si por algún
milagro se libraban de ser asesinados en la ciudad) así seguiría
el resto de su vida. Sabía que ahora se encaminaba hacia un lugar
extraño y negro donde nada era como había sido antes, una larga
vejez sin respeto y un final que sería bienvenido porque sería el
final.
En cuanto a Nelson, su mente se
había helado alrededor de la traición de su abuelo como si
tratase de conservarla intacta para presentarla el día del Juicio Final.
Caminaba sin mirar a un lado ni al otro, pero de tanto en tanto se le
torcía la boca, y era entonces cuando sentía cómo, desde
algún lugar remoto de su interior, una forma misteriosa y negra se
estiraba como si fuera a derretir su imagen helada con un solo apretón
caliente.
El sol descendió tras una
hilera de casas y casi sin darse cuenta entraron en una zona residencial
elegante donde las mansiones estaban separadas de la calle por jardines con
bebederos para pájaros. Todo estaba desierto. Recorrieron varias
manzanas sin ver siquiera un perro. Las grandes casas blancas eran icebergs
parcialmente sumergidos en la distancia. No había aceras, solo caminos
para coches que daban vueltas y vueltas en círculos ridículos e
interminables. Nelson no hizo el menor intento de acercarse al señor
Head. El anciano pensó que si veía una boca de alcantarilla se
dejaría caer allí para que se lo llevara la inmundicia, e
imaginó al chico mirando solo con un poquitín de interés
mientras él desaparecía.
Un fuerte ladrido llamó su
atención y levantó la mirada para ver un hombre gordo que se
acercaba con dos bulldogs. Alzó los brazos como un náufrago en
una isla desierta.
—¡Estoy perdío! —gritó—. M’he perdío y no
encuentro el camino, y este chico y yo tenemos que coger el tren y no encuentro
l’estación. ¡Oh, Dios santo, m’he perdío!
¡Ayúdeme, oh, Dios mío, m’he
perdío!
El hombre, que era calvo y
vestía unos pantalones de golf, le preguntó qué tren
quería coger, y el señor Head comenzó a sacar los billetes
del bolsillo temblando de tal forma que apenas los podía sostener.
Nelson se había acercado a unos cinco metros y observaba.
—Bien —dijo el hombre
gordo tras devolverle los billetes—, no les dará tiempo a volver a
la ciudad para coger allí este tren, pero pueden cogerlo en la parada
suburbana. Queda a tres manzanas de aquí. —Y le explicó
cómo llegar.
El señor Head lo miraba como
si volviera a la vida lentamente, y, cuando el hombre terminó y se
alejó con los perros saltando detrás de él, se
volvió hacia Nelson y le dijo sin aliento:
—¡Vamos a volver a casa!
El muchacho estaba a unos tres
metros, con la cara pálida bajo el sombrero gris. Tenía los ojos
triunfalmente fríos. No había luz en ellos, ningún
sentimiento, ningún interés. Solo estaba allí, una figura
pequeña, esperando. La casa no representaba nada para él.
El señor Head giró con
lentitud. Sintió que ahora sabía cómo sería el
tiempo sin estaciones, cómo sería el calor sin luz, y cómo
sería el hombre sin salvación. Le daba igual no llegar a coger el
tren y, de no haber sido por algo que súbitamente le llamó la
atención, una especie de grito en la oscuridad creciente, tal vez
habría olvidado que había una estación adonde dirigirse.
No había caminado trescientos
metros cuando vio, a su alcance, la figura de yeso de un negro sentado sobre
una cerca baja de ladrillos que rodeaba una amplia parcela de césped. El
negro tenía más o menos la misma estatura que Nelson y estaba
inclinado hacia delante en un ángulo precario porque la masilla que lo
mantenía sobre la pared se había quebrado. Uno de sus ojos era
enteramente blanco y sostenía un pedazo de sandía marrón.
El señor Head se quedó
mirándolo en silencio hasta que Nelson se detuvo a corta distancia.
Entonces, mientras estaban allí parados, el señor Head
susurró:
—¡Un negro artificial!
No era posible saber si el negro
artificial había sido creado joven o viejo; parecía demasiado
triste para ser lo uno o lo otro. Estaba hecho con el propósito de
parecer alegre porque tenía las comisuras de la boca estiradas, pero el
ojo desconchado y el ángulo en que estaba colocado le daban un feroz aspecto
de tristeza.
—¡Un negro artificial! —repitió
Nelson con el mismo tono que el señor Head.
Los dos se quedaron allí con
el cuello estirado en el mismo ángulo, los hombros encorvados de
idéntica forma y las manos temblando de la misma manera en los
bolsillos. El señor Head parecía un niño anciano y Nelson
un anciano en miniatura. Se quedaron mirando fijamente al negro artificial como
si se hallaran frente a un gran misterio, a algún monumento a la
victoria de un tercero que era quien los había unido en su derrota
común. Ambos sintieron que disolvía sus diferencias como un acto
de misericordia. El señor Head nunca había sabido cómo era
la misericordia porque había sido demasiado bueno para merecerla, pero
sintió que ahora lo sabía. Miró a Nelson y
comprendió que debía decirle algo para mostrarle que
todavía era sabio, y en la mirada que el chico le devolvió
percibió la necesidad de esa confirmación. Los ojos de Nelson
parecían implorarle que le explicara de una vez por todas el misterio de
la existencia.
El señor Head separó los labios para
hacer una declaración grandilocuente y se oyó a sí mismo
decir:
—No tienen bastantes negros de verdá por aquí. Tienen que tener uno
artificial.
Al cabo de un segundo, el muchacho
asintió con un extraño temblor en la boca y dijo:
—Vamos a casa antes de que nos
volvamos a perder.
El tren se detenía en la
parada suburbana justo cuando llegaron a la estación. Subieron juntos y
diez minutos antes de llegar al empalme se dirigieron a la puerta y estuvieron
atentos para saltar en caso de que no parara; pero lo hizo, justo cuando la
luna, recuperado todo su esplendor, salió de una nube e inundó el
claro del bosque con su luz. Cuando se apearon, la salvia temblaba levemente en
sombras plateadas y bajo sus pies la escoria del carbón brillaba con una
nueva luz negra. Las copas de los árboles, que cercaban el empalme como
la pared protectora de un jardín, estaban más oscuras que el
cielo, del que pendían gigantescas nubes blancas iluminadas como
fanales.
El señor Head se quedó
muy quieto y sintió de nuevo la acción de la misericordia, pero
esta vez supo que no había palabras en este mundo que pudieran
nombrarla. Comprendió que nacía del sufrimiento, que no se le
niega a ningún hombre y que es dada de modos extraños a los niños.
Comprendió que era todo cuanto un hombre podía llevar consigo a
su muerte para ofrecer al Creador y de pronto se sintió avergonzado
porque tenía muy poca para llevarse con él. Quedó
espantado, al juzgarse con la rigurosidad de Dios, mientras la acción de
la misericordia cubría su orgullo como una llama y lo consumía.
Nunca había pensado en sí mismo como un gran pecador, pero ahora
vio que su verdadera depravación había permanecido oculta para
que no desesperara. Comprendió que sus pecados estaban perdonados desde
el principio de los tiempos, cuando había concebido en su propio
corazón el pecado de Adán, hasta este momento, en que
había negado al pobre Nelson. Vio que no había pecado tan
monstruoso que no pudiera proclamar como suyo y, ya que Dios amaba en la medida
en que perdonaba, se sintió preparado para entrar en el paraíso.
Nelson, componiendo su
expresión bajo la sombra del ala de su sombrero, le miró con una
mezcla de fatiga y recelo, pero, cuando el tren se deslizó a su lado y
desapareció como una serpiente aterrorizada en el bosque, hasta su
rostro se iluminó.
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