Guy de Maupassant
(Tourville-sur-Arques, Francia, 1850 - Passy, París, 1893)
El miedo (1882)
(“La peur”)
Originalmente publicado en Le Gaulois (23 de octubre de 1882);
Contes du jour et de la nuit
(París: Marpon-Flammarion, 1885, 190 págs.)
A J.K. Huysmans
Volvimos a subir a cubierta después de la cena. Ante nosotros, el
Mediterráneo no tenía el más mínimo temblor sobre toda su superficie, a
la que una gran luna tranquila daba reflejos. El ancho barco se
deslizaba, echando al cielo, que parecía estar sembrado de estrellas,
una gran serpiente de humo negro; detrás de nosotros, el agua
blanquísima, agitada por el paso rápido del pesado buque, golpeada por
la hélice, espumaba, removía tantas claridades que parecía luz de luna
burbujeando.
Ahí estábamos, unos seis u ocho, silenciosos, llenos de admiración,
la vista vuelta hacia la lejana África, a donde nos dirigíamos. De
pronto el comandante, que fumaba un puro en medio de nosotros, retomó la
conversación de la cena.
—Sí, aquel día tuve miedo. Mi navío se quedó seis horas con esa roca
en el vientre, golpeado por el mar. Afortunadamente, por la tarde nos
recogió un barco carbonero inglés que nos había visto.
Entonces un hombre alto con el rostro quemado, de aspecto serio, uno
de esos hombres que uno imagina que han cruzado largos países
desconocidos, en medio de peligros incesantes, y cuyos ojos tranquilos
parecen conservar, en su profundidad, algo de los países extraños que
han visto; uno de esos hombres que uno adivina empapado en el valor,
habló por primera vez:
—Usted dice, comandante, que tuvo miedo; no le
creo en absoluto. Usted se equivoca en la palabra y en la sensación que
experimentó. Un hombre enérgico nunca tiene miedo ante un peligro
apremiante. Está emocionado, agitado, ansioso; pero el miedo es otra
cosa.
El comandante prosiguió, riéndose:
—¡Caray! Le vuelvo a decir que yo tuve miedo.
Entonces el hombre de tez morena dijo con una voz lenta:
—¡Permítame
explicarme! El miedo (y hasta los hombres más intrépidos pueden tener
miedo) es algo espantoso, una sensación atroz, como una descomposición
del alma, un espasmo horroroso del pensamiento y del corazón, cuyo mero
recuerdo provoca estremecimientos de angustia. Pero cuando se es
valiente, esto no ocurre ni ante un ataque, ni ante la muerte
inevitable, ni ante todas las formas conocidas de peligro: ocurre en
ciertas circunstancias anormales, bajo ciertas influencias misteriosas
frente a riesgos vagos. El verdadero miedo es como una reminiscencia de
los terrores fantásticos de antaño. Un hombre que cree en los fantasmas y
se imagina ver un espectro en la noche debe de experimentar el miedo en
todo su espantoso horror.
“Yo adiviné lo que es el miedo en pleno día, hace unos diez años. Lo experimenté, el pasado invierno, una noche de diciembre.
“Y, sin embargo, he pasado por muchas vicisitudes, muchas aventuras
que parecían mortales. He luchado a menudo. Unos ladrones me dieron por
muerto. Fui condenado, como sublevado, a la horca en América y arrojado
al mar desde la cubierta de un buque frente a la costa de China. Todas
las veces creí estar perdido e inmediatamente me resignaba, sin
enternecimiento e incluso sin arrepentimientos.
“Pero el miedo no es eso.
“Lo presentí en África. Y, sin embargo, es hijo del Norte; el sol lo
disipa como una niebla. Fíjense en esto, señores. Entre los orientales,
la visa no vale nada; se resignan en seguida; las noches están claras y
vacías de las sombrías preocupaciones que atormentan los cerebros en los
países fríos. En Oriente, donde se puede conocer el pánico, se ignora
el miedo.
“Pues bien, esto es lo que me ocurrió en esa tierra de África:
“Atravesaba las grandes dunas al sur de Uargla. Es éste uno de los
países más extraños del mundo. Conocerán la arena unida, la arena recta
de las interminables playas del Océano. ¡Pues bien! Figúrense al
mismísimo Océano convertido en arena en medio de un huracán; imaginen
una silenciosa tormenta de inmóviles olas de polvo amarillo. Olas altas
como montañas, olas desiguales, diferentes, totalmente levantadas como
aluviones desenfrenados, pero mis grandes aún, y estriadas como el
moaré. Sobre ese mar furioso, mudo y sin movimiento, el sol devorador
del sur derrama su llama implacable y directa. Hay que escalar aquellas
láminas de ceniza de oro, volver a bajar, escalar de nuevo, escalar sin
cesar, sin descanso y sin sombra. Los caballos jadean, se hunden hasta
las rodillas y resbalan al bajar la otra vertiente de las sorprendentes
colinas.
“Íbamos dos amigos seguidos por ocho espahíes y cuatro camellos con
sus camelleros. Ya no hablábamos, rendidos por el calor, el cansancio, y
resecos de sed como aquel desierto ardiente. De pronto uno de aquellos
hombres dio como un grito; todos se detuvieron; permanecimos inmóviles,
sorprendidos por un inexplicable fenómeno conocido por los viajeros en
aquellas regiones perdidas.
“En algún lugar, cerca de nosotros, en una dirección indeterminada,
redoblaba un tambor, el misterioso tambor de las dunas; sonaba con
claridad, unas veces más vibrante, otras debilitado, deteniéndose, e
iniciando de nuevo su redoble fantástico.
“Los árabes, espantados, se miraban; uno dijo, en su idioma: “La
muerte está sobre nosotros”. Y entonces, de pronto, mi compañero, mi
amigo, casi mi hermano, se cayó de cabeza del caballo, fulminado por una
insolación.
“Y durante dos horas, mientras intentaba en vano salvarle, aquel
tambor inalcanzable me llenaba el oído con su ruido monótono,
intermitente e incomprensible; y sentía deslizarse por mis huesos el
miedo, el verdadero miedo, el odioso miedo, frente al cadáver amado, en
ese agujero incendiado por el sol entre cuatro montes de arena, mientras
el eco desconocido nos arrojaba, a doscientas leguas de cualquier
pueblo francés, el redoble rápido del tambor.
“Aquel día entendí lo que era tener miedo; y lo supe aún mejor en otra ocasión...
El comandante interrumpió al narrador:
—Perdone, señor, pero ¿aquel tambor? ¿Qué era?
El viajero contestó:
—No lo sé. Nadie lo sabe. Los oficiales, a
menudo sorprendidos por ese ruido singular, lo suelen atribuir al eco
aumentado, multiplicado, desmesuradamente inflado por las ondulaciones
de las dunas, de una lluvia de granos de arena arrastrados por el viento
al chocar con una mata de hierbas secas; ya que siempre se ha
comprobado que el fenómeno se produce cerca de pequeñas plantas quemadas
por el sol, y duras como el pergamino.
“Aquel tambor no sería más que una especie de espejismo del sonido. Eso es todo. Pero no lo supe hasta más tarde.
“Sigo con mi segunda emoción.
“Ocurrió el invierno pasado, en un bosque del noreste de Francia. El
cielo estaba tan oscuro que la noche llegó dos horas antes. Tenía como
guía a un campesino que andaba a mi lado, por un pequeñísimo camino,
bajo una bóveda de abetos a los que el viento desenfrenado arrancaba
aullidos. Entre las copas veía correr nubes desconcertadas, nubes
enloquecidas que parecían huir ante un espanto. A veces, bajo una
inmensa ráfaga, todo el bosque se inclinaba en el mismo sentido con un
gemido de sufrimiento; y me invadía el frío, a pesar de mi paso ligero y
mi ropa pesada.
“Teníamos que cenar y dormir en la casa de un guardabosque, cuya morada ya no quedaba muy lejos. Iba allí para cazar.
“A veces mi guía levantaba los ojos y murmuraba: ‘¡Qué tiempo tan
triste!’ Luego me habló de la gente a cuya casa llegábamos. El padre
había matado a un cazador furtivo dos años antes y, desde entonces,
parecía sombrío, como atormentado por un recuerdo. Sus dos hijos, ya
casados, vivían con él.
“La noche era profunda. No veía nada delante de mí, ni a mi
alrededor, y las ramas de los árboles chocaban entre sí llenando la
noche de un incesante rumor. Finalmente vi una luz y en seguida mi
compañero llamó a una puerta. Nos contestaron los gritos agudos de unas
mujeres. Después una voz de hombre, una voz sofocada, preguntó: ‘¿Quién
es?’ Mi guía dio su nombre. Entramos. Fue un cuadro inolvidable.
“Un hombre viejo de pelo blanco y mirada loca, con la escopeta
cargada en la mano, nos esperaba de pie en mitad de la cocina mientras
dos mozarrones, armados con hachas, vigilaban la puerta. Distinguí en
los rincones oscuros a dos mujeres arrodilladas, con el rostro escondido
contra la pared.
“Nos presentamos. El viejo volvió a poner su arma contra la pared y
mandó que se preparara mi habitación; luego, como las mujeres no se
movían, me dijo bruscamente:
“—Verá usted, señor; esta noche, hace dos
años, maté a un hombre. El año pasado volvió para buscarme. Le espero
otra vez esta noche. —Y añadió con un tono que me hizo sonreír: —Por eso
no estamos tranquilos.
“Le tranquilicé como pude, feliz por haber venido precisamente
aquella noche, y asistir al espectáculo de ese terror supersticioso.
Conté varias historias y conseguí tranquilizarles a casi todos.
“Cerca del fuego, un viejo perro, bigotudo y casi ciego, uno de esos
perros que se parecen a gente que conocemos, dormía el morro entre las
patas.
“Fuera, la tormenta encarnizada azotaba la pequeña casa y, a través
de un estrecho cristal, una especie de mirilla situada cerca de la
puerta, veía de pronto todo un desbarajuste de árboles empujados
violentamente por el viento a la luz de grandes relámpagos.
“Notaba perfectamente que, a pesar de mis esfuerzos, un terror
profundo se había apoderado de aquella gente, y cada vez que dejaba de
hablar, todos los oídos escuchaban a lo lejos. Cansado de presenciar
aquellos temores estúpidos, iba a pedir acostarme, cuando el viejo
guarda de pronto saltó de su silla, cogió de nuevo su escopeta, mientras
tartamudeaba con una voz enloquecida:
“—¡Ahí está! ¡Ahí está! ¡Le oigo!
“Las dos mujeres volvieron a caerse de rodillas en los rincones,
escondiendo el rostro; y los hijos volvieron a coger sus hachas. Iba a
intentar tranquilizarles otra vez, cuando el perro dormido se despertó
de pronto y, levantando la cabeza, tendiendo el cuello, mirando hacia el
fuego con sus ojos casi apagados, dio uno de esos lúgubres aullidos que
hacen estremecerse a los viajeros, de noche, en el campo. Todos los
ojos se volvieron hacia él; ahora permanecía inmóvil, tieso sobre las
patas, como atormentado por una visión; se echó de nuevo a aullar hacia
algo invisible, desconocido, sin duda horroroso, ya que todo el pelo se
le ponía de Punta. El guarda, lívido, gritó:
“—¡Lo huele! ¡Lo huele! Estaba ahí cuando lo maté.— Y las dos mujeres enloquecidas se echaron a
gritar con el perro.
“A mi pesar, un gran escalofrío me corrió entre los hombros. El ver
al animal en aquel lugar, a aquella hora, en medio de aquella gente
enloquecida, resultaba espantoso.
“Entonces, durante una hora, el perro aulló sin moverse; aulló como
preso de angustia en un sueño; y el miedo, el espantoso miedo entró en
mí; ¿el miedo a qué? ¿Lo sabré yo? Era el miedo, y punto.
“Permanecíamos inmóviles, lívidos, en espera de un acontecimiento
horroroso, aguzando el oído, el corazón latiendo, descompuestos al menor
ruido. Y el perro se puso a dar vueltas alrededor del cuarto, oliendo
las paredes y siempre gimiendo. ¡Aquel animal nos volvía locos! Entonces
el campesino que me había guiado, se abalanzó sobre él, en una especie
de paroxismo de terror furioso, y abriendo una puerta que daba a un
pequeño patio, echó al animal afuera.
“Éste se calló en seguida, y nos quedamos sumidos en un silencio aún
más terrorífico. Y de pronto todos a la par tuvimos una especie de
sobresalto: un ser se deslizaba contra la pared, en el exterior, hacia
el bosque; luego pasó junto a la puerta, que pareció palpar, con una
mano vacilante; no volvimos a oír nada más durante dos minutos que nos
convirtieron en insensatos; luego volvió, siempre rozando la pared; y
raspó ligeramente, como lo haría un niño con la uña; y de pronto una
cabeza apareció contra el cristal de la mirilla, una cabeza blanca con
ojos luminosos como los de una fiera. Y un sonido salió de su boca, un
sonido indistinto, un murmullo quejumbroso.
“Entonces un estruendo formidable estalló en la cocina. El viejo
guarda había disparado. Inmediatamente sus hijos se precipitaron,
taparon la mirilla levantando la gran mesa que sujetaron con el
aparador.
“Y les juro que al oír el estrépito del disparo que no me esperaba
tuve tal angustia en el corazón, el alma y el cuerpo, que me sentí
desfallecer y a punto de morir de miedo.
“Nos quedamos ahí hasta la aurora, incapaces de movernos, de decir una palabra, crispados en un enloquecimiento inefable.
“No nos atrevimos a desatrancar la salida hasta no ver, por la hendidura de un sobradillo, un fino rayo de día.
“Al pie del muro, junto a la puerta, yacía el viejo perro, con el hocico destrozado por una bala.
“Había salido del patio escarbando un agujero bajo una empalizada”.
El hombre de rostro moreno se calló; luego añadió:
—Aquella noche no
corrí ningún peligro, pero preferiría volver a empezar todas las horas
en las que me enfrenté con los peligros más terribles, antes que el
minuto único del disparo sobre la cabeza barbuda de la mirilla.
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