Grace Paley
(Bronx, Nueva York, 1922 - Thetford, Vermont, 2007)


El concurso
(“The Contest”)
Originalmente publicado en Accent: A Quarterly (1958)
The Little Disturbances of Man (1959)
[Batallas de amor (1959)]



      Tanto si madrugo como si me levanto tarde, siempre desperdicio las mañanas. Tanto en verano como en invierno, tanto si el sol apenas se levanta como si cae a pico y me quema la piel, nunca consigo desayunar antes del mediodía.
       Soy ambicioso, pero mis ambiciones son a largo plazo. He depositado mi confianza en una buena estrella, pero tengo por delante muchos años todavía para decidirme a probar suerte. Mientras no llega ese día, procuro tener los ojos abiertos y vestirme bien.
       Al psiquiatra del ejército le dije que sí: me gustan las chicas. Es cierto. Mi hermana no me gusta: es como el sueño dorado de un chulo. Pero las otras sí, tanto las flacas e inmaduras como las que ya se han desarrollado. Tampoco me gusta mi madre, que le hubiera caído muy bien a Freud. La verdad es que tengo un gran sentido del humor.
       La última amiga que tuve era judía. Las judías suelen ser cariñosas, siempre preocupadas por lo que comes y por tus posibilidades de encontrar trabajo. No les gusta que trabajes demasiado al principio. Pero en cuanto has picado el anzuelo cambian y te dicen, ¡suda, cabrón!
       Era una chica normal, de talla mediana: una jarra de loza con asas. Había por donde agarrarla. La conocí bajo la lluvia, a la salida de no sé qué actividad cultural de la Cooper Union o la Washington Irving High School. Ella no tenía paraguas y yo sí, de modo que me ofrecí a acompañarla a casa. A la mía. Se quedó unas horas, bostezando con la boca abierta de par en par, medio dormida. La lluvia caía sobre el ailanto que crece delante de mi casa, el viento hacía sonar las contraventanas, y yo me dediqué tranquilamente a preparar café y cortar una ración de pastel. No creo en la fuerza y hubiera esperado, pero ella se sentía muy sola.
       Lo pasamos bastante bien durante algunas semanas. Ella traía pastelitos de ésos tan raros que no puedo ni imaginar dónde podía comprarlos. Los domingos venía de Brooklyn con un pollo para asarlo en casa. Decía que yo estaba demasiado flaco. Lo estoy, pero a las chicas les gusta. Si estás gordo, enseguida notan que jamás tendrás necesidad de su personal e inagotable ternura.
       Llegó la primavera.
       —¿Vamos a seguir siempre así? —me preguntó.
       ¡Empleó esas palabras exactamente! No era la primera vez que me encontraba con una chica que adoptaba esta actitud. Aparentemente, para la mayoría de las mujeres eso de comer bien y divertirse es demasiado bueno. Tienen que estropearlo.
       El sol consumió el mes de julio y ella volvió a decirlo:
       —Freddy, si tienes intención de seguir así, te dejo.
       Aquellos ventosos domingos solíamos ir a la playa. Su madre debió de decirle qué era lo que tenía que decir, porque lo dijo en tono de impuesta convicción.
       Un viernes por la noche del mes de septiembre, después de una desafortunada fiesta, me fui a casa. Todas las caras eran desconocidas. No había ninguna chica sin pareja, y, después de sostener algunas conversaciones en voz baja con las que eran propiedad de los otros chicos, me sentí horriblemente deprimido y me fui.
       Dorothy estaba sentada en un sillón mirando un Art News lleno de holandeses que parecían haber vivido ochenta años en sólo cuarenta, y a su lado estaba su bolsa de viaje. Cuando se levantó para saludarme, casi no le vi la cara, pero se fue a preparar té, por lo que buena parte del ardor que yo sentía se disipó en la húmeda noche.
       —Escucha, Freddy —me dijo—. Le he dicho a mi madre que iba a visitar a Leona, que vive en Washington, y que estaría dos días allí. Ya lo he arreglado con Leona. No me delatará nadie.
       Sirvió el té y sacó unos pastelitos que debió de encontrar en alguna pastelería secreta de Flatbush Avenue, todo ello con la intención de desviar los apetitos que yo sentía y permitir que se desarrollara una conversación.
       —Mira, Freddy, tú no te tomas en serio a ti mismo, y por eso no puedes tampoco tomar en serio nada ni a nadie. Ni los trabajos ni las personas… No me escuchas, Freddy. Te reirás, pero te prometo que eres un bárbaro. Eres esclavo de tus sentidos. Si estás junto a una radio, oyes música; si estás cerca de una nevera, te atracas de comida; si una chica pasa a menos de tres metros de ti, la desnudas y te la sirves al ast.
       —Caramba, Dotty, no seas tan gráfica —le dije—. Pero si quieres, te ensarto.
       ¡Qué chica tan encantadora! Bastó decirle aquella grosería para que de repente se me sentara encima, sonrojada y molesta, sí, pero contenta de pensar que el East River la separaba de su madre. Pobrecilla, ¡qué avidez!
       ¡Y qué entrega! Cuando llegó la noche del domingo, yo había interrumpido tajantemente media docena de conversaciones cortando de raíz su mensaje moral. Cuando llegó la noche del domingo, ya le había dicho dos veces «Te quiero, Dotty». El lunes por la mañana me di cuenta de hasta qué punto me había comprometido, y no me importa decir que la situación me impidió ir a un trabajo que había conseguido el viernes.
       Creo que las mujeres tienen buenas intenciones, pero que al final siempre prima en ellas la fuerza de una tradición de codicia que suele adquirir proporciones obsesivas. Cuando Dot se enteró de que había decidido no ir al trabajo (¿qué trabajo?, un trabajo, simplemente), se puso en marcha. Me devolvió mi ejemplar de Mil novecientos ochenta y cuatro y dejó una nota en la que decía que podía quedarme los seis vasos de vino que su madre me había prestado.
       Bien, la eché de menos; no se encuentra uno con una actitud tan amablemente abierta todos los días. Tampoco era tonta. Yo diría que poseía una sabiduría de campesina. No había recibido una educación exagerada, como les ocurre a casi todas. Tenía el pelo largo y moreno. Hasta aquel fin de semana siempre se lo había visto recién peinado, o ligeramente revuelto. Pero nunca suelto.
       Era impresionante.
       La eché de menos. Después no tuve demasiada suerte. Tenía poco dinero, y ya se sabe que la intuición de las chicas acerca de eso raya la clarividencia. Una vez estuve con una chica casada muy bonita, cuyo marido andaba por ahí trabajando en asuntos de poca monta, pero su corazón estaba en otro lado. A través de mi cuñado me llegó un trabajo: consistía en escribir el texto de ampulosos anuncios. Es un tipo que parece un crupier: en las fiestas familiares saca fajos de billetes nuevos y los hace crujir a la vista de todos. Las cosas se me arreglaron un poco.
       Gracias a los beneficios obtenidos con mi retórica pude ir un fin de semana al Craggy-moor, que es uno de esos centros de vacaciones llenos de famosos y con un campo de golf de varios kilómetros cuadrados. A mi regreso a casa me la encontré sentada en la sala. Con unas cuantas palabras amables, dichas casi sin aliento, y unos cuantos ademanes modernos Dotty trató de insuflar eternidad a una cosa tan perecedera como es el amor.
       —¡Oh, Dotty! —le dije al tiempo que le abría mis acogedores brazos—. Siempre me alegra verte.
       —En realidad, no he venido por esto —me explicó—. He venido a hablar contigo, Freddy. Tenemos una maravillosa oportunidad de ganar mucho dinero. Sólo necesito que te tomes las cosas en serio durante media hora. Sé que eres muy inteligente, y creo que tendrías que aprovecharlo. Hasta podrías tener una casa de campo. Quiero decir que, aunque siguieras viviendo solo, podrías tener una casa decente en un barrio decente en lugar de vivir en este cubo de basura.
       Le di un beso en la punta de la nariz y le dije:
       —Si quieres hablar en serio, Dotty, será mejor que salgamos a dar un paseo. Anda, coge tu abrigo y explícame cómo vamos a ganar mucho dinero.
       Hizo lo que le decía y salimos a pasear; pisamos las hojas caídas de los árboles del parque durante una hora.
       —No te lo tomes a risa, Freddy —me dijo—. Hay un periódico yiddish, el Morgenlicht, que celebra un concurso que se llama «Judíos famosos». Cada día publican una foto y dos descripciones, y tienes que decir quién es cada uno de los tres, añadir algún otro dato sobre ellos y enviar la respuesta antes de la medianoche de ese día. Durará al menos tres meses.
       —¿Y tú crees que hay tantos judíos famosos? —le dije—. ¡Qué país tan tolerante! Bueno, ¿y qué te dan por estar enterado de informaciones tan valiosas?
       —El primer premio son cinco mil dólares y un viaje a Israel. Y, en el viaje de vuelta, dos días en cada una de las tres principales capitales de la Europa libre.
       —Está muy bien —le dije—. Pero ¿qué pretenden? ¿Dejar al descubierto a los que se han colado en este país por la puerta falsa?
       —¿Por qué tienes que buscar siempre el lado malo de las cosas, Freddy? Están, simplemente, orgullosos de sí mismos, y quieren que todos los judíos que vivimos aquí nos enorgullezcamos también de las aportaciones que hemos hecho a este país. ¿No te sientes orgulloso?
       —Al diablo el orgullo.
       —No me importa lo más mínimo lo que pienses. Lo que importa es que conocemos a alguien que conoce a uno que trabaja en ese periódico —uno que escribe cada semana un artículo especial—, y que conoce nuestro apellido aunque no nos hayamos visto nunca. Así que tenemos muchas posibilidades si enviamos las respuestas. Y como yo sola no podría hacerlo, he pensado que tú, que eres tan listo, me ayudes. Mira, he decidido hacerlo, y cuando Dotty Wasserman toma una decisión no hay nada que la detenga.
       Hasta aquel día no me había fijado en su obstinación. Mi carácter es diametralmente opuesto. Todos los días de la semana vino a mi casa al salir del trabajo y se inclinó pensativa sobre mi mesa de trabajo; para no pasar frío, se ponía una chaqueta más de lana, y me dejó las coderas destrozadas. Un cable de cobre permanentemente agitado transmitía informaciones desde la casa de su madre, en Brooklyn, hasta el oído de Dot.
       Cuando me asomaba por encima de su hombro, veía a veces una imagen tres cuartos de un judío notable, o una imagen completa de un medio judío. A los del periódico no les importaba que sólo fuera judío a medias. Se enorgullecían igual de él.
       A medida que pasaban los días, Dotty se sentía cada vez más orgullosa. Se sonrojaba, levantaba la cabeza de los jeroglíficos yiddish y me leía en voz alta su traducción:
       —Un canoso caballero respetado en muchos ambientes, que ha sido amigo íntimo de varios miembros de diversos gabinetes y verdadero amigo de un par de presidentes, y a quien se encuentra a menudo sentado en un banco en el parque.
       —¡Bernard Baruch! —dije rápidamente.
       Luego, otro más difícil:
       —Este hombre ha contribuido a facilitar el comercio interestatal. Su obra ha costado millones de dólares y fue terminada el año pasado. Pero siempre le quedó tiempo para dedicarlo a Deborah, Susan, Judith y Nancy, sus cuatro hijas.
       Para resolver este acertijo tuve que fumarme un pitillo y tomarme un ponche que Dotty me había preparado para darme energías y engordarme. Estuve mirando la estufa, el techo, mis irritables contraventanas, y, por fin, dije, con mucha calma:
       —Chaim Pazzi, ingeniero de puentes.
       Nunca olvido un nombre, cualquiera que sea el tamaño del tipo de letra con el que aparece.
       —¡Caramba, Freddy! Ni siquiera sabía que hubiera un judío que hubiera llegado tan alto en esa especialidad.
       La verdad es que a veces necesitaba una hora entera para encontrar el nombre que correspondía a una lista de cualidades generalmente desproporcionada. Las veces que costaba tanto, acababa diciéndole:
       —Bueno, ya hemos puesto a otro al descubierto. Ponlo en la lista de deportación.
       —Ya sé que lo dices en broma —decía Dotty, muy entristecida.
       Y bien, ¿por qué cree el lector que yo le gustaba? Todos aquellos que han sido psicoanalizados responderán a la vez, sin duda: «Porque ella es masoquista y tú eres sádico».
       Pues no. La traté muy bien. Y correspondí a todo su amor. Y no falté a ninguna cita y la llamaba los viernes para recordarle que al día siguiente era sábado, y las veces que tenía dinero le compraba flores y una vez unos pendientes y otra un sostén de color negro que vi anunciado en el periódico y me hizo gracia porque tenía unas ventanas especiales para facilitar la ventilación. Todavía lo conservo. Dotty no se atrevió nunca a llevárselo a su casa.
       Pero jamás dejaré que se me coma ninguna mujer.
       Mi pobre madre, al morir, tenía un buen pedazo de su Freddy atragantado en el gaznate. En aquel momento yo estaba en el ejército, pero me contaron que sus últimas palabras fueron:
       —Presentad a Freddy a Eleanor Farbstein.
       ¡Qué carácter tenía mi madre! ¡Acordarse de mí en aquel momento para añadir un codicilo a su testamento! Legó mi hermana a aquel tipo que trabajaba en publicidad, era experto en cocina y llevaba el pelo cortado a cepillo. Legó mi padre a la conmiseración de las tías. Y a mí, que era su principal posesión y el mejor pedazo de carne que había en la nevera de su corazón, a mí me legó a Ellen Farbstein.
       De hecho, fue la propia Dotty quien lo dijo:
       —En mi vida había salido con un chico tan atento como tú, Freddy. Siempre que me siento sola o deprimida, sé que te llamo y enseguida dejas lo que sea que estés haciendo y vienes a buscarme. No creas que no lo aprecio en lo que vale.
       La verdad, sin embargo, es que yo no hacía casi nada. Mi cuñado hubiera podido darme mucho trabajo muy bien pagado, pero insistía en decir que yo era especialista en un tipo de textos muy retóricos que raras veces resultaban necesarios para la empresa en la que trabajaba. De modo que tenía todo el día para dedicar mi ingenio, mi energía y mi atención al concurso de «Judíos famosos» del Morgenlicht, el-diario-de-la-mañanaque-sale-la-noche-antes.
       Y así llegamos al final. Dot creía que habíamos ganado. Yo estaba casi convencido. Nos pasamos seis semanas fantaseando mientras bebíamos batidos calientes de chocolate y destornilladores.
       Y ganamos.
       Una mañana, a las nueve, sonó el teléfono:
       —Despierta y alégrate, Frederick P. Sims. Lo hemos conseguido. ¿Ves como era cierto? Cuando tomo una decisión, no hay nada que me detenga.
       A mediodía, Dotty salió del trabajo y vino a comer conmigo a la terraza de un café del Village. Era toda sonrisas y estaba rebosante de orgullo. Comimos muy bien y mientras lo hacíamos tuve que oír la siguiente información —que, en parte, ya había sospechado—:
       Todo había sido hecho a su nombre. Naturalmente, su madre tenía que recibir parte del premio, pues había tenido que hacer casi toda la traducción (Dotty apenas sabía escribir en yiddish), y, además, mi amiga estaba preocupada por asegurar el futuro de aquella mujer, que pronto sería una anciana. Por otro lado, en una conferencia celebrada a medianoche, las dos habían decidido enviar cierta cantidad a su vieja tía Lise, que había podido salir de Europa sólo hora y media antes de que quedara cerrada para siempre; ahora se encontraba en Toronto, rodeada de desconocidos, y no estaba muy en sus cabales.
       El viaje a Israel y las otras tres capitales europeas era para dos (2) personas. Tenían que ser marido y mujer. Si no presentábamos documentos acreditando que habíamos quedado unidos ante la ley, Dotty tendría que hacer sola el viaje. Y justo cuando yo decidí empezar a esgrimir razones en contra de aquella acumulación de injusticias, Dotty exclamó: «¡Oh!, mi madre va a creer que me ha pasado algo», y se fue corriendo a Lord and Taylor’s, donde habían quedado citadas.
       Me puse a fumar mi sucia pipa y consideré la situación en que me encontraba.
       Mientras, en otra parte de la ciudad, giraban las ruedas, zumbaban las rotativas, y al día siguiente, con un titular a toda página, el Morgenlicht decía a sus lectores:

¡OSRUCNOC LED ARODECNEV NAMRESSAW YTTOD!
ANU IN OLLAF ON NYLKOORB ED NEVOJ ANU

       Debajo aparecía una foto en la que Dotty y yo estábamos comiendo. Me recordó el brillo de un flash que iluminó mi pudín de arroz el día anterior, mientras yo soñaba lleno de modestas esperanzas.
       Decidí enviar una postal a Dotty pidiéndole que no me hiciera aquello.
       Los últimos preparativos se complicaron debido a que el gobierno de Israel no quería permitir la salida de los dólares que tenían que servir para pagar el viaje. Una vez los dólares estuvieran dentro de aquel cosmopolita país, al parecer, se esperaba que renunciaran a su carácter de hedonista juguete americano para convertirse en una seria herramienta de trabajo.
       Al cabo de dos semanas empecé a recibir cartas que me explicaban todo esto y que contenían fotografías de Dotty sonriendo en un kibbutz, apoyándose en un muro de lamentaciones y dirigiéndome una mirada zalamera desde un naranjal.
       Decidí coger un trabajo fijo para un par de meses en una agencia, donde me dedicaba a escribir textos similares al que sigue como pies de fotos de emprendedores caballeros:

     SE LLAMA BILL FEARY. ÉL LE SERVIRÁ SU PEDIDO DE… TONELADAS DE FERTILIZANTE ETIQUETA ROJA. BILL FEARY CONOCE EL MEDIO OESTE. BILL FEARY CONOCE SUS NECESIDADES.
     LLÁMELE BILL Y LLÁMELE AHORA
.

       Despierto e inocente, pulcro y respetuoso, escandalizado por los embustes de mis compañeros de trabajo e impulsado por un afán de ser, por una vez, decente, me convertí en un hombre de provecho.
       Las chicas de finas pantorrillas que habían llegado a Nueva York en tractor se habían convertido, a su vez, en mujeres de provecho, y, pasando por el purgatorio de la avaricia humana, se dirigían al Paraíso de las Prostitutas, es decir, al Palacio de las Posesiones.
       Mientras me esforzaba por desarrollar mis sueños, Dotty se gastó parte de su dinero en ver la torre inclinada de Pisa e ir en góndola. Luego decidió quedarse en Londres dos semanas porque comprobó que en aquella ciudad estaba como en casa. De modo que el premio fue quedándose en manos de extranjeros que, sin duda, lo invirtieron a su gusto.
       Un día neblinoso, el sonido de las sirenas que llegaba de la zona de Manhattan me recordó que había recibido un telegrama que decidí ignorar.
LLEGO QUEEN ELIZABETH MIÉRCOLES 4 TARDE. Lo ignoré con éxito durante todo el día y me hice el encontradizo con un par de rubias que me recibieron fríamente. Luego me fui a casa y me sentí solo. Estuve sintiéndome solo toda la tarde. Traté de escribir una carta a una chica muy atlética a la que había conocido algunas semanas atrás en un refugio de esquiadores… Pensé llamar a algún amigo, pero la pura verdad, por vergonzosa que sea, es que las mujeres te aíslan. No sabía a quién llamar.
       Salí a comprar un periódico de la tarde. Lo leí. Escuché la radio. Salí a comprar un periódico de la mañana. Leí el periódico y esperé que empezara la jornada.
       No fui a trabajar aquel día ni tampoco el siguiente. No me llegó ningún aviso de Dot. Posiblemente, se arrastraba bajo el peso de la culpa. Pobrecilla…
       Por fin le escribí una carta. Era muy enérgica.

     Querida Dorothy:
     Cuando pienso en nuestras relaciones y recuerdo nuestro verano y el invierno que le siguió, no consigo encontrar explicación para tu comportamiento. Comprendo que te impulsaban los detestables ejemplos de tu madre y de todas las madres que la han precedido. En realidad, te has portado como una prostituta. Al parecer, el amor y la amistad que te brindé no bastaban. ¿Qué querías? No me diste más que las aguas cenagosas de tu afecto, una trampa en la que yo debía ahogarme, y, como me negué, planeaste esta desesperada venganza.
     Te ayudé con todas mis fuerzas, rebuscando en mi memoria los nombres de los miembros de tu raza que gracias a la prensa han llegado a tocar las fibras sensibles de este país.
     ¿Qué querías?
     ¿Matrimonio?
     ¡Ah, claro! Eso es. Un feliz matrimonio. Un hogar. El día hogareño y feliz en que pudieras al fin enroscar tu pelo en rulos y untarte de cremas la cara… Me parece que a Fred no le apetece demasiado la perspectiva.
     Tengo veintinueve años y no rejuvenezco, sino al revés. A mi alrededor los universitarios van consiguiendo títulos y atando sus patas de palo a las Escaleras del Éxito. Ay, Dotty Wasserman, Dotty Wasserman, ¿qué puedo decirte? Si crees que soy cruel, enfréntate al hecho de que no has querido enfrentarte a mí.
     Pasamos algunos ratos maravillosos. Podríamos volver a pasarlos. Tenemos ahora una magnífica oportunidad para volver a empezar y hacer las cosas de una forma más humana. No puedes imponerme tu estrecha visión de la vida. Decídete, Dotty Wasserman.
     Sinceramente, el que fue tuyo
     F. P.S. Ésta es tu última oportunidad.

Al cabo de dos semanas recibí un billete de cien dólares.

      Una semana después me encontré junto a la puerta de mi casa un paquete cuidadosamente envuelto que contenía una cartera de piel cosida a mano en Italia y un proyector con una caja de diapositivas que mostraban interesantes panorámicas de Europa y el Norte de África.
       Eso fue lo último que supe de ella.



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