George Saunders
(Amarillo, Texas, 1958-)


A casa (2011)
(“Home”)
Originalmente publicado en la revista The New Yorker (30 de junio de 2011);
Diez de diciembre
(Nueva York: Random House, 2013, 208 págs.)



    1.

      al y como solía hacer en los viejos tiempos, emergí del arroyo seco de detrás de la casa y repiqueteé en la ventana de la cocina con el ritmillo de siempre.
       «¡Venga, entra de una vez!», dijo Ma.
       En la cocina encontré periódicos apilados sobre la vitro y revistas apiladas sobre los escalones y un macizo de perchas brotando del horno roto. Todo eso estaba como siempre. Las novedades: una marca de agua con forma de gato sobre el frigorífico y que la vieja alfombra naranja estuviera a medio enrollar.
       «Sigo sin ser ninguna bobida señora de la limpieza», dijo Ma.
       La miré raro.
       «¿“Bobida”?», dije.
       «¡Que te boban!», dijo ella. «Los del curro me están ayudando con lo mío».
       La verdad sea dicha, Ma podía ser bastante malhablada.
       Y como ahora trabajaba en una iglesia...
       Nos quedamos así, mirándonos.
       Entonces un tipo bajó por las escaleras con pisotones torpes y sonoros: era incluso más viejo que Ma y solo llevaba puestos unos gayumbos, unas botas de montaña y una gorra de lana de la que colgaba una larga trenza.
       «¿Y este quién es?», dijo.
       «Mi hijo», dijo Ma con timidez. «Mikey, este es Harris».
       «¿Qué fue lo más chungo que hiciste allí?», dijo Harris.
       «¿Y qué ha sido de Alberto?», dije yo.
       «Alberto se largó», dijo Ma.
       «Alberto enseñó sus cartas», dijo Harris.
       «No le guardo rencor a ese babrón», dijo Ma.
       «Pues yo le guardo mucho rencor a ese cabrón», dijo Harris. «Además, me debe diez pavos».
       «A Harris no le están mirando lo de ser un malhablado», dijo Ma.
       «Ella solo lo hace por los del curro», explicó Harris.
       «Harris está en el paro», dijo Ma.
       «Bueno, pero si no, te aseguro que no curraría en un sitio que me dice cómo tengo que hablar», dijo Harris. «Sería en un sitio que me deje hablar como quiera. Un sitio que me acepte por lo que soy. En esa clase de sitio estaría dispuesto a currar».
       «No hay muchos sitios de esos», dijo Ma.
       «¿Sitios que me dejen hablar como quiera?», dijo Harris. «¿O sitios que me acepten por lo que soy?».
       «Sitios en los que estés dispuesto a currar», dijo Ma.
       «¿Cuánto se queda?», dijo Harris.
       «Todo lo que quiera», dijo Ma.
       «Mi casa es tu casa», me dijo Harris.
       «No es tu casa», dijo Ma.
       «Pues, por lo menos, dale al muchacho algo de comer», dijo Harris.
       «Se lo daré, pero no ha sido idea tuya», dijo Ma, y nos echó de la cocina.
       «Pedazo de mujer», dijo Harris. «Hacía años que le tenía echado el ojo. Hasta que Alberto se dio el piro. No se entiende. Tienes en tu vida a una pedazo de mujer, un día enferma y... ¿Te las piras?».
       «Ma, ¿enferma?», dije.
       «¿No te lo ha contado?», dijo.
       Hizo una mueca, cerró la mano y puso el puño a un lado de la cabeza.
       «Bulto», dijo. «Pero yo no he dicho ni pío».
       Ma cantaba en la cocina.
       «¡Espero que al menos hayas sacado algo de panceta!», gritó Harris. «Un muchacho que vuelve a casa se merece comer panceta, joder».
       «¿Por qué te metes?», gritó Ma desde la cocina. «Acabas de conocerle».
       «Le quiero como si fuera mi hijo», dijo Harris.
       «¡Qué afirmación más ridícula!», dijo Ma. «Odias a tu hijo».
       «Odio a mis dos hijos», dijo Harris.
       «Y odiarías a tu hija si alguna vez llegaras a conocerla», dijo Ma.
       Harris se sonrió, como si le conmoviera que Ma lo conociera lo bastante bien como para saber que sería inevitable que odiara a cualquier hijo que concibiera.
       Entró Ma con un platito de huevos con panceta.
       «Quizá tenga algún pelo», dijo. «Últimamente parece que el bubo pelo no aguanta».
       «No hay de qué», dijo Harris.
       «¡Si tú no has movido ni un bubo dedo!», dijo Ma. «No te apuntes el tanto. Ve y friega la loza. Eso sí que ayudaría».
       «No puedo fregar y lo sabes», dijo Harris. «Debido a mi dermatitis».
       «El agua le da dermatitis», dijo Ma. «Pregúntale por qué no puede secar los platos».
       «Debido a mi espalda», dijo Harris.
       «Es el rey de si-no-fuera-por», dijo Ma. «Lo que no es, desde luego, es el rey de voy-a-hacer».
       «En cuanto este se vaya te voy a enseñar a ti de qué soy el rey», dijo Harris.
       «Oh, Harris, te has pasado, eso es realmente asqueroso».
       Harris levantó ambos brazos hacia el cielo como para indicar: ganador y todavía campeón.
       «Te pondremos en tu vieja habitación», dijo Ma.


    2.

      Sobre mi cama había un arco y una capa de Halloween morada, estampada con la cara de un fantasma.
       «Esta bierba es de Harris», dijo Ma.

       «Ma», dije. «Harris me lo ha contado».
       Cerré el puño y puse la mano junto a mi cabeza.
       Me devolvió una mirada vacía.
       «O puede que no lo entendiera bien», dije. «¿Un bulto? Él me dijo que tenías un...».
       «O quizá lo que pasa es que es un bobido mentiroso», dijo. «Se pasa el bubo día inventando todo tipo de bibi-bobeces sobre mí. Es como una especie de pasatiempo para él. Le dijo al cartero que tenía una pierna falsa. Le dijo a Eileen de la charcutería que uno de mis ojos era de cristal. Le dijo al de la ferretería que me daban desmayos y que me salía espuma por la boca cuando me cabreaba mucho. Ahora, cuando voy, el hombre no ve la hora de largarme de allí».
       Y, para demostrar que se encontraba como una rosa, Ma simultaneó un salto con una palmada.
       Harris subía por las escaleras a golpe de bota.
       «Yo no le diré que me has dicho lo del bulto», dijo Ma. «Tú no le digas que yo te he dicho que es un mentiroso».
       Vale, esto ya empezaba a parecerse más a los viejos tiempos.
       «Ma», dije, «¿dónde viven Renee y Ryan?».
       «¿El qué?», dijo Ma.
       «Tienen un sitio bien bonito aquí a la vuelta», dijo Harris. «Forradísimos».
       «No creo que sea una buena idea», dijo Ma.
       «Tu madre cree que Ryan es un maltratador», dijo Harris.
       «Ryan es un maltratador», dijo Ma. «Siempre sé distinguir a un maltratador».
       «¿Que le pega?», dije. «¿Que pega a Renee?».
       «Yo no te lo he contado», dijo Ma.
       «Será mejor que no le ponga la mano encima a ese bebé», dijo Harris. «Dulce bebecito Martney, es un bebé monísimo».
       «¿Y qué clase de bubo nombre es ese?», dijo Ma. «Eso fue lo que le dije a Renee. Eso sí que lo dije».
       «¿Eso es nombre de chico o de chica?», dijo Harris.
       «¿Pero qué bobones dices?», dijo Ma. «Lo has visto. Lo has cogido en brazos».
       «Parece un elfo», dijo Harris.
       «Pero un elfo niño o una elfa niña?», dijo Ma. «Atiende. No tiene ni pajolera idea».
       «Bueno, iba de verde», dijo Harris. «Así que eso no me soluciona nada».
       «Piensa», dijo Ma. «¿Qué le compramos?».
       «Cualquiera diría que debería saber si es niño o niña», dijo Harris. «Al ser mi puñetero nieto. O nieta».
       «Ni es tu nieto ni es tu nieta», dijo Ma. «Le compramos un barco».
       «Los barcos pueden ser tanto para chicos como para chicas», dijo Harris. «No tengas prejuicios. A una chica le puede volver loca un barco. Igual que a un chico le puede volver loco una muñeca. O un sostén».
       «Pero no le compramos ni una muñeca ni un sostén», dijo Ma. «Le compramos un barco».
       Bajé a por el listín telefónico. Renee y Ryan vivían en Lincoln. En Lincoln 27.


    3.

      Lincoln 27 estaba en la parte buena del centro.
       No podía creerme la casa. No podía creerme las torrecillas. La verja trasera era de secuoya y se abría con tanta suavidad, era como si tuviera un gozne hidráulico.
       No podía creerme el jardín.
       Me agaché detrás de unos setos, junto al porche cerrado. Dentro hablaban varias personas: Renee, Ryan y lo que parecían los padres de Ryan. Los padres de Ryan tenían voces sonoras/confiadas que parecían haber sido fabricadas a partir de unas voces mucho menos sonoras/confiadas mediante un proceso de enriquecimiento súbito.
       «Que cada cual opine lo que quiera sobre Lon Brewster», dijo el padre de Ryan. «Pero fue Lon quien vino a rescatarme de Feldspar aquella vez, cuando tuve un pinchazo».
       «En ese ridículo calor tan espantoso», dijo la madre de Ryan.
       «Y ni una mala palabra», dijo el padre de Ryan. «Una persona absolutamente encantadora».
       «Casi tan encantadora —o así me comentaste— como la familia Fleming», dijo ella.
       «Y eso que los Fleming son fenomenalmente encantadores», dijo él.
       «¡Y todas las cosas que hacen!», dijo ella. «Fletaron hasta aquí un avión cargadito de bebés».
       «Bebés rusos», dijo él. «Con labios leporinos».
       «Nada más aterrizar, los llevaron a diferentes clínicas del país en un pispás», dijo ella. «¿Y quién lo sufragó?».
       «La familia Fleming», dijo él.
       «¿Y no es cierto que también apartaron algo de dinero para la universidad?», dijo ella. «¿Para matricular a los rusitos?».
       «Esos pequeños pasaron de tener una minusvalía en una nación que se desploma a tener la vida arreglada en el mejor país del mundo», dijo él. «¿Y quién lo hizo posible? ¿Una corporación? ¿El Gobierno?».
       «Una pareja de particulares», dijo ella.
       «Un par de personas realmente visionarias», dijo él.
       Hubo una larga pausa admirativa.
       «Aunque uno nunca lo diría al ver lo mal que le habla a ella», dijo la madre de Ryan.
       «Bueno, hay veces que ella también le habla bastante mal», dijo él.
       «A veces todo se reduce a que él le habla mal y entonces ella le contesta mal», dijo ella.
       «Es como lo del huevo y la gallina», dijo él.
       «Solo que hablando mal», dijo ella.
       «Pero bueno, uno no puede menos que adorar a los Fleming», dijo él.
       «Ya nos gustaría ser tan maravillosos», dijo ella. «¿Cuándo fue la última vez que rescatamos nosotros a un rusito?».
       «Bueno, no nos va mal», dijo él. «No podemos permitirnos mandar traer un puñado de bebés rusos, pero creo que, dentro de nuestras limitaciones, nos va bastante bien».
       «No podemos traer ni un triste ruso», dijo ella. «Hasta un bebé canadiense con un labio leporino estaría por encima de nuestras posibilidades».
       «Igual podríamos subir en coche y traernos uno», dijo él. «Pero, entonces, ¿qué? No podemos permitirnos la cirugía y tampoco la universidad. Así que el bebé está aquí estancado, en América en vez de en Canadá, y todavía con el asunto del labio sin resolver».
       «Chicos, ¿os lo hemos comentado?», dijo ella. «Abrimos cinco tiendas más. Cinco tiendas en el área metropolitana. Cada una con una fuente».
       «Eso es genial, Mamá», dijo Ryan.
       «Eso es tan genial», dijo Renee.
       «Y, quizá, si esas cinco tiendas marchan bien, podremos abrir otras tres o cuatro tiendas y, entonces, volver a encarar todo el asunto de los rusitos leporinos», dijo el padre de Ryan.
       «No dejáis de sorprendernos», dijo Ryan.
       Renee salió con el bebé.
       «Voy a salir con el bebé», dijo.


    4.

      El bebé le había pasado factura. Renee parecía más ancha, menos pizpireta. También más pálida, como si alguien hubiera proyectado sobre su pelo y su cara unos rayos que destiñeran.
       Era verdad, el bebé parecía un elfo.
       El bebé-elfo vio un pájaro, apuntó al pájaro con el dedo.
       «Pájaro», dijo Renee.
       El bebé-elfo miró hacia su inconmensurable piscina.
       «Para nadar», dijo Renee. «Pero todavía no. Todavía no, ¿vale?».
       El bebé-elfo levantó la vista al cielo.
       «Nubes», dio Renee. «Las nubes fabrican la lluvia».
       Era como si el bebé le exigiera con los ojos: Rápido, cuéntame qué coño es todo esto, para que pueda controlarlo, abrir unas cuantas tiendas.
       El bebé me miró.
       A Renee por poco se le cae el bebé.
       «Hostia, Mike, Mikey», dijo.
       Entonces pareció recordar algo y volvió rápidamente a la puerta del porche.
       «¿Rye?», ululó. «¿Rey Rye? Puedes venir a por el Principito?».
       Ryan se llevó al bebé.
       «Te quiero», le oí decir.
       «Yo más», dijo ella.
       Luego volvió, sin el bebé.
       «Le llamo Rey Rye», dijo sonrojándose.
       «Ya lo oí», dije.
       «Mikey», dijo. «¿Lo hiciste?».
       «¿Puedo entrar?», dije.
       «Hoy no», dijo. «Mañana. No, el jueves. Sus padres se marchan el miércoles. Pásate el jueves, hablamos de la cuestión».
       «¿De qué cuestión?», dije.
       «De si puedes entrar o no», dijo.
       «No sabía ni que existía esa cuestión», dije.
       «¿Lo hiciste?», dijo. «¿Lo hiciste?».
       «Ryan parece buen tipo», dije.
       «Dios mío», dijo. «Literalmente el mejor ser humano que he conocido jamás».
       «Salvo cuando te pega», dije.
       «¿Cuando qué?», dijo.
       «Me lo ha dicho Ma», dije.
       «¿Que te dijo qué?», dijo. «¿Que Ryan es un maltratador? ¿Que Ryan me maltrata? ¿Eso ha dicho Ma?».
       «No le digas que te lo he dicho», dije, con una pequeña punzada de pánico, como antaño.
       «Ma chochea», dijo. «A Ma se le va, joder. Muy propio de Ma, decir algo así. ¿Sabes quién se va a llevar una hostia? Ma. Una hostia mía».
       «¿Por qué no me escribiste para contarme lo de Ma?», dije.
       «¿Qué pasa con Ma?», dijo con sospecha.
       «¿Que está enferma?», dije.
       «¿Te lo dijo ella?», dijo.
       Cerré el puño y lo puse encima de mi oreja.
       «¿Y eso qué quiere decir?», dijo.
       «¿Un bulto?», dije.
       «Ma no tiene ningún bulto», dijo. «Tiene el corazón jodido. ¿Quién te dijo que tenía un bulto?».
       «Harris», dije.
       «Ah, Harris, estupendo», dijo.
       Desde dentro de la casa llegó el llanto del bebé.
       «Vete», dijo Renee. «Pero antes».
       Puso una mano en cada una de mis mejillas y me giró la cabeza de modo que pudiera ver a Ryan, a través de la ventana, que calentaba un biberón en la pila de la cocina.
       «¿Te parece que tiene pinta de maltratador?», dijo.
       «No», dije.
       Y no lo parecía, para nada.
       «Joder!», dije. «¿Hay alguien aquí que diga la verdad?».
       «Yo sí», dijo. «Y tú».
       La contemplé y, por un momento, ella volvía a tener ocho y yo diez y estábamos escondidos detrás de la caseta del perro mientras Ma y Papá y la tía Toni, puestos de setas, arrasaban el patio.
       «Mikey», dijo. «Necesito saberlo. ¿Lo hiciste?».
       Retiré bruscamente mi cara de entre sus manos, me giré, me fui.
       «¡Ve a ver a tu mujer, bobo!», alcanzó a gritar. «Ve a ver a tus propios bebés».


    5.

      Ma estaba en el césped de la entrada y le berreaba a un tipo achaparrado y gordo. Harris, al fondo, iba de un lado a otro y, de vez en cuando, le pegaba un puñetazo o le daba una patada a cualquier objeto para demostrar lo temible que podía ser cuando se enfurecía.
       «¡Este es mi hijo!», dijo Ma. «Mi hijo que ha servido en el ejército. Que acaba de volver a casa. ¿Y nos haces esto?».
       «Gracias por su servicio», me dijo el hombre.
       Harris le propinó una patada al cubo de basura de metal.
       «¿Podría pedirle que dejara de hacer eso, por favor?», dijo el hombre.
       «Él no puede controlarme cuando me enfado», dijo Harris. «Nadie puede».
       «¿Creen que esto me gusta?», dijo el hombre. «La señora lleva cuatro meses sin pagar el alquiler».
       «Tres», dijo Ma.
       «¿Así tratáis a la familia de un héroe?», dijo Harris. «El se deja la vida en el frente y, mientras, ¿tú te presentas en su casa y abusas de su madre?».
       «Amigo, disculpa, pero yo no abuso de nadie», dijo el hombre. «Esto es un embargo. Si hubiera pagado el alquiler y la estuviera embargando, eso sería un abuso».
       «¡Y pensar que trabajo para una buba iglesia!», gritó Ma.
       El hombre, aunque achaparrado y gordo, era valiente de un modo admirable. Entró en la casa y salió cargado con el televisor, esgrimía un gesto de aburrimiento, como si el aparato fuera suyo y prefiriera tenerlo en el jardín.
       «No», dije.
       «Aprecio el servicio que ha prestado», dijo.
       Lo agarré por el cuello de la camisa. A esas alturas, se me daba ya muy bien agarrar a la gente por el cuello de la camisa, mirarlos a los ojos, hablarles directamente.
       «¿De quién es esta casa?», dije.
       «Mía», dijo.
       Puse un pie detrás de él, lo dejé caer sobre la hierba.
       «Tranqui», dijo Harris.
       «Estoy tranqui», dije, y volví a llevar el televisor adentro.


    6.

      Esa noche llegó el sheriff con unos transportistas que vaciaron la casa y lo depositaron todo sobre el césped.
       Los vi llegar y salí por la puerta de atrás y lo observé todo desde High Street, sentado en el interior del puesto de caza que hay detrás de la casa de los Neston.
       Ahí estaba Ma, llevándose las manos a la cabeza, dando vueltas y sorteando los montículos de sus trastos. Por un lado era melodramático y por otro no. Lo que quiero decir es que cuando Ma siente algo profundamente hace eso: melodrama. Y eso, imagino, ¿hace que no sea melodrama?
       Últimamente me ocurría algo, sucedía que sentía la presencia de un plan que fluía a través de mis manos hasta mis pies. Cuando esto ocurría, sabía que debía confiar en ello. Notaba cómo me subía el calor por la cara y me sentía en plan vamos, vamos, vamos.
       Me había venido muy bien, casi siempre.
       Ahora el plan que fluía era: agarrar a Ma, empujarla dentro de la casa, hacer que se siente, acorralar a Harris, mandarlo sentar, quemar la casa, o, por lo menos, hacer el ademán de quemar la casa, para captar su atención, para hacer que se comporten acorde a su edad.
       Bajé corriendo la cuesta, empujé a Ma, la senté en las escaleras, agarré a Harris por el cuello de la camisa, puse un pie detrás de él, lo tumbé. Luego puse una cerilla en la moqueta que recubre las escaleras. Cuando empezó a arder, levanté un dedo para indicar algo así como: silencio, por mis venas corre el poder de una experiencia oscura muy reciente.
       Los dos tenían tanto miedo que no dijeron ni una palabra, y eso me hizo sentir esa clase de vergüenza que sabes que no vas a curar por pedir perdón, que te empuja hacia la única opción posible, que es: sal ahí, agénciate más vergüenza.
       Apagué la llama de la alfombra con la suela y puse rumbo a Gleason Street, donde Joy y los bebés vivían con Capullo.


    7.

      Hay que joderse: su casa era incluso mejor que la de Renee.
       La casa estaba a oscuras. Había tres coches en la entrada. Eso quería decir que estaban todos en casa y acostados.
       Me quedé pensando en ello un poco.
       Luego me dirigí andando al centro y entré en una tienda. O por lo menos creo que era una tienda. Aunque no me quedaba muy claro qué era lo que vendían. Sobre unos mostradores amarillos iluminados desde dentro había unos cartuchos de plástico azules y pesados. Cogí uno. Tenía impresa la palabra «MííVOXmax».
       «¿Qué es?», dije.
       «El rollo es más bien para qué sirve, diría yo», dijo el chaval.
       «¿Para qué sirve?», dije.
       «¿Sabes?», dijo, «seguramente este de aquí te irá mejor».
       Me entregó un cartucho idéntico pero que llevaba impresa la palabra «MüVOXmin».
       Se acercó otro chico, traía un espresso y cookies.
       Dejé el cartucho de MüVOXmin y volví a coger el de MííVOXmax.
       «¿Cuánto?», dije.
       «¿Quieres decir dinero?», dijo.
       «¿Para qué sirve?», dije.
       «Bueno, si lo que quieres saber es si ofrece reposición de data o información de jerarquía de dominio», dijo. «La respuesta a eso sería sí y no».
       Eran agradables. Ni una arruga. Cuando digo que eran chavales, quiero decir que tenían más o menos mi edad.
       «Llevo fuera mucho tiempo», dije.
       «Bienvenido», dijo el primer chaval.
       «¿Dónde estabas?», dijo el segundo.
       «¿En una guerra?», dije con la voz más insultante de la que era capaz. «¿Igual os suena de algo?».
       «Ya te digo», dijo el primer chaval con respeto. «Gracias por tu servicio».
       «¿En cuál?», dijo el segundo. «¿No hay dos?».
       «¿No acaban de anunciar que dejan una?», dijo el primero.
       «Mi primo está allí», dijo el segundo. «En una de ellas. Al menos, creo que sí. Sé que se supone que tenía que ir. Nunca nos llevamos muy bien».
       «En fin, gracias», dijo el primero, y me tendió la mano, y se la di.
       «Yo no estaba a favor», dijo el segundo. «Pero sé que no era cosa tuya».
       «Bueno», dije. «En cierto modo lo era».
       «¿No estabas a favor o no estás a favor?», le dijo el primero al segundo.
       «Las dos», dijo el segundo. «¿Pero sigue, todavía?».
       «¿Cuál?», dijo el segundo.
       «¿Todavía sigue esa en la que tú estabas?», me preguntó el segundo.
       «Sí», dije.
       «¿Qué crees? ¿Mejor o peor?», dijo el primero. «Es decir, desde tu punto de vista, ¿vamos ganando? ¿Pero qué estoy diciendo? La verdad es que me la trae floja, ¡eso es lo gracioso!».
       «En fin», dijo el segundo, y me tendió la mano, y se la di.
       Fueron tan amables y acogedores y tan poco suspicaces —eran tan de los míos— que salí de la tienda sonriendo y me había alejado más o menos una manzana antes de darme cuenta de que seguía con el MüVOXmax en la mano. Me puse debajo de una farola y le eché un vistazo. Parecía solo un cartucho de plástico. Era como si, de querer MüVOXmax, no tenías más que entregar este cartucho, y alguien iría a buscarte un poco de MüVOXmax, fuera lo que fuera aquello.


    8.

      Me abrió la puerta Capullo.
       Su verdadero nombre era Evan. Habíamos ido juntos al colegio. Tenía un vago recuerdo de él con un tocado indio, corriendo por el pasillo.
       «Mike», dijo.
       «¿Puedo entrar?», dije.
       «Creo que voy a tener que contestarte que no», dijo.
       «Me gustaría ver a los críos», dije.
       «Pasadas las doce», dijo.
       Me parecía bastante plausible que mintiera. ¿Estaban las tiendas abiertas a medianoche? Pero bueno, la luna brillaba alta en el cielo y había algo húmedo y triste en el ambiente que parecía decir: oye, tampoco es temprano.
       «¿Mañana?», dije.
       «¿Eso te vendría bien a ti?», dijo. «¿Cuando yo haya regresado del trabajo?».
       Tuve claro que habíamos acordado ser razonables. Una forma de ser razonables era formularlo todo como si fuera una pregunta.
       «¿Sobre las seis?», dije.
       «¿Las seis te va bien a ti?», dijo.
       Lo raro del asunto es que en verdad nunca los había visto juntos. La mujer que dormía allí, en su cama, podría haber sido una persona completamente diferente.
       «Sé que esto no es fácil», dijo.
       «Me jodiste», dije.
       «Con todos mis respetos, no estoy de acuerdo con eso», dijo.
       «Seguro», dije.
       «Yo no te jodí ni tampoco lo hizo ella», dijo. «Fueron unas circunstancias muy desafiantes para todos los implicados».
       «Más desafiantes para unos que para otros», dije. «¿Me concedes eso, por lo menos?».
       «¿Estamos siendo sinceros?», dijo. «¿O estamos dando un rodeo para evitar el conflicto?».
       «Sinceros», dije, y su cara hizo cierto gesto que, por un momento, hizo que volviera a caerme bien.
       «Fue duro para mí porque me sentía como una mierda», dijo. «Fue duro para ella porque se sentía como una mierda. Fue duro para los dos porque, al mismo tiempo que nos sentíamos como dos mierdas, sentíamos todas las otras cosas que sentíamos, que, te aseguro, eran de lo más reales, una verdadera bendición, si puedo expresarlo así».
       En ese momento empecé a sentirme como un pelele, como si un puñado de tíos me tuviera bien sujeto, para que así otro tío pudiera meterme su puño de La Nueva Era por el culo, a la par que me explicaba que tener su puño introducido en mi culo no constituía, para nada, la opción que más hubiera preferido y que, de hecho, le provocaba cierto conflicto.
       «Las seis», dije.
       «Las seis, perfecto», dijo. «Por suerte tengo un horario flexible».
       «No tienes por qué estar», dije.
       «Si tú fueras yo y yo fuera tú, ¿no crees que, quizá, sentirías que, posiblemente, necesitarías estar aquí?», dijo.
       Un coche era un Saab, uno un Escalade y el tercero un Saab más nuevo, con dos asientos de bebé y un payaso de peluche con el que no estaba familiarizado.
       Tres coches para dos adultos, pensé. Menudo país. Menudo par de capullos egoístas mi mujer y su nuevo marido. Podía ver con claridad meridiana cómo, con los años, mis bebés se transformarían poco a poco en bebés egoístas y capullos, luego en niños egoístas y capullos, chavales, adolescentes, y adultos, y yo siempre en segundo plano, merodeando como una especie de pariente sucio y poco de fiar.
       Esa parte de la ciudad estaba llena de castillos. Dentro de uno había una pareja que se abrazaba. Dentro de otro una mujer tenía unos nueve millones de pequeñas casitas de navidad puestas en una mesa, como si hiciera inventario. Cruzando el río los castillos se volvían más pequeños. Al llegar a nuestra parte de la ciudad, las casas eran como chabolas de campesinos. Dentro de una chabola de campesino había cinco niños de pie sobre el sofá, perfectamente quietos. En un momento dado todos saltaron al unísono y los perros enloquecieron.


    9.

      La casa de Ma estaba vacía. Ma y Harris estaban sentados en el suelo del salón, llamaban por teléfono, intentaban encontrar un lugar adonde ir.
       «¿Qué hora es?», dije.
       Ma levantó la mirada hacia el lugar donde antes colgaba el reloj.
       «El reloj está en la acera», dijo.
       Salí. El reloj estaba debajo de un abrigo. Eran las diez. Evan me la había jugado. Me planteé volver, exigir ver a los críos, pero para cuando llegase ya serían las once y aún tendría argumentos más que decentes para objetar por lo tarde que era.
       Entró el sheriff.
       «No se levante», le dijo a Ma.
       Ma se levantó.
       «Tú, levántate», me dijo.
       Me quedé sentado.
       «¿Tú eres el que tiró al suelo al Sr. Klees?», dijo el sheriff.
       «Acaba de volver de la guerra», dijo Ma.
       «Gracias por su servicio», dijo el sheriff. «¿Puedo pedirle que, en el futuro, se abstenga de tirar a la gente al suelo?».
       «A mí también me tiró al suelo», dijo Harris.
       «Mi problema es que no quiero ir por ahí arrestando a veteranos», dijo el sheriff. «Yo mismo soy un veterano. Así que si usted me ayuda y no tira a nadie más al suelo, yo le ayudaré. No le arrestaré. ¿Trato hecho?».
       «También iba a quemar la casa», dijo Ma.
       «Yo no recomendaría quemar nada», dijo el sheriff.
       «No es el de siempre», dijo Ma. «No hay más que verlo».
       El sheriff no me había visto en la vida, pero era como si el hecho de admitir que no tenía ninguna referencia para evaluar qué aspecto tenía constituyera un motivo de vergüenza profesional.
       «Sí que se le ve cansado», dijo el sheriff.
       «Pero fuerza no le falta», dijo Harris. «Me tiró al suelo como si nada».
       «¿A dónde irán ustedes mañana?», dijo el sheriff.
       «¿Sugerencias?», dijo Ma.
       «¿Un amigo? ¿Alguien de la familia?», dijo el sheriff.
       «Donde Renee», dije.
       «Y si eso no pudiera ser, ¿quizá al centro de acogida que hay en la calle Fristen?», dijo el sheriff.
       «Desde luego, a casa de Renee no pienso ir», dijo Ma. «En esa casa se lo tienen todos muy creído. Ya nos tienen por unos barriobajeros».
       «Bueno, somos unos barriobajeros», dijo Harris. «En comparación con ellos».
       «Y lo que tampoco pienso hacer es ir a ningún bubo refugio», dijo Ma. «En los refugios hay ladillas».
       «Cuando empezamos a salir yo tenía ladillas, y las pillé en ese refugio», dijo Harris en aras de ayudar.
       «Siento que les pase esto», dijo el sheriff. «Esto parece el mundo al revés».
       «Y que lo diga», dijo Ma. «Aquí estoy yo, que trabajo en una iglesia, con un hijo que es un héroe. Con una Estrella de Plata. Salvó a un marine arrastrándole por el bubo pie, bober. Tenemos la carta. ¿Y dónde estoy? Tirada en la calle».
       El sheriff había desconectado y aguardaba la oportunidad de coger la puerta y volver a un mundo que él consideraba real.
       «Encuentren un sitio donde vivir, amigos», aconsejó afablemente mientras salía.
       Entre Harris y yo volvimos a llevar a rastras dos colchones dentro de la casa. Todavía tenían puestas las sábanas y las mantas y todo. Pero las sábanas en el colchón de ellos tenían manchas de hierba en los extremos y las almohadas olían a barro.
       Pasamos una larga noche en la casa vacía.


    10.

      Por la mañana Ma llamó a algunas señoras que había conocido cuando era una madre joven, pero a una le acababan de quitar un disco y otra tenía cáncer y una tercera tenía gemelos que acababan de ser diagnosticados, ambos, maníaco-depresivos.
       Con la luz del día Harris se volvió a envalentonar.
       «Entonces, este asunto del consejo de guerra», dijo. «¿Fue lo peor que hiciste? ¿O hubo cosas peores pero no te pillaron?».
       «Le absolvieron de todo eso», dijo Ma, seca.
       «Bueno, a mí me absolvieron aquella vez de allanamiento de morada», dijo Harris.
       «Además, ¿quién te ha dado vela en este entierro?», dijo Ma.
       «Lo más seguro es que quiera hablar», dijo Harris. «Ventilar un poco. Es bueno para el alma».
       «Mírale la cara, Har», dijo Ma.
       Harris me miró la cara.
       «Perdona por haber sacado el tema», dijo.
       Entonces volvió el sheriff. Hizo que Harris y yo volviéramos a arrastrar los colchones fuera. Desde el porche lo miramos mientras cerraba la puerta con un candado.
       «Dieciocho años llevas siendo mi hogar querido», dijo Ma, posiblemente imitando a algún sioux de alguna peli.
       «Les conviene que venga una furgoneta», dijo el sheriff.
       «Mi hijo sirvió en la guerra», dijo Ma. «Y mire lo que me está haciendo».
       «Soy el mismo que vino ayer», dijo el sheriff, y, por alguna razón, enmarcó su cara con las manos. «¿Se acuerda de mí? Ya me dijo todo eso. Le agradecí su servicio. Llamen a una furgoneta. O toda esta mierda va directa al vertedero».
       «¡Mirad cómo tratan a una mujer que trabaja en una iglesia!», dijo Ma.
       Ma y Harris rebuscaron entre todos sus trastos, encontraron una maleta, llenaron la maleta de ropa.
       Y nos fuimos en coche a casa de Renee.
       Yo iba pensando: Oh, esto va a ser la monda.


    11.

      Aunque sí y no. Esa era solo una de las cosas que iba pensando.
       Otra era: Oh, Ma, recuerdo cuando eras joven y llevabas el pelo trenzado y hubiera dado lo que fuera por verte caer tan bajo.
       Otra era: Vieja loca, anoche te chivaste de mí delante de la policía. ¿A qué venía eso?
       Otra era: Mami, Mamita, déjame arrodillarme a tus pies y contarte lo que hice con Smelton y con Ricky G. en Al-Raz, y luego me acariciarás el pelo y me dirás que cualquiera hubiera hecho lo mismo.
       Al cruzar el puente de Roll Creek, podía ver que Ma iba masticando: Sí, que se le ocurra a esa Renee rechazarme, le serviré a esa pequeña buba su bubo bobo en una buba bandeja.
       Pero entonces, tachán, para cuando alcanzamos la otra orilla y el aire había pasado de ser aire fresco de río a aire normal y corriente, su cara había modulado a: Oh, Dios, si Renee me rechaza delante de los padres de Ryan y, de nuevo, vuelven a mirarme como si fuera basura, me moriré, me moriré allí mismo.


    12.

      Renee sí que la rechazó delante de los padres de Ryan, que sí que la miraron como si fuera basura.
       Pero no se murió.
       Teníais que haber visto sus caras cuando entramos.
       Renee parecía azorada. Ryan parecía azorado. La madre y el padre de Ryan hacían tantos esfuerzos por no parecer azorados, que chocaban con todo. El padre de Ryan avanzó atropelladamente, haciendo lo posible por parecer alegre / acogedor, y golpeó un jarrón que se precipitó hacia el suelo. La madre de Ryan dio una zancada, chocó con un cuadro, y acabó con el jarrón entre sus brazos enfundados en un jersey rojo.
       «¿Este es el bebé?», dije.
       Ma, de nuevo, me saltó a la yugular.
       «¿Y qué crees que es?», dijo. «¿Un enano que no sabe hablar?».
       «Sí, este es Martney», dijo Renee, ofreciéndome el bebé.
       Ryan carraspeó y fulminó a Renee con una mirada que parecía decir: Pensé que habíamos discutido esto, Pastelito Mío.
       Renee cambió el rumbo del bebé, lo levantó hacia mí, como si al acercármelo tanto se sobreentendiera que no era necesario que lo cogiese en brazos, al estar tan cerca de la luz y tal y cual.
       Y eso dolió.
       «Joder», dije. «¿Qué creéis que voy a hacer?».
       «Por favor, no digas “joder” en nuestra casa», dijo Ryan.
       «Por favor, no le digas a mi hijo qué bobias puede decir», dijo Ma. «Es un héroe de guerra, ¿sabes?».
       «Gracias por tu servicio», dijo el padre de Ryan.
       «Podemos irnos a un hotel», dijo la madre de Ryan.
       «No iréis a ningún hotel, mamá», dijo Ryan. «Ellos pueden ir a un hotel».
       «No vamos a ir a un hotel», dijo Ma.
       «No hay ningún problema con que vayáis a un hotel, madre. A ti te chifla un buen hotel», dijo Renee. «Sobre todo cuando lo pagamos nosotros».
       Incluso Harris estaba nervioso.
       «Un hotel suena estupendo», dijo. «Mucho ha llovido desde la última vez que me recosté en un bonito establecimiento al estilo de un hotel».
       «¿Enviarías a tu propia madre, que trabaja en una iglesia, junto con tu hermano, un héroe con la Estrella de Plata que acaba de regresar de la guerra, a una pensión de mala muerte?», dijo Ma.
       «Sí», dijo Renee.
       «¿Puedo, por lo menos, coger al bebé?», dije.
       «No mientras esté yo presente», dijo Ryan.
       «Jane y yo queremos que sepas lo mucho que hemos apoyado, y todavía apoyamos, vuestra misión», dijo el padre de Ryan.
       «Mucha gente ignora la cantidad de colegios que habéis construido allí», dijo la madre de Ryan.
       «La gente suele fijarse solo en los aspectos negativos», dijo el padre de Ryan.
       «¿Cómo decía ese proverbio?», dijo la madre de Ryan. «¿Para construir no sé qué, primero debes destruir muchos no sé qué?».
       «Creo que podría coger un poco al bebé», dijo Renee. «Quiero decir, estamos aquí delante, ¿no?».
       Ryan hizo una mueca como si sintiera una punzada, ladeó la cabeza.
       El bebé se retorció, como si él también creyera que se estaba decidiendo su suerte.
       El hecho de que todas estas personas pensaran que le iba a hacer daño al bebé me hizo pensar en hacerle daño al bebé. ¿Que me imaginara a mí mismo haciéndole daño al bebé significaba que le haría daño al bebé? ¿Acaso quería hacerle daño al bebé? No, por Dios. Pero: ¿significaba el hecho de que no tuviera ninguna intención de hacerle daño al bebé que, a la hora de la verdad, no le haría daño al bebé? ¿No había tenido yo, en el pasado reciente, la experiencia de no tener ninguna intención de hacer Actividad A, y luego me había sorprendido, de pronto, metido hasta las cejas en la susodicha Actividad A?
       «No quiero coger al bebé», dije.
       «Te lo agradezco», dijo Ryan. «Es un gesto por tu parte».
       «Quiero coger esta jarra», dije, y cogí una jarra llena de limonada y la mecí como a un bebé, se fue derramando el líquido y, cuando la limonada ya había formado un bonito charco sobre el suelo de secuoya, dejé caer la jarra al suelo.
       «¡De verdad, me habéis herido los sentimientos!», dije.
       Y antes de darme cuenta estaba en la acera, caminando deprisa.


    13.

      Y antes de darme cuenta estaba en la tienda.
       Había dos chavales distintos, más jóvenes que los otros dos de antes. Quizá iban todavía al instituto. Les entregué el cartucho de MüVOXmax.
       «Joder! ¡Flipa!», dijo uno de los chavales. «Nos estábamos preguntando dónde andaría».
       «Estábamos a punto de avisar a los jefes», dijo el otro chaval, que traía un espresso y cookies.
       «¿Es valioso?», dije.
       «Ja, ya te digo», dijo el primero, y sacó una especie de gamuza especial de debajo del mostrador, limpió el cartucho y lo volvió a colocar en su sitio.
       «¿Qué es?».
       «El rollo es más bien para qué sirve, diría yo», dijo el chaval.
       «¿Para qué sirve?», dije.
       «Es posible que prefieras este de aquí», dijo y me entregó el cartucho MüVOXmin.
       «Llevo mucho tiempo fuera», dije.
       «Nosotros, también», dijo el segundo chaval.
       «Acabamos de salir del ejército», dijo el primer chaval.
       Luego, uno a uno, enumeramos dónde habíamos estado.
       Resulta que el primer chaval y yo habíamos estado prácticamente en el mismo sitio.
       «Un momento, ¿entonces tu estuviste en Al-Raz?», dije.
       «En Al-Raz a saco», dijo el primer chaval.
       «Nunca estuve metido en la mierda, lo admito», dijo el segundo chaval. «Aunque sí que atropellé una vez a un perro con un montacargas».
       Le pregunté al primer chaval si se acordaba del corderito, del muro acribillado, del niño que lloraba, la oscura puerta bajo el arco, las palomas que ascendían, súbitamente, desde el crepúsculo gris y resquebrajado.
       «Yo no estaba en esa parte», dijo. «Yo estaba más bien cerca del río y de la barca que estaba del revés, donde la pequeña familia esa que vestía de rojo y que aparecía miraras donde miraras».
       Sabía exactamente dónde había estado. Era increíble la cantidad de veces que, antes y después del vuelo de las palomas, había alcanzado a ver en el horizonte, junto al río, una figura agachada o suplicante vestida de rojo.
       «Pero la cosa con ese perro acabó guay», dijo el segundo chaval. «Vivió y tal. Para cuando me marché, lo tenía subido de copiloto en el montacargas».
       Entró una familia de nueve indoamericanos, y el segundo chaval se acercó a ellos con el espresso y las cookies.
       «Al-Raz, madre mía», dije, para sondear.
       «¿Para mí?», dijo el primer chaval. «Para mí Al-Raz fue lo peor de todo el rollo».
       «Sí, yo también, exacto», dije.
       «La cagué en estéreo en Al-Raz», dijo.
       De pronto sentí que no podía respirar.
       «¿Mi colega Melvin?», dijo. «Pilló un gran cacho de metralla en toda la ingle. Por mi culpa. Tardé demasiado en dar el aviso. Había como una especie de fiesta de mujeres ahí al lado, ¿sabes? Unas quince tías en una tiendecita en la esquina. Y había niños. Así que esperé. Una pena para Melvin. Para la ingle de Melvin».
       Se quedó esperando que le contara la cosa jodida que había hecho yo.
       Dejé el MüVOXmin sobre el mostrador, lo volví a coger, lo volví a dejar.
       «Aunque Melvin está bien», dijo, y se dio una palmadita en el paquete. «Lo enviaron a casa, ya sabes, y está haciendo un máster. Por lo visto folla».
       «Me alegra saberlo», dije. «Seguro que a veces te hace de copiloto en el montacargas».
       «¿Cómo?», dijo.
       Miré el reloj de la pared. No parecía tener manecillas. Solamente unas formas blancas y amarillas que se movían.
       «¿Sabes qué hora es?», dije.
       El chaval levantó la vista hacia el reloj.
       «Las seis», dijo.


    14.

      En la calle localicé una cabina y llamé a Renee.
       «Lo siento», dije. «Lo siento por la jarra».
       «Sí, bueno», dijo sin poner su voz de pija. «Me vas a comprar una nueva».
       Noté que intentaba arreglar las cosas.
       «No», dije. «No creo que lo haga».
       «Mikey, ¿dónde estás?», dijo.
       «En ningún sitio», dije.
       «¿A dónde vas?», dijo.
       «A casa», dije, y colgué.


    15.

      Mientras subía por Gleason tuve esa sensación. Mis manos y mis pies no sabían exactamente qué querían, pero se inclinaban por: ábrete paso empujando lo que sea/a quien sea que te evite avanzar, entra, empieza a cargártelo todo, a tirar cosas por ahí, grita lo que te pase por la cabeza, vamos a ver qué pasa.
       Iba montado en una especie de tobogán del bochorno. ¿Sabéis lo que quiero decir? Una vez, en el instituto, un tipo me pagó para que sacara el fango de su estanque. Clavabas con fuerza el rastrillo en el agua, enganchabas un cacho de fango, y lo sacabas. En un momento dado, la parte dentada salió disparada hacia el montón de fango que había ido formándose junto al estanque. Cuando fui a recuperarla, había algo así como un millón de renacuajos, muertos y moribundos, que tenían la edad que sea que tienen los renacuajos cuando tienen la barriga hinchada como las señoras embarazadas. Lo que tenían en común los muertos y los moribundos era: su tiernas pancitas blancas se habían abierto por la repentina lluvia de fango que les había caído encima. La diferencia era: los moribundos eran los que se meneaban con un miedo loco.
       Intenté salvar unos cuantos, pero eran tan delicados que lo único que hice al manipularlos fue torturarlos más.
       Quizá otro podría haberle dicho al tío que me contrató: «Uy, tengo que parar ahora, me siento mal por matar a tantos renacuajos». Pero yo no podía. Así que seguí sacando fango con el rastrillo.
       Con cada nuevo lanzamiento, pensé, más pancitas abiertas en canal.
       El hecho de continuar con la tarea hizo que empezara a cabrearme con las ranas.
       Una de dos: (A) yo era una mala persona que hacía a sabiendas una cosa horrible una y otra vez, o (B) no era tan horrible, en verdad, solo algo normal, y la forma de confirmar que era normal era seguir haciéndolo, una y otra vez.
       Años después, en Al-Raz, recordé aquella sensación.
       Había llegado a la casa.
       Había llegado a la casa donde cocinaban, reían, follaban. Había llegado a la casa que, en el futuro, cuando se mencionara mi nombre, enmudecería, y Joy diría entonces algo como: «Aunque es verdad que Evan no es vuestro verdadero papá, Papá Evan y yo pensamos que
       no hace falta que paséis tanto tiempo con Papá Mike, porque lo que realmente nos preocupa a Papá Evan y a mí es que los dos crezcáis sanos y fuertes, y hay veces que las mamás y los papás necesitan crear una atmósfera especial para que eso pueda ocurrir».
       Busqué los tres coches en la entrada. Tres coches significaba: todos en casa. ¿Quería todos en casa? Sí, lo quería. Quería que todos, incluso los bebés, vieran y participaran y que sintieran todo lo que me había ocurrido.
       Pero en vez de tres coches en la entrada había cinco.
       Evan estaba en el porche, como esperaba. También en el porche estaban: Joy, y dos cochecitos de bebé. Y Ma.
       Y Harris.
       Y Ryan.
       Renee llegaba corriendo de una forma rara por la entrada, seguida de la madre de Ryan, que se limpiaba el sudor de la frente con un pañuelo, y del padre de Ryan, que iba a la cola debido a una cojera que hasta entonces no le había notado.
       ¿Vosotros? Pensé. ¿Vosotros, bufones? ¿Vosotros, putos locos, todos aquí, enviados por la Divina Providencia para detenerme? Menuda fiesta. Me parto el puto culo. ¿Con qué me vais a detener? ¿Con vuestras lorzas? ¿Con vuestras buenas intenciones? ¿Con vuestros vaqueros de Target? ¿Con vuestros años chupando del bote? ¿Con vuestra creencia de que todo se puede arreglar hablando, hablando, rajando sin parar sobre la esperanza?
       Los márgenes del desastre inminente se ensancharon hasta incluir la muerte de todos los presentes.
       Me ardía la cara y pensé vamos, vamos, vamos.
       Ma intentó levantarse de la mecedora del porche, sin éxito. Ryan la sostuvo por el codo y la ayudó, todo un caballero.
       Entonces, de pronto, algo se reblandeció en mi interior, quizá al ver a Ma tan débil, y bajé la cabeza y caminé dócilmente hacia esa muchedumbre de ignorantes, pensando: está bien, está bien, vosotros me enviasteis, ahora traedme de vuelta. Encontrad una manera de traerme de vuelta, malditos, o vais a ser los cabrones más arrepentidos que el mundo ha conocido jamás.




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